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La decana

Patricia Lara*

La periodista y novelista Patricia Lara nació rica, fue hija única, todo lo tuvo. Pero le secuestraron a un tío —fue uno de los plagios más dolorosos en la historia de Colombia— y asesinaron a una de sus primas más queridas. Ahí empezó su obsesión por entender por qué se mata, por qué se abandona a los hijos por las armas, por qué la guerra termina convirtiéndose en una opción incluso para los niños. A principios de los noventa compró la revista Cambio16 para reportear a Colombia. Cuando se la vendió al Nobel Gabriel García Márquez, se dedicó a escribir libros, “que duran más tiempo, porque el periodismo es efímero”. Tras carcelazos, amenazas, exilios y una vida a todas luces intensa, a sus sesenta y siete años Patricia concluye que la maternidad es la máxima realización de una mujer y que gracias a los psiquiatras superó la soledad de la orfandad.

*Patricia Lara es filósofa de la Universidad de los Andes. Fundó las revistas Nueva Frontera y Cambio16 Colombia, y es autora del libro más importante sobre el M-19 en los años ochenta: Siembra vientos y cosecharás tempestades.


Algunas madrugadas de viernes, Patricia Lara, la directora de Cambio16 Colombia, solía sentarse a conversar con los redactores de una de las revistas que marcó la pauta en los años noventa. Nos arremolinábamos en los sofás de su oficina y le jalábamos la lengua entre cuadros del pintor indígena Carlos Jacanamijoy, las flores frescas que nunca le faltan y la solemne foto de su padre en blanco y negro, gigante, benévola, siempre a su lado, vigilante. A Patricia le gustaba echar cuentos. Pero era mejor escuchándolos.

“Cásense”, nos aconsejaba. “No les sean infieles a sus parejas”.

“Tengan hijos. Son lo mejor que le puede pasar a un ser humano”.

¿Por qué uno de los faros en el mundo periodístico hablaba de esos temas que nos parecían baladíes? Queríamos saber del presidente cubano Fidel Castro, que ella conoció; de romances con guerrilleros, que, intuíamos, tuvo; de cómo es estar presa en Estados Unidos, demandar al gran imperio y ganar la batalla. Su vida era como esa poesía de Porfirio Barba-Jacob: clara, undívaga, abierta como un mar. Más que frases bonitas, queríamos que nos iluminara sobre cómo es enfrentarse al statu quo; cómo se manejan los hombres sagaces y poderosos en los negocios y en el amor; cómo hizo para sobrevivir huérfana, con tres hijos, dos divorcios y el suicidio de su primer marido —Jorge Posada— y de su mejor amiga —la poeta María Mercedes Carranza—.

“Soy más frágil de lo que cree”, me respondió cuando le pregunté si hay algo en la vida a lo que le tiene miedo.

¿Lo es?

En esta entrevista, que se hizo entre platos de papaya con queso campesino —una receta infalible para mantener a raya esos kilos de más— y almuerzos servidos por Gilberto —un cocinero de delantal y cofia azul índigo que va dos veces a la semana a prepararle sopas para las noches—, Patricia rompió varios silencios. Le había dicho que las mujeres buscarían pistas en estas entrevistas. Que, como el poeta y Nobel chileno Pablo Neruda, debería confesar lo mucho que ha vivido. Ya era hora de aconsejar a las demás. Eso la convenció.

La que sigue fue una conversación con más de un off the record de por medio. Ella sabía que para entenderla tenía que deshojarse. Así que hablamos a solas, con las horas por delante, como si estar juntas fuera lo más importante en la vida, a pesar de que esta mujer es columnista de dos periódicos —El Espectador y El País de Cali—, da decenas de conferencias sobre mujeres y conflicto en Colombia y hasta en África, hace ejercicio, toma clases de inglés —“porque se me está olvidando”—, maneja negocios, va al psiquiatra, está pendiente del vestido de la primera comunión de su nieta, lleva a su hijo a la universidad a ver si termina el último semestre de Administración, compra dieciocho libras de café Juan Valdez para llevárselas a su hija María, quien estudia un doctorado en Estados Unidos, y hasta piensa en un viejito que se encontró enfermo en la calle 94 con carrera 11. “Vendía flores. Un día dejó de hacerlo. Que la mujer lo abandonó, que tenía problemas pulmonares. Le ofrecí trabajar en la finca. Y ahí está feliz y dichoso”.

¿Cómo es que uno se topa en la vida con una persona tan definitiva como Patricia? La conocí en 1996, cuando regresé de Francia. Buscaba empleo, y ella llamó a mi casa, sin secretarias, ni formalidades de por medio. “Mijita”, me dijo como si me conociera de toda la vida. “Supe que sabe de internacional. ¿Podría escribir un artículo sobre Bolivia y las protestas cocaleras? No sé cómo le voy a pagar, pero algo haré”.

Trabajar con el mito era una indomable tentación. Era la hija de Rómulo Lara, el empresario millonario, responsable, entre otras, de haber importado a Colombia los famosos jeeps Willys y las limusinas Studebaker. Se sabía que Patricia había tenido una infancia de cuento de hadas con casa de muñecas de ladrillo en la que licuadora, chimenea y hasta un baño diminuto funcionaban a la perfección. “Llegaba al colegio en un Cadillac negro impoluto, conducido por un chofer. Su padre, elegantísimo, la llevaba todos los días. La apodábamos ‘Regalo’: vestidita de colores, con flores en su pelo, siempre con un atuendo diferente. Rómulo, devoto, la acompañaba hasta la entrada. Se quedaba mirándola por entre el enrejado, hasta que su hija entraba, se difuminaba y no la veía más”, me contó María Victoria Nieto, su compañera de pupitre del Gimnasio Femenino, de donde se graduó en 1967.

¿Puede el amor ser más delicado y tangible?

Lo es. Como lo contaba la periodista Melissa Serrato en “Patricia Lara Salive: entre libros y tambores”, un magnífico perfil publicado en 2007 en el Boletín Cultural del Banco de la República, Rómulo, quien se pagó su bachillerato a punta de proyectar películas, filmó las felicidades de la niña de sus ojos: el cumpleaños, el disfraz, el viaje, la gracia. Rómulo empacó esos rollos en carretes de oro y los forró en terciopelo. “Mi papá fue una figura absolutamente determinante que influyó de manera rotunda en mí”, le dijo a Melissa.

¿Cómo se destetó?

Aunque Rómulo quería que ella fuera economista porque iba a ser la única heredera de sus negocios, Patricia le pidió consejo a una mujer decisiva en su vida, María Mercedes de Velasco, quien a sus setenta y tres años sigue enseñando Filosofía. “¿Por qué no piensas en desarrollar el pensamiento para manejar las empresas?, fue el consejo que le di. Patricia tenía muchas cualidades. Analítica, inteligentísima, sin ser nerda. Era divertida, centrada, muy romántica”, me dijo.

Decidir por sí misma —y ser respetada por ello— le dio alas para expandirse en las letras. En 1974 ya era filósofa de la Universidad de los Andes, se había casado (1970), había tenido su primer hijo (1972), y a los veintinueve años ya era viuda. La vida era hoy, no mañana. Así que fue ella quien le propuso al presidente Carlos Lleras Restrepo crear la revista Nueva Frontera. Lo logró. Estuvo metida en la revista Alternativa, ícono de independencia y análisis, manejada por varios intelectuales de la época. En 1993 se asoció con Juan Tomás de Salas, el fallecido fundador de Cambio16 España, la revista que fue considerada el gran fenómeno periodístico en ese país durante la transición de la dictadura a la democracia. Patricia montó Cambio16 Colombia y, tras comprarle su parte a De Salas, la dirigió hasta 1999, cuando se la vendió al escritor Gabriel García Márquez y a otros periodistas líderes. “Una revista es de lo más delicioso que uno pueda tener. Pero manténgala. Muy difícil”, explicó.

Pese a las afugias de dinero, con Patricia hicimos periodismo independiente. Durante los años que trabajamos juntas vi cómo sostuvo con su chequera —y a veces hasta con el producto de la venta de los huevos de sus fincas— investigaciones de largo aliento que pedían inyección constante y sonante de millones de pesos. Cambio16 Colombia desentrañó varios momentos clave en la historia de Colombia. Por ejemplo, en 1997, cuando no era tan evidente el maridaje entre paramilitarismo y las FF. AA., la periodista María Cristina Caballero viajó decenas de veces al departamento del Meta y comprobó cómo en la masacre de Mapiripán, en la que fueron torturadas y descuartizadas veintisiete personas por presuntamente colaborar con la guerrilla, participaron varios oficiales del Ejército. “No voy a tener más medios”, me dijo cuando hablamos del cierre de la revista Cambio (2010), en manos del grupo español editorial Planeta. “Triste pero, además, incomprensible. ¿Cómo así que después de tanto esfuerzo mío y de Gabo y de todos se muere una revista en manos de los ricos?”.

Los ricos. Ella lo es. ¿Cómo es que terminó reporteando la izquierda?, le pregunté refiriéndome a Siembra vientos y cosecharás tempestades, el primero de sus cinco libros, que en 1982 la catapultó como una reportera valiente e incisiva que entrevistó en Cuba, en Panamá, en las cárceles de Bogotá, a los principales dirigentes del M-19, ese grupo guerrillero que se inauguró en 1974 con el robo de la espada de Simón Bolívar.

“Porque siempre quise saber por qué se llega a un punto en que se prefiere matar o morir antes que seguir viviendo”, me respondió. Eso mismo le dijo a Jaime Bateman Cayón, el carismático líder del M-19, cuando le pidió que le abriera las puertas del M-19 para entrevistar a sus líderes y escribir Siembra vientos.

Se las abrió todas. Y se hicieron amigos. Tanto, que por sus relaciones con el M-19 a Patricia la estigmatizaron de una vez y para siempre e incluso le endosaron amores prohibidos con guerrilleros.

¿Fuiste novia de Bateman?, le pregunté. “No, mijita. No lo fui. Él se lo pedía a todo el mundo y todo el mundo se lo daba. Cuando él me lo pidió le dije. “Déjese de vainas que yo de usted me enamoro, y resulta que una de las personas que más quiero es Esmeralda, la mamá de sus hijas. Y yo no podría mirarla a los ojos”. Después de eso más nunca. Y ella sigue siendo muy amiga mía”.

Sentadas entre sus dos bibliotecas —una forrada de literatura francesa, la otra, universal, ordenadas ambas en estricto orden alfabético— por primera vez en décadas de conocerla me pregunté: ¿quién es esta mujer que es aún más diáfana, más sabia, más ella? Es la misma que camina con un zapato azul y otro negro, o el dobladillo de la falda descosido o la media velada sin velar. “Las apariencias me importan un culo”, me diría desenfadada y auténtica, con su risa de magnolia fresca.

Es la que tiene en la sala de su casa un desnudo femenino gigante, con el pubis pueril, descomunal, de una joven pintada en carboncillo por el pintor cartagenero Darío Morales, quien le dijo al cronista Gustavo Tatis de El Universal de Cartagena que cuando dibujaba un brazo, una rodilla o un vientre comprendía el mundo. Es la que Gabo conoció en París —y no al revés—, pues Patricia, gran amiga de Myriam Garzón, la cuñada del Nobel, fue quien le paladeó la melancolía de hogar que le dio a Rodrigo, el mayor de los dos hijos de García Márquez y Mercedes Barcha, cuando llegó a Francia a estudiar Cocina y no resistió vivir solo en un apartamento luminoso de la Île Saint-Louis. “Se mudó a un cuarto modesto frente a mi apartamento. Las tardes se me iban haciendo tareas con Rodrigo. Y las tareas eran tartas y flanes. Me pegué una engordada espantosa”.

Es, ante todo, eso, la madre que intuí la mañana aquella en que le pedí que me duplicara el sueldo porque iba a separarme de mi novio y a partir del día siguiente debería pagármelo todo yo sola. “Cuente con eso, mijita”, me dijo. Logré mi habitación propia, como definía la independencia femenina la novelista inglesa Virginia Woolf, gracias a Patricia y su simplemente creer en los demás sin pedir explicaciones a cambio.

Así que decidí entrevistar a sus hijos. Quería ver cómo habían resultado después de tanta ausencia, de tanta culpabilidad que cargan las madres porque más de una vez no pueden estar con sus críos. Jorge Posada Lara, de cuarenta y seis años, el que estaba en casa de los abuelos cuando a Patricia la encarcelaron, me habló de aquella vez en la que —tendría siete, ocho años— su madre, reunida con un grupo de personajones —vaya uno a saber si rebeldes o presidenciables—, le pidió opinar frente a un tema político determinante. “Yo era importante, yo valía la pena, yo era alguien”. Sí. Su hijo. Y Federico, de veintiséis años, aquel niño de bucles dorados que llegaba a patinar a la revista. Hoy me entero de que odiaba los viernes de cierre porque su madre no llegaba. La añoranza, el desasosiego, Patricia supo endulzarlos con chocolates blancos que le llevó sin falta. “Pensaba en mí, sabía de mí, me leía a mí”. Claro. Porque era su hijo. Y María, de veintiocho años, pequeña taciturna que arrastraba los pies cuando la veíamos entre su uniforme de cuadros blanco y azul. El día que su padre se fue de la casa, Patricia les anunció el divorcio vestida con una sudadera lila. Ido el padre, la tal sudadera terminó en el cubo de la basura. “Para que no volviera a sentir ese dolor cada vez que la viera vestida así. Para que no se me encogiera el corazón. Para que el color, el olor, el sabor del rompimiento, se difuminaran tan sólo un poco. Me entendió a mí”, ella, la madre, la que sabe que el verdadero dolor es el que se sufre sin testigos, tal como lo decía el poeta latino Marco Valerio Marcial.

Sedienta de madre le pido un consejo, como los de antes, que funcionaron bastante bien. “Cuando le llegue la menopausia, mijita, tome hormonas, porque si no enloquece al marido y se queda sin el arrunche, que es lo que más hace falta en la vejez”.

* * *

Empecemos por Rómulo, ese padre monumental. Era el segundo de los cuatro hijos de Mercedes Borrero, una atildada señorita del Huila, y de Leonidas Lara, un campesino que no terminó el bachillerato, pero se convirtió en uno de los hombres más ricos de este país con la empresa “Leonidas Lara e Hijos” que manejaba varios negocios: café, ganadería, importación y distribución de carros. “Uno debe obtener buenos resultados”, le decía su papá. Le exigió ser la primera en clase.

¡Gracias a Dios pude con ese nivel de exigencia! La competencia llegó a un nivel tan absurdo, que Ana Restrepo del Corral, la directora del Gimnasio Femenino, tuvo que separarnos de curso con la otra as en Matemáticas, Carmen Laserna, porque yo sacaba 4,99 y Carmen 4,98, o viceversa. La competencia era feroz. Quedar de segunda era pésimo para mi papá. Me dejaba de hablar una semana si no obtenía el primer puesto.

Y le ponían de profesor al decano de Ingeniería Eléctrica de la Universidad Distrital…

Es que mi papá era buenísimo en Matemáticas. Rentería, así se apellidaba el hombre, iba darles clases a mis primas las Salive. Y pasaba por mi casa a enseñarme, pero por hobby, porque la verdad no necesitaba más Matemáticas. Es que piense que durante todo el camino a la finca que teníamos en Sasaima —donde está la famosa casita de muñecas, hoy en día convertida en un hotel-spa que se llama El Refugio— hacíamos con mi papá competencias de cálculos mentales. Mi primer empleo fue dar clases de Trigonometría Analítica.

¿Qué principios aprendió en su colegio?

Valores muy importantes que terminan sirviéndole mucho a las mujeres: defender el matrimonio, pero teniendo claro que no todo es fácil; es en las malas cuando se conoce el amor; al matrimonio hay que trabajarlo y sacarlo adelante y comprometerse. En cuanto a la parte intelectual, leer, educarse. La franqueza era un valor importante. Doña Ana siempre nos decía: “Que se levante la que hizo tal cosa”. Y lo premiaba tanto como el respeto.

¿Estudiar en un colegio religioso fortaleció su parte espiritual?

Estudié Filosofía con la idea de comprobar la existencia de Dios. Y aunque no la comprobé, si Dios existe debe estar contento conmigo porque soy una buena persona.

Por todo lo anterior metió en el Femenino a su única hija, María.

Pero se salió en cuarto de bachillerato porque quería un colegio mejor, como Los Nogales. Fue una buena decisión desde el punto de vista académico. Pero allí también la discriminaron mucho.

¿A qué se refiere?

Cuando estaba en primero elemental, después de clases de pintura, las niñas tenían que hacer una fila para llevar su uniforme a lavar. Un día María llegó a la casa llorando porque una carajita le dijo: “Usted no puede hacer fila aquí porque aquí no hacen fila los negros”. ¡Fui a pelear, pero el colegio qué podía hacer! Eso viene de la casa, de la sociedad. Sin embargo, gracias a eso, María se dedicó a leer en los recreos.

Y se volvió lo que es: literata de la Universidad de los Andes con tesis laureada, con maestría en Escrituras Creativas de la Universidad de Nueva York, becada ni más ni menos que por la Universidad de Harvard, donde está haciendo un doctorado. Hace un par de años ganó el Premio Loewe de Poesía en la categoría Creación Joven. ¿En Los Nogales le fue mejor?

Allí la discriminaban, pero por ser hija de una comunista, pues en ese entonces (2006) yo era la candidata vicepresidencial del fallecido magistrado Carlos Gaviria Díaz, quien se había lanzado a la Presidencia por el Polo Democrático Alternativo (PDA). Pero María, que había llegado del Femenino, un colegio que era considerado pésimo, los desbancó a todos porque sacó tablero de honor de una. Fue difícil para ella, pero ya lo maneja muy bien. Me dice: “Mire, mamita, aquí o en Estados Unidos yo voy por la calle con una amiga que es de pelo claro. Llega un limosnero y le pide a ella porque no se considera que una negra pueda tener plata”. ¡Y eso que María no es negra!

Una de sus máximas es “Todos los niños deberían pasar por el psiquiatra para que tengan estabilidad emocional”.

Mis hijos han hecho terapia. María la hace por Skype. Yo he hecho psicoanálisis muchas veces y lo sigo haciendo. Justamente el análisis me hizo entender que los hijos necesitan tiempo, que uno como madre es irremplazable. Y eso es un privilegio, pero también un camello.

¿Cómo descubrió el análisis?

En 1982, poco antes de morir mi papá, comencé con el médico psiquiatra Fabio Eslava. ¡Gracias a Dios porque si no me chiflo con semejante golpe!

Usted intuyó que su padre iba a morir. Le escribió en Cuba una carta bellísima que imprimió en un pergamino, cuyo original reposa en la tumba, de “mi todo, mi padre, mi hermano, mi amigo, mi brújula, mi confidente, mi compañero”.

Era un día como de ciclón en La Habana. Llovía. Yo estaba en el Hotel Riviera y comencé a llorar.

El principio de esa carta decía: “Hoy el Caribe está gris, papá. Hoy se ve triste. Hoy su cielo dejó de ser azul. Hoy de su sabor a fiesta quedan apenas relámpagos de luz que, desperdigados, se dejan caer sobre cualquier rincón de la bahía. Hoy parece como si un diluvio hubiera desteñido la acuarela de tonos pastel que constituye siempre el cuadro vivo de esta ciudad sin nombre. Hoy me siento sola. Hoy te necesito […]”. (La carta completa se puede leer en internet. Se titula “El padre y la hija”).

“¡Me voy para Colombia!”, me dije esa tarde cuando la escribí. Me importa un culo el M-19, cuyo libro acababa de publicar, y había tenido que viajar a Cuba por temas de seguridad.

Se refiere a Siembra vientos y cosecharás tempestades, donde entrevistó a los líderes del M-19, el grupo rebelde que se desmovilizó en los noventa.

Lo más lindo con ese libro fue la discusión que tuvimos con papá cuando lo terminó de leer. Más que el tema político y de seguridad, lo que más le aterraba era que yo, su hija, me prestara de vehículo para que fueran dichas palabras soeces. Con él nunca dije ni “pendejo”. Y en el libro se habla de “puta”, “comer burra”, todo eso. “Mira, papi, hagamos una cosa”, le dije. “Nombremos una especie de juez en quien tú y yo creamos. Si el libro es malo, no se publica”. El juez fue el escritor Pedro Gómez Valderrama. Fue a comer a la casa, y aquí, donde he aprendido todo lo que sé —se refiere a la mesa de comedor de madera maciza que Patricia ha trasteado con ella a lo largo de su vida—, Gómez nos pidió que le hiciéramos dos preguntas. “¿Es bueno o malo mi libro?”, pregunté. Papá habló de seguridad, del uso de las palabrotas. Pedro reconoció que el tema de la seguridad era complicado. “Puedo irme del país”, respondí. En cuanto al uso del vocabulario soez, explicó que era un testimonio, que esas palabras contextualizaban a los personajes. Y que además el libro era muy bueno. La editorial española Fontamara publicó la primera edición.

¿Cómo se le ocurrió meterse a reportear el núcleo del M-19?

Fui marcada por la violencia. A mi tío Oliverio —el menor de los cuatro hijos de Leonidas Lara— lo secuestran en 1965 en Larandia (Caquetá, hoy sede del Ejército), lo asesinan a machete y aparece enterrado cinco años después cerca de sus tierras. Uno de sus empleados es cómplice del secuestro. En julio de 1982 es secuestrada Gloria, la hija de Oliverio, la más cercana de mis primas. En noviembre su cadáver fue encontrado en un barrio de Bogotá. ¡Fue horrible! Fue en Columbia University (1980), fue donde realmente aprendí periodismo —porque un par de años antes, en el Instituto Francés de Prensa y de Ciencias de la Información de París, no aprendí nada—, donde se me ocurrió el libro. En un momento dado tuve que hacer un trabajo sobre Centroamérica. Viajé a Washington a la casa del presidente Virgilio Barco, de quien yo había sido suplente en el Concejo de Bogotá, cuando hice algo de política con el presidente Carlos Lleras Restrepo. Un día leí en el diario Washington Post la historia de cómo el M-19 se había tomado en 1980 la Embajada de la República Dominicana en Bogotá con varios diplomáticos adentro para exigir la liberación de cientos de rebeldes presos. Entrevistaron a un tipo que se llamaba Jaime Bateman. “Tiene que ser de Santa Marta”, me dije. “¿Cómo así que el jefe de este movimiento hace todas estas cosas? Quiero entrevistarlo”. Los del M-19 me caían bien, obviamente, como le caían bien a gran parte del país. La manera como robaron en 1979 cinco mil armas extraídas del Cantón Norte, el principal depósito de material bélico de las FF. AA. Eran inteligentes. Así que me fui para La Habana (Cuba) y busqué los contactos para lograrlo. Me obsesionaba una pregunta. ¿Por qué la violencia liberal y conservadora incendió el interior de Colombia, pero en la costa Caribe no pasó nada? Allá los problemas se solucionaban con una botella de ron y un conjunto vallenato.

¿Y su papá la dejó irse para allá tras la muerte de su hermano, de su sobrina?

Él sabía todo lo que yo hacía. Cuando secuestraron a Gloria, le dije: “Voy a hablar con este tipo (Bateman) a ver si se puede hacer algo en ese mundo de delincuencia”. “No te metas”, me respondió. “¡Pero cómo no me voy a meter si la quiero tanto!”. Mi papá puso a su gente. Pero no se pudo. Fue un episodio triste.

¡Pobre su papá!

¡Mi papá duró buscando a su hermano cinco años! Era una obsesión que tenía, además, miles de patas. Por un lado, eran los hermanos más cercanos: no se llevaban sino año y medio. Y por otro, la empresa era colectiva de comercio, lo que significaba que las decisiones se tomaban por unanimidad. La empresa estuvo bloqueada porque a Oliverio no se le podía declarar muerto hasta que pasaran los siete años de desaparición.

Con todos estos dramas en su vida, pienso en el reportaje en el que usted se internó semanas en la Fundación Pida Ayuda, donde tratan a drogadictos y alcohólicos. En 1994 ganó, junto con Antonio Caballero y Darío Restrepo, el Premio Nacional de Periodismo CPB. ¿Era una forma de entender la semilla de la violencia?

Exacto. Ahí entendí que las personas que optan por las armas tienen un problema afectivo muy profundo. Pero no se trata sólo del hecho de que los niños sean abandonados por sus padres. El abandono es, también, la mamá de clase alta —y eso se ve mucho en los drogadictos— que prefiere irse a jugar canasta que estar con sus hijos. La soledad en la que crecen los niños es un factor muy riesgoso. Los padres y las madres no sabemos educar a los hijos.

¿Qué más potencializa la violencia?

En ese mismo informe entrevistamos a los famosos psicoanalistas Otto y Paulina Kernberg. Los maltratos físicos, psicológicos y sexuales en la infancia son factores que hacen que la gente en la edad adulta o en la juventud tenga más posibilidades de tornarse violenta. Luego sacamos una encuesta con Carlos Lemoine, el actual presidente del Centro Nacional de Consultoría (CNC), y ahí se comprobó lo que decían los Kernberg: entre los desmovilizados del M-19 era mucho más alto el índice de maltrato en la infancia.

¡Cómo sería de bueno que en este país les enseñaran a los hombres a analizarse, a llorar, a hablar, a dejarse abrazar! ¡Habría menos muertos!

Es que no hay sino que ver las cifras. Hay casi catorce veces más hombres presos que mujeres. Cuando hace quince años estudié el tema, más del 90% de las muertes violentas eran de hombres. Eso da el perfil de cómo es la vaina.

¿Militó con el M-19?

No soy capaz de obedecerle órdenes a nadie. Nunca fui militante del M-19. Después de que se publicó el libro fuimos muy cercanos con Bateman y Esmeralda, ya no como fuentes, sino como amigos. Varias veces fui a Ecuador, a la casa de ellos. Pero fue poco tiempo porque el libro se publicó en marzo de 1982 y él murió en abril de 1983.

¿Cómo una persona adinerada se vuelve de izquierda?

Fui a Cuba en 1976 porque iban a aprobar la nueva Constitución cubana; me envió la revista Nueva Frontera (que Patricia fundó en 1974 en Bogotá, en compañía del presidente Carlos Lleras Restrepo), y quedé muy impresionada por los temas de salud, de educación, de valores.

¿Los años y el periodismo han moderado su posición?

Mi posición básica nunca ha cambiado. Una persona demócrata, que cree en la distribución equitativa del ingreso, en la justicia social, la equidad y la igualdad de oportunidades.

Poco antes de irse para París, donde estudió esa maestría que no le sirvió para mucho, Lleras la despidió con una carta, escrita en junio de 1977, llena de alabanzas. “Si nuestro trabajo ha sido tan fácil, tan agradable, es el resultado de nuestro esfuerzo tan positivo […]. Lo que usted halla de bueno en mí, lo que puede haber de real en las condiciones que me atribuye son, en gran parte, sus propias dotes y de la manera como manejó usted nuestra colaboración”. ¿Cómo hizo para llegar donde un personaje del talante y talento de Carlos Lleras y plantearle, así como así, que quería armar una revista?

Cuando tenía unos veintidós o veintitrés años y aún estaba en la universidad, Héctor Echeverri —el marido de mi prima Gloria Lara— trabajaba en el Partido Liberal. Él me consiguió un puestico de lagarta en la Dirección Liberal. Yo admiraba muchísimo a Carlos Lleras. Nos encariñamos mutuamente. Me nombró tesorera de la Junta Administrativa del partido. Cuando Lleras intentó obtener el apoyo del liberalismo para postularse como candidato a la Presidencia y no lo obtuvo, le escribí una carta proponiéndole que hiciéramos una revista. Mantuvo silencio un tiempo. Pero cuando regresé me llamó y me dijo que ahora sí quería que trabajáramos en el proyecto. Y así surgió Nueva Frontera, de la cual fui gerente y jefa de redacción.

Usted les habla de tú a tú a los poderosos.

Es que papá era un tipo poderoso, y él no estaba detrás de los políticos. Más bien al revés. Conocí al dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado en la oficina de mi papá. El presidente Alberto Lleras fue su compañero de colegio. A mí no me descrestaba el poder. Más bien, como yo tenía esa posición de privilegio sobre mi papá, yo era el poder sobre el poder. Y como, a la larga, papá hacía lo que yo quería —”tus deseos para mí son órdenes”, me decía—, tal vez por eso es que me gusta joder el poder. Soy amiga de los poderosos hasta que llegan al poder. Cuando salen, vuelvo a ser amiga. Soy cercana y lejana.

El poder también intentó torpedearla a usted. En 1999, poco antes de venderle la revista Cambio16 a Gabo, Felipe López, el dueño de Semana, hijo del presidente Alfonso López, padrino de su segundo matrimonio con el exfiscal Alfonso Gómez Méndez, trató de quitarle el negocio.

Felipe López es un torpedo de frente. Él quería quedarse con la revista, o cerrarla o desaparecer la competencia. Lo admiro mucho por su inteligencia. Y lo admiro más porque a esa brillantez se le agrega que es un gran ser humano. Lo adoro.

Como periodista, ¿qué la ha entristecido del poder?

Ver que en la mayoría de los casos el poder se usa para satisfacciones del ego personal, y no tanto para transformar el país.

En América Latina las mujeres acaban mal en el poder. Dilma Rousseff, la destituida presidenta de Brasil, y CFDK, la de Argentina, también acusada de corrupción. Usted, que estuvo en el poder político cuando quiso ser vicepresidenta, ¿por qué cree que las mujeres no terminan de cuajar en el poder?

Yo no me metí a la política por poder. Me metí para armar una fuerza de oposición sólida contra el hoy senador Álvaro Uribe. Sabía que en el Polo no íbamos a ganar. Pero me parecía una oportunidad de oro sumergirme en el país de la mano del fallecido magistrado Carlos Gaviria. De alguna manera, creo que la inmensa mayoría de los que buscan el poder buscan un sustituto del amor. Esa era la tesis de Gabo.

¿Qué le ha enseñado cada uno de estos hombres poderosos?

Danilo Cruz Vélez, uno de los mejores filósofos que ha producido Colombia. Fue su profesor de Filosofía: Que hay que ir a las fuentes. Todo lo contrario a la superficialidad, a tragar entero. Imagínese que pasábamos un semestre analizando un fragmento de un texto de Immanuel Kant. Eso se me volvió una obsesión. Nadie va a las fuentes hoy en día en periodismo. Nadie ha ido a las zonas de conflicto a ver qué es lo que pasa. Por eso se arman esas discusiones tan absurdas.

Carlos Lleras: El rigor del trabajo. Aprendí a meterme en el mundo internacional. Se levantaba a las 4 a. m. y se leía toda la prensa mundial.

Gabriel García Márquez: Amar el periodismo, del bueno, por sobre todas las cosas. Una frase que él usaba mucho es que la ética y la técnica iban de la mano.

Jaime Bateman: Que todo el mundo, desde su punto de vista, tiene razón.

Su padre: Pensar antes de obrar, eso lo repetía todo el tiempo. Pensar en las consecuencias. También me enseñó la generosidad sin que se notara. Y el saber estar presente.

¿Alguna mujer?

Puede sonar raro, pero doña Ana. Es que era una mujer cultísima, que hablaba inglés y francés como el español. Hice dos o tres excursiones con ella, una de las cuales fue la vuelta al mundo con mis papás. Eran excursiones fascinantes donde uno aprendía. Doña Ana no medía más de un metro y medio, pero era una figura de autoridad. Siempre me pareció una mujer brillante, y mi papá se enamoró de su inteligencia.

¿No fue un problema para usted conseguir marido después de tanto amor de su papá?

Es ese amor absoluto que te avasalla, que te asfixia. Y eso hizo que la relación con los hombres fuera difícil, porque no hay nadie que te quiera igual en la vida. Si uno se pone en los calzones de mi papá, un empresario con esa magnitud que tenía, con una hija única que además era hija de viejos —mi mamá tenía cuarenta años cuando me tuvo, mi papá cuarenta y ocho—, creo que él se esforzó en educarme como mujer y también como hombre. Él sabía que yo debería afrontar empresas y primos: su hermano Oliverio tuvo ocho hijos, y Luis, el mayor, seis. Mi papá se esmeró mucho conmigo. Por eso cuando él falleció, y a los cinco años se murió mi mamá, sentí como si se me hubiera caído encima el Empire State Building.

Se esmeró tanto que, aparte de montar medios, escribir novelas y libros periodísticos, no le va nada mal en los negocios.

Fui criada para estudiar Administración de Empresas. Era mi destino. Por ósmosis aprendía de mi papá todo sobre las empresas, y eso hizo que a mí no me asustaran los negocios y que me enfrentara al tema sin problema. No hubo más remedio. No tuve hermanos. Debía hacerlo. Así que cuando estaba en sexto de bachillerato me inscribí en Economía. Sin embargo, una profesora del colegio me convenció de estudiar Filosofía. Cuando le conté a mi papá que había cambiado de opinión, me dijo: “Por darle gusto a mi papá yo estudié Comercio, pero soy un ingeniero frustrado. No quiero que sufras eso. Te apoyo”.

A los diecinueve años, en 1970, se casó con Jorge Posada. ¿Lo hizo para escapar de su papá?

No. Me casé con Jorge Posada, un abogado absolutamente brillante del Externado. Era líder estudiantil, de izquierda. Fue presidente de la Federación Universitaria Nacional (FUN). Cuando lo conocí, ya se había graduado con una tesis brillantísima sobre Platón y La República. Me deslumbré con él.

Y fue mamá en 1972, a los veintiún años.

Eso sí fue muy planeado porque yo quería tener ocho hijos. Acabé la carrera de Filosofía embarazada de seis meses de Jorge. Haber sido hija única ha sido una de las cosas duras de la vida. Tenía una responsabilidad muy grande y me tocó asumirla sola.

Pero si hubiera tenido hermanos se estaría peleando por platas y herencias.

Prefiero eso a la soledad.

La soledad insiste en visitarla con frecuencia. En 1980, cuando tenía veintinueve años, enviudó y se quedó con su hijo Jorge. Luego se casó con el exfiscal Gómez Méndez. Y, tras dos hijos con él, María (nacida en 1989), y Federico (1992), se divorció.

Aparte de que se me murieron mis papás, se me murieron mis amigos. Ese ha sido mi drama más grande. Mis amigos más entrañables, mi círculo nuclear, por decirlo de alguna manera, fueron Yiyo (Eligio García Márquez, el hermano menor de Gabo, quien murió en 2001), Mario Ochoa (economista, poeta, murió en 2003), María Mercedes Carranza (poeta y periodista, murió en 2003), Rodrigo Lara, el ministro de Justicia, asesinado en 1984, quien era amigo de Jorge, mi primer marido, pero cuando él murió, cogió para mi lado. Son unos abandonos muy duros.

Acaba de hablar de Mario Ochoa, un hombre brillantísimo graduado de Cornell, una de las mejores universidades de Estados Unidos. Debo confesar que cuando usted lo traía a la revista a que le enseñara poesía a María, que por ese entonces tenía seis años, todos quedábamos aterrados. “¡Patricia está loca!”, nos decíamos. Mario tenía problemas de alcohol, de drogas. ¿Será que ese hombre sí le enseña a hacer versos a María?, nos preguntábamos. ¡Vaya si le enseñó!

¡Qué maravilla saber cómo me veían! De alguna manera tenían razón, porque Mario era todo un personaje. Mario fue mi amigo, mi amor, mi amante. Lo conocí muy joven. Me deslumbré. Inteligente, filósofo, mi papá hasta nos grababa. Después la vida nos llevó por un lado y el otro, pero entre mis separaciones y las crisis de él, siempre fuimos los mejores amigos del mundo.

Con razón usted le dedicó su última novela, El rastro de mi padre. “Para Mario, dondequiera que esté…”, escribió. Y también para Inga, su psicoanalista. El día que presentó su novela, el auditorio estaba lleno a reventar de un público variopinto: poderosos, académicos, cantantes de rap, defensores de derechos humanos, feministas, jóvenes…

Sentí que era una muestra de lo que va a ser la paz en Colombia porque había gente de todos los sectores. Muy incluyente.

Como usted, que se inventó en la revista el Centro de Ayudas de Tareas. Sus hijos y los hijos de sus empleados hacían los deberes con profesores que usted llevaba. Todo para que las madres pudieran estar con sus hijos.

A las mujeres les toca muy duro en este país. La tercera parte son madres de familia. Yo siempre fui madre soltera. El periodista Guillermo Cortés, quien murió hace pocos años y era conocido como “la Chiva Cortés”, les decía a mis hijos que eran como los palestinos. Parecían no tener ni casa ni patria. Y aunque mis hijos se la pasaban conmigo para arriba y para abajo, eso fue muy bueno porque me permitió realizarme profesionalmente sin abandonarlos.

¿Cómo hizo para no malcriar a sus hijos? Hijos de político reconocido y de una madre a la que no le faltaba nada… Podían pedir lo que quisieran, como Aladino y la lámpara maravillosa.

Ellos se acuerdan de la manera como les lidiaba las pataletas. Los encerraba en el baño un minuto con la luz prendida. Yo esperaba afuera, en la puerta. En esa época estaba de moda el libro del doctor Benjamin Spock, Tu hijo. Con cosas así les puse límites.

Le voy a leer una frase de su última novela donde habla de racismo y describe a los hombres como simples donantes de semen. Les da duro. Entre tantísimas indirectas a lo largo del libro, leo una. “A los hombres en realidad las mujeres no los necesitamos para mayor cosa. Tal vez para que levanten objetos pesados, reparen la nevera, nos carguen las maletas o para que arreglen la licuadora”. ¿Para qué sirven los hombres?

Aunque ese es un planteamiento muy fuerte, la conclusión puede ser que no nos sirvan para mayores cosas distintas a esas. Pero quienes sí necesitan a los hombres son los hijos. El hecho de que mi papá haya sido excesivamente presente hace que me cueste mucho trabajo entender a los papás ausentes.

No es el caso de Carlos Lemoine. Fue su pareja cuando trabajamos juntas y fue un padre para todos en la revista. Adorábamos a “churrito”, como usted le dice, porque es un ser humano excepcional.

Fueron unos años económicos duros, pero muy llenadores. Puedo decir que ese ha sido uno de los momentos más felices de mi vida, y Carlos fue muy importante para mí porque nuestra relación comenzó como diez meses después de la ida de Alfonso. Una relación estable, sólida, durante todo el tiempo que mis hijos estuvieron en el colegio. Ellos tuvieron una mamá tranquila, para nada brincona. Carlos nunca quiso usurpar el papel de padre o asumirlo. Pero siempre estuvo ahí. Si a las cuatro de la mañana tenía que darles clases de Matemáticas a mis hijos, se las daba. Para María ha sido una figura especialmente importante. Entre los tres —Carlos, María y yo— tenemos un chat de poesía al que él le puso un nombre: Tejiendo la mañana. Nos mandamos versos.

¿Cuál fue el último que compartió con Carlos?

Hace un par de semanas, para el día de la madre, Carlos chateó este verso: “The Island of Sado,/ morning and evening I often see it in my dreams,/ together with the gentle face of my mother” (La isla de Sado,/ mañana y tarde, a menudo la veo en mis sueños,/ junto con el suave rostro de mi madre), de Ryokan (1758-1831), monje budista zen, calígrafo y poeta japonés.

¿Su madre era suave?

Mi madre era Dora Salive, hija del boticario Francisco Salive, costeño de Sabanalarga, colaborador del general Rafael Uribe Uribe, el impulsor de la Guerra de los Mil Días. Era una generala a la que nunca vi despeinada —incluso dormía con redecilla—, que no sabía cocinar, pero en la casa todo funcionaba perfecto. Era una mujer absolutamente brillante. Era un desafío. Mi mamá me inculcó una cosa muy importante: los principios no son negociables. Eso era una obsesión.

¿Qué hacía con su mamá?

Mamá cosía mucho. Le bordaba a mi papá pañuelos con calados y yo la acompañaba a desenredarle los hilos. No se sabía cuál en la casa era el más ordenado y perfeccionista: si papá o mamá.

Pero además se las sabían todas. ¿Cómo fue que su papá descubrió que parte de la mesada que a usted le daban la entregaba a Alternativa, la revista independiente e intelectual en la que usted colaboró?

Cuando me fui a París a hacer mi maestría, el arriendo de una casa que teníamos era parte de mis ingresos. Doña Amelia, la secretaria de mi papá, era quien me manejaba la chequera, y a escondidas de mi papá giraba la plata del arriendo a la revista Alternativa. Papá era curioso. Muy. De ahí me viene esa vena periodística porque todo lo preguntaba. Una vez Amelia mandó el cheque con el mensajero. Mi papá, que era elegantísimo en Bogotá —porque en las fincas no tenía ningún problema en salir a la playa o al jardín en pijama, ¡a él le importaba cinco! Era el hombre más seguro del mundo—, siguió al mensajero. “Hola, Enrique” (Santos Calderón, el hermano del presidente Juan Manuel Santos, quien fue uno de los gestores de Alternativa, junto con García Márquez y otros intelectuales), le dijo mi papá. “Vengo por el recibo de donación de Patricia”.

Sus papás elegantísimos y usted les salió todo lo contrario.

Lo que era innegociable en mi casa era la excelencia, el primer puesto. Y yo siempre he sido como he sido. Soy transparente. Eso no cae muy bien, pero voy diciendo lo que voy pensando y sintiendo. Le decía a una amiga que cuando me muera habrá un epitafio que diga: “Aquí yace Patricia Lara, que fue feliz no saludando”.

Usted es como “un batallón de mamás”. Así la define María. ¿Sobreprotege?

Logro cosas que no logra el normal de la gente. Un detalle pendejo: Raúl Zurita, un poeta chileno importantísimo, iba a presentar el libro de María —Contratono— en Harvard. La editorial no podía enviar los libros hasta allá. María habló con la mamá, y la mamá sí le tenía listos los libros al día siguiente. Soy una mamá que no tiene barreras.

Un antiguo novio suyo me decía: “María Gómez Lara es la gran empresa de Patricia”. ¿No es muy riesgoso construir empresa dependiendo de alguien que no es de uno?

No creo que María sea mi empresa sino una obra de arte.

¿Es una relación difícil la de ustedes?

Hubo la crisis que tuvo que haber para que la hija pudiera crecer. Creo que para ella fue importante irse y poner un océano de por medio y hacer su vida sola. El nido vacío es doloroso. De ahí partió El rastro de tu padre. ¡Es que uno les entrega todo a los chinos y de repente le dicen a uno: “Chao, mami”!

Pero si alguien tiene una vida llena es usted. ¡No necesita a los hijos!

Tal vez la relación con María es muy particular, no sólo porque es la hija, sino que también se ha vuelto la mejor amiga y la maestra porque ahora ella es la que me enseña y yo aprendo. Es muy grata. Entonces es un hueco muy grande.

¿Y con los hijos hombres?

Ellos pasan de las manos de la mamá a las manos de las novias. Están menos disponibles.

La relación con las hijas de alguna u otra manera está determinada por la que uno tuvo con su madre. ¿Cómo se llevó con la suya?

El análisis me sirvió para muchas cosas, pero especialmente para entender la falta que me hizo mi mamá. Mi mamá estaba en la casa todo el día. Pero no sé… uno puede estar y no estar. Ella estaba en lo que tenía que ver con la norma. En mis novelas hablo mucho de ese tema. Y como fui consciente de eso, me esmeré por ser la mamá que he sido con mis hijos. Hoy soy una mamá decantada.

Sin embargo, su mamá la defendía a capa y espada. Cuando a usted la encarcelaron en octubre de 1986 en Estados Unidos y la acusaron de terrorista, fue liberada pocos días después. Su madre la esperó en el aeropuerto de Bogotá y le salió el honor.

Eso fue un escándalo impresionante. (Patricia había viajado con el periodista Darío Arizmendi a recibir el premio Maria Moors Cabot y la detuvieron en inmigración por sus relaciones con la izquierda. Duró un par de días presa en el Metropolitan Correctional Center de Nueva York. Las crónicas de su detención fueron publicadas en El Tiempo y se pueden leer en el portal www.patricialarasalive.com). Yo aparecía ante la prensa internacional como “muy peligrosa” para el gobierno de Estados Unidos. “¡Qué horror!”, debían pensar en el círculo de mi mamá. Pero ella llegó al aeropuerto en actitud de honor. He querido buscar esas declaraciones que dio a la prensa. “Creo en mi hija, creo en los principios y en la honestidad de ella”, dijo. Muy lindo.

¿De qué la acusaron concretamente?

Nunca he entendido. El punto es que días atrás había pasado lo mismo en la ex-URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). Habían detenido en Moscú al periodista Nicholas Daniloff. Toda la prensa gringa se volcó contra los soviéticos. Los insultó de atentar contra la libertad de prensa. Y ahora ellos hacían exactamente lo mismo conmigo. El escándalo fue mayúsculo, y la Universidad de Columbia fue clave en eso porque durante la ceremonia Maria Moors Cabot iluminaron la silla vacía donde debía estar yo, y eso salió en todas las cadenas de televisión. Entonces el subsecretario de Estado para América Latina, Elliott Abrams, un tipo terrible, me acusó en el programa 60 Minutes de haber incendiado el Palacio de Justicia con el M-19 en 1985, de ser una terrorista, una espía cubana.

No era poca cosa…

Mucho menos en plena Guerra Fría y en guerra paramilitar, cuando existían los escuadrones de la muerte. Ante eso, empecé a pagar escondederos de a peso.

¿Valió la pena enfrentarse al imperio?

Claro que sí. Los gringos no tuvieron otra alternativa que pedir arreglo ante la demanda que yo les había puesto por diez millones de dólares.

¿Cómo así?

El apoyo del gobierno del presidente Virgilio Barco fue absoluto porque decidió mandarme, de pura solidaridad, de embajadora volante de las Naciones Unidas a la Asamblea General de Nueva York. Ese era un cargo que existía para los lagartos de la política que se iban tres meses a Nueva York, pero con rango de embajadores. Enviarme a mí fue un desafío de Colombia a Estados Unidos. ¿A mí, a una terrorista, me mandan a la Asamblea de las Naciones Unidas? Me dieron visa circunscrita a Nueva York, como la del líder palestino Yasser Arafat y la del líder rebelde cubano Fidel Castro. Tuvieron que dejarme entrar. Barco creó un hecho político. Eso fue una verraquera. Al poco tiempo el abogado que me defendió, Arthur Helton, me dijo que los gringos estaban planteando una negociación: “Usted retira la demanda por diez millones de dólares y ellos le devuelven la visa”. Así se arregló el problema. Helton siguió con la pelea y logró que se derogara la ley de exclusión McCarran-Walter Act, que prohibía el ingreso de ciertas personas a Estados Unidos por razones ideológicas. Esa ley era la que impedía que escritores como Gabo y Carlos Fuentes, por ejemplo, pudieran ir sin visa. Lo tumbamos.

La izquierda le enredó mucho su vida. ¿Sirvió para algo la guerrilla en este país?

Después de todo ese reguero de muertos… Sirvió para cositas chiquitas. Por ejemplo, la Constitución de 1991.

Y el periodismo que usted ha hecho, intenso, con posición, ¿para qué ha servido?

Cuando se trata de fiscalizar el poder, el periodismo es muy útil y cumple un papel. Hay ciertos controles, ciertas rayas que no se pasan. Los periodistas confían en las fuentes del poder. Y cuando hablo de poder, me refiero al poder del Estado, de la guerrilla, de los paras. Por eso es que un libro como Las mujeres en la guerra, que ganó el Premio Planeta de Periodismo en el 2000, ha tenido la vigencia que ha tenido. Me la paso dando conferencias en los colegios sobre mujeres comunes y corrientes que hablan sobre sus formas de vivir y sentir la guerra. Y me ha encantado escribir esos libros porque veo que los niños que los leen se están aficionando a la lectura. Eso es una verraquera.

Deme un ejemplo.

Mire esta carta que me escribió en febrero 12 de 2016 una niña del colegio Santa Pacha, en Bogotá. “Por medio de la presente te quiero dar las gracias y felicitarte por arriesgarte y tomar la decisión de escribir este maravilloso libro que me abrió los ojos y la mente a mi realidad. No sé cómo explicarlo, pero este libro me sensibilizó hacia los problemas de mi país. Me impulsaste con este testimonio a querer ayudar. No sabes las ganas que tengo de hacer la diferencia. Literalmente mi vida tomó un rumbo distinto y hasta decidí qué voy a estudiar. Me enseñaste con este libro que la única forma de lograr un cambio es entregándose a los demás. Tener las metas claras y nunca darse por vencido”. ¡Con estas cosas uno se da cuenta de que el periodismo vale la pena!

Desde 1999, cuando vendió Cambio16, ha publicado un libro de periodismo, Las mujeres de la guerra (2000), y tres novelas, Amor enemigo (2005), Hilo de Sangre Azul (2009) y Tras el rastro de tu padre (2015). ¿Se siente más cómoda de novelista que en el acelere del día a día?

Lo que queda son los libros. Uno le mete todo a un artículo y se acaba. El periodismo es efímero. Lo que sí extraño es el equipo, ustedes. Cuando vendí la revista, de los traumas grandes que yo tuve, para calmar la tusa, fue que montamos con Carlos una franquicia del Wall Street Institute, un centro para enseñar inglés. Nunca he sido más desgraciada. Yo estaba acostumbrada a tratar con periodistas que trabajaban con ganas, con amor. Y llegaban esos profesores gringos que cobraban cinco minutos extra. No pude con eso.

¿Va a cubrir el posconflicto?

Con libros sobre la manera como se manejan las convivencias entre enemigos. Creo que una de las cosas más importantes que he escrito a través de mis personajes es una frase de Margarita, en Las mujeres de la guerra: ella era una guerrillera del ELN que se pasó al M-19. Cuando estaba en el eme cuidó a un soldado secuestrado del que se hizo amiga, pero en uno de esos combates mataron al hombre. Y dice: “Si antes de comenzar a matarnos tuviéramos la capacidad de conversar y de ver al ser humano que hay enfrente, pararíamos la guerra y cambiaríamos el país”.

De tanta cosa que ha hecho en esta vida, ¿qué la ha llenado más?

La maternidad, por más que eso suene anticuado, antifeminista, lo que quiera. No divido la especie entre género masculino y femenino, sino entre género masculino, las mujeres solteras y las mamás. Es otro género del que admiro la capacidad de amar y de entrega a sus hijos. ¿Perderse uno dar vida? No.

¿Qué errores no volvería a cometer?

Haber sido bruta.

Bruta, ¿usted?

En la época de Carlos Lleras había mucho sabio en la redacción. Un día Lleras preguntó que quién quería hacer un artículo sobre unas elecciones en Austria, basado en una historia de una revista italiana. Yo me pedí hacerlo. “No tengo la menor idea de italiano”, me dije, “pero qué importa. Eso es fácil porque algo estudié de latín y de ahí lo saco”. Escribí el artículo, se publicó, y llegó tremenda carta de protesta del embajador de Austria. Yo había interpretado todo el artículo. Lleras me llamó furioso. “¿Qué pasó?”, me dijo. Le confesé la verdad. Que entre tanto sabio me había dado pena decir que no sabía.

Su papá decía que si volviera a nacer, sería el mismo, pero con unos egoísmos corregidos. ¿Usted qué se corregiría?

Como mamá, me corregiría eso de creer que los hijos son de uno. Pero me lo estoy trabajando mucho en psicoanálisis. Como persona, me gustaría ser más querendona con la gente, más sociable. Soy muy cusumbosola.