¡Ryesillayman! Yachallayman…
(«¡Ah! ¡Si tú supieras! ¡Ah! ¡Si tú conocieras!»).
(PACHACUTI YAMQUI SALCAMAIGUA,
cronista indígena peruano,
Himno a Manco Cápac)
Recuerdo con claridad la asignatura de Historia de Perú en mi vieja aula de clases —estudié en los Hermanos Maristas, en el encantador barrio de Barranco, en Lima—; en ella no solo se hablaba de los incas, tema de rigor para una escuela peruana, sino de muchas culturas que los precedieron, desde la indescifrable Tiahuanaco a la no menos admirable Chavín de Huantar. Recuerdo que en una clase se discutió sobre los ayarmacas, un tema polémico y muy atractivo, porque ponía en relieve una dinastía anterior a la fundación del Cusco por parte de Manco Cápac, el supuesto primer inca. Ya he hablado de esto. Yendo al grano, se cree que de los ayarmacas —liderados por Tocay Cápac y Pinahua Cápac, de acuerdo con las crónicas de Guamán Poma de Ayala— proceden algunos cultos religiosos que ya imperaban en Cusco y que se mezclaron con las ideas del clan de Manco Cápac. Se supone que así surgió el conocimiento de los ya descritos ceques, esas líneas imaginarias que abarcaban, como los rayos del sol o un quipu inca extendido, los distintos centros de poder conectados a un núcleo, como habría sido el caso del Templo del Sol o Qoricancha. En las clases, el profesor de historia nos narraba con pasión todo esto, mientras mostraba distintas imágenes del Qoricancha en contraste con la edificación posterior del convento de Santo Domingo. Era común el ejemplo del terremoto que golpeó el Cusco en 1950, que afectó más a las construcciones coloniales que a las viejas edificaciones que se atribuyen a los incas. Se respiraba en el profesor el contagioso orgullo de un pasado glorioso. Y también una desbordada fascinación por el enigma de las ciclópeas construcciones de nuestros ancestros y sus ritos religiosos. Lo que trato de transmitir aquí es que en Perú crecimos con una inclinación natural a la búsqueda. Aunque todo ello no te prepara para increíbles experiencias como la de la «Zona X»…
Fuera del colegio también escuché estas embriagantes historias antes de visitar personalmente el Cusco e iniciar mi camino de investigación. Se lo debo a Juan Mejía Baca, director de la Biblioteca Nacional, quien, además, fue un respetado editor de libros y enciclopedias de la historia de Perú: publicó obras de ciento cuarenta y cinco autores peruanos. Era un querido miembro de mi familia. Era el «tío» Juan, siempre amable y cercano, que nos permitía husmear su enorme biblioteca en su acogedora casa de San Miguel. A Mejía Baca le seducía el misterio de los túneles incas. Pero ignoro si conoció personalmente Lancacuyo. Falleció en 1991 cuando yo tenía diecisiete años. Me hubiese encantado obsequiarle este libro. Él, sin saberlo, fue una gran influencia para mí. Seguro que «leerá» estas líneas desde ese otro «lado».
Recuerdo que entre sus reproducciones de arte precolombino me llamaron la atención algunas piezas que evocaban a Chavín de Huantar. Como otros estudiosos peruanos, Mejía Baca tenía una clara debilidad por ese complejo arqueológico ubicado en el departamento de Áncash. Se trata de un intrigante conjunto de pirámides y plazas ceremoniales emplazado en la falda oriental de la bellísima cordillera Blanca, a tres mil ciento ochenta metros de altura. Diversos expertos en esta cultura coinciden en que los hombres de Chavín eran sacerdotes, «magos», «chamanes», gente dedicada al culto de lo sagrado. Sus edificaciones eran parte de un importantísimo centro religioso.
Mejía Baca supo inquietarme bien: Chavín fue el primer centro arqueológico fuera de Lima que visité.
Hoy entiendo por qué…
Áncash es una bellísima región montañosa que está vinculada a las culturas más tempranas del antiguo Perú. En mis primeros años de investigación me lancé hacia esta zona, recorrí el Parque Nacional Huascarán y la cordillera de Huayhuash. Y fue así como llegué a Chavín de Huantar. Recuerdo que cuando penetré sus muros de piedra por primera vez, quedé hipnotizado ante la presencia de su «objeto de poder»: un «ser» que me observaba firme y desafiante, erguido en el corazón del templo como un vigía fantasmal. Estaba ante el Lanzón Monolítico.
El objeto es una desconcertante piedra tallada de cuatro metros y medio de altura en la que se observa una extraña divinidad antropomorfa. La pieza está clavada dentro del templo de piedra, en una cámara a la que hay que llegar después de sortear un laberinto subterráneo. Se le llama «lanzón» —así lo bautizó el estudioso peruano José Toribio Polo— porque tiene la forma de una punta de proyectil gigantesca, cuyos extremos se enclavan sólidamente en el suelo y el techo de la galería. Supongo que el sabio italiano Antonio Raimondi tuvo la misma impresión que yo cuando lo vio por primera vez en sus exploraciones del templo a fines del siglo XIX. Para otros investigadores como Julio C. Tello (1923) y John Rowe (1962), el «lanzón» era el principal objeto sagrado de Chavín, la representación de una deidad poderosa. Un «protector».
Para los círculos chamánicos de Áncash no es casualidad que Chavín de Huantar se haya levantado —según los datos oficiales, hace más de tres mil años— en la confluencia de dos ríos, el Huacheksa y el Mosna. El agua era un elemento muy importante para los antiguos pueblos de Perú, pero no solo por su importancia en la agricultura, sino por ser el vehículo de energías secretas. Una constante en los lugares de poder que he visitado en el mundo es su vinculación al agua y lo telúrico. En los Andes este patrón es evidente.
«Estos dos ríos marcaron naturalmente una huaca espiritual —me dijeron los chamanes que consulté—, y el lanzón define el lugar exacto de la confluencia, el punto de conexión con otros planos», me aseveraron. ¿Chavín de Huantar fue emplazado sobre un «nodo»? ¿Con qué objetivo?

El misterioso «lanzón».
Contemplando el misterioso menhir andino no podía evitar asociarlo a una gigantesca aguja de acupuntura. ¿Acaso las viejas piedras sagradas cumplían una función semejante? ¿Marcaban enclaves de poder? «La profecía dice que esta piedra nunca será movida hasta el final de un ciclo histórico —me dijo otro hombre de conocimiento en Áncash—; la piedra resistió a lo largo del tiempo el embate de pueblos hostiles y sobrevivió a la conquista. Yace aún en su posición original cumpliendo su misión…»
Fuese como fuese, la información que reuní en el lugar era cierta: el «lanzón» nunca había sido movido del templo. Desde siempre estuvo allí, «señalando» un lugar…
Como ya dije, frente a esta roca me sentía hipnotizado. Me perdía en sus interminables grabados. ¿Qué querían decir? El rostro era claramente felino; los brazos, piernas, orejas y dedos eran «humanos», aunque estos últimos terminaban en forma de garra. Las cejas y los pelos se transformaban en serpientes, lo que le daba al ser una expresión fiera. Noté que el brazo derecho estaba levantado hacia arriba, con la palma abierta, mientras que el brazo izquierdo apuntaba hacia abajo con la palma de la mano cubierta. Para los chamanes, era un «gesto de poder», un ritual de equilibrio. En ello coincide el arqueólogo norteamericano Richard Burger: este gesto de la figura del «lanzón» habla de un «dios mediador de opuestos»; es decir, la personificación del principio de balance y de orden. Una suerte de «juez» cósmico ante el cual acudían los sacerdotes.
La tradición andina señala a Chavín de Huantar como un viejo centro de peregrinación en el que se hacían «consultas» a un ser sobrenatural, representado en la intrigante pieza pétrea. Aunque no está claro que Chavín haya actuado como una suerte de oráculo desde sus inicios, existen evidencias de los distintos tipos de ceremonias chamánicas que se realizaban en el templo. Por ejemplo, dentro del rito se hallaba la ingesta de la huachuma (trichocereus), más conocida como el cactus de San Pedro. Además, se dispone de indiscutibles representaciones de sacerdotes sosteniendo ese cactus mientras esgrimen un semblante de éxtasis, con los ojos agrandados y desorbitados. Pero ¿con qué fin consumían la huachuma? De ningún modo, como algún despistado podría suponer, estas prácticas se realizaban con fines lúdicos, o de «manipulación» del pueblo por parte de los sacerdotes; era un proceso iniciático en el que intervenían los sabios del templo. De acuerdo con diversos estudios sobre el uso de plantas «visionarias» en el antiguo Perú, los chamanes las empleaban dentro de un contexto sagrado y religioso, no como un «entretenimiento», algo que, por desgracia, parece replicarse sin control en el moderno uso y abuso de estas plantas y hierbas sacras.
Volviendo a la huachuma, la herramienta por elección de los rituales en Chavín, hay que decir que estamos ante un cactus que tiene entre sus componentes a la mescalina. No es casualidad que este alcaloide se halle también presente en el peyote, otro cactus de frecuente uso chamánico en México, que data desde la época de los mexica y los huicholes del norte del país. ¿Dónde aprendieron los antiguos pueblos de Perú y México el secreto de las plantas sagradas? ¿Fue un regalo de los «dioses», como afirma la tradición? Fuese como fuese, para muchos científicos la mescalina es solo un poderoso «alucinógeno». Para los chamanes, no, se trata de otra cosa: un elemento que «despierta» las facultades psíquicas dormidas del ser humano para «ver» y «escuchar» los planos invisibles.
Como dato de color, en 1955 el político inglés Christopher Mayhew participó en un experimento con mescalina. El ejercicio se hacía para el programa Panorama de la BBC, con la supervisión del psiquiatra Humphry Fortescue Osmod. Así, Mayhew ingirió cuatrocientos miligramos de mescalina y aguardó sus efectos. Aunque la grabación se consideró demasiado polémica y en última instancia se apartó del programa, Mayhew elogió la experiencia y la llamó «lo más interesante que he hecho en mi vida». ¿Un «alucinógeno» o una «llave» como dicen los chamanes?
Pero el San Pedro no era para cualquiera. El iniciado de Chavín tenía que pasar un largo período de entrenamiento, ayuno y purificación antes de ingerir la bebida sagrada. Solo entonces la «excursión psíquica», que deviene luego de la ingesta, se realiza de forma correcta. Un gran «viaje».
Se cree que en Chavín los sacerdotes enfrentaban la figura del «lanzón» bajo los efectos de la mescalina. Unos efectos que no pocos comparan con los ocasionados por el LSD-25 (dietilamida de ácido lisérgico). Como se sabe, esta droga la usó la CIA en su controvertido programa ilegal de control mental, denominado MK Ultra. Pero estamos hablando de cosas distintas y de enfoques diametralmente diferentes. MK Ultra utilizó diversas metodologías para manipular el estado mental de los sujetos de prueba, como la alteración de sus funciones cerebrales a través de la administración de LSD, además del uso de la hipnosis, la privación sensorial, los estímulos eléctricos, el aislamiento y hasta las torturas. El alcance de este proyecto fue muy amplio, pues atrapó en su tela de araña a universidades, hospitales, compañías farmacéuticas y cárceles. Un ejemplo terrorífico de estos experimentos, que incluso saltaron la frontera estadounidense, es el caso de Pont-Saint-Esprit, un pueblo francés que fue sometido a un experimento con el LSD el 16 de agosto de 1951. Su gente enloqueció. Según recogió el diario británico The Telegraph, se puso la droga en una panadería, lo que indujo a que la población alucinara con cualquier cosa. Algunos —relató la prensa en la época— decían que se les había salido el corazón y pedían a los médicos que se lo colocaran de nuevo; otros sencillamente saltaron por las ventanas. Hubo cinco muertos, cientos de personas afectadas y decenas de internados. El cerebro humano sigue siendo un misterio.
Para los estudiosos de Chavín de Huantar está claro que no existió ninguna «entidad sobrenatural» que respondiera a las consultas de los sacerdotes. Era el efecto de la mescalina. Entonces el «lanzón» se transformaba en una criatura inabarcable, un ser gigantesco y avasallante que se comunicaba con los sacerdotes temblorosos que acudían a él con las pupilas dilatadas luego de haber ingerido la «planta maestra». Pero los chamanes insisten: no es solo una «alucinación». Es un «vuelo iniciático» que conecta al ser con otras realidades. Luego la mente deberá interpretar los símbolos y arquetipos que surjan de la experiencia. El «mensaje».
Nunca consumí el San Pedro. Pero en una ocasión sí asistí a una ceremonia con otra planta sagrada: la ayahuasca o ‘soga del espíritu’. Tiene esa singular denominación en quechua porque, según los ancianos, reproduce la visión que tendrá el hombre en el momento cumbre de su partida. Es un «puente», como la huachuma de los chavín, hacia otra realidad. Uno de los preparados más comunes es la mezcla de Banisteriosis caapi con Psychotria viridis, «chacruna» en uno de sus nombres nativos. Esta liana contiene DMT (dimetiltriptamina), otro poderoso «alucinógeno» que es considerado ilegal en varios países, entre ellos Estados Unidos y el Reino Unido.
Me involucré en esta experiencia porque quería escrutar, desde dentro, los misterios de la «bebida de los dioses». Fue hace muchos años, en una cueva del Cusco. Pero no experimenté absolutamente nada, a diferencia de mis acompañantes, que tuvieron estados alterados de conciencia, visiones extrañas, vómitos y un posterior insomnio. Se me dijo entonces que no viví nada porque «no me tocaba». O tal vez por otra razón...
La DMT es un enteógeno, una sustancia vegetal con propiedad psicotrópica que se halla de forma normal en la naturaleza. También en el ser humano: se sabe que este químico es secretado por la enigmática glándula pineal. Ubicada en el centro del cerebro, esta glándula, que tiene el tamaño aproximado de una lenteja, sincroniza la liberación de la hormona melatonina y otras todavía no estudiadas con las fases de luz-oscuridad. Hasta los años sesenta los efectos de la melatonina en el cuerpo humano no habían sido tema de mayor interés para los investigadores. Hoy los científicos reconsideran la condición regeneradora de la hormona, su capacidad antioxidante y su poder inmunológico ante ciertas enfermedades. Pero desde un punto de vista esotérico surgen otros datos no menos interesantes: la «activación» de las funciones especiales de la glándula pineal, como la secreción de DMT, llevaría al iniciado a la experiencia de la «excursión psíquica» sin la necesidad de depender de psicodélicos o cualquier elemento ajeno a su cuerpo, sino gracias a un enteógeno —la DMT— que se halla dentro de su propio cerebro. Es decir, cumplir aquella máxima mística que reza «no buscar fuera lo que primero debes ver dentro».
Algunos investigadores asocian la liberación de DMT de la glándula pineal con estados elevados de consciencia, de «iluminación» o «nirvana». El doctor Rick Strassman, académico e investigador de la Universidad de Nuevo México e impulsor de diversos estudios de los efectos de la DMT en humanos —entre 1990 y 1995—, relaciona esta glándula con el sexto chakra o Ajna, del que habla la tradición védica. Y ciertamente es curioso, pues la configuración de la glándula reúne células muy similares a las de la retina, lo que ha llevado a especular que podría tratarse del vestigio de un tercer ojo primitivo. Es intrigante: diversos estudios (Raybourn, 1983) muestran que la glándula pineal es especialmente sensible a los campos magnéticos y que segrega diferentes hormonas en función de la luz o la oscuridad a la que se expone. Siguiendo esta línea, Strassman postula que la glándula pineal «es capaz de recibir información, en lugar de únicamente generar percepciones», y va más lejos al sostener que «permite al cerebro percibir la materia oscura o universos paralelos y reinos de existencia habitados por entidades conscientes» (DMT: The Spirit Molecule, Rick Strassman, Park Street Press, 2000). Una interesante «coincidencia» hallada por Strassman es que esta glándula se forma a partir de la séptima semana dentro del feto —el mismo momento en el que se identifica el sexo—, cuando son también siete semanas o cuarenta y nueve días los que tarda un ser humano en reencarnarse, si es que le hacemos caso al respetado tratado budista Bardo Thödol o El libro tibetano de los muertos. Tal vez, también por «coincidencia» —lo dudo, no creo en casualidades—, la ayahuasca, que repito, contiene DMT, significa eso: ‘la soga del espíritu’, un puente entre lo que llamamos la «muerte» y el «más allá». No gratuitamente Descartes, el «padre del racionalismo», sostuvo en 1630 que la glándula pineal era el «asiento del alma». En esta vereda del conocimiento sagrado se hallan estacionadas varias culturas antiguas del mundo, desde Egipto a India. Insisto: ¿cómo los pueblos de antiguo accedieron a estos secretos? ¿Las plantas sagradas fueron una forma de recordar el «ojo primitivo» del hombre para contactar con los «dioses»?
Algo que descubrí es que las personas que practican asiduamente la meditación y otras disciplinas de carácter espiritual, o que afrontaron encuentros cercanos relacionados con el fenómeno ovni, podrían experimentar los mismos efectos del «viaje» que se supone que precipita la DMT sin necesidad de consumir ninguna planta sagrada. El investigador y psiquiatra argentino Néstor Berlanda de la Universidad de Rosario se halla muy cerca de esta interpretación al asociar el psiquismo de los chamanes con el de los testigos de contacto… En esos casos la DMT es suministrada por la propia glándula pineal, pues su secreción puede fluir en momentos de conexión profunda o ante el estímulo de una experiencia extraordinaria. Si eso ocurre, el consumo de las plantas maestras ya no hará el mismo efecto y por tanto no se necesitará recurrir a ellas.
Pienso que el objetivo de estas plantas era mostrarle al hombre de lo que es capaz si recupera «la visión», pero no depender de su uso.
En este contexto recuerdo el caso de Andrew Stone, paciente del ya citado doctor Strassman en la Universidad de Nuevo México, que luego de experimentar con la DMT afirmó que en su «viaje» se encontró con unos seres extraños: «Eran como ángeles, o como quieran llamarles. Ellos estaban ahí bromeando unos con otros diciendo: Hey, miren quién acaba de despertar y nos ve». ¿La DMT podría explicar los encuentros con seres no humanos?
«Estas experiencias con las plantas abuelas, es decir, plantas sabias o ancestrales, deben realizarse en los lugares sagrados —me dijo un chamán en Perú—, pues así el viajero puede entrar por esas puertas, o ver salir de ellas a los ancianos maestros…»
Chavín me hizo comprender que, más allá del San Pedro y de los presuntos ritos celebrados frente al «lanzón» monolítico, la clave estaba en el lugar. Mi amigo, el investigador español Jesús Callejo, había llegado a la misma conclusión explorando todo tipo de fenómenos y «apariciones» en enclaves sagrados —como las polémicas «manifestaciones marianas», un asunto que ya tocaré más adelante—. Chavín de Huantar, pues, es un templo erguido en un «nodo». El «lanzón», su piedra votiva, marcaría el lugar exacto de la singularidad. Y los rituales con las plantas sagradas serían una forma de recuperar la «visión» para entrar en ese misterio. ¿Es esto posible?

Un rostro felino se halla clavado en la pared del templo de Chavín de Huantar, como si fuese un vigía protector del lugar.
Al parecer, esta región de la cordillera Blanca que domina el gigantesco y siempre nevado Huascarán es fecunda en «zonas vórtice», donde todo tipo de prodigios han sido reportados, incluso el avistamiento de ovnis.
Es momento de echarle un vistazo a todo eso…
El pequeño avión de LC Perú —según mi cuaderno de viaje, un «Bombardier Dash 8-202»— estaba a punto de aterrizar en el humilde aeropuerto de Anta. Era un nuevo viaje de investigación a Áncash.

El nevado Huascarán, visto desde el pueblo de Yungay.
Mientras contemplaba desde la ventanilla de la aeronave las majestuosas montañas nevadas de la cordillera Blanca, mi mente repasaba, una y otra vez, el «Expediente Apu»: la historia de asombrosos encuentros cercanos entre «extraterrestres» y pastores de esas alturas de nieves perpetuas.
Nuestro avión aterrizó sin contratiempos, y el gélido aire de los Andes nos penetró en los pulmones pidiendo permiso, a dos mil setecientos cincuenta metros de altura. Desde allí viajaríamos a Yungay, el pueblo que desapareció bajó un alud y que se reconstruyó desde sus ruinas. Los citados «extraterrestres» habrían advertido esa tragedia…
Pero empecemos desde el principio.
Fue el jueves 10 de marzo de 1960. El escenario: la central hidroeléctrica de Huallanca. Esta instalación se emplaza a la orilla derecha del río Santa, del cual aprovecha toda su fuerza. El corazón de la planta, que se encuentra clavado en un túnel de ciento catorce metros de profundidad, es una obra maestra de la ingeniería moderna. Y fue ese condenado día cuando toda la central, de pronto, se apagó y se quedó en las tinieblas cerca de la medianoche. El técnico encargado, Vlado Kapetanovic —un yugoslavo que emigró a Perú—, decidió salir del túnel para ver qué sucedía. Los transformadores de la planta se hallaban fuera, así que se dirigió hacia ellos para encender el sistema de emergencia, que estaba basado en corriente continua, alimentado por baterías. Así, en medio de esa tarea, Kapetanovic fue sorprendido por una intensa luz, que, de acuerdo con su relato, iluminó el lugar como si fuese de día…
Esa luz era emanada desde un aparato discoidal que estaba «detenido», «flotando», sobre un trozo de tierra, entre el río Santa y el Quitaracsa —cerca de donde se unen—, a unos cuatrocientos metros de la central. Vlado afirmó que el objeto estaba sostenido por «haces de luz sólida» que hacían contacto con el suelo. Entonces vio a unos seres humanoides cerca de ese aparato. Aquellos «forasteros», enfundados en una suerte de enterizo metálico de color gris, se dirigieron hacia él y le hablaron en su propio idioma, el yugoslavo. Vlado, sin mayor remedio, se puso muy nervioso y empezó a gritar. Seguidamente los serenos de la instalación se acercaron e intentaron calmar a un atónito Kapetanovich, explicándole que conocían a esos seres, pues los pastores de la puna, la alta montaña, estaban en contacto con ellos…
Vlado, desde luego, no se lo creyó. Con los horrores que había vivido en la Segunda Guerra Mundial —situación que lo empujó a abandonar Europa— supuso que esos seres altos, de aspecto nórdico y trajes «metálicos» ceñidos al cuerpo, eran remanentes de servicios secretos alemanes...
«Al principio —solía decirme Kapetanovic en las reuniones que sostuvimos en Lima— no creí que esos humanos, altos y rubios, fueran extraterrestres. Con mis memorias de la Segunda Guerra Mundial pensé que eran espías de alguna nación, con prototipos militares avanzados. De hecho, los denuncié en una comisaría local. Pero luego, con las demostraciones telepáticas, psíquicas de toda clase, y también tecnológicas que me dieron, me terminé de convencer de que no eran de este mundo...»
En ese primer contacto los supuestos «extraterrestres» le indicaron que no eran alemanes, y le aclararon que ellos no fueron responsables del apagón en la planta: había sido un hecho ajeno a la presencia de su nave —y el dato era correcto, pues más tarde se supo que un incidente en la red de Chimbote, en la costa peruana, fue el que generó el corte de energía en Huallanca—. Tras este primer encontronazo en la central, aquellos seres se marcharon, pero Vlado los volvería a ver.
Aquí haré un pequeño alto. Una suerte de declaración personal.
No culpo al lector si piensa que estos relatos de contacto con presuntos seres de otros mundos son una chifladura. Un delirio. Y es que hay de todo en el resbaladizo mundo de los encuentros cercanos. Lo sé por experiencia propia. No obstante, etiquetar el amplio universo de los casos de contacto como una tomadura de pelo —aquello de «poner todo en el mismo saco»— es una pataleta sin sentido. Soy consciente de que este tema irrita, incomoda; pero solo quien se ha atrevido a explorarlo desde dentro, recorriendo estas regiones de altura y entrevistando a sus sencillos habitantes, sabe que detrás de estas increíbles historias anidan episodios reales que, como mínimo, merecen ser investigados y difundidos. Las apariciones de los no identificados, cabe subrayarlo, están estrechamente ligadas a los citados «nodos» o lugares de poder. No por azar muchos reportes de ovnis coinciden con la ubicación de centros arqueológicos o montañas sagradas. Desde luego, como iremos viendo más adelante, todo «encaja». Lo único que pido es «mente abierta» ante la posibilidad de estos contactos. Dudar, no negar a priori.
Conocí a Vlado en congresos internacionales de ufología celebrados en Lima. Y admito que yo mismo fui crítico con su testimonio. Consideré —y lo sigo considerando así— que fue un desacierto novelar sus libros, y mezclar en ellos la fantasía con lo que realmente habría sucedido. Alguna vez me dijo que lo hizo así para que el mensaje llegara a más personas.
Kapetanovic falleció en 2005. Era un gran hombre, de carácter firme y al mismo tiempo cariñoso. Hasta el final de sus días defendió la veracidad de su contacto.

Dibujo realizado por la revista Estampa del diario Expreso (1973), basado en las experiencias de Kapetanovic.
De acuerdo con su relato, después del incidente de Huallanca entabló amistad con los pastores y campesinos de las alturas; para ser exacto, con los habitantes de las aldeas próximas a la montaña siempre nevada Champará, como es el caso de Quitaracsa. Nuestra expedición procuraba conectar con esa comunidad. Para mí era muy importante rastrear el auténtico origen de todo eso.
Si el lector conoce mi trabajo, estará al tanto de las extraordinarias experiencias de contacto que afirmo haber afrontado en Perú. Cuando empecé a vivir todo ello, siendo un adolescente en Lima, me involucré en grupos de contacto y de estudio de los ovnis como parte de mi búsqueda. Asistí a innumerables congresos sobre ufología —mucho antes de ser invitado como ponente— y participé en incontables viajes a escenarios remotos en los que «ellos» se mostraban o en los que se sucedían fenómenos extraños. De esta forma empezó mi camino: investigando. Estoy muy agradecido a tantas personas que supieron orientarme en aquel tiempo. Fueron muchos años ofrendados a esta cruzada, que desde luego tuvo sus consecuencias, pues me echaron del trabajo —era representante médico de un laboratorio internacional—. La gota que colmó el vaso para mis jefes fue haber sido entrevistado en un programa de la televisión peruana que se vio en todo el país. A partir de ese momento decidí dedicarme a tiempo completo a la investigación. Supongo que al compartir esto quedará claro que no albergo duda alguna de la realidad e importancia de lo que viví en mis «primeros pasos» en Perú. Sin embargo, también debo decir que el tiempo no transcurre en vano, y que la vehemencia de aquellos inolvidables años va menguando para darle paso a la calma y la reflexión. Cuando echo un vistazo a mis tempranas publicaciones —escribí mi primer libro a los veintidós años— descubro la enorme influencia del contexto en el que me encontraba. Un entorno que, si bien me acogió en mi joven búsqueda e investigación, también distorsionó la esencia de las cosas, siendo yo el principal responsable al no haberme dado cuenta. Lo que quiero decir es que más allá de la autenticidad de las experiencias y los descubrimientos, nuestras interpretaciones iniciales y hasta la forma de presentar todo ello al público no siempre fueron las ideales. Hoy entiendo que todo tiene su proceso de maduración. No es fácil, pues, vivir el misterio desde dentro y luego compartirlo. Si permaneciese en el ámbito de «ver todo desde fuera» y narrarlo desde ese lugar, sería más cómodo, y menos vulnerable frente a los detractores de turno. Pero lo vivido es lo vivido. Y Áncash tiene buena culpa de ello…

Kapetanovic en una nota del diario La Crónica (1981).
Fue así como descubrí que la experiencia de los pastores de Champará con esos extraños seres tenía una conexión directa con lo que afronté en mi juventud en Lima. Como ya he dicho: sé por experiencia propia que los seres reportados por los pastores de la cordillera Blanca son reales. Pero no quiero adelantarme.
Aquellos «visitantes» habrían contactado a distintas comunidades andinas de Áncash en la década de los años cincuenta. A raíz del incidente de Kapetanovic en la central hidroeléctrica de Huallanca, como ya hemos visto, en 1960, ese círculo de contacto se amplió. Y empezó a difundirse diez años más tarde a consecuencia de una terrible catástrofe natural.
Kapetanovic, iniciado en estos contactos por los pastores, llegó a tener encuentros directos con los presuntos emisarios «extraterrestres», quienes le anticiparon un terremoto que golpearía a la región, especialmente a la localidad de Yungay. Le advirtieron que un alud, producto del movimiento sísmico, sepultaría el bello pueblo andino. «Será un año después de que el hombre llegue a la Luna», le habrían dicho.
Siete años más tarde, en 1967, diversos objetos anómalos se captaron en los cielos de Yungay. Las polémicas imágenes de esos ovnis metálicos, fotografiados a pleno día, fueron examinadas por diversos especialistas, como Richard Greenwell, director de la APRO (Aerial Phenomena Research Organization), Wendelle Stevens, que fue coronel de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, Joseph Allen Hynek, el astrónomo norteamericano, y mi apreciado amigo, el periodista e investigador español, J. J. Benítez. ¿Esos extraños objetos captados a pleno día en los cielos de Áncash estaban enviando un mensaje con su presencia?
Dos años después, exactamente el 20 de julio de 1969, momento en que la Apolo 11 se posa en nuestro satélite, Vlado supo que quedaba poco tiempo. Entonces se armó de valor e informó a las autoridades —incluyendo al alcalde y a un juez de paz—, pero no le creyeron. Como era de suponer, las autoridades locales estaban al tanto de los relatos sobre «extraterrestres» de las comunidades andinas. «Esos cholos están diciendo tonterías», solían comentar los funcionarios de Yungay con tono despectivo.
Y la tragedia ocurrió el 31 de mayo de 1970: un violento terremoto de 7,8 grados en la escala de Richter, con epicentro en el océano Pacífico, sacudió Áncash y se notó en casi todo Perú. Eran las tres de la tarde y nada hacía presagiar que más de veinte mil habitantes de la pequeña población de Yungay iban a desaparecer, producto del desprendimiento de un gigantesco bloque de nieve y hielo del pico oriental del siempre nevado Huascarán, que produjo un violento alud, tal y como los «apunianos» le habrían «mostrado» a Kapetanovic...
El fuerte sismo, que duró cuarenta y cinco segundos, hizo desaparecer no solo Yungay, sino también pequeños pueblos vecinos al distrito de Ranrahirca. Se calculó que el número total de muertos llegó a ochenta mil, y otros veinte mil se dieron por desaparecidos. Los heridos hospitalizados se contabilizaron en más de ciento cuarenta mil y los afectados en más de tres millones...
Debido a este incidente, Kapetanovic empezó a hablar públicamente de los «apunianos». Así llamaban los pastores a estos seres, pues venían desde dentro de las montañas, como el siempre nevado Huascarán, donde poseían su principal base. La palabra Apu es quechua y se relaciona con las montañas, pues significa ‘señor’ o ‘protector’. Los «apunianos» eran sus protectores…
Nada hacía presagiar en esos años que esta singular experiencia se expandiría por todo el mundo y afectaría especialmente a España.
El Huascarán (del quechua ancashino Mataraju, ‘nevados mellizos’) es la montaña más alta de los Andes peruanos: su cumbre sur mide seis mil setecientos sesenta y ocho metros. Como un detalle curioso, si la medición se realiza desde el centro de la Tierra, es la segunda montaña más alta del mundo —después del volcán Chimborazo, en Ecuador—, supera en casi dos kilómetros la altura del Everest. Además, el principal centro de los misteriosos «apunianos» es el lugar de menor atracción gravitacional del planeta. Así lo reportó un equipo de científicos australianos y alemanes en un informe de 2013. Para llegar a esa conclusión, el equipo de expertos seleccionó tres mil millones de localizaciones en el planeta, cada una de ellas equivalente a unos doscientos cincuenta metros cuadrados, y las procesó con ayuda de un superordenador. El proceso tardó unas tres semanas —en un ordenador doméstico medio hubieran sido necesarios unos cuatrocientos setenta y cinco años para finalizar los cálculos—. Los resultados arrojaron que el lugar con «menor gravedad del mundo» es la montaña Huascarán…
Esta montaña es un verdadero misterio. Atesora diversas leyendas que la describen como un «hueco» gigante. Léase un complejo laberinto de túneles que, otrora, tenían salida a la superficie a través de «accesos secretos» emplazados en los alrededores de la montaña nevada, como era el caso de la quebrada de Llanganuco, donde se aprecian las hermosas lagunas de Orconcocha y Chinancocha, situadas a unos tres mil ochocientos sesenta metros de altura. En ese paraje son frecuentes los reportes de «luces» anómalas y la aparición de figuras humanas altísimas que surgen de una densa neblina que parece brotar del agua. Los distintos lugares de contacto de Áncash estarían enlazados a esta enorme montaña.
¿El misterio de los «apunianos» tiene alguna conexión con estos fenómenos?
Como ya he adelantado, un nuevo viaje a la zona nos pondría en ese derrotero.
Lunes 3 de octubre de 2016. El sol llameante de los Andes iluminaba con gran potencia el pequeño pueblo de Quitaracsa. Habíamos iniciado el viaje desde Yungay, luego de nuestra previa llegada al aeropuerto de Anta. Una vez que superamos un largo y sinuoso camino, que bordea temerariamente precipicios y atraviesa solitarias mesetas de montaña —que en varios tramos nos ofreció una vista imponente de la montaña Champará—, llegamos a esta localidad enclavada en el distrito de Yurucmarca. Quitaracsa se acomoda en un valle angosto, al lado del río que le da el nombre al pueblo.
Era un regalo estar allí. El aire puro de montaña nos penetraba amablemente. No se notaban los tres mil doscientos metros de altura. Ya nos habíamos aclimatado. Nuestro equipo lo integraban once personas, que habíamos llegado desde España, Estados Unidos, México y Argentina.
La sencillez de la gente de esos pueblos de los Andes había calado hondo en nosotros. Su sonrisa, su naturalidad. Mientras contemplaba sus rostros cordiales, pensaba que Quitaracsa había sido, de acuerdo con la información que manejábamos, uno de los «pueblos muestra» que habrían seleccionado los misteriosos «apunianos» para un programa de aproximación antropológico. ¿Qué les llamó la atención de esa gente? ¿Su modesta vida en las montañas, que involucraba cultivar su comida, tejer su ropa y construir sus casas con sus propias manos? ¿O es que lo importante también se hallaba en el lugar que ocupa actualmente esta comunidad de pastores?
Conversando con sus pobladores, pensaba en cómo se habían desarrollado los acercamientos de los «apunianos» con sus padres y abuelos hace más de seis décadas. Por desgracia, muchos de los testigos clave de esos contactos ya han fallecido. Pero algunos ancianos que no fueron parte de esas experiencias recordaban los encuentros con «los extraños». Emilio Carranza Romero es uno de los que nos lo confirmó, en su castellano masticado. Pero Leoncio Vergaré, de sesenta y seis años, nos puso al corriente de que, si bien es cierto que esos encuentros directos no siguen ocurriendo con la gente del pueblo, sí han podido presenciar la aparición de objetos extraños sobre las montañas. Los describen como luces o «globos blancos brillantes» que, a pleno día, vuelan en formación, bajan detrás de las cumbres y al cabo de un rato se vuelven a elevar hasta perderse en el cielo. La esposa de Vergaré nos confirmó todo eso. Lo más inquietante es que durante esos avistamientos la gente de Quitaracsa vio en la distancia a una bella mujer, alta, de cabello corto y claro, una criatura que para ellos se hallaba «desnuda», y que parecía estar tomando muestras de agua en una cascada cercana al pueblo. Nos llamó poderosamente la atención la forma como la describieron. En el contactismo se sabe que el enterizo metálico que llevan estos seres es tan ajustado al cuerpo, como si fuese una suerte de «segunda piel», que una observación a distancia podría hacer pensar que se hallan desnudos.
¿Era una mujer «apuniana» tomando muestras de agua lo que vieron los habitantes de Quitaracsa? Entrevisté a varios lugareños y todos coincidían en ese incidente y en la descripción de la extraña mujer. Quitaracsa, huelga decir, no es una zona turística. Imposible pensar en una hippy alemana caminando como la vida la trajo al mundo por las montañas.
Los días que pasé en ese pequeño pueblo miles de imágenes me desfilaron por la cabeza. Trataba de hilar los diversos viajes que hice a la región para investigar sus yacimientos arqueológicos, los reportes de ovnis y la controvertida historia de los «apunianos» que dio a conocer Kapetanovic. Esta historia, que realmente empieza con testigos de contacto anónimos —los citados pastores de la cordillera Blanca—, le daba sentido a otras historias de contacto que surgirán después en Perú y se diseminarán por todo el mundo. Vlado, más allá de su particular forma de compartir lo que vivió en aquellos lejanos años sesenta, no había mentido.
Tengo una anécdota con todo esto.
Hallándome en una conferencia en Simpson Park, en la ciudad de Miami, al narrar la tragedia del terremoto y la supuesta advertencia de los «apunianos», un hombre se me acercó al final de mi disertación y se presentó como el hijo de un juez de paz de Yungay. Según me dijo, logró sobrevivir al terremoto por hallarse en Lima, lejos de la zona castigada en Áncash. «Vlado advirtió a las autoridades, entre ellas a mi padre, que falleció en el terremoto», me dijo sin titubear este hombre, delante de varios testigos. Por razones que no hace falta explicar, preservaré sus datos personales.
«El apagón en la central hidroeléctrica de Huallanca ocurrió, yo estaba allí —me dijo en un viaje anterior a Yungay don Tobías Sarmiento, excompañero de trabajo de Vlado—. Los nombres de los vigilantes, todo lo que describe Vlado en ese aspecto, es real —aseguró, y añadió—, aunque los testigos del contacto con los extraterrestres fueron muy reservados; no se hablaba de ello. Luego, por mi cuenta, pude averiguar que los pastores de la puna estaban en contacto con esos seres…»
Fue Eloy Moreno Wisa quien puso más pimienta al asunto Este veterano guía de montaña de Quitaracsa no solo confirmó los avistamientos de extrañas luces en el pueblo sino que, además, nos comentó que esos objetos se solían desplazar hacia un lugar concreto: una meseta denominada por ellos Quellcayrumi, palabra quechua que significa ‘piedra escrita’. Fruncí el ceño.
—¿Podemos ir a ese lugar? —pregunté sin pestañear, preso de un enorme interés.
—Sí, son cuatro horas de camino ascendiendo por la montaña.
Prestos, iniciamos la aventura. Así, subiendo por un viejo sendero de los pastores, que se hallaba débilmente marcado, advertimos varias ruinas incas, andenes o terrazas de cultivo que en su día fueron visitadas por el INC (Instituto Nacional de Cultura, hoy Ministerio de Cultura). Sin embargo, en lo alto de la montaña, hallamos otros yacimientos arqueológicos que no parecían ser incas. Según Eloy, hasta allí no habían llegado los especialistas.
En medio de nuestra paciente exploración, a casi tres mil seiscientos metros de altitud, hallé una enorme piedra que, por su colocación, me recordaba un menhir. Examiné el posible monumento megalítico y entonces descubrí lo que parecía un corte en la roca, perfectamente simétrico. Luego hallamos, muy cerca, otra piedra, de tamaño similar, «alineada» a la primera que había encontrado; era como si ambas estuviesen marcando una entrada o pórtico. Seguimos subiendo. A tres mil ochocientos metros, según mi GPS, hallamos una piedra con símbolos, que de ninguna manera correspondían a los incas. Esto me lo confirmó la doctora Ana María Barón, una prestigiosa arqueóloga chilena, que al ver las fotografías que le envié, estimó que, probablemente, esos signos eran compatibles con el Paleolítico Superior; es decir, se sitúan en una época que oscila entre los diez mil y treinta y cinco mil años antes de Cristo… Barón cree también que ese tipo de piedras y símbolos marcan lugares ceremoniales…

Entrevistando a Eloy a 4.000 metros de altura, en Quellcayrumi.

Una de las piedras «escritas» de Quellcayrumi.
¿Habíamos hallado uno de los «lugares de contacto» que marcaron los «apunianos»?
—Hace unos ciento veinte años los más ancianos ya nos hablaban de estas piedras —explicó Eloy.
—¿Qué decían sobre esto los ancianos? —pregunté al guía de Quitaracsa.
—Desde niños ya éramos pastores, y los más ancianos nos decían que evitáramos caminar por Quellcayrumi, porque era un «lugar encantado». Nos metieron miedo de ir allí.
Esta declaración de Eloy me hizo pensar en los parajes que los «apunianos» habrían recomendado a los pastores para encontrarse. Tal vez los ancianos del pueblo trataban de proteger uno de esos escenarios de contacto con los «visitantes»…
—En la meseta, en ese «lugar encantado», había un pozo, un hueco sin fondo que tapamos con la gente del pueblo por temor a que alguien se accidentara —añadió nuestro nuevo amigo.
No me lo pensé mucho: inmediatamente fuimos a ver ese «hoyo» y, ciertamente, allí estaba… Aunque tapado por rocas y tierra…
También fotografiamos una segunda piedra con símbolos a casi cuatro mil metros de altura. Según Eloy, había más…
—¿Quiénes hicieron estos símbolos, según la creencia de los ancianos? —pregunté.
—Decían que los hicieron los antiguos… Y creían que esa «escritura» era un mapa que llevaba hacia otro lugar…
Eloy hablaba de un centro arqueológico mayor, aún oculto, que llamamos «la ciudad de los antiguos». ¿Piedras como las de Quellcayrumi son la llave para dar con ciudades perdidas en la cordillera Blanca? Con estas afirmaciones nuestro guía me recordaba mis entrañables charlas con Manuel Olivares, otro hombre de montaña, oriundo del pueblo de San Pedro de Casta. Olivares, mano derecha del célebre explorador Daniel Ruzo, decía lo mismo sobre los olvidados habitantes de Marcahuasi: dejaron símbolos y marcas en las rocas como una pista que guíe hacia sus «reinos perdidos». Ya hablaré sobre Marcahuasi.
Huascarán y sus lugares de contacto es un expediente aún abierto. Sin duda es una de las regiones del mundo que más me ha impresionado. Nuestra investigación en Quellcayrumi y en otros puntos relacionados aún está en desarrollo. Espero poder compartir novedades cuando llegue el momento.
Pero esta historia con los «apunianos» no quedó aquí. «Ellos» marcaron otro lugar de contacto que, con el transcurrir de los años, tendrá una inusitada trascendencia mundial.