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LA CONSOLIDACIÓN ISLÁMICA

UN EMIGRANTE

Fue entonces cuando los sucesos que llevaron a la caída del califato omeya de Damasco trajeron a al-Ándalus a un personaje central: Abderramán I el Emigrante (731-788). Su huida tuvo lugar en el 755. Se puede decir que si hubo conquista de Hispania, en el sentido de campaña militar capaz de tomar palmo a palmo la tierra, esa fue la que llevó a cabo el Emigrante. Las luchas de Abderramán para hacerse con el control de las tierras andalusíes, al frente de sus ejércitos mercenarios, no conocieron tregua. Su sistema no era muy innovador. Alzó un ejército profesional pagado con los impuestos que debía de extraer de todo al-Ándalus. Su hueste estaba formada por reclutas de todas partes, desarraigados y vinculados solo al nuevo emir, un ejército capaz de extraer de la recaudación fiscal su propio sustento. Esas campañas impidieron que se prestara atención al norte del Duero.

El peligro para este nuevo personaje provenía del reino de los francos y por eso las nuevas élites andalusíes estudiaron el terreno con esta perspectiva. Así se organizó una red tupida de ciudades de frontera cuya línea pasaba por Pamplona, Huesca, Monzón, Fraga, Lleida y Zaragoza. Luego, desde allí, se llegaba a Barcelona, y por los pasos de levante, hacia Francia. Estas ciudades defendían la línea del Ebro y se entregaron a descendientes de familias ducales godas. Dada la pobreza fiscal de las tierras despobladas de occidente, la frontera retrocedía por ahí hasta Medinaceli, y desde allí hasta Toledo y Mérida. La misión de esta línea era servir de límite de exclusión contra los harbíes o cristianos no sometidos, que recibieron el nombre de «gallegos», cuyas ciudades eran Zamora y Oviedo, una forma de insultarlos. La finalidad era mantener libres los pasos desde Pamplona hasta Gascuña. Los francos no solo eran un poder a respetar, sino una posibilidad de botín y de comercio.

El caso es que los núcleos cristianos astures vieron surgir al norte y al sur dos poderes fuertes que apenas reparaban en ellos. Solo Pamplona vinculaba las ciudades de la frontera del Ebro con las ricas tierras de Aquitania. Este hecho determinó la historia durante tres siglos. Los musulmanes y los francos eran por aquel entonces los verdaderos protagonistas de la historia. Los hispani y cristianos en tierra liberada solo disponían de poderes frágiles y dependientes. Sin embargo, algo había cambiado con la nueva dominación musulmana liderada por el Emigrante. Mucho más interesado por someter las ciudades de al-Ándalus a su poder que por dominar el norte cristiano rebelde, Abderramán esquivó las montañas norteñas para someter las ciudades a su nueva gobernación y quebrar la resistencia de los antiguos gobernantes. Su régimen quedó estabilizado hacia el año 780. Se maldijo a los abasíes de Damasco desde todas las mezquitas andalusíes y, al declararse independiente, Córdoba ya no podía contar con la fuerza expansiva del islam en su retaguardia. Esta declaración de independencia obligó a al-Ándalus a definir su geoestrategia propia. Consciente de que no tenía poder suficiente para amenazar a los francos, comprendió que necesitaba de forma urgente estabilizar la línea de ciudades al sur de los Pirineos para limitar cualquier posible invasión.

En esta lucha, los francos impusieron su lógica. Urgidos por los problemas con los lombardos y sajones, el occidente hispano era para los francos un problema secundario, aunque debían tomar medidas para que no se convirtiera en un foco de conflicto. Así que instalaron a la poca nobleza goda resistente en la zona pirenaica oriental para estabilizar la frontera, avisar de ataques musulmanes y asentar emigraciones de hispani. Preferían tener la frontera al sur de los Pirineos que al norte. En la parte occidental, el núcleo de poder de los cántabros, astures, godos e hispani se convirtió en el poder auxiliar, algo así como otra vanguardia franca ultrapirenaica.

Por ello, los focos de tensión entre poderes cristianos y musulmanes estuvieron muy localizados. No eran Cangas o Pravia donde los astures tenían sus campamentos. No estaban en el occidente gallego, que no servía de paso a ningún sitio. Se encontraban en los pasos que podían comunicar al-Ándalus con las tierras de los francos, por el Bidasoa o por la costa catalana. Y para controlar los pasos lo mejor eran las ciudades. Pero las ciudades no se forman de la noche a la mañana cuando los pobladores se organizan como tribus extendidas por valles, como en la tierra de los vascones. Hacia el poniente de Pamplona, en el alto Ebro, en la tierra de Álava, se abría un territorio llano y sin ciudades que permitía alcanzar los pasos de Bayona con cierta facilidad, esquivando el obstáculo de Pamplona. Este hecho determinó que los musulmanes fundaran el castillo de Nájera para controlar todo ese territorio, más cerca de la frontera de los cántabros y en el límite de las tierras propiamente vascas.

Esta situación geográfica forjó la lógica de las cosas. Los francos temían otra invasión de Aquitania como la del 732. Bien organizados en su línea de ciudades al sur de los Pirineos, los musulmanes podían esperar la ocasión propicia para lanzarse hacia el norte. Dos poderes que se temen y se observan suelen comportarse de la misma manera. Carlos I el Grande, también llamado Carlomagno, que llegó al poder en el año 768, también estaba dispuesto a aprovechar las oportunidades que le brindara la debilidad del poder musulmán. Este tenía un talón de Aquiles: la frágil unidad que Abderramán I había conseguido a sangre y fuego de todas sus ciudades, a las que había tenido que conquistar una a una, con duras condiciones fiscales. Cuando en el 778 se rebeló el valí musulmán de Barcelona, Carlos atravesó los Pirineos y rindió Pamplona. Este hecho puso en alerta al valí Husayn de Zaragoza, que resistió. Carlos sitió la ciudad, pero su ejército era de choque, diseñado para la guerra con los sajones, y no pudo sostener una larga campaña de asedio, que daba a sus lejanos enemigos de Centroeuropa una nueva oportunidad de alzarse. Así que levantó el sitio de Zaragoza. Incapaz de mantener Pamplona, la arrasó y se volvió a Aquitania por Valcarlos o por Roncesvalles. A su regreso, los vascones atacaron la retaguardia del ejército franco, con toda su impedimenta. Demasiado pesado para defenderse en una tierra abrupta y hostil, todo el cuerpo del ejército franco quedó destruido. Los enemigos desaparecieron en los bosques con abundantes despojos. El primer acto de la epopeya europea tenía lugar en los valles de los Pirineos, y Roldán, el jefe franco de la Marca de Bretaña, caía víctima de las rocas y las flechas vasconas y no de las huestes musulmanas. Todas las fuentes hablan de un inmenso botín y de una afrenta sin venganza, pues el enemigo era invisible.

Los francos no podrían vencer en un territorio cuyos pobladores no hacían frente a sus grandes ejércitos recubiertos de hierro. Esas tierras debían ser sometidas de otra manera. Desde ese momento cambió la percepción franca sobre los núcleos del poder astur y cántabro. Su trabajo ahora consistía en neutralizar a los vascones para generar un muro de contención al oeste de Pamplona que no dejara las manos libres a los musulmanes para penetrar en el norte de los Pirineos, y que organizara y pacificara a los vascones tal y como se había hecho en cierto modo con los cántabros y astures.

Y esta fue la tarea que Alfonso II (c. 760-842) emprendió con la ayuda franca. Tras Roncesvalles, Alfonso se declaró «hombre» de Carlomagno, esto es, vasallo del rey franco. En los años 795, 797 y 798, que se sepa, Alfonso tuvo que enviar al rey de Aquitania, hijo de Carlomagno, parte del botín de sus incursiones por las tierras de al-Ándalus. Los francos habían fracasado en dominar Zaragoza y Pamplona, y eso otorgó a Alfonso II un lugar político definido. No habría una Marca Hispánica occidental, sino algo parecido a un rey astur. La experiencia de Roncesvalles y el reconocimiento de Alfonso II determinaron que Carlomagno concentrara sus esfuerzos en los territorios del Pirineo oriental, menos integrados en el emirato cordobés, sin pobladores díscolos como los vascones y con más presencia goda. Y así, en el año 785, Carlomagno aceptó la rendición de Girona. Poco después de la muerte de Abderramán I, hacia el 797, el nuevo valí de Barcelona viajó hasta Aquisgrán para solicitar de nuevo ayuda al soberano franco contra el emirato de Córdoba, ya bajo Al-Hakam I, a cambio de ofrecer la ciudad como aliada de Carlomagno. Consciente de las indecisiones de estos poderes de frontera, Carlomagno tomó la ciudad y dejó ver su ideal geoestratégico: establecer la frontera en el Ebro y controlar toda la Hispania Citerior. Sin embargo, la incursión sobre Tortosa fracasó y se tuvo que dejar la frontera en el río Llobregat.

Los nobles godos orientales que no se habían integrado en el poder musulmán, reunidos en la Septimania, fieles a los francos, ejercieron su poder como delegados de los reyes carolingios en la Marca. El territorio que se extendía al norte de Barcelona quedó dividido en condados, respetando las demarcaciones ya previas, ordenando las poblaciones tribales bajo el control de una autoridad central o comite dependiente del rey franco. Es necesario observar la coincidencia del condado, e incluso las subdivisiones en pagi, con demarcaciones tribales. Sin embargo, más decisiva fue esta división misma en unidades administrativas claras bajo la doble dirección de condes y obispos, al modo franco.1 Mientras que en el alto Ebro y en las tierras de la Bardulia y Álava no había unidades de tierra identificables, la Marca Hispánica configuró núcleos políticos que dominaban una tierra definida, organizada, estabilizada, con poblaciones diferenciadas. Importante fue la dependencia eclesiástica de la vieja capital goda de Narbona. Y más importante todavía, que la Marca Hispánica no tuviera una autoridad unitaria, un marqués, un gobernador general con poder sobre todos los condados. De este modo, sin autoridad política ni eclesial unitaria, la Marca Hispánica fue una solución de urgencia, funcional para el Imperio carolingio y flexible para la estructura de poblaciones tribales pirenaicas y para ciudades como Girona y Barcelona. De este modo, aunque los musulmanes presionaran a Girona hacia el 828, la tierra ya no fue recuperada por el poder islámico. Es muy significativo que los diplomas de los reyes francos hacia el 844 hablen de «gothos sive hispanos» para referirse a los habitantes de Barcelona. Posiblemente de Gotholandia proceda la denominación de Cataluña. Nada parecido habría podido hacerse en las tierras de los vascos.

1. Tenemos los condados de Conflent, Cerdaña, Rosellón, Vallespir, Peralada, Ampurdán, Besalú, Osona, Sobrarbe, Ribagorza y Barcelona.

LA CENTRALIDAD DE PAMPLONA

Para comprender la situación de la frontera pirenaica nos queda reconocer que los musulmanes mantuvieron su dominio en un sitio tan al norte como Boltaña, en el Sobrarbe. Estos territorios de los Pirineos centrales no se estabilizaron como los condados orientales. Por lo demás, la tierra de Ainsa y los valles limítrofes eran controlados desde Huesca, una gran ciudad musulmana. Para entender esta evolución del Pirineo central es sumamente importante comprender lo que sucedió en Pamplona después de ser arrasada por Carlomagno. Pamplona había sido uno de los condados que se había opuesto a la elección de Rodrigo como rey, y su gobernante godo se entregó por pacto al nuevo poder para ser reconocido como conde (qumis), señor o incluso príncipe de los vascones (amir de los bashkunish, según dicen las fuentes árabes). Configuró así un protectorado tributario, aunque a veces tuvo que imponerse de forma violenta sobre los pobladores de la zona. Tras la destrucción de Carlomagno, la inestabilidad de la ciudad fue constante. Durante diez años hubo un control franco, que no perduró más allá del 816. Luego, se volvió al estatuto pactado desde la invasión musulmana, y eso es lo que logró Íñigo Arista (o Eneko Aritza).

Entonces se proyectó sobre ella la influencia de la nobleza goda islamizada bien instalada en la ribera del Ebro, desde Tarazona hasta Calahorra, el clan de los Banu Qasi, uno de cuyos miembros medió en los pactos de Pamplona con el dominio islámico y usó de esa influencia para imponerse en la línea de ciudades de frontera hasta Zaragoza. Así que desde el 850 hasta el 900, Pamplona fue un poder semicristianizado sometido al islam, con influencia sobre la ribera del Ebro y con la aspiración de vincularse a los linajes principales de las tribus vasconas. Que era un territorio que se mantenía en parte cristiano se sabe por la estancia de Eulogio de Córdoba en los valles de Salazar y del Roncal hacia el 848. Un sistema de rehenes, que se instalaban en Córdoba, permitía no solo garantizar el pago de tributos, sino también mezclar las sangres pamplonesas y andalusíes, sobre todo mediante entrega de hijas nobles a los herederos de los emires cordobeses. Así evolucionaba Navarra cuando llegaba al final de su reinado la figura de Alfonso II. En un momento en que la posibilidad expansiva del islam hacia Aquitania no era muy alta, Pamplona se convirtió en una ciudad de frontera en la que se podía comerciar bien entre el norte cristiano y el sur islámico. Esto le dio su importancia y su centralidad.

SÍMBOLOS EN ASTURIAS

Como se dijo antes, los francos privilegiaron el poder de Alfonso II de Asturias porque no habían logrado establecer una marca en los Pirineos occidentales. Fue entonces cuando Alfonso pasó la sede de su dominio a Oviedo, e intentó hacer de ella una ciudad, con la voluntad de separarse de Toledo, la capital goda entregada al islam. Todo su programa simbólico está canalizado por la reactivación de la dualidad entre la ciudad de Dios y la de los hombres. A pesar de esta diferencia, estas dos ciudades tenían que ser mantenidas en contacto a través de la Cruz. El hecho de que un caudillo se enterrara en una iglesia de su fundación era algo nuevo y representaba una conexión mayor con el mundo cristiano. Pero Alfonso II hizo algo todavía más importante. Asumió lo que, al parecer, ya comenzaba a caracterizar el núcleo dirigente de Pravia, la identificación de Santiago como pastor y caput del rebaño de Hispania. De este modo, Alfonso se vinculó de forma intensa al Himno que Beato de Liébana habría escrito sobre el Apóstol. Esta decisión estuvo acompañada de otra, en principio independiente, pero convergente en sus poderosos efectos.

Alfonso vio que era preciso corregir el desequilibrio entre los linajes de Álava y los de Pravia y Galicia. Para ello, se embarcó en una doble política. Primero, desvió a cuanta gente hispana pudo hacia Galicia, renovando las viejas sedes episcopales, como la de Iria, donde colocó a Quendulfo, a quien ordenó colaborar con el conde Aloito, al modo franco de la unión de un conde y un obispo como delegados del rey; un problema que no había sabido resolver el reino de los godos. Pero además de esto organizó a las élites gallegas en un bando propio que tuvo su centro de operaciones en Lugo, donde instaló otro obispo. En la parte oriental alavesa Alfonso hizo algo parecido instalando condes. Pero allí no había obispados y por eso no pudo organizar la doble administración militar y religiosa. Famoso fue el conde de Álava, que aparecerá en los diplomas ya en el 852 y que en el 883 tendrá un nombre mítico: Vela Jiménez. Como se ve, Alfonso intentó ordenar su poder de forma parecida a la Marca Hispánica oriental. Carente de un poder religioso adecuado, solo pudo restablecer algunos obispados antiguos en la zona de Galicia. Álava no tuvo obispados.

Con ello, Alfonso II configuró una hueste confederada: por una parte, su séquito, formado por astures, cántabros y alaveses; y por otra, el bando de los gallegos, con sus líderes episcopales y condales. El símbolo unitario, por primera vez documentado, era la gran Cruz de los Ángeles, diseñada por el rey, en la que se leía: «Con este signo vencerás a los enemigos». Esta fuerza militar coincidió con un momento en que Abderramán y sus sucesores endurecían las condiciones de vida de los cristianos protegidos, y los obispos mozárabes de las ciudades aparecían como esbirros fiscales al servicio del islam. Los hispani emigrantes al norte aumentaron y, establecidos en los monasterios de la Liébana y en los valles santanderinos, se vieron como los verdaderos cristianos, los fieles al espíritu de resistencia que el Apocalipsis había inculcado en la mentalidad hispanogoda. En su glosa del comentario de Jerónimo al Apocalipsis, Beato lanza sus maldiciones contra los obispos de las ciudades andalusíes y defiende a los anacoretas que viven en los valles norteños, bajo una disciplina que invoca a san Isidoro. Frente a los obispos mozárabes, que han pactado con los poderes del Anticristo, los monjes esperan de verdad la venida de los ejércitos de los mártires cristianos que señalan el acortamiento de los días del final. En su forma de vida comunal, austera, mínima, familiar, dispersa por los campos, con abades rotativos, Beato identifica el verdadero cristianismo, el que confía en el Mesías que dirige los ejércitos de sus elegidos. Beato no escribió un libro militarista, ni un llamamiento a la batalla, sino más bien un manifiesto de resistencia. Cristo y los elegidos mártires pelearán por los que viven apartados de las ciudades. Los hombres perdidos en los monasterios no se mancharán las manos de sangre. Confían en el Señor. Pero denuncian la traición de los falsos cristianos que habitan en el confort de las ciudades del Anticristo y, sobre todas ellas, en Toledo, la rival del pequeño núcleo ovetense.

Todo se concretó en el descubrimiento del sepulcro de Santiago en el 814 bajo el episcopado de Teodomiro, un obispo godo. Este hecho aceleró la vinculación regia al nuevo patrón, que se convertía en un cuerpo hispanizado por la tierra que cubría su tumba. El rey y su séquito fueron los primeros en peregrinar al lugar en el que se había encontrado el sepulcro. Este hecho fortaleció los nuevos lazos entre la Iglesia astur y la franca, y orientó los flujos migratorios hispanos hacia el poniente gallego. La cabeza de Hispania marcaba el camino de los hispani que no deseaban seguir bajo el dominio musulmán. Ahora solo tenían que echarse a andar siguiendo la Vía Láctea para llegar a territorio amigo, lejos de los obispos cómplices de la desolación. Ese fue el sentido inicial de la peregrinación. De una manera u otra sirvió para mantener despejados y frecuentados a la vez los caminos desde Europa hasta la tierra hispana y desde todos los rincones de la tierra de al-Ándalus hasta Finisterre. Así fue como en el siglo VIII surgieron los dos mitos más poderosos de la Edad Media. Roncesvalles y Santiago aseguraban ese cordón umbilical que mantenía unidos a los europeos e hispani de todos los lugares. En todo caso, el resultado fue una imitación cristiana del islam. Al parecer, Ramiro intentó imponer a los cristianos hispani la obligación de peregrinar a Santiago, como el islam imponía el deber de peregrinar a La Meca.

En este contexto, las representaciones apocalípticas, en las que Beato había vuelto a educar a los cristianos norteños, permitieron la transferencia de la lucha de Cristo y el Anticristo hacia la lucha contra los musulmanes. Y de esta manera, hacia el 844, ya con Ramiro I (c. 790-850), sucesor de Alfonso, se pudo creer lo suficiente para ver al jefe de los ejércitos celestiales de los elegidos, según rezaba el libro del Apocalipsis, ahora ya bajo la presencia de Santiago, dirigir a las huestes cristianas en la batalla de Clavijo, justo en el momento en que los cristianos se negaban a pagar el tributo de las cien doncellas, la prueba radical de independencia. De ser un asunto de toma de botín, la guerra pasó a ser un episodio de ese escenario apocalíptico en el que luchaban las potencias divinas de Cristo (con Santiago) y el Anticristo, poderes igualados que usaban como instrumentos de combate el cuerpo de los seres humanos. La ciudad de la Tierra y la ciudad del Cielo se unieron así a través de la batalla en la que todos participaban. La cruz era el símbolo de la victoria, cuyo portador era Santiago, el capitán de los ejércitos de los elegidos en tanto que hermano de Cristo.

EL REY DEL DESIERTO

A mediados del siglo IX, la sociedad de la Marca Hispánica se formaliza y los núcleos astures y gallegos se conforman con bandos propios, expansivos, mientras Pamplona inicia su camino de centro comercial, con amplia influencia en la zona de los vascones, tierra disputada, insegura, dado su escaso potencial organizativo, pero estratégica para las vías comerciales con Europa. En realidad, se avista el tiempo de Alfonso III de Asturias, que nació hacia el año 848 y murió en el 910. Ahora se constatará cómo la desintegración del Imperio carolingio influyó de forma decisiva en esta evolución, pues obligó a los poderes cristianos hispanos a fortalecerse en soledad y a correr riesgos por cuenta propia. Pero mientras el Imperio carolingio daba muestras de debilidad hacia finales del siglo IX, y llegaba a su final en el 987, los poderes musulmanes de al-Ándalus alcanzaron su apogeo justo entonces. Este desequilibrio presionó sobre los poderes cristianos y los forzó a introducir innovaciones capaces de darles estabilidad.

Para su fortuna, cuando desapareció el apoyo de los poderes francos, los núcleos cristianos peninsulares ya eran sólidos, y aprovecharon esa solidez para fortalecerse por sí mismos. Cuando desapareció el prestigio del emperador franco, los reyes astures tuvieron que inventar formas propias de legitimidad. Afortunadamente para ellos, el poder de Córdoba no se mostró en su plenitud hasta los inicios del siglo X, cuando Alfonso III ya había consolidado su poder. Este doble proceso fue determinante. Luego, la pérdida del referente franco y la intensa presión del poder califal de Córdoba pusieron a prueba la resistencia de los núcleos pirenaicos y cantábricos. Contra todo pronóstico, no se disolvieron.

Al contrario, se fortalecieron. En ese tiempo, por primera vez un caudillo asturiano se llamó rey a sí mismo. Eso fue lo que hizo Alfonso III. No le fue fácil porque el jefe del destacamento de Lugo le disputó la posición de mando, algo que nos da una idea de la dificultad de estabilizar el pacto entre los asturianos y los núcleos de poder gallego. Para imponerse a ellos, fue decisivo que Alfonso fortaleciera sus vínculos con Rodrigo, el primer conde de Castilla, y con Vela Jiménez, conde de Álava. La potencia guerrera de la parte oriental cristiana comenzaba a acreditarse, sin duda por la lucha más intensa contra el enemigo que ocupaba la tierra de Nájera, que se incorporó en el 923 al poder cristiano. Pero una vez que Alfonso se acreditó como un caudillo militar, se esmeró en parecerse a un rey.

Ante todo, organizó una mínima Administración de palacio al modo franco, algo parecido a la vieja aula regia de los godos. Podemos hacernos una idea de la sala de reuniones porque para eso se edificó Santa María del Naranco, el edificio prerrománico a las afueras de Oviedo. Existía un mayordomo y un notarius, figuras propias de los francos. Los duces de los godos fueron sustituidos por los comites o condes, que gobernaban los distritos desde su pequeño núcleo urbano, que todavía era la fortaleza central de las viejas demarcaciones de los godos. El resto del aula regia lo formaban los proceres, consejeros que no disponían de un gobierno de distrito. Después, Alfonso III se dotó de una simbología en la línea de Alfonso II. Basta ver la cruz de la Victoria, que se puede admirar en la catedral de Oviedo, un signo inequívoco de esplendor y de prestigio. Dentro de este programa simbólico de legitimación, Alfonso encargó la escritura de crónicas que ofrecieran un sentido a su poder. Tan pronto se dejó de mirar al Imperio franco, se comenzó a entroncar la realeza astur con el imaginario de la monarquía goda. Así se intensificaron los elementos apocalípticos que interpretaban la invasión de los musulmanes como la irrupción del Anticristo. Los godos ahora volvían a tener a Dios de su parte.

Estas visiones concedían a los poderes cristianos el papel de protectores de los elegidos cristianos contra las huestes del Anticristo. Los monjes, que seguían la impronta de Beato de Liébana, ofrecieron el esquema de la legitimidad de la acción regia, ya no para inspirar la resistencia en los monasterios perdidos en los campos, lejos de las ciudades, sino para proclamar la ofensiva de una repoblación cristiana. Así, la Crónica albeldense, que utilizó elementos narrativos francos y mozárabes, hacia el 880, describe las cosas de este modo: «con ellos [los árabes], los cristianos hacen la guerra día y noche hasta que la predestinación divina disponga vencerlos». Como se ve, son combatientes cristianos. No hay un gentilicio para ellos. No son hispani, astures, godos ni francos. Son cristianos. La ordenación tribal ha desaparecido, pero no se impone otra. La diferencia con el tono apocalíptico anterior es que ya no se culpabiliza de las desgracias de los cristianos a los godos. Con Alfonso III se acaricia la idea de que los nuevos reyes, descendientes de los godos, combaten por recuperar el favor de Dios que aquellos habían perdido por secretos designios. Al margen de su vinculación al Imperio franco, el nuevo rey se veía en el seno de una historia universal, parte de una narración que daba sentido a sus actuaciones, y explicaba la anterior catástrofe moral de los godos por estar dentro de los sucesos y mutaciones para los que el Apocalipsis venía preparando a los cristianos desde hacía siglos.

La tercera actuación que llevó a cabo Alfonso III fue mover poblaciones y ocupar territorios. Consciente de que había poca resistencia islámica por la costa atlántica, Alfonso ocupó Oporto y llegó a Coimbra, donde puso la frontera en el río Montego, al sur del Duero, ya controlado desde Zamora y Toro. Así que Galicia se expandió hacia el sur de forma rápida porque desde la costa tenía poco que temer, salvo a los normandos. Tuy, la capital goda de Galicia, en el bajo Miño, se repobló y se fortaleció con el conde Hermenegildo Gutiérrez en el 860, un hombre del aula regia. Desde el Bierzo se llevó gente hasta Astorga, como ya se ha dicho. La repoblación de León se había hecho con éxito en el 853, pero ahora, con Alfonso III, se reconstruyó el castillo romano, abandonado, y se fortaleció el obispado. Controlando el norte del Duero hasta el Arlanza, en Burgos, todo se sembraba de castillos roqueños por la tierra del Oja.

Este proceso se conoce como prendere, capere, populare; tomar, organizar una cabeza del territorio con una jerarquía política o comites y repoblar la tierra con unidades agrícolas y lugares de protección. El rey ya tiene una potestas publica, inicia un proceso por mandato o decreto del rey, domina la tierra, cuyo derecho de ocupación entrega a cambio de servicios determinados, como acudir armados a su llamada o pagar un censo. Fue un sistema bastante igualitario de repoblación y se hizo con campesinos libres. Así se fundaron monasterios y poblaciones de aldea con unidades gentilicias, con grupos familiares ampliados, pero ya no con estructuras familiares, pues muchos procedían de lejanos sitios o eran emigrantes hispani mozárabes. Desde el rey descendía una cierta administración de condes y delegados regios. Con ello, la tierra se organizó en potentiores e infirmiores, en poderosos y auxiliares, colonos semilibres o libres, organizados por su pertenencia a un clan o por una ficción jurídica que implicaba tomarlos como familiares, mediante la profiliación. La organización de monasterios visigodos, con un abad rotativo por semana, comenzó a abandonarse, y los poderosos se encargaron de fundaciones eclesiásticas alternativas. Así comenzó a generarse una aristocracia con funciones laicas y religiosas. Pronto se fundaron monasterios de nuevo cuño en Cárdena, Silos, Albelda, Nájera, Oña, que llevaron anales y crónicas. El proceso estaba avanzado cuando hacia el 925 se fundó Celanova. A su muerte, a principios del siglo X, Alfonso III había aumentado bastante el control de tierra por el occidente gallego sin apenas resistencia de los musulmanes.

UNA CIUDAD EN MEDIO DEL CAMINO

Los territorios gallegos eran un callejón sin salida, mientras que los pasos pirenaicos llevaban a la rica Aquitania. Por eso, en estas tierras centrales de Pamplona, y desde allí hasta Bayona por el Bidasoa, estaban los verdaderos lugares de disputa y de poder. Y por eso, si en esta zona uno quiere diferenciar los territorios musulmanes y cristianos a finales del siglo IX mediante una línea clara, no la hallará. Nájera era un lugar de fundación musulmana, pero Albelda, en su retaguardia, ya era cristiana. El conde de Álava se aposentaba en Cellórigo, en un intento de rodear Nájera —acabaría tomándola—, pero por doquier hay una frontera porosa, caótica, donde todo es posible, el comercio y la guerra.

Toda esa tierra era de paso. A pesar de sus castillos, nadie podía evitar que un ejército de caballeros musulmanes la cruzara, la saqueara, protegiera sus caravanas para llevar sus sedas y sus lujos hacia la receptiva Aquitania, que pronto integraría formas culturales refinadas musulmanas. Para mantener ese tráfico, el poder que se alzaba en Pamplona era fundamental y por eso, desde muy pronto, ahí se verán hombres capaces de negociar con todas las partes y de mantenerse aliados de los musulmanes. A principios del siglo X, Pamplona era la capital de los vascones, pero estaba muy bien conectada con los viejos godos islamizados de la ribera del Ebro, los Banu Qasi y con el poder de Córdoba. Lo había estado a lo largo de casi todo el siglo IX. Su cristianismo era dudoso y no se conoce obispo de Pamplona hasta el siglo XI. La sede episcopal se desplazó a Leyre, un monasterio en medio de montañas. Los de fe cristiana más sincera e intensa se desplazaron hacia los valles al este de Leyre, hacia San Victorián y San Juan de la Peña, conectando por los valles del alto Aragón y Sobrarbe con gascones y otros grupos tribales no vascos.

La ciudad de Pamplona tuvo que pactar con estas realidades y eligió rey a Íñigo Arista, un fruto específico de la tierra, semivasco, semigascón, semiaragonés. El reino de Pamplona se fundó aprovechando las luchas de Carlos el Calvo con los otros reyes francos. Se sabe que para la elección del caudillo de Pamplona no era necesario ser cristiano. Las alianzas con los caudillos cristianos de Asturias eran castigadas por los Banu Qasi, como sucedió hacia el 860, cuando el joven Fortún Garcés fue apresado y mandado como rehén a Córdoba. Los núcleos condales más orientales, desde Sobrarbe hasta Pallars, servían de refuerzo de Pamplona en los momentos en que Córdoba se disponía a la batalla. Hacia el 905 se hizo con el poder Sancho I Garcés, con el apoyo de Alfonso III, desplazando a los muladíes emparentados con vascones del estilo de Fortún Garcés. Esto permitió a Sancho algo antes imposible: mantener una buena relación con los poderes de Oviedo. La operación conjunta de los núcleos cristianos era hacerse con las tierras de los Banu Qasi de Tarazona, Tudela y Calahorra, que así se vieron obligados a entregar su relativa independencia a Abderramán III. Esta operación dejaba claro que el objetivo de todos los núcleos cristianos era alcanzar el norte del río Ebro, las ricas tierras de su ribera. EL REY DE LAS CIUDADES

Si se persigue un poco la evolución del poder musulmán a lo largo del siglo IX se descubre que las agitaciones de las ciudades a lo largo de la centuria fueron continuas. Para controlarlas, la Córdoba omeya fundará nuevas ciudades. Así surgió Murcia en el 825 para neutralizar la nobleza descendiente de Teodomiro; Jaén, como guarnición que controlara las caravanas; Talavera, Madrid y Alcalá para neutralizar Toledo; Calatayud y Daroca para contrarrestar a los clanes de Zaragoza. La red de ciudades estará completa cuando se funde Medinaceli para conectar Toledo y Zaragoza. A principios del siglo X, cuando surge el gobierno de Abderramán III (891-961), se comprende la fisonomía de al-Ándalus en toda su plenitud, atravesada por la diferencia interna entre muladíes o conversos al islam, y los mozárabes, cristianos más o menos ortodoxos, más o menos protegidos, que habían superado las tensiones de mitad del siglo IX y se habían resistido a la emigración. Ambos grupos eran fuente de descontento e inquietud, y resistieron la política de homogeneidad impedida por los poderes cordobeses, afiliados ahora al malikismo, que impulsaba la destrucción de las iglesias levantadas tras la época de los godos.

Dotado ya de hegemonía, Abderramán III reaccionó contra el poder cristiano del norte de forma muy sintomática. Consciente de que la alianza de los poderes cristianos orientales y occidentales bajo la dirección de Pamplona podía ser una punta de lanza en el control de la cabecera del Ebro y de los pasos a Francia, concentró todas sus fuerzas para impedir que Asturias y Pamplona se unieran. Era preciso separar Oviedo de Pamplona. Eso debían lograr las aceifas, las incursiones en profundidad que mostraban todo el poder musulmán, como la del 939, conocida como la «de la omnipotencia». Estas guerras veraniegas de Córdoba iban destinadas a detener las avanzadas del poder de León, protagonizadas por el condado de Castilla, hacia San Esteban de Gormaz, y las de Pamplona hacia Tudela. No eran las únicas líneas de expansión. Desde Zamora se bajó hasta Salamanca, y también se pasó el Duero hacia Peñafiel y se pobló Sepúlveda. Este punto era el más peligroso, y para Córdoba era necesario impedir que se produjera un control completo del Duero, que dejaría aisladas las ciudades prepirenaicas. Así, en el año 924, Pamplona fue incendiada y destruida, pero San Esteban resistió en manos del conde de Castilla. A su paso, el califa de Córdoba sembraba la destrucción y el caos, con la intención de generar un desierto al sur de Pamplona. Con la suficiente escolta propia, los desiertos podían ser atravesados por las caravanas. Así que fue este imaginario, propio de un hábitat originario del Oriente Medio, lo que determinó la estrategia de Córdoba, gobernada por descendientes de los sirios.

Para entender la decisión de asolar la tierra del Duero y la cabecera del Ebro, conviene conocer cómo evolucionó la forma de su poder. Al declararse independiente del califa de Damasco, y al mantener la memoria de la difícil adaptación de los bereberes, Abderramán había roto con las bases de población islámica de África y de Oriente. Con ello, se separó de la evolución general del mundo islámico y se convirtió en un poder musulmán aislado. La consecuencia fue que el califa de Córdoba no podía convertirse en un poder repoblador ni invasor. Sin poblaciones islámicas amigas en retaguardia, tuvo que configurar un ejército mercenario, pagado con los impuestos de las ciudades sometidas y reclutado de todos los sitios y, muy a menudo, con esclavos desarraigados. Bajo estas condiciones, Abderramán III tenía un poder militar para someter ciudades y extraerles impuestos con los que pagar a la hueste, pero en modo alguno tenía un poder de ocupación de tierra. Así que donde se alzaba un poder hostil, podía dejar sentir su eficacia destructiva, pero no constructiva. Si alguien no pagaba y no se sometía, lo mejor era destruirlo y dejar un desierto a su paso. Sin duda, este mecanismo estaba diseñado para dominar las ciudades andalusíes. Tan pronto una ciudad quisiera comerciar, tendría que vérselas con un ejército califal. Era preferible pagar y comerciar que guerrear. Pero los núcleos de poder cristiano no tenían ciudades.

Así que Abderramán, por donde pasaba, sembraba el caos y arrasaba la tierra, llevándose todo el botín que podía. Esta práctica destructiva era cara y no siempre obtenía el beneficio capaz de financiarla. Pero debía impedir que se estabilizaran poblaciones urbanas. Así se quemaban cosechas, se robaba el ganado, se tomaban mujeres y niños, se desplazaban poblaciones hacia el sur, porque no había manera de renovar la población con la gente del norte de África. En suma, Abderramán se enroló en una guerra poblacional de dudosos beneficios, pero en realidad tenía pocas alternativas. Ni podía dejar crecer núcleos de poder que amenazaban con romper las vías de comercio con el norte aquitano, ni podía obtener mujeres y hombres más que en esas cacerías de cristianos norteños. Era una especie de guerra preventiva, exclusivamente negativa, porque no tenía población suficiente para recolocar gente en los terrenos ganados.

La forma en que respondieron los núcleos cristianos en las tierras de la confluencia castellana del Ebro y del Duero fue también forzada, pero no menos novedosa y eficaz. Su táctica fue la dispersión y la construcción de castillos. La gente de las aldeas ganaderas se replegaba, ante el paso de la hueste musulmana, con todas sus cosas hacia el alto rocoso fortificado. El campo quedaba asolado al paso de los jinetes musulmanes, pero, como un muelle, la gente volvía a extenderse después. Tomar un solo castillo de aquellos era una empresa ardua que podía durar semanas, y la campaña debía destruir y arrasar tanto territorio como fuera posible. Así que el califa tenía que elegir: destruir por extenso pero sin profundidad, o destruir en profundidad pero poco espacio. No podía emplear una hueste cara y numerosa para ir tomando castillo a castillo, en cada uno de los núcleos de aldea, en cada valle, en cada vaguada. La dispersión fue la táctica contra una hueste concentrada e imponente. Y fue invencible. Las tierras que forman el cuadrado que abarca desde Vitoria hasta Tudela, de Gormaz a Burgos, con centro en Logroño, se poblaron de castillos y, si las cosas se ponían muy mal, siempre quedaba en el centro de la tierra el refugio perfecto en las sierras de Cameros, Urbión, Demanda y Cebollera, un laberinto que la hueste musulmana no podía atravesar sin exponerse a todo tipo de trampas. Las tropas cordobesas tenían que rodear esas sierras, bien para atacar Pamplona, bien para encarar los llanos de Álava y atacar la zona norte del Duero, para llegar a León y a Oviedo. Pero para ello tenían que atravesar un mar de castillos, desde donde podían ser atacadas en su retaguardia. Lo que no podía hacer Abderramán era dejar poblaciones fieles a su paso. Para eso no tenía gente ni podía traerla de la comunidad musulmana africana o asiática. Fundar una ciudad en esa zona de endémico peligro no era una empresa viable.

Esto determinó dos formas de existencia. Mientras que los musulmanes optaron por la forma urbana, el norte peninsular se entregó a una forma económica ganadera y a una agricultura dispersa, mínima, en la tierra que se podía defender, bien porque estuviera escondida en perdidos valles, bien bajo la forma de un monasterio, o bajo las inmediatas murallas de un burgo. Para su fortuna, los territorios cristianos tenían su retrotierra occidental, hacia Galicia y hacia Zamora, hasta donde las incursiones musulmanas llegaban menos y donde la población siempre podía seguir creciendo y ocupando terreno hacia el sur. Esta fue la razón básica de la superioridad del poder cristiano, la mejor adaptación a la tierra, la que brotaba de ocuparla y tenerla, de vivir sobre ella, y no de una estrategia abstracta de recorrerla, forjada en el imaginario de los caudillos cordobeses, inspirado en la diferencia entre ciudad y desierto.

MIEDO REVERENCIAL

Sin embargo, los cristianos comprendieron bien pronto que tenían más probabilidades de sobrevivir si organizaban un continuo espacial. Solo que no estaban de acuerdo en cómo organizarlo. Cada uno aspiraba a expandirse tanto como pudiera y las alianzas eran frágiles. La zona leonesa se organizó en condados prácticamente independientes, que se alinearían a veces con la hueste de su rey y otras con la del califa cordobés. La zona gallega se ordenó en obispados, pero vio crecer también una nobleza que impidió que los reyes de León de la primera mitad del siglo X gozaran de autoridad. La zona crucial del centro burgalés y riojano conoció pronto el prestigio de los condes castellanos. Sin embargo, ahí, una vez más, la forma urbana se mostró la más poderosa. Por eso la hegemonía estuvo siempre del lado de la única ciudad de la zona, Pamplona, que intentó imponerse sobre las tierras castellanas. Así, uno de sus caudillos, García Sánchez (925-970), con el beneplácito de Abderramán III, intentó ampliar su influencia al oeste de las sierras de Cameros, en Montes de Oca. Es sabido que la aspiración real de Navarra era controlar el poder de Oviedo y de León, interfiriendo en las continuas guerras civiles entre los condes, frecuentes desde el año 930 en adelante. La índole de esta interferencia de Pamplona era compleja y se basaba en alianzas oportunistas. Tan pronto se asociaba con el conde castellano Fernán González contra el rey leonés, como lo mantenía preso para hacerse con la tierra de Cameros. Así que el juego del poder pamplonés era el más desinhibido, pues al mismo tiempo mantenía contactos con Abderramán III, sobrino de la reina navarra, Toda.

Ningún núcleo cristiano contaba con un poder tan fuerte, importante, rico y productivo como Pamplona. Ningún centro urbano era tan estratégico, tan central para las rutas comerciales, tan amplio. El peso de Pamplona sobre las realidades tribales de toda índole, tanto del Bearn como de los vascones, sobre los linajes nobles de Pallars, Ribagorza o Sobrarbe, no tenía comparación. Es verdad que la ciudad necesitaba alianzas, pero siempre podía llevar la voz cantante. La reina Toda lo supo y mantuvo su influencia sobre la zona y su buena relación con Córdoba. Nada parecido podía pasarle al oeste hispano. León era el principal núcleo, pero no tenía nada que ver con Pamplona. El único comercio que pasaba por allí era el interno a la realidad cristiana capaz de unir los obispados gallegos, desde allí hasta Zamora, Astorga, o a los establecimientos de Tuy, Lugo y Oporto. Era demasiada tierra para mantenerla unida y pronto se organizó en cuatro núcleos dotados de su propia lógica: León, Asturias, Galicia con Zamora, y Castilla. Los poderes condales se dividieron en una fronda. León podía compartir lógica con Galicia, pero apenas podía mantener bajo su poder la tierra de Álava y Castilla. Así que cuando los reyes de León lograban pacificar el occidente, el oriente plantaba cara, y entonces Pamplona siempre intentaba expandirse por las tierras de Álava y Cameros.

La división produjo un sentido de inferioridad entre los poderes cristianos respecto del magno poder cordobés. La prueba de lo primero se dio cuando Ordoño IV viajó a Córdoba para pedir ayuda a Alhakén II (915-976), el sucesor de Abderramán III. Lo recibió en el imponente palacio de Medina Zahara y le hizo jurar fidelidad en una ceremonia en la que se presentó como un poder sagrado, capaz de inspirar el pavor de lo inaudito. Las fuentes musulmanas nos relatan la zozobra del «bárbaro Ordoño», su inseguridad ante la magnificencia del islam, lo que se demostró cuando, ya acabada la ceremonia, tropezó con el trono vacío y se inclinó hacia él con una reverencia nerviosa, como si el trono fuera escenario de una majestad intocable. Humillado, el rey depuesto murió en Córdoba, donde otro infante pamplonés, Sancho, era sometido a una cura dirigida por los médicos musulmanes para adelgazar lo suficiente para poder montar a caballo, condición indispensable de la realeza.

La superioridad no era solo reverencial y cultural. Era también política, como cuando se ayudó a los nobles gallegos a nombrar a su propio rey hacia el 984, o cuando se determinaron las relaciones entre los condes leoneses y su rey. A la postre, Córdoba representaba un poder imbatible desde el punto de vista organizativo y militar. La red de información y de espionaje que había tejido incluso sobre lejanos territorios cristianos no tenía parangón. La humillación que representaron para los poderes cristianos las guerras veraniegas de Córdoba, año tras año, como una pesadilla, no se puede medir bien, pero el estrés y la ansiedad a que fueron sometidos los núcleos cristianos hizo de ellos realidades fuertes y poderosas y generaron una sociedad muy bien preparada para la guerra. Produjo capacidad de resistencia y dejó ante todos la evidencia de que vivían en un mundo en el que cada uno debía buscar la mejor opción con libertad de criterio.

Los pactos y las alianzas fueron de todo tipo y las líneas no las marcaba la religión en modo alguno. Sin embargo, habían sobrevivido gracias a la táctica de la dispersión y la proliferación de centros de resistencia y esto había generado una práctica muy difícil de desarraigar que presentaba profundos obstáculos a la acción concertada. Frente a los ataques musulmanes, la sociedad cristiana se dispersó y las realidades condales se subdividieron. Sin ciudades importantes, el control de la tierra no se organizó de forma clara. Ni siquiera en Cataluña resistieron las unidades condales, entregándose a unas luchas y rivalidades de las que solo Barcelona brilló como centro de poder político efectivo, todavía vinculado a los espacios europeos, en los que hacia finales del siglo X llegaba a su fin la historia carolingia.

LA CARRERA DEL LEÓN

Fue entonces cuando Córdoba, sin percibir peligro alguno al norte, pensó en tomar el litoral de África y dominar los territorios bereberes. Mientras el poder cordobés se mantuviera intacto, ese elemento bereber habría sido una fuente de estabilidad y, de hecho, lo fue durante un tiempo. Sin embargo, tan pronto la sociedad cristiana se enteró de que la Armada cordobesa había pasado el Estrecho, se lanzó a la ofensiva, con la idea de recuperar el enclave de Gormaz. Este hecho indicó que la dispersión de las tierras leonesas y castellanas era solo provisional y que por debajo bullía una inmensa vitalidad. Cuando tomó el poder Almanzor (c. 938-1002), comprendió que debía arruinar esa energía y se propuso que el poder cristiano regresara a la línea norte del Duero. Al frente de una hueste donde ya abundaban los bereberes, en el 979 tomó Sepúlveda. Con una extrema intensidad, Almanzor realizaría después una cincuentena de incursiones, en las que tomó desde León hasta Barcelona, y llegó a Santiago de Compostela en el 997.

Lo que más nos sorprende de ese relato es la reverencia ante lo sagrado. Todo se destruye, la ciudad, las iglesias, los palacios, todo excepto el sepulcro del obispo de Jerusalén, del amigo del profeta de Nazaret, a cuyo alrededor Almanzor dispone una guardia.

En Santiago, Almanzor no encontró a nadie más que a un monje sentado junto a la tumba, al que preguntó por qué estaba allí. «Para honrar a Santiago», respondió el monje. El vencedor dio orden de que lo dejaran tranquilo.

Resulta impactante el sentido dramático de la escena. El monje es el testigo para que la historia circule entre los cristianos, para que todos, tras la destrucción, puedan conocer la generosidad del gran Almanzor. Y circuló. Almanzor era visto por todas partes, se le dotó de las propiedades de los demonios, aparecía con diversos aspectos, y todavía dos siglos más tarde, el obispo Lucas de Tuy, en su Crónica de España, se hacía eco de sus leyendas, en las que siempre aparece con el aspecto del favorito de Satanás.

La finalidad de esas incursiones hacia el norte muestra el punto débil de la sociedad de al-Ándalus. Nosotros estamos inclinados a mirar el mundo desde Europa y entonces al-Ándalus aparece como un rincón de frontera que debe pasar a otras manos. Córdoba tenía otra percepción. Para ella, el centro era Oriente y la frontera del mundo bárbaro se encontraba en las ciudades prepirenaicas y en el lejano Duero. Y como todas las fronteras, era una reserva de seres humanos que podían ser cazados en la guerra. Almanzor no quiere hombres. A todos les da muerte. Las mujeres y los niños son su botín. Las crónicas musulmanas son puntillosas en este sentido. Una y otra vez nos dicen los miles de cautivos que vienen a Córdoba. En la aceifa de Simancas más de quince mil, en la de Barcelona sesenta mil, en la de Zamora cuarenta mil. Su intención es biopolítica: que la sociedad cristiana no produzca seres humanos. El desarraigo que generó esa práctica de guerra puede imaginarse. El espanto hacía huir a las poblaciones. Nadie estaba en el mismo sitio tras el paso de Almanzor.

Las tierras de Castilla al norte de Sepúlveda y todas las tierras leonesas al norte del Duero quedaron desoladas. Y sin embargo, en esta estrategia Almanzor no fue consecuente. Al final de su vida, cansado de una actividad frenética y perenne, comenzó a dejar guarniciones musulmanas en los castillos y en los pequeños núcleos encastillados. En lugar de crear un desierto, forjó un centro administrativo musulmán en la línea del Duero. Pero sin bases cercanas, sin ciudades, sin poblaciones propias, sin el clima benigno del sur, esas unidades administrativas no podían durar mucho. Los cronistas nos dicen que al final de su vida Almanzor lamentó su error. En Medinaceli, a las puertas de la muerte, habría confesado que se había equivocado al unir aquellas tierras al «país de los musulmanes». Tenía que haber puesto entre al-Ándalus y los cristianos norteños diez días de marcha a través de desiertos, de tal modo que quien quisiera cruzarlos llegara hecho jirones. Al mantener los núcleos administrativos, había dejado puestas las bases para que los cristianos los ocuparan tan pronto él faltase. Una aguda conciencia subyace a este lamento, la que reconoce la tremenda vitalidad de una sociedad que pronto se iba a recomponer de la irrupción de un ciclón. Los propios poetas musulmanes no podían dejar de pensar en Almanzor con los caracteres de lo pasajero. De este personaje grandioso y fugaz dijeron: «He visto cómo tú has hecho caer una estrella y fui testigo de que hablaron de tu carrera de león».

Al paso de Almanzor, las tierras de Galicia, León, Castilla y Cataluña estaban más divididas que nunca. Los condes se titulaban «imperantes» y nadie respetaba la figura de unos reyes que se habían sometido muchas veces al caudillo cordobés. Con una firme voluntad de distinguirse, el conde de Castilla comienza a llamarse dux. Su política es tan autónoma que se aliará con el hijo de Almanzor para arrasar Barcelona en el 1004. Y en efecto, si al-Malik hubiera vivido más tiempo, habría sometido a los poderes cristianos a una presión disolvente. Como dijeron los cronistas, Almanzor se sentía orgulloso de transferir a su hijo «un más que suficiente cúmulo de impuestos para robustecer tu posición con el dominio del ejército y del fisco». Y así fue durante un tiempo, pues llevó la destrucción más allá del padre, hasta Sobrarbe, Roda y Clunia. Pero una enfermedad coronaria acabó con él y quedó claro que nada de verdad unía a la hueste musulmana. El califa Hisham no logró imponerse. La nobleza andalusí lo depuso y la guerra civil estalló por doquier. Los condes cristianos, con sentido de la oportunidad, pactaron cada uno con los viejos generales de Almanzor para derrotar a los odiados bereberes. Así lo hizo Ramon Borrell y Armengol de Urgell, o Sancho García, el castellano. En el 1010, una confederación de cristianos estaba cerca de Córdoba, intentando derrotar a los bereberes. El conde de Urgell perdió la vida en esa acción. Cada conde buscó los despojos que pudo del dominio musulmán. La sociedad cristiana se expandió como un resorte y ocupó todos los centros administrativos de Almanzor.

A la postre, al-Ándalus se había mostrado como una sociedad frágil, incapaz de mantener un sentido poderoso de la guerra. Al entregar su defensa a los jinetes bereberes puso su arma en gentes odiadas por los andalusíes. Esta fue su mayor debilidad. Los poderes cristianos se aprovecharon de ella. El pueblo andalusí se vio inmerso en conflictos internos que solo podían decidirse con una fuerza militar externa. Así entraron en la Península las primeras oleadas de almorávides hacia el 1015. Venían a fortalecer a sus familiares en apuros por los disturbios cordobeses. Pero sin grandes compromisos con la tierra, desestabilizaron las aristocracias urbanas de al-Ándalus en una política ansiosa de botín y de rapiña. Alejados del sutil refinamiento del califato, incapaces de comprender el islam sui generis que se había forjado en la tierra de al-Ándalus, dotados de una cultura mucho más ruda y primitiva, incapaces de comprender la elegante poesía y la compleja ciencia, los bereberes asolaron de nuevo la Península y lograron el sueño secular de tomar Tolosa hacia el 1027. Su victoria, sin embargo, hacía más daño a sus propios correligionarios que a los raídos núcleos de poder cristianos. Como una maldición, la primera oleada de almorávides mostró que al-Ándalus no podía aspirar a disponer de una fuerza militar propia. Debía elegir entre ser protegido por los cristianos del norte o por los bereberes del sur. Ambas soluciones lo condenaba como sociedad y como pueblo.