Introito

CUSCO: EL PORTAL DE LA «ZONA X»

La «Relación de las huacas del Cuzco» o Sistema de Ceques, anónimo conservado en la crónica de Bernabé Cobo (1653), transcribe el contenido de un quipu que registraba 328 lugares sagrados (huacas) según 41 «líneas» —ceques— que salían del templo del Sol en el Cuzco y se dirigían hacia el valle...

TOM ZUIDEMA, antropólogo holandés,

El calendario inca

Lo recuerdo muy bien. Era el otoño de 1998 cuando esos sueños, tan lúcidos y escandalosamente «reales», me asaltaban en mis distintas noches de descanso en la ciudad de Lima. Eran incesantes. En ellos me veía caminando en la «colina de los halcones», lugar donde descansa el asombroso templo-fortaleza de Sacsayhuamán, una edificación supuestamente inca que domina el Cusco desde su elevada posición, a tres mil setecientos metros de altura. Ya había visitado en distintas ocasiones la intrigante construcción megalítica que se suele atribuir al inca Pachacútec, el gran monarca que reinó con brío en el siglo XV. No obstante, la tradición andina sostiene que ese templo de piedra estaba allí desde siempre: los incas lo habrían ocupado más tarde. Según los ancianos, fueron los «Apu Cápac», miembros de una «dinastía anterior» a Manco Cápac —el legendario fundador del Imperio del Sol—, los artífices de la ciclópea «muralla». Sea como fuere, esos sueños me «colocaban» en ese paraje. Era siempre la misma escena: me veía caminando en una aglomeración de grandes rocas próxima a Sacsayhuamán. Huelga decir que no hubo nada que pudiese haberme influenciado para soñar de ese modo. ¿Por qué esos sueños?

Sacsayhuamán, la «fortaleza ceremonial» que se atribuye a los incas.

Al fin y al cabo, movido por una corazonada, decidí viajar al Cusco.

Cuando mi avión aterrizó en el pequeño aeropuerto de la ciudad imperial, el 1 de mayo de 1998, me dije: «Ricardo, estás perdiendo la razón. No sabes a qué has venido».

Lo sé: los escépticos argumentarán que me dejé llevar por el «pensamiento mágico», que interpreté en esos sueños una «invitación» para vivir una experiencia sobrenatural. Pero se equivocarían. Al margen de lo que sucedió finalmente en el Cusco, había orientado mi viaje para encontrarme con un viejo amigo.

Una vez que dispuse de mi equipaje para una corta estadía de tres días, me dirigí sin mayor titubeo al modesto Hotel El Tumi, que en esos años se había convertido en una especie de «campo base» de nuestras expediciones. Ello gracias a Sergio Cáceres Huamán, un guía chamán que vivía allí. Sergio era un profundo conocedor del esoterismo andino que nos ayudó en nuestros primeros periplos al reino de los hombres Q’eros y las selvas del Paititi, en 1996.

Paititi o «El Dorado», la legendaria ciudad perdida de los incas que habría cobijado a un remanente del Imperio del Sol, cuando en el siglo XVI la conquista española irrumpió con violencia en el «ombligo del mundo» —Cusco, el centro del Tawantinsuyo—, seguía latiendo con fuerza en mis venas luego de aquel primer viaje que hicimos a las altas montañas de Paucartambo y la enmarañada selva del Manú. Cada vez que volvía al Cusco respiraba su leyenda. Aseguran los ancianos que en el regazo de sus corpulentas montañas, como Wanakauri, Senqa, Pachatusan, Muyuq Orqo, Ausangate, Pukin o Piqchu, yace el espíritu navegante de Inkarri, el último inca que, según la profecía Q’ero, se esconde en Paititi hasta que llegue el día del renacimiento, del «retorno»: un simbolismo del triunfo de la luz después de una era de oscuridad y confusión. Los Q’eros lo saben muy bien porque son los descendientes directos de quienes se apostaron hace siglos en esa región andina para defender el conocimiento sagrado que la conquista quiso silenciar. Se dice que los Hamut’ay Inka (‘sabios’) resguardaron el origen oculto del Imperio, la ubicación de sus santuarios más íntimos y la red de túneles que se proyectan más allá del Cusco...

Paititi es, sin duda, la profecía inca del futuro planetario. Aunque se desconoce el significado de su nombre, se puede decir que la palabra Pai es quechua y significa ‘Él’;  y Titi es el nombre del dios cósmico inca que, completo, se escribe así: Apu Kontiti Illa T’ecsi Pachayachachiq Wiracocha. También se dice que Paititi proviene de Paikikin, que significa ‘Él mismo’. Fuera como fuese, el nombre está relacionado con el poder. Para el estudioso Lizardo Pérez Aranibar, la palabra Titi viene de T’it’i (‘hermético’), por lo que Paititi sería ‘un lugar hermético de difícil acceso’.

Para los Q’eros, el nombre secreto de Paititi —nos lo confiaron en una de nuestras expediciones— es Quañachoai, una súplica de oculto significado que, cual letanía ritual, podría «abrir las puertas». ¿Qué puertas? He escrito sobre estos enigmas andinos en mis anteriores libros —especialmente en Los Maestros del Paititi, Uku Pacha o Intraterrestres—, y he tenido la bendición de organizar tres expediciones a esas selvas del Antisuyo que protegen actualmente los nativos machiguengas. Sé que la leyenda encubre un secreto. Sé que habla de algo más poderoso que una ciudad perdida llena de tesoros. Ahora bien, esa región de la selva, debo remarcarlo, no es nada sencilla, pues más allá de los machiguengas hay otra tribu, ajena completamente a la civilización y muy fiera. Se la conoce como los chontakirus. Los propios machiguengas aseguran que esa tribu es caníbal: atacan a sus víctimas con cerbatanas, que lanzan un elemento punzante cargado de un veneno que provoca un sueño incontrolable. Lo que sigue para el «paralizado» es deducible...

«Paititi no es para hombres blancos», le dijo un machiguenga al escritor e investigador andino Cosme Cuba Gutiérrez. «Tu cuerpo no es de blanco, pero sí tu mente», le añadió el nativo.

No es fácil, pues, llegar al verdadero reino del Paititi. Incluso la propia naturaleza parece cobrar vida, generando tormentas, inundaciones, derrumbes y, por si ello fuera poco, una extraña interferencia en los aparatos electrónicos, como radios o posicionadores por satélite. Todo esto acontece cuando el expedicionario se halla a las puertas del secreto, más allá del Pongo de Mainique o Mecanto. El lugar, como dicen los nativos, está «hechizado», «protegido». Sí, no es tarea fácil escudriñar los misterios andinos con «mente de blanco», como alegóricamente dijo el machiguenga. Esto significa que para penetrar en los «lugares de contacto» uno debe «quitarse la mochila» y los paradigmas… Entonces la tormenta se disipa y puedes continuar. Así nos sucedió a nosotros al recorrer esas selvas...

Reencontrarme con Sergio en Cusco era revivir este mensaje, ya que en cada ocasión que nos veíamos pasábamos largo tiempo charlando sobre los misterios de los Andes y nuestras experiencias. Este muchacho risueño, de marcados rasgos indígenas y mirada penetrante, fue nuestro iniciador en el saber andino.

Luego de nuestro caluroso reencuentro en el ya mencionado Hotel El Tumi, nos sumergimos en una nueva y apasionada conversación, en este caso sobre los huidizos altomisayoc, sacerdotes de las alturas que conocen los caminos secretos que llevan al iniciado hacia las ciudades perdidas como Paititi.

Yo había conocido a uno de estos ancianos en Hatun Q’eros, la comunidad principal. Le vi invocar a «los espíritus de las montañas» a través de una ceremonia del fuego. Lo que presenciamos en la fogata, en el momento cumbre de este viejo rito celebrado dentro de una astana o ‘cabaña Q’ero’, fue inenarrable: las lenguas de fuego empezaron a formar rostros de ancianos, que nos miraban fijamente mientras nos hablaban en quechua… A pesar de que no dominábamos el idioma sagrado de los Andes, debo decir que entendimos lo que se nos decía... Éramos varios testigos recibiendo de «aquello» profundos mensajes personales que nos conmovieron hasta los cimientos. Por las dudas, aclaro que no bebimos ningún tipo de alucinógeno. «¿Fueron los Apus, los ‘espíritus de las montañas’, quienes nos “hablaron”?», consulté al anciano con la ayuda de nuestro intérprete local. «Son quienes viven dentro de las montañas…», contestó a secas el sabio amauta…

Petroglifos de Pusharo, en las selvas del Manu. Para muchos, en su simbología se halla la clave para llegar al Paititi. ¿Qué misterio se esconde en esa carita grabada en la roca? ¿Representa a algo? En la Cueva de los Tayos lo descubriríamos…

En Q’eros ser sacerdote andino, o paqo, es una decisión que se toma por dos motivos: o por propia vocación, o porque el aspirante fue escogido por los Apus a través de un rayo. Sí, un rayo de tormenta que impacta en su cuerpo y, sin embargo, el «tocado» sobrevive «renacido». También podrían ser elegidos por alguna marca de nacimiento que se considera «señal» de sus potenciales capacidades sobrenaturales. Pero hoy en día los poderosos altomisayoc permanecen más esquivos que nunca. No se puede ir en busca de ellos: los mensajeros lo encuentran a uno cuando es el momento. Se dice que viven solos, aislados en parajes ocultos de las alturas, donde la nieve es eterna.

He aquí el anciano chamán que nos ofreció aquella inolvidable iniciación en Q’eros. Esta fue la única foto que pude sacarle dentro de la astana.

Son los pampamisayoc, paqos consagrados por la Pachamama o ‘Madre Tierra’, quienes realizan en la actualidad ceremonias abiertas al público que llega al Cusco. Algunos incluso han podido viajar a otros países para compartir la sabiduría andina. Habitualmente se explica al visitante intrigado por estos misterios que aquellos paqos pueden llegar a ser un altomisayoc si antes desempeñan algún cargo de bien común para su pueblo en el que demuestren coherencia y pureza de intención. Pero en la antigüedad no era así. El altomisayoc era un tocado por los «dioses». Un humano en contacto con lo divino que velaba por el pueblo como un vigilante taumatúrgico.

En el contexto de esta charla Sergio se ofreció a llevarme a Huasao, una «comunidad de hechiceros» en la que había conocido a un chamán llamado Alberto Huamaní: un personaje que poseía información importante sobre Paititi. Huasao se halla a solo una hora de la ciudad del Cusco, así que no me lo pensé mucho para embarcarme en esa aventura. Quería confirmar si el esquivo chamán había vivido allí.

Este pequeño pueblo —que emana una evidente sensación de película de suspense— se acomoda en el típico paisaje andino de verdes pastos y picos nevados en el horizonte. Nada invita a pensar que en este conjunto humilde de casas de barro se registran solemnes ceremonias mágicas, verdaderos oráculos que congregan a distintos paqos que vienen desde los parajes más alejados, incluso los mismísimos Q’eros. Luego de haber convivido trece días con los Q’eros, en sus solitarias aldeas emplazadas a grandes alturas, soy consciente de la gran importancia que los sacerdotes andinos le otorgan a sus prácticas religiosas y reuniones. En Huasao se celebraba una de estas convocatorias una vez al año.

Aunque en nuestra incursión no hallamos al chamán Alberto Huamaní, logramos confirmar que sí vivió algún tiempo en ese pueblo. Para nosotros era un dato importante: Huasao es uno de los lugares de convergencia de los protectores de secretos. Indagamos y así supimos que «Huamaní» no era el apellido real de nuestro personaje —preservaré su verdadero nombre—; también descubrimos que era un iniciado boliviano que se radicó en Cusco. Desde entonces visitó con frecuencia las selvas del Manú, especialmente la zona de Palotoa y Pusharo, donde se aprovisionaba de distintas plantas y semillas para uso medicinal.

Al margen de nuestra investigación, visitar Huasao fue toda una experiencia. Ni bien pisé sus calles de tierra, vi pasar algunos hombres ya entrados en años, todos ellos con una mirada extraña, llena de conocimiento y sigilo a partes iguales. Por un momento esos hombres me hicieron recordar la expresión de los maestros Q’eros. No obstante, también percibí una especie de pugna de fuerzas. Tal vez porque no todos los sacerdotes andinos habían elegido el camino de la pureza. Cusco está asediado de turistas y muchos de ellos vienen a vivir una experiencia esotérica. Desde luego, no veo nada de malo en la búsqueda; más aún si tomamos este punto de poder en el mundo como un centro de «iniciación»: Cusco puede ser un primer peldaño para tomar las riendas de nuestro camino espiritual. Sin embargo, como enseñan los auténticos maestros, no son los lugares o las experiencias los que producen el esperado cambio personal, sino la consciencia de lo aprendido. Todo lo que ocurra «externamente» a nosotros son solo «activadores». Y no todos reaccionamos de la misma forma frente a esos estímulos. Hay personas que viven de esos «activadores» y permanecen atrapadas en una suerte de círculo vicioso. Cusco se ha convertido para algunos aventureros solo en eso. Y lo peor de todo es que algunos guías andinos y pretendidos chamanes han caído en la tentación de vivir a expensas de la carencia de la gente, que llega con toda clase de problemas emocionales y se sumerge en antiguas prácticas andinas como si estuviese en Disneylandia. Una cosa es ayudar, sanar, o brindar un conocimiento al que lo necesite para que pueda levantarse y seguir adelante en su camino, y otra cosa es crear dependencia en torno a prácticas milenarias que en su esencia procuraban hacernos libres de algo y no depender de algo. Huasao y Q’eros siguen siendo lugares interesantes, pero hoy en día sus verdaderos maestros evitan mezclarse con el público. Algunas veces se dejan ver, pero no cuando se les busca.

Tras nuestras pesquisas en el pueblo, regresamos caminando por un sendero polvoriento que nos conducía a la carretera que marcha hacia la ciudad. Tomamos un bus y dejamos atrás la singular atmósfera que despide el «pueblo de hechiceros».

Fue entonces cuando Sergio me sorprendió. En el bus, de pronto, me consultó si deseaba conocer la «Zona X»: un conjunto de rocas y cavernas que se encuentra cerca del yacimiento arqueológico de Sacsayhuamán. El joven chamán me había pillado con la guardia baja. ¿Cómo se le ocurrió proponerme eso? Me dijo que al salir de Huasao «sintió» fuertemente que tenía que llevarme a la mentada «Zona X». Yo no le había comentado aún mis extraños sueños. Y él, sin mediar razón, me lanzó a bocajarro el ir allí. ¿Era una casualidad?

Se despertó en mí una enorme curiosidad por ir.

No tuve que meditarlo mucho...

Una vez que llegamos a la ciudad, abordamos otro vehículo que nos llevaría hacia el Cristo Blanco, una bellísima escultura de Jesús, de ocho metros de altura, que corona el cerro pukamoqo (‘cerro rojo’). La figura se halla con los brazos abiertos, en señal de bendición a la ciudad del Cusco, como si Cristo fuese un apu protector. Desde la plaza de Armas se puede apreciar esta sugestiva obra de arte que pone en evidencia el sincretismo entre las viejas creencias andinas y la religión que impuso más tarde la conquista. Desde esta enorme escultura, donación del pueblo árabe al Cusco, continuamos nuestro camino a pie.

Estimo anduvimos unos cuarenta minutos hasta llegar a un pequeño valle en lo alto que muestra claras edificaciones incas en sus alrededores. De acuerdo a mi cuaderno de campo, eran las 13.30 horas.

Desde ese lugar veíamos con gran claridad el soberbio nevado Ausangate; según Sergio, uno de los Apus más poderosos. Habíamos llegado a la denominada «Zona X», nombre que obedece, siempre de acuerdo a Sergio, a los diversos reportes de personas desaparecidas en el interior de las chinkanas o túneles incas (chinkana es una palabra quechua que significa ‘laberinto’). De acuerdo con la tradición andina esos laberintos subterráneos —que sospechosamente terminan interrumpidos por grandes rocas, especialmente de piedra caliza, como si estas hubiesen sido colocadas para ocultar alguna entrada— son edificaciones anteriores al incanato. Se cree, incluso, que de la «Zona X» se sacaron algunas piedras para usarlas en la construcción de Sacsayhuamán. Para los chamanes ambos emplazamientos están relacionados con el mundo subterráneo: debajo de esa colina serpentean túneles secretos. De hecho, en Sacsayhuamán se confirmó la existencia de un gran túnel que lo conectaría con el Qoricancha, «el templo de oro», el principal santuario de los incas en Cusco. Pero esta ya era una información vieja: el mismísimo cronista mestizo, Garcilaso de la Vega, ya había escrito al respecto en sus Comentarios Reales (1609):

Algunos de los túneles llegaban a Cusco, a tres kilómetros de distancia, comunicando Saqsayhuamán con el Qoricancha y otros edificios. Otros túneles se adentraban hacia el mismo corazón de los Andes, sin saber adónde conducían exactamente…

¿Sacsayhuamán y la «Zona X» marcan un punto de contacto con otras realidades que los incas conocían? ¿Existe un entramado intraterrestre aún oculto bajo esta región de los Andes peruanos? Como un detalle no menor, recorriendo el lugar hallé caprichosas formas en la piedra que se asemejaban, notablemente, con las que me he encontrado en otros lugares de poder como Hayumarca (Titicaca) o Marcahuasi (Andes del departamento de Lima). Y lo más significativo: este paraje de curiosas rocas en la «Zona X» era el que había soñado en Lima…

El autor dentro del Qoricancha, el «templo de oro».

Con el tiempo descubrí que estaba ante una enorme revelación.

Los lugareños denominan «Rocas Lancacuyo» a esa aglomeración pétrea del Cusco. Sergio se apuró en explicarme que ese santuario de la «Zona X» estaba unido por hilos invisibles con otras huacas de la región, desde el ya citado Qoricancha a Kenko —un importante adoratorio con galerías subterráneas—, en donde aún puede verse el enorme menhir o roca de poder que levantaron los antiguos para señalar un «nodo».

Todo esto traía inevitablemente a mi memoria el conocimiento de los ceques: aquellas «líneas» sagradas que, partiendo del Qoricancha del Cusco, iban uniendo los principales santuarios del Imperio del Sol. Un verdadero sistema espacial religioso que hoy se cree que era anterior a los incas. Estos ceques estaban relacionados con la geografía andina, la geometría y la astronomía. Sin embargo, de acuerdo con el esoterismo andino, no solo se trata de rayas que organizan las huacas: este sistema revela las líneas de fuerza de la Pachamama que marcan las «ventanas» hacia mundos sutiles. Y es así que los sabios amautas sostienen que los misteriosos quipus, aquel supuesto sistema nemotécnico mediante cuerdas de lana o algodón, de distintos colores y con diversos nudos que empleaban los antiguos pueblos andinos, eran una forma de «archivar» información sobre los ceques y la ubicación de los lugares de poder que organizan. Hoy distintos académicos, como el respetado antropólogo de la Universidad de Illinois, Brian S. Bauer, consideran a los quipus como una representación de los ceques.

Este secreto andino se empezó a conocer por el escrito del cronista español Polo de Ondegardo (1559) y la posterior reproducción del jesuita y científico Bernabé Cobo. Además, en la década de los noventa, surgieron otros documentos provenientes de un archivo privado en Italia que contenía el único dibujo del período premoderno conocido acerca del sistema de ceques del Cusco. El dibujo fue hallado en un pequeño libro titulado Exsul immeritus Blas Valera populo sou (‘La gente del malamente exiliado Blas Valera’), cuya autoría recae en el jesuita Blas Valera, expulsado de la orden. Esa información, según los especialistas, coincide con lo revelado por Polo de Ondegardo y Bernabé Cobo.

Un quipu con sus cuerdas extendidas: ¿Un «mapa» de lugares de poder?

Cobo describió así los ceques en su Historia del Nuevo Mundo (1653):

Desde el Templo del Sol así como desde el centro salían estas líneas que los indios llaman ceques: ellos confirman las cuatro partes correspondientes a los cuatro caminos reales que partían del Cusco. En cada uno de estos ceques se disponían en orden las huacas y santuarios que había en el Cusco y sus distritos, como puntos de sitios sagrados, cuya veneración era muy común a todos […].

Pues bien, como digo, los chamanes del Cusco creen que estas líneas son algo más que un sistema de organización espacial de santuarios. Para ellos, marcan la ubicación secreta de los lugares de poder. Y no tengo duda de que tienen razón…

Sergio y yo ingresamos lentamente en el recinto pétreo de la «Zona X», que insinuaba con cierto encanto las diversas entradas y pasillos que llevaban al misterio intraterrestre o Uku Pacha. Desde esa colina podíamos observar corpulentas montañas, que parecían cóndores de piedra con las alas abiertas, como gigantescos guardianes que simulaban dormir, pero cuyo ojo vigilante se mantenía atento sobre la ciudad puma u «ombligo del mundo». No había nadie. Estábamos solos.

Una vez dentro del laberinto de piedra, nos acomodamos en el suelo. Entonces Sergio procedió a pedir «permiso» a las montañas siguiendo sus creencias andinas. Solo después de ese ritual podríamos, según él, explorar el lugar. Así lo había aprendido de su anciano maestro, un altomisayoc del Ausangate, quien le enseñó muy bien los secretos de la hoja de coca. El ritual ya lo conocía y nunca dejaba de ser emocionante. Ni bien mi joven amigo chamán empezó a colocar las hojas sobre su inseparable unkuna o pequeño manto ceremonial, un fuerte viento irrumpió. Una «coincidencia» o, tal vez, una «respuesta» de esas energías invisibles que estaba invocando. Una vez que culminó el rito, el viento desapareció, y nos dejó a Sergio y a mí en un silencio tenso...

—¡Ya podemos entrar! —comentó emocionado.

Fue allí donde exploramos cada una de las entradas. Pero Sergio se mostraba nervioso. Me decía que le parecía un signo extrañísimo el hallarnos a solas en las chinkanas.

—Cuando esto sucede —afirmó—, ocurren cosas muy raras.

—¿Raras? —intervine intrigado.

—¿No te parece extraño que estemos solos? —reflexionó mi compañero—. Nos hallamos en plena tarde y no se asoma ni un solo turista...

—¿Y según tú qué podría suceder? —dije.

—No sé... Pero hay gente que se ha perdido al ingresar en las cavernas, al penetrar en lugares prohibidos donde se abren puertas secretas...

—¿Esa gente nunca apareció? —pregunté con cierto escepticismo.

—Al menos nunca me he enterado... —contestó con una sonrisa nerviosa.

En medio del diálogo y la caminata llegamos hasta una «puerta» de piedra que demarcaba uno de los ingresos más evidentes al mundo subterráneo de Lancacuyo. De inmediato, me sentí poderosamente atraído por esa entrada, al punto de que me acerqué con la intención de examinarla. Entonces, para mi sorpresa, observé por un segundo una silueta humana que se desplazó rápidamente en la oscuridad del laberinto...

—¡No entres! —me advirtió tajante Sergio, que había permanecido detrás de mí observando.

—¿Por qué? —dije con cierto enfado.

—Ya te lo he explicado. No estamos preparados…

Acto seguido, Sergio me hizo una seña para que me sentase a su lado, en una roca que por sus claros cortes simétricos sugería haber servido en el pasado como un altar para ceremonias. Allí, Sergio se animó a hablar un poco más sobre el lugar.

—Has identificado un templo —comentó risueñamente.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—Mi maestro de Ausangate me lo ha confiado... —respondió firme y grave.

De acuerdo con el altomisayoc que Sergio afirmaba conocer, la «Zona X» era uno de los principales enclaves del Cusco para conectar con los «dioses».

Luego de una breve conversación sobre los lugares sagrados y sus esquivos guardianes invisibles, Sergio se levantó de la roca y me invitó a proseguir con el recorrido evitando las entradas «prohibidas». Confieso que la charla que sostuve con él y sus «recomendaciones» me habían desanimado. El aplastamiento fue tal que ya ni pensaba en los sueños que tuve en Lima con ese lugar. Solo seguí caminando. No quería desafiar a mi amigo, pues él era el guía local y el sabio en esos menesteres. Solo escudriñé los túneles «intelectualmente», sin ánimo de «sentir» o «percibir». Pero la «Zona X» tenía una carta guardada para el final.

Cuando ya nos encontrábamos próximos a marcharnos, nuevamente se repitió en mí la sensación de querer ingresar en el intrincado laberinto. Otra entrada a ese complejo de cavernas me invitaba poderosamente a cruzarla. Era como si el lugar me llamase. No lo podía entender. Ni disimularlo. Era una sensación muy marcada.

—Quieres entrar, ¿verdad? —intervino Sergio, ya rendido.

—Sí. ¿No quieres venir conmigo? —dije con entusiasmo, mientras le apoyaba mi mano derecha en el hombro.

—¡Ni hablar! —contestó enfadado—. Si deseas hacerlo, entra tú solo. Yo me quedo aquí. Además, me está empezando a doler la cabeza. Por favor, no te adentres mucho que no quiero ir a buscarte...

—Está bien —respondí sin ánimos de iniciar una discusión.

Dejé a Sergio a mis espaldas. Se le notaba muy raro, como si supiese algo más de lo que no quería hablar. El joven chamán me había visto tan convencido de explorar el interior de la caverna que decidió esperarme fuera —no muy contento— hasta que regresara.

Me entregué entonces a la investigación del túnel. Caminé tranquilo hacia la oscura garganta de piedra. Solo quería revisar el lugar y nada más. Trataba de comprender por qué me sentía atraído por ese lugar.

En aquel momento no me imaginaba lo que iba a suceder…

Avancé unos metros y de pronto observé unas «luces», como chispas, que surgían de todas partes. Eran pequeños destellos de luz blanca. Entonces sentí, con mucha claridad, que «algo» me abrazaba, una «fuerza» o «energía». Seguidamente experimenté un ligero mareo y tuve la impresión de que la caverna «desaparecía». Me asusté.

Para cerciorarme de que no estaba sufriendo alguna «alucinación», retrocedí unos pasos, y todo se esfumó como por arte de magia. Entonces volví a avanzar, y el fenómeno se inició otra vez, en el mismo lugar. ¿Qué estaba pasando? Inevitablemente, consideré que estaba frente a una posible «singularidad» situada en esa zona específica del túnel. Un «vórtice» que emanaba calor y que me obligó a quitarme el abrigo y la pequeña mochila que llevaba. Así, realicé un nuevo ingreso en esa garganta.

Al acercarme al lugar que había identificado, esa rareza lumínica volvió a presentarse. Pero en esta ocasión no me detuve: avancé firme, con los brazos flexionados a la altura de los hombros, como procurando percibir con mis palmas la «radiación» que surgía del corazón del túnel. Fue allí cuando observé que del suelo brotaba una neblina brillante… Me quedé petrificado observando cómo esa «neblina» empezaba a rodearme en un movimiento espiral, de abajo hacia arriba. Cuando esa energía —o lo que fuese— llegó a la altura de mi cabeza, una silueta humana se mostró frente a mí…

Era un ser «construido» de luz blanca. Una figura bien delgada y muy alta. ¡Venía desplazándose en mi dirección!

Yo permanecí de pie, con los brazos flexionados. Congelado ante semejante situación. No sabía qué hacer…

Entonces la extraña criatura se situó muy despacio frente a mí y flexionó sus brazos con las palmas hacia delante, tal y como yo lo estaba haciendo. ¿Estaba imitando mi gesto? ¿Era una forma de comunicación? Al hallarme más cerca de «aquello» pude constatar algo: la brillante figura estaba formada por la ya citada neblina luminosa. No distinguí rasgos en su «rostro», pero su apariencia era claramente humanoide. Por momentos, esa energía de la que estaba «construida» se expandía, y daba la impresión de revelar una suerte de manto o túnica en la delgada figura.

Y aquí ocurrió lo más extraordinario: el ser se acercó más y juntó sus «palmas» con las mías, lo que me dejó una indescriptible sensación en todo el cuerpo; una gran alegría y, al mismo tiempo, una profunda nostalgia. Era como si aquel ser me estuviese transmitiendo sus «sentimientos».

Sorprendido y al mismo tiempo inmóvil, escuché con gran nitidez una voz que parecía la de un hombre joven, pero con un eco extrañísimo.

Esa «voz» me decía que no debíamos decaer ante las injusticias que observamos en el mundo. Que pese a las pruebas debíamos seguir adelante porque al final «la luz prevalecería». Claramente me hablaba del comportamiento del hombre en la Tierra y su futuro. En su breve mensaje, esa voz, que vinculé al ser de luz que estaba frente a mí, me alentó a seguir investigando y difundiendo la existencia de «ellos». Entonces tuve una fuerte visión, de carácter personal, que hoy, a veinte años de esa experiencia, comprendo perfectamente…

Luego de todo esto el ser luminoso retrocedió unos pasos —se «desplazaba» como un hombre— y cruzó los brazos a la altura del pecho mientras agachaba ligeramente la cabeza, como despidiéndose. Fue un gesto solemne que me conmovió. Tan rápido como apareció, aquella figura se perdió en medio de la «neblina» que aún brotaba del lugar. Si se trataba de una «puerta dimensional», esta no había sido abierta para que yo ingresase, sino para que ese ser de luz saliera de quién sabe dónde y me entregase un escueto mensaje. Un mensaje simple, sencillo, pero poderoso e inolvidable…

Al terminar todo pude moverme con soltura. Abandoné la chinkana profundamente emocionado y con el corazón latiendo a mil. Al salir, hallé a Sergio muy cerca, casi en la puerta de acceso. Entonces le pedí que entrase conmigo al túnel, sin comentarle nada de lo que me había ocurrido. Deseaba que mi buen amigo pudiese vivir su propia experiencia y comprobar, por sí mismo, la existencia de esos seres. Tenía la esperanza de que aquella maravillosa criatura de luz se presentase de nuevo.

Sin embargo, al insistir con mi propuesta, Sergio me interrumpió tembloroso: «No, no estoy preparado; quizá en otra ocasión. Además, como tardabas, fui a buscarte... Después de ver esa luz blanca, que no sé de dónde salió, y al ser alto que estaba contigo, con las manos levantadas, nunca más me meto en ese túnel».

No lo podía creer... ¡Sergio observó la experiencia desde muy cerca!

Qué decir… A consecuencia de ese encontronazo «sobrenatural» en la «Zona X», miles de preguntas se fueron agolpando en mi cabeza...

¿Cómo compartir con la gente una vivencia de ese calibre? ¿Qué era aquella figura que irrumpió dentro del túnel? ¿Su presencia tenía relación con los ya citados «nodos»? ¿Ciertas zonas del mundo, que habitualmente son consideradas «sagradas», funcionan como «atajos» hacia otras dimensiones? En definitiva, ¿cómo difundir algo de lo que tenía más preguntas que respuestas?

Ese incidente en Lancacuyo fue muy importante para Sergio y para mí. Marcó un derrotero de investigación que a día de hoy aún es parte de mi vida.

Hace muchos años que no he vuelto a ver a mi recordado hermano andino Sergio. Pero sé que en su corazón guarda esa experiencia con el mismo asombro y cariño que yo.

La «Zona X» abrió una puerta para ver con otros ojos esos «lugares de contacto» y saber reconocer otros centros semejantes en el mundo, en los que «ellos» están…

La entrada de la «Zona X», en donde apareció «aquello»...