La primera vez que Milan Platovsky se juntó con nosotros para que lo ayudáramos a ordenar sus recuerdos con miras a un libro, nos dijo que tenía un compromiso especial con su nieta Caterina, una chica que por entonces bordeaba los 10 o 12 años. Su idea era entregarle un relato ordenado de sus experiencias, entre otras cosas porque al interior de la familia ya se había hecho un lugar común suponer, con extrañeza pero también con incredulidad, que el “tata” había protagonizado tantos dramas, cuentos y aventuras que su vida estaba en riesgo de convertirse para sus nietos en una madeja enrevesada e imposible.
Al poco rato de conocerlo, no se requería mucha agudeza para reconocer que su testimonio de vida —desgarrador, cruzado por inesperadas simetrías y fatalidades— estaba llamado a convocar y a tocar fibras muy profundas de un público bastante más amplio que el de los nietos o la pura familia.
No era sólo que Milan Platovsky había estado, más como víctima que como testigo, en la primera línea de fuego de algunas de las grandes tragedias históricas y políticas del siglo XX. Al margen de ese factor, estaba también su carácter. Porque era por lo menos impresionante comprobar que una persona que estuvo varias veces en situaciones límite y al borde la muerte; que logró sobrevivir a la guerra y al genocidio nazi por una muy frágil cadena de circunstancias; que comenzó a rehacerse como ciudadano en su patria después del trauma feroz de los campos de concentración; que se rehizo y volvería perderlo todo cuando Checoslovaquia cayó en la esfera de los socialismos reales dispuestos por el estalinismo; bueno, que después de mil pellejerías huye, emigra, se casa, se queda sin residencia en Europa; que estando en esas oye hablar de Chile y se viene para acá; que, sin saber una sola palabra de español, vuelve a comenzar aquí de cero como empresario y empieza a prosperar, se diría que sólo para tener que repetir años después, con el socialismo de la UP, la misma experiencia de despojo de la cual había llegado huyendo; en fin, no es fácil entender que, habiendo vivido todo eso, fuera increíblemente una persona entera, optimista, llena de ideas y proyectos, libre de todo asomo de resentimiento, dueña de una energía que ya se quisiera un joven y de una capacidad de trabajo sobrehumana que en su caso iba en paralelo al humor, a la ironía y la amistad, a los cariños y un certero talento para pasarlo bien.
Si lo que le había ocurrido a Milan Platovsky hacía un libro quemante y necesario, qué duda podía caber en orden a que su mirada sobre la vida, su infinita capacidad de sobrevivencia y adaptación constituían un ejemplo que correspondía reivindicar y difundir.
Fue toda una experiencia para nosotros ir conociendo a Milan Platovsky todas las semanas, por espacio de unos tres años. Nos juntábamos puntualmente al almuerzo los días martes en el Club de Golf de La Dehesa y por la tarde él nos iba transmitiendo sus vivencias en sesiones a veces muy duras, a veces desordenadas, a veces muy inspiradas, a veces taciturnas y dolorosas. A la vuelta de unos cuantos meses, el conjunto ya desplegaba un imponente horizonte de fuego donde la vida privada se mezclaba con las vicisitudes históricas, donde el candor juvenil chocaba con la ferocidad de la Europa enloquecida y donde la brecha entre las aspiraciones y la realidad iba adquiriendo las proporciones de una tragedia.
Es una etapa que todavía recordamos con emoción, asombro y gratitud. Trabajamos seria y arduamente, sobre todo en los meses finales, pero también nos divertimos mucho. Poco a poco fue surgiendo entre nosotros una corriente de complicidades que en el viaje a la República Checa y Polonia terminaría convirtiéndose en amistad pura y dura. Precisamente porque Milan es un tipo indoblegable y fuera de serie, que siempre rinde culto a la acción, encontrar en él a una persona con muchas heridas pero al mismo tiempo muy abierta a los sentimientos, tuvo para nosotros los alcances de una verdadera revelación.
Aunque no nos demoramos mucho en establecer que el libro debía ser escrito en primera persona, porque era la única manera de preservar la inmediatez y el dramatismo de su testimonio, durante largo tiempo nos rompimos la cabeza tratando de salvar dentro de este formato rasgos de la identidad o del carácter suyo que podían desvanecerse con facilidad. ¿Cómo dar cuenta, por ejemplo, en el relato en primera persona del atributo de la impaciencia, que bien podía ser lo primero que le saltaba a la vista a cualquiera que haya conocido a Milan en ese tiempo? Siempre tenía mucho que hacer; siempre estaba contra el tiempo; siempre tenía la mente dividida en lo que estaba haciendo en el momento y en lo que tenía agendado una hora después. No fue fácil rescatar este rasgo en el relato final. Habría sido absurdo que él se reconociera como impaciente, porque obviamente nadie era menos consciente de la premura que lo movía. Tampoco fue fácil procesar en el libro su culto a la inteligencia. Como los genes y seguramente las vicisitudes de su existencia le dieron un coeficiente intelectual muy alto, Milan —rápido, agudo, diestro para ir al fondo de las cosas sin perderse en detalles adjetivos— imponía y a su vez exigía un estándar a sus relaciones que a veces podía parecer poco compasivo. Desarmar esa distorsión nos obligó a mucha sintonía fina.
Si lo que más destacaba era su hiperactividad, lo que sin embargo finalmente nos compró fue su completa falta de rencor y el convencimiento de que la vida podía convertirse en una jaula si no éramos capaces de dejar el pasado en el pasado, dando vuelta las páginas porque las del futuro siempre podían ser mejores. Esa sabiduría y reciedumbre moral no sólo es poco frecuente. También envuelve una tremenda lección de vida, tanto más imponente y persuasiva cuanto que a Milan, desde una genuina modestia, jamás se le pasó por la cabeza la responsabilidad de impartirla.
Eso es lo que hace que su testimonio sea incluso más apasionante.
Héctor Soto - Juan Miguel Arraztoa
Febrero 2012