CAPÍTULO 1

ALLÁ EN LA PATAGONIA


Tal vez no haya otra región en el mundo de la que se haya hablado tanto y que sea menos conocida que la Patagonia, considerada, desde hace más de dos siglos y medio, como la patria de un pueblo de gigantes que sólo existieron en la imaginación de los primeros viajeros, muy bien secundados, en sus ensoñaciones, por la credulidad de unos, la ignorancia de otros y la falta de criterio de todos.


Alcide D’Orbigny, Voyage pittoresque dans les deux Amériques
París, 1841, 273.

Una naturaleza exuberante

En agosto de 1591 partía del puerto inglés de Plymouth la segunda expedición de Thomas Cavendish al Atlántico Sur. Su objetivo era llegar a China bordeando el extremo más austral del continente americano, repitiendo la ruta que habían recorrido con éxito cinco años antes. Después de una tempestuosa travesía por el océano Atlántico y la costa oriental de América, los cinco barcos que formaban la escuadra arribaron al estrecho de Magallanes en marzo de 1592. Dos meses más tarde, las penalidades sufridas en el trayecto por la tripulación la habían colocado al borde del motín por lo que Cavendish decidió dividir su escuadra. Él con tres de sus barcos partirían hacia el norte con el fin de aprovisionarse, mientras los otros dos, el Desire y el Black Pinnace, permanecerían en la zona al mando del capitán John Davis. No obstante, Davis y sus hombres no se mantuvieron inactivos. En su afán exploratorio, recorrieron el estrecho de Magallanes en toda su longitud, desde cabo Vírgenes a isla Desolación, e incluso descubrieron, el 14 de agosto de 1592, las Islas Malvinas 1.  

Instalados en Puerto Deseado, en plena costa patagónica, encontraron una pequeña isla situada veintiún kilómetros al sudeste, donde había gran abundancia de focas y sobre todo de pingüinos, animales que los marineros veían por primera vez. John Jane, el cronista del viaje, escribió que los pingüinos “tenían forma de pájaro pero sin alas, con dos muñones en su lugar con los que nadan bajo el agua con la misma rapidez que cualquier pez. Al comerlos, no son ni pescado ni carne y el pájaro es de una grandeza razonable, dos veces más grande que un pato” 2. Era tal la abundancia de esos pájaros, que los navegantes bautizaron el lugar con el nombre de Penguin Island, la Isla Pingüino. Sin embargo, antes de emprender el camino de regreso a casa, John Davis y sus hombres decidieron llevar a cabo una mortífera incursión en la isla matando a palos a veinte mil de estas aves en sólo unos días. Incapaces de volar a causa de su adaptación a la vida acuática, los pingüinos no tenían enemigos naturales en tierra y se encontraban completamente desprotegidos frente al ataque de los marinos ingleses. Sin desconfiar del hombre, los pájaros contemplaban extrañados a los intrusos o les hacían frente sin sospechar su desventaja, para caer inmediatamente abatidos por un golpe certero. Cuando el 22 de diciembre de 1592 se embarcaron con destino a Inglaterra, el Desire llevaba sus bodegas abarrotadas con catorce mil pingüinos, que habían sido secados y salados previamente. Ahora bien, a la altura de la línea del Ecuador, la carne de las aves se pudrió provocando la aparición de un repugnante gusano de una pulgada de largo que comenzó a devorar el resto de las provisiones, para continuar con las botas, zapatos, camisas, sombreros y calcetines de la tripulación e incluso las vigas de madera del barco. Los hombres intentaron destruir los gusanos pero cuantos más mataban más se reproducían éstos. Muchos de los tripulantes vieron como se hinchaban sus tobillos y aparecían llagas en diversas partes del cuerpo para finalmente morir en medio de atroces sufrimientos. La venganza de los pingüinos provocó una gran mortandad entre la tripulación, de tal modo que sesenta de los setenta y seis hombres que habían subido a bordo en Puerto Deseado murieron a lo largo de la travesía. Solamente los oficiales y un grumete, que se habían refugiado juntos en la cabina con los últimos víveres, pudieron desembarcar por su propio pie al arribar al puerto irlandés de Bearhaven, el 11 de junio de 1593, casi dos años después de su partida.

La parte del planeta donde sucedieron estos hechos, la Patagonia, es una vasta región que se extiende geográficamente por el sur de América, con sus costas mirando simultáneamente al océano Pacífico y al océano Atlántico. Para los europeos se trataba de una terra incognita, desmesurada, misteriosa y enigmática, de tal modo que las descripciones de los primeros viajeros se convirtieron rápidamente en mitos y leyendas que corrieron de voz en voz: sus habitantes eran colosos que superaban los ocho pies de altura, los recursos naturales bastaban para alimentar países enteros y sus fósiles eran los más antiguos. El nombre de Patagonia se debe al navegante portugués Hernando de Magallanes, comandante de la primera expedición que llevó a cabo exitosamente la circunnavegación de la tierra, aún a costa de su propia vida y de la mayor parte de los miembros de su tripulación. Magallanes y sus hombres atravesaron en toda su longitud el estrecho que hoy lleva su nombre, un largo canal marítimo creado por la naturaleza para unir los dos océanos más grandes del mundo. Al recorrer las costas de la parte más austral de América en marzo de 1520, impresionado por la altura, corpulencia y aspecto salvaje de sus habitantes “dio a esas gentes el nombre de Patagones” (Pigafetta, 1899: 16). Por supuesto, los pueblos originarios que habitaban estos territorios desde hacía miles de años tenían sus propios nombres, y así, por ejemplo, los valerosos mapuches llamaban a sus tierras Wallmapu.

La superficie terrestre de la Patagonia abarca más de un millón de kilómetros cuadrados y, en la actualidad, su territorio está repartido entre Chile y Argentina, con la cordillera de los Andes como línea fronteriza entre ambos países. El límite sur de la Patagonia llega, según algunos autores, hasta el estrecho de Magallanes, mientras que para otros incluye también la Tierra del Fuego y las islas de su archipiélago, extendiéndose así hasta el Cabo de Hornos. La Patagonia chilena, en la parte occidental, comprende hoy la provincia de Palena, que forma parte de la X región de los Lagos, y las regiones XI de Aysén y XII de Magallanes. En cuanto a la Patagonia argentina, ubicada al este, está formada por cinco provincias: Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del fuego. En la época del comienzo de la colonización, el territorio de la Patagonia incluía, según los geógrafos, cualquier lugar más o menos inexplorado por debajo del Río de la Plata. 

La geografía de la Patagonia presenta una gran diversidad, como corresponde a un territorio tan amplio. Parajes montañosos cubiertos con las manchas oscuras de los bosques y que frecuentemente son atravesados por glaciares, se combinan con grandes estepas áridas sin apenas vegetación y barridas constantemente por un viento inclemente. Si en la costa norte atlántica la línea de playa es una recta solamente interrumpida por la desembocadura de los ríos y por algunos acantilados, en la parte sur y en las riberas del Pacífico se suceden los fiordos, canales y archipiélagos que proporcionan a ese litoral un caprichoso e irregular perfil. La orografía patagónica es de carácter volcánico con una altitud media superior a 2.500 metros. En esa parte de la cordillera de los Andes se incluyen cumbres legendarias, como el volcán Domuyo, ubicado al norte de Neuquén y que con sus 4.709 metros tiene el privilegio de ser la montaña más alta de toda la Patagonia; el cerro Chaltén, con una altura de 3.375 metros que le sirve para dominar el macizo FitzRoy; las Torres del Paine, que con sus 3.050 metros son el icono del parque nacional del mismo nombre; o el monte Darwin, que tiene una altura de 2.488 metros y constituye la cima más elevada de la Tierra del Fuego, donde la cordillera se sumerge ya en la frías aguas para no emerger sino mucho más al este, en las islas del océano Antártico. Los primeros viajeros europeos quedaron tan sobrecogidos por esta imponente geografía, que la toponimia de la región todavía refleja hoy ese temor y respeto: bahía Inútil, punta Desengaño, isla Desolación, Puerto del Hambre o paso Tortuoso.

La historia de John Davis y su tripulación es suficientemente ilustrativa de la estremecedora e insaciable capacidad del hombre para esquilmar la naturaleza, incluso por encima de sus necesidades, pero nos habla también de la inmensidad de una tierra fértil y generosa que comenzaba a ser explorada por esas fechas. Corresponde a los infortunados marinos del Desire el triste privilegio de inaugurar una época en la que muchas especies que habitaban las costas, islas y canales de la Patagonia se situarán peligrosamente al borde de la extinción. Además de los pingüinos (Spheniscus magellanicus), el territorio más al sur de América era el hábitat preferente de algunas variedades de mamíferos marinos que formaban nutridas colonias, especialmente en la época de apareamiento. El lobo marino de un pelo (Otaria flavescens) o de dos pelos (Arctocephalus australis), la foca leopardo (Hydrurga leptonyx) y el elefante marino (Mirounga leonina) eran habituales en las costas patagónicas y los canales fueguinos, residiendo algunas especies casi todo el año en las roquerías y playas. Se trataba de animales muy voluminosos, alcanzando algunos machos hasta seiscientos kilógramos de peso, el doble que las hembras. De grandes mandíbulas y colmillos poderosos, estos mamíferos reposaban al borde del mar sobre escarpados promontorios totalmente inaccesibles desde tierra. De este modo, los cazadores debían aproximarse en barco y desembarcar sigilosamente para sorprenderlos.

Los pueblos nómadas canoeros que habitaban ese territorio, los yámanas y kawésqar, se alimentaron durante milenios de estos animales, cazándolos con arcos y flechas, lanzas o arpones. También los aónikenk del continente y los selk’nam y haush de la isla de Tierra del Fuego, a pesar de ser pueblos nómadas terrestres, incluirán entre sus actividades complementarias la caza de lobos marinos cuyas colonias eran abundantes, especialmente en el territorio haush, en el extremo sudeste de la isla 3. Además de su carne, los indígenas aprovechaban igualmente el cuero, con el que confeccionaban las aljabas para transportar sus flechas, y la vejiga, que usaban de bolsa para guardar lo que deseaban preservar de la humedad, por ejemplo, el hongo seco que empleaban como yesca y las piedras para hacer fuego. La importancia que daban a estos mamíferos marinos se refleja en la impresionante ceremonia del Hain, escenificada por los selk’nam, donde en un apartado de la misma los hombres imitaban con su cuerpo los movimientos de una manada de leones marinos. Denominados koori o keorjn en lengua indígena 4, la representación conllevaba gran realismo hasta el punto que Martín Gusinde, habiéndola presenciado en 1923, aseguró que “no puede imaginarse mejor la perfección en la imitación de la conducta de los leones marinos, tan sorprendente es la exactitud de los hombres en el desempeño de su papel”5. Sin embargo, los pueblos aborígenes jamás pusieron en peligro la existencia de estas especies al abatir exclusivamente los ejemplares que necesitaban para su supervivencia. Como veremos inmediatamente, no sucedió lo mismo cuando la “civilización” europea llegó a este territorio.

Cazadores de lobos

La presencia del hombre blanco en la Patagonia cambiará pronto esta situación de equilibro natural, provocando la casi total aniquilación de algunos tipos de mamíferos marinos. El animal más afectado fue el lobo de dos pelos, que era el preferido de los cazadores debido a la finura y a la abundancia de su piel. Después de muertos, se les sacaba el cuero, que era enviado a Gran Bretaña donde existían casas especializadas en tratar este tipo de pieles. Los pingüinos también fueron objeto de depredación por parte de los europeos aunque su tamaño comparativamente más reducido los hacía menos atractivos que los grandes mamíferos marinos, de donde se podía conseguir una mayor cantidad de grasa y aceite.  En efecto, los marinos loberos apreciaban a estos animales por su carne y su grasa, de la que se elaboraba aceite, aunque la principal razón de su caza era la obtención de la piel, sobre todo la de las crías recién nacidas.

Doscientos años después de que el inglés John Davis dejará un rastro sangriento en las costas patagónicas, los españoles se instalarán en el mismo lugar a través de la Real Compañía Marítima de Pesca. En 1790 levantarán una factoría pesquera en Puerto Deseado desde donde desarrollarán labores de caza de ballenas y lobos marinos. Los documentos nos han legado valiosos testimonios sobre las pacíficas relaciones de los recién llegados con los indígenas que habitaban la costa oriental de la Patagonia. No obstante, también ponen de relieve el desfavorable intercambio comercial entre ambos, que será la tónica general de los años siguientes: “los indios suelen conducir [a la colonia] dicha sal y algunas carnes de guanaco y pieles: el rescate suele ser por lo regular cigarritos y aguardiente templado con 70 u 80 % de agua de aquí” 6. En todo caso, el principal objetivo de la colonia española de Puerto Deseado no fue la caza de lobos ni el comercio con los aónikenk, sino la afirmación de la soberanía en los mares australes de la para entonces maltrecha monarquía hispánica. Su presencia estaba justificada por el poderío marítimo de Inglaterra y las constantes incursiones de sus corsarios en estas costas. Sin embargo, unos años después, la irresistible agonía del imperio español llevará al abandono de la desamparada colonia, siendo evacuados sus últimos habitantes en 1806 7.

La marcha de los españoles coincidirá con la llegada de unos nuevos y avariciosos visitantes. La independencia de los Estados Unidos permitiría que se organizaran, desde ese país, las primeras expediciones de cazadores loberos con destino al Atlántico Sur. Mucho más prolongadas en el tiempo, y por tanto más letales para la fauna marítima, los codiciosos marineros de Nueva Inglaterra, que navegaban a bordo de ligeros y rápidos bergantines, fueron aniquilando una a una las colonias de estos animales. Los primeros y más abundantes cazaderos se situaron en las islas del océano Antártico, Shetland del Sur, Orcadas del Sur y Georgias del Sur, que fueron continuamente visitadas por barcos pesqueros ingleses y norteamericanos en el primer cuarto del siglo XIX. El capitán James Weddell registró en las islas Shetland del Sur a cuarenta y cinco barcos foqueros y loberos que, para la campaña de 1822, habían destruido completamente las poblaciones de estos animales. Tan pronto una foca tocaba tierra, se la mataba sin importar cuál fuera su especie, su talla o su sexo, siendo despedazada sobre el terreno. En el archipiélago de Georgias del Sur se estima en un millón el número de pieles obtenidas por los loberos ingleses y americanos, que llegaron a diezmar las poblaciones de estos animales. Entre los foqueros legendarios figura el capitán norteamericano Edmund Fanning quien, al mando del Aspasia, obtuvo 57.000 pieles de focas en la campaña del año 1800. O el escocés William Low, experimentado cazador de lobos que será contratado como piloto por FitzRoy en la segunda expedición hidrográfica británica al archipiélago magallánico8. También alcanzó gran renombre el capitán William Horton Smiley, oriundo de Rhode Island, en cuya flota servirá años después el marino argentino Piedra Buena.  

Sin embargo, pronto las flotillas de loberos comenzaron a recorrer el archipiélago fueguino y el estrecho de Magallanes, debido a la aniquilación de las colonias de focas de las islas del océano Glaciar Ártico. En el período entre 1820 y 1860 la presencia de foqueros norteamericanos fue muy habitual en los territorios yámana y kawésqar, disminuyendo a partir de entonces a medida que la despiadada caza supuso la práctica desaparición de lobos, focas y leones marinos. El zoólogo italiano Decio Vicinguerra, que en 1882 visitó la isla de los Estados, menciona en su informe que el lobo de dos pelos apenas era avistado por la activísima caza a que había sido sometido mientras que, hablando de los pingüinos, escribe que “los pescadores los matan por cantidades considerables, con el fin de recoger el aceite que se extrae de la mucha grasa que cubre su cuerpo […] no es improbable que algunas especies de este género, que ya desaparecieron de ciertas localidades donde en épocas no muy remotas eran numerosas, vayan extinguiéndose completamente” (Bove, 2005: 62). El pensador anarquista Élisée Reclus escribió en 1902, al respecto de los cazadores de focas: “sin preocuparse por la conservación de las especies, matan las focas por centenares de miles, en la época de apareamiento,  masacrando todas las que encuentran a su paso” (De Gerlache, 1902: IV).

La escasez de lobos marinos y otros otáridos convirtió su caza, a partir de 1870, en un asunto exclusivamente local, organizándose la mayor parte de las expediciones desde la incipiente colonia chilena de Punta Arenas. Fue sin embargo un marino argentino, Luis Piedra Buena, quien revitalizó esta actividad desde sus establecimientos en la isla Pavón, en la bahía de San Gregorio y en la isla de los Estados, donde instaló una factoría para el tratamiento del aceite de los pingüinos y lobos marinos. Al mando de la goleta Espora y, tras su hundimiento en 1873, del cúter Luisito, se sirvió para esta actividad de su experiencia anterior como tripulante de los barcos loberos norteamericanos9. Luis Piedra Buena navegó incansable por los canales y mares de la América austral convirtiéndose en un personaje tremendamente controvertido. Su biografía difiere sustancialmente en función de si su evocación la realizan historiadores argentinos o chilenos. Para los primeros, el marino fue poco menos que un caballero de los mares, una especie de salvador de tripulaciones naufragas. Así, defendió por encima de todo la soberanía argentina y no dudó en sacrificar sus intereses personales, y aun su fortuna, en provecho de su país. Para las autoridades chilenas, Piedra Buena fue simplemente un vulgar pirata que recorría el estrecho de Magallanes en busca de cualquier buque naufragado para apropiarse de su cargamento. También lo acusaron de despiadado comerciante, que intercambiaba con los tehuelches valiosas pieles y cueros por aguardiente de la peor calidad. Incluso su propio compatriota, el político Estanislao Severo Zeballos, definió el establecimiento comercial de Piedra Buena en isla Pavón como “miserable pulpería de barro y de paja donde los indios trocaban frutos de sus cacerías por aguardiente venenoso” 10. La gota que colmó el vaso de la paciencia chilena fue su intento de fundación en San Gregorio de una colonia denominada “La Argentina”. Finalmente, el gobernador Oscar Viel Toro, máxima autoridad de Magallanes, expulsará a Piedra Buena de Punta Arenas a donde no regresará jamás. 

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Aónikenk en el puesto de Piedra Buena en isla Pavón hacia 1870 (grabado del libro de Musters)

A partir de entonces, será su amigo José Nogueira quien monopolice tan lucrativa como arriesgada actividad cinegética. Nogueira fue protagonista principal de la historia magallánica, en cuya biografía merece la pena detenerse. Nacido en 1845 en Vila Nova de Gaia, a orillas de Duero, el portugués emigró a América donde se embarcó como marinero en los barcos loberos norteamericanos. Radicado en la colonia de Magallanes hacia 1870, Nogueira armará una pequeña flotilla de goletas tripulada por marineros portugueses, españoles y chilenos. El más famoso de sus barcos fue la goleta Rippling Wave, construida en 1868 en los astilleros de Nueva York y que Nogueira comprará de segunda mano en 1880 en las Islas Malvinas, empleándola en labores de cabotaje a partir del momento en que la pesca comience a escasear11. Las expediciones de caza de lobos solían durar cuatro meses y la tripulación, formada por una decena de hombres, era obligada a trabajar día y noche, recibiendo a su regreso una parte de las ganancias. Los cueros de los animales se exportaban al mercado británico a razón de unas diez mil pieles anuales, lo que permitía al armador la obtención de elevados beneficios. Nogueira, a través de su almacén de mercaderías, comercializaba pieles de lobo marino, guanaco y avestruz, actividad que estuvo en el origen de su fabulosa fortuna. 

Los loberos llevaban a cabo sus incursiones de caza durante la época de parición, entre los meses de noviembre y enero, cuando los lobos marinos se concentran en grandes colonias en las playas rocosas, siendo mucho más fácilmente abatibles. Los marineros desembarcaban y se aproximaban a los animales por el costado de sotavento, a fin de que el viento no denunciara su presencia. Formaban un círculo alrededor de la colonia y atacaban al unísono a los aturdidos animales con una vara de ciprés o un simple garrote, matándolos a palos tras un golpe seco en el hocico. En otras ocasiones, armados con fusiles, los loberos solían abatir a tiros a los leones marinos, que en un desesperado intento por proteger a sus crías les hacían frente inútilmente. El resultado era una verdadera carnicería que en una buena jornada de caza podía proporcionar al armador hasta un centenar de pieles. El escritor Fray Mocho describe en su “En el mar austral” una cacería de lobos ejecutada por un grupo de pescadores de Punta Arenas hacia finales del siglo XIX, en una roquería cercana a isla Lennox: 

Cuando subimos a la cima había diseminados sobre las rocas planas unos trescientos lobos que, gruñendo o roncando, se oreaban tranquilamente, resaltando su pelaje moro sobre las piedras negras y brillantes. A una voz, atropellamos todos y la cumbre y el suave declive de la ladera se hicieron una verdadera confusión: cada uno cuidaba de sí mismo y trataba de llenar su tarea sin mirar a sus compañeros. Fue una cosa horrible. Los lobos rodaban aquí hacia el mar mugiente a que los llevaba su instinto, muriendo sin alcanzarlo y obstruyendo las pequeñas tajaduras y los declives, mientras la sangre corría en hilos sobre la playa […] Un cuarto de hora a lo sumo duraría la bárbara escena y sobre las piedras quedaban tendidos ciento cincuenta y ocho anfibios, que para nosotros representaban una fortuna y que eran el resultado de nuestro esfuerzo […] Todo ese día y el siguiente los pasamos desollando lobos y arrollando los cueros rellenos de sal y con el pellejo para fuera, continuando aún en la noche la penosa operación (Álvarez, 1920: 226).  

Otro testimonio estremecedor es el del explorador sueco Otto Nordenskjöld que narra con gran detalle una escabechina, en este caso de pingüinos, en la que participó en 1902: 

Nos armamos de las hachas que nos servían para matar focas y empezamos la matanza. Difícilmente se puede formar idea de un trabajo más fastidioso. Primero intentaron huir la mayor parte, aunque muchos de los más grandes y valientes que estaban cerca de sus pequeñuelos o de centinela alrededor de los nidos, nos atacaron e hicieron frente, más cuando vieron la imposibilidad de salvarse se rendían, y un golpe en la cabeza les hacía rodar por el suelo. Matamos en total setenta pájaros bobos, que después descuartizamos separando la parte de su carne que nos debíamos llevar, y al cabo de hora y media habíamos terminado el trabajo de aquel día. Sólo lo imperioso de nuestras necesidades nos impulsó a realizar tal matanza, a la que no hubiera podido arrastrarnos ningún otro objeto, pues si es penoso en otras regiones tener que matar animales en gran número, es todavía más repugnante y odioso en aquellos parajes, donde aún no desconfían del hombre. Cuando alguien se les acerca, miran al intruso con ojos extraños y curiosos o le atacan resueltamente sin pensar siquiera en su inferioridad.  Era poco agradable quitar la vida a aquellos pájaros que contemplábamos tantas veces y que en aquellas desiertas soledades se consideran casi como compañeros de fatigas (Nordenskjöld, 1904, I: 478).

Con semejantes estragos no resulta sorprendente que las colonias de lobos marinos y otros pinnípedos comenzaran a menguar a ojos vista. Para 1884, estaban dedicadas a la pesca de lobos cinco goletas pertenecientes a tres armadores de Punta Arenas, que totalizarán al terminar la estación 3.500 cueros, lo que implicaba una cifra menor de capturas frente al resultado de años anteriores (Bertrand, 1886: 124). El alarmante descenso en el número de ejemplares llevará a las autoridades chilenas a regular su caza. Sin embargo, era imposible ejercer la vigilancia y control adecuados debido a las enormes extensiones de islas y canales a custodiar, por lo que las expediciones loberas seguirán practicándose de manera furtiva. En 1885, el gobernador Francisco Ramón Sampaio se quejaba amargamente al Ministro señalando que “los barcos vienen de todas partes a buscar la pesca, sin pagar ningún tributo y muchas veces sin tocar en el puerto de Punta Arenas” 12. En todo caso, el negocio de la pesca de lobos declinaría definitivamente a partir de 1890 debido al casi total exterminio de las poblaciones de mamíferos marinos. De hecho, el 20 de agosto de 1892 el congreso chileno estableció una moratoria mediante la promulgación de una ley que prohibía por espacio de un año, que luego fue prolongado otros cuatro más, la caza de focas y nutrias en todo el territorio de Magallanes “a fin de prever a la multiplicación de estas especies que están casi extinguidas en razón del abuso inmoderado con que se las ha perseguido” (Vera, 1897: 440).

Marineros e indígenas

Las actividades de los barcos loberos por las costas patagónicas y los canales e islas fueguinas provocaron frecuentes roces con los pueblos originarios que habitaban ese amplio territorio, especialmente con los kawésqar y yámanas, a quienes los marineros trataron con una brutalidad desconocida hasta entonces. Los loberos también empleaban a los indígenas como marineros forzosos, entregándoles a cambio de su trabajo frazadas y ropas usadas. El sacerdote verbita Martín Gusinde refiere como los utilizaban en la caza de las escurridizas nutrias: “los patrones de goletas recurren a los indios, quienes van siempre adelante con sus perros, que encuentran los rastros y agarran las nutrias. A los indios, que han trabajado semanas enteras a servicio forzado para los patrones de goletas, se les da, en recompensa, algunos víveres ya medio descompuestos, un poco de licor, o un pantalón roto […] han pisoteado los principios de justicia, honradez y rectitud, explotando al indio y cometiendo delitos vergonzosos” (Gusinde, 1924: 56). El marino británico Robert FitzRoy aseguraba en el relato de su viaje que los loberos robaban a los indios de los canales sus pieles de lobo y de nutria. Un hecho confirmado por el misionero salesiano Alberto María De Agostini 13, que concluye que “aventureros de la peor ralea, buscadores de oro y loberos cometieron impunemente acciones nefandas contra estos infelices e indefensos indios a los que remataban después bárbaramente a tiro” (De Agostini, 2005: 318)

No es extraño por tanto que los indígenas que a finales del siglo XIX todavía poblaban las islas y canales magallánicos se ocultaran inmediatamente en cuanto aparecía cualquier barco. Especialmente desconfiados de los europeos eran los kawésqar. Al habitar en las cercanías del estrecho de Magallanes y los canales adyacentes, por donde era más frecuente el paso de naves de tráfico comercial, fueron los primeros que tuvieron desagradables contactos con las tripulaciones de los barcos. Intercambiaban preciosas pieles de nutria y lobo marino por bebidas alcohólicas y tabaco en una relación comercial claramente desventajosa para los indígenas. Hay que tener en cuenta que los kawésqar ocupaban un amplio territorio en el que las únicas vías de comunicación eran los canales marítimos. La mayoría de las islas eran intransitables debido a su orografía rocosa y escarpada por lo que los nativos se desplazaban de un lugar a otro en sus frágiles canoas, convirtiendo en inevitables sus encuentros con los navegantes europeos. 

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Familia kawésqar en 1922 acercándose a uno de los barcos que navegan por el estrecho de Magallanes (León Durandin Abault)

Son muchos los relatos de choques sangrientos entre marineros e indígenas, especialmente perjudiciales para éstos últimos. En marzo de 1871 el capitán del bergantín inglés Propontis desembarcó en Puerto Gallant y sin mediar provocación alguna mató a dos indígenas para, a continuación, ser atacado en respuesta por los kawésqar que le dieron muerte en el mismo lugar (Martinic, 1979: 38). El escritor Gaston Lemay, que recorrió a finales de 1878 el estrecho de Magallanes en un viaje de placer a bordo de La Junon, advirtió el gran temor que tenían las mujeres kawésqar a subir a bordo de los barcos, algo que solamente se atrevían a hacer los hombres. Lemay, con desagradable ironía interpretó correctamente la causa de este miedo, asegurando no tener dudas sobre “la galantería exagerada de los que pasaron por aquí antes que nosotros” 14. Se refería evidentemente a los abusos sexuales y violaciones de las que habían sido objeto las mujeres kawésqar por parte de las tripulaciones de los barcos y que no se habían borrado de la memoria colectiva. Los testimonios hablan de la preferencia de los marineros por las niñas ya que las mujeres peleaban con tanta ferocidad como los hombres y muchas veces tenían que matarlas a golpes sin haber podido consumar la violación. Todavía en marzo de 1894 la tripulación del cutter Teresina B, que se dirigía al canal Smith en busca de oro, intentó apropiarse de mujeres indígenas, produciéndose un enfrentamiento en el que resultaron muertos el austriaco Esteban Buntilich y al menos dos kawésqar. El gobernador Manuel Señoret Astaburuaga no dudó en señalar “que el motivo del sangriento choque han sido las mujeres indígenas, cuya posesión han pretendido los tripulantes del cutter”, añadiendo que los indígenas “jamás han atacado las numerosas embarcaciones que con motivo de los lavaderos de oro han cruzado con tanta frecuencia los canales en estos últimos años” 15. Todos los exploradores, viajeros y navegantes que atravesaron durante siglos el archipiélago magallánico consignaron en sus relatos la rapidez con la que las mujeres kawésqar se eclipsaban sin dejar huellas a la simple vista de un barco, internándose en el bosque, escondiéndose tras las rocas o permaneciendo en las canoas a la espera de sus esposos cuando éstos subían a cubierta. 

Los yámanas, que fueron el pueblo más austral del mundo, también descubrieron pronto el salvajismo de los colonizadores, como en 1894 en la isla Wollaston cuando los marineros de la goleta Rescue dispararon indiscriminadamente contra los indígenas que se acercaban con sus canoas, provocando nueve muertos. Este bárbaro comportamiento de la mayoría de las tripulaciones de los barcos que surcaban los canales fueguinos contrasta vivamente con la actitud pacífica de los indígenas, siempre dispuestos a auxiliar a los marineros que tenían la desgracia de naufragar en su territorio. Así lo recoge un aviso de la Prefectura Marítima de la República Argentina fechado en octubre de 1893 y que contenía una serie de consejos a los navegantes al respecto de los indígenas yámana: “estos indios son casi en su totalidad civilizados, su carácter es sumiso y hablan algo de inglés. Los navegantes no deben, pues, tener temor alguno a esta gente, y pueden, confiados, hacer señales o acercarse y desembarcar en la costa, seguros de ser bien recibidos por los indios y hasta auxiliados y tratados humanamente, ya sea proporcionándoles los elementos de que disponen, ya indicándoles la mejor y más segura ruta a seguir para encontrar la Gobernación o la Misión inglesa. Estos indios son los mejores auxiliares que tiene la gobernación” 16. Y también es muy ilustrativa la historia de John Niederhauser, de profesión relojero y natural de Berna, que dejó la pobreza que existía en su Suiza natal para buscar fortuna en Norteamérica. Allí se enroló como marinero en un barco lobero que se dirigía hacia el archipiélago fueguino para la campaña de caza de focas. Sin embargo, fue abandonado junto a sus seis compañeros por su despiadado patrón en un islote desolado. Con grandes penurias consiguieron llegar hasta Oazy Harbour, donde los marineros fueron auxiliados por una tribu de aónikenk que habitaba ese territorio. Cuando fue recogido por un barco francés, en enero de 1838, Niederhauser asegurará a su capitán al respecto de los nativos, que “nunca temieron por un mal tratamiento. Todo lo que poseía, incluyendo su pequeña colección de útiles de relojero, había sido respetado por los salvajes, que no se permitieron el menor robo” (Dumont D’Urville, I, 1842: 149)

Múltiples testimonios señalan el carácter tranquilo de los pueblos indígenas del extremo sur de América que solamente se transmutaba en agresividad debido a las provocaciones de los tripulantes de los navíos. En ese caso, aunque los nativos pudieran causar algún muerto entre los marineros, la respuesta brutal y desproporcionada no se hacía esperar, pagando a menudo los indígenas su atrevimiento con una represión sin piedad que llenaba de cadáveres las orillas de la playa.

El 22 de mayo de 1520, a la entrada del río Santa Cruz, naufragó la nao Santiago de la flotilla de Hernando de Magallanes, recibiendo el penoso honor de ser el primer barco que se iba a pique en las traicioneras aguas del extremo más austral del continente americano.  La Santiago estaba comandada por Joan Serrano, desplazaba 90 toneladas y había costado la nada despreciable suma de 187.000 maravedíes.  En los siglos siguientes, muchos barcos de las diversas expediciones que navegaron por las costas, canales, estrechos e islas de la región patagónica y del archipiélago fueguino terminarán también en el fondo del mar, debido a la fragilidad de las embarcaciones y al desconocimiento de la zona por los marineros.  El explorador español Pedro Sarmiento de Gamboa, que recorrió el estrecho de Magallanes en dos viajes entre 1579 y 1586, se quejaba de la ausencia de cartas marinas de la zona: “si los que por aquí antes pasaron hubieran sido diligentes en hacer derroteros y avisar con buenas figuras e descripciones ciertas, porque las que hicieron que hasta agora hai y andan vulgarmente, son perjudiciales, dañosas, que harán peligrar a mil Armadas si se rigen por ellas” (Sarmiento, 1768: 279).  Durante los dos siglos siguientes, las expediciones de los navegantes españoles, ingleses y holandeses apenas pudieron desentrañar una parte muy pequeña del laberinto marítimo de la América austral 17. Además, la rivalidad de la época entre España e Inglaterra provocaba que los marinos de ambas naciones se guardaran para sí la información que obtenían.  

Habrá que esperar hasta principios del siglo XIX, tras las exploraciones ordenadas por el Almirantazgo británico, para que los pilotos dispongan de cartas de navegación más precisas y seguras. Entre abril de 1829 y agosto de 1830 los marinos Phillip Parker King y Robert FitzRoy confeccionarán mapas náuticos desde isla Desolación hasta la bahía de Buen Suceso, señalando también la existencia de un gran canal situado al sur de la isla grande de Tierra del Fuego, al que bautizaron como canal Beagle en honor de uno de sus bergantines. La misión de los barcos ingleses fue reconocer las costas, canales, islas y bahías con la finalidad de señalar los puertos favorables para fondear en vistas a una futura colonización británica. Precisamente el Beagle regresará a la zona al año siguiente para completar sus estudios hidrográficos en el curso del famoso viaje de circunnavegación de la tierra, con FitzRoy como comandante y el joven naturalista Charles Darwin formando parte de su tripulación. A las expediciones hidrográficas inglesas seguirán las de otros países en una desenfrenada carrera por descubrir nuevos territorios o delimitar los ya existentes. En 1837 el geógrafo Jules Dumont D’Urville dirige la expedición francesa a la Antártida, formada por las corbetas Astrolabe y Zélée. Antes de aventurarse entre los hielos polares, recorrió el estrecho de Magallanes hasta Puerto del Hambre y Puerto Gallant, donde llevó a cabo interesantes estudios botánicos e hidrológicos, trazó un mapa de la bahía Gente Grande y visitó a los aónikenk en bahía Pecket.  

La navegación a través del estrecho de Magallanes se generalizará a partir de 1840 cuando las grandes compañías transatlánticas, provistas ya de buques a vapor en sustitución de los de vela, comiencen a utilizar esta ruta para unir los puertos europeos con los de la costa oeste del sur de América. Simultáneamente, el perfeccionamiento de las cartas marítimas rebajó la peligrosidad de la navegación a través del estrecho, convirtiéndola en la ruta más corta para conectar ambos océanos. Con anterioridad, la navegación interoceánica se realizaba con grandes veleros que usaban el paso austral del Cabo de Hornos, donde los fuertes vientos característicos de toda la región austral permitían una travesía más rápida. Ese itinerario era también muy peligroso debido a que en ese punto convergían los dos océanos, lo que provocaba grandes olas y frecuentes tempestades. El nombre de este cabo fue puesto por los holandeses de la expedición de Willem Schouten que, procedentes del puerto de Hoorn, atravesaron este paso en 1616. La época del año preferida para doblar el cabo era de noviembre a marzo, cuando existía menos inestabilidad climática, eligiendo los barcos la ruta por el estrecho de Le Maire o por el sur de la isla de los Estados. Sin embargo, las catedrales de vela, los grandes clíperes de tres, cuatro y hasta cinco palos, iban a perder protagonismo frente a los navíos impulsados por propulsión mecánica, que se generalizaron en la segunda mitad del siglo XIX.

El paso regular de buques extranjeros por el estrecho de Magallanes llevará a los chilenos a promover el establecimiento de una colonia estable, Fuerte Bulnes, en septiembre de 1843, que cinco años después se trasladará a la ubicación de la actual Punta Arenas. La primera compañía en utilizar barcos a vapor en el comercio marítimo fue The Pacific Steam Navigation Company (P.S.N.C.), que inicialmente realizó rutas regionales, enlazando los puertos americanos de Valparaíso, Callao y Guayaquil y sirviéndose para ello de los buques Chile y Perú, propulsados a ruedas y que no alcanzaban las 700 toneladas, al que se sumará poco después el Ecuador, de apenas 400 toneladas. En 1868 la compañía dará el salto a la navegación internacional, inaugurando la ruta Liverpool-Valparaíso en la que sus barcos, tras más de un mes de travesía por el Atlántico, hacían escala en la rada de Punta Arenas 18. Para este itinerario, el gobierno chileno concedió a la compañía inglesa cien mil pesos anuales de subvención, mientras impuso a los funcionarios del puerto la obligación de recibir a cualquier hora del día o de la noche a los vapores de la P.S.N.C., que a cambio debían efectuar al menos cuatro viajes mensuales tocando ese puerto 19. En este viaje inaugural, se empleó el Magellan, con casi 3.000 toneladas y 170 pasajeros a bordo, incorporándose al servicio el año siguiente los transatlánticos Araucanía, Cordillera y Patagonia, del mismo porte. Los dos últimos terminarían en el fondo del mar. El Cordillera encalló en 1882 en unas rocas del cabo de San Isidro, en el estrecho de Magallanes, y el Patagonia se hundió en 1895 en Río Lingueral, en las cercanías del puerto chileno de Talcahuano. Años antes, en enero de 1869, un vapor más pequeño perteneciente a la misma compañía, el Santiago, se fue a pique en Puerto Misericordia, en la salida occidental del estrecho.

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Mapa de la Patagonia y Tierra del Fuego, con la distribución de los pueblos originarios y las principales localidades y misiones religiosas, con su año de fundación (elaboración propia)

Poco después, se añadieron nuevas empresas a las rutas de navegación interoceánicas a través del estrecho de Magallanes. Se trató de las compañías alemanas Hamburg-Amerika Linie, desde 1870, y la Kosmos Linie, a partir de 1872, que enlazaban Hamburgo con los puertos de Perú y Chile. Como el proyecto de remolque de veleros por buques a vapor a través del estrecho de Magallanes nunca llegó a buen fin, los barcos que transitaban del océano Pacífico al Atlántico o viceversa elegían una u otra ruta en función de sus características. Así, los vapores recorrían el estrecho en toda su longitud, aprovisionándose de carbón en el puerto de Punta Arenas. En cambio, la mayoría de los veleros seguirán enfrentando la peligrosa pero más rápida ruta del Cabo de Hornos, hasta la desaparición hacia 1925 de la navegación comercial a vela.

Por su lado, las expediciones europeas se suceden en el archipiélago fueguino, lo que contribuyó a un mejor conocimiento de sus canales e islas. En septiembre de 1882 arribaba a bahía Orange La Romanche, el barco de la misión científica francesa al Cabo de Hornos. Al mando del capitán de fragata Louis Ferdinand Martial, los franceses permanecerán un año  en los canales fueguinos, legándonos un impresionante testimonio fotográfico del pueblo yámana 20. Cuatro años más tarde la expedición sueca al Polo Sur de Otto Nordenskjöld realizaba estudios zoológicos y topográficos en Tierra del Fuego que serían completados en otra visita posterior de 1902 en la que los expedicionarios alcanzarán el lago Kami21. Para 1897 arribarán en la Belgica el grupo de expedicionarios dirigidos por Adrien de Gerlache, cuyo cometido era reconocer y explorar las regiones polares, siendo de nuevo la Tierra del Fuego su punto de partida. Entre los miembros de la expedición belga, con el empleo de timonel, se encontraba el noruego Roald Amundsen, que en 1911 se convertiría en el primer hombre en alcanzar el polo sur. También contribuyeron a la mejora de la navegación en el extremo sur del continente americano las expediciones loberas y balleneras que, en las primeras décadas del siglo XIX, se organizaron desde Nueva Inglaterra con destino a las costas del Atlántico Sur y las islas del océano Glaciar Ártico.  

En 1881 recalaron en Punta Arenas 172 barcos a vapor y 36 veleros (Vera, 1897: 241), un buen indicador del desarrollo de la actividad marítima al sur del continente americano. El tráfico a través del estrecho se mantuvo estable durante las dos décadas siguientes tocando en 1896 en la colonia de Magallanes 175 buques, en su mayor parte pertenecientes a las compañías navieras inglesas y alemanas. El incremento del tráfico marítimo comercial por el estrecho provocó como es lógico un mayor número de naufragios que, como veremos, serán aprovechados por los incipientes armadores de Punta Arenas. Uno de ellos, quizá el más señalado, es un hombre enérgico y de semblante duro, nacido a más de doce mil kilómetros de distancia de allí, en una región llamada Asturias.

Asturias, la aldea perdida

Un grupo de casas de barro desperdigadas alrededor de una iglesia, campos de labranza que se extienden hasta una colina cercana por donde serpentean los caminos, bosques de hayas que alfombran las suaves laderas y pastos siempre verdes en los que remolonea el ganado. El lejano chirrido de una carreta cuyo sonido la brisa acerca hasta el lugar. En medio de este paisaje agrícola, de una tranquila belleza, se levanta una aldea que lleva por nombre Miranda. Casi a tiro de piedra, hacia el norte, se encuentran las primeras construcciones de la ciudad de Avilés y un poco más allá se intuye el rumor constante del mar. Su oleaje vigoroso describe manchas blancas de espuma en el agua oscura, que tantas veces rivaliza en negritud con las amenazantes nubes de un cielo casi siempre gris. Al sur, tras las colinas, se dibuja la línea azulada de las montañas próximas que ya pronto se cubrirán de nieve. Un viento helado recorre esa tarde las callejuelas del pueblo y empuja a los vecinos a buscar el calor de los portales. Sopla procedente de un mar de olas verdes y espumosas que parece traer ecos de un frío lejano.

Estamos a principios de noviembre de 1846, a las puertas de un invierno que se anuncia inclemente, y el lugar es Asturias, región del norte de España situada frente al mar Cantábrico. Los pobladores de Santo Domingo de Miranda, quinientas almas agrupadas en apenas ochenta casas, hacen acopio de provisiones para enfrentar los meses más duros del año. Unos pocos vecinos se dedican a la alfarería, oficio ancestral que tiene casi tres siglos de antigüedad en la zona. Cada martes, bajan hasta Avilés a vender sus cuencos, jarras y platos de barro blanco y negro, de arcilla roja. Les acompañan los caldereros, que también aprendieron el arte de sus abuelos y que poseen el secreto del fuego y del cobre, lo que les permite transformar el metal en objetos de uso cotidiano. Los hornos de cerámica y las fraguas de hierro se reparten por toda Miranda pero solamente ocupan a algunos habitantes de la aldea. El resto de los vecinos se afana en criar unos pocos animales para su propia subsistencia y en cultivar un pequeño huerto de donde saldrán las berzas, fabes y arvejas que alimentarán el puchero.

En el camino que conduce hasta la iglesia se levanta una casa de reducidas dimensiones, construida con paredes de adobe y caña en una única planta rectangular y en la que su interior está dividido en cocina, dormitorio y establo para el ganado. Esta sencilla distribución obliga a repartir por igual el espacio entre hombres y animales, que entran por la misma puerta de acceso. Al ras de la calle embarrada está la pequeña “corte” o cuadra donde en los días más fríos de los meses invernales se cobija un cerdo y dos o tres gallinas. En el cuarto de al lado, separados por un delgado tabique de madera que permite que llegue hasta allí el calor de los animales, vive la familia de campesinos. Todos se agolpan alrededor del fuego, el llar, sentados en un banco de tres brazos que constituye el escaso mobiliario de la cocina. 

En este escenario nació José Menéndez, siendo el segundo hijo después de su hermana mayor, Manuela. La madre, María Menéndez Granda todavía dará a luz cinco hijos más. Poco sabemos de su padre, Manuel Menéndez Álvarez, un labrador originario de Peñaflor, pequeño pueblo perteneciente al concejo de Grado. Situado a orillas del río Nalón al comienzo de un estrecho desfiladero, gracias a su puente de época medieval ha sido tradicionalmente un paso estratégico de comunicación entre la Asturias central y occidental. Manuel abandonó un día su pueblo para dirigirse a las localidades costeras en pos de un futuro mejor, avecindándose finalmente en el barrio de Miranda de Avilés, donde conoció a la que sería su esposa. 

El poeta Alejandro Casona glosó con prosa engolada el lugar de nacimiento de Menéndez, escribiendo que “su paisaje natal fue mi paisaje, sus caminos de niño fueron también los míos; desde el mismo altozano vimos por vez primera los dos este inmenso mar en cuya lejanía dormía la leyenda de América. Recuerdo al pueblo, mínimo y limpio, con su doble perfil –tan asturiano– de campesino y marinero; la cuesta de la fuente entre casas de altos corredores volados, el campo de Santa Ana con sus erguidos carvayos centenarios, el camino de la iglesia tendido hacia el humilde caserío de la Carriona” (Belza, 1975: 151). Sin embargo, frente a esta visión idealizada, el escritor Juan Junquera Huergo relataba en 1849 que los campesinos de la región “viven en casas bajas, poco aseadas y mal distribuidas, y a veces, confundidos con sus mismos ganados” 22. Miguel Ángel Fernández sentenciaba: “Asturias era tierra olvidada solamente rica en pobres, soldados y seminaristas” 23. Y pobre era José Menéndez y su familia, que procedían de un medio rural donde el accidentado relieve, las malas comunicaciones y varios factores históricos configuraron un país humilde, obligando a sus gentes a una difícil subsistencia basada en el duro trabajo agrícola. 

Con siete hijos que alimentar, apenas había comida para todos. La dieta principal era la boroña,  pan cocido de harina de maíz, que se acompañaba de las judías, patatas y legumbres que proporcionaban las huertas que cada familia cultivaba en la parte trasera de la casa. Los bosques próximos producían avellanas y sobre todo castañas, que se consumían cuando no había nada más que echarse a la boca. El ganado daba leche y manteca y, para los días señalados, algo de carne. Por último, aquellos vecinos dedicados a la alfarería o la calderería, oficios por los que era famosa Miranda, vendían de vez en cuando una o dos piezas en el mercado de Avilés, obteniendo con ello unas pocas monedas. La lucha permanente contra el hambre y las enfermedades, el aislamiento geográfico y la injusta organización social, conformaban un panorama desalentador. Así, no es extraño que la mayoría de jóvenes de Miranda y de otras partes de Asturias decidieran buscar nuevos horizontes y emprender el éxodo antillano. Ningún parecido con la arcadia feliz que el escritor Armando Palacio Valdés describiera en “La aldea perdida”, novela escrita en 1903 y en la que glorificaba hasta el hartazgo, con un lirismo subido de tono, el mundo rural asturiano, cantando la excelencia del paisaje y la sencillez moral de sus habitantes. Ninguna coincidencia tampoco con el sentimentalismo de Alejandro Casona, que construye un escenario bucólico en el que sin embargo los personajes parecen estar atrapados en una vieja y ajada fotografía, al dorso de la cual se encuentra el mundo real de hambre, miseria e injusticia.

Emigrante en Cuba

Cualquier aproximación a la historia de Asturias debe contener al menos un intento de análisis del proceso de emigración masiva de su población, un episodio clave de su historia contemporánea que alcanzó su mayor intensidad entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. No es, sin embargo, un fenómeno singular de la región sino que se enmarca dentro del gran movimiento migratorio que llevó a millones de europeos a poner rumbo hacia tierras americanas en busca de una vida promisoria. Alrededor de trescientos cincuenta mil asturianos se subieron entre 1850 y 1930 a un barco para dirigirse, en su inmensa mayoría, a las colonias españolas o a las flamantes nuevas repúblicas de América. Todos ellos, hombres en su mayoría, emigraron muy a su pesar forzados por la escasez y la pobreza, que eran consecuencia de un crecimiento demográfico desbocado en el marco de una economía rural de subsistencia, la cual no permitía alimentar a todos los miembros de la familia. Asimismo influía el desigual reparto de la riqueza que, a pesar de ser Asturias una tierra rica y fecunda, acababa en manos de unas pocas familias aristocráticas. 

Avilés y Gijón eran los principales puertos asturianos de embarque de los pasajeros con destino a América. No obstante, desde comienzos del siglo XIX Avilés sufre una decadencia económica ante la indiscutible supremacía comercial del puerto de Gijón. Las continuas arenas que arrastraba la ría avilesina convertían el estuario en un puerto muy poco marinero, mientras que la falta de una carretera en buenas condiciones que conectara la ciudad con la capital Oviedo acentuaba aún más su aislamiento. Todavía falta mucho para que llegue el progreso industrial, con la construcción de vías férreas y el auge del carbón, que permitirá asentar en el territorio a una parte de la población, por lo que las perspectivas de salir adelante son prácticamente inexistentes. Avilés y su comarca forman parte por tanto de un territorio deprimido económicamente y con un evidente exceso poblacional, que encontrará su vía de escape en la emigración. 

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Representación alegórica de la partida de José Menéndez, con la infaltable carabela al fondo, símbolo de la estirpe conquistadora en la que sus biógrafos oficiales pretendieron incluir al asturiano (revista Argentina Austral)

Será allí, en el puerto de Avilés, cuando a principios del mes de noviembre de 1860 José Menéndez, entonces tan sólo un muchacho de catorce años, aborde un bergantín de 215 toneladas llamado Francisca, que habría de tardar más de un mes en llegar a Cuba. El armador era Francisco Manuel Graíño, quien llegó a ser alcalde de Avilés y que desde su privilegiada posición había logrado convertirse en un potentado empresario naviero y forestal. La máxima autoridad municipal ponía todos los medios para facilitar la emigración de sus vecinos, ante el creciente aumento de población, y al mismo tiempo hacía un negocio redondo con ello. En efecto, los armadores avilesinos empleaban su flota de corbetas, goletas y bergantines para despachar sin demasiados formalismos una muchedumbre de emigrantes a América, imberbes candidatos a la fortuna, y regresaban con sus bodegas repletas de valiosos productos coloniales con los que comerciar, como el azúcar, el tabaco o el cacao. El mismo método fue usado por otros empresarios sin escrúpulos de la época que amasaron grandes fortunas, como el cántabro Antonio López, al que Alfonso XII, rey de España, ennoblecerá nombrándolo primer marqués de Comillas, Santander. A su muerte, en 1883, tenía en propiedad varias líneas de navegación en Cuba y Filipinas con una flota conjunta de dieciséis vapores.

José Menéndez era el primogénito varón, forzado a emigrar ante la falta de tierras de su familia. Otra razón de peso para la partida era sustraerse al largo y penoso servicio militar que estaba obligado a cumplir si se quedaba en España y que probablemente le llevaría, enrolado en el ejército, a combatir hasta las lejanas colonias. La duración del servicio oscilaba entre los tres y los siete años y los soldados lo realizaban en lamentables condiciones sanitarias y alimenticias, lo que, unido a las frecuentes guerras con las que España trataba de evitar el colapso de su imperio, provocaba una gran mortandad que los jóvenes trataban de eludir con todos sus medios24. Aunque se podía evitar el enrolamiento mediante el pago de una cantidad en metálico que, para 1860-70, estaba establecida en torno a los seis mil reales, esa suma quedaba muy lejos de las posibilidades de las familias más modestas. Además, un pasaje a América costaba la décima parte de esa cifra por lo que la elección a favor de la emigración estaba meridianamente clara. 

Menéndez respondía al retrato típico del emigrante de esa época: hombre, joven, de familia campesina, que viaja solo y cuya partida se produce en otoño, después de recogida la cosecha. Su anhelo, cruzar el Atlántico para poner el océano por medio a su miseria, una aspiración compartida con otros miles de jóvenes que soñaban con emular a los indianos ricos que periódicamente retornaban a Asturias y que se convertían en un importante reclamo. No importa que los triunfadores fueran muy pocos y que la mayoría de los emigrantes desaparecieran sin dejar rastro en el transcurso de la aventura americana. En todo caso, las noticias del éxito de algunos de ellos llegaban siempre al lugar de partida, muchas veces amplificadas. Además, por muy dura que resultara la vida en el nuevo continente, difícilmente podía ser peor que lo que dejaban atrás. Así, junto al deseo de rehuir el servicio militar, el afán de enriquecerse en el nuevo mundo seguirá siendo el factor determinante a la hora de tomar la decisión de emigrar.

No obstante, en la mayor parte de los casos existirá también una obligación impuesta por la sociedad en una región, Asturias, donde se había instalado una verdadera cultura de la emigración. La inmensa mayoría de los adolescentes de Miranda nacidos a mediados del siglo XIX se embarcarán con destino a Cuba, lo que dotó a la emigración de un carácter masivo. Muchas familias tuvieron que hipotecar sus escasos bienes para costear el viaje de sus hijos a ultramar, por lo que la situación de los que se quedaban no era mucho mejor que la de los que se marchaban. La familia de Menéndez invertirá hasta el último real para poder comprar el billete de su hijo mayor. Sus padres lo acompañaron los cinco kilómetros de distancia que separan su pueblo natal, Miranda, del muelle de Avilés. No los volvería a ver hasta 1886, veintiséis años más tarde, cuando realice su primera visita a España.

La travesía transatlántica tampoco era precisamente un viaje de placer, especialmente para aquellos pasajeros que, como Menéndez, habían comprado un pasaje en tercera clase, el más barato, y carecían además de cualquier experiencia marinera. Las compañías navieras de la época obtenían un gran provecho transportando emigrantes de todas las nacionalidades en lo que se dio a llamar la “carrera a América”. Su máxima prioridad era reducir los gastos al mínimo imprescindible, lo que no era difícil con unos pasajeros tan poco exigentes, la mayoría de los cuales nunca antes habían abordado antes un barco. Aunque la publicidad de las agencias de embarque ponderaba la comodidad de los camarotes, la calidad de la comida o el excelente trato de la tripulación, la realidad era bien diferente. No olvidemos que muy pocos emigrantes habían regresado para desmentir esos anuncios. Los astutos armadores contrataban a tripulaciones muy reducidas, concentraban al mayor número posible de pasajeros en un mismo camarote o reducían la calidad de la comida para que resultara más económica. De este modo, las condiciones en las que se desarrollaba tan dilatado viaje eran especialmente duras para los que viajaban en tercera categoría. El hacinamiento provocaba problemas de higiene y de salubridad que confinaba a la rudimentaria enfermería a muchos de los pasajeros. Las enfermedades más comunes a bordo eran el cólera, el sarampión, el tifus o la disentería, que se cebaban especialmente sobre los niños. Algunos de ellos, los más débiles y desnutridos, no sobrevivían al viaje.

Los dormitorios estaban compuestos por una larga hilera de literas, con un escaso intervalo entre una y otra y un angosto pasillo que no permitía el paso simultáneo de dos personas. Los pasajeros eran ubicados en función de su situación personal y familiar. Existía un pabellón para familias completas, otro para hombres solteros y un último para aquellas mujeres que viajaban solas. Menéndez, hombre de tierra firme que jamás había subido a un barco, padeció el vértigo provocado por el constante vaivén del velero y sufrió los desagradables efectos del mareo. Los ruidos y olores que procedían de sus compañeros de viaje, todos amontonados en tan reducido espacio, convirtieron todavía en más ingrata la travesía del Atlántico

La descripción anterior se refiere obviamente al humillante e insufrible viaje de los pasajeros de tercera clase. En el mismo barco viajaban también los pasajeros de segunda, un heterogéneo grupo formado por suboficiales del ejército, miembros del clero, modestos funcionarios y pequeños comerciantes, que tenían más holgura en sus compartimentos y recibían mejor comida. Además, en algunos navíos, existía un espacio destinado a los pasajeros de primera clase, con los que la tripulación se desvivía en atenciones, tenían su propio restaurante y disfrutaban de lujosos camarotes. Podían, además, moverse libremente por todo el barco, algo que les estaba vedado a los pasajeros de tercera, que tenían que limitarse a pasear por su propia y estrecha cubierta. ¿Soñaba el joven José Menéndez que algún día realizaría la travesía del océano alojado en camarotes de lujo? ¿Qué dispondría incluso de su propia línea de navegación?

Menéndez llegó a La Habana exhausto por tan largo viaje ya que la navegación por el Atlántico solía durar en la época unos cuarenta y cinco días. Lo primero que hizo al llegar a la isla fue conectarse con vecinos de su pueblo, que se ocuparon de darle comida y alojamiento durante las primeras semanas. Era muy frecuente que los parientes que habían emigrado antes animaran por carta a sus amigos y familiares a que emprendieran también el viaje a América. Se creaba así una cadena migratoria que perseguía un doble fin: por un lado, la prosperidad de sus conocidos, y por el otro, la disponibilidad de una mano de obra barata y leal. Por supuesto, Menéndez no recaló en Cuba de manera fortuita. Hay que recordar que para entonces la isla caribeña formaba todavía parte de la corona de España, como una de las colonias de ultramar, lo que hacía que la mayoría de los emigrantes españoles la eligieran como destino inicial. Especialmente, fue la meta preferida de los emigrantes asturianos, al menos hasta 1898, de tal modo que el número de barcos directos a la isla llegó a alcanzar los treinta al año. En el caso de Avilés y sus alrededores, podemos afirmar que la totalidad de los emigrantes que se embarcaron en esa época rumbo al continente americano se dirigieron a La Habana. Si hasta 1870 los barcos partían, como le sucedió a Menéndez, de Avilés o Gijón, a partir de entonces el negocio pasó a manos de las compañías extranjeras que utilizaban los puertos de Santander, La Coruña, Vigo o Cádiz, que estaban habilitados para recibir a los grandes vapores. Esto obligaba a los viajeros procedentes de Asturias a realizar además un largo trayecto por tierra hasta los puntos de salida. Para la mayoría de los emigrantes el viaje a América será exclusivamente un viaje de ida y su rastro se perderá irremisiblemente en la vorágine de la epopeya migratoria. Tan sólo unos pocos hombres y mujeres, los denominados “indianos”, regresarán a la tierra que les vio nacer para pasar sus últimos días haciendo ostentación de su riqueza ante sus vecinos.

Poco se sabe sobre la etapa cubana de Menéndez, que se prolongó al menos durante seis años, entre 1860-66. Sus biógrafos autorizados tan sólo señalan que logró iniciarse como empleado de una firma comercial, lo que no es extraño teniendo en cuenta que la inmigración peninsular dominaba el comercio, gestionaba las casas de crédito y constituía un sólido cuerpo de funcionarios ocupados en la supervisión de las exportaciones e importaciones de la isla. Nada más llegar a La Habana, Menéndez se encontró con el primer desengaño. Las condiciones laborales que tenía que soportar un muchacho recién llegado a la isla eran muy duras, debiendo emplearse como aprendiz en una tienda propiedad probablemente de un pariente, que lo explotaba sin miramientos. No obstante, el futuro de los jóvenes españoles emigrados a Cuba era mucho más prometedor que el de muchos de los pobladores que ya residían con anterioridad en la isla. En efecto, del millón cuatrocientos mil habitantes que tenía Cuba en esas fechas, una quinta parte eran esclavos negros que soportaban extenuantes jornadas de trabajo en las plantaciones. No hay que olvidar que España fue uno de los últimos países del mundo en abolir la esclavitud, lo que no ocurrirá en los territorios de ultramar bajo dominio de la corona hasta el último cuarto del siglo XIX 25. Menéndez, casi tan pobre como esos esclavos, al menos podía disponer a su libre albedrío de su porvenir e instalarse en un lugar u otro, como efectivamente hizo.

Es así como, durante el período que pasó en Cuba, fue ascendiendo lentamente en su profesión, de aprendiz a dependiente y contador, para alcanzar finalmente el puesto de representante de comercio. La experiencia adquirida le convenció de la conveniencia de dejar la isla y buscar un camino más prometedor. Existen muchos interrogantes sobre la verdadera razón que llevó a José Menéndez a abandonar el país. La historia oficial refiere que al asturiano le sentó mal el clima del país, hasta el punto de contraer fiebre amarilla, por lo que se vio obligado a dejar la isla (Martinic, 2001: 16). Otros hablan de un negocio ruinoso con un socio que se fugó con el capital de ambos (Feito, 1992: 254). Tampoco hay rastro en las cartas y documentos de su archivo personal sobre este asunto en particular, como si el propio Menéndez hubiera querido cubrir con un manto de silencio las verdaderas causas de su partida. Es muy probable, sin embargo, que el creciente ambiente prebélico que vivía la isla, a consecuencia de las ansias independentistas de muchos de sus habitantes, convenciera a Menéndez de la necesidad de mudarse a otro destino más sosegado. Tan sólo dos años después de su marcha estallará la Guerra de los Diez Años que, aunque supuso una primera derrota de las fuerzas cubanas frente al ejército realista español, abrirá las puertas a la independencia que finalmente se proclamará en 1898. Parece por tanto mucho más lógico que la causa de la marcha de Cuba tuviera que ver con el escenario turbulento que se dibujaba en la isla y que, para un español de veinte años como los que tenía Menéndez en ese momento, iba a significar el enrolamiento en el ejército y, probablemente, la participación en una guerra que se anunciaba larga, penosa y de incierto resultado.

Buenos Aires, sueños de prosperidad

Alejándose de la conflictiva situación política de la isla y buscando un lugar donde progresar más fácilmente, a finales de 1866 José Menéndez desembarca en Buenos Aires. Por entonces, la capital argentina era una populosa ciudad al borde del Río de la Plata que, cada año, recibía a millares de emigrantes procedentes de toda Europa, muchos de ellos huyendo, precisamente, de guerras y ejércitos. Con casi dos millones de habitantes, de los que más del diez por ciento eran emigrantes extranjeros, la joven nación sudamericana todavía no había experimentado el verdadero auge demográfico que traerá consigo la gran ola inmigratoria de las décadas siguientes 26. Sus catorce provincias se hallaban desigualmente pobladas y presentaban una riqueza económica bien diferente. Al sur se extendía la Patagonia, un territorio inmenso que se consideraba despoblado puesto que a los indígenas no se les otorgaba la consideración de habitantes de pleno derecho. El país, bajo la presidencia de Bartolomé Mitre, se encaminaba decididamente hacia la Argentina moderna, aunque todavía tendría que superar los últimos enfrentamientos fratricidas entre federales y unitarios, padeciendo también la sangrienta Guerra de la Triple Alianza en suelo paraguayo27. Su sucesor, Domingo Faustino Sarmiento, consolidará definitivamente la constitución nacional y dirigirá un período de relativo progreso comercial, industrial, financiero y político, que atraerá la atención de los inversionistas europeos. 

El crecimiento de la economía que experimentará la Argentina entre 1870 y la Primera Guerra Mundial, cuyos factores fundamentales fueron la inmigración, las exportaciones y la inversión extranjera, será calificado por los historiadores como de extraordinario. Ahora bien, este desarrollo económico que, como veremos más adelante, beneficiará sólo a unos pocos, tendrá también sus víctimas. En efecto, Sarmiento enfrentará al país a la eterna dicotomía “civilización o barbarie”, sirviéndose de argumentos clasistas y racistas para asociar a la primera con las ideas del progreso y la ilustración europeas y reduciendo a la condición de razas inferiores a todos los pueblos y culturas nativas. El que fuera presidente de la nación argentina no ocultaba su desprecio por los pueblos originarios, por los que sentía “una invencible repugnancia” y para los que tenía reservado lisa y llanamente el exterminio “sin ni siquiera perdonar a los pequeños, que tienen ya el odio instintivo al hombre civilizado” 28. Es entonces también cuando comienza a imponerse de forma artificial la construcción de una identidad étnica argentina, que debe ser de piel blanca y origen europeo. Ya sabemos las consecuencias de esta obsesión civilizadora, cuya primera medida será la infamante Campaña del Desierto, operación militar de exterminio que el ejército argentino llevará a cabo contra los pueblos indígenas. Sin embargo, la mayoría de estas crueles batallas, sean contra los paraguayos o contra los pueblos nativos, se desarrollarán a cientos de kilómetros de la capital lo que permitirá que Menéndez, extranjero eximido de obligaciones militares a las que solamente estaban sujetos los nacionales, contemple estas luchas con una cierta indiferencia. 

José Menéndez llega a Argentina en pos de la riqueza y resuelto a obtenerla a cualquier precio. Con los conocimientos comerciales obtenidos en su estadía en Cuba, no tarda en orientarse en el gran laberinto de la emigración porteña. Los españoles habían comenzado a llegar en cantidades apreciables desde 1855. Desde las provincias vascas y La Rioja emigraban familias completas dedicadas a la agricultura y la artesanía, de Galicia y Asturias llegaban hombres solos, generalmente de origen rural. En poco tiempo, consigue un puesto de representante de la casa Corti & Cía que compagina con su trabajo como contable en la sociedad Etchard & Cía. Ambas compañías estaban especializadas en la venta de artículos, mercadería y efectos marítimos, lo que permitió a Menéndez alcanzar una gran experiencia en el sector del comercio naval. Las oficinas de Corti estaban situadas en los bajos de un edificio de dos plantas situado en la confluencia de las calles 25 de Mayo y Cuyo 29. Sólo un poco más allá, sobre la 25 de Mayo, en el número 268, Menéndez alquiló un sencillo apartamento donde viviría casi diez años. 

No resulta difícil imaginarse a José Menéndez con veintisiete años paseando endomingado, junto a otros modestos oficinistas y empleados de comercio, por las calles empedradas del centro de Buenos Aires. Procedente de una humilde familia de labradores del económicamente atrasado medio rural asturiano y emigrante en solitario a América a los catorce años, para Menéndez formar una familia es un asunto prioritario. Y encontrará su esposa en una mujer de veinticinco años, hija también de emigrantes, en este caso vascofranceses originarios de la antigua región del Béarn, al pie de los Pirineos, que habían llegado primero a Montevideo, donde nacieron sus hijos, instalándose luego en Buenos Aires. Su nombre es María Behety Chapital y cumple sobradamente con los patrones a los que puede aspirar por entonces Menéndez. Es joven y por lo tanto podrá tener una larga descendencia y procede de una familia sin recursos pero con orígenes europeos. El 19 de marzo de 1873 se celebró la boda en la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, hoy basílica, en el barrio de San Nicolás, en pleno centro de Buenos Aires. Para sus biógrafos oficiales, “la elección de esposa, la más arriesgada de las elecciones, resultó el primero de los grandes aciertos en la vida de este hombre donde todo fueron resultados acertados. Era bella, culta, distinguida y, a la vez, laboriosa, valiente y enérgica, como los sucesos posteriores lo fueron demostrando. Para tal hombre, tal mujer” 30

En esta etapa de su vida, mientras nacían sus primeros hijos e iba ascendiendo lentamente en el escalafón comercial, Menéndez contemplaba insatisfecho su progreso material. Aunque había logrado un puesto de mando intermedio que le permitía vivir sin estrecheces, sus ingresos estaban muy lejos de sus aspiraciones. Era tiempo de buscar un nuevo destino donde pudieran cumplirse sus afanes, no importa lo lejos que se encontrase. De este modo Menéndez, viajero incansable, iba a encaminarse hacia el remoto sur que, aunque las crónicas de la época supusieran deshabitado, era el hogar de multitud de pueblos que llevaban milenios naciendo, viviendo y muriendo sobre el mismo territorio.