CAPÍTULO III

LA HISPANIA ROMANA Y EL REINO VISIGODO

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Teatro romano, ubicado en la antigua colonia de Augusta Emerita. Mérida.

Honra y prez de todo el orbe; tú, la porción más ilustre del globo.

San Isidoro de Sevilla, Loa a España.

 

SEGÚN LA TRADICIÓN ROMANA, unos gemelos fueron los promotores de Roma. Uno de ellos, Rómulo, se erigió en su primer rey. El año 753 a.C. pasaría a la Historia como el de ab Urbe condita. Dice la leyenda que a los hijos de la vestal Rea Silvia los amamantó una loba. Solo una vez que crecieron se les reveló la verdadera identidad: su sangre era de alcurnia. Tomaron de su mano la justicia para liberar del encierro al abuelo. Lástima que, en una de las disputas, le saliera al hermano el arranque de Caín y feneciera Remo.

Mientras en Iberia se iban aposentando los exploradores, las culturas autóctonas despuntaban en multitud de facetas. Ninguna sibila había intuido el invento tecnológico de la fotografía, pero cada facción dejó su retrato: el tesoro del Carambolo da cuenta del prestigio de Tartessos, con reyes longevos y cuencas mineras rebosantes; la dama de Elche nos habla del enigma ibérico, pues el retrato de la aristócrata apunta a una posible divinización; los castros revelan la necesidad de fortalecer la frontera celta; Sagunto clama por la resistencia…

Aterrizó el águila del Senado romano y todo cambió. Ya no quedaron las lenguas nativas, tampoco las indescifrables escrituras. Sin embargo, crecieron las obras de ingeniería y la cotidianidad se reguló con unos mismos cánones: los del derecho. Hubo mártires y concilios. El repertorio griego, barnizado de sentido práctico, se propagó hasta tal punto que en Hispania, la tierra por la que saltaban los conejos, se empezó a parlar en latín. Y punto.

1. Indíbil y Mandonio

En los siglos que ahora narramos fue cuando la futura España empezaba a ser Hispania. Tampoco Roma constituyó desde el principio el Imperio, estereotipo erróneamente extendido después, pues hubo en su historia tres etapas perfectamente diferenciadas: la Monarquía (desde los orígenes legendarios a Tarquinio el Soberbio, en 509 a.C.), la República (hasta el año 27 a.C.) y el Imperio propiamente dicho (en Occidente hasta la caída de Rómulo Augústulo en el año 476 d.C.; en Oriente hasta la toma de Constantinopla por los turcos en 1453).

La conquista romana del espacio ibérico se extendió en el período 218-19 a.C., esto es, desde la llegada a Ampurias al afianzamiento del primer emperador: Augusto. Fueron 199 años de cruentas batallas contra las tribus. Guerreros y epopeyas que han pasado a la Historia por desembocar el ciclo en el control de la Península a manos de Roma.

Las tropas de Marte actuaron como un rodillo inmisericorde aplastando a los nativos. El interés de los romanos por la Península surgió durante la segunda guerra púnica, en tanto en cuanto Iberia constituía la vía de suministros del ejército cartaginés mandado por Aníbal. Toda aventura depende de quién la cuenta y, tras relatar los pormenores de los cartagineses, conviene explicar también los sucesos desde la óptica romana.

En el 218 a.C., Publio Cornelio Escipión desembarcó en Ampurias. El primer combate crucial entre cartagineses y romanos tuvo lugar en Cissa, en ese mismo año; probablemente cerca de Tarraco, aunque se ha pretendido identificar con Guisona, en Lérida. A las órdenes de Hannón, los púnicos fueron derrotados por las fuerzas del propio Cneo Cornelio Escipión, legado de su hermano Publio.

En el año 217 a.C., la flota de Cneo venció a la de Asdrúbal en el río Ebro. Poco después llegaron refuerzos procedentes de Italia, al mando de Publio, y los romanos pudieron avanzar hasta Sagunto. A los dos hermanos Escipión hay que atribuir la fortificación de Tarraco y el establecimiento de un puerto militar. La muralla de la ciudad se construyó probablemente sobre la anterior pared ciclópea, pues en ella se aprecian marcas de picapedrero ibéricas, ya que para su construcción debió emplearse la mano de obra local.

En estos momentos incipientes, los Escipiones se concentraron en combatir contra las tribus del Ebro, si bien los cartagineses recibieron refuerzos al mando de Himilcón Fameas, y se dio un nuevo frente al sur del río, cerca de la actual Amposta o de San Carlos de la Rápita. Así se precipitó la llamada batalla de Ibera.

Paralelamente, la rebelión en Numidia (Argel y Orán) del aliado de Roma, Sifax, obligó a Asdrúbal a volver a África con sus mejores tropas (214 a.C.). Dejaba en Hispania el campo libre a los romanos… Ya en África, Asdrúbal obtuvo el apoyo del otro rey númida, Gala, señor de la región de Constantina. Los númidas se hallaban divididos y Sifax, el socio de los romanos, fue derrotado. Así, en 211 a.C., Asdrúbal pudo regresar a la Península con el apoyo de más efectivos númidas. No obstante, hasta el año 202 a.C., los ejércitos romanos no solo derrotaron a los cartagineses, sino que ocuparon la costa mediterránea y parte de los valles del Guadalquivir y del Ebro, para lo cual atrajeron a los iberos mediante alianzas.

Indíbil era el rey de los Ilergetes, pueblo ibérico establecido entre los Pirineos, el Ebro, el Segre y el Gállego, en torno a su capital, Ilerda. Mandonio, por su parte, pertenecía a los ausetanos, afincados alrededor de Ausa (la actual Vic). Aunque la leyenda quiso presentar como hermanos a los dos caudillos, pertenecían a clanes diferentes, por más que ambos lucharan como aliados de los púnicos.

Muy poco sabemos de su apariencia y carácter, pues no hay descripciones ni físicas ni psicológicas de ellos, pero sí conocemos cómo mudaron de alianzas con cartagineses y romanos tratando de mantener al margen sus tierras de la sangrienta disputa que mantenían las dos potencias. La búsqueda de un equilibrio beneficioso los hizo cambiar de lealtades según soplaran los vientos. Hoy consideraríamos propia de un «tránsfuga» tal conducta, pero, para la sociedad ibera y celtíbera del momento, resultaba habitual mudar de parecer y bando a mitad de la contienda.

Cuando Roma atacó la Península para contrarrestar el avance de Aníbal en Italia, Indíbil participó con Asdrúbal en la batalla contra Publio Escipión. Pero, mientras Asdrúbal preparaba una nueva campaña contra el corazón de la República, Publio Cornelio Escipión convenció a Indíbil y Mandonio de que los cartagineses los habían traicionado y los sumó a su causa.

Ilergetes y ausetanos colaboraron con los romanos en las campañas que llevaron a desbancar a los cartagineses. No obstante, pronto descubrirían que esos poderosos soldados no habían venido para devolverles su independencia, sino para someterlos, por lo que continuaron su lucha en contra de Escipión, quien acabó aplastándolos.

En el desarrollo de los acontecimientos, Indíbil tuvo que soportar el ultraje de entregar sustanciales cantidades de plata y de rehenes a los cartagineses, incluida su propia esposa. A resultas de las desavenencias con las legiones, organizó una rebelión entre los pueblos del noreste de Hispania. Según las fuentes clásicas, reunió 30 000 soldados de infantería y 4000 de caballería. Sin embargo, fue derrotado en 205 a.C. y, esta vez, cayó en la batalla.

En idéntica fecha, Mandonio sufrió la crucifixión que Roma reservaba para los más rebeldes. Todavía estaba por escribirse el capítulo más crudo de la resistencia.

2. Viriato y Numancia

En el año 197 a.C., la Península se dividió en dos grandes provincias: Citerior, al norte, con capital en Tarraco (Tarragona), y Ulterior, al sur, con sede en Corduba (Córdoba). Dos procónsules eran los encargados de administrar de manera bianual los territorios. Pero en aquella fecha la Citerior sería escenario de una rebelión de pueblos autóctonos, movimiento que se contagió a la provincia Ulterior. El cónsul Marco Porcio Catón llegó a la Península para defender los intereses de Roma y, tras su desembarco en Rosas, en los años 195-194 a.C., impuso diversas guarniciones para asegurar el control del territorio.

Catón en sí mismo encerraba grandes contrastes: actuaba de un modo con los recursos de sus tropas y de otro con los bienes de los vencidos. Durante la campaña, se comportó de acuerdo a su reputación de incansable trabajador y en constante alerta, viviendo en función de sus ideales estoicos de la forma más sobria posible y compartiendo tanto las tareas como los víveres de los soldados rasos. A pesar de ser un general joven y de talento, mostraba una inusual humildad al elaborar sus estrategias en consonancia con los consejos de los expertos. Su estrategia estribó en sembrar la cizaña entre las tribus hispanas y, aprovechándose de su debilidad, llegó incluso a utilizar a muchos de sus miembros como mercenarios contra los otros nativos. Los detalles están recopilados por el historiador Tito Livio e ilustrados con anécdotas de Plutarco. Ambos cuentan el horror que caracterizó las operaciones militares acaecidas durante el conflicto y la rapidez y falta de clemencia con la que Catón subyugó a los insurgentes.

La política administrativa del cónsul Marco Porcio Catón en la Citerior se basó en el expolio. Los ingresos aumentaron vertiginosamente no por un golpe de suerte, sino por la explotación de los recursos mineros situados al norte de la Península. Gracias a todos estos logros, el Senado decretó tres días de agradecimiento en honor del glorioso general. A finales del año 194 a.C., Catón regresó a Roma y el Senado votó a favor de la celebración del triunfo, momento en el que exhibió una extraordinaria cantidad de oro, plata y latón. Y hay que recalcar que, durante la distribución del botín, Catón se mostró mucho más liberal de lo que se esperaba de él.

En este contexto, a la derrota cartaginesa y a la primera división provincial siguieron dos importantes guerras de conquista: la lusitana, con la figura de Viriato haciendo frente a las legiones romanas, y la celtíbera, que culminó con la toma de la ciudad de Numancia, en el año 133 a.C. Finalmente, casi en el cambio de era, se completó la conquista de la Península Ibérica con las campañas cántabras (29-19 a.C.), cuyo resultado fue la anexión territorial de lo que hoy es Galicia y la cordillera Cantábrica.

Lusitania sería la provincia que durante un mayor período de tiempo resistiría inamovible ante la superioridad romana. Hasta época contemporánea no se ha introducido en la lengua española el término «líder», pero el concepto ya estaba gestado con sobresalientes ejemplos. De todos los caudillos que lucharon contra la República hubo uno cuya fama surcó el Tirreno. Su nombre era Viriato. Desde la humildad, pasó a ser la cabeza de la resistencia lusitana: «Recobraron ánimo los lusitanos gracias a Viriato, hombre de gran habilidad, que de pastor se hizo bandolero, de bandolero se convirtió súbitamente en militar y general, y de no abandonarle la suerte hubiera sido el Rómulo de España». Así resume su trayectoria el historiador hispanorromano Lucio Anneo Floro. Un nuevo tipo de guerra, la de guerrillas, contra la que Roma no había luchado se impuso por toda la región. Durante siete años, hasta 139 a.C., Viriato mantuvo en jaque a Roma. Las legiones sufrían un lento desgaste y el corte de los suministros acontecía con demasiada frecuencia. Pero la traición se abrió brecha entre los lusitanos, pues el gobernador romano Servilio Cepión violó el pacto de paz y compró la vida de Viriato a sus amigos.

Y, como escenario de patriotismo, despunta Numancia. ¿Por qué narrarlo con nuestra voz si puede ejercer de locutor un coetáneo del siglo II a.C.? Abrimos el códice de Ibérica y escuchamos a Apiano:

Los numantinos, acosados por el hambre, enviaron a Escipión cinco hombres, a los cuales habían encargado averiguar si este les daría un trato moderado si se entregaban a los romanos. Mas Escipión, sabedor de lo que ocurría en la ciudad por los prisioneros, les respondió que debían ponerse en sus manos y rendir la ciudad y sus armas. Los numantinos se encolerizaron mucho más por sus desdichas cuando se los informó de la respuesta de Escipión. No mucho después comenzaron a lamer pieles cocidas ante la total ausencia de comestibles, de trigo, ganado y yerba. Cuando aquellas también faltaron, comieron carne humana cocida, comenzando por la de los muertos.

Si Viriato es el adalid por excelencia de la lucha contra los romanos, Numancia encabeza la lista de ciudades que plantaron cara a los esquemas importados. De tal manera impactó en la conciencia de los conquistadores la actitud de los rebeldes, que aquellos se sintieron interpelados por la causa, como lo demuestra el hecho de que sea la ciudad celtibérica más citada por los escritores romanos (más de 300 veces y por 22 autores). Entre ellos destacaron Apiano Alejandrino, quien se informó en Polibio, amigo de Escipión y testigo presencial del cerco.

Asimismo, el prototipo sería incorporado a la tradición cristiana por san Agustín y Paulo Orosio, en la búsqueda de valores a imitar por los mortales. En el presente, no constituye solo un yacimiento arqueológico, sino que es el símbolo de la lucha de un pueblo por su libertad. De esta manera, el vuelo de Numancia por encima de la dimensión humana y arqueológica explica que el topónimo pueda ser invocado como alusión a la defensa en parcelas profanas como el deporte.

Tras el suicidio colectivo de muchos de sus moradores, en el año 133 a.C. cayó Numancia. Al norte de Soria, el Cerro de la Muela sigue sobrecogiendo al visitante. El primer conflicto grave con Roma había tenido lugar en el año 153 a.C., cuando se dejó entrar en la ciudad a unos fugitivos de la tribu de los bellos, procedentes de Segeda. La cuestión fue que Segeda, en tierras zaragozanas, decidió construir una nueva muralla de unos 8 kilómetros. Esto fue considerado por los romanos como un desafío. Enterado de ello, el Senado romano envió a Hispania al cónsul Quinto Fulvio Nobilior, con un ejército de unos de 30 000 hombres para hacer cambiar de planes a los segedenses, quienes, al conocer la amenaza y dado que todavía no habían terminado de fortificarse, huyeron a refugiarse con familias de Numancia. De tal manera, esta última se vio involucrada en el frente indirectamente, a pesar de haberse mantenido hasta entonces al margen en las guerras celtibéricas.

Después de un mes, Nobilior recibió refuerzos de su aliado Masinisa, otro rey de Numidia. Llegaron 300 soldados africanos con 10 elefantes. El ejército romano de desplegó en campo abierto, quedando escondidos los paquidermos en la retaguardia. Según informa Apiano:

Así que hubieron venido a las manos, se abrió la formación y aparecieron las fieras, con cuyo espectáculo, antes nunca visto en las batallas, se aterraron tanto, no solo los celtíberos, sino aún sus mismos caballos, que huyeron a la ciudad. Nobilior los persiguió hasta las murallas, donde se peleó con valor, hasta que uno de los elefantes, herido en la cabeza con una gran piedra, se enfureció de tal modo que, vuelto a los suyos con terribles bramidos, comenzó a atropellar a cuantos encontraba, sin distinción de amigos o enemigos. A los bramidos de este, enfurecidos los demás elefantes, comienzan a hacer lo mismo, y atropellan, matan y desbaratan a los romanos.

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Ruinas de la ciudad de Numancia, en Soria. Numancia quedó para siempre como símbolo de los indómitos iberos.

Los habitantes de Numancia salieron de las murallas y persiguieron a los romanos que desordenadamente huían. Aniquilaron a un gran número e, incluso, se apoderaron de varios elefantes. Nobilior pasó el terrible invierno del tránsito del año 153 a.C. al 152 a.C. en su campamento de la Atalaya de Renieblas, donde muchos de sus hombres murieron de frío. En definitiva, los numantinos demostraron su coraje, logrando derrotar al ejército de 30 000 miembros del cónsul, si bien su jefe, Caro de Segeda, murió en el combate.

A Roma le trastornaba la idea de que un grupo de «vulgares» celtíberos estuvieran desafiando el poder omnímodo de la República. Las legiones no estaban acostumbradas a ese desigual fracaso. Después de dos décadas repeliendo los insistentes ataques, en el año 134 a.C. el Senado confirió la labor de destruir Numancia a Publio Cornelio Escipión Emiliano. Una decisión que no estuvo exenta de problemas. Los hados no parecían ser propicios para Roma, pero el destino, en esencia, es caprichoso y, más tarde, las cenizas se harían dueñas del espíritu celtibérico.

La primera dificultad que se presentó en Roma para la designación de Escipión como jefe del ejército sitiador fue que no tenía el tiempo prescrito para el consulado, por lo que los tribunos tuvieron que hacer la vista gorda, esto es, derogar transitoriamente la disposición. El prestigio del general incitó a millares de romanos a alistarse bajo sus órdenes, cosa que el Senado no consintió del todo porque, aparte de Hispania, tenía otros frentes abiertos. Finalmente, marchó a la Península con 4000 voluntarios, además de con tropas mercenarias y de otros soberanos, escribe Apiano, que se le ofrecieron por conveniencia propia. Con personas escogidas formó la denominada «cohorte de los amigos». Pidió dinero, se lo negó el Senado y, según Plutarco, contestó Escipión que «le bastaba el suyo y el de sus amigos», de ahí que pueda hablarse con propiedad de camarilla.

Al recalar a la Península, Publio Cornelio Escipión Emiliano obligó a las tropas a desarrollar un durísimo entrenamiento. Vendió carros y acémilas, conservando solo lo necesario, y desterró a los adivinos y agoreros, a quienes los militares, consternados por tantos infortunios, daban demasiado crédito. Poco después, llegó a su campamento el rey númida Yugurta, con 15 000 hombres. Cuando los efectivos habían adquirido la suficiente moral, se trasladó a las inmediaciones de Numancia, cuidando de no dividir sus fuerzas ni batirse sin antes explorar: «Es un disparate aventurarse por cosas leves. Es imprudente el capitán que entra en acción sin necesidad… Así es que los médicos no usan sajaduras ni cauterios antes de las medicinas».

Las actuaciones de los grandes ejércitos estatales no difieren en la Península de la práctica de la guerra compleja en el Mediterráneo central y oriental, donde la destrucción de una ciudad se consideraba un acto ajustado al derecho, como expresaba Jenofonte: «Es una ley universal y eterna que, en una ciudad tomada a enemigos en estado de guerra, todo, las personas y los bienes, pertenecen al vencedor». Sobre este particular, venían a coincidir los pensamientos de Platón: «Todos los bienes de los vencidos pasan a manos de los vencedores»; y de Aristóteles: «Aquello que se toma en la guerra pertenece al vencedor».

En el cerco de Escipión, las torres contaban con catapultas, ballestas y otras máquinas; las almenas, con piedras y dardos, y en el muro se instalaron arqueros y honderos. En total, más de 60 000 soldados. La producción de la facción vecina de los vacceos (en la cuenca del Duero) era tan abundante, que los arévacos, los de Numancia, dependían de ellos para aprovisionarse del cereal, por lo que Escipión saqueó las cosechas de los vacceos para impedirlo.

Tras quince meses de hambruna y enfermedad, con las despensas vacías, los arévacos decidieron poner fin a su situación en el año 133 a.C. Era verano y la pestilencia se apoderaba de la ciudad. Algunos numantinos se entregaron como esclavos, mientras que la mayoría optó por el suicidio. El último deseo de los vencidos fue el incendio del enclave como sublevación postuma. Al entrar en la población, los legionarios contemplaron un espectáculo dantesco: un término al completo en llamas, lo que hacía más apocalíptico aquel ocaso. Fue una locura de sangre y fuego. Y, como no existía nada de lo que Escipión pudiera apropiarse como botín, volvió a Roma lleno de fama aunque sin un mísero objeto como tesoro. Tuvo que pagar con sus propios recursos los siete denarios que recibió cada soldado romano, si bien celebró en la Urbe su éxito desfilando con 50 numantinos cautivos.

La ciudad apenas volvió a ser habitada hasta casi un siglo después, en época de Augusto, recuperando su aspecto urbano. Esta nueva población se construyó sobre las ruinas de la celtibérica, para poco a poco empezar a vaciarse de nuevo con la caída del Imperio romano. Con el paso de los siglos la memoria de Numancia cayó en el olvido y, hasta el siglo XVIII, no se supo ubicar exactamente su emplazamiento. Así permaneció dormida, hasta que en el año 1903 Schulten comenzó las excavaciones arqueológicas, delimitando el plano de la pretérita tranquilidad y el empuje de los campamentos romanos que la sitiaron. Aguerridos seres que, en defensa de la libertad, fenecieron, pero la Numancia de Miguel de Cervantes profetizaría en la época de los tercios «el valor que en los siglos venideros / tendrán los hijos de la fuerte España».

3. De César al Imperio

La gens Julia era una de las familias patricias mejor situadas en la Antigua Roma. Con sangre noble, a la vez que pasado menesteroso, pues hay ciclos en que las riquezas materiales no lo suponen todo, Julio César nació hacia el año 100 a.C., un 13 de julio, para ser exactos. Sobrino de Cayo Mario, el siete veces cónsul, en cierta manera era un predestinado, pues la fama lo miró con buenos ojos, aunque su carrera está cuajada de su tenacidad en el ascenso a las altas esferas.

Justo o déspota, el hombre que pudo reinar, vivió en Hispania algunos de los episodios más significativos de su biografía. «Del Rubicón al Ebro» podría ser el titular que condensara la trayectoria política de Julio César. Su viaje a la provincia Ulterior comenzó en el año 69 a.C… Acababa de ser elegido cuestor de dicha demarcación y andaba huyendo de sus acreedores y rivales políticos en Roma.

Fue en Gades (Gadir, Cádiz) donde el treintañero lloró por la pequeñez de sus logros en comparación con los de Alejandro Magno, quien, a su edad, había conquistado el Oriente. Posteriormente, su política fue meditada y fulminante, al optar por la inmediata conquista de las Galias. En lo militar, con 3 legiones, emprendió una campaña de saqueo por Lusitania, para reunir fondos, pero también para rehacer la Ruta de la Plata.

César puso en marcha el programa de su partido (el popular, en contraposición al de los optimates o superiores, copado por el Senado). Cedió tierras a los soldados licenciados y practicó, tanto en la Hispania Ulterior (pompeyana), como en la Citerior (sertoriana), una táctica política de atracción. Las cuatro claves del plan geoestratégico de César fueron: ejército permanente, colonización sistemática, reducción de impuestos y derechos municipales. Ese programa, meditado desde su estancia juvenil en Gades, le valió en Roma el crédito político necesario para formar con Pompeyo y Craso el primer triunvirato en el año 60 a.C.

En el siguiente, fue nombrado cónsul y siguió cultivando su clientela hispana a espaldas de Pompeyo, quien, tras derrotar a Sertorio, estimaba la Península Ibérica como una finca indisputable. Julia, la hija de Julio César y Cornelia, fue casada con Pompeyo, pero, al fallecer la joven en el año 53 a.C., César aspiró al poder total, pues Pompeyo ya había sido nombrado cónsul perpetuo, lo cual equivalía a casi monarca.

En el año 49, el Senado le ordenó disolver su ejército, pero su partido, con Marco Antonio a la cabeza, denunció a la institución romana y huyó junto a César. Al pasar las arcillosas aguas del Rubicón, este cauce entró en la historia como emblema del riesgo que entraña toda decisión. Marcaba el límite del poder del gobernador de las Galias y este no podía —más que ilegalmente— adentrarse en Italia con sus tropas.

La noche del 11 al 12 de enero, Julio César se detuvo un instante ante el Rubicón atormentado por las dudas. Cruzarlo significaba cometer una ilegalidad: convertirse en enemigo de la República e iniciar la guerra civil. Finalmente, César dio la orden a sus tropas de traspasarlo, pronunciando en latín la frase alea iacta est, «la suerte está echada», según afirma Suetonio (Vidas de los doce césares). No obstante, de acuerdo con Plutarco (en sus Vidas Paralelas), Julio César citó en griego la frase del dramaturgo ateniense Menandro, uno de sus autores preferidos: anerriphthô kubos, «¡que empiece el juego!».

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Posteriormente, tras sus relativos fracasos junto al Egeo, de nuevo sería Hispania quien le otorgó la victoria. A punto de ser aniquilado por Afranio en Ilerda (Lérida), logró eludir la tenaza de 70 000 hombres y rodearlos en un recodo del Ebro. Y hacia el año 45 a.C., en Munda, César derrotó a las fuerzas de Pompeyo, su antaño aliado, en una de esas batallas que definen el signo de toda una época. Posiblemente, esta localidad era la cordobesa Montilla, de donde se llegó a afirmar, en la historiografía moderna, que procedía el vino de la Santa Cena; en definitiva, el pueblo en el que en el Siglo de Oro moró la Camacha, bruja además de espectro cervantino.

Con Julio César y su hijo adoptivo Cayo Julio César Octavio, emperador de nuevo cuño con el nombre de Augusto, se asistió a una paulatina restauración del poder real, pues el primero fue elegido dictador vitalicio y pontifex maximus, y tras el asesinato de César en los idus de marzo del año 44 a.C., Octavio obtuvo los poderes tribunicios, convirtiéndose en un monarca de facto.

De este modo, se inició el Principado, período en el que las instituciones de la República siguieron vigentes, al tiempo que Octavio iba acumulando en su persona todos los poderes. En el año 27 a.C. Octavio recibió el título de Augusto y el Imperio comenzó su andadura.

El deseo de someter la cornisa septentrional motivó las guerras cántabras (29-19 a.C), habida cuenta de que, desde el año 50 a.C., solamente los cántabros y los astures eran independientes de Roma, aunque, ocasionalmente, se enrolaban en sus tropas auxiliares, como consta durante las guerras civiles, en el 49 a.C., al servicio de Pompeyo. El resto de pobladores de la Península ya habían sido sometidos o se habían adherido voluntariamente a los romanos, sin embargo, Cantabria estaba lejos de ser pacificada.

La guerra contra los cántabros constituyó la única operación dirigida personalmente por el emperador Augusto en Hispania, fuera de nuestro entorno solo puede mencionarse la guerra contra los ilirios (35-33 a.C.). Lucio Anneo Floro, el historiador romano del siglo I, manifestaba cómo adoptó esta decisión el princeps (primer ciudadano): «En el occidente estaba ya en paz casi toda Hispania, excepto la parte de la Citerior, pegada a los riscos del extremo del Pirineo, acariciados por el océano. Aquí se agitaban dos pueblos muy poderosos, los cántabros y los astures, no sometidos al Imperio». Una contienda que llevó a Augusto a abrir las puertas del templo de Jano, el dios de las dos caras, en señal de combate total, y a desplazarse en persona hasta el escenario cántabro.

Según relata Dión Casio, la táctica de cántabros y astures consistía en una guerra de guerrillas. Conscientes de su inferioridad numérica y de la debilidad de armamento frente a la invulnerabilidad táctica de las legiones en campo abierto, evitaban la acometida directa sobre las fuerzas romanas. Así, el poeta Lucano apunta: «el cántabro con sus pequeñas armas y el teutón con sus armas largas».

Los cántabros eran hábiles a la hora de montar a caballo, de hecho algunas de sus técnicas pasaron a ser empleadas por el ejército romano, como el circulus cantabricus (consistente en una formación de caballería en semicírculo) y el cantabricus impetus (ataque frontal y masivo contra las líneas enemigas con el propósito de deshacerlas). Mientras que para los romanos la caballería solo representaba entre un 10 o un 14 % del ejército, para los cántabros suponía hasta el 25 %. Además, iban provistos con espada pequeña, puñal, dardos o jabalinas, lanzas, escudos redondos de madera, petos de cuero o lino, gorros de piel y la bipennis (hacha de doble filo claramente definitoria del norte de Hispania). La implicación de la marina romana, con la Classis Aquitanica, sería determinante para la resolución del conflicto. Esta flota llegó —como su nombre indica— desde Aquitania a las costas hispanas.

A diferencia de lo acaecido en otros conflictos similares, el Imperio optó por no tomar un alto número de cautivos. «De los cántabros no se cogieron muchos prisioneros; pues cuando desesperaron de su libertad no quisieron soportar más la vida, sino que incendiaron antes sus murallas, unos se degollaron, otros quisieron perecer en las mismas llamas, otros ingirieron un veneno de común acuerdo, de modo que la mayor y más belicosa parte de ellos pereció. Los astures, tan pronto como fueron rechazados de un lugar que asediaban, y vencidos después en batalla, no resistieron más y se sometieron en seguida» (Dión Casio). Las pócimas citadas estaban hechas a base de semillas de tejo, árbol mítico celta. «Para ellos, morir como guerreros y libres suponía una victoria» (Estrabón).

La guerra pudo darse por finalizada en el año 19 a.C., aunque se tiene constancia de rebeliones posteriores. La región fue devastada y los castros incendiados, deportándose masivamente a la población y trasladándola a las llanuras. Pero el fuerte carácter de los cántabros hizo que, a pesar de la masacre, Roma dejara, en prevención, dos legiones durante 60 años: la X Gemina y la IV Macedónica. En el 17 a.C., cántabros crucificados cantaron himnos de victoria desde el patíbulo. Al año siguiente, los supervivientes de los sublevados fueron obligados a abandonar los castros y a bajar a los valles.

Roma se convirtió en el centro del mundo y de ella partía el sistema viario que ponía en contacto las diferentes regiones. Augusto conservó la constitución republicana hasta el 23 a.C., cuando el poder tribunicio y el imperium militar (mando supremo) fueron revestidos de autoridad real. El Senado mantuvo el control de Roma, la península itálica y las provincias más romanizadas, mientras que las fronterizas, donde fue necesario contar con acuartelamiento estable de legiones, quedaron gobernadas por legados nombrados y supervisados por Augusto.

El primer emperador trajo consigo una etapa de relativa calma, la Pax Augusta, durante la cual nació en Belén Jesús de Nazaret, el Mesías, crucificado con 33 años de edad en Jerusalén, durante el reinado del segundo emperador, Tiberio.

El lento desgaste del poder central, la presión germánica y el hastío social acabarían desembocando en el final de una etapa. Sin embargo, la era hispánica se mantuvo como cómputo hasta el siglo XV. La fecha tomada como referencia supone un enigma: el año 38 a.C. ¿Por qué? Entre otras hipótesis, podría relacionarse con la declaración de Hispania como provincia tributaria cuando Octavio, el triunviro dominante en Occidente, decretara la Aera Hispanica tras la pacificiación oficial, una vez que se dieron por concluidas las guerras civiles, aunque la lucha con Marco Antonio prosiguió en Oriente y quedaba rematar las guerras cántabras.

Con el Ara Pacis, el altar de la paz que se inauguró en Roma el año 9 a.C., Augusto festejaría el sosiego en el Mediterráneo. En lo sucesivo, cada año, al lado oeste de la Vía Flaminia, en el Campo de Marte, serían sacrificados un carnero y dos bueyes. No obstante, como sentenciara el escritor romano de asuntos militares, Vegecio, tal vez parafraseando a César: si vis pacem, para bellum, «si quieres la paz, prepara la guerra».

4. La romanización: lengua y economía

Además de la conquista militar, Roma no se limitaba a dominar un territorio y explotarlo para su beneficio, sino que exportaba su lengua, su derecho, su economía y sus infraestructuras. Durante la etapa republicana la riqueza minera y agropecuaria de la Península atrajo a un gran número de emigrantes de la Urbe, sobre todo a antiguos soldados que recibieron tierras tras años de servicio: así nació la ciudad de Mérida, en el año 25 a.C.

En este orden de cosas, se desarrolló el proceso de romanización, mediante el cual se introdujo el modelo latino en las instituciones y en la vida cotidiana. Sin intuir que la Guerra Civil (1936-1939) hendiría su surco en la historia del siglo XX español, en el siglo I a.C. Hispania fue escenario de las guerras civiles de Roma que determinaron el ocaso de la República. Estas sublevaciones se originaron a consecuencia de la personificación del poder, algunas de ellas fueron las de Mario y Sertorio contra Sila, Pompeyo contra Sertorio o César contra Pompeyo.

Como en la Segunda República, la tierra conformaría un factor desencadenante de reyertas. Julio César iniciaría el proceso de colonización, en parte para solucionar el grave problema del ager publicus: tierra pública, normalmente adquirida por medio de la confiscación a los enemigos de Roma. Concedió la ciudadanía a gran parte de los municipios, asegurándose, en el camino, la fidelidad de estos contra Pompeyo.

También fue César el artífice del calendario juliano, que rigió el cómputo del tiempo hasta 1582, sustituido con la reforma del papa Gregorio XIII. A su llegada a la tierra de las pirámides, en el año 46 a.C., con el idilio con Cleopatra en el horizonte, el general romano trató de poner fin al baile de fechas debido a la diferencia con el ciclo solar.

Así, recurriendo al astrónomo Sosígenes de Alejandría se ideó incluir un día más, cada cuatro años, entre el 23 y el 24 de febrero: bis sextus dies ante calendas martii (sexto día antes del mes de marzo repetido). Parece un trabalenguas, pero no lo es, pues los romanos no contaban los días del mes del 1 al 31, sino tomando tres fechas de referencia: calendas, nonas e idus, tres secciones en función de las cuales se señalaban los días pasados o que faltaban para llegar.

Hispania fue una de las provincias más romanizadas. La interiorización de la cultura romana fue tal que los hispanos no se sentían pueblos ocupados, sino miembros del Imperio. Una serie de decisiones contribuyeron a que esta identidad fuera una realidad, como la incorporación de Hispania al sistema económico imperial, el papel del ejército como medio de integración de los nativos, la cohesión territorial y la extensión de la ciudadanía romana, con decretos como el de Caracalla, que concedió tal estatus a todos los hombres libres en el año 212 d.C.

El derecho romano se extendió por la Península, para regular las instituciones públicas y las relaciones privadas. Durante mucho tiempo los romanos se rigieron por preceptos jurídicos inspirados en la costumbre (mos maiorum), que solo eran conocidos por los magistrados y los pontífices. Ante la protesta de la plebe, una comisión de diez varones (decemviri) se encargó de redactar un código escrito, las Leyes de las Doce Tablas, que estuvo vigente desde el año 450 a.C. hasta el siglo III a.C. A partir de esta centuria, juristas y pretores adaptaron las normas a las nuevas circunstancias sociales y económicas.

La administración de la justicia correspondía al gobernador principal y al magistrado, los cuales eran asistidos por un consejo provincial (consilium) de veinte miembros, que juzgarían en nombre del emperador. El gobernador acudía periódicamente a la capital de cada distrito judicial, o conventus iuridicus, para administrar justicia a los habitantes de la circunscripción. Más adelante, en el Bajo Imperio, el gobernador podía delegar en jueces locales o pedáneos (pedanei). A partir del siglo V, y en los últimos años de la dominación romana, se aplicaría la jurisprudencia del Código Teodosiano, que recogía las leyes dispersas de aplicación particular y las disposiciones imperiales sobre cada territorio.

Los romanos consiguieron también la unificación lingüística. El latín, que en un principio era la lengua de la administración y del gobierno, acabó por imponerse primero en las urbes y después en las zonas rurales. Del latín vulgar derivarían tres de los cuatro idiomas actuales de la Península. El cuarto —el vascuence o euskera—, aunque no es romance, tiene también una enorme deuda con el latín, que le aportó y le sigue confiriendo gran caudal léxico. A nivel escrito, el latín se difundió como idioma de prestigio para la literatura, la ciencia y la política.

Para preservar las minas de oro del Bierzo, la Legio VII Gemina mantuvo destacamentos en el área citada, proporcionando también escolta a los gobernadores provinciales y procuradores ecuestres. Ya que la propiedad de las minas era estatal, Roma creó las societates publicanorum, empresas públicas para la explotación minera. Los beneficios de las minas hispanas fueron inmensos y se mantuvieron durante los siete siglos de dominio romano, lo que convirtió a Hispania en un puntal económico de Roma. Las crónicas expresan con bastante fidelidad las cifras de la producción minera, que ya en el siglo II a.C. eran de más de 9 millones de denarios anuales, mientras los botines de guerra del mismo período nunca superaron la tercera parte de este montante.

En cuanto a los minerales, Roma extrajo con mayor interés plata, cobre y hierro. Aníbal había dado una gran vitalidad a las minas argénteas de Cartago Nova. Según Estrabón en ellas trabajaban hasta 40 000 esclavos que reportaban al pueblo romano 25 000 dracmas diarios.

También en la Bética, en la comarca de Ilipa Magna (Alcalá del Río, el mismo lugar donde mordieron el polvo los cartagineses), existen en el presente importantes yacimientos mineros, que explican que este enclave se convirtiera en uno de los principales del Bajo Guadalquivir. No en vano ejercía el control de las rutas terrestres y fluviales que conectaban las canteras de Sierra Morena y las fértiles tierras de la vega. Es el caso de las minas de Aznalcóllar, en Sevilla.

Esta producción se halla reflejada en los pecios submarinos, a través de los lingotes de plata, plomo y panes de cobre que lucen sellos de fundidores hispanos. El trabajo en la minería en Hispania, como en el resto del orbe, se efectuaba en unas condiciones terribles. Millones de esclavos eran ocupados en una labor extremadamente peligrosa, sin ningún tipo de seguridad y sin un horario humanamente soportable. Para un esclavo, la mina constituía el mayor de los castigos, pues entrañaba pasar el resto de sus pocos días sin ver más la luz del sol, acarreando piedras o picando en las galerías, siempre bajo la amenaza de los derrumbamientos.

Otro importante mineral extraído en Hispania era el lapis specularis, un tipo de yeso especular traslúcido muy apreciado en Roma como mineral para la fabricación, a modo de cristal, de ventanas. La piedra lunar cubría las literas de las damas. De este modo, a la par que los siervos las trasladaban en andas, contemplaban el panorama sin ser vistas. La principal área de extracción del lapis se encontraba en las actuales provincias de Toledo y Cuenca, siendo el centro administrativo de esta producción minera la ciudad de Segóbriga, de la cual era el principal recurso económico.

Además de la explotación de los recursos minerales, con la conquista de Hispania Roma obtuvo el acceso a las mejores tierras de labor de todo el territorio romanizado. Estas fueron repartidas entre las tropas licenciadas. La cultura romana había idealizado el trabajo en el campo en tanto que culminación de las aspiraciones del ciudadano. Así, garantizando las lindes gracias a las técnicas de la agrimensura, los romanos aseguraron la propiedad, aunque, avanzado el siglo II a.C., se produciría la crisis del campesinado, una sensación de tocar fondo provocada por la ingente cantidad de esclavos que eran empleados en todos los sectores productivos. Eso ocasionó la caída en picado de la competitividad de la mano de obra libre.

A pesar de los fracasados intentos de reforma agraria de los tribunos Tiberio y Cayo Sempronio Graco, la crisis favorecería el fortalecimiento de los grandes latifundistas, poseedores de inmensas extensiones dedicadas al monocultivo y, nuevamente, trabajadas por esclavos. El pequeño campesino se vería abocado a abandonar sus tierras y pasaría a engrosar las filas de los ejércitos. En la economía agrícola, una buena finca disponía de cinco partes, destinadas respectivamente a olivo (aceite), vid (vino), trigo (pan), huerto (frutas y verduras) y pastos para el ganado. Enuncia esto la importancia de cada una estas especialidades herbarias en la alimentación de la época. De la partición ha quedado la expresión castellana «quinta de…» (olivos, naranjos, etc.), pues, con el tiempo, adquirió el sentido de «finca de recreo».

Del comercio de aceite, sobre todo de la Bética, hacia el norte de Europa y el Mediterráneo, son testigos las ánforas del monte Testaccio: un 80 % de los envases de este vertedero de Roma procedían de Hispania. También llegaron a Germania, Alejandría y Palestina. Gracias a las investigaciones arqueológicas sobre la producción de cerámica en el sur peninsular se puede deducir que el comercio de la salazón se daba ya antes del dominio cartaginés, existiendo evidencias de producción y venta de pescados en fechas tan tempranas como el siglo V a.C.

Así, durante toda la etapa romana, Hispania sobresalió por el floreciente comercio de salazones procedentes de la Bética, la Tarraconense y la Cartaginense, sector que extendía su mercado por el Occidente europeo. Esta actividad productiva se ve reflejada en los restos de factorías cuyo producto manufacturado estrella era, además del pescado en salazón, la salsa garum. Del intercambio de otras piezas exóticas ofrecen explicación las inscripciones funerarias, como la de Mérida dedicada a Silvano, margaritarius, o «comerciante de perlas», en el siglo II.

En el Bajo Imperio, con la reforma de Diocleciano, Hispania sería estructurada en cinco provincias: Baetica, Lusitania, Tarraconensis, Cartaginensis y Gallaecia, y, en el siglo IV d.C., las islas Baleares constituyeron también una provincia independiente con el nombre de Balearica.

5. La ciudad

El proceso de romanización habría sido impensable de no haber existido una buena red de comunicaciones entre los distintos enclaves del Imperio. De este modo, y tomando como punto de partida la propia Roma, comenzaron a construirse las primeras calzadas, ya que facilitaron tanto el transporte de mercancías como el imparable avance de las legiones. Fue un trabajo arduo pero concienzudamente desarrollado; no en vano los romanos extendieron 85 000 kilómetros de estos caminos oficiales, donde los miliarios eran los postes de piedra que marcaban las distancias a través de los «mil pasos».

Las principales vías en la Hispania romana eran la Heraclea (llegaba desde las Galias hasta Cartagena, extendiéndose a Cádiz) y la de la Plata (enlazaba Mérida con Asturica Augusta, Astorga, presentando ramificaciones meridionales a Cádiz y, hacia el norte, a Gijón). También destaca la calzada del Puerto del Pico, construida dos siglos antes del nacimiento de Cristo principalmente para mejorar las comunicaciones entre Ávila y Mérida. Se utilizó para el paso de los ejércitos y el transporte de los metales en la sierra de Gredos. Servía de esta manera para atravesar el sistema montañoso por el abrupto Puerto del Pico. Más adelante funcionó como vía pecuaria y, a pesar del paso de los siglos, ha llegado a la actualidad en buen estado de conservación.

La ciudad romana estaba rodeada de una muralla y su trazado presentaba cierta regularidad, siguiendo los modelos etrusco y helenístico, en torno a dos calles principales y perpendiculares: el cardo y el decumano. Como la magia corría por la sangre de los romanos, vaticinando batallas ora con libros sibilinos, ora con el vuelo de las aves, el último vocablo —decumano— procede de la línea que los augures trazaban de este a oeste cuando realizaban los auspicios durante la fundación de una ciudad. En el punto de intersección de ambas vías, se establecía el foro, donde se levantaban los edificios más importantes: la curia (para las asambleas del Senado), el pretorio (donde se gobernaba) y la basílica (para las transacciones mercantiles y la administración de justicia).

A partir de la Edad Media, esta plaza se convirtió en el ámbito del mercado. Por su eficiencia, las características de las ciudades romanas fueron recogidas en la conquista de las Indias en las Ordenanzas de Felipe II, por lo que casi la totalidad de las 40 000 ciudades fundadas por los españoles en América tienen un plano similar, en damero, con la plaza mayor.

La aportación más original en materia de urbanismo por parte de los romanos fueron las colonias, que eran las poblaciones fundadas ex novo por Roma. Así surgieron León, Itálica y Mérida, con la intencionalidad de instalar a nuevos residentes o a veteranos legionarios licenciados.

En cuanto a las obras hidráulicas, los romanos construyeron en la Península numerosos puentes, acueductos y complejos termales. En Lusitania sobresalieron los de Alcántara y Mérida, y en la Bética el de Córdoba. Los acueductos garantizaban el abastecimiento regular de agua a las ciudades. Su construcción implicaba la conducción desde manantiales alejados. La estructura, que era en su mayor parte subterránea, discurría con una ligera pendiente y solo resultaba visible en las proximidades de la ciudad. El acueducto terminaba en un colector, a partir del cual una red de tuberías distribuía el líquido elemento. Es célebre el de Segovia, que, con 167 arcos, data de principios del siglo II d.C., de la época de Trajano. Hasta casi nuestros días facilitó el viaje de las aguas a la ciudad y más concretamente a su alcázar.

La apertura de termas evidencia un doble deseo de los gobernantes romanos: embellecer la ciudad y pasar a la posteridad como benefactores del pueblo. Con los magníficos recintos, la higiene llegó a las masas. Se acudía a las termas no solo para tomar los baños, sino también para untarse con aceites perfumados, recibir masajes, hacer ejercicio en el gimnasio, ingerir algún refrigerio, frecuentar la biblioteca o participar en debates.

Las termas públicas de Caesaraugusta (Zaragoza) fueron erigidas en el siglo I d.C., en la época del inicio de la dinastía julio-claudia, y se utilizaron hasta el siglo IV, conservándose parte de las letrinas públicas y de una piscina al aire libre construida posteriormente en el mismo lugar. Los restos más notorios son los de la natatio, que presenta columnatas a sus costados. Nadar en ese vaso debía de resultar un deleite, pues estaba revestido con placas de mármol en suelo y paredes, y decorado con motivos florales.

No es esta la única impronta de instalaciones termales en Zaragoza, pues se han descubierto canales de desagüe pertenecientes a recintos privados en la calle Prudencio y restos de un caldarium y un frigidarium (salas de agua caliente y fría) de una villa suburbana situada en la actual plaza del Pilar.

La domus (casa) contaba con una puerta, un atrio (patio con impluvium y compluvium, el estanque para recoger la lluvia) y, a un lado del vestíbulo, se hallaba la estancia donde se rendía culto a los dioses lares (antepasados y protectores del hogar), mientras que, al otro, se guardaban las máscaras y, a veces, las urnas de los difuntos. Al fondo del atrio aparecía el tablinum, la habitación donde los señores recibían a los visitantes, tras la cual estaba el jardín, denominado peristilo, ya que gozaba de una columnata que permitía el paseo alrededor.

En Complutum (Alcalá de Henares) se conserva la casa de Hippolytus. El inmueble formaba parte de una gran finca situada en los suburbios, repleta de jardines que rodeaban el mausoleo dedicado a la familia de los Annios, la misma que financiaba este colegio. Del conjunto, construido en el siglo I, aunque su fase principal es de finales del III, destaca el magnífico mosaico ejecutado por el maestro musivario Hippolytus, quien da nombre al paraje. En la estampa compuesta a base de teselas se pueden apreciar abundantes muestras de la fauna mediterránea.

Pero no toda la población habitaba en una domus. Junto a la opulencia de las ricas casas de los honestiores (capas altas de la estructura social), en Roma se aglomeraban, cerca del Capitolio y del Panteón, las insulae (bloques de pisos), donde moraban los ciudadanos más desfavorecidos. También había insulae en las demás ciudades del Imperio. Muchos de estos habitantes ganaban el sustento diario con su trabajo en las tabernae (tiendas) y en los talleres ubicados en las plantas bajas de los «rascacielos». El afán de vender les hacía sacar el género del interior de los comercios, conviviendo con los mercaderes ambulantes y con los barberos, pues algunos de ellos rasuraban a sus clientes en medio de la vía.

El considerable incremento de la población desde la época de Augusto había obligado a las familias a buscar refugio en estos edificios que, aunque parecía que pudieran alcanzar la bóveda del firmamento, se encontraban en perenne estado de alarma. A menudo, las antorchas y las estufas prendían las consistentes vigas de madera que daban armazón a los edificios donde, generalmente, las familias habitaban en régimen de alquiler.

Por fortuna, en Roma, las milicias de vigiles acudían con celeridad a bordo del sipho (camión de bomberos, nombre derivado del sifón empleado para sofocar el fuego). Con los ingenios ideados por Ctesibio de Alejandría, maestro en el arte de la neumática, estos bomberos romanos parecían volar cuando se bajaban del carro y daban uso a las bombas y tubos. La robustez de los cuerpos de esos hombres nacidos del agua mostraba su eficacia funcional cuando, a golpe de gancho o hacha, abrían los muros y doblegaban los metales. También los caballos que tiraban del vehículo debían recibir una especial doma, pues, aunque trotaban con los ojos tapados, el olor a quemado, lejos de espantarlos, les hacía avanzar hacia el foco como si fueran conscientes de la misión a consumar.

Por más que desde el poder se limitara la elevación de los bloques, la codicia de los constructores no cesó y, a costa del hacinamiento en un remolino vertical de cubículos mal ventilados, siempre hubo especuladores que obtuvieron suculentas ganancias. Niños y ancianos, hombres y mujeres, abandonados a su suerte, pululaban por las vías en un bullicio difícil de describir.

Si lúgubre era el modus vivendi de los humiliores (los más humildes), todavía más merecedor de lástima era el desigual trato que les ofrecía la justicia. Solo los honestiores podían acceder a cargos municipales y, ante la menor infracción, eran enviados ad metalla (a las minas) o al anfiteatro. También los convictos formaban parte del paisaje de las insulae del Capitolio. Eran conducidos como bestias enjauladas hacia el monte Capitolino en carruajes con barrotes de hierro, para ser recluidos en la prisión del Tullianum (cárcel Mamertina, donde estuvo preso san Pedro).

La población más pudiente vivía en las casas de campo, denominadas villae. En España, destacan las villas de La Olmeda (Palencia) y de Noheda (Cuenca).

La primera fue una explotación agrícola con dos fases cronológicas: la primera desde el siglo I al III, y la segunda con la reedificación en el IV, en un contexto de recuperación que vivió su mejor momento con Constantino y Teodosio. Socialmente, se trataba de un núcleo aristocrático a partir de una dinastía de terratenientes, cuyos retratos se observan en el mosaico principal. Contaba con mucha fuerza en la organización política y social, tanto del mundo romano como en tiempos godos, siendo poco a poco sustituidos por la aristocracia de origen germánico.

En Noheda se ha localizado un mosaico figurativo de gigantescas proporciones (mide 231 metros cuadrados). El esplendor del lugar vino de la mano de Teodosio. También es única la calidad artística de los pasajes que contiene, pues incluye a la pantomima representando una pieza, un cortejo dionisíaco bastante amplio, sendas victorias aladas coronando a Baco, unas ménades danzando, Sileno a lomos de un burro, el dios Pan, un grupo de sátiros, la historia de amor Helena y Paris, la boda acompañada de niños y hasta un barco con remeros en plena Alcarria.

6. El cristianismo

Aunque fueron respetadas las creencias locales, se exigió a los indígenas el culto al emperador y a las deidades que simbolizaban el poder de Roma: Júpiter, Juno y Minerva (tríada capitolina). Los primeros testimonios de la llegada a Hispania del cristianismo datan del siglo II. En Contra los herejes, san Ireneo habla de los «iberos», aunque, posiblemente, pudo hacer referencia a los grupos que con esta denominación poblaban el Ponto. Por su parte, Tertuliano, en Contra los judíos, informaba de que hacia el año 200 el cristianismo tocaba ya los límites del mundo conocido, si bien tampoco precisa los enclaves de la fe hispana.

En cambio, la carta 67 de la correspondencia del obispo de Cartago, Cipriano, situada en el año 254, confirma la existencia de comunidades cristianas en Asturica (Astorga), Emérita (Mérida) y Caesaraugusta (Zaragoza). Se afrontaba entonces la persecución de Decio. Es sabido que el ejército romano constituyó un vehículo de cristianización. A la Legio VII Gemina (afincada en León) pertenecieron el centurión Marcelo, que sufrió suplicio en Tánger, y los mártires de Calahorra: Celedonio y Emeterio.

Sobre la predicación de Santiago la referencia más antigua se encuentra en el tratado De ortu et obitu patrum (Vida y muerte de los santos) de san Isidoro de Sevilla, escrito hacia el año 612. En él leemos que el apóstol «predicó el evangelio a Hispania y al Occidente». En la Edad Media se intensificó su identidad con Hispania a raíz de las invocaciones en las batallas de la Reconquista, como la de Clavijo, donde compareció el hijo de Zebedeo a lomos de su caballo blanco. Dos días, el 2 de enero y el 12 de octubre, mantienen viva la conexión de Santiago con la Virgen del Pilar. Según la tradición piadosa, estando en carne mortal, María se desplazó un 2 de enero a Zaragoza para consolar al discípulo por la dificultad de la conversión. En 1492, en la primera jornada citada, se tomó Granada y, en la segunda, se descubrió América.

Fue hace más de un siglo cuando monseñor Duchesne, sacerdote francés e historiador crítico del cristianismo, relegó al plano de la leyenda la historia del viaje de Santiago y el posterior traslado de su cuerpo a Galicia, una vez acontecido su martirio en Jerusalén hacia el año 44. Sin embargo, Américo Castro sostuvo que la historia de España sería impensable sin el culto a Santiago, ya que el tener enterrado en su suelo a un elegido por Cristo otorgó fuerza moral a los monarcas. La devoción al patrón de los peregrinos se mantiene viva hoy, y durante todos los meses alienta a los caminantes en la ruta hacia Compostela, celebrándose el año Xacobeo, con las gracias jubilares, cuando el 25 de julio cae en domingo.

Otro de los posibles ejes de irrupción del cristianismo en nuestro país está vinculado a la tradición de los Siete Varones Apostólicos, cuyas vidas se hallan recogidas en manuscritos del siglo X. Al parecer, Torcuato y seis compañeros fueron enviados desde Roma a Hispania por los santos Pedro y Pablo. Se dirigieron a Guadix, todos fueron consagrados obispos, pero el rastro se pierde. La versión más consistente de la entrada del culto de la cruz está plasmada en la Carta a los Romanos (15, 23-28), cuando, en el año 58, Pablo de Tarso asegura que visitará el territorio hispano, así como en la segunda Carta a Timoteo (4, 17) expone que había predicado «a todas las gentes». En ese caso, el viaje paulino debió de tener lugar hacia el año 63, fecha en que fue liberado.

Tanto en Roma como en las provincias se persiguió a los seguidores del Nazareno y, así, se multiplicaron los mártires; el primero fue san Félix, en Zaragoza, pero la letanía hispana está repleta. Entre otros figuran los niños Justo y Pastor en Alcalá de Henares, o las hermanas alfareras, Justa y Rufina, en Sevilla.

Las actas de los mártires y las necrópolis paleocristianas permiten deducir que, entre los cristianos hispanorromanos, se encontraban personas de condición social muy diversa, aunque los monumentos solo han dejado constancia de las familias pudientes. Del siglo IV se conservan los mausoleos de Puebla Nueva y Centcelles. Están atestiguados dos talleres locales de creación de sarcófagos: en Tarragona y en la región de La Bureba (Burgos).

A comienzos del año 313, en el Imperio se adoptó una decisión digna de ser escrita para la posteridad con letras de oro: el fin de las persecuciones. Por aquel entonces, existían cerca de 1500 sedes episcopales y se estima que entre 5 y 7 millones de habitantes, de los 50 que componían su población, profesaban el cristianismo. En el periplo de la fe, de la catacumba a la basílica, tuvo un papel decisivo Flavia Iulia Helena, madre del emperador Constantino, una mujer humilde y repudiada que no solo logró que en el orbe brillara la tolerancia, sino que además abrió brecha en la peregrinación a Jerusalén. Nunca soñó con ser cristiana, tampoco quiso ser emperatriz, sin embargo, anheló casarse como cualquier doncella. Las dos primeras metas le salieron al paso, lo tercero, aparentemente lo más sencillo, no lo consiguió. Sin embargo, ni siquiera el repudio logró borrar de su semblante los rasgos de la alegría.

Como decimos, con el Edicto de Milán, del año 313, Constantino proclamó la libertad religiosa. Siempre que se respetara al prójimo, se podría ser escéptico o creer en el panteón romano, en los dioses egipcios, en Mitra… o en el Crucificado, una situación idílica que ya quisiéramos para nuestro tercer milenio, cuando el fanatismo sigue, por desgracia, perpetrando masacres. En el año 380 cambiaron las reglas del juego cuando, con el Edicto de Tesalónica, el cristianismo se convirtió, por orden de Teodosio, en la única religión oficial. A partir de entonces, la Iglesia cristiana colaboró con el Imperio y ambas estructuras se superpusieron.

En Hispania, las sedes episcopales se organizaron en provincias con una metrópoli al frente del siguiente modo: la Lusitania, con Mérida; la Bética, con Híspalis; la Tarraconense, con Tarragona; la Gallaecia, con Braga, y la Cartaginense, con Cartagena. En las zonas más romanizadas, como la Bética, el cristianismo consiguió mayores avances. A la franja septentrional llegaría tardíamente, pues el carácter rural no cooperaba con el éxito de la predicación.

Sin embargo, el primer concilio de la Iglesia hispana, el de Elvira, tuvo lugar antes del Edicto de Milán, en una imprecisa fecha que empezaría a contar desde el año 300. Al sínodo acudieron 19 obispos. Los 81 cánones de las sesiones revelan la preocupación ante la ofensiva del paganismo, a la par que se prohíbe prestar vestidos para las fiestas profanas, se restringe el trato con los judíos y se condena el homicidio. Después llegarían los concilios de Toledo, el pionero se celebraría en 397-400. Lo seguirían otras 17 reuniones entre los años 397 y 702.

No obstante, surgieron corrientes heréticas, como el priscilianismo, arraigado en Galicia a finales del siglo IV. Los prosélitos se llamaban hermanos entre sí y profesaban un ascetismo exagerado, que incluía la pobreza, la abstinencia de carne y la continencia como prácticas habituales.

Al parecer, fue también otra gallega, Egeria era su nombre, quien se enroló (como había hecho Helena 70 años atrás) en la aventura de visitar los Santos Lugares. En su Peregrinación, escrita a fines del siglo IV, esta mujer presentada por la historiografía como «monja» describe el viaje a Egipto, Siria, Mesopotamia, Palestina, Asia Menor y Constantinopla. Ella misma confiesa ser una persona de profunda religiosidad, pero de ilimitada curiosidad: «Llegamos andando a un lugar, en el que aquellas montañas, entre las que marchábamos, se abrían formando un extensísimo valle enorme, muy llano y hermoso; tras el valle, apareció el monte santo de Dios, el Sinaí. Este sitio por donde se extienden las montañas está próximo al lugar en que están las Memorias de la Concupiscencia».

7. Suevos, vándalos y alanos

Avivando cientos de hogueras que apenas llegaban a calentar sus cuerpos, en la nochevieja del año 406 d.C., tres grupos étnicos cruzaron el Rin. Derrotaron a los mercenarios que custodiaban el limes occidental y se internaron en la Galia romana. Aunque las estimaciones son variadas, la cifra de 250 000 personas resulta aceptable. Lo que es seguro es que el contingente era de lo más variopinto e incluía guerreros, artesanos, mujeres, ancianos, niños e incluso esclavos. En 409, dos años antes de la llegada de los visigodos, estos tres pueblos (suevos, vándalos y alanos) tomaron la Península Ibérica.

Los suevos formaron un reino que comprendía desde Galicia hasta el norte de Portugal, de los tres contingentes fueron los únicos que adoptaron la monarquía. Tuvieron trece soberanos, de Hermerico (417) a Audeca (585), pasando por Requila (438-448), que conquistó Mérida, y Remismundo (464-500), quien profesó el priscilianismo. Tal doctrina estaba basada en los ideales de austeridad y pobreza, instaba a la Iglesia a abandonar la opulencia para volver a unirse con los pobres, condenaba la esclavitud y concedía gran libertad y relevancia a la mujer, abriendo las puertas de los templos a las féminas como participantes activas. Sin embargo, fue declarada herejía en el Concilio de Braga, en el año 561.

En este contexto, llega a Galicia uno de los personajes más importantes del período, san Martín de Braga o de Dumio, quien presentó un cristianismo adaptado a los diferentes grupos de población y se preocupó por transmitir los valores de la Antigüedad clásica. Aparte de sus aportaciones a la cultura o a la actividad misionera, Martín, quizás agente bizantino, consiguió forjar una alianza entre estos y los suevos, de hecho fue apodado el «apóstol de los suevos». En el año 559 el rey Teodomiro abjuró del arrianismo, alineándose claramente con los poderes antigodos, esto es, los francos y bizantinos, que seguín la ortodoxia católica. Aún así, los suevos lograron mantenerse hasta el año 585.

Los vándalos atravesaron con enorme violencia el espacio peninsular en dirección al norte de África; de hecho, este gentilicio se quedó en el vocabulario español para definir a la persona que comete acciones propias de gente salvaje y destructiva. El gobernador romano de la provincia africana, Bonifacio, buscaba en ellos aliados en sus disputas internas con otros miembros de la élite romana por el control del trono de Occidente. En el año 429 cruzaron el estrecho de Gibraltar y llegaron a Ceuta. Una vez allí, a unos 80 000 individuos se les hizo saber que ya no era necesaria su ayuda, sin embargo, ellos ya no regresaron a Hispania. Desde Ceuta se hicieron con el control de toda la provincia de Cartago, que comprendía la franja costera de los actuales Marruecos y Argelia, así como todo Túnez.

Al caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), los paganos acusaron al cristianismo de ser responsable de las desgracias del Imperio, lo que suscitó una encendida respuesta de san Agustín, que presentó una auténtica filosofía de la historia a modo de diálogo entre el Creador y la criatura. Episodios excéntricos, como el del emperador Honorio, quien, al enterarse de que Roma había sido saqueada, lloró pensando que habían matado a la gallina de igual nombre que tenía como mascota. No obstante, se conformó pronto el hijo de Teodosio cuando el eunuco repuso que era la ciudad entera la que estaba en peligro, no el ave, que permanecía bien guardada.

El arrianismo fanático de los vándalos practicó la intolerancia hacia los católicos. A sus miembros se los despojaba de sus propiedades, se los desterraba o, en ocasiones, incluso se los asesinaba. Los vándalos también saquearon Roma en el 455. Aunque este sitio no fue tan violento como el de los visigodos en el año 410, la Iglesia y el papa se sintieron muy humillados.

Durante los últimos años de su vida, san Agustín asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el 429), a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de Hipona, el hijo de santa Mónica cayó enfermo y murió. La defunción de este Padre de la Iglesia contribuiría decisivamente a la mala fama de los vándalos.

Desde las costas de Cartago los vándalos se lanzaron a la conquista de Córcega, Cerdeña, Sicilia y las Baleares. También se dedicaron a asolar, mediante la piratería, las costas de la región y a bloquear las ya de por sí frágiles vías marítimas de comunicación del Mediterráneo, perjudicando a la par al Imperio romano de Oriente.

Aunque varias veces intentó Roma recuperar lo saqueado, en el año 474, el Imperio romano de Oriente firmó la paz perpetua con los vándalos, reconociendo su soberanía sobre los territorios ocupados.

Los alanos se fijaron en el sur. Asentados en las provincias de Lusitania y Cartaginense, en el 412 el rey alano Atax o Attaces conquistó la ciudad de Mérida y estableció en ella su corte durante seis años, hasta que en 418 murió en una batalla contra los visigodos. La rama de los alanos apeló al rey vándalo Gunderico para que aceptara su corona. Aunque algunos de los alanos permanecieron en Iberia, la mayoría se dirigió al norte de África con los vándalos en 429. Los posteriores jefes vándalos se hacían llamar Rex Wandalorum et Alanorum (rey de los vándalos y de los alanos). Hoy el vocablo «alano» permanece en una raza de perro casi «depredadora», la misma con la que desarrollaron la conquista de América los españoles.

8. Los visigodos

Fueron dos siglos y medio de dominio godo en Hispania y, aunque quizás se ha puesto el acento en el momento en que fueron expulsados por los musulmanes, resulta preciso ahondar en sus orígenes, pues, más allá de los apellidos con el sufijo -ez (hijo de), su presencia dejó notables emblemas en la historia y en el arte.

Procedentes del norte de Europa, partieron primero hacia el mar Negro, aunque los hunos terminaron por expulsarlos de la zona. Posteriormente, tras entrar en contacto con los romanos, pasaron por Italia (territorio que saquearon) y se adentraron en la Galia, desde donde, cruzando los Pirineos, llegaron a Hispania. En torno al Danubio habían estado tanto tiempo asentados que adquirieron gran parte de las costumbres romanas, llegando a pactos con aquellos para lograr territorios y comida. Precisamente por uno de estos acuerdos (foedus), Roma les ofreció en el año 411 tierras en el sur de Francia y norte de la Península a cambio de expulsar a los suevos, vándalos y alanos. Con este cometido, viajaron hacia Hispania para acabar con ellos.

Los visigodos encontraron en Hispania una tierra fecunda, con excelentes puntos de abastecimiento y reputados puertos comerciales. Las cifras bailan al definir el contingente godo: de 80 000 a 300 000, frente a los 4 millones de hispanorromanos. Con la caída del último emperador de Occidente, Rómulo Augusto, los visigodos fueron reconocidos como reino independiente.

No obstante, el titular de la corona siempre anduvo muy supeditado a la nobleza. Pese a la pomposidad del cargo, su poder se reducía mucho en la práctica. Para ejercer el mando era vital la personalidad del soberano en cuestión. Los celosos del poder real tendían a incrementarlo, al menos en las formas, teniendo como ejemplo el ritual de los emperadores bizantinos. Para ello se valieron de la unción regia a partir de Wamba, del uso de vestimentas imperiales y del tono púrpura como color real.

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Hispania en el siglo vi. Los visigodos mantuvieron parte de la organización territorial romana de la Península Ibérica y añadieron ducados y condados.

Así la monarquía se mantuvo en un constante debate entre dos posiciones: electiva (herencia germana) o hereditaria (romana). Ambos modelos tenían sus ventajas e inconvenientes. Al tiempo se fue haciendo obvia la necesidad de fijar una de las dos opciones, por ello en el IV Concilio de Toledo (633) fueron aceptadas las tesis electivas. Sin embargo, apenas se cumpliría esta prerrogativa en la práctica, a la par que tampoco se redujeron las intrigas palaciegas clásicas durante todo el perodo visigodo.

Los gardingos eran la guardia personal del rey y solían vivir en palacio. No obstante, con el paso del tiempo, los soberanos recompensaron sus esfuerzos concediéndoles en usufructo vitalicio, no en propiedad, un lote de tierras. Al final, en lugar de auxiliar al monarca a nivel militar, trataron por todos los medios de usurpar sus competencias.

Aparte del carácter electivo de la monarquía ya explicado, los monarcas visigodos tuvieron que afrontar dos problemas: uno social, pues una minoría visigoda regía los avatares de una mayoría hispano-romana; y otro religioso, ya que el arrianismo de la casta política chocaba con el catolicismo, también mayoritario. El camino no fue fácil, con un sinfín de conflictos políticos, sociales, económicos, religiosos e incluso familiares, y «una guerra más que civil» —en palabras de san Isidoro— entre los miembros de la familia real.

El arrianismo, como creencia no trinitaria, afirmaba que Jesucristo fue creado por el Padre y que se hallaba subordinado a él. La cristología arriana afirma que el Hijo de Dios no existió siempre, sino que fue creado por Dios Padre. El Primer Concilio de Nicea (325) lo declaró herejía. Tras la muerte de Arrio, fue anatemizado de nuevo, gobernando Teodosio, en el Primer Concilio de Constantinopla (381).

Recaredo había sucedido en el trono a su padre, Leovigildo. Maniobrando inteligentemente para afianzar su poder, no solo había triunfado en diversas campañas militares, sino que había decidido asociar al gobierno a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo, para que la sucesión resultara mecánica a su óbito. Dio origen, de este modo, a una pequeña dinastía que, aunque no pervivió demasiado, contribuyó a modelar el nuevo perfil del Estado visigodo.

Leovigildo consideró que el reino difícilmente podía prosperar si no se actuaba directamente sobre los problemas que erosionaban su estabilidad. Fortalecido por los éxitos de sus gestas, las cuales mantenían calmada a la intrigante nobleza visigoda, decidió dar un paso más hacia la unidad. Esta ambición no sería posible si no se lograba superar la división religiosa que aún existía en la España de la segunda mitad del siglo VI. A nivel de creencias, los dos grupos religiosos más importantes eran el católico y el arriano. Existía también un buen número de judíos, y el paganismo aún no se había extinguido totalmente, si bien su influencia era menor.

Para suavizar los postulados arrianos a fin de hacerlos aceptables para los católicos, Leovigildo convocó en el año 580 a los obispos en Toledo. Los resultados no fueron los previstos, puesto que no era fácil hacer converger hacia el arrianismo no solo a gran parte de la población, sino a toda una tradición teológicamente superior y segura de su ortodoxia, compartida, por lo demás, con el resto del orbe cristiano. El arrianismo no dejaba de ser una rémora del pasado, superada ya dogmáticamente, y sobrevivía únicamente gracias a que era la religión de quien ejercía el poder político.

Leovigildo no se resignó e intentó por todos los medios llevar a cabo su plan. Envió al exilio a algunos prelados y obligó a rebautizar bajo amenazas a muchos católicos. No se puede olvidar que los católicos no solo eran, como decíamos, mayoría, sino que controlaban grandes áreas de poder, principalmente en los terrenos económico y cultural, y que su influencia en la sociedad no era menor. Así se explica la resistencia episcopal y de gran parte de la nobleza hispanorromana a los planes unionistas de Leovigildo.

A estas dificultades externas se unió una interna. Leovigildo había encargado el gobierno de algunas zonas del reino a Hermenegildo y a Recaredo. Al primero le había encomendado lo que fuera la Bética romana, pero, al poco, comenzaron los conflictos entre Hermenegildo y su padre. Sagazmente, Recaredo estaría siempre de parte de Leovigildo; quería hacer méritos ante la nobleza con vistas a la sucesión. En la provincia actual de Guadalajara, Recópolis, la ciudad de Recaredo, recuerda hoy el regalo que el padre hizo a su vástago preferido. También la hagiografía da cuenta de las tropelías que Leovigildo cometiera contra su otro hijo, el mártir, quien, tras ser enviado a la Bética como gobernador, al convertirse al catolicismo, fue arrestado y decapitado en Tarragona. Junto a san Fernando, Hermenegildo es el patrono de la monarquía española.

Al morir Leovigildo en la primavera del año 586, Recaredo, el nuevo soberano, afrontó el problema de la consolidación del reino de una manera diferente a su progenitor. En lugar de forzar la conversión de los católicos, estimó que quizá fuera más sencillo convertirse él. No toda la parte arriana aceptó en bloque la nueva política del rey. Recaredo tuvo que sofocar durante dos años algunas rebeliones, en Mérida, Toledo y la zona narbonense. Superadas las dificultades, podía ya presentarse ante el órgano supremo de la iglesia española para sancionar la unidad religiosa del reino visigodo bajo la ortodoxia católica. Era el 8 mayo del año 589: sesión inaugural del Tercer Concilio de Toledo.

En lo relativo a la capitalidad, aunque al principio la sede estaba en Toulouse (al sur de Francia), debido a que constituía el centro geográfico de sus dominios, tras el ataque de los francos en el año 507 tuvieron que avanzar meridionalmente, estableciendo la capital en Toledo. La ciudad del Tajo se convertiría en sede de los sínodos de la iglesia hispánica.

Los concilios eran asambleas que funcionaban como órgano de gobierno eclesiástico. Tuvieron poca importancia hasta la conversión oficial de los visigodos al catolicismo reinando Recaredo. No obstante, eran convocados por los soberanos y a ellos se debía su irregularidad, pues, como más adelante sucedería con las cortes de Castilla en la edad de los Habsburgo, solo los reunían en situaciones de debilidad o cuando era necesario promulgar con urgencia. Participaban principalmente las jerarquías eclesiásticas, pero también podía acudir la aristocracia laica, aunque esta básicamente intervenía en las sesiones de carácter político.

La administración territorial es poco conocida por la escasez de fuentes. Se basaba en el sistema romano de provincias, pero simplificado. Se articulaba sobre las antiguas provincias romanas, al menos en principio, aunque luego pudieron dividirse. La gestión tenía dos vertientes: iuris (gobierno civil) y dux (gobierno militar). Al hacedor de justicia y al jefe del ejército los elegía el monarca entre miembros de la aristocracia. Con el paso del tiempo los dos cargos se fundirían en el dux (líder, más tarde origen del término duque) y, a su vez, las provincias se fragmentarían en territorios dirigidos por un comes (compañero, de ahí vendría conde). Por su privatización, todos estos oficios experimentaron un proceso de feudalización, empezando a ejercerlos sujetos concretos por derecho propio, no por confianza del soberano. Junto a las disputas por el trono, esta patrimonialización de los puestos, haciéndolos incluso hereditarios, llevó a una merma del poder real.

Como hemos apuntado, en los siglos VI y VII también hicieron su incursión los bizantinos, aunque las fuentes documentales son escasas y fragmentarias. La provincia de Spania (en latín Provincia Spaniae) fue una demarcación del Imperio bizantino, la más occidental de cuantas constituyeron aquel espacio, formada como consecuencia de las campañas militares de Justiniano I el Grande en sus esfuerzos por restaurar el Imperio romano de Occidente. Su territorio incluía una zona del sureste de la Península Ibérica arrebatada a los godos, área que había formado parte del desaparecido reino vándalo. La ciudad de Septem (actual Ceuta), aunque también perteneció a los visigodos, fue incluida en la provincia de Mauretania Secunda.

Arquitectónicamente, se distinguieron los godos por el uso del arco de herradura; sobresalen las iglesias de San Juan de Baños (Palencia) y San Pedro de la Nave (Zamora). El tesoro de Guarrazar (hallado en una finca de Guadamur, Toledo) reúne coronas y cruces de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas que se creen pertenecientes al rey Recesvinto. La orfebrería da cuenta del refinamiento de una corte que en el año 711 sucumbiría ante la algarabía.

9. Hispanos célebres

El inicio de la influencia de los hispanos en Roma puede remontarse al momento en que un tal Cornelio Balbo hizo amistad en Gadir con el joven Julio César. Balbo era millonario gracias a sus fábricas de garum, instaladas en la zona del Estrecho. Su cercanía al ambicioso romano se basó en que cuidó la imagen de aquel, ayudándole en el diseño de maniobras políticas y ofreciéndole consejos que le permitieron tocar el poder absoluto.

También fue Balbo gran amigo de Marco Tulio Cicerón, de hecho este lo defendería en el juicio cuando sus enemigos intentaron evitar que, como hispano emigrante, llegara a ser ciudadano romano de pleno derecho. Gracias a la oratoria de Cicerón, acabaría siendo el primer cónsul de origen extranjero en Roma.

Desde los tiempos de Octavio, Roma vio cómo cientos de intelectuales, políticos y militares de la Península Ibérica se acomodaban en sus foros. Así, aquellos españoles del mundo antiguo consiguieron ser senadores y filósofos de la potencia más colosal de la Historia de la humanidad. La inauguración de la época imperial supuso que un notable grupo de hispanos viajaran a Roma para integrarse en su sociedad, dispuestos a ocupar cargos públicos.

Cayo Julio Higinio (según el humanista Luis Vives) se convirtió en bibliotecario de Augusto, en estas aulas ejerció la enseñanza de la filosofía. Tal era su sapiencia que, por las vías de Roma, era escuchado como un oráculo. Marco Porcio Latrón fue uno de los pioneros de la retórica. Muy joven marchó desde Corduba a Roma, donde abrió escuela de declamación a ella acudió Ovidio, pertinaz aprendiz del Arte de amar.

Estos pioneros dieron paso, en la primera mitad del siglo I d. de C., a una espléndida generación de literatos y legisladores provenientes de regiones romanizadas como la Bética, y de otras no tanto como Lusitania. Tres emperadores romanos nacieron en Hispania. Los dos primeros, de la etapa de expansión, conocida como Alto Imperio, fueron Trajano y Adriano, naturales de Itálica (Santiponce, Sevilla). En el siglo IV d.C., ya en la Antigüedad Tardía, viviría Teodosio, que vino al mundo en Coca (Segovia).

Trajano, que sobresalió como general, llegó hasta Rumanía. El viajero Adriano fue uno de los mejores administradores de la Historia, por cierto puso de moda en la corte la barba, hasta entonces estimada propia de los «bárbaros», y siempre lució el acento «andaluz», levantando la sorpresa del público en sus discursos como tribuno. Teodosio vivió una época de crisis política marcada por el enfrentamiento entre usurpadores y rivales pero, en el año 395, tomó la inteligente decisión de dividir el Imperio entre sus hijos: para Honorio, Occidente, para Arcadio, Oriente. Así garantizó al menos para una parte, la capitaneada por Bizancio, la nueva Roma, vida más extensa.

En la urbe, los hispanos buscaban prosperidad económica y desarrollo intelectual. Los hombres de negocios se mezclaban con pensadores, poetas o ensayistas en un afán desmedido por el ascenso social. Era momento para Lucano, Mela, Columela, Marcial o Quintiliano, varones ilustres que aportarían luz a la Roma más gozosa. Con su presencia se despejarían muchas dudas sobre la romanización de la provincia mediterránea. Atrás quedaban los tiempos de guerra en la indomable Celtiberia. A través de las musas, ahora los anhelos de la piel de toro se veían encauzados mediante los designios romanos.

El caso más relevante lo encarna Lucio Anneo Séneca. Nacido en Corduba en el año 4 a.C., perteneció a una acomodada familia en la que destacaba la figura de su padre Marco Lucio Anneo, más conocido por la historia como Séneca el Viejo, un reputado experto en retórica que inculcó en su hijo el amor por la filosofía. Cuando Séneca el Joven contaba 9 años de edad la familia viajó a Roma, ciudad en la que se instalaron bajo los beneficiosos efluvios del primer emperador.

Séneca se educó bajo la tutela de oradores como Papirio Fabiano y fue aprendiz del gran filósofo Sotión hasta que, una vez cumplidos los 18 años de edad, se entregó con entusiasmo a su ascenso social, primero trabajando de orador en actos públicos para luego convertirse en un magnífico abogado que logró enorme popularidad en Roma. La fortuna de Séneca comenzó a crecer a ritmo vertiginoso. En el año 41 d.C. fue elegido senador bajo el mandato del temido Calígula, el mismo que lo condenó a muerte por considerarlo un impertinente.

El cordobés salvó la vida casi de milagro al argumentar que se encontraba enfermo de asma y que, por tanto, le restaba poco para fenecer. La treta conmovió al tiránico emperador y el erudito pudo seguir con sus aspiraciones de racionalizar el gobierno de la ciudad eterna. Una vez desaparecido Calígula, llegó al poder Claudio, quien condenó a Séneca al exilio en Córcega por entender que había participado en ciertas intrigas políticas relacionadas con su sobrina Julia. El paisano asumió con estoicismo innato la condena y, durante 8 años, se dedicó a escribir ensayos y dramas que lo catapultaron a la fama.

Estaba por llegar la peor oferta. En 49 d.C., Agripina lo mandó llamar para que fuera el tutor de su hijo Nerón. Por entonces Séneca contaba 53 años y poseía un tesoro calculado en varios millones de sestercios. Algunos rivales lo acusaron de ser un usurero, pero lo único constatable es que el cordobés vivía de manera extremadamente rigurosa: comía poco, bebía agua, dormía en un tablón de madera y era fiel a su querida esposa Paulina. Sin duda era rico, pero la austeridad dominaba su rutina, a excepción de las ocasiones en que gastaba importantes sumas en obras de arte o libros.

Séneca apostó por situar la filosofía en el vértice del poder, asegurando a los hombres una guía racional y justa. Para sus enseñanzas a Nerón intentó mantener el modelo de Augusto. Sin embargo, aquel optó por cenagosos caminos. El déspota no estuvo a la altura de ser discípulo de tal maestro y, en 65 d.C., lo acusó de formar parte de una conjura dirigida por Calpurnio Pisón, quien pretendía destronar a Nerón en beneficio propio. Lo cierto es que Séneca llevaba retirado de la política tres años: desde que falleciera su camarada Afranio Burro, en ese tiempo se había dedicado a la literatura y poco más. Por desgracia la mente de Nerón estaba demasiado obtusa como para entender que su antiguo profesor no quería hacer nada en el concierto político romano.

Aún así, la confesión forzada del poeta Lucano, pariente lejano de Séneca, fue suficiente para que el déspota emperador condenara a muerte a los dos hispanos y estos se adelantaron al verdugo. Lucano, de tan solo 26 años, se quitó la vida tras disfrutar de una última fiesta. Séneca fue fiel a su estoicismo hasta el final: asumió la pena, se despidió de Paulina y, acto seguido, ingirió cicuta mientras se cortaba las venas en una bañera; había confesado que cada vena de su cuerpo era una vía de liberación. De esa manera conservó su independencia de carácter hasta el minuto final de su existencia. Antes de morir escribió una carta a su amigo Lucilio en la que se podía leer: «En lo que me atañe he vivido lo bastante y me parece haber tenido todo lo que me correspondía. Ahora, espero la muerte». Tenía 69 años y un séquito de alumnos que, afortunadamente, supieron proseguir su obra.

En el tránsito del siglo IV al V d. C, el presbítero lusitano Paulo Orosio, natural de Bracara Augusta (Braga), viajó a África y Palestina para reunir argumentos con los que combatir a la herejía pelagiana. Fue discípulo de san Agustín y compuso la Historiarum adversus paganos libri VII (Los siete libros de Historia contra los paganos). Se trata de una Historia de Roma, de corte providencialista, desde sus orígenes hasta el 417 d.C.

La conversión del patricio Paulino fue una noticia sonada en el Bajo Imperio. Aunque nació en una poderosa familia de Burdeos, tras casarse con Teresa y tener un hijo que falleció a los ocho días, por aclamación popular fue ordenado presbítero en Barcelona y, en la Península, escribió algunos de sus Carmina (poemas) más célebres. Después de la ordenación, en el 394, partió en viaje a Italia, donde conoció a san Ambrosio. Durante su estancia en la Toscana, él y su mujer decidieron dedicarse completamente a la vida monástica. Llegó a obispo de Nola y es patrón de los campaneros.

Los bárbaros hicieron suya la lengua del Imperio y, a nivel cultural, el máximo exponente del saber visigótico fue san Isidoro (556-636), arzobispo de Sevilla y autor de las Etimologías, obra enciclopédica de gran resonancia durante el Medievo. Un compendio que evidencia el afán de fijar las categorías en un mundo beligerante en continuo cambio.