Pronto será Nochebuena en ese año de 1868. Santiago, capital de Chile, se prepara para celebrar la llegada del niño Dios. La ciudad cuenta en ese entonces con ciento treinta mil habitantes y se extiende de sur a norte, a través de una distancia de seis kilómetros, desde el Matadero Público hasta el Cementerio General, y de oeste a este en cinco kilómetros, desde la Quinta Normal hasta el Seminario Conciliar. Más allá de esos lugares comienzan las quintas y las chacras, que huelen al perfume de los campos. Todavía predomina la idea de que las calles de “pelo entero” son solo las que siguen el curso del agua de la cordillera al mar; las otras son las repudiadas y modestas calles atravesadas, calles de “medio pelo”, como las calificó Benjamín Vicuña Mackenna. La Alameda de las Delicias, única arteria importante que cruza la ciudad, se compone de dos filas de álamos que cubren con sus hojas el camino por donde corren los coches a la Estación Central y un modesto tranvía de sangre que parte de la Estación y termina en la Universidad, frente a la calle Ahumada. El pasaje era cobrado por mujeres que usaban un sombrero de hule negro, un delantal blanco y un portamonedas en bandolera donde guardaban el dinero y las fichas de hueso que representaban el monto del boleto: rojas para la primera clase y negras para la segunda. Esta última, expuesta al calor y al frío y a la cual se accedía por una escalerita, se llamaba pomposamente “la imperial”. Chile era el único país del mundo en que las mujeres desempeñaban la profesión de cobradoras.
La Alameda de las Delicias, ese día, está más animada que de costumbre: carretas llenas de juguetes, flores y frutas, cerezas, duraznos, brevas, melones y sandías se instalan para vender sus productos. Comenzó el verano y las tardes y noches son cálidas, después de un invierno largo y lluvioso en que los braseros no alcanzaron a entibiar las casas de gruesos muros de adobe y patios fríos. La gente se regocija contemplando cómo se arman las carpas en que se ofrecen olillas de las monjas y monitos de barro cocido de vistosos colores. Algunas bandas han comenzado a resonar y en las chincanas se inicia el baile de la zamacueca con tamboreo y guitarra donde los jóvenes elegantes, pañuelo en mano y bebiendo grandes vasos de chicha, animan el lugar. Para las señoras y jovencitas bien lo que allí sucede no debe ser comentado ni visto, aunque a hurtadillas no dejan de echar una mirada y largar un suspiro.
En esa tarde de bullicio y algarabía, el 22 de diciembre, en una calle de “pelo entero” —la casona de don Juan Bello y de doña Rosario Reyes—, en Catedral 1132 al llegar a Bandera, nace Inés. Sus padres son Félix Echeverría Valdés e Inés Bello Reyes. La pequeña llega al mundo en cuna de oro. Su familia pertenece a la oligarquía del país, dueña del poder económico y político. Entre sus ilustres antepasados forjadores de la república naciente sobresale su bisabuelo, el venezolano nacionalizado chileno, Andrés Bello López, famoso filólogo, poeta, jurisconsulto —autor del Código Civil— y fundador y rector de la Universidad de Chile durante veintidós años.
Sin embargo, a pesar de los buenos augurios y de la juventud, apostura y riqueza de los jóvenes padres, la desgracia se hace presente a las pocas semanas del nacimiento. Según Encarnación, la nodriza de la criatura, “desde los primeros signos del parto el demonio anduvo moviendo su cola. Dos días y dos noches duró la faena de dar a luz de la señora”. Y la Encarnación cuenta a diestra y siniestra el difícil alumbramiento, las reacciones del caballero Félix y el extraño comportamiento de la joven madre. Y de allí fue surgiendo la leyenda y la fábula llegó a nuestros días.
“¡Qué parto más largo, los aullidos de la señora se escuchaban hasta en la calle! La asistíamos la matrona, el doctor Cienfuegos de levita negra que daba órdenes, la hermana de la parturienta, doña Rebequita, que le sostenía la mano y con un pañuelo de hilo le secaba la transpiración y yo que acarreaba agua hervida y la vertía en una palangana de porcelana. Mi deber era mantener el agua caliente para que estuviera lista, limpiar a la madre y bañar al recién nacido, pero como el parto se prolongaba indefinidamente, yo entraba y salía con el agua hervida. En la antesala se paseaba agitado y me interrogaba azorado, achunchado por su falta de experiencia, el futuro padre: ‘Encarnación, ¿cómo está mi niña? ¿Sufre demasiado? ¿Cuándo, Dios misericordioso, irá, por fin, a nacer esta criatura? Es tan joven, tan delicada’. Y la verdad, que así lo era: le faltaba estatura, caderas anchas, si sus senos eran apenas dos botoncitos de rosas pálidas. Por fin al anochecer logró la matrona sacar de entre las piernas de la adolescente un pelotoncito sanguinoliento al que cogió de las patitas y enseguida le dio una palmada en las nalgas. Entonces sentimos un llanto fuerte e inacabable. ¡Era una niña! El doctor Cienfuegos dio la buena nueva y el regocijo fue grande. Los abuelos: don José Rafael, doña Dolores y misia Rosario, viuda hacía siete años, llegaron de inmediato y hermanos y hermanas. Se destaparon botellas de champagne, esa bebida llena de burbujas que toman las familias rancias. Mientras tanto yo bañaba a la recién nacida y le colocaba su primer vestidito bordado a mano y la señorita Rebeca, arrullándola en sus brazos, se la llevó a su madre, que jadeaba y no lograba reponerse de ese larguísimo parto. ‘Hermana, ya todo pasó, mira lo linda que es tu hija, tómala, bésala, para que deje de llorar’. Pero todo fue inútil, la joven madre no quiso mirarla, la rechazó con un gesto brusco y todos los que rodeábamos el lecho nos quedamos helados. Y lo mismo sucedió los días siguientes previos a su muerte. Por eso decimos que esta criatura nació maldita, ni su madre quiso saber de ella...”.
La versión popular de Encarnación cercó la infancia y juventud de Inés. Su padre prohibió terminantemente que se propagara ese absurdo chascarro, pero sin duda los murmullos en voz baja sobre su maldición llegaron a los oídos de la niña.
En su último libro, escrito en francés, Au-delà... Fragmentos de un diario íntimo, Inés, con su seudónimo de Iris, cuenta la versión de su llegada al mundo:
Un largo túnel sombrío y entro a la vida. Soledad infinita. Incapacidad total... Encerrada, impotente, paralizada, un pequeño cuerpo frágil, femenino... en la semi inconsciencia del sueño dos bellos rostros se inclinan sobre mí.
La más bella de ellas me aprieta contra su corazón; la otra, más joven, me mira asombrada. El día anterior yo formaba parte de ese cuerpo que ahora me oprime con ternura. Una fuerza desconocida me arrancó violentamente de las entrañas tibias y dulces de mi madre. Ella es bella y pura, apenas salida de la adolescencia. Separada con rudeza de ella fui entregada a una ciudad opaca, de edificios gruesos, sombríos, tristes, ¡y tan bajos! La alcoba también es sombría, de cielos altos de madera, pero los óvalos angelicales apaciguan mi angustia. Son hermanas esas dos bellas criaturas. Una descansa en su lecho, la otra está sentada a su cabecera. El ultraje que la naturaleza hace a la mujer madre no altera la belleza de la enferma. Sonríen inocentes, sin perturbarse por esas leyes de la vida que han destrozado a una, ante los ojos asombrados de la otra. La nueva vida les parece el precio justo al dolor.
La enferma, la mayor, descubre su pecho albo y el instinto de la vida me empuja hacia ella, pero no logro coger la punta rosada, virginal, que ningún labio ha chupado todavía. Me esfuerzo inútilmente por alimentarme de su leche, ofrecida por un seno demasiado joven y casi informe...
Durante los breves días de nuestro encuentro recuerdo su mirada tierna, lejana, lastimosa. ¿Presentía, quizás, mi madre que su misión terminaba y que el pequeño ser producto de sus entrañas llevaría la pesada carga de la raza desaparecida?
Pocos días transcurren entre el parto y la muerte: diez días. Aparece la fiebre, el médico no le da importancia. “Déjenla dormir”. A la recién nacida la trasladan a otro cuarto. La muerte se lleva a la joven madre al alba de un cinco de enero. El cura llegó tarde y exclamó: “La muerte no respeta la hermosura”.
Inmaculada, pura y toda blanca, duerme tranquilamente bajo la luz de los cirios en su alcoba de casada.
La triste nueva recorre la ciudad. La ciudad provinciana y semicolonial fue sacudida por la noticia. La obra maestra de la naturaleza, la más bella niña de la ciudad ha partido para siempre. Se echará de menos como una pérdida social.
Rápidamente la muerte deja caer su obra devastadora sobre los despojos de la mujer y la vuelve irreconocible. Los bellos rasgos, la armonía del rostro, su blancura diáfana desaparecen. Su faz se hincha monstruosamente, su blancura se torna gris y enseguida negra. Esa noche una macabra aparición yace en el ataúd en vez de la pura belleza angelical. En la ciudad no se conocen los recursos aplicables para maquillar los cadáveres, con premura la familia sella el ataúd...
Mónica trata de analizar la fábula de la hija que logró sobrevivir a su orfandad:
Esa hija que no aceptó nunca la versión familiar sobre el rechazo incomprensible de su madre hacia su existencia y en las postrimerías de su vida sacó a luz su diario íntimo escrito desde su adolescencia, en que sus anhelos y sueños transforman la dura realidad inventando un relato que satisface su inconsciente de niña repudiada idealizando a la madre ausente en un modelo de belleza, pura e inmaculada, que aprieta con ternura y gozo a su hija recién nacida. A su padre, en cambio, lo hace aparecer como el violador destructor de la hermosura y la perfección. Y la imagen de la madre será el ángel guardián que la acompañará durante toda su vida. Los Echeverría, por añadidura, serán repudiados y los Bello, ensalzados.
Inés proclamará a los cuatro vientos que su inteligencia, su brillo y talento literario se deben a la sangre de los Bello y nada más que a ellos. Pero, por mucho que lo vocee, se torna difícil comparar al ponderado y juicioso patriarca don Andrés Bello, del cual según ella recibió su legado creativo, con la apasionada, irracional y sarcástica Inés. Ni aun literariamente nada tienen que ver las obras de Iris, sin estructura y plagadas de errores gramaticales, con el jurisconsulto y filólogo don Andrés, ejemplo del correcto escribir.
La sociedad, en cambio, relacionará a la brillante Inés con Rosario Reyes, su abuela materna, viuda a los treinta años de Juan Bello, que mantuvo durante largos períodos uno de los salones literarios más en boga, frecuentado por la flor y nata intelectual y política. Según Luis Orrego Luco, doña Rosario era ligera, atrevida, maliciosa y llena de insinuaciones. Le gustaba escandalizar a la gente. Sus salidas fueron famosas en la crónica mundana. Vade retro, exclamaban algunos cuando ella clavaba su vista en ellos. Sucedió una vez que subiendo las escaleras de La Moneda, al tiempo que bajaba el presidente Santa María oprimiéndose el corazón, díjole doña Rosario: “Por donde pecas pagas”.
“En ese caso —le replicó su excelencia—, tú tendrías cáncer a la lengua”.
En otra ocasión, mientras en una vitrina del centro se exhibía un retrato del presidente Balmaceda cuyo parecido admiraban los transeúntes, doña Rosario lo sintetizó de esta forma: “Pero si parece que está mintiendo”. Combatida por los años y los achaques sufrió en casa de un amigo un derrame cerebral que hizo necesario recostarla en su lecho. Al volver en sí, lamentaba que desdichadamente la hubiera derribado allí la enfermedad y no el amor. No obstante, cuando le preguntaban a su amigo cómo había quedado la enferma, contestaba: “Antes la Rosario era una mujer de extraordinario talento, ahora está... como el término medio de las señoras de Santiago”. Don Ambrosio Montt, príncipe de la ironía, ponía en “solfa al ático” con doña Rosario Reyes. Las extravagancias, ironías y anécdotas sobre la abuela Reyes bien podrían en décadas posteriores aplicarse a doña Inés, aunque ella nunca aceptó ser heredera de la personalidad y chispa atrevida de esta antecesora, con la cual nunca se avino.
A pesar del desapego aparente y de lo alejada que estuvo de esa abuela, a los setenta y cuatro años le dedica una de sus crónicas noveladas:
A doña Rosario Reyes de Bello.
A ti mamita que ante el doloroso fracaso humano me enseñaste a reír para no llorar debo estos esbozos de sonrisas, en contención de lágrimas. Tu nieta,
Inés.
Y varias veces aparecerá en los libros de Iris esta abuela Rosario, brillante y seductora, en contraste con su tía Dolores, que la crio, aburrida y beata.
La pequeña Inés continuará viviendo por unos años en casa de doña Rosario. Encarnación amamantará con su rica leche de muchacha campesina a la débil criatura que se transformará en una mujer de salud de hierro hasta su decadencia final.
La hermana de su madre, Rebeca Bello, solo tenía quince años cuando murió su hermana, el bello rostro que me arrulló entre sus brazos cuando nací, como asevera Iris. Pero la vida social de la joven debutante era intensa, muchos eran sus pretendientes, poco interés podía prestarle a esa sobrina recién nacida, fuera de unas caricias esporádicas, entre saraos y novios. A los veinte años decidió aceptar como marido al banquero y futuro diplomático Augusto Matte Pérez.
El matrimonio se realizó un año después y todo parecía normal, pero cuando la recién casada comenzó a sentir los primeros síntomas del embarazo, su conducta cambió bruscamente: a su marido lo trataba como a un extraño, su vista se extraviaba como en otro mundo, solo se concentraba cuando tocaba el piano. Es cierto, su vocación desde pequeña había sido la música y era una eximia pianista, sin embargo, ahora esta inclinación se tornaba morbosa. La familia llamó al médico y este los tranquilizó: “No se trata de nada grave, a muchas embarazadas les sucede lo mismo”. No obstante, no fue así. Después del alumbramiento de una hija —que posteriormente sería la famosa escultora Rebeca Matte— la madre enloqueció definitivamente. Rebeca Bello fue internada en la chacra Lo Sánchez al cuidado de dos enfermeras. Morirá de vieja sin recobrar nunca la razón. Las dos nietas del talentoso Andrés Bello sufrirán un dramático destino.
La historia cuenta que al llegar don Andrés Bello a Chile en 1829, el todopoderoso gobernante Diego Portales le ofrece después ser su asesor en la redacción jurídica de los estatutos para reprimir a los insubordinados. En 1859, en La Serena, un grupo de alzados en armas contra el régimen es fusilado, aplicándose el estatuto Bello. Dicen que poco antes de morir se alzó una voz: “¡Maldito Bello, tu descendencia sufrirá está injusticia y morirá joven e intempestivamente!”. La maldición comenzaba a cumplirse. Augusto Matte, ante la irreversible enfermedad mental de su mujer, aceptará un alto cargo diplomático en París, donde educará a su única hija.
Inés-Iris continúa:
Después de mi nacimiento fui trasladada al tercer patio de la casa, a un cuarto grande donde en un catre a mi lado velaba mi sueño mi mamita Encarnación. Una noche sufrí una alucinación donde vislumbré a mi madre y a mi tía inclinadas sobre mi cuna cubriéndome con un manto protector…
Poco después, en una imaginaria carta dirigida a su prima, escribe: ...No llegaba aún a la edad que llaman “de la razón” cuando la cabeza luminosa de tu madre cayó en las tinieblas, eso fue en el instante mismo en que fuiste concebida, hermana tan querida, y la luz que emanaba de ella y su clara inteligencia quedó sumergida en un pozo... Tu madre continuaba viva: hablaba, tocaba el piano y se desprendía de ella una gracia indefinible, como una aparición mística, pero su espíritu vagaba en otro mundo. Sentada delante de su piano que antes vibraba gracias a su pasión, parecía ahora buscar inútilmente su yo perdido con sus manos errando sobre el teclado. Así fue... las dos fuimos el tributo de la maternidad. ¡Esas dos vidas preciosas a costa nuestra! El peso de tal culpa nos obliga a un destino duro, elevado y penoso... Nuestras infancias fueron mimadas, pero de gran soledad interior. Los que nos rodeaban nos consideraban dueñas de un don oculto y peligroso, criaturas raras, sospechosas...
A lo largo de su infancia, adolescencia y juventud, Inés continuará añorando la compañía de esta casi hermana, envidiando su vida en París, libre de prejuicios en la Ciudad Luz; mientras que la de ella transcurre en la casa de los tres patios oprimida por seres materiales dormidos, ahogada por reglas católicas estrechas...
Félix Echeverría, el joven padre de Inés, el marido desconsolado, después de enterrar a su mujer, abandona el hogar de los Bello y se traslada donde sus padres, don José Rafael Echeverría Cotapos y doña Dolores Valdés Aldunate. Ellos vivían en una casona de dos pisos y tres patios en la Alameda con la calle Riquelme. Allí había crecido la extensa familia: ocho varones y cinco mujeres. Todos estaban ahora casados, con excepción de dos mujeres que habían entrado al convento y de Dolores, soltera aún, que permanecía en la casa solariega. Como no era bonita y había pasado la edad de merecer, su destino sería el de cuidar a sus padres. En ella pensó Félix cuando tomó la decisión de trasladar a su hija al hogar de los Echeverría. Rebeca Bello se había casado; la pequeña Inés no gozaría, por lo tanto, de sus caricias y arrumacos y con la abuela Rosario no se podía contar, dedicada a otros menesteres ajenos a los de su nieta. Dolores —Lolo, como la apodaba la familia, la mamita Lolo, como le dirá Inés desde los seis años— pasará a reemplazar a la madre perdida de la pequeña, entregando con pasión su estéril maternidad a esa hija que le llega del cielo.
Contaba la sirvienta Encarnación que “después de la muerte de su esposa, el caballero Félix cayó en una gran melancolía: se encerró en su cuarto, dejó de alimentarse y pasaba horas contemplando el retrato de su bella adorada”. Ese fue el primer síntoma de un mal que lo acompañará hasta su muerte: seis meses de euforia en que participa en saraos sociales y en empresas utópicas, la mayoría de las veces desastrosas, que mermarán sus bienes y lo llevarán en corto tiempo a la ruina; y seis meses de depresión en que se recluye solitario encerrado entre cuatro paredes. Años después, Félix contraerá segundas nupcias con Virginia Larraín Vicuña, su primera novia, antes de que cayera embrujado en los encantos de Inés Bello. Vivirá con su nueva esposa en el segundo piso de la casona de sus padres y de esa unión nacerán los cuatro medios hermanos de Inés.
La niñita y joven Inés no formará parte del hogar Echeverría Larraín, ¿Su padre no se atrevió a quitársela a su hermana? ¿La mamita Lolo la quería exclusivamente para ella? “Por obligación —exclamaba Dolores— debía mandarla donde su abuela Rosario, de vida disipada e ideas liberales reñidas con las buenas costumbres. En cuanto a mi cuñada Virginia tenía demasiadas preocupaciones con tantos hijos y era de salud frágil... Más vale que la niña Inés, que es tan voluntariosa, no frecuente gente que la mime o adule en desmedro del recato que debe poseer toda niña bien”. El hecho es que la educación de Inés fue dirigida e impuesta por Dolores con las reglas rígidas de una familia austera, conservadora y católica de esos tiempos.
Dos años después del nacimiento del último hermano de Inés, José Rafael, Virginia fallece y Félix vuelve a caer en otra larga melancolía. Doña Martina Barros narra en sus memorias que Félix Echeverría era algo excéntrico. “Escribía en los periódicos —dice— con dos seudónimos diferentes el pro y el contra de un tema que apasionaba a la sociedad de ese momento y en el que tomábamos partido por una y otra posición sin darnos cuenta que el autor de ambos puntos de vista era uno solo. En el fondo creo que Félix se reía de nosotros y de nuestras divergencias, pero era difícil enojarse con él, era encantador y su mujer, Virginia, tan dulce y quitada de bulla...”.
En Chile, mientras tanto, sucedían acontecimientos sociales y políticos que sacudían de su modorra a los ciudadanos y que cambiaban diametralmente al país semicolonial en una república de ideas liberales y geográficamente más poderosa y extensa.
El año 1871 —cuando Inés cuenta solo con tres años— llegan a su fin los llamados decenios. José Joaquín Pérez Mascayano (1861-1871) debe entregar el mando a Federico Errázuriz Zañartu. Para celebrar al nuevo presidente y despedir el antiguo que había gobernado en paz, hubo grandes fiestas en las que participó toda la sociedad.
En una de sus historias noveladas, Iris narra a través de la crítica de un pelucón el impacto que produjeron en ciertos sectores estas fiestas sociales, para ellos ridículas y escandalosas:
El presidente de la República recibe ahora en los salones de La Moneda con su cara de palo de siempre a toda una chimuchina: los empleados públicos con sus familias, el presupuesto en masa, los porteros de oficina, los “mataceros”, los ayudantes de hospital, los ferrocarrileros, los palanqueros, los agentes de policía..., unos siúticos cariacontecidos que no conocen a nadie y en que nadie repara, ofuscados por la luz, con las colas de los fraques prestados o arrendados, reventados dentro de la ropa o arrugados como bolsas vacías colgando de sus cuerpos. Los guantes les ponen las manos tiesas. ¡Gente tan rara! Vomitados de la Chimba, del matadero o de la cañadilla. Estaban, por supuesto, también, todos los honorables de ambas Cámaras y de los Tribunales de Justicia mezclados con procuradores del número, tinterillos y los cuerpos docentes... ¡Una ensalada! Las frases que vuelan y tienen una vulgaridad aún más cándida que las de nuestros saraos. Se liba con furor, cerveza de Valdivia y a las doce no queda ni un litro. Y los centenares de sedientos que importunan incapaces de multiplicar cuatro docenas de pésimo oporto y de coñac, tres de goma y dos barricas de cerveza para satisfacer la legítima demanda de gente acalorada, que gastó en arrendar frac, camisa, corbata y guantes, para asistir a la fiesta real... Y el excelso mandatario, como si nada, recibiendo la breva pelada, que le cae de lo alto de una higuera. ¡Adónde iremos a parar con tamaña insensatez!
Estos mandatarios representaban la unión de las dos corrientes más poderosas de la época: el conservantismo, expresado por los terratenientes y banqueros, y el liberalismo presente en los nuevos ricos, gracias a los beneficios auríferos existentes en Ovalle y Copiapó y a las industrias incipientes de Santiago, Valparaíso y Valdivia, especialmente fundiciones, cervecerías y molinos. El Gobierno de Errázuriz, liberal (1871-1876), abre las puertas a ideas nuevas; se levanta la censura de prensa y escritores hasta entonces prohibidos se leen ávidamente: Voltaire, Rousseau, los enciclopedistas Diderot y D’Alembert, franceses; y los norteamericanos Jefferson y Emerson, entre otros. Las reuniones políticas son aceptadas y los periódicos de ideas antes consideradas subversivas aparecen con gran éxito, especialmente por su carácter anticlerical.
Pero no debemos olvidar —piensa Mónica— que para llegar a esa estabilidad política Chile sufrió durante todo el comienzo del siglo XIX cruentos enfrentamientos por el poder entre los conservadores, llamados pelucones, y los de ideas avanzadas, llamados pipiolos, que culminaron en tres guerras civiles (1829, 1851, 1859). En una de estas contiendas, la del año 1851, el abuelo materno de la niña Inés, Juan Bello, estuvo encarcelado y posteriormente fue exiliado a Francia. Poco antes que naciera Inés, el presidente de la República, don Manuel Montt, conservador (1851-1861), que se caracterizó por su extrema dureza represiva hacia sus opositores —entre los cuales se destacarán grandes políticos como Lastarria, Bilbao, Vicuña Mackenna, Domingo Santa María, los Matta y los Gallo—, se convence de lo estéril de esa lucha y forma una coalición con sus enemigos, dando el primer paso a una tregua que durará hasta 1891.
Después de Errázuriz Zañartu asumirá la presidencia otro liberal, Aníbal Pinto Garmendia (1876-1881), que gobernará en la adolescencia de Inés y profundizará la modernización política. Sus más importantes logros fueron: reforma constitucional, Ley de Cementerios Laicos y Ley de Elecciones. Se produce además, aparentemente, la primera crisis de la deuda externa al asumir el Estado la emisión del circulante, que produce la quiebra de familias poderosas y la emigración de jóvenes tras la quimera del oro de California. Según algunos historiadores, presumiblemente, esa fue la causa oculta de la guerra del Pacífico, en busca de la riqueza de las salitreras en tierras de Bolivia y del Perú. Pero poco se dará cuenta Inés de los vaivenes políticos de su país, y en cambio recordará la festividad de Semana Santa como algo inolvidable. En su diario escrito en la juventud, nos cuenta:
La Semana Santa es todo recogimiento y luto, hasta yo que no era más que una niñita me visten de negro. Las mujeres arrebujadas en sus mantos y acompañadas de sus maridos, hijos y criados acuden a las iglesias. Y las confesiones y ritos religiosos se suceden uno tras otro. Muchedumbres en los templos, música solemne. En las puertas de las iglesias se coloca una gran cruz junto a la cual aparecen reos sacados del presidio que piden limosnas haciendo sonar sus cadenas y gritando lastimosamente: —Ayudad a estos miserables que yacen en las cárceles. Yo —prosigue Inés— me lleno de espanto y esos rostros pueblan mis pesadillas. En las tardes se introducen en las casas los “cucuruchos”, que son jóvenes que amparados en sus disfraces aprovechan ese subterfugio para ver a sus amadas y darles abrazos y besos furtivos. Mi mamita Lolo los manda echar a escobazos gritando: ¡Mequetrefes, sabandijas, deslenguados, con sus calaveradas a otra parte, aquí no vive más que gente decente, que no da que hablar!
Luego llegaba la procesión de Viernes Santo, en la cual se exhibía al Señor de la Agonía. Ese Cristo, que sobrevivió al terrible terremoto que destruyó la ciudad de Santiago en 1647, y al que solo se le desplazó su corona de la frente al cuello, lo que el pueblo interpretó como una amonestación de Dios contra la jerarquía eclesiástica por la absolución concedida a la Quintrala, doña Catalina de los Ríos, autora de más de cuarenta horrendos crímenes.
Por fin los esperados Sábados Santos y Domingos de Resurrección llenos de aleluyas y risas en que las mujeres abandonan sus lutos y se visten con trajes nuevos y de colores vivos, deseosas de flirtear o “pololear”, como se comenzó a decir en ese entonces.
Enseguida se acaba la algarabía de la vida callejera y se dejan caer los largos inviernos con lluvias interminables. Yo, en el tercer patio, sentada en la falda de mi mamita Encarnación, junto al brasero, escuchando los chismorreos de los criados, o comiendo sopaipillas y manjar blanco que me pasa la Peta con un gran cucharón de madera con el cual revuelve por horas la leche con azúcar hasta que se convierte en algo delicioso. En las tardes me llevan al salón y junto a la mamita Lolo rezo el rosario en compañía de toda la servidumbre. Mis únicas salidas de esa temporada son a casa de mi abuela Rosario, una vez por semana. Allí todo es diferente: caballeros que fuman y señoras elegantes charlando y discutiendo acaloradamente entre sí, mientras se sirve mistela. Después que aprendí francés, gracias a la madame, yo recito una poesía y todos aplauden y me regalan dulces.
Recuerdo, también, el juego de charadas y una adivinanza en especial que recitaba doña Martina Barros:
Mi primera es la primera
piedra de un grande edificio
al que mira Dios propicio
y ha vinculado su amor.
Mi segunda es un gran rey
de una gran parte de seres,
no son hombres ni mujeres
pero de alta estimación.
Mi tercera es igualmente
en su especie el Primero
a quien además venero,
porque se halló en la pasión...
De estas tres partes el todo
señores, adivinad
si es acaso una deidad
o solo un hombre cual yo.
Y la exclamación jubilosa de mi mamita Rosario, que era la más rápida adivinadora: ¡Pedro León Gallo! ¡Me siento tan a gusto en ese ambiente! Desgraciadamente debo regresar de esa alegre velada a la mansión de mis abuelos en que todo permanece inmóvil... El portón claveteado, la calada mirilla, el zaguán... En el salón, como siempre, la mamita Lolo sentada en un sillón de jacarandá de brocato carmesí, jugando tresillo con el canónigo Despoz. Al desearme las buenas noches ella me hace la señal de la cruz en la frente y murmura: Anda ahora m’hijita a saludar a tu abuela que ha estado adolorida estos días.
Para llegar a los aposentos de mi abuela debo cruzar un patio sombrío y a esas horas las campanas de Santa Ana y San Lázaro, las iglesias vecinas, tañen lúgubremente, yo asustada aprieto con fuerza la mano de Encarnación que me acompaña. Mi abuela vive recluida y rara vez sale de sus habitaciones. Los tíos, tías, yernos, nueras e innumerables nietos la visitan solo de vez en cuando. La atiende su criada, llamada Justina. Mitiga el frío un gran brasero de plata del cual sale el aroma de alhucema, que aleja los malos pensamientos para que el sueño se torne un placer.
Su cuarto está convertido en oratorio con altar apoyado a la ventana. La Virgen de las Mercedes, tallada en piedra ambarina, se mantiene engalanada de claveles rojos que en lo más crudo de la estación son reemplazados por pelargonias. Muebles de brocato de colores mustios y sobre el sofá de medallones pende un gran cuadro de nuestra señora de Purísima y encima del buhle, san Miguel Arcángel. En su lecho, alto, de caoba, apoyada en almohadones yace mi abuela. Entre sus manos un rosario de gruesas cuentas negras que desplaza por sus dedos marfileños y escuálidos y sobre su cabeza una toca de encaje blanco bordado. La acompaño un rato en sus oraciones. Al retirarme exclama: —¡Que los santos te protejan y libren de todo pecado!
Mi abuelo, en cambio, a pesar de sus años es un viejo dicharachero de estampa fina y corajudo. Sale de madrugada en el coche de trompa a observar las labores de sus haciendas aledañas a la capital. A veces no regresa por semanas. Cuando arriba el buen tiempo yo suelo acompañarlo y esos paseos me llenan de felicidad.
La fisonomía de Santiago cambia poco a poco. La ciudad, que al nacer Inés solo se alumbraba con gas, en 1883, aparece gradualmente con luz eléctrica en sus calles principales. Se instala en 1848 un sistema precario de tuberías de greda con agua que tratan de suplir acequias y pozos y que se prolongan hacia algunas mansiones de los más pudientes. Las comunicaciones se entregan, desde 1852, por medio del telégrafo. Pero, sin duda, lo que causa mayor expectación dentro de la modernización es la inauguración del ferrocarril entre Valparaíso y Santiago —cinco años antes del nacimiento de Inés— en 1863. “La sociedad atónita —cuenta la crónica—presencia la entrada triunfal de la primera locomotora por La Cañada embanderada, con Mr. Meiggs (ingeniero que hizo el trabajo) de pie sobre el furgón aclamado como un vencedor de la antigüedad... Todo el pueblo se congrega para ver cosa tan inusitada. ¡El primer tren que corre por la República!”.
Un francés de paso en Chile por motivos comerciales, Horacio Runbolt, escribió en un libro llamado Le Chili rapport sur le progres et la condition génerale de la Republique (París, 1877): “No se espera encontrar a treinta leguas al interior y a los pies de los Andes, una ciudad con edificios públicos tan magníficos, residencias particulares tan imponentes y paseos tan excepcionalmente hermosos. Lo que sorprende es la atmósfera de holgura aristocrática que domina allí. Las largas y tranquilas calles compuestas por casas particulares construidas según el estilo colonial español o el modelo de las mansiones de París. Las mujeres bien vestidas y de apariencia distinguida circulan a la luz del día a lo largo de veredas bien mantenidas. Las numerosas iglesias y los muros blanqueados, largos y bajos, los conventos y la ausencia de grandes muchedumbres, la concentración del comercio y de las tiendas en algunas calles del centro lleva a preguntarse si no es el lugar de residencia de una corte ilustrada y tranquila”.
Sin embargo, y a pesar de sus alegres comentarios anteriores, expresa dolido: “Es también un lugar de contrastes, porque al lado de construcciones principescas se ven tugurios de la más lúgubre apariencia, donde la miseria luce sus harapos a cada paso y a pleno sol”.
Pero, acota Mónica, la aristocracia poco sabía de tugurios y miserias a solo metros de sus hermosas mansiones. Las costureras o lavanderas se llevaban la ropa de sus patrones para lavarlas o coserlas y las traían de vuelta sin comentar o quejarse de su miserable condición. Iris cuenta que ella de chica sabía de ricos y pobres. Los ricos: Su familia, sus amigos; los pobres: las nodrizas, las sirvientas, los cocheros, los inquilinos. A mí nunca me permitieron entrar a algunos de esos conventillos de la capital y en las vacaciones en el campo nunca conocí las chozas de los peones.
Para el día de mi “Primera Comunión”, a los siete años —escribe en su diario—: Aprendí de memoria el catecismo y los diez mandamientos como un papagayo. Sobre todo se insiste en mi pureza, simbolizada en un vestido blanco de raso bordado y en un largo velo sujeto a una corona de pequeñas rosas. En una mano llevo una flor de azucena y en la otra un rosario de nácar y un pequeño libro de misa. Todo debe ser blanco, como se supone está mi alma. El día anterior ceno temprano, una comida frugal, y no debo probar bocado, ni un vaso de agua, hasta la ceremonia del día siguiente a las nueve de la mañana. Yo trato de no pensar en nada —todo puede ser pecado— mientras me sujeto las tripas para que no reclamen con estrépito por el hambre que se hace cada instante más apremiante. Mi mamita Lolo llora emocionada mientras Encarnación me prende el velo y la corona con horquillas al cabello...
La larga descendencia de don José Rafael es invitada y hasta la abuela Dolores asiste al evento. A ella que estaba tullida la trasladan en un sillón que suben a la calesa y bajan frente a la iglesia en hombros el cochero Antonio y Cucho, su ayudante; con él atraviesan el pasillo central de la nave colocándolo frente al altar próximo al reclinatorio del marido.
Los ojos bajos, las manos juntas atravieso la iglesia de San Lázaro rodeada por la mirada complacida de toda la familia que llena la nave. Me arrodillo frente al altar; preparada para el día más feliz de mi vida, según me han convencido... Jesús, a través de la hostia, penetrará en mí y me hará suya... Trago con sumo cuidado la hostia, no debe mascarse y siento que un calor suave y tibio me envuelve y envuelve mientras lentamente pierdo el conocimiento y caigo al suelo. Para todos los presentes eso es una señal: ¡Soy una escogida por Dios, solo me falta levitar para ser proclamada santa! Mi mamita Lolo me incorpora y escucho junto a mi oído su voz trémula: —Mi niña es un ángel, el ángel que la Santa Iglesia necesita en estos momentos para proclamar su fe ante todos esos granujas, ateos y masones de malos hábitos y peores intenciones...
En 1879 estalla en Chile la guerra del Pacífico, gesta épica que conciliará a conservadores y liberales y en la cual se verá involucrada toda la sociedad chilena, desde los sectores pudientes hasta campesinos y gañanes de la ciudad.
Durante el período colonial y los primeros años de nuestra vida independiente, el desierto de Atacama había sido el límite natural de Chile con el norte. Nadie pretendía explorar esa árida tierra y su extensión de más de doscientos kilómetros era una segura frontera entre Chile y Perú. Pero, con el tiempo, gracias a la demanda creciente de salitre y guano de Europa, el desierto más seco del mundo fue adquiriendo importancia económica e histórica. La certeza de esta nueva riqueza motivó a empresarios europeos asociados con chilenos a invertir y se constituyeron de facto en esos lugares, fundando la ciudad de Antofagasta y ocupando para la extracción del salitre mano de obra nacional. Sin duda esa fue una de las causas esenciales que precipitó la conflagración armada y la disputa por el control del océano Pacífico a través de los puertos del Callao (peruano) y de Valparaíso (chileno). Previendo el peligro que encerraban estos ambiciosos propósitos chilenos, Perú y Bolivia suscribieron un acuerdo secreto defensivo frente a una posible expansión territorial de su vecino.
Lo que desencadenó la guerra fue la aplicación de un impuesto por parte de Perú y Bolivia contra las compañías chilenas que embarcaban sus productos. El 5 de abril de 1879, Chile no poseía capacidad bélica para enfrentar a su enemigo. Pero, gracias a habilidades financieras y diplomáticas, complementadas enseguida por éxitos militares, la situación se revirtió cuatro años después de cruentas batallas a favor de Chile, que incorporó a su territorio las provincias de Tarapacá y Antofagasta, de grandes y variadas riquezas minerales.
Según los memorialistas de la época, toda la nación respiraba esos años a guerra. A cada momento, salía algún suplemento con noticias ávidamente devoradas por el público. Las informaciones llegaban dos días después de los sucesos transmitidas por cable submarino a los diarios El Ferrocarril, Los Tiempos y El Independiente. Durante los cuatro años que duró la contienda los chilenos vivieron al unísono cada derrota y proeza. La voz del patriotismo resonó en el país entero, avivando el amor fraternal. Según Martina Barros: “Las horribles deficiencias de sanidad hacían imposible salvar preciosas vidas, de heridos en los campos de batalla que llegaban a la capital en pésimas condiciones y eran llevadas a un hospital improvisado en Alameda con Castro”, casi frente a la mansión donde vive Inés.
Durante ese período el padre de Inés, Félix, fue vicepresidente de la Sociedad Protectora, fundada por Vicuña Mackenna, para socorrer a las víctimas de la campaña.
Iris rememora: Presencié a los diez años la entrada de Condell a Santiago. Venía de pie, sobre la cima de un tranvía, saludando con su gorra de marino a la multitud, que lo vivaba enloquecida y que llenaba por completo todo el trayecto, desde la Estación Central hasta la calle Ahumada, por donde torció hacia la Plaza de Armas...
¡Por fin la ansiada paz! Luis Orrego Luco describe ese acontecimiento: “El ejército expedicionario hace su entrada triunfal. El Paseo de las Delicias está engalanado. A uno y otro lado de la avenida central se alzan palcos de madera, desde San Miguel hasta la estatua de O’Higgins, ataviados con ramos y flores. La sociedad entera de Santiago los llena. A las tres comienza el desfile, anunciado por tres cañonazos y todas las campanas de los templos echadas al vuelo que se adhieren al homenaje. Enormes banderas ondean en las casas. Encabeza la marcha el general Baquedano montado en un hermoso corcel acompañado por su estado mayor. El regimiento Baquedano, con pantalones de franja verde, los atacameños, el célebre Buin, el Segundo de Línea con su estandarte destrozado por la metralla, la artillería con sus bruñidos cañones Krupp... El piafar de los corceles de la caballería, el resonar de los clarines, las músicas militares que tocan confundiéndose. Vivas y flores, gritos y saludos de las familias, todo produce una impresión inolvidable”.
En su libro Au-delà..., Iris dedica este epílogo a la guerra del Pacífico: Una guerra despierta el alma dormida de nuestro joven pueblo, el heroísmo ancestral de la raza estalla de golpe... Tratamos de cantar... Pero las voces primitivas poseían tonos rudos.
En ese entonces su padre, don Félix Echeverría, es elegido diputado por Quillota, donde sale reelegido durante varios períodos. Según crónicas periodísticas es un diputado de ideas geniales, expansivo, popular, cuyos discursos y escritos llamaron la atención. En el año 1886 presenta a la Cámara un proyecto sobre “libertad de sufragio” y al año siguiente aboga por la “comuna autónoma”.
Desde chica, la niña Inés recibe la educación impuesta por una familia conservadora y católica. ¡Ni pensar en colegios, las mujeres de su clase son instruidas en su hogar, las familias rancias no se mezclan con las nuevas ricas, gentuza, cuya alcurnia se desconoce! El canónigo Vicuña le enseña religión. Un catolicismo —dirá más adelante la escritora Iris— fanático, oscurantista, sin ningún principio cristiano del cual me costó mucho sacudirme.
A los cincuenta años, Amanda Labarca en una entrevista le pregunta:
—¿Cree usted en Dios?
—Sí, a pesar de la Iglesia.
Su educación estuvo orientada hacia el aprendizaje de idiomas extranjeros, entre los cuales el francés es el predominante de las clases ilustradas. Su abuelo encarga para este fin, a través del consulado de Chile en París, una institutriz a la cual se encomendará esa tarea. Francia, después de la guerra franco-prusiana, había quedado con su economía destruida, existía gran escasez de alimentos y mucha desocupación. Los jóvenes, para paliar la difícil situación, se inscribían en las legaciones diplomáticas latinoamericanas buscando nuevas perspectivas de vida. Berthe Fressancourt fue contratada. Tenía excelentes recomendaciones y era católica practicante como lo exigía Dolores. Después de un largo viaje llegó a Chile “la madame”; llegaba a un país lejano para desempeñarse como institutriz de la niña Inés, un país con otro idioma y del cual no sabía nada. Iris relata: La madame tenía veinte años, aunque era rígida y austera. Al comienzo le tenía gran respeto y distancia, pero como yo era una buena alumna se fue encariñando conmigo. Madame permaneció en casa hasta mi matrimonio y después se trasladó a otra familia. Nunca aprendió castellano. Murió en Chile, soltera, de edad avanzada y con su mismo sombrerito ridículo con el cual llegó. Gracias a ella aprendí no solo a hablar, escribir y leer en perfecto francés, sino, también, a recitar y variadas canciones de su país natal. Adoré el francés, ese idioma del amor, de los poetas y pensadores.
Cuando cumplí doce años y la familia se dio cuenta de que era una perfecta francesa decidieron contratar una “miss” para que dominara también el inglés. Miss Molly Whitlock arribó a Chile poco después. Era tan joven como la madame y por supuesto no hablaba una palabra de español.
De cara pecosa, blanca y sonrosada, acometió con bríos sajones la tarea de enseñarme otro idioma. Pero se estrelló contra las intrigas y el desprecio de la madame que odiaba a los ingleses y una niña díscola y atrevida que se burlaba de ella. Fue todo un fracaso y lo único que recuerdo de esa enseñanza es que para emitir palabras en ese idioma nunca debía abrirse la boca, sino fruncirla como ofreciendo los labios para recibir un beso. Desolada ante su revés, miss Molly partió a un fundo de Colina contratada por la familia Varas como institutriz de sus hijos.
La formación de Inés abarcaba también labores propias de una niña de la alta sociedad, como el bordado y la música, esenciales para conquistar un marido. Trataron de enseñarme a tocar piano y a cantar arias, pero fue inútil y de costuras, y “petits points” y otras insulseces de ese estilo no quise saber nada.
Algunos meses después de cumplir los catorce años, una tarde lluviosa y fría de invierno en que Inés lee por vigésima vez Aprés la pluie le beau temps, de la Contesse de Ségur, junto a madame y la mamita Lolo, que sorbe lentamente su mate con los ojos en blanco, irrumpen bruscamente en el salón las tías Felícitas Echeverría, esposa de Luis Aldunate, e Isabel Cazotte, casada con Hernán Echeverría, a las cuales acompaña Rosita Aldunate, prima de Inés y unos meses mayor que ella. Todas vienen vestidas a la última moda: sombreros grandes adornados de plumas y cintas, faldas de terciopelo y raso, capas de piel... ¡Y hasta Rosita parece una tarjeta postal recién llegada de París! Un perfume suave, mezcla de esencia de violeta y jazmín, embarga el aposento. Desprendiéndose de abrigos y guantes se sientan frente a Dolores, que atónita murmura:
—¿A qué debo tan inesperada visita ahora que me aprontaba a rezar el rosario, antes de retirarme a mis aposentos?
—Perdónanos, Dolores, será solo una visita breve.
—Teníamos tantas ganas de conversar contigo.
Rosita codea disimuladamente a su prima.
—Digan —replica Dolores asombrada—, soy toda oídos, pero ¿no desean servirse una taza de chocolate caliente con dulces de las clarisas?
—No te molestes, Dolores, acabamos de comer.
La cuñada y hermana de Dolores preparan el ataque final:
—Se trata de Inesita.
—Nos tiene muy preocupadas.
—Pero hablen, hablen —replica Dolores—, que voy a sufrir un sofoco; ¿no será que Inesita anda en malos pasos?
Las tías sonríen:
—Al contrario, diría yo, esta chica no da un paso, si vive recluida.
—¿No te has dado cuenta, Dolores, que la niña ya es toda una mujer?
—¡Ponte de pie, Inesita!
—Está monísima —exclama Isabel—, hasta diría yo más alta que Rosita, pero su vestido es el de una niña de doce años, un mamarracho.
Inesita, algo avergonzada, observa su blusón fabricado en casa, de cuello rectangular, de género de tocuyo áspero y bordes de piqué. Su trenza colgando en la espalda, en cambio Rosita luce una falda de raso, blusa blanca de gasa, y su cabello recogido en un moño que se asoma detrás de la capelina.
—¡Cómo es posible que Inesita continúe con ese traje marinero que apenas le cubre las rodillas!
Felícitas sube la voz:
—Mi hija tiene la misma edad y desde hace un año usa falda larga, corsé y sombreros a la moda.
—Apuesto que Inesita no tiene más que gorritas con pompón.
—Dolores, aunque tú no quieras, la niña debe presentarse en sociedad, tratar con mozos de su edad. Es una de las jóvenes más ricas y, como tú además la nombrarás heredera, se ha convertido en un estupendo partido.
—Siempre que no continúe vestida como un espantapájaros.
Dolores se acomoda los lentes y blandiendo su abanico se enfrenta a su cuñada y hermana:
—Les ruego moderen su lenguaje. La niña me respeta y acata mis decisiones. Yo soy la única que determina su forma de vestir, espejo de su conducta.
—Justamente es por eso que hemos venido hoy. Sabemos que su padre no interfiere en tus decisiones. Sobre todo ahora que el pobre sufre la pérdida de su mujer.
—Inés —ordena Dolores—, te ruego salgas de la habitación, esta conversación es privada.
La madame toma de la mano a Inés y con una pequeña reverencia sale del salón junto a la niña.
Iris sintió que su destino se jugaba en ese instante y después de cerrar la puerta y dar unos pasos se devolvió, se pegó a la puerta y miró a través de la cerradura, atenta, pues su curiosidad era grande.
Abanicos que se agitan. Tía Felícitas ahora también de pie. Tía Isabel con voz aguda:
—Mañana mandaremos al modisto Levillon de la casa Pra para que le tome las medidas a la niña y le confeccione ropa adecuada.
—También vendrá madame Chessé con los sombreros de moda.
—Y asistirá a clases de baile en mi casa junto a sus primos.
—Que Encarnación se preocupe de subirle la trenza y encresparle la chasquilla.
La voz de Dolores atruena por encima de puertas y murallas:
—¡Pamplinas, sandeces! Sepan ustedes que por muy parientes que sean no aceptaré ninguna frivolidad ni escotes procaces ni lujos innecesarios. Le alargaré, por supuesto, el vestido a la niña y podrá venir el modisto, siempre que yo determine...
Isabel y Felícitas sienten que han ganado la batalla y vuelven a sentarse. Suspiran. Sus voces se tornan suaves y cadenciosas:
—Solo lo que corresponde a una joven debutante de su alcurnia.
—Gracias, querida Lolo, por escuchar mohínes y dengues. Pero creo que eran importantes.
—¡La niña lucirá como una reina!
—Y será cortejada por lo mejor de la sociedad hasta que un hombre de buen partido la lleve al altar.
Inés, pegada a la puerta, siente un calor sofocante que la oprime y no logra moverse. Las tías se despiden. Van a descubrirla, espiando. Cae al piso envuelta en una llamarada...
Despierto mucho más tarde en mi cuarto tendida en la cama, rodeada de la servidumbre, la madame, la mamita Lolo:
—Esta niña es tan sensible que las macuquerías de sus tías la hirieron en lo más íntimo haciéndole perder su pureza y llenando su alma de ansias y deseos sucios. Le daré de beber una agüita de melisa de las carmelitas para vahídos y síncopes. Por favor, Encarnación, hazle una fricción de agua bendita que yo me quedaré aquí, Dios mediante, a su lado hasta que se ponga bien.
Trago la melisa y siento las manos de Encarnación que frotan mi piel y el olor rancio del agua bendita que debía llevar meses en el frasco. Después me duermo profundamente. Y sueño con un ángel que me estrecha en sus brazos y con el cual me deslizo en un gran salón de mármol blanco, bailando estrechamente unida a él, y sus dedos me acarician la espalda y su boca se une a la mía y nos besamos una y otra vez... Un calor sofocante vuelve a embargarme... Transpiro... De mis labios salen palabras incomprensibles y siento que la vía láctea corre suavemente entre mis piernas...
Comprendo, entonces, que no es el niño Dios el que me posee, como en el día de mi Primera Comunión, sino el mismísimo Lucifer, el ángel rebelde, soberbio, el que desafió a Dios y sembró el mal en el mundo. Pero a mí me agrada, lo encuentro bello, seductor... Mi dicha y zozobra son inexplicables...
Desde esa tarde, la de la llamarada, la del desmayo, la de la zozobra inexplicable, una nueva etapa de la vida de Inés comienza.