Tompkins tenía una imagen incrustada en el cerebro. La del barco japonés cargado con astillas que había visto en uno de los muelles en Puerto Montt. Nunca había tenido frente a sus ojos cientos de árboles convertidos en diminutos palitos, casi aserrín, y eso en medio de una de las zonas más sensibles para los bosques templados que abundaban en esa ciudad y se extendían hacia el sur.
Se había alejado del mundo del diseño y del glamour que emanaba de sus exitosas empresas de ropa. Realizaba un viaje junto a Galen Rowell, fotógrafo de National Geographic; la mujer de este, Barbara Cushman; Juan Enrique Abadie, amigo y representante de Esprit en Chile, y Rick Klein, un ecologista estadounidense que había conocido meses antes, al adquirir el parque El Cañi en la Novena Región.2
Rowell y Cushman lo acompañaron en el trayecto que hicieron dos avionetas Cessna desde San Francisco a Santiago y que tardó sesenta y cinco horas. Era diciembre de 1989 y en la capital les esperaba una amplia agenda de actividades, pero la invitación de Klein a hacer una excursión a la zona de los alerces andinos los sedujo más que cualquiera. Meses antes había traído a científicos e investigadores de todo el mundo para realizar la misma travesía e intentar medir la edad de los enormes alerces que crecían alejados de la humanidad en las precipitadas pendientes de Palena. Ahora era el turno de Tompkins y sus amigos.
La travesía está contada en Flying South, de Barbara Cushman,3 libro que describe el viaje que realizaron por toda Sudamérica junto a Tompkins y que pone de relieve los principales rasgos del empresario que un par de años después sería el contrincante predilecto del segundo gobierno de la Concertación por la Democracia. En el texto se reseña el espíritu aventurero del fundador de Esprit y North Face, pero también los rasgos más duros de su carácter.
Luego de abandonar Puerto Montt, el grupo se adentró en la zona de los bosques de alerces. Según Klein, Tompkins no habló mucho durante la travesía y le era imposible imaginar los pensamientos del empresario ante ese escenario absolutamente virgen. Pero, a pesar de que fueron muy pocas las sonrisas que le dirigió, se notaba conmovido. Esa fue la etapa más dulce del trekking, pero cuando bajaron la ladera la pendiente de la montaña tornó muy peliagudo el descenso, incluso para un experto como Tompkins. Las sanguijuelas abundaban y el musgo hacía muy complejo agarrarse de las raíces o las ramas de los árboles. El trayecto fue de tal lentitud que debieron acampar en las montañas, y sin agua. Tompkins explicitaba su mal humor y Klein se notaba complicado, porque el camino que había escogido sin duda no era el adecuado. Barbara quería salir pronto de ahí, le dolía el cuerpo y carecía de la experiencia de su marido o del fundador de Esprit para trepar o descender por montañas tan empinadas. Sin embargo, el empresario se tomó todo el tiempo necesario para contemplar el paisaje, que le pareció de una belleza sublime. Sentía una inclinación especial por los bosques templados, y estuvo atento a todo lo que Klein le contó acerca de esos alerces y del riesgo que corrían: a pesar de estar protegidos por ley, solo quedaban cien mil hectáreas de estos árboles, muchas de ellas a disposición de los traficantes de madera. Los ejemplares podían tener hasta cuatro mil años y era urgente que alguna fundación buscara cómo adquirir esos predios. Tompkins se limitó a escuchar a un Klein muy intrigado ante su interlocutor.
Finalmente lograron salir del bosque y llegar a un camino en donde los esperaban los 4 x 4 que los llevarían de vuelta a Puerto Montt. En el trayecto, Klein siguió narrando sus intentos por salvar los alerces de esa zona. A través de la Fundación Lahuén ya había realizado tres expediciones con fines científicos, pero también con la idea de conseguir financiamiento para comprar la mayor cantidad posible de paños de tierra y así defender estos árboles de la tala ilegal. Tompkins se limitaba a escuchar. Cuando llegaron a Puerto Montt tomó su avioneta y sobrevoló Palena. Un espectáculo impresionante que no podía perderse.
El viaje marcaría al empresario, quien desde entonces profundizó su conciencia de ambientalista más allá de los libros y comenzó paso a paso a asumir un papel destacado en la lucha por la conservación. Sería un camino complicado para un hombre que estuvo más de diecisiete años ligado a los negocios, y con el mismo entusiasmo y la misma vitalidad que demostraba en los deportes. Pero finalmente cambiaría las ondulantes calles de San Francisco por las pendientes y los verdes valles de un país que no supo hasta después de su muerte quién era realmente Douglas Tompkins.
Siete años antes de ese viaje decisivo, en 1982, Galen Rowell, el fotógrafo del National Geographic,dijo a su mujer que irían a visitar a Douglas Tompkins. Ella no lo podía creer. Barbara Cushman, que había cursado estudios textiles en la Universidad de California, sabía perfectamente quién era ese empresario californiano y deportista de excelencia que junto a su esposa había creado en un garageEsprit, la famosa marca de ropa casual. En las revistas lo describían como un tipo energético, que se paseaba por San Francisco en su Ferrari y organizaba lujosas fiestas en su casa en el caro y exclusivo barrio de Russian Hill, junto a modelos y magnates de la moda como Bill Blass o Calvin Klein. Por eso no entendía por qué su marido insistía en que el Douglas Tompkins del que él hablaba era un tipo muy sencillo, que vestía una «inmunda ropa de montañista» y prefería estar escalando en el Parque Nacional Yosemite o en el Grand Teton que rodeado de la alta sociedad de la Bay Area.
Ellos se habían conocido en los años setenta, escalando grandes rocas de granito en el Yosemite. Los había presentado Yvon Chouinard, uno de los más íntimos amigos de Tompkins. Después Rowell solo mantuvo contacto esporádico con el empresario, quien ya entonces marcaba el ritmo de la moda con Esprit. Pero a comienzos de 1982 al fotógrafo le pareció justo que su mujer conociera a este hombre tan famoso en California y la invitó a un almuerzo en el café de Esprit en San Francisco. Barbara esperó con ansiedad el encuentro y llegada la fecha intentó comportarse a la altura de las circunstancias, pero, aunque sacó a relucir sus mejores modales, Tompkins, tras saludarla cordialmente, se abocó a hablar sobre kayaks y montaña con Galen hasta el fin de la comida. Barbara ni siquiera pudo participar cuando la conversación derivó por unos segundos al tema de la indumentaria. Menos contarle al amigo de su marido que había hecho trekking en Nepal con Robert Redford, pues Tompkins la paralizaba.
La crónica de Barbara está atravesada por la admiración. Flying South registra con mirada amable la mayor parte de los rasgos de un hombre que en su esencia siguió siendo siempre el mismo: el que comenzó a obsesionarse con la montaña hasta convertirse en un escalador profesional, que luego se refugió en la moda hasta coronarse como un magnate del rubro, y que finalmente destinaría toda su energía al medio ambiente, hasta transformarse en uno de los exponentes más populares de la defensa de la naturaleza en el mundo. Nada medular cambió en los últimos cuarenta años en la personalidad de Tompkins, solo el foco de sus obsesiones, el punto de referencia que hacía que su vida fuese más un objetivo que un tránsito. Ya fuera como montañista, empresario o ambientalista, la obra lo retrata como alguien que desconfía del destino y solo cree en la propia voluntad, en las metas que él mismo se propone, la primera y las sucesivas.
Tompkins es siempre el mismo: las historias de sus empleados en San Francisco que pueden leerse en Flying South son similares a las que veremos de sus colaboradores en Reñihué, y las contradicciones evidentes que pretende ocultar el empresario emergen en el ambientalista. Ni siquiera la huida desde su bulliciosa vida en California a comienzos de los años 90 modificó la estructura de un hombre que no nació para que le fijaran normas. Por cierto, un pequeño análisis de su personalidad basado en los hechos de su vida anterior posiblemente habría hecho cambiar de estrategia a sus detractores chilenos, aquellos que, especialmente desde la administración de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, buscaron enajenar del país al estadounidense y su proyecto ambiental.
Los desafíos complejos son recurrentes en su vida. También sus miedos y una porfía permanente por no asumir las incoherencias de su personalidad como lo haría alguien que sabe que la vida está tallada por los matices. El empresario, el ambientalista y el montañista tienen un horizonte que no es otra cosa que una meta. La meta de un visionario. Y para alcanzarla, la perseverancia es una virtud divina. «Un perro de presa» es la descripción que eligió Fernando Dougnac, quien fue abogado de Tompkins, muy vinculado a los movimientos ambientales, para describir su tozudez. Un rasgo que, exacerbado, puede transformar al hombre en un ser avasallador, arrogante y egoísta. Barbara Cushman lo expresa de un modo aun más sencillo: «Si algo retrasa a Douglas, él partirá solo, sin ese algo».
A mediados de los 80 tenía una nueva obsesión y ahora era Esprit lo que lo retrasaba. A muchos de sus amigos les había comentado que quizás ya era hora de partir de la empresa y destinar el dinero a la filantropía ambiental. Pocos creían que realmente dejaría de lado una compañía que a quince años de su nacimiento facturaba 800 millones de dólares y que podía exhibir un sello inconfundible que lo había puesto en la cresta de la ola, justamente lo que no había conseguido como deportista. Era poco probable que lo que había sido su mayor interés por más de una década dejara de serlo, pero así fue. Su matrimonio, por otra parte, se tornaba cada vez más conflictivo, lo que aceleró la despedida.
La historia de Esprit es la de Tompkins. Es la mejor expresión de sus virtudes, de su visión amplia, de sus incoherencias y sus remordimientos. También lo es de su matrimonio con Susie Russell. La relación entre ambos prácticamente nació con la compañía, y terminó con ella. Su felicidad como pareja llevó a Esprit a estar presente en casi todos los continentes, y su separación la dejó al borde de la quiebra.
Douglas y Susie se conocieron en 1964, cuando él ya había fundado North Face. En 1966 abrió una tienda en San Francisco. En la inauguración de esta empresa de ropa y accesorios para el deporte aventura tocó la banda The Grateful Dead, y era habitual ver a famosos como Allen Ginsberg y Dizzy Gillespie entre los clientes. Sin embargo, el desarrollo de la empresa no satisfizo al joven emprendedor, por lo que pronto la puso en venta, cuando apenas comenzaba a «sonar» en el ambiente. Mientras se deshacía de su pequeña compañía por 50 mil dólares, Susie dejaba la universidad y, junto a Jane Tise y Allan Schwartz, fundaba Plane Jane Dress Co. «A ella siempre le gustó el diseño de vestuario, era muy buena para crear ropa, tema que no le interesaba mayormente a Douglas. Él prefería enfocarse en la creación de la marca», comenta Sharon Risedorph, quien fuera fotógrafa de Esprit por más de una década.
A fines de la década de 1960 Tompkins comenzó a interesarse en la empresa de su mujer, pero la pasión por la montaña fue superior. En 1968 partió con Yvon Chouinard y otros tres amigos en un viaje por toda América, aquel que los llevaría a escalar el Fitz Roy por una de sus caras más difíciles.4 Al volver a Estados Unidos decidió que era el momento de involucrarse más en la compañía de Susie, que comenzaba a tomar forma. Se enfocó en la administración, especialmente en el posicionamiento y las características que distinguirían a la empresa de sus potenciales competidoras. Pronto comenzó a tener roces con el resto de los socios, complicando las cosas con su estilo directo y decidido. Avasallador, en ocasiones. El principal punto de discrepancia era su enfoque del negocio: a diferencia del resto, no veía futuro en la ropa deportiva. El tiempo le daría la razón, pero en ese momento no había espacio para diferencias tan profundas entre los socios. Las disputas se resolverían en 1975 con la salida de los cofundadores Tise y Schwartz.
Por esos años, cuando la empresa ya vendía cerca de 18 millones de dólares, el empresario decidió cambiar el nombre de Plane Jane Dress por Esprit, y en ese momento se inició un crecimiento imparable que duró quince años. Para muchos de sus excolaboradores es un misterio cómo Tompkins logró tanto éxito con la compañía, sin tener los conocimientos comerciales formales que una marca incipiente supuestamente exigía.
Desde que fue expulsado del colegio –la Pomfret School de Connecticut– en 1959, dedicó su vida al deporte y la aventura. No terminó la secundaria ni fue a la universidad. De hecho, había emigrado a California con el único fin de ser parte del equipo de esquí olímpico de Estados Unidos, y su sustento económico lo proveían trabajos esporádicos, tan variados como circunstanciales. Con apenas dieciocho años ofrecía sus servicios a compañías forestales o constructoras para instalar dinamita en sitios de difícil acceso, otra prueba más de su talante temerario. También fue caddy en campos de golf y jardinero, y tiempo después se dedicó a realizar viajes turísticos en yates desde la Costa Este a la Costa Oeste, lo que le permitía reunir el dinero suficiente para irse con su grupo de amigos a recorrer ríos y montañas y olvidarse del mundo, de ese mundo, por una temporada. Tompkins, como muchos jóvenes estadounidenses a mediados de los sesenta, sentía la polarización social de esos años, marcados por las dimensiones apocalípticas que adquiría la guerra de Vietnam y el nacimiento del movimiento hippie, y optaba por un camino propio, alejado de la política y más cercano al ideal de disfrutar la vida como si fuera a terminar muy pronto. Por eso la aventura al máximo y la responsabilidad casi al mínimo; el esfuerzo suficiente para poder comprar un boleto de avión para ir a China, Pakistán o Chile.
Después del negocio de los yates probó suerte con la restauración de casas en la Bay Area en San Francisco: adquiría propiedades a bajo costo y las reconstruía. Ya tenía claro que no cursaría estudios superiores, y que ningún trabajo sería tan importante como para alejarlo de la montaña por mucho tiempo. Con la refacción de propiedades logró hacer bastante dinero y además empezó a involucrarse en el diseño. La estética, como objeto de inspiración, comenzaba a tomar fuerza en su mente.
Fue con North Face que asomaron sus capacidades empresariales, en especial para crear un negocio y dotarlo de una administración flexible, muy lejana a lo que en ese momento parecía ser el paradigma de la buena gestión, incluso en California. Sin embargo, este incipiente hombre de negocios no siempre expresaba con claridad sus buenas ideas. «Doug es un hombre que tiene una gran visión de las cosas, muy determinante y absoluta, pero que no sabe llevarlas a cabo de buena manera. Por eso siempre tenía mucha gente a su alrededor, para que lo ayudaran a concretarlas», dijo en la primera edición de este libro Duncan Dwelle, primer director general de North Face y luego ejecutivo de Esprit. North Face fue una prueba de fuego que le permitiría entender mejor el negocio de la ropa, además de desarrollar un tipo de gestión que estuviera más relacionado con las ideas que con los números. Con North Face dio asimismo sus primeros pasos para concretar su idea del contacto con la naturaleza como una extensión del trabajo de sus empleados.
En los primeros años de Esprit, prefería partir con sus amigos a escalar que pasar largas jornadas en las oficinas de la empresa, pero poco a poco la compañía pasó a ser su nueva obsesión. Las jornadas comenzaron a ser agotadoras. Si tenía que dedicar quince horas al trabajo, lo hacía. Sus reuniones, en general, eran muy breves pero contundentes. Daba tareas constantemente y era muy riguroso a la hora de pedir cuentas. «A veces ponía algunos temas de discusión y después se iba riendo, porque había dejado a todo el mundo enfrascado en una pelea», cuenta Sharon Risedorph.
No era un tipo carismático, pero todos veían en él a un hombre con una visión clara. Se sentía lo suficientemente seguro de sí mismo para no intentar ser simpático, aunque sí lograba que su energía e interés por ciertos temas motivaran a quienes trabajaban con él. Su preocupación por los empleados no era desmedida pero sí constante. En general los conocía bastante bien, sabía de sus familias y responsabilidades. A pesar de prohibiciones exageradas en su momento como no masticar chicle o no fumar, la empresa premiaba casi sin excepción a su personal con viajes al extranjero. Además tenían descuentos para eventos culturales y clases de francés. Eso sí, algunos se quejaban de que el gran problema de Esprit era la horizontalidad, que impedía los cambios y los ascensos. El que entraba de vendedor, lo más seguro es que abandonara la compañía en calidad de tal, sin importar el número de años o la eficiencia en las tareas encomendadas.
Tompkins desarrolló un liderazgo especial al preocuparse de todos los detalles de la compañía. Solo permanecía alejado del diseño de la ropa por temporadas, el área de Susie. Él ponía su energía en buscar nuevos mercados y especialmente en potenciar la marca mediante exitosas campañas. La firma consiguió un éxito comercial importante apuntando básicamente a dos áreas geográficas: Estados Unidos –que representaba casi el 60% de sus ventas– y el mercado asiático. Todo ello hizo de Esprit una compañía de vanguardia mundial. Sus logros comenzaron a aparecer con recurrencia en la sección de negocios del San Francisco Chronicle e incluso del Wall Street Journal, que observaban cómo la empresa año a año se expandía, conquistaba mercados y revolucionaba el ambiente con campañas publicitarias innovadoras y muy vinculadas con temas sociales, como el sida.5
Pero, a pesar de sus largas jornadas de trabajo y su responsabilidad en la compañía, el empresario no dejaba de tomarse unas semanas para salir de expedición con sus amigos Yvon Chouinard y Royal Robbins. Se las arreglaba para que la compañía nunca dejara de funcionar a su ritmo, incluso cuando viajaba.
En San Francisco, era conocido por una élite de deportistas, artistas y empresarios que le reconocían un estilo diferente, distante de las estructuras tradicionales de los negocios, del diseño y del manejo del personal. El estilo de «montañista harapiento» de un ejecutivo exitoso de una marca que año a año incrementaba su valor. Así, su nombre se colaba como un fantasma en el mundo de la moda y el de los deportes extremos, y la fama no la adquirió por sus audaces ascensos a la montaña o sus aventuras en rafting, sino porque estaba convirtiéndose en millonario. «Todo lo que toca Esprit se convierte en oro», era la frase que más se oía por esa época en California.
A comienzos de los 80, los Tompkins ya cosechaban el dinero y la celebridad que habían sembrado en los 70. Esprit era una marca líder y Douglas vivía sus dos vidas. A veces andaba en la clásica camioneta Volkswagen pintada a la usanza sicodélica, con unos kayaks sobre el techo como buen descendiente del espíritu californiano, y otras lo hacía en un Ferrari de 200 mil dólares, el que incluso llevaba al Parque Yosemite.
Su casa en Lombard Street, en el barrio de Russian Hill, era un monumento al buen gusto. Esta exclusiva avenida en forma de serpiente es uno de los principales atractivos turísticos de San Francisco. Transformada en un pequeño parque que circundaba dos construcciones –una para la familia y otra para los invitados–, la casa de Tompkins, obra de Willis Polk,6 fue el centro de frecuentes reuniones sociales. La más importante era la fiesta Chili Peppers, que anualmente reunía a lo más selecto del mundo de la moda y el arte californiano, además de un contingente de figuras internacionales. Aquel glamour contrastaba con la sobriedad que Tompkins mostraba en la mayor parte de las actividades cotidianas, desde su vestimenta hasta su costumbre de viajar en clase económica, a pesar de que el dinero no le faltaba para sentarse en primera. Esa costumbre la mantuvo hasta su muerte.
Quienes lo conocieron entonces hablan de un tipo que se las arreglaba para dedicar mucho tiempo a la compañía, al deporte y también a sus hijas, Summer y Quincey. Recuerdan también que nunca dejaba de hacer algo nuevo, y de comentarlo como un adolescente que comienza a descubrir que conseguir algo con el esfuerzo personal es mejor que esperar un regalo de los padres. Su cabeza iba muy por delante de su cuerpo, siempre estaba pensando en el paso siguiente. En ese sentido se dice que Tompkins era un adicto. Peter Buckley, uno de sus mejores amigos, filántropo ambiental y antiguo ejecutivo de Esprit,7 dijo en la primera edición de este libro que Tompkins siempre parecía estar llegando o partiendo hacia una aventura.
De hecho, Buckley conoció al magnate a comienzos de los 70 en su gimnasio, cuando aquél llegó con la intención de aprender algunos saltos de trampolín. Al cabo de un tiempo, el interés se transformó en visitas diarias, entrenamiento y el dominio casi perfecto de la técnica. Solo entonces Tompkins dejó de asistir al gimnasio, pero no de ver a Buckley, quien incluso lo acompañó a Chile después de que había dejado los negocios y su vida junto a Susie.
Quizás sea difícil entender que alguien que convirtió su amor por la naturaleza en un fin, en una apología permanente y en acciones decididas haya estado tan cerca de la lógica empresarial y de la sociedad de consumo extremo que solo lleva a una presión constante sobre los recursos naturales. Pero es que ese Tompkins ecologista que viajaba en clase económica y y aborrecía la frivolidad y el consumo también tenía una faceta altanera y despilfarradora, que incluso fue cuestionada al interior de la empresa. El magnate llegó a ser el mayor coleccionista de amish quilts, las famosas colchas realizadas por la comunidad menonita que rechaza la modernidad. Y disfrutaba contando que en una ocasión hizo aterrizar su Cessna 206 en un segmento inhabilitado de la 101 –la autopista que cruza California y une Los Angeles y San Francisco–, solo para dejar a un par de amigos en la casa de playa de Chouinard, sorprendiendo incluso al anfitrión. Veinte años después, algunos de sus cercanos en Chile escucharon estas y otras historias. «Douglas contó que había estado a punto de perder la vida mientras conducía su auto con Janis Joplin», afirma un arquitecto que trabajó con el empresario y que conocía su amistad con la famosa cantante californiana. Una administradora que colaboró varios años con él dice que Tompkins le detallaba fiestas en que las orgías eran el plato de fondo.
Experiencias que son fáciles de explicar en el ambiente en que se movía el ecologista en ese entonces. El de un joven caprichoso, que siempre quería tener lo mejor. Tompkins era de esas personas que pueden desdoblarse y, por un instante, mirarse desde fuera y admirarse. Sus aventuras legendarias solían salir a colación en las conversaciones de amigos, y sus puntos de vista, parte central de cualquier reunión de negocios, al igual que sus intereses, eran los que predominaban a la hora de organizar la agenda familiar. No era hijo único, pero probablemente un psiquiatra le diagnosticaría una cercanía peligrosa con ciertos fenómenos sicológicos de quien no tiene hermanos. Según el libro de Barbara Cushman, en una ocasión el empresario contó que se había comprado un avión, y ella dijo conocer el modelo. Tompkins, sorprendido, le preguntó si volaba y en qué avión lo hacía. Barbara le dijo que en un Cessna 206, un muy buen avión, y con mayor autonomía que el del amigo de su marido. A los pocos meses, Tompkins apareció en casa de la familia Rowell y les comunicó, con una gran sonrisa: «Me compré un Cessna 206». Muy pronto presumiría de haber comprado una avioneta con flotadores, el mejor modelo del mercado.
Así, la vida del empresario giraba en torno a sus obsesiones y la prioridad que cada una tuviera en cada momento. Y, salvo sus amigos cercanos, su entorno social iba mutando con la misma frialdad con que elegía la compañía que sus impulsos le indicaban. Si en los años 70 los invitados a su casa de la calle Lombard eran modistos, artistas famosos y gente vinculada al mundo de Esprit, a fines de los 80 llegaron los directores de organizaciones no gubernamentales y personas vinculadas a la ecología profunda. Susie ya no estaba, sus hijas tampoco.
Puede sostenerse que la época histórica que le tocó vivir –la California de los 70 como un mundo aparte, con Berkeley bullendo de manifestaciones antibélicas, el LSD incorporado a la lógica espiritual de muchos movimientos, los Panteras Negras y los Weather Underground en pie de guerra contra las políticas de Washington– prolongó la juventud de Tompkins, quien entonces bordeaba los treinta años, y al mismo tiempo lo vio muy contento a cargo de una multinacional que le proporcionaba mucho dinero y fama. Fueron años en que su compromiso ambiental, sin dejar de ser importante, era secundario. Fueron años de trabajo y excesos. Las expectativas desmedidas, las frustraciones, y con ellas las contradicciones, eran habituales. Sanamente habituales. En Chile esa lógica volvió a asomarse años después.
Los años 70 en la compañía implicaron numerosos viajes de negocios a Asia y a Europa, así como una constante búsqueda de profesionales de excelencia. Tompkins quería a los mejores trabajando para Esprit. Sabía que como jefe irradiaba un liderazgo distinto, pero liderazgo al fin. Una lealtad basada en los principios y en la posibilidad de trabajar en una empresa que muchos decían admirar. Cada vez que se acercaba a alguien con quien quería trabajar, más allá de la fama que le precediera, demostraba que él era quien manejaba la situación. Quedó claro en 1979 cuando conoció a John Casado, el fotógrafo y diseñador que creó el clásico logo de Esprit. Lo citó en su casa y allí sostuvieron tres o cuatro reuniones, todas muy cálidas y en las que quedó en evidencia que Tompkins no era un primerizo en el campo del diseño. Manejaba conceptos de arte, nombres, estilos y precisiones como un experto. Casado estaba fascinado con sus libros y solo ahí se dio cuenta de que estaba frente a un tipo que verdaderamente hablaba desde lo más profundo de sus gustos, y no solo con la intención de sorprenderlo. Sin embargo, en la última reunión, en la que cada uno dejó aflorar su ego, la conversación fue tensa e intensa, y el fotógrafo abandonó Russian Hill con la idea de que era la última vez que vería a Tompkins. No fue así. A la semana siguiente este lo llamó para decirle que Esprit necesitaba unificar la marca en una matriz, y que estaba ansioso por que se pusieran a trabajar juntos en lo que sería el nuevo logo para Esprit Corp.
Casado consideraba a Tompkins un profesional energético, que siempre priorizaba los intereses de la empresa y que dedicaba su tiempo libre a mejorar detalles ocultos, o a repensar el camino que debían seguir las nuevas campañas. Su amigo Michael Ying ya había logrado un posicionamiento extraordinario de Esprit en Asia, y aportaba el 40% de la facturación de la empresa, por lo que Tompkins miraba cada vez más de cerca la estrategia para Europa. En Alemania, Jürgen Friedrich había realizado un buen trabajo, y sabían que la red troncal de Esprit fuera de Estados Unidos sería la clave del crecimiento de la compañía en la década de 1980. Por ello era natural querer una renovación también en la gráfica.
Casado se demoró un tiempo en entender los códigos del empresario. Más allá de los límites naturales de una relación con un cliente o empleador, el dueño de Esprit no era una persona que se abriera fácilmente más allá de lo laboral, por lo que fue complejo entender que había conseguido pasar a una etapa de mayor confianza. Al salir de una reunión los sorprendió una lluvia muy fuerte, y mientras el empresario abría su paraguas para intentar sin mucho éxito salvarse del aguacero, Casado le tomó una fotografía. Tompkins le sonrió.
A principios de los 80, Esprit ya se había instalado en países tan dispares como Canadá, Chile, Alemania, Nueva Zelanda, Filipinas y Suiza. La imagen de la compañía comenzaba a adoptar una postura definida: el rechazo a todo lo que se viese artificial y ostentoso. En 1984 creó la campaña llamada Real People, en la cual aparecían como modelos en los avisos los mismos empleados. Los clientes tuvieron su turno en la temporada siguiente. La campaña tuvo un efecto masivo y supuso un paso más en los atributos estéticos que identificaban a Esprit.
En el momento en que la compañía decidió masificarse creó un extenso catálogo cuyo diseño rompía con los patrones de los típicos folletos enviados por correo, y que posteriormente fue imitado por las grandes compañías de retail.
Tompkins marcó a Esprit con el mismo sello con el cual marcó su propia vida: una especial cercanía entre el arte y la sencillez. Un ejemplo de su manera de pensar se refleja en un incendio que en 1976 hizo añicos su casa en San Francisco. Tompkins se encontraba en Alemania y a su regreso planteó un diseño que no salía de lo común, salvo por el buen gusto. Detalles que se perciben desde la escalera de cemento que lleva al pequeño parque de la entrada. El empresario fue capaz de sacrificar la chimenea de su casa para que un tríptico de Francis Bacon no perdiera el protagonismo que merecía. Es la misma perspectiva y el buen gusto que hoy se percibe en cada rincón del Parque Pumalín, de cuyas dependencias fue Tompkins quien definió el estilo. Él esta detrás de cada manilla, cada llave y cada cerco que hoy forman parte de los bienes del futuro parque nacional.
El selecto grupo de profesionales que se integró al equipo de Esprit a fines de los 70 advirtió el talento de Tompkins y su capacidad de «pagar por el buen gusto». «Estaba decidido a seguir invirtiendo hasta estar seguro de que la empresa fuera líder en el diseño y comercialización de ese sector», explica Casado. Con este fin, se rodeó de los mejores diseñadores y arquitectos del mundo, como el inglés Norman Foster, el japonés Tadao Ando y los italianos Ettore Sottsass y Oliviero Toscani, creador unos años después de las polémicas campañas de Luciano Benetton. Las tiendas Esprit debían lucir perfectas, y ser cada una de ellas una obra de arte y vanguardia. Ideal que representaba la extensión de su casa, donde John Casado quedaría impresionado con una pequeña pintura de John Tooker, y Oliviero Toscani con los tótems africanos. En su colección también había pinturas de Botero, Balthus y Picasso.
En una ocasión, Tompkins contrató a Joe D’Urso, uno de los diseñadores más influyentes de Nueva York. Estaba construyendo la primera tienda de Esprit y decidió utilizar hormigón, para darle un estilo industrial. Cuando el piso ya estuvo listo, D’Urso le dijo que la línea que el cemento había dejado en el suelo estaba muy ancha. Tompkins lo miró y le respondió «Okey, ¿cómo podemos corregirlo?». La respuesta fue una sola: «Hay que sacarlo y hacerlo de nuevo». El empresario no dudó un segundo: había que partir de cero, a pesar del costo y de que esas decisiones no siempre eran miradas con buenos ojos en Esprit. «Doug quería hacerte sentir que estábamos haciendo lo mejor posible y que debías continuar de esa manera, sin importar los costos. Para cualquier persona eso era estar perdiendo dinero, pero en su mente las cosas eran distintas. Él se estaba acercando cada vez más a la imagen de su empresa que soñaba, y si no hubiese sido por esa actitud, Esprit jamás habría sido lo que fue», afirma John Casado.
Algo similar ocurrió cuando sumó a Oliviero Toscani al equipo. Tompkins no sabía si contratar al egocéntrico italiano o a Albert Watson, uno de los más cotizados fotógrafos de entonces. Justo en esa época, Toscani tenía que visitar algunos países sudamericanos por trabajo. Entonces el empresario, para conocer más de cerca al artista y su obra, le dijo que se fueran en su Cessna, que él lo llevaba desde San Francisco. Así podrían conversar de fotografía, un tema que le interesaba mucho. En el viaje, tomó la decisión de contratarlo.
Pero la preocupación por la belleza no solo se limitaba a las campañas de Esprit. Todo lo que rodeara a la compañía debía tener el mismo estilo sofisticado pero cotidiano. Un artículo del San Francisco Weekly publicado en 1997 aseguraba que la creatividad y la naturaleza pionera de Douglas Tompkins consistían en «poner una imagen abstracta en la conciencia del público consumidor que evocara lo mismo año tras año, a pesar de los cambios obvios que cada temporada tenían los productos».
Tompkins tenía claro que para eso debía invertir, y no tenía problemas en gastar más de 10 millones de dólares en diseñadores que produjeran catálogos de categoría, que marcaran la diferencia con competidores como Calvin Klein y Tommy Hilfiger.
Con los artistas se relacionaba de igual a igual. Aprendió italiano y viajaba temporadas enteras a Milán y Roma, solamente para conversar y salir de juerga con la élite de la moda. Pero no era del tipo de jefe que presiona a sus colaboradores bajo sus propias concepciones. A pesar de que muchas veces buscaba influir y mostrar su punto de vista, incluso con Norman Foster, dejaba «soñar» a sus asesores. «Los artistas pueden diseñar y soñar. Son dos cosas distintas, pero que pueden estar unidas. Seguir reglas, pero al mismo tiempo tener el espacio para crear. Eso era lo que daba Doug y que es muy difícil de conseguir en un empresario», dijo Casado al entrevistarlo originalmente para esta investigación.
Cuando el fotógrafo y diseñador creó la famosa «E» de Esprit y se la mostró por primera vez a Tompkins, este la miró por unos minutos y le dijo que volviera a su oficina y que en dos semanas le trajera otra propuesta. Casado volvió decepcionado a su taller, puso el diseño de la «E» encima de una mesa y por algunos minutos buscó algún detalle que pudiera ser resuelto de mejor manera. Le pareció que el logo era perfecto y estuvo dispuesto a volver y decirle a Tompkins que estaba equivocado. De todas formas dejó pasar las dos semanas que el empresario le había dado, pero no hizo nada sobre la «E». Cumplido el plazo agendó una nueva reunión. Tompkins lo esperaba ansioso. Casado tomó el logo, el mismo logo, y lo pegó en la pared. La molestia de su cliente era evidente y le dijo que no estaba para bromas. El fotógrafo le respondió que estaba seguro de que ese era el diseño que necesitaba Esprit. El empresario, aún sorprendido, se quedó mirando la «E» por unos minutos y le dijo «Okey, John, esta será la nueva presentación de Esprit».
No fue lo único sorprendente. Los clientes suelen querer un buen diseño o buenas fotografías pero no están dispuestos a desembolsar grandes sumas de dinero por ello. Tompkins era diferente. Para una temporada de verano Casado creó un catálogo de 64 páginas, que le había significado varias noches sin dormir. Tompkins lo miró y le dijo que no era suficiente. «Prepara uno de 132 páginas y estamos okey», dijo, a pesar del costo que eso significaba.
Muchos de los que trabajaron con Tompkins en esos años lo recuerdan como una persona involucrada y participativa. No era un artista, pero tenía concepciones estéticas superiores que le permitían discutir, a pesar de las libertades que daba a arquitectos, diseñadores y fotógrafos. Era muy exigente y defendía sus puntos de vista. Sabía bien lo que quería. Incluso mantuvo una relación bastante buena con Bruce Burdick, uno de los grandes arquitectos y fotógrafos de la Costa Oeste, conocido por su mal carácter, pero a quien le gustaba «soñar». Bastó eso para que realizara todas las fotos de las tiendas Esprit. «Tompkins amaba la creatividad. Para él, era un valor superior, por sobre otras consideraciones. Y tanto como aprendía, enseñaba», concluye Casado. La relación con los «tótems» de la arquitectura era similar: en ocasiones era el maestro sin prejuicios, y en otras el aprendiz obediente.
En 1972, cuando Esprit facturaba 8 millones de dólares al año, el lugar –según cuenta Duncan Dwelle, su gerente entonces– era una vieja bodega de vino, refaccionada para que no perdiera su encanto de origen pero que fuera confortable para empleados y ejecutivos. Tenía duchas, cocina completamente equipada y jardines en la azotea. Pero nuevamente un incendio que la destruyó por completo sirvió de pretexto para que el empresario decidiera trasladarse a la que sería la sede definitiva de Esprit.
La nueva casa matriz era un edificio plano y de ladrillo, situado en el sector de la Marina en San Francisco, en la calle Minnesota. No solo replicó las comodidades que tenía la antigua sede, sino que construyó una plaza junto al edificio y, para que luciera aún mejor, viajó a Oregon, eligió los árboles que serían «perfectos» para el lugar y los plantó en el terreno. Poseía, además, la única cancha de tenis de pasto que por esos días había en la ciudad. Hoy es un espacio público, donado por Esprit.
«Si revisas la historia de Douglas es muy complicado explicar ciertas cosas. Lo mejor es adentrarse en los hechos, porque están ahí, pero es muy difícil explicar la motivación y el deseo que lo mueve. Ni siquiera él lo puede racionalizar. ¿Por qué un millonario deja todo para irse a Sudamérica? Esa es una buena pregunta para comenzar a entenderlo», sintetiza Casado.
El amor por el buen diseño y los altos costos que la empresa pagaba por contar con nombres de primera línea en esa área dejaron de ser «estratégicos» en 1986, año en que Esprit mostró por primera vez números rojos. A los cuestionamientos internos, que poco importaban a Tompkins, se sumaron más tarde los de los inversionistas que se incorporaron a la compañía en 1988, para intentar sacarla de la crisis en que Susie y Douglas la habían metido. Una de las ideas menos cuestionadas por el nuevo directorio fue la creación de supermercados Esprit, que buscaban alejarse del despotismo de las condiciones comerciales de las grandes tiendas y darle independencia a la compañía. El empresario gastó 15 millones de dólares solo para arreglar una tienda en Los Angeles y otros tantos millones para que Toscani diseñara los interiores del resto de los «supermercados». Las tiendas de Los Angeles lucían instalaciones Uchida, paredes Zolatone, escaleras de acero, esculturas de Sottsass, madera de Alpi y piedras de Vincenza. Todos lujos para una compañía en crisis. El exdirector de Esprit Europa Peter Buckley reconoce que hubo además otro error grave. «Douglas olvidó una regla de oro en la venta al por menor: la ubicación. Todas esas tiendas eran muy hermosas, pero tenían ubicaciones muy malas», dice.
Las campañas de marketing no solo estaban orientadas a los consumidores. El empresario también buscaba un ambiente ideal de trabajo y que se impusiera ese espíritu de la California de fines de los 60. Parte de ese espíritu era la búsqueda del equilibrio del hombre con la naturaleza, que como deportista siempre defendió. Se opuso a la tala de secuoyas que los aserraderos del broker Michael Milken,8 entre otros, ejecutaron sin piedad a mediados de los 80, ante las críticas de todas las organizaciones ambientalistas. Y, con el fin de profundizar en el compromiso con la naturaleza y el medio ambiente, invitó a David Foreman, su amigo y fundador de Earth First!, uno de los grupos verdes más radicales de la Costa Oeste, a dar charlas regulares a los empleados de Esprit. La empresa, además, destinaba diez horas laborales al mes de trabajo voluntario y se proveyó de un Eco Desk para la formación ecológica del personal.9 Así el idealismo de Tompkins se confundía con las creencias corporativas de la empresa.
La campaña obviamente no fue bien recibida por los directores y nuevos accionistas de Esprit, pero eso a Tompkins no le importaba mucho. El empresario estaba en retirada y el ambientalista que lo reemplazaría ya tenía la mirada puesta en los bosques templados del sur de Chile.
En uno de los embarques que llegaron desde California a Pumalín a fines de los 90 venía un par de tótems que Tompkins había comprado en uno de sus viajes por África. Al llegar a Reñihué, una de las cajas, precisamente la que traía las esculturas, quedó en la casa de Felipe Rivas, el guardabosques de la zona de Pillán. Cuando el norteamericano echó en falta las dos figuras negras y delgadas comenzó a ponerse nervioso y le pidió a Francisco Morandé, el joven arquitecto que trabajaba con él, que lo ayudara a buscarlas. No le importaban los 5 mil dólares que costaban esas esculturas, sino su valor nostálgico. Las horas comenzaron a pasar y Morandé recorría casa por casa hasta que llegó a la de Rivas y ahí, aún embaladas, encontró las imágenes. El guardabosques, extrañado por la tensión que veía en el rostro de su visitante, le explicó que habían quedado ahí por error, como muchas veces sucedía, y que no entendía su desesperación.
Ese par de estatuillas negras eran parte de la decoración de su casa en San Francisco y, por supuesto, parte de su historia. Mientras vivía en Lombard 950 nació su segunda hija, Summer, alcanzó el mayor éxito con Esprit, vivió el amor y el fracaso con Susie Russell y comenzó a adentrarse en las profundidades ideológicas de la ecología. También fue en Lombard Street que Tompkins instaló la primera sede de su Fundación para la Ecología Profunda.
En esa década y media el empresario jamás dejó de lado la naturaleza, no tanto desde el punto de vista ideológico sino su pasión por ella. «Doug tiene una afinidad muy profunda con la naturaleza y ha pasado todo el tiempo posible en lugares salvajes y tierras vírgenes. Todo lo demás parece secundario, porque ahí él puede ser lo que realmente le gusta: un surfista, un escalador, un kayakista, un trotamundos…, todo lo que la naturaleza le ponga por delante. Creo que esa es realmente su relación con ella», explica Peter Buckley. Y en esa relación lo acompañaron siempre los amigos que compartían con él las experiencias extremas que el empresario buscó en la naturaleza. Especialmente Yvon Chouinard y Royal Robbins, compañeros de juerga, de negocios y de principios. ¿Qué principios? La obstinación por llegar a la meta, la búsqueda de la perfección en cada una de sus actividades y la obsesión por aprender y avanzar. Rasgos que demostraría en muchos años de batallas económicas y políticas, incluidas aquellas que dio en Chile.
Yvon Chouinard, quien acompañaba a Tompkins el día del accidente en el lago General Carrera, es una leyenda entre los escaladores en Estados Unidos. Robbins logró ascender en cuatro oportunidades la cara principal de la montaña más importante del parque Yosemite. De ambos se han escrito voluminosas biografías. «Los amigos de Tompkins eran tan aventureros como él, cada uno muy hábil y capaz en su especialidad», recuerda Buckley. Con ellos el empresario recorrió el mundo, desafió montañas y ríos. Con ellos imaginó su mundo perfecto, pero, por sobre todo, creó lazos de fraternidad, una ventana en el hombre hermético que era. Junto a ellos su vida fue totalmente diferente de la que tuvo con sus conocidos en el círculo de la moda, incluido Toscani, con quien se llevaba bastante bien y tenía mucha confianza.
Seguramente un deportista diría que es el tipo de relación que se consigue a través de la aventura y la soledad de la montaña. Tompkins conoció a Chouinard escalando en Wyoming, en el Teton National Park,10 cuando ambos rozaban los veinte años y pertenecían al círculo de escaladores californianos. Al poco tiempo se les unió Robbins, quien conoció a Tompkins a través de Chouinard. Este era el más experimentado de los tres, y hoy una verdadera leyenda del montañismo mundial, algo que Robbins logró en menor medida y que Tompkins no pudo conseguir. El grupo, aunque cargado con las tensiones y las rebeldías de fines de los 60, vivía la vida sin preocupaciones, planificando sus viajes sin contemplación por el tiempo.
Los tres amigos, más Richard Dorworth, Chris Jones y Lito Tejada-Flores, conformaron The Fun Hogs, grupo de deportistas que decidió emprender un viaje de seis meses por toda Sudamérica hasta alcanzar el monte Fitz Roy en la provincia de Santa Cruz, Argentina. Marcaron un hito en el montañismo mundial al alcanzar la cima del monte de 3.441 metros. Hoy, la ruta que abrieron los Fun Hogs se llama «vía del californiano».
El viaje, que partió en 1968, tuvo de todo. Conocieron y admiraron los macizos de los Andes, y esquiaron e hicieron surf en las playas del norte del Perú. Tompkins llevaba una cámara de video que usó para registrar el viaje, especialmente el ascenso al monte argentino. Esas imágenes le sirvieron luego para crear el documental Fitz Roy, montaña de tormentas.
Tejada-Flores y Chouinard eran expertos trepadores en roca, entre los mejores de Estados Unidos. Chouinard fue quien introdujo en ese país la modalidad de «escalada limpia», es decir, un ascenso sin martillos ni clavos ni cuerdas. Tal era su concepción de la escalada pura que insistía en que había que escalar descalzo. Era común ver su camioneta en el parque Yosemite y a él vendiendo los ganchos y poleas que había diseñado para las escaladas libres, los que no destruían la roca, no causaban daño a la «piel» de las montañas.
Los mismos implementos usaron para el ascenso al Fitz Roy. Según cuentan cercanos, los amigos conocían muy bien el macizo y, como siempre, decidieron escalarlo por la cara más compleja y peligrosa. Todo anduvo bien a pesar de que una tormenta los mantuvo casi una semana refugiados entre las rocas. Finalmente, después de treinta horas de ascenso, los Fun Hogs llegaron a la cima abriendo la que los montañistas dicen es la ruta más bella y clásica del Fitz Roy. Cuando Chouinard creó la marca de ropa y artículos deportivos Patagonia, en 1973, uno de los logos de la compañía aludía a la conquista de este monte.
Otro lugar que marcó la vida de Tompkins, Chouinard y Robbins fue el Yosemite, el más antiguo y famoso parque nacional estadounidense. Para muchos escaladores ascender sus acantilados era una experiencia de vida. Chouinard había diseñado las piezas de ascenso para esa montaña y Robbins era conocido como «el rey del Yosemite», porque fue el primero en escalar la famosa pared llamada El Capitán. El parque, además, simbolizaba el ambiente en que estos tres amigos crecían. Una California movida por la experimentación como un tubo de ensayo, donte todos los desafíos se aceptaban en nombre de la psicodelia, el aire libre, la naturaleza y la aventura. Tompkins, Chouinard y Robbins no eran hippies en el sentido preciso de la palabra, pero comulgaban con la libertad y la experimentación que traía consigo la época, cargada como nunca del concepto de contracultura.
Junto a otro de sus cercanos, Reg Lake, los tres aprendieron de ríos. Este californiano era un kayakista de renombre internacional y con él recorrieron torrentes en Asia, Sudamérica y África. También fueron de los primeros en descender algunas corrientes en el Cañón del Colorado calificadas con grado seis, el más riesgoso. Lake era un gran aventurero y una o dos veces al año preparaba para el grupo un nuevo descenso, frecuentemente por rutas vírgenes. Luego, antes del viaje, Tompkins tomaba su avión o arrendaba una avioneta y sobrevolaba el río con el fin de identificar los puntos críticos.
En su libro First Descents: In Search of Wild Rivers, John Lazenby y Cameron O’Connor hablan de Tompkins y su ausencia de temor. «Doug es un motor. Su vida está llena de aventuras, desde primeros ascensos, la creación de un servicio de guías, snorkeling en el Mar Rojo, ganar competencias de esquí de clase A, volar aviones y recorrer muchas veces el continente hasta practicar kayaking en las aguas salvajes de Chile. Su personalidad intensa lo impulsa a realizar actos temerarios. Acepta riesgos que superan un juicio prudente». Y agrega Robbins: «Tompkins era un hombre de mucha energía, siempre estaba estudiando lugares donde podríamos hacer lo que más nos gustaba. Planificaba con tiempo y exactitud y, la verdad, a pesar de que corríamos muchos riesgos, nuestra felicidad era incluso mayor cuando nos arrastraba una corriente o escalábamos una montaña».
La añoranza de nuestros ríos y montañas determinó que regresara en innumerables ocasiones. Chile y Argentina tenían características especiales a sus ojos –grandes lagos, bosques templados, ríos de fuertes corrientes y glaciares– que hacían que cada cierto tiempo los tres amigos se embarcaran hacia el extremo sur de América. En 1980, Tompkins organizó un nuevo viaje a uno de sus destinos preferidos: el Alto Biobío. Robbins tenía un hijo de apenas un año, pero quería conocer el río del que su amigo tanto hablaba. De hecho, Tompkins planificó un viaje que incluyese a los empleados de la empresa de Robbins.
El Alto Biobío se convertiría en un símbolo para el grupo, especialmente para Chouinard y Tompkins. Ahí llevó este a su hija Quincey, la más cercana a él, cuando era niña; allí conocería a Carolina Morgado, su más fiel colaboradora cuando se estableció en Chile a comienzos de los 90; y por la defensa del Biobío tendría las primeras peleas con el gobierno chileno, debido a su apoyo financiero y personal al Grupo de Acción por el Biobío, que se oponía a la construcción de la Central Ralco, de Endesa.
En su libro Flying South, Barbara Cushman relata la pasión de Tompkins por el río de la Octava Región y cómo ella, por compartir el entusiasmo de su amigo, se lanzó a la corriente sin tomar las precauciones necesarias y casi pierde la vida, una escena que refleja muy bien la personalidad del empresario. Era 1989 cuando llegó con Galen Rowell, Barbara y el hermano de ella a aventurarse por el río, que tiene diferentes grados de riesgo en su recorrido, desde el grado tres al cinco (el más alto es seis). El guía informó al empresario que ese año el cauce se mostraba especialmente peligroso. Tompkins se guardó la noticia y convenció a sus acompañantes de que era una buena idea hacer rafting en uno de los ríos más interesantes del planeta. A los que se mostraron atemorizados los convenció recordando que ya había hecho el mismo recorrido con sus dos hijas cuando eran pequeñas. Finalmente, subieron a dos balsas y avanzaron sorteando las corrientes sin mayor problema, hasta que alcanzaron la pendiente más peligrosa. En ese momento, el grupo en el que iban Cushman y Rowell volcó y ambos fueron arrastrados por el agua sin piedad, azotándose contra las rocas. La mujer se rompió el labio y un diente y quedó con una fractura expuesta en el brazo. Su marido se partió la frente y debieron ponerle quince puntos de sutura; sufrió, además, diversas contusiones. Durante su permanencia en el hospital se dieron cuenta de que por poco no pierden la vida. De Tompkins nada supieron, aparte de que había preferido seguir descendiendo el Biobío en vez de quedarse con ellos. Su nula preocupación molestó a Cushman, quien siguió admirándolo como deportista pero se replanteó la amistad que los unía.
Para Tompkins y sus amigos, el «casi perder la vida» era algo normal, parte del juego, de la aventura, de la competencia que evidentemente había entre ellos.
En 1962, cuando recién se habían conocido, Chouinard y él subieron el monte Temple en Canadá con la intención de abrir una nueva ruta. Camino a la cara norte de la montaña los sorprendió un frente de mal tiempo que los despertó en medio de la noche. Sabían que debían seguir si no querían correr riesgos mayores. Las rocas estaban cubiertas de hielo, lo que hacía muy complejo ascender y descender. De todas maneras, decidieron no perder más tiempo y encaramarse por la ladera de piedras en la oscuridad. Al amanecer, con un mal presentimiento, iniciaron a toda prisa el descenso. Solo minutos después de llegar al plano una avalancha cayó justo por donde habían descendido.
«Entre los tres experimentaron numerosas situaciones de riesgo. ¿Qué es lo que induce a hacerlo? ¿Qué es lo que los impulsó a lograr aquello que otros ni siquiera intentaron? ¿Cuál fue su motivación, su necesidad? No hay manera de entenderlo. Uno está muy lejos de entender esas mentes», comenta John Casado, quien también trabajó para la compañía de Royal Robbins. Tompkins tampoco se cuestionaba mayormente. Era una forma de conocer lugares, de ponerse metas, de disfrutar con los amigos y, finalmente, de alimentar la adrenalina y el ego. Superada una meta venía otra y luego otra, cada paso más riesgoso que el anterior. Es lo que caracteriza a los deportistas de excelencia, y lo que en su momento el gobierno chileno no entendió: estaba enfrentándose con una persona que a su vez estaba enfrentándose a una meta.
Los tres amigos se sentían especiales. Eran como los surfistas: todo un clan. Y sabían que la gente los apreciaba y los admiraba. La mayoría de los que compartieron con Tompkins y Chouinard cuentan que en cualquier reunión de confianza eran ellos los que monopolizaban la conversación con sus aventuras y desafíos. Recuerda Casado: «A pesar de que muchas veces estuvieron muy cerca de la muerte, lo siguieron haciendo. Y también competían por contar sus historias».
Historias que irritaban a algunos. Las frecuentes ausencias por viaje generaban tensión en Esprit, porque, al no estar totalmente involucrado en lo que se hacía, muchas veces Tompkins ignoraba cuánto trabajo se necesitaba para hacer lo que se requería. Por lo mismo, cuando ya estaba todo listo para ejecutarse, se reincorporaba a las labores y hacía cambios de última hora o se quejaba de detalles que finalmente no aprobaba. «Doug nunca tomaba vacaciones porque su vida eran vacaciones. Siempre se iba a alguna parte por dos, tres o cuatro meses, para hacer kayaking o para escalar en la Patagonia», dijo Duncan Dwelle. El exgerente de Esprit contó también que en 1965, cuando recién The North Face comenzaba a afirmarse, Tompkins se fue a surfear a México por un mes. «Cuando se iba no mantenía contacto con la compañía, simplemente se iba». Tampoco tenía un reemplazante que hiciera el trabajo por él. En algún momento era Dwelle quien lo sustituía y realizaba los trabajos que quedaban pendientes, pero cuando este se fue el empresario simplemente encomendaba las tareas y esperaba que estuvieran resueltas a su regreso.
Los problemas del negocio no se iban a interponer entre el Tompkins empresario y el Tompkins deportista. Menos si sus principales amigos compartían la pasión por los negocios. A fines de los 70 ya todos se habían vinculado a la industria del vestuario deportivo y para actividades al aire libre. Cuando Tompkins estaba en la etapa de expansión de Esprit, Robbins fundaba Royal Robbins11 y Chouinard no se quedaba atrás y fundaba la hoy famosa marca Patagonia. Ajenas a la influencia de las directrices de Wall Street y del modelo empresarial de los 80, las tres compañías buscaron un estilo propio de gestión que tuviera un énfasis en las ventas y la rentabilidad, pero con una preocupación especial por los problemas sociales y ambientales. No todos brillaron por igual: mientras Chouinard y Robbins siempre estuvieron un escalón más arriba que Tompkins en su clasificación –y fama– como escaladores, comercialmente este tomó la delantera.
Sin embargo, Patagonia también fue un símbolo de respeto a la naturaleza y las normas laborales. El Presidente Clinton destacó a la compañía de Chouinard por el alto nivel que había alcanzado en responsabilidad social. Chouinard, de hecho, fue más coherente con la misión de la marca que lo que fuera Tompkins con Esprit. Decenas de artículos de prensa en muchos países informan acerca de la filosofía de Patagonia, empresa que tenía a Kris McDivitt como socia y alta ejecutiva. Tanto Tompkins como Chouinard hablaban constantemente de incentivos laborales para los empleados y de mecanismos para mejorar su relación con el medio ambiente, pero fue Chouinard el que llevó la ventaja, incluso con investigaciones sobre las tinturas de las telas y los daños que producían los colorantes químicos. A diferencia de Esprit, que no tenía un currículo impecable, Patagonia nunca recibió reclamos por asuntos laborales. La empresa de Tompkins había acumulado infracciones, principalmente en China, en donde los salarios y las condiciones de trabajo poco tenían que ver con el glamour de la sede central en California.
Como se ve, los tres amigos siempre estaban compitiendo. Lo hacían en las montañas, en los ríos y con sus empresas. Robbins un poco menos, pues la relación no se mantuvo constante por asuntos de tiempo y distancia. La conexión de Chouinard con Tompkins era la de dos hermanos. Para Rick Klein, el ambientalista californiano que mostró por primera vez a Tompkins lo que ahora es el Parque Pumalín, el dueño de Esprit se interesó más en Chile cuando Chouinard le propuso salvar un fundo en las cercanías de Pucón a fines de los años 80.
Un grupo de chilenos estaba intentando rescatar el predio de 400 hectáreas rebosante de araucarias, que iba a ser puesto a la venta con dudosos resultados. Como el monto era muy alto, Rick Klein se contactó con Chouinard, porque conocía de cerca las actividades ambientalistas del dueño de Patagonia y creía que el fundo El Cañi podía interesarle. El montañista le respondió a Klein que, en efecto, estaba interesado, pero que necesitaba mayores detalles. Al mismo tiempo, le recomendó contactarse con su amigo Douglas Tompkins. La idea era que Chouinard allanaría el camino para que Klein lo llamara. Así fue, y los dos amigos pusieron capital para crear El Cañi, que a la larga fue la primera Área Protegida Privada que hubo en Chile. «Creo que Douglas entró solo porque Chouinard lo hizo, para no quedar al margen de lo que hacía su amigo», dice Klein, quien reconoce el esfuerzo de ambos empresarios.
Por otro lado, la fama de Tompkins con Esprit le había granjeado amistades diversas: el músico Sting, el actor Peter Coyote, la reina del country rock Linda Ronstadt, el ya mencionado Oliviero Toscani –con quien se peleó a mediados de 2006–, el modisto italiano Luciano Benetton y el pintor colombiano Fernando Botero, de quien fue uno de los mayores coleccionistas. Pero nadie como Chouinard y Robbins conoció en detalle al cofundador de Esprit. De hecho, en los libros sobre Chouinard, así como en su libro autobiográfico Let My People Go Surfing,12 las alusiones a Tompkins son reiteradas y siempre apuntan al respeto que tenía por la belleza natural, a las aventuras juntos y al desafío de construir el Parque Pumalín. Tanto Robbins como Chouinard han recorrido gran parte de las más de 300 mil hectáreas que conforman el hoy santuario de la naturaleza y futuro parque nacional.
A comienzos de los 90, Tompkins le comunicó a Chouinard su decisión de abandonar San Francisco. Tras la separación de Susie, poco le ataba ya a la ciudad, como veremos, y el Tompkins ambientalista no era un buen hombre de negocios en una compañía que ni siquiera podía controlar a su gusto. Era muy costoso dedicarse a la preservación de bosques en Estados Unidos, por el alto precio de las tierras, así que tendría que emigrar. Uno de los destinos posibles era Chile, pero en ese momento consideraba también otras opciones, como Alaska y Noruega. Todavía intentaba que Esprit quedara en manos de Susie y que la familia mantuviese la firma, pero cada vez se hacía más evidente su poca influencia allí. Chouinard, de carácter más racional que Tompkins, o más convencido de su vocación para los negocios, nunca hubiera abandonado su entorno para instalarse en Chile, pero según cercanos fue quien más lo apoyó en su decisión. Sabía que tarde o temprano este abandonaría el mundo que lo había rodeado en los últimos veinte años, sabedor de sus obsesiones y de la intensidad con que se manifestaban.
Douglas Tompkins nació en Ohio en 1943 y se crió en los pueblos de Greenwich y Millbrook. Hijo de John Tompkins y Faith Haskell, estuvo con sus padres hasta el fin de la adolescencia. Partió a San Francisco después de su abrupto alejamiento de la secundaria. Eran los convulsionados años 60 pero él no fue protagonista activo de la contracultura, ni de las manifestaciones contra la guerra de Vietnam (a pesar de apoyar el retiro de las tropas estadounidenses de Indochina), ni andaba vestido con telas ligeras o cintillos alusivos a la paz mundial. Rehusó formar parte de algún segmento de las decenas de tribus urbanas que se fundaron por esos años a lo largo de California. Se desconoce su militancia política y al momento de su muerte no contaba con registro de votación.
En 1964 tuvo un encuentro que supuso un giro en su vida. Trabajaba cortando copas de árboles en Emerald Bay, junto al lago Tahoe, y como todo joven de esa época no tenía auto y prefería «hacer dedo». Ese día se detuvo una joven rubia de ojos grandes. Era Susie Russell, una estudiante de diseño que lo vio parado en medio de la nieve y decidió llevarlo. Según diversas fuentes, al comienzo el joven le pareció arrogante, presuntuoso: hacía ostentación de sus logros sobre los esquíes, presumía de haber estudiado en Harvard –falso– y otras cosas que a ella no le parecieron muy interesantes. Pero le gustó su estilo de «leñador». La primera impresión, claro, no fue la definitiva: luego se encontraron en una fiesta y la cercanía se transformó en atracción. Unos meses después se fueron de vacaciones a México. Ya eran novios. Antes de un año se casaron. Ambos tenían veintiún años, aunque Susie era seis meses mayor. Y pronto, mientras Tompkins se aventuraba con North Face, nacería Quincey, seguida dos años después por Summer, las dos hijas de la pareja.
El matrimonio mantuvo una relación especial. A pesar de estar juntos y enamorados, no había ataduras, y la tolerancia hacia los gustos y actividades del otro era la regla de oro. Los límites se establecían dentro de Esprit; fuera de la oficina, cada uno tenía roles y objetivos diversos pero que generalmente no se contraponían. Tompkins, más ligado al deporte y a la naturaleza, y Susie vinculada a la moda y a la política a través del Partido Demócrata.
Para los cercanos a la pareja, Susie no sentía tan intensamente la preocupación por los temas sociales y ambientales de su marido. La manifestaba solo con donaciones o exponiendo su punto de vista en alguna conversación, pero priorizaba las comodidades de una buena casa o una buena comida. «No me la podría imaginar viviendo en el sur de Chile», contó un amigo de Tompkins durante la investigación que derivó en la primera edición de este libro.
Según se describe en Flying South, Susie no se sentía atada por el deporte aventura. Rara vez acompañaba a Douglas en sus viajes, y se limitaba a aceptar los riesgos que él corría. Sin embargo, en una ocasión, sin haberlo planificado, debió compartir esos riesgos. La pareja había decidido ir a bucear a Australia. Había indicios de tormenta, que en esa época del año eran violentas y se desencadenaban repentinamente. Cuando estaban a punto de sumergirse una tormenta agitó el mar con furia. Los Tompkins no sabían qué hacer. El empresario no era un amateur, sabía navegar, pero la fuerza de los vientos fue inesperada. Susie confiaba en su marido, a pesar de la cara de desconcierto que tenía en ese momento. Mientras él intentaba tomar el control del bote, una ola gigante alcanzó a Susie y la lanzó fuera. Tompkins corrió hacia donde había caído su mujer, pero en ese momento otra ola enorme la devolvió a bordo. Saldrían ilesos, pero ella no dejaría de contar la historia a cada «novato» que comenzaba una aventura con su marido.
La pareja, por supuesto, visitó Chile en un par de ocasiones. El empresario llevó a sus hijas al Alto Biobío y se lanzó torrente abajo con ambas, un par de adolescentes. Susie los acompañó en ese y otros viajes, pero sin duda prefería la comodidad de San Francisco, sentarse en su asiento de directora de diseño de Esprit o viajar a Europa para estar al día con las tendencias en la moda femenina, que era el centro de atención de la empresa por entonces.
Sobre su talento hay algunas discrepancias entre quienes trabajaron con ella. Pero nadie puede desconocer que durante más de diez años el éxito de Esprit fue indiscutido. Así lo indican varios artículos de prensa de la época. Influyó, en buena medida, la capacidad de Susie de definir nuevos estilos. Las ventas subían, las utilidades también y, a pesar de no marcar tendencia, la ropa se vendía. Pero al parecer los modistos en Milán era muy críticos con las propuestas de Susie, y se lo hacían notar cada vez que Douglas Tompkins les daba una oportunidad.13 El deportista sabía que la oficina de su mujer era una frontera que no debía cruzar, ni quería. Al fin y al cabo, la compañía reportaba ganancias excelentes. Ni siquiera las afirmaciones de su amigo Oliviero Toscani –según el fotógrafo, «las ideas de Susie olían mal, pero desaparecían rápidamente»– lograban perforar su confianza. En todo caso, es común que los cercanos de Tompkins prefieran el silencio a opinar sobre su primera mujer y son renuentes a narrar detalles de la vida en común de la pareja. Pocos amigos del marido lograron una relación de verdadera confianza con Susan, y, salvo en las grandes fiestas que organizaba en Esprit o en su casa en la calle Lombard, los encuentros eran distanciados. La pareja cuidaba sus mundos propios con celo y privacidad, lo que muchas veces hacía que parecieran estar viviendo en el límite de su tolerancia. «Para mí, su relación con Susie fue dramática casi todo el tiempo. Al menos mientras trabajé en Esprit y la época en que fui más cercano a Douglas. Creo que siempre fueron más socios que matrimonio. Además, ambos tenían personalidades muy fuertes», cuenta Dwelle. Para Casado, Susie era una mujer muy simpática, que siempre recibía con una sonrisa, «pero era imposible saber qué estaba pensando realmente».
En 1986, para la temporada de otoño, Susie sin querer abrió la frontera de su oficina a su marido y a todos los problemas que vendrían. Los diseños entregados por Esprit para esa temporada fueron un fracaso y la compañía cerraría el año financiero por primera vez con números rojos. Este tipo de golpe –habitual en el mundo de la moda– fue mortal para el matrimonio, que desde 1985 no vivía en la misma casa. La relación se quebró.
Tompkins y su equipo comenzaron a intervenir en el departamento que Susie manejaba hacía más de diecisiete años, y con ello las discusiones se hicieron cada vez más fuertes. Para algunos estrategas de la compañía, la mujer había perdido el olfato y eso obligaba a una reingeniería a cargo del equipo de Tompkins. Pero no todo el mundo lo entendía así. «Si entrabas a la empresa, te dabas cuenta de que había dos bandos. A eso se sumó que Douglas ya estaba fijando su atención en Sudamérica y en hacer algo más concreto por la naturaleza», cuenta Casado. Vino un tiempo en que Tompkins dejó de recibir en su casa a modelos, diseñadores y artistas que no estuvieran comprometidos con sus mismas causas. Su literatura era la recomendada por Jerry Mander y otros ambientalistas, y con frecuencia repetía a sus más cercanos que estaba harto de Esprit y de la superficialidad que rodeaba a los negocios en general, y al suyo en particular.
Susie se había mudado con Quincey y Summer a un penthouse en el barrio más exclusivo de San Francisco, Pacific Heights. La prensa ya no hacía referencia a los éxitos de la compañía, solo destacaba que para fines de los 90 la empresa solo vendía 250 millones de dólares anuales en Estados Unidos, la mitad de lo que facturaba tres años antes. Ya no se hablaba de glamour ni de «marcar tendencia»; los titulares destacaban la batalla de Esprit por sobrevivir y el quiebre personal de los Tompkins. La agonía de la marca resultó sin duda más dolorosa para Susie que para el empresario. «Es lógico, ella era mucho más materialista que Doug, mucho más preocupada del aspecto físico y de lo económico. Incluso las hijas tienen muy marcadas las diferentes personalidades y visiones de la vida. Quincey es más como Doug y Summer más como Susie», comenta Dwelle.
Los analistas eran duros, como las cifras que manejaban. El San Francisco Chronicle aseguraba en octubre de 1996 que los problemas de la compañía se debían especialmente a la debilidad en la organización en Estados Unidos, y que la mejor demostración era que se había quedado atascada en la orientación a un público consumidor joven y femenino, «ofreciendo prendas con poco estilo y precios excesivos».14 Para otros, la competencia –como Gap y Ralph Lauren– había sido más agresiva y tenía suficientes puntos de venta para desplegar estrategias más osadas y exitosas. Por supuesto, ningún analista dejaba pasar el tema de la separación y los roces de la pareja, que eran tan públicos como en la peor pesadilla de Tompkins. Y mientras más caía la compañía, más grave se volvía la disputa por el control. El aumento de los directores y el ingreso del poderoso grupo de inversión Goldman Sachsdebilitó aun más a los fundadores, que veían que en pocos años la empresa podía dejar de pertenecer a la familia. Aunque suene extraño, hacia 1988 el empresario ponía sus mayores esfuerzos en la defensa del medio ambiente, sin dejar de luchar por la compañía. «A esas alturas cada uno disparaba para lugares absolutamente distintos, pero ni Douglas ni Susie querían perder Esprit», afirma Peter Buckley.
En junio de ese año, la pareja legalizó finalmente su separación. La única declaración al respecto fue de Russell al San Francisco Weekly:15 «Yo había crecido mucho para Doug y él había crecido mucho para mí». Susie compró dieciocho hectáreas en la ciudad de Bolinas, en California, y Summer se fue con ella.
A mediados de 1989 –justo antes de su viaje a Chile a conocer los bosques de alerces–, Tompkins se enfrentó duramente con el directorio de Esprit, especialmente con el hombre que lo reemplazaría un año más tarde como CEO de la empresa, Federico Corrado. Jugaba sus últimas cartas e intentaba que la compañía pasara a subasta pública, para comprarla a un precio más bajo, dejar a Peter Buckley a cargo de las finanzas y él asumir como asesor de diseño. Incluso habló con Luciano Benetton para que participara en el remate. Pero ni Susie ni el directorio estuvieron de acuerdo con la idea. Tompkins debió asumir que su propuesta no sería aceptada.
Para entonces, el directorio tenía sus suspicacias ante las nuevas ideas del fundador de Esprit, como luego sucedería en Chile: sospechaban de la ecología profunda y de la dicotomía «preservar y rentabilizar». El magnate comenzaba a ser visto como un bicho raro, en especial cuando proponía campañas publicitarias que hablaban de «consumir lo justo y necesario». De hecho, varias de las iniciativas ambientales impulsadas por él fueron eliminadas por ser excesivamente costosas para la compañía, como el «Eco Desk» y los boletines informativos. Y el movimiento Earth First! con sus declamaciones radicales tenía vetada la entrada en Esprit.
A mediados de 1990, después de su viaje a Palena junto a Peter Buckley, del que regresó con la clara idea de establecerse en Chile –ya había visto Reñihué, en medio de lo que hoy es el Parque Pumalín–, Tompkins llamó a Susie y le hizo una propuesta: venderle sus acciones en la empresa. Así se hizo y Tompkins recibió una suma cercana a los 150 millones de dólares, correspondientes a su porcentaje de Esprit. Federico Corrado asumió como CEO. Y lo que prometieron inversionistas, el nuevo líder y Susie Russell era que Esprit iniciaría una nueva era que devolvería a la compañía el éxito y la rentabilidad que mostró por más de una década. Pero no lo lograron. Las ventas cayeron de 250 millones en 1990 a 135 millones en 1993. Los ejecutivos huyeron en bandada y Susie fue acusada de crearle a la empresa una deuda casi imposible de manejar con la compra de las acciones de Tompkins.
Ella ya tenía decenas de millones de dólares en su cuenta bancaria, se había casado con el vendedor de bienes raíces Mark Buell, disfrutaba de las fiestas glamorosas que cada cierto tiempo organizaba en su casa, y había estrechado la relación con la familia Clinton, en especial con Hillary y con el entorno de la entonces primera dama de los Estados Unidos. El mandatario demócrata se refería a ella como «mi amiga Susie Tompkins», y la amiga Susie Tompkins aportó 158.200 dólares al Comité Nacional Demócrata que buscaba la reelección de Clinton en 1997, y luego hizo lo mismo con Barack Obama en 2012. La relación con Hillary se mantiene hasta hoy.
En 1996, Susie Russell salió definitivamente de Esprit con la prohibición, de parte de los nuevos dueños, de volver a pisar sus dependencias. Michael Ying, el socio y amigo de Douglas Tompkins que tenía a cargo las actividades en Asia, adquirió la mayor parte de las acciones de la empresa y le dio un giro que le permitiría finalmente salir del pozo. Susie no volvió al diseño, pero sí su hija menor, Summer, quien lanzó dos compañías con su nombre: Summer and the Hat Man y Summer Tompkins for Women. Ninguna tuvo mayor éxito.
Tompkins ya estaba en Chile. Pero durante los primeros años su dolor por el quiebre era evidente. «Estaba triste por haberse separado de su mujer. Pero era evidente que ya pertenecían a mundos opuestos», cuenta Rick Klein.
«Debes estar siempre preparado para interpretar sus gestos y sus palabras. Eso es para mí Doug: un hombre de pocas palabras. Pocas palabras pero que significan muchísimo», dice Casado.
De la enciclopedia de críticas que el ecologista acumularía luego en Chile, sin duda una de las más recurrentes era su apología de la ecología profunda, una de las corrientes radicales del pensamiento ambientalista, para la cual son prioritarios el control de la natalidad y el aborto. Tompkins estaba a favor del aborto, pero pretender que destinaba parte de su energía a hacer campaña entre los cerca de 80 empleados del Parque Pumalín solo fue parte del artificio que se montaría para debilitar su figura en un país que, a diferencia de hoy, no contemplaba el aborto en su agenda. No era efusivo y no disfrutaba de hablar para oírse a sí mismo. Además evitaba aprovecharse de su posición de superioridad, en tanto patrón de hacienda, para influir en sus empleados. En Esprit nadie mejoraba su posición en la empresa por ser más «verde» que su compañero de trabajo. Se valoraba el cumplimiento de las metas que el empresario o algún ejecutivo habían establecido, pensando en la rentabilidad, no en otra cosa. Sin embargo, eso no significaba que Tompkins dejara de intentar que sus principios permearan la compañía y probablemente a sus subordinados.
Según la fotógrafa Sharon Risedorph, lo que buscaba proyectar Esprit a comienzos de los 70 era diversión, lógica que empezó a cambiar en la década siguiente. «De todas maneras era fácil reconocer la pasión de Tompkins por el medio ambiente. Siempre estaba haciendo reuniones con los empleados de la compañía para charlar sobre el tema. A pesar de que no imponía sus códigos, sí abría los espacios para que los empleados se involucraran en alguna causa».
Resulta más interesante interpretar los hechos que las palabras de Tompkins, analizar a qué organizaciones no gubernamentales canalizó sus donaciones en Chile y fuera del país, qué tipo de peleas dio, qué enemigos escogió, por qué desconfiaba de trabajar con los gobiernos, qué áreas de la protección iba a adquirir o por qué no le interesaban las universidades. «Activismo» y no «investigación» fue algo como un lema en su vida, porque su historia estuvo marcada por metas cortas que se consiguen con mucho esfuerzo pero en poco tiempo. Tompkins era impaciente, por eso prefería los hechos a las palabras.
¿Qué tenía de activista el norteamericano en los primeros años? A los diecisiete se había afiliado al Sierra Club,16 la organización ambiental más antigua de Estados Unidos, y durante los 70 se había sentido muy atraído por los textos The Unsettling of America, de Wendell Berry; Where the Wasteland Ends, de Theodore Roszak, y especialmente por Cuatro buenas razones para eliminar la televisión, de su mentor y amigo ambientalista Jerry Mander; un texto que criticaba a la televisión por el control que ejercían las grandes corporaciones, el Estado y las Fuerzas Armadas sobre ella. Mander, economista y publicista, encabezó en los 90 una serie de actividades para fomentar el desarrollo sustentable. Su postura radical sobre el determinismo tecnológico asegura que el hombre se somete y degrada ante la tecnología moderna, y que la televisión es el eje de la homogeneización y la destrucción de la diversidad y la cultura. Como veremos más adelante, otro libro suyo también fue como una biblia para Tompkins: En ausencia de lo sagrado.17
Por un tiempo el predicamento de Mander se diluyó en el éxito abrumador de Esprit y en el tiempo que Tompkins dedicaba al montañismo y al resto de los viajes que realizaba; algo de lo que después hablaría con un dejo de decepción. «Ahora me pregunto cómo estaba tan involucrado en el marketingen lugar de estar con la naturaleza», confesó en el prefacio de la edición chilena de En ausencia de lo sagrado, que apareció en 2005.
En medio de la caída de Esprit, y con la misma obsesión con que emprendía todas sus actividades, poco a poco Tompkins comenzó a adentrarse en una doctrina que le traería graves problemas en Chile. De nada sirvió que intentara explicar, maquillar o suavizar las ideas de la ecología profunda ante la opinión pública de este país. En 1994 los medios nacionales no hablaban del deportista estadounidense, ni del empresario convertido en ambientalista, menos del visionario, sino de la radicalización verde que había aterrizado en Chile de la mano de un hombre que había comprado casi 300 mil hectáreas para llevar adelante sus planes promovidos por esa desproporcionada y antihumana ideología.
El 17 de agosto de 1995, la Comisión de Medio Ambiente de la Cámara de Diputados, que investigaba sus actividades en Chile, le envió un cuestionario de quince preguntas que debía responder por escrito. Una de ellas indagaba en las consecuencias de la ecología profunda e iba dirigida especialmente a aclarar este tema: «¿Es efectivo que el Sr. Douglas Tompkins, en los Estados Unidos, contribuye a financiar fundaciones que propician el aborto? ¿Cuál es la posición del Sr. Tompkins respecto del aborto?».
La posición del señor Tompkins y de su mujer sobre el aborto debieron aclararla en un inserto de prensa. Así, en el diario El Llanquihue de Puerto Montt apareció una publicación que decía: «En relación con los ataques que ha sufrido la Fundación Educación, Ciencia y Ecología (EDUCEC), el matrimonio formado por don Douglas Tompkins y la señora Kris McDivitt y la Fundación Deep Ecology, se ha considerado aclarar que ambos están categóricamente en contra del aborto y creen que nadie puede creer [sic] que es un método deseable». La Fundación EDUCEC era el organismo que habían creado con dos funciones específicas: ser la depositaria de todas las tierras que formaban el Parque Pumalín y servir de garantía de que los fines del empresario no eran sino administrar esos predios con el único objetivo de protegerlos.
Hay que decir que la declaración de los Tompkins no era del todo sincera. Durante su última época en Esprit el empresario había incorporado a sus lecturas las obras de dos de los principales exponentes de la ecología profunda: el poeta Gary Snyder18 y el filósofo noruego Arne Næss, precisamente quien acuñó dicho término en el ensayo «The Shallow and the Deep, Long-Range Ecology Movement». Ambos eran partidarios de un control de la natalidad que incluía, por cierto, el aborto. Para esta filosofía –y para muchos ambientalistas más ortodoxos– la sobrepoblación humana es uno de los mayores riesgos para la naturaleza, y si se mantienen los índices de natalidad en los países pobres ellos ven el colapso como irremediable. Por lo mismo, muchas fundaciones ambientales respaldan a las organizaciones no gubernamentales que promueven el derecho de las mujeres a elegir, como la National Abortion Right Action League en Estados Unidos.19
La ecología profunda, en breve, rechaza que el ser humano sea solo un organismo en el ambiente, y espera que establezca una relación total e integrada con él. «Las religiones judeocristianas son un modelo de la estructura jerárquica: un dios por sobre todos, ciertos humanos por sobre los otros y los humanos por sobre la naturaleza. ¿No sería necesario cambiar nuestros paradigmas religiosos?», plantea Jerry Mander. La igualdad biocéntrica es parte de la visión que plantea esta filosofía. Todos los elementos naturales tendrían un derecho intrínseco a existir, y la industrialización, la mala utilización de las tecnologías y la sobrepoblación estarían ahogando a la naturaleza como nunca antes en la historia del planeta. La visión sobre el desarrollo que sostiene esta corriente del ambientalismo no solo busca proteger importantes extensiones de tierras de la depredación –como es el caso de Pumalín–, sino promover una nueva forma de crecimiento económico, pues «una ecología sustentable requiere un replanteamiento de nuestros valores como sociedad», en palabras de Tompkins.20
El empresario creía que la humanidad sigue un hilo de pensamiento que la lleva a la autodestrucción, de ahí que promoviera seriamente la necesidad de una nueva cosmovisión universal. «Doug realmente discutía acerca de estas cosas. No es un científico pero sí es capaz de captar rápidamente las ideas importantes», dijo en 2005 George Wuerthner, escritor y fotógrafo que trabajó con Tompkins por muchos años.
Overshoot, del sociólogo de la Universidad de Illinois William R. Catton, es otra de las obras que el grupo de ecologistas partidarios de las teorías de Mander consideraba parte de su biblioteca fundamental. 21 El libro, de 1982, presenta datos concretos para sostener que los nichos ecológicos habían llegado a un estado de saturación y que de no mediar acciones inmediatas y decisivas el planeta colapsaría. Al ampliar las «extensiones del comercio» y las «extensiones de la pesca» (los océanos), se evitó la hambruna de muchas naciones, como Japón, pero abrir los mares a la explotación derivó en un desequilibrio que puede ser irremediable. Para Catton, además, el uso indiscriminado del petróleo y la dependencia de la explotación permanente de fuentes de energía ha abierto otra peligrosa dimensión. «La energía gastada durante dos décadas por una enorme cantidad de mano de obra egipcia para amontonar unos 2.300.000 bloques de piedra (de dos y media toneladas cada uno) con los que se construiría la gran pirámide de Keops es menor que la energía desplegada en algunos minutos por las tres fases del cohete Saturno V», es una de las comparaciones del ambientalista.
El texto, especialmente el capítulo «La industrialización: preludio del colapso», fue objeto de estudio y de relecturas constantes por parte de Tompkins y otros, y se transformó para ellos en una verdad irrefutable y en una señal de alerta que no podían eludir. El libro tuvo fuerte repercusión en el mundo verde, especialmente en California, porque ponía de manifiesto que el activismo era la única forma de salir adelante.
Todas estas lecturas llevaron al empresario a cuestionar su forma de ganarse la vida. Fueron también una suerte de refugio sicológico donde cobijarse tras el fin de su matrimonio, el desgano ante la que había sido su gran obsesión, y los sentimientos que comenzaban a aflorar sobre su propia existencia. La intensidad característica con que afrontaba todo lo que fuera de su interés propició que se sintiera atraído por la ecología profunda, una de las corrientes más radicales de la filosofía ambientalista, así como la decisión de abandonar a su círculo y venir a vivir en el extremo sur del mundo, un extremo hostil en todo sentido: aislado, lluvioso, desconfiado.
«Aceptamos que una ecología sustentable requiere un replanteamiento de nuestros valores como sociedad. La naturaleza no puede seguir siendo medida por sus valores como productos transables. Debe ser vista como socia y modelo en toda empresa humana»,22 escribiría el empresario, quien no solo se sentía culpable por dedicarse a los negocios sino que creía que su empresa también era responsable de la crisis ecosocial, idea que le reforzaron Arne Næss y Jerry Mander al conminarlo a sustituir los negocios por el activismo.
En 1988, junto a su mentor Mander se concentró en formar un grupo que liderara los esfuerzos para superar la crisis ambiental. Ya había fundado el Public Media Center en San Francisco con el objetivo de proveer de material proselitista para la causa, y la entidad pronto demostraría ser una de las fundaciones más eficientes a la hora de hacer campaña –no solo en la Costa Oeste: buscaban tener un impacto global– gracias a una red de entidades ambientales en lugares estratégicos para los movimientos verdes, como Asia, África y América.
En 1990, Tompkins y Mander –quien hoy tiene su fundación en la zona de Presidio, en San Francisco– crearon la organización Foundation for New Paradigm Thinking, que sería la base de la Fundación para la Ecología Profunda. Esta, según cifras públicas, ha recibido a la fecha donaciones por más de 230 millones de dólares, de los cuales ha gastado en diferentes actividades más de 100 millones, la mitad de ellos en Chile y Argentina. Buena parte de ese patrimonio en donaciones provino de la venta a Susie Russell de las acciones que Tompkins tenía en Esprit.
Poco a poco, el empresario y deportista que aprendía sobre ecología profunda de sus maestros «verdes» fue tomando la delantera, y a fines de los 90 su nombre ya sonaba con fuerza en los círculos ambientalistas de California. En poco tiempo su energía lo había situado en el centro neurálgico del movimiento ambiental estadounidense. Muchos años de lectura, su conocimiento de la naturaleza, sus contactos, y especialmente su fuerza anímica le habían puesto en un sitial que a muchos les hubiera requerido más tiempo. Tompkins se escribía con Catton, Næss y con la mayoría de los líderes «verdes» de la misma forma que antes lo hacía con Foster o D’Urso. Ya era amigo del Dalai Lama, por lo que su discurso pacifista era consistente, pero, más que eso, persistente. Comenzó a tomar posiciones más duras y a defenderlas con mayor énfasis. Coincidía con su amigo Peter Coyote en criticar la violencia generalizada en las películas nortemericanas de gusto masivo, violencia que tenía el efecto, pensaban, de volver apática a una sociedad acostumbrada a ver exhibiciones de fuerza y represión como algo natural, lo que la llevaría a perder la perspectiva sobre los problemas reales y la esperanza en buscar soluciones más cercanas al diálogo que a la imposición. Al menos así lo entendieron los dos productores de Hollywood que tuvieron la mala suerte de ser parte del grupo que navegó por el Biobío a fines de 1989 junto a Tompkins, Barbara Cushman y el fotógrafo Galen Rowell. Una de las noches de acampada junto al río el ecologista arremetió en contra de los estadounidenses, que solo habían contado que trabajaban en cine. En un tono muy duro, los culpó de la violencia que inspiraban las películas filmadas en Los Angeles y de la brutalidad que él creía que suscitaban en la población. Nadie se atrevió a intervenir, y su diatriba fue prácticamente lo único que se oyó hasta que se fueron a dormir.
Como se ve, su postura en esos momentos era intransigente y proactiva. Luego, en noviembre de 1991, su participación fue clave para que se creara en San Francisco la North American Wilderness Recovery Strategy, más conocida en ese entorno como Wildlands Project, entidad que buscaba crear núcleos de reserva enlazados entre sí desde Alaska hasta el norte de México. Se trata de zonas especialmente sensibles o de alto riesgo para la biodiversidad y que era necesario proteger a través de un sistema de parques privados administrados por particulares, o, si no había otra opción, por el Estado. Un proyecto similar a la ruta de los parques que Tompkins negociaría dos décadas más tarde, infructuosamente, con el gobierno de Sebastián Piñera, y que buscaba unir siete zonas protegidas en el sur de Chile.
Wildlands Project fue clave para terminar de moldear las ideas que Tompkins trajo a Chile como base de su proyecto. La organización nació en su casa de Lombard Street y otros de sus más entusiastas colaboradores eran David Foreman, fundador de Earth First!, y George Wuerthner, quien hasta hoy trabaja en la Deep Ecology Foundation. «La impresión que me dio en esa reunión fue que estaba enfrente de un hombre multitalentoso. Conocía a los grandes pensadores, era creativo y estaba lleno de energía. Lo vi como una persona que estaba dispuesta a desafiar los supuestos tradicionales», explicó Wuerthner en la primera versión de este libro.
Con su energía de siempre, Tompkins participaba ahora de varias fundaciones, realizaba reuniones en su casa y organizaba congresos, adquiría tierras, comenzaba a escribir y no dejaba de leer sobre ecología profunda y otras visiones ambientalistas. En 1991, Jerry Mander le pasó el borrador de su libro En ausencia de lo sagrado. En ese momento el empresario venía rumbo a Chile, y aprovechó los diez días de travesía en avioneta para leer el texto, que es una crítica abierta al uso indiscriminado de la tecnología y el consiguiente daño ambiental. «En este libro podremos ver con suficiente profundidad casi todas las áreas, como las megatecnologías, la nanotecnología, las comunicaciones satelitales computarizadas, la televisión y tratados comerciales globales, una idea clara de la estructura del “monstruo”», escribió Tompkins en el prólogo de la versión en español, que financió en 1995.
En esta edición, un Tompkins convencido de su propia gesta no deja dudas sobre sus motivaciones, más allá de muchos de los juicios que le adjudicaron sus detractores en Chile. El camino reflexivo que tomó su pensamiento evidentemente iba más allá del aborto, que en ese momento era legal en Estados Unidos, Noruega y la mayoría de los países donde surgió la idea de la ecología profunda. Su batalla era la conservación, y para que la conservación no fuera solo un reclamo romántico debía ir acompañada de cambios más profundos. La misión que ahora estaba destinado a dirigir ya no tenía que ver con balances, utilidades e inversión; esta nueva cima era el futuro del planeta, y su campamento base sería el sur de Chile, el lugar que había escogido para instalarse pues cumplía con todas las condiciones biológicas y financieras que él había buscado para este cambio de vida.
«Aquellos historiadores que en algunos millares de años en el futuro consideren nuestra era como aquella en que la humanidad, en su enorme soberbia, arrogancia e ignorancia, destruyó no solo la sacralidad y el respeto por otras formas de vida sino que arrancó de cuajo, desde debajo de sus propios pies, la diversidad de tales formas de vida y sus servicios esenciales a los sistemas planetarios naturales. ¡Un clásico ejemplo de autodestrucción!», explicaba el fundador de Esprit en el libro de Mander. Y hacía temprana referencia a la situación en Chile, cuando apenas asomaban las críticas más duras a su proyecto, su filosofía y su presencia en el país. «Aquí en Chile he escuchado con frecuencia de labios de políticos, pensadores, sociólogos e incluso del Presidente de la República expresar, a través de entrevistas a la prensa, que las consideraciones ambientalistas no pueden detener el desarrollo de la economía».
De su círculo original, ninguno como Tompkins asumió un papel tan de primera línea en la defensa del medio ambiente, pero tanto Chouinard como en menor medida Robbins son activos contribuyentes de la causa ambiental. Chouinard ha sido donante permanente del Wildlands Project, especialmente a través de su empresa, Patagonia. No obstante, es menos activista que Tompkins, porque es más pesimista respecto del futuro. Siempre ha dejado en claro que no cree que nada, salvo las acciones individuales, pueda producir un efecto positivo en el medio ambiente. De todas formas, influenciado por los cambios que proponía el nuevo grupo de Tompkins, decidió que Patagonia no debía seguir la lógica del mercado de crecer y crecer sin medida. Hasta ese momento lo hacía casi a un 50% al año, y Chouinard decidió limitarlo a un 20%, lo que causó problemas de caja y con los bancos que trabajaban con la compañía. Pero el montañista estaba convencido y no cejó en su propósito. Inició un arduo proceso para cambiar las fibras y los elementos contaminantes de la ropa de Patagonia, y sus campañas de marketing se centraron en el concepto del medio ambiente y su protección. Incluso hizo lobby ante candidatos al Senado y a la Presidencia de Estados Unidos. Royal Robbins también ha apoyado causas ambientales, ha eliminado los químicos de su línea de ropa y ha propiciado un código de conducta muy parecido al de Chouinard.
Las oficinas de la mayoría de las instituciones dirigidas por Tompkins y su segunda mujer están agrupadas en la Golden Gate National Recreation Area, una zona protegida y casi despoblada en Sausalito, al otro lado de San Francisco, donde una serie de barracas que datan de la Segunda Guerra Mundial tienen una vista privilegiada del mar, con acantilados y algunos bosques vecinos. Las instalaciones son similares, pintadas de un beige uniforme que contrasta con el azul del mar y el verde de las lomas que las circundan. Sin embargo, la barraca que agrupa a Conservation Patagonia, The Conservation Land Trust, Foundation for Deep Ecology y Sea Flow fue diseñada por el reconocido arquitecto Keith Anding y sobresale por su estilo. Las oficinas tienen el mismo aspecto y la misma decoración que la sede del Parque Pumalín en Puerto Montt, la antigua sede en Chaitén y la actual en El Amarillo. Edificaciones sencillas, montadas en madera y adornadas solo por fotos en blanco y negro de enormes alerces, así como libros de activismo ecológico, algunos escritos por el propio Tompkins y otros por chilenos como Adriana Hoffmann, la autora de La tragedia del bosque chileno.23
El Conservation Land Trust lo fundó en 1992 en Estados Unidos, para que se ocupara de la administración financiera de sus compras de tierras y para apoyar proyectos de conservación. En sus palabras, busca «la conservación de franjas de tierra de importancia biológica, de hábitats y de ecosistemas», y tiene una relación estrecha con importantes fundaciones conservacionistas como The Nature Conservancy y Conservation Fund. En todo caso, y a pesar de los recursos que maneja y el número de hectáreas en su jurisdicción, es una entidad mediana dentro de la casi centena de organismos y fundaciones que se dedican a la protección del medio ambiente solo en California. Eso sí, es bastante activa y no solo en temas ambientales. Los intereses de Tompkins también apuntaban a los derechos civiles y de la mujer, y aquí el tema del aborto reaparece como una de las áreas de interés de las fundaciones del empresario, que apoyan con dinero, asistencia y supervisión el trabajo por el respeto a los derechos de la mujer, incluido el derecho de interrumpir el embarazo.
Así, era poco probable que la estrategia de pagar una inserción en un diario local para explicar que ni él ni su mujer eran partidarios del aborto tranquilizara a sus opositores en el país. Aunque este era un frente más, menos relevante que otros. Un tema que solo interesaba a la Iglesia Católica y a los sectores más conservadores de la sociedad. «La ecología profunda es un ámbito de reflexión. No es un movimiento, no es una secta, no tiene partido político, nada de eso. Es un ámbito de pensamiento, pero en Chile se transformó en una cosa satánica», explica el ecologista y expresidente del Grupo de Acción por el Biobío (GABB) Juan Pablo Orrego.
En el país que lo acogió con más reticencia de la acostumbrada a los forasteros, y en un momento en que comenzaba a delinear los caminos y a prever los costos del desarrollo, el empresario escogió situarse en la línea de los obstáculos. Quizá haya sido solo cuestión de perspectiva. Su padre había sido piloto de planeador en la Segunda Guerra Mundial y él volaba en avioneta desde su juventud. (Su nombre clave en Pumalín era «Halcón».) La primera vez que vio lo que llegarían a ser sus dominios en el sur de Chile lo hizo desde el aire, y desde allí también se aprendió cada rincón de Palena. Tal como las aves, Douglas Tompkins llegó volando desde su país y varió sus intereses cuando el instinto lo llevó a buscar un nuevo rincón para sobrevivir. Esa perspectiva aérea sería clave, para bien y para mal, en la forma en que se establecería en Chile.