CAPÍTULO II

PUEBLOS ANTIGUOS DE LA PENÍNSULA IBÉRICA

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Dama oferente del cerro de los Santos. Museo Arqueológico Nacional. Madrid.

Se llama Iberia a la parte que cae sobre nuestro mar, el Mediterráneo, a partir de las columnas Heracleas. Mas la parte que cae hacia el mar exterior, el Atlántico, no tiene nombre común a toda ella, a causa de haber sido reconocida recientemente.

Polibio

 

HACE CASI TRES MILENIOS, LOS BUQUES DE TIRO Y SIDÓN rozaban el estrecho de Gibraltar para iniciar la singladura por las aguas del Atlántico. Entre olas espumosas, como retirando de la cara la melena o desplazando los visillos en la ventana, se asomaba Gadir, la perla de Occidente. Su puerto ofrecía un excepcional cobijo a las naves de Oriente y a sus propios bajeles: los «caballitos». Señora del océano, Cádiz era el puente entre la tierra del incienso y el horizonte de las maravillas.

Los fenicios quisieron llevar a cabo la conquista militar, fundaron colonias e intercambiaron productos suntuarios con los griegos, cuyo afán era aparentemente solo económico. Iberia parecía un enorme centro comercial, donde lo mismo adquirías un espejo, un escarabeo o un collar de pasta de vidrio que un pebetero, una cerámica rodia, un vaso de alabastro o una vajilla de bronce.

Eso sí, todos estos productos eran fabricados con los mejores materiales, ya fueran peninsulares o traídos desde el otro extremo del mar que, todavía, no era Nostrum.

1. Tartessos

La historia antigua de España comenzó a finales del II milenio a.C. Se trataría propiamente de Protohistoria, pues la información escrita que se posee de esas culturas autóctonas no fue producida en nuestro solar.

Durante el I milenio a.C., se intensificó el contacto con los grupos colonizadores procedentes del Mediterráneo. Los fenicios arribaron con el afán de establecer colonias permanentes, desde el punto de vista militar y económico. Los sucederían los cartagineses. Centrados en el objetivo comercial, desembarcaron entre ambos ciclos los griegos. La arqueología constata que los productos griegos y púnicos llegaron directa o indirectamente durante muchos siglos a los confines de Europa, por tanto es factible que el supuesto reparto de áreas de influencia fuera más teórico que real.

Antes de reconocer sus valiosas aportaciones, es preciso explicar cómo se desarrolló el primer reino español: Tartessos. Cada tres años, los buques israelitas volvían cargados de oro de un lejano lugar llamado Tarsis: «El rey Salomón tenía en el mar naves de Tarsis con las de Hiram (rey de Tiro), y cada tres años llegaban las naves de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos y pavones». La cita procede del Libro de los Reyes, escrito en el siglo VII a.C., pero nos remite tres siglos atrás, cuando la opulencia mineral del sur peninsular atraía hasta el otro extremo del Mediterráneo a los primeros navegantes semitas.

Desde esta primera mención, la nebulosa en torno a Tartessos no se ha desvanecido. Viajeros, filólogos y arqueólogos han buscado los restos de una civilización que floreció entre los años 1000 y 500 a.C., para caer luego en un olvido silencioso rodeado de conjeturas. Ubicado en las provincias actuales de Huelva, el oeste de Sevilla, la mitad sur de Badajoz y todo el Algarve portugués, el dominio ha quedado envuelto por un aura enigmática. Y es que esta sociedad rica en minerales tan pronto ha sido identificada con la Tarsis bíblica —similitud fonética que parece llevar al error, pues el lugar se hallaría en las inmediaciones del mar Negro—, como con el Jardín de las Hespérides —un lugar poético donde las ninfas organizaban, a decir de los griegos, apacibles fiestas vespertinas entre las manzanas de la inmortalidad—.

Desde el siglo VI al IV a.C., diversos historiadores helenos dejaron constancia de lo que se sabía sobre aquella civilización. Tal fue el caso de Hecateo de Mileto, de Heródoto y, sobre todo, de Avieno, que en su Ora marítima hablaba del río de dicho nombre. Eforo se refería a «un mercado muy próspero, la llamada Tartessos, ciudad ilustre, regada por un río que lleva gran cantidad de estaño, oro y cobre de Céltica». Entre los españoles, el primer autor que intentó localizar con exactitud Tartessos fue Antonio de Nebrija, responsable, en 1492, de la primera gramática castellana. Identificó Tartessos con el Betis (Guadalquivir) y con el paisaje de brazos marinos que formaba en su desembocadura.

Todavía más improbable se estima la identificación española con la Atlántida, descrita por Platón en el Timeo: «una gran isla, más allá de las columnas de Heracles, rica en recursos mineros y fauna animal». En 2001, el geólogo francés Jacques Collina-Girard la ubicó en Espartel (cerca de Tánger).

En busca de Tartessos se adentró en Andalucía George Bonsor (1855-1930), un pintor anglofrancés que trocó el lienzo por la pala. Hoy, por la correspondencia inédita que se conserva en la Hispanic Society of America, sabemos que en 1918 Bonsor presentó al presidente de dicha institución, Archer M. Huntington, el proyecto de hallar la antigua ciudad. Su plan consistía en trazar los límites del lago Ligustino y, para ello, no solo solicitó fondos, sino que propuso la creación de una institución arqueológica en España semejante a la Escuela Francesa de Arqueología de Atenas: la Anglo-American School of Archaeology in Spain, con sede en Sevilla.

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Tartessos y su zonas de infuencia. Tartessos fue el nombre por el que los griegos conocieron a una antigua civilización de Occidente situada en el suroeste de la Península Ibérica.

Con el afán de emular a su compatriota Schliemann, que había desenterrado Troya, siguió removiendo arenas sureñas el alemán Adolf Schulten (1870-1960), impulsor de la investigación en torno a Numancia. La Ora marítima de Avieno sería para Schulten lo que La Ilíada había sido para Schliemann, y el Coto de Doñana ejercería de vigía al modo de la colina turca de Hissarlik. Schulten dirigió la ambiciosa empresa de dar con Tartessos, pero, de entrada, lo único que encontró fueron unas ruinas romanas en el Cerro del Trigo.

El panorama de la investigación recibió un rayo de esperanza cuando, el 30 de septiembre de 1958, la cuadrilla que trabajaba en Camas (Sevilla) halló un recipiente de barro que contenía 16 placas, 2 brazaletes, 2 pectorales y 1 collar. Todas las piezas eran de oro macizo y pesaban casi 3 kilos. Después de analizarlas, el arqueólogo Juan de Mata Carriazo concluyó que se trataba de «un tesoro digno de Argantonio».

El conjunto fue denominado de El Carambolo, debido al monte que lo albergaba. Cronológicamente el ajuar se sitúa entre los siglos VII y V a.C. Desde el punto de vista iconográfico aparece enlazado con los talleres fenicio-chipriotas, mediante emblemas como el sol y la luna, y a nivel técnico las joyas fueron diseñadas a partir de la combinación de la cera perdida, el laminado, el troquelado y la soldadura. Algunas incluso tuvieron incrustaciones de turquesas, piedras semipreciosas o cuentas vítreas.

De este modo, en la segunda mitad del XX, los investigadores pudieron definir un mapa que se extendía por la mitad meridional: en la provincia de Huelva, con los yacimientos de La Joya y el Cabezo de San Pedro; en la de Sevilla, El Gandul y Carmona; en Córdoba, La Colina de los Quemados; en Bajadoz, Medellín y Cancho Roano, e incluso en Portugal se considera tartesio el yacimiento de Alcácer do Sal.

Tartessos no fue una fabulación historiográfica, se trató de una civilización con su auge y su caída. Sin embargo, no deja de sumergirnos en la perplejidad que el monarca Argantonio fuera sumamente longevo en una etapa en que la enfermedad y la guerra acortaban la esperanza de vida. Anacreonte y Heródoto le atribuyen una existencia de 120 años y un reinado de 80.

Los historiadores sitúan su mandato en 630-550 a.C., por lo que se considera el año 670 a.C. como fecha aproximada de su nacimiento. Junto con el significado de su patronímico, «hombre de plata», habría que describir la incontable sabiduría y generosidad de este varón. Fue aliado de los foceos, a quienes financió la construcción de su muralla y regaló un caldero valorado en un talento. Escritores romanos como Plinio el Viejo y Cicerón abordarían su semblanza.

2. Los turdetanos

Tartessos había recibido un potente influjo griego. Supuestamente, esta inclinación condujo a la desaparición de su monarquía a manos de los fenicios. Sucedió como venganza por su apoyo a los focenses tras la batalla de Alalia en el siglo VI a.C. Se han aportado numerosas teorías, incluso la del cambio climático, para explicar la extinción del reino. Más allá de estas disquisiciones, lo evidente es que surgió una nueva cultura adaptada a las nuevas condiciones geopolíticas.

La Turdetania se vio inmersa en la órbita cartaginesa, aunque tuvo una evolución propia, de forma que la población se sabía descendiente de los antiguos tartesios y, a la llegada de los romanos, aún mantenía sus señas de identidad. De ahí que Estrabón señale en sus crónicas que los turdetanos son «considerados los más cultos de los iberos, ya que conocen la escritura y, según sus tradiciones ancestrales, incluso tienen crónicas históricas, poemas y leyes en verso que ellos dicen de seis mil años de antigüedad».

Al parecer de Varrón, a ejemplo de Cartago, los turdetanos conocían el arado y el trillo antes de la llegada de Roma. Cultivaban cereales, olivo y vid, y tenían bueyes y caballos. Se intuye la cría de ovejas por la industria textil asociada. Así lo demuestran las fusayolas y pesas de telar encontradas en algunas tumbas.

Las esculturas ligadas a ritos funerarios poseen cronología antigua, del siglo V a.C., y se cree que pueden representar a gentes de las clases altas. También se han encontrado diversas estelas con animales mitológicos en Osuna, de datación más reciente, del I a.C.

3. Los iberos

Este conjunto de pueblos independientes portó la cultura más avanzada de la Edad del Hierro en nuestro país. Los iberos ocuparon el sur, levante y noreste de la Península y parte del sureste de Francia. Se desarrollaron a partir del siglo VII a.C., pero alcanzaron su culmen en los siglos V y IV a.C. Fueron permeables a los colectivos indígenas de las zonas sur y levantina y a los comerciantes fenicios, griegos y cartagineses. Por tanto, esta cultura incluía el área turdetana, ya citada.

La primera noticia que se tiene de ellos es a través de los historiadores y geógrafos griegos. Curiosamente, también se llamaba «ibero» a un pueblo de la actual Georgia, conocido como Iberia caucásica. Las descripciones más antiguas de la costa ibera mediterránea provienen de Avieno, en su Ora maritima. Aquí se refiere el viaje de un marino de Massalia acontecido casi un milenio antes (530 a.C.):

La mayor parte de los autores refieren que los iberos se llaman así justo por ese río, pero no por aquel río que baña a los revoltosos vascones. Pues a toda la zona de este pueblo que se encuentra junto a tal río, en dirección occidente, se la denomina Iberia. Sin embargo, el área oriental abarca a tartesios y cilbicenos.

La organización social de los iberos era piramidal. En la cúspide figuraba la élite, que regía los diversos estados locales. Los varones de la aristocracia tenían el estatus guerrero y sus tumbas poseían carácter monumental. Los sacerdotes y sacerdotisas, pues también las había, no formaban una casta estructurada. Los artesanos no gozaban de ningún privilegio social y la mayoría de la población se dedicaba a la agricultura y a la ganadería.

Los poblados fortificados (oppidum) se asentaban en lugares altos, fácilmente defendibles y se dotaban de murallas. La estructura urbanística se adaptaba a las características orográficas. En los alrededores solía haber caseríos aislados, mientras que las atalayas servían para vigilar el territorio. La técnica constructiva más usual consistía en levantar un zócalo de piedra. Un ejemplo representativo es Puig Castellar, en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), con hábitat en plataforma y cercado. En Zalamea de la Serena (Badajoz) estuvo el palacio-santuario de Cancho Roano. Su cuerpo principal se halla rodeado por un foso con agua y, en su interior, hay multitud de altares con ánforas de cereales, molinos de piedra, muebles de marfil, alhajas de plata y accesorios de caballería.

Las viviendas poseían planta pequeña (35-45 m2). En un espacio rectangular se desarrollaban todas las funciones de la cotidianidad. Las paredes eran de adobe, el techo de madera y el suelo de tierra apisonada. A veces poseían un piso superior. En medio de la habitación se situaba el fuego, que servía para cocinar y calentar la estancia. Las camas eran de madera o de piel y, al menos en invierno, no debían de estar lejos de la hoguera.

La cerámica y demás utensilios de uso culinario se guardaban en estanterías o en un banco adosado a la pared. El mobiliario se completaba con arcones, cestos, taburetes, mesa… Una de las actividades domésticas más relevantes era la molienda, practicada con el molino de mano, con el que se trituraba el grano para transformarlo en harina. Al edificar la cabaña, se sacrificaban animales a modo de ofrenda y sus restos se depositaban bajo los cimientos. También los niños eran sepultados allí.

Los restos de madera, de carbones, semillas o polen hallados en los yacimientos revelan información sobre las prácticas agrarias y los modos de subsistencia. Alternaban cereales y leguminosas, con lo que se favorecía la regeneración de la tierra. Generalmente era una agricultura de secano, aunque contaban con frutales como el manzano, el granado y la higuera. El arado, dotado de una reja metálica, permitía trabajar en superficies duras con la fuerza de los bueyes como animales de tiro. El pastoreo representaba un sector mayor a la cría en establos. Sin duda, resultaba relevante el acarreo de animales. Los años juegan a las cartas con el tiempo y, hoy, una de las principales marcas de España ante el mundo es precisamente la gastronomía de los ibéricos.

En el cambio de era, el geógrafo Estrabón expresa la riqueza minera de la Península: «hasta ahora ni el oro, ni la plata, ni el cobre, ni el hierro nativos se han encontrado en la tierra tan abundantes y excelentes». Como hemos apuntado, los iberos se desarrollaron en la Edad del Hierro. El trabajo con este metal, cuya tecnología aportaron los fenicios, es un rasgo diferenciador con respecto a tiempos pretéritos. Con hierro fabricaban herramientas agrícolas, llaves, paletas de albañilería, armas… De bronce eran las fíbulas para sujetar prendas, las campanillas, los brazaletes y las estatuillas, frecuentemente de jinetes. Con oro y plata se fabricaban vajillas ceremoniales y ornamentos destinados al culto.

El comercio estaba controlado por las altas jerarquías, que se encargaban de almacenar y distribuir los productos para la exportación, ya fueran metales o cereales y fibras (lino, lana, esparto). También monopolizaban las prendas de importación (joyas, tejidos de púrpura, cerámicas griegas, etc.).

El uso de la moneda indica las nuevas necesidades generadas por el incremento de los intercambios. También sirvió como pago a los soldados iberos. Muchos fueron reclutados como mercenarios por los griegos, pues quedaron fascinados por su comportamiento: se lanzaban al combate sin miedo alguno y resistían peleando sin retirarse aun a sabiendas de que se trataba de una batalla perdida. En lo pecuniario, primero los iberos emplearon monedas de los extranjeros, luego acuñaron las suyas propias hasta que se impusieron las romanas en el siglo I a.C.

Estrabón, en tanto que agudo corresponsal de salón del mundo ibérico —nunca pisó Hispania—, ofreció detalles del sobresalto con el que moraban: «llevaban una vida de continuas alarmas y asaltos, arriesgándose en acciones de guerrilla, pero no en grandes empresas». Y se fijó en cómo se adornaban: «los hombres van vestidos de negro, la mayoría llevan el sargos, con el que duermen. Las mujeres llevan vestidos con adornos florales» y «antes se importaban muchos tejidos, incluso hoy día sus lanas son muy solicitadas y no hay nada que las supere en belleza». Cuando el frío apretaba, se cubrían los hombros con el sagum, una capa de lana y, para entrar en combate, se recogían el pelo con una tela a modo de diadema.

Todo guerrero se distinguía por siete elementos, restringidos básicamente a la aristocracia: el caballo, la lanza, el escudo, el casco, el disco-coraza (pectoral de bronce), las grebas (espinilleras hasta el tobillo) y el puñal. Apreciamos varios de ellos en el jinete en pie frente a su rival vencido, del Cerrillo Blanco, en Porcuna (Jaén), el cual nos retrotrae al siglo V a.C.

El mismo autor avisó de que los iberos contaban con algún tipo de escritura: «los turdetanos poseen una grammatiké y tienen escritos antiguos, poemas y leyes en verso». Debieron de conocerla a través de los contactos con los colonizadores, generando dos tipos de alfabeto: el turdetano y el levantino. La lengua ibera está documentada por escrito en inscripciones que datan desde finales del siglo V a.C. hasta el I d.C., cuando los romanos impulsaron la latinización.

Realizaban los trazos sobre soportes variados, láminas de plomo, esculturas, vasijas, muros, monedas, etc. Algunas muestras son la estela de Sinarcas, del siglo I a.C., conservada en el Museo de Prehistoria de Valencia, o el cuenco de plata con inscripción ibérica, del Louvre. La falta de parientes idiomáticos cercanos impide la traducción plena de los textos.

Las mujeres eran fértiles entre los 14 y los 45 años. Diversos estudios señalan que se trataba de una población joven, con una elevada mortalidad infantil (incluso superior al 50 % de los nacidos) y matrimonios formados a los 15 años. Sin saberlo, todas las chicas representaban la estela de Penélope, pues debían de hilar constantemente. En el poblado de la Ferradura, en el Montsià (Tarragona), se han localizado dos telares en un barrio de siete casas.

El proceso conquistador duró cerca de 200 años y se ejecutó en varias etapas: los Escipiones (218-197 a.C.) ocuparon la franja mediterránea, el valle del Ebro y el del Guadalquivir, aunque no sin dificultades. Después conquistaron la Meseta y Lusitania. Los guerreros preferían la muerte a la entrega de las armas ya que, como sostenía Adolf Schulten, en su revisión del colectivo: «los iberos, amantes de la libertad, que no aceptaban un jefe, sino a lo sumo en caso de guerra y por corto tiempo…».

La religión que los animaba también es bastante desconocida. La arqueología vuelve a darnos la pista: seres fabulosos y bestias divinizadas protegían las sepulturas nobiliarias. Del siglo IV a.C. datan algunas imágenes de divinidades importadas (Astarté, Melkart, Artemisa y Deméter). La bicha de Balazote (Albacete, hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, MAN) es una escultura del tránsito del siglo V al IV a.C. que representa a un toro androcéfalo en actitud hierática, tipología con claros paralelos en Próximo Oriente. Varios animales engrosaban la dimensión sobrenatural del grupo: el toro, representando virilidad y fuerza, el lince, enlazado al mundo de los difuntos, o el buitre, que portaba el alma del guerrero muerto al escenario de las deidades.

El ritual funerario incluía la cremación y posterior ubicación de las cenizas en tumbas. Después de ser velado en la vivienda, el cadáver era transportado con algunas de sus pertenencias a la pira de leña. Los objetos no quemados se sometían a un lavado y, envueltos en una sábana, se depositaban en una urna. Durante el banquete, se sacrificaban animales y se colocaban en la urna los alimentos. Las necrópolis estaban fuera de los poblados y, en los albores de la época ibérica, se levantaron pilares-estelas, como el de Pozo Moro, en Chinchilla, Albacete, hoy en el MAN.

Desde el punto de vista artístico, proliferan las damas, esculturas interpretadas como diosas-madre o señoras de la fecundidad (versión peninsular de Tanit) que, supuestamente, acogerían al noble difunto en su seno, aproximándolo a la esfera supraterrenal. Las sacerdotisas gozaban de enorme prestigio, representaban el vínculo de la vida y la muerte. También ciertos hombres tenían una vertiente mística, por ejemplo, los sacerdotes lusitanos, capaces de leer el futuro en el intestino de los enemigos.

Encontrada casualmente en 1897, la dama de Elche ha recibido múltiples interpretaciones. Se ha visto en ella tanto a una simple mortal como a una sacerdotisa o a una divinidad. No se sabe si fue solo un busto o, por el contrario, una efigie erguida o sedente. Tampoco si fue concebida como urna cineraria (por la cavidad de la parte posterior) o como una imagen de culto.

La mujer representada viste una túnica y una mantilla sostenida por una peineta (que puede parecer una tiara). Está tallada en caliza fina de color naranja y la cara tiene el color original de la piedra, pero estuvo policromada. La dama lleva adornos característicos de los iberos: unas ruedas que cubren las orejas, collares y coronas con pequeñas cadenas y filigranas. Son reproducciones de joyas que tuvieron su origen en Jonia en el siglo VIII a.C. y que después pasaron a Etruria. En los últimos análisis se descubrió un pequeño fragmento de pan de oro en uno de los pliegues de la espalda. Esto induce a suponer que las filigranas del busto estaban recubiertas por dicho material.

Artemidoro de Éfeso, hombre de Estado que viajó por las costas de Iberia alrededor del año 100 a.C., describe a la hembra ibera con un atuendo que puede percibirse en la dama de Elche:

Algunas mujeres ibéricas llevaban collares de hierro y grandes armazones en la cabeza, sobre la que se ponían el velo a manera de sombrilla, que les cubría el semblante. Pero otras mujeres se colocaban un pequeño tympanon alrededor del cuello que cerraban fuertemente en la nuca y la cabeza hasta las orejas y se doblaba hacia arriba, al lado y detrás.

En contraste con la indumentaria plenamente autóctona, los rasgos faciales revelan el vigoroso impacto de la escultura griega. Este icono de la cultura española data de los siglos V y IV a.C. y, tras su retorno del Louvre, con entusiastas visitas a su lugar natal, puede contemplarse en el MAN.

En el Cerro del Santuario se halló la dama de Baza (MAN), estatua de una mujer sentada en una butaca con alas. Porta una paloma en la mano y, a través de un agujero, se introdujeron las cenizas. A pesar de que las armas llevaron a pensar que se trataba de un guerrero, análisis posteriores apuntaron que, posiblemente, con tal monumento se quiso prolongar el recuerdo de una joven de entre 20 y 25 años que ejerció el liderazgo en el siglo IV a.C.

Los exvotos presentados en los centros de peregrinación eran realizados sobre roca, terracota o bronce. En el elenco aparecen pequeñas figuras de hombres y mujeres, cabezas, caballos y estatuas completas, como la hallada en Collado de los Jardines (Jaén), custodiada en el MAN. La pintura era practicada por los iberos desde el siglo VI a.C., como puede inferirse por comparación con las piezas egeas.

La dama del Cerro de los Santos (también exhibida en el MAN) fue localizada en el santuario de Montealegre del Castillo (Albacete). Sus grandes ojos adoptan gesto atento mientras porta el vaso de ofrendas. Una fíbula o pasador en forma de T sujeta el cuello de la túnica, adorno que es acompañado de tres collares y un lujoso tocado con largas trenzas y rodetes. La ocasión lo merece: llegó el día esperado de ser presentada ante la divinidad y los hombres. Con su metro y 30 centímetros, desde el siglo III a.C. la piedra conserva vivo el instante.

4. Los celtíberos

Tradicionalmente, en las enciclopedias se tendía a explicar que los celtas habitaban el noroeste, los iberos al este y, de la fusión, surgían los celtíberos. No se trata de culpar a este género de libro del error, antes bien reconocer cómo era capaz de transmitir a los escolares una variedad de conocimientos de manera eficaz. Pero, aunque ya los romanos hablaron en dichos términos, se trata de una interpretación simplista, que agiliza el entendimiento, mas no se corresponde plenamente con la verdad, si acaso podemos entreverla o acercarnos a ella.

Con la palabra «celtíbero» se hace referencia de forma genérica a los pueblos prerromanos celtizados que poblaban la Península desde finales de la Edad del Bronce, en el siglo XIII a.C., hasta la romanización de Hispania. Fueron descritos por historiadores como Ptolomeo, Estrabón, Marcial o Tito Livio.

Durante los siglos VII-VI a.C., se manifestaron notables transformaciones en el patrón de asentamiento en el área nuclear de la Celtiberia, esto es, la circunscrita entre el Tajuña y el Henares. Las relaciones se fundamentaban en el parentesco, con descendientes de un sujeto común. El grupo más amplio era la gens y el menor, el de las gentilates. La vida gentilicia se plasmaba en las comidas en común y en que todos los familiares dormían juntos, como atestiguan las casas de Numancia y Tiermes, con estancias organizadas en torno a un hogar central (hoguera) y bancos corridos adosados a la pared.

Los asentamientos eran diversos, desde la polis o urbe, del tipo de la ciudad-estado antigua, a la civitas, como organización política indígena y autónoma que podía tener o no una configuración urbana, y los vici y castella, más pequeños. El urbanismo está registrado en las comarcas más ricas, como la Carpetania y los valles del Jalón y del Ebro.

La tecnología evidencia la evolución hacia una sociedad de fuerte componente guerrero. En los cementerios se plasma la desigualdad, con la panoplia de armamento como signo de prestigio. Pero también había hermanamiento entre los pueblos. El hospitium (hospicio), o pacto de hospitalidad, permitía adquirir los derechos de un grupo gentilicio a otros individuos. No se trataba de una adopción, sino de un acuerdo de igualdad por el que los contrayentes se convertían en huéspedes mutuos. El documento en el que quedaban corroborados tales hechos se denomina «tésera de hospitalidad», una lámina de metal con dos manos entrelazadas o cierto animal simbólico. El más famoso de estos vestigios es el Bronce de Luzaga, que sella la comunicación entre las ciudades de Arecoratas y Lutia.

La clientela suponía una forma de protofeudalismo. Era una comitiva constituida en torno al individuo más significativo de la comunidad, el cual estaba obligado a dar alimentación y vestido a sus seguidores, mientras que estos debían corresponderle con su apoyo incondicional. Con una vuelta de tuerca más se llegaba a la devotio, en la cual al elemento contractual de la clientela se le añadía el factor religioso: si el jefe moría en la batalla, sus ayudantes estaban obligados a no sobrevivirle.

Los celtíberos suministraban para la lucha no solo excelentes jinetes, también infantes, que destacaban por su capacidad de sufrimiento. Iban vestidos con ásperas capas negras, cuya lana recuerda el fieltro, portando escudos ligeros, como los de los celtas, o redondos, al estilo griego, cascos broncíneos con rojas cimeras y bandas de pelo para proteger las piernas. Empleaban una peculiar técnica de fabricación de armas: enterraban piezas de hierro y las dejaban oxidar para aprovechar luego el centro, con el que obtenían, mediante una nueva forja, magníficas espadas.

Según narra Diodoro de Sicilia en el siglo I a.C., «son extremadamente crueles con los criminales y enemigos, aunque con los forasteros son compasivos y honrados, rivalizando entre ellos para prodigarles su hospitalidad». En cuanto a la alimentación, se servían de toda clase de carnes, refrescando los labios con una suculenta combinación de vino y miel.

Se puede dividir el panteón indígena en tres categorías de divinidades, las cuales no resultaban excluyentes: de carácter astral (sobre todo el sol y la luna, sustrato de los cultos indoeuropeos), dioses celtas (semejantes a los de la Galia y Britania) y deidades menores (de origen animista o totémico y aceptación local).

El celtíbero se hablaba desde el siglo IV a.C., cuando Heródoto mencionaba que los keltoi vivían al otro lado de las Columnas de Hércules. Pero, hasta su sometimiento por los romanos en el año 49 a.C., proliferó una multitud de pueblos englobados bajo esta categoría, aunque eran diferentes entre sí.

En Soria, los arévacos cifraban su gloria en perecer en los combates y consideraban como una bajeza fenecer de enfermedad. Adoraban a Lug, divinidad de origen celta, al cual festejaban en las noches de plenilunio, bailando en familia en la puerta de las casas y, si era preciso, las mujeres iban a la guerra. Arévacos fueron los numantinos. La cuenca del Duero era habitada por los vacceos. Su sistema colectivista agrario, a juicio de Diodoro de Sicilia, era el más avanzado de entre los celtíberos, pues «cada año distribuían la tierra arable a los labradores y, poniendo en común sus frutos, entregaban a cada uno su parte, y a los labradores que se apropiaban de alguna parte para ellos mismos les daban muerte como castigo». En la contienda se mostraban «no solo buenos jinetes, sino también infantes excelentes por su empuje y resistencia».

En Cuenca estaban los olcades, de quienes conocemos los oppida que luego, en época romana, fueron centros de importancia, como Valeria, Segóbriga y Ercávica. En 221 a.C., su capital, Altia, fue tomada por Aníbal. Los carpetanos estaban instalados junto al río Tajo, por Toledo, Madrid y Guadalajara. El gobierno corría a cargo de una asamblea y de un grupo de magistrados. Tito Livio parece referir este tipo de gobierno al relatar la conquista de la imprecisa ciudad Cértima:

Se encontraba ya aproximando sus máquinas contra las murallas cuando llegó una delegación de la ciudad. Sus palabras mostraban la sencillez de los antiguos, pues no trataron de ocultar su intención de seguir la lucha si disponían de los medios. Pidieron permiso para visitar el campamento celtíbero y pedir ayuda; si se les rehusaba, decidirían por sí mismos.

5. Los vetones

A comienzos de la era cristiana, Plinio el Viejo nos da noticia de que, entre los lusitanos, se criaba una raza de caballos tan veloces que pronto se gestó la leyenda de que las yeguas eran fecundadas por el viento Céfiro. Estos equinos debieron de competir en reputación con los de los vetones, pues, en las sociedades del entorno de Guisando, el caballo jugó un papel preponderante tal como sugiere Apiano, a propósito de la célebre «ala».

La estructura social de este pueblo prerromano era piramidal: en la cúspide se situaba la élite militar, que se distinguía por el uso del caballo y de las armas de lujo; tras ellos se encontraba la base guerrera, con una panoplia más sencilla, y en la base, una masa de gente humilde dedicada a la artesanía, el comercio, la agricultura y la ganadería. Esta última era una de las actividades económicas de mayor relevancia, con sus variantes de bovino, porcino, ovino y caprino.

Los verracos graníticos se hallan diseminados por toda la Vetonia. Los toros y los cerdos, e incluso los jabalíes, pudieron ser hitos conmemorativos de victorias y también es posible que estén impregnados de un profundo significado de magia simpática con fines propiciatorios que enlazaría su funcionalidad estético-religiosa con la de los bisontes prehistóricos de Altamira. Del mismo modo, se ha apuntado su vinculación con los usos funerarios de las élites vetonas —acostumbradas a practicar la cremación de los cadáveres—, ya que en Martiherrero (Ávila) vemos estas esculturas asociadas a losas, a modo de tapa de la tumba.

El primer contacto con los romanos debió de tener lugar hacia el año 193 a.C., en la campaña del general Marco Fulvio Nobilior. Cerca de Toletum (Toledo), el pretor hizo huir en desbandada a un ejército formado por carpetanos, vacceos y vetones. Los romanos reconstruyeron la antigua cabeza de la Carpetania e, incorporada a la provincia Cartaginense, aparecería en las fuentes clásicas, definida, por ejemplo, por Tito Livio como «ciudad pequeña pero en lugar fortificado».

En estos años, llegaron a los castros vetones objetos romanos como vajillas para el consumo del vino y del aceite, piezas que nos hablan del tráfico comercial a larga distancia y del auge experimentado por las producciones de hierro y las fundiciones de bronce autóctonas. En el año 61 a.C., Julio César fue nombrado gobernador de la Hispania Ulterior y, con el pretexto de erradicar las rapiñas de vetones y lusitanos, las acciones militares entre el Duero y el Tajo obligarían a los habitantes a dejar los recintos amurallados y bajars al llano.

Esta decisión modificó notablemente la organización del territorio, si bien, en el abandono de los poblados no se registraron incidentes belicosos. Algunos siguieron funcionando y otros buscaron mejores lugares de asentamiento de acuerdo con los intereses romanos, valorando los recursos agrícolas, ganaderos y mineros.

La fundación en el año 43 a.C. de Norba Caesarina, actual Cáceres, se relaciona con el intento de conseguir una buena posición estratégica con respecto a la Vía de la Plata. El silencio de las fuentes parece corroborar que los vetones fueron uno de los grupos más pacíficos con los que se encontró Roma.

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6. Celtas, cántabros y vascones

Procedente de Centroeuropa, el colectivo celta arribó a la Península a principios del I milenio a.C. y se asentó en la meseta norte y en el noroeste, en concreto, en Galicia, Asturias y Portugal septentrional. Llegaron desde Escocia hasta la lejana Galacia, en la actual Turquía. Aparecen citados por primera vez por los griegos Hecateo y Heródoto. En contacto con los tartesios e iberos afianzaron su personalidad, diferenciándose de los celtas de allende los Pirineos, con quienes mantenían contacto. De esta manera, Hispania ofrece el mejor conjunto epigráfico céltico anterior a las tradiciones literarias irlandesas medievales.

Los celtas aportaron numerosos avances técnicos, como el manejo de la metalurgia, y sus principales asentamientos reciben el nombre de castros. Su sociedad estaba articulada en tribus, hablaban lenguas indoeuropeas y no conocían la escritura. La escasez de fuentes dificulta el conocimiento de sus costumbres, pero los romanos los presentan con formas de vida primitivas. Su principal dedicación era la ganadería y poseían creencias ancestrales, como ofrendar armas a las aguas. Hay altares rupestres en Ulaca (Álava) y en Peñalba de Villastar (Teruel).

Los cántabros poblaban la práctica totalidad de la comunidad actual de Cantabria, el norte de Burgos y Palencia, el este de Asturias y la parte occidental de Vizcaya. La principal ciudad era Amaya, la cual gozaba de una posición privilegiada como vigía y puerta de acceso para cualquiera que quisiera internarse en la cordillera Cantábrica.

La primera cita histórica documentada sobre este pueblo la proporciona Catón el Viejo en su obra Orígenes, de la que se conservan varios fragmentos. Uno de ellos habla de la campaña que él mismo realizó por la Península cuando era cónsul en el año 195 a.C.: «el río Ebro: nace en tierra de cántabros, grande y hermoso, abundante en peces». Hablaban un idioma ignoto cuyos restos se conservan en ciertas inscripciones ya romanizadas.

Precisamente, desde el curso alto de este cauce hasta la vertiente peninsular de los Pirineos se extendía el territorio de los vascones. En época de Augusto, Estrabón situaba su principal polis en la ciudad de Pompaelo (Pamplona). El contacto con los romanos data del siglo II a.C., una vez expulsados los cartagineses tras la segunda guerra púnica. Los vascones pronto comprendieron que podían tener en Roma un aliado con el cual desprenderse de la vecindad céltica. En los primeros años se produjeron actuaciones bélicas en los valles del Ebro y del Aragón.

7. La colonización fenicia

Poblada desde principios del III milenio a.C., la Fenicia histórica se extendía sobre una estrecha franja costera de 40 kilómetros, desde el Monte Carmelo hasta Ugarit. Su suelo montañoso y poco apto para la agricultura orientó a sus habitantes hacia las aguas. Con mayor razón el mar se impuso a este pueblo como vía de prosperidad, al quedar dividido en pequeñas ciudades-estado separadas por espolones rocosos.

Los cananeos bíblicos fueron llamados por los griegos phoínikes (rojos, púrpuras) debido a los costosos tintes que intercambiaban. La cerámica que componían fue muy cotizada, así como los objetos de vidrio coloreados. Actualmente, tildar a alguien de fenicio implica quererle adjudicar perspicacia en los negocios y, si cabe, avaricia. Y es que los grandes mercaderes de la Antigüedad consiguieron establecer una talasocracia, o gobierno de los mares, que les permitía controlar el Mediterráneo.

Los fenicios procedían del actual Líbano, de ciudades-estado como Biblos, Tiro o Sidón. Fundaron numerosas factorías en el litoral. La tradición sitúa la creación de Gadir, el más antiguo de estos enclaves, en 1104 a.C., «ochenta años después de la caída de Troya», de acuerdo al historiador romano Veleyo Patérculo. Sin embargo, este dato trasluce la voluntad de agradar a unos insignes gaditanos de origen fenicio, los Cornelio Balbo, que formaron parte del núcleo de poder en torno a Julio César y a su hijo adoptivo, Octavio Augusto. No obstante, han aparecido estructuras urbanas que se remontan al siglo IX a.C.

Gadir mantenía el viejo patrón de los asentamientos fenicios, para los que se buscaban lugares que reunieran unas condiciones de defensa relativamente fáciles: islas cercanas a la costa, promontorios rodeados de entorno acuático o proximidad a ríos navegables. Con el Guadalete o el Iro, el futuro Cádiz seguía este modelo. Poco sabemos del aspecto de la población, aparte de su espléndido fondeadero y de la presencia de templos dedicados a Astarté (diosa de la fecundidad) o a Melkart (dios agrícola y del comercio con ritos de muerte y resurrección). Los exvotos de este último santuario, en forma de figurillas de bronce, nos hablan de la religiosidad de los marinos y de su agradecimiento al dios por permitirles surcar el Extremo Occidente.

Con el transcurso de los años, el fenicio Melkart se fundió con el griego Heracles (el Hércules romano) y continuó reinando con dicho nombre entre las columnas de Gibraltar. El geógrafo romano Pomponio Mela, nacido cerca de Cádiz, exponía en el siglo I d.C. que el templo de Melkart «era célebre por sus fundadores, por su veneración, por su antigüedad y por sus riquezas», añadiendo que «su santidad estriba en que guarda las cenizas de Hércules».

Allí Aníbal juró odio eterno a los romanos antes de partir hacia Sagunto e iniciar la segunda guerra púnica. El santuario contaba con un oráculo que fue visitado por Julio César, a quien predijo su grandeza. La relevancia del templo trascendía lo religioso, pues el patrono de los comerciantes garantizaba la calidad de las mercancías, la corrección de los pesos y medidas, y el valor de los tratos cerrados en su recinto sagrado. El panteón fenicio difería de unas ciudades a otras. Baal era el dios de la lluvia y la guerra, Reshef, de las calamidades, y Hadad, del aire.

Como los fenicios practicaban una navegación de cabotaje (que no superaba los 60 kilómetros de travesía), con Gadir como base de operaciones se aseguraban las singladuras regulares. Decidieron transformar las escalas en establecimientos permanentes y, para ello, establecieron una serie de colonias en el norte de África, donde alcanzaron renombre Útica y Cartago.

La comparación de épocas sitúa ante los ojos paradojas. Cuando en 1492 los españoles llegaron a las Indias, quedaron deslumbrados por sus riquezas. También en las culturas autóctonas de la Península fueron los foráneos quienes desarrollaron la descripción del ambiente y sus gentes. Según los Relatos maravillosos del Pseudo Aristóteles, «se dice que los primeros fenicios que navegaron hacia Tartessos obtuvieron en sus intercambios comerciales a cambio de aceite y pacotilla una cantidad de plata tal, que ya no pudieron guardarla ni darle cabida (en su barco), sino que se vieron obligados cuando partieron de aquellas regiones a componer de plata todos los utensilios de los que se servían e incluso las anclas».

Así, de Tartessos importaban plata, oro y cobre. La economía de Gadir se sustentaba en el comercio con los mundos atlántico y mediterráneo, en la pesca del atún y en la exportación de garum (exquisita salsa de vísceras de pescado).

Aunque en el siglo VI a.C. las localidades fenicias perdieron la autonomía por la ocupación llevada a cabo por el Imperio asirio, prolongaron su repercusión sobre los iberos. Junto con Gadir, los restos más significativos proceden de Malaka (Málaga), Toscanos (Vélez-Málaga), Sexi (Almuñécar), Abdera (Adra), Villaricos, Mazarrón…, y en el área atlántica de Onuba (Huelva) y Chiclana de la Frontera. La mayor parte de las colonias eran creadas por Tiro. Se ha propuesto como rasgo propio de las fundaciones de Sidón la vinculación con Astarté como diosa tutelar y de las de Tiro con Melkart.

Entre el legado fenicio, se cuentan la metalurgia del hierro, el torno del alfarero, el vino y el aceite. Y, por supuesto, el alfabeto, compuesto por ideogramas y sin vocales, las cuales fueron añadidas por los griegos. El alfabeto latino que usamos hoy procede del etrusco, que, a su vez, fue una adaptación del griego. La literatura fenicia está rodeada de incógnitas y, aunque solo se han conservado inscripciones y fragmentos de narración histórica, es un hecho probado que tanto Fenicia como Cartago tuvieron bibliotecas.

8. La presencia griega

Desde el siglo VIII a.C., los griegos se aproximaron a la Península con la intención de obtener metales y, a la par, solventar el problema demográfico que afectaba a las polis. A diferencia de los fenicios, con afán conquistador, los griegos tenían una vocación mercantil, no les interesaba tanto asegurar el territorio como poner en marcha núcleos de intercambio.

Los primeros griegos que llegaron al Tirreno, al Adriático y a Iberia fueron los habitantes de Focea ya mencionados. Ante el avance persa, un navegante de la isla de Samos, llamado Coleo, encabezó la expansión en el Mediterráneo que llevaría a la fundación de Massalia (Marsella). Este mercader del siglo VII a.C. se hallaba en ruta hacia Egipto pero, tras socorrer a los colonos tereos, fue arrastrado por el viento hasta Tartessos, mercado virgen para los griegos. Obtuvo una de las mayores ganancias que se recordaban hasta el momento: 60 talentos, esto es, 150 kilogramos de plata. Con la décima parte del rédito, se encargó un exvoto en honor de Hera, patrona de Samos.

Así relata el periplo Heródoto en sus Historias:

Después de esto una nave samia, cuyo capitán era Colaios, navegando con rumbo a Egipto, fue desviada a Platea; enterados los samios por Corobio de toda la historia, le dejaron provisiones para un año; y ellos zarparon de la isla con vivos deseos de llegar a Egipto, pero, desviados por el viento apeliotes, que cesó durante todo el viaje, fueron llevados más allá de las Columnas de Hércules y por providencia divina, llegaron a Tartessos.

Este mercado estaba en aquel tiempo inexplotado todavía; por lo que los samios, al volver a su país, obtuvieron de su cargamento mayores ganancias que ninguno de los griegos de quienes tengamos noticias ciertas, excepto únicamente el egineta Sóstrato, hijo de Laodamante, porque a este nadie lo igualó. Los samios tomaron seis talentos, la décima parte de sus beneficios y construyeron en bronce un vaso a modo de crátera argólica con unas cabezas de grifos salientes alrededor del borde y la consagraron en el templo de Hera, soportándola tres colosos de bronce arrodillados, cuya altura era de siete codos. Desde estas hazañas empezaron las buenas relaciones de los de Cirene y los de Tera con los samios.

Ante la falta de pruebas arqueológicas que constaten los movimientos, la narración podría ser, más que una historia real, un relato semilegendario que reflejaría la atracción de los griegos contemporáneos hacia la exuberancia peninsular.

La principal fundación fue Ampurias, llamada inicialmente Emporion. Los foceos la forjaron en el golfo de Rosas en el siglo VI a.C. En la centuria previa las ciudades-estado griegas se especializaron en la producción de vino y aceite, así como de manufacturas de alto valor, como cerámicas, perfumes y elementos de orfebrería. Fue necesario buscar materias primas y nuevos mercados donde colocar los productos, a fin de sacar rendimientos con los que afrontar las campañas militares. Imperialismo a la antigua…

En Ampurias se han localizado relevantes pistas de su pujanza, desde la planta regular a la cabeza de Artemisa. El yacimiento se encuentra hoy en el municipio de La Escala (Gerona). La zona está conformada por una llanura hundida por donde discurren los ríos Ter y Fluviá.

No se trata de un único núcleo, sino de tres diferenciados: Palaiápolis, Neápolis y la ciudad romana. El primero era un mero puerto comercial que derivó en centro productor de bienes de consumo a intercambiar con los helenos por mercancías más preciadas como el vino. Según Estrabón, hacia el año 550 a.C. se estableció una segunda fundación, esta vez en tierra firme:

Los emporitanos habitaban antes una islita delante de la costa que hoy se llama Palaiápolis, pero hoy viven ya en la tierra firme. Emporion es una ciudad doble, estando dividida por una muralla, teniendo antes, como vecinos, algunos indiketes (…). Pero con el tiempo se unieron en un solo estado, compuesto de leyes bárbaras y griegas, como sucede también en otras muchas ciudades.

A raíz de la conquista de Focea por Ciro II, emperador de Persia, en 546 a.C., los foceos huyeron a la nueva colonia de Alalia, en Córcega, si bien su presencia incomodó tanto a los cartagineses que decidieron trabar una coalición con los etruscos para aniquilarlos. Los griegos tuvieron que huir de nuevo y se refugiaron en Emporion y Massalia. Con el pretexto de la venida a Hispania del cónsul Marco Porcio Catón y su ejército (de entre 52 000 y 70 000 efectivos), Tito Livio se lanzó a describir el entorno:

Ampurias estaba formada por dos ciudades separadas por una muralla. Una ciudad habitada por griegos de Focea, como los massaliotas, y la otra por hispanos. La ciudad griega, próxima al mar, estaba rodeada por una muralla de menos de 400 pasos. La ciudad hispana, más alejada de la costa, tenía una muralla de 3000 pasos de perímetro (…) La parte de la muralla que miraba a tierra, bien fortificada, tenía una sola puerta vigilada por un magistrado por turno. Por la noche montaban la guardia en las murallas la tercera parte de los ciudadanos.

En torno al año 100 a.C. se construyó un recinto de nueva planta con anfiteatro y palestra. Los helenos se fueron romanizando y, durante el principado de Augusto, se les otorgó la ciudadanía. Ampurias mantuvo sus instituciones hasta la guerra civil entre Pompeyo y Julio César y, con el cambio de era y la sumisión total del territorio ante el Imperio, la ciudad fue decayendo, ensombrecida por el poder de Barcino y Tarraco (Barcelona y Tarragona).

La población marchó hacia la antigua Palaiápolis, la cual, por haber ejercido de acrópolis estaba mejor fortificada. El resto tornó en un cementerio. No perduraron ni el recinto de Asclepios, centro terapéutico consagrado al dios de la medicina, ni el de Serapis, que atendía las necesidades espirituales de los negociantes de Oriente. El definitivo toque de queda llegaría con la invasión normanda del siglo IX. Otras ciudades griegas fueron Rhode (Rosas) y Hemeroskopeion (Denia).

9. La conquista púnica

El nombre con el que los romanos se referían a la España que estaba bajo el poder bárquida era Hispania Poena, en tanto que latinización de phoínikes. No se había cavilado todavía la diferenciación política por el color pero, como anticipábamos, los cartagineses ya eran los «hombres rojos».

Los púnicos procedían de la colonia fenicia de Cartago, fundada en África, a 17 kilómetros de la actual Túnez. La leyenda cuenta que fue la princesa Dido quien puso la primera piedra en el año 814 a.C. A mediados del siglo VII a.C., Cartago creó una factoría en Ibiza. Constituía un punto estratégico en la ruta marítima que llevaba a las costas meridionales. Esta isla creció hasta transmutarse en un importante núcleo urbano. Si en sus inicios el territorio púnico incluía solo la ciudad y una pequeña área de unos 50 km2, en el siglo VI a.C. ocupaba un cerco de 50 000 km2.

Cartago se independizó de la metrópoli cuando Tiro declinó bajo el poder asirio. Con su inmejorable situación estratégica, en medio del Mediterráneo, lideró las colonias fenicias de Occidente, entre ellas, las factorías de Iberia, que enviaban plata, estaño y salazones. Tomó el relevo de los fenicios en el control de la costa y vertebró un gran Estado, de carácter republicano con ciertas dosis de tiranía.

Ya lo expuso Aristóteles, experto en la teoría política: «La constitución cartaginesa, como todas aquellas cuya base es a la vez aristocrática y republicana, se inclina tan pronto del lado de la demagogia como del de la oligarquía». El gobierno recaía en órganos públicos reservados a la aristocracia. El ente básico era la asamblea de ciudadanos, constituida por cientos de individuos pertenecientes a las familias más acaudaladas de Cartago. Esta agrupación era la encargada de nombrar libremente a la mayor parte de los cargos de la ciudad, como el Consejo de Ancianos o el Senado de los Cien.

La gran divinidad púnica fue Tanit. Se aprecia un giro de la cremación a la inhumación y aparecen con frecuencia en los enterramientos huevos de avestruz, signo de distinción traído del norte de África.

Durante mucho tiempo, Cartago fue una ciudad más próspera que Roma, llegando a tener 400 000 habitantes, edificios de hasta siete pisos de altura, un sistema de alcantarillado unificado y docenas de baños públicos. Se abría al mar con dos grandes puertos: el comercial y el militar, comunicados por un canal navegable, una obra de ingeniería que causaba la admiración de los visitantes.

Roma y Cartago, como pueblos vecinos, fueron siempre rivales. Las dos repúblicas se enfrentaron por la hegemonía en el Mediterráneo occidental en las tres guerras púnicas, desde el año 264 a.C. hasta el 146 a.C. Estos conflictos fueron denominados por los cartagineses como «guerras romanas». A principios del siglo III antes de nuestra era, Cartago era el imperio marítimo preponderante, de ahí sus deseos de expansión en la Península Ibérica, y Roma solo venía a representar una potencia emergente. Sin embargo, las reglas del juego cambiarían de modo rotundo al finalizar esta oleada de ataques.

Aunque el primer centro de operaciones estuvo en Sicilia, desde Cádiz, el cartaginés Amílcar Barca emprendió en el año 237 a.C. la invasión del valle del río Betis. Mediante el recurso a la fuerza o a la diplomacia, los reyezuelos de la Turdetania se entregaron, uniéndose a los invasores. Las prospecciones colmaron las arcas púnicas y, al cabo de nueve años de guerra, se habían hecho con los mercenarios y la plata de Iberia.

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Roma y Cartago, y sus respectivos aliados. Durante varios siglos ambos poderes extendieron su rivalidad por las orillas del mar Mediterráneo.

Amílcar supo seguir adelante obteniendo guerreros en una tierra cada vez menos hostil. Fundó Akra Leuka, «la ciudad blanca», como base de operaciones en los ataques. Pero, en una escaramuza contra los oretanos, pereció en el año 229 a.C. Fue sucedido por su yerno, Asdrúbal, que fundó Cartagena y estableció un tratado con los romanos en virtud del cual el Ebro marcaba los límites de influencia. De esta manera, los púnicos se apropiaron del sur peninsular, desde Levante hasta el golfo de Valencia.

Al fallecer en 221 Asdrúbal, Aníbal Barca (el hijo de Amílcar) comenzó sus gestas. Con solo 26 años fue elegido general por su ejército. No era un hombre, sino un «rayo», así lo advertía su apelativo familiar (que no apellido), barqä, que significaba rayo en lengua púnica. Se crio en un ambiente helenístico propio de Cartago y aprendió las letras griegas de un preceptor espartano, llamado Sosilos, despuntando en el manejo de las armas.

Invadió el territorio de los olcades y penetró en la meseta central, ocupando el entorno de Toro (Arbucala) y Salamanca (Helmántica). Pagados los tributos, emprendió regreso a Cartago Nova con numerosos rehenes, pero fue atacado por un ejército en coalición de carpetanos, vacceos y olcades, a los que derrotó junto al Tajo. A la hora de contraer nupcias, Aníbal escogió a Imilce, princesa de la ciudad de Cástulo, ubicada en el alto Guadalquivir. Y es que casarse con hijas de nobles ibéricos empezaba ya a ser una forma de unir tronos y fraguar alianzas…

En legítima defensa, en el año 218 a.C., los ejércitos del águila desembarcaron en Emporion con el objetivo de aislar a Aníbal. Los romanos pensaban que aquel joven comandante no supondría un problema grave. Le hicieron tan poco caso a Aníbal que dirigieron su atención hacia los ilirios, quienes habían iniciado una revuelta. No había aún atravesado los Alpes con los elefantes (acontecimiento que se registraría en noviembre de dicho año), y el general cartaginés ya estaba retando peligrosamente a Roma.

En el sureste ibérico, haciendo añicos el tratado que zanjó la primera guerra púnica, Sagunto (Arse), una de las ciudades más fortificadas de la zona, quedó arrasada. Los saguntinos solicitaron ayuda a Roma, que dio la callada por respuesta y, de este modo, tras ocho largos meses de cerco, las últimas defensas fueron rebasadas. Tampoco prestaron socorro las aldeas cercanas, pues codiciaban la suerte que, hasta el instante, había tenido Sagunto.

A consecuencia del asedio, Aníbal se encontró con un recinto desolado, parcialmente destruido y quemado. Aquello enfureció al cartaginés, que había sacrificado tiempo, soldados y recursos en la conquista. Cuenta la leyenda que los habitantes de Sagunto, con la negativa de rendirse, decidieron encender una gran hoguera y se arrojaron todos a ella. Entonces fue consciente Roma del tamaño de la amenaza, pero ya era demasiado tarde. Estallaba la segunda guerra púnica con Aníbal camino de los Pirineos.

Aquel momento fue aprovechado por Roma para atacar la Península Ibérica. El propósito era cortar el aprovisionamiento de suministros. Aníbal continuaría marchando sobre Italia. El enfrentamiento a gran escala entre las dos potencias acabó en un armisticio débil, que solo sirvió para incrementar la animadversión mutua.

En los años posteriores, Roma se dedicó a conquistar los estados helenísticos del Mediterráneo oriental. Cayeron bajo su dominio Macedonia, Iliria y Siria, mientras que Cartago se quedó sin sus posesiones fuera de África y tuvo que pagar 200 talentos de plata anuales por 50 años.

Tras diversas vicisitudes, el dominio de los cartagineses en Hispania terminó con la decisiva llegada de Publio Cornelio Escipión el Africano, que tomó Cartagena y derrotó a los últimos efectivos en el entorno de Carmona en el año 206 a.C.

Al ocaso de sus días, Aníbal tuvo que exiliarse en el Imperio seléucida, donde sirvió como consejero militar y se reencontró con su pertinaz enemigo, Publio Cornelio Escipión. En Éfeso los dos rivales tuvieron una apasionada discusión sobre quién había sido el mejor general de la Historia. La respuesta de Aníbal fue rápida: «Alejandro Magno». También Escipión creía que el macedonio merecía tal lugar. En el segundo puesto Aníbal colocó a Pirro, destacando su audacia, pero como Escipión seguía preguntando, buscándose a sí mismo en la lista, espetó: «¿En qué posición te colocarías, Aníbal, si no hubieras sido derrotado por mí?». A lo que el púnico repuso: «En ese caso me habría colocado por delante de Alejandro».

La victoria de Roma redujo a Cartago, ya potencia menor, al norte de África. Sin embargo, los años fueron pasando mientras que los romanos todavía recordaban con pánico los terribles momentos de Aníbal. El viejo Catón, un senador célebre por su severidad y retórica, no perdía ocasión para recalcar que debían aniquilar al contrincante. Sin importar el asunto del que estuviera hablando en la asamblea del Senado, sus discursos terminaban siempre con la misma coletilla: Delenda est Cartago, ¡Cartago debe ser destruida! De lo contrario, alegaba, Roma jamás tendría descanso y viviría siempre amedrentada.

Como explicaremos más adelante, Escipión Emiliano, descendiente del general que había salvado a Roma en los tiempos de Aníbal, condujo la tercera y última guerra púnica, en el año 147 a.C. Fue necesario inventar una excusa para declararla, y los cartagineses, desesperados, no presentaron demasiada resistencia. Pero eso no los libró de uno de los más terribles castigos que haya sufrido una urbe. Los romanos saquearon, quemaron y arrasaron Cartago hasta los cimientos. Y cuando la ciudad había desaparecido, convertida en un montón de ruinas humeantes, pasaron el arado, sembraron con sal y maldijeron la tierra, de modo que nadie volvió a habitarla jamás. Roma había exorcizado al más terrible de sus demonios y era dueña absoluta de toda la cuenca occidental del Mediterráneo.

Hubo que esperar al año 29 a.C. para que Augusto fundara en el mismo emplazamiento una colonia romana (Colonia Iulia Concordia Carthago). Esta se convirtió en la capital de la provincia de África, una de las mayores productoras de cereales del Imperio. Desde el siglo III d.C. el cristianismo se consolidó en Cartago. Sobresalieron el obispo Cipriano, luego santo; el apologeta Tertuliano, que acuñó la frase «la sangre de los cristianos es semilla de cristianos», y Agustín de Hipona, quien, gracias a las plegarias de su madre, Mónica, dejó su vida disoluta para abrazar la fe en el Nazareno. Así, el autor de La ciudad de Dios concilió el nuevo credo con el pensamiento de Platón; fue un pacto de amistad sublime entre la Cruz y la Idea…