3

Sydney

Las estúpidas ruedas de mi maleta se engancharon en la alfombra marrón que había en la puerta del apartamento de Kyler y me hicieron tropezar. Me balanceé hacia un lado y se me metió el pelo en los ojos. Alargué la mano intentando no perder el equilibrio y, en el último segundo, todas las cosas que me había esforzado tanto por no soltar empezaron a resbalar.

Tenía que tomar una decisión horrible y rápida. O soltaba el lector de libros electrónicos o soltaba el capuchino.

Necesitaba ambas cosas para mi supervivencia, pero el lector de libros electrónicos era como un bebé, muy frágil y de vital importancia para mí.

Agarré con fuerza el lector y dejé que el café cayera al suelo y se derramara, esparciendo su oscuro contenido líquido por la alfombra como si fuera la desagradable escena de algún crimen.

Suspiré.

Por lo visto, quedaba claro que las sesiones de yoga, a las que había estado asistiendo dos noches por semana después de mis clases de psicología y derecho, no me habían servido para mejorar los reflejos. Recogí el vaso de cartón y lo tiré a la basura que había junto al ascensor.

Respiré hondo, llamé a la puerta y me cambié el peso de pie con impaciencia. Pasaron varios segundos y seguía sin escuchar nada, ni siquiera unos pies acercándose. Volví a llamar, y al no recibir ninguna respuesta me di media vuelta y me apoyé en la puerta.

Kyler dormía muy profundamente. Ni siquiera me molesté en intentar llamarlo al móvil. Cualquier cosa que estuviera por debajo del impacto de una bomba nuclear no conseguiría despertarlo.

Miré el lector de libros electrónicos. Mierda, había perdido la página. Y justo cuando se ponía interesante. Hades acababa de entrar en un supermercado. Qué desastre. Toqué la pantalla para pasar algunas…

La puerta que tenía a la espalda se abrió de repente y empecé a caer al vacío. Me di la vuelta y mi mano chocó contra un brazo, piel desnuda. Un cuerpo cálido, firme y desnudo. Un brazo muy fuerte me rodeó por la cintura y me cogió antes de que chocara contra un pezón masculino marrón.

Oh, Dios mío.

Me retiré para separarme de él. Me quedé sin aire en los pulmones y abrí los ojos como platos. Tenía la cara pegada a los pectorales más perfectos del mundo, la clase de pectorales que cualquiera querría tocar. Mis ojos resbalaron por su pecho sin mi consentimiento, y había tanta piel dorada al descubierto que parecía que estuviera en un club de estriptis. Lo más curioso es que ya había visto a Kyler medio desnudo un montón de veces, pero nunca dejaba de sorprenderme.

A Kyler le encantaba esquiar y correr, cuando el tiempo lo permitía, y sus aficiones se reflejaban en su cuerpo. Su piel suave se extendía por unos abdominales ridículamente bien definidos. Incluso tenía esas marcas en las caderas. Tenía un pequeño lunar a la izquierda del ombligo. Por algún motivo, ese puntito siempre me había tenido fascinada.

Llevaba unos calzoncillos con dibujitos de gorritos de Papa Noel y regalitos de colores. Ese sí que era un regalo de Navidad que muchas querrían encontrar debajo del árbol.

Y yo me incluía entre ellas.

Me ruboricé. Le iba a dar una buena reprimenda a mi cerebro, pero la verdad era que Kyler estaba buenísimo.

Esbozó una sonrisa de medio lado, como si supiera lo que yo estaba pensando. Estaba muy despeinado. Parecía que hubiera pasado la noche con alguien.

Se me hizo un nudo en el estómago. La noche anterior yo había vuelto a la residencia antes de que él se marchara del bar. Kyler no se habría llevado a la rubia a casa. Un momento. ¿En qué estaba pensando? Claro que se la habría llevado a casa.

—Hueles a… capuchino con vainilla.

Parpadeé. Tenía la voz ronca de recién levantado.

—¿Eh? Ah, es que se me ha caído el café. Perdona.

Esbozó media sonrisa.

—Llegas pronto.

—Claro que no.

—Llegas pronto, como siempre —prosiguió haciéndose a un lado. Miró por encima del hombro cuando escuchó el agua corriendo en el baño. Suspiró—. Esto no te va a gustar.

Me sentí palidecer, cosa que era una estupidez. No podía importarme menos.

—No pasa nada. Puedo esperar en el portal.

Kyler me miró con el ceño fruncido.

—No pienso dejar que esperes en el portal, Syd.

Pasó por mi lado y salió sin importarle que alguien pudiera verlo medio desnudo. Pude verle los músculos de la espalda con todo lujo de detalle. Tenía un tatuaje —unas letras hechas con trazos desiguales— que resbalaban por su espina dorsal. Era una especie de mensaje tribal que se había hecho cuando cumplió los dieciocho. Yo no tenía ni idea de qué significaba. No lo sabía nadie.

Pero no era el único tatuaje que tenía. Sonreí.

Había perdido una apuesta con Tanner por un partido de fútbol y había acabado con un corazón rojo tatuado en la nalga derecha.

Kyler era un hombre de palabra.

Cogió mi maleta y rugió.

—¿Qué llevas aquí? ¿Un montón de piedras?

Habría puesto los ojos en blanco, pero los tenía pegados a los músculos de sus brazos. Dios. Necesitaba una lobotomía.

—No pesa tanto.

—Llevas demasiadas cosas. —Dejó la maleta dentro del apartamento y cerró la puerta—. Solo son cinco días, Syd, no un mes.

—Bueno —murmuré lanzando una mirada por el pasillo estrecho. El agua se había apagado—. Así que…

—Ponte cómoda. —Cuando pasó contoneándose por mi lado me tocó la nariz. Intenté darle una bofetada, pero esquivó el golpe y se rio—. ¿Qué lees?

—No es de tu incumbencia.

Lo seguí hasta la ordenadísima sala de estar. Para ser un chico de veintiún años le gustaba tener las cosas ordenadas, algo que era sorprendente, porque, cuando vivíamos con nuestros padres, en casa de Kyler trabajaba una señora que le recogía las cosas. Pero él siempre había sido así.

—Bonito título.

Me paré detrás del sofá verde aceituna.

—Bonitos calzoncillos. ¿Te los ha comprado tu madre?

—No. Me los compró la tuya.

—Muy gracioso.

Me miró por encima del hombro y me guiñó el ojo metiéndose los pulgares por el elástico de los calzoncillos para bajárselos hasta enseñarme un poco el culo.

—Oh, Dios mío.

Me incliné sobre el sofá, agarré un cojín y se lo tiré.

Él lo cogió con unos reflejos sorprendentes y me lo volvió a lanzar. El cojín me rebotó en el pecho y acabó en el suelo.

—Te ha encantado.

Aunque suponía que Kyler tenía un buen culo, empecé a decirle que no era algo que me gustara ver, pero entonces la puerta del baño —donde había colgado un ceda el paso— se abrió.

Contuve la respiración.

¿Quién podía ser? Cuando me había marchado del bar la noche anterior, Kyler estaba rodeado de chicas. ¿Sería la rubia de las piernas largas que debía de apellidarse «chupito»? ¿O aquella morena tan sexy con esa risa ronca de la que yo me había puesto un poco celosa? Yo parecía una hiena cuando intentaba ponerme sexy. ¿Sería la pelirroja que no se decidía entre Tanner y Kyler? Podría ser cualquiera.

Lo primero que vi fueron unas piernas largas y bronceadas, y después el dobladillo de una falda vaquera un poco torcida. Reconocí las piernas inmediatamente, pero la camiseta ajustada de cuello alto lo aclaró todo.

Era la rubia, la reina de los cubitos de hielo.

La noche anterior habíamos estado a –10 ºC y las calles de College Park estaban cubiertas de nieve, pero esa tía iba por ahí vestida como si estuviera en Miami.

Y yo me sentía como una vagabunda con mi jersey gigante y mis vaqueros desgastados. Por no mencionar que parecía que yo llevara mi primer sujetador infantil, comparado con los pechos de aquella chica.

Me miró y frunció el ceño. Tenía un borrón de rímel negro debajo de los ojos.

—¿Quién es esta, cielo?

—La conociste ayer por la noche en el Dry Docks. —Kyler volvió a mi lado y recogió el cojín—. ¿No te acuerdas?

La chica puso cara de confusión e imaginé que tardaría un rato en reaccionar.

Kyler esbozó media sonrisa.

—Le tiraste la copa encima.

—¡Oh! —La rubia se rio—. Lo siento.

—Sí. —Tuve que esforzarme para hablar. Yo ya lo había olvidado—. No pasa nada. A los chicos les encantan las chicas que huelen a piruleta.

Kyler frunció el ceño y me miró de reojo.

—¿Ha pasado la noche aquí? —preguntó la rubia ladeando la cabeza.

Alcé una ceja y empecé a abrir la boca. ¿Tan normal era esto que la chica era incapaz de recordar si alguna otra chica se había unido a la fiesta? Si era así, estaba claro que yo necesitaba salir más.

—No. Acaba de llegar. Nos vamos a Snowshoe —comentó Kyler con habilidad frotándose la cara con la mano—. Así que…

La rubia se acercó a él contoneando su esbelta cadera y le pasó la mano por el pecho de una forma familiar e íntima. Me asaltó una punzada irracional de envidia. A ella le resultaba fácil tocarlo. Yo conocía a Kyler de toda la vida y me atragantaría al mínimo contacto.

—¿Os vais los dos solos a Snowshoe? Qué romántico —dijo con cierta ironía.

—No. —Kyler se apartó de ella—. Vamos con un grupo de amigos. Y hemos quedado pronto. Así que tengo que marcharme.

La rubia no pillaba la indirecta y la cosa estaba a punto de ponerse incómoda. Era típico de Kyler. Sería capaz de conseguir que una monja se quitara las bragas, pero no le iba nada el rollo de las mañanas. Y por muy agradable que intentara ser, tenía tanta paciencia como una serpiente de cascabel arrinconada.

—Mujeriego —murmuré cuando pasé por su lado.

Kyler me ignoró.

—Ya nos veremos, Cindy.

La rubia no se había movido.

—Mindy. Me llamo Mindy.

Le lancé una mirada asesina a Kyler, pero no mostraba ningún arrepentimiento. Me marché a la cocina negando con la cabeza. Había algunas tazas en el fregadero, pero, como todas las demás habitaciones del apartamento, la estancia estaba más ordenada que cualquier residencia en la que hubiera estado. Sin contar la mía, claro. Yo era tan obsesiva con el orden que volvía loca a Andrea.

Me subí a la encimera, crucé las piernas y encendí el lector de libros electrónicos. Por muy absorta que hubiera estado en la historia antes —tanto, que le iba echando algún vistazo cada vez que me encontraba un semáforo en rojo mientras venía hacia aquí—, ahora estaba demasiado distraída por la conversación amortiguada que venía de la sala de estar.

Miré la botella de whisky que había en la cocina. Era un poco pronto para empezar, pero cuanto más tardaba él más ganas tenía yo de tomarme un chupito.

¿A quién quería engañar? Había mareado mi ron con Coca-Cola de la noche anterior hasta que se había convertido en una copa aguada de Coca-Cola con Coca-Cola. Todos nuestros amigos habían cogido un buen pedo celebrando el principio de las vacaciones de invierno. Andrea había vomitado en el callejón que había detrás del Dry Dock. Iba a estar hecha unas castañuelas esa noche, y Tanner había pillado tal borrachera que le había sujetado la chaqueta en lugar del pelo. Kyler aguantaba muy bien la bebida, pero también se había dejado ir.

¿Y yo? A mí no me gustaba eso de soltarme y perder el control. Tampoco es que fuera una mojigata ni nada de eso, pero… de acuerdo, igual un poco sí.

Cada invierno, desde mi primer año de universidad, me había preguntado por qué aceptaba ir a Snowshoe. Todavía faltaban dos semanas para Navidad. Podría haberme ido directamente a casa. Yo no sabía esquiar, a menos que esquiar fuera deslizarse de culo por una montaña nevada. Sin embargo, Kyler estaba comodísimo deslizándose por las montañas nevadas y era un profesional del descontrol. Pero era una tradición, y era imposible librarse.

—Has llegado muy pronto, Syd.

Me sobresalté al escuchar su voz.

—Me gusta llegar a la hora.

—De forma obsesiva.

Se inclinó sobre la encimera delante de mí.

Puede que hubiera llegado un poco pronto, pero odiaba llegar tarde. Para mí, llegar a una clase cuando ya había empezado era peor que el apocalipsis zombi.

Volví a deslizar los ojos hasta la parte inferior de su estómago. ¿Se le habían bajado los calzoncillos?

—¿Puedes ponerte una camiseta? ¿Y quizá también unos pantalones?

Kyler arqueó una ceja.

—Creo que ya me has visto desnudo, Syd.

Me acaloré muchísimo, cosa que fue muy inapropiada teniendo en cuenta las circunstancias de cómo lo había visto desnudo.

—Tenías unos cinco años y tenías varicela. No parabas de quitarte la ropa. Esto no es lo mismo.

—¿Y qué ha cambiado?

¿De verdad tenía que explicárselo?

Se rio entre dientes, se separó de la encimera y se acercó a mí. Allí sentada, estaba a su altura. Kyler era ridículamente alto, medía casi 1,90 cm. Y yo era superbajita, medía poco más de metro y medio. Cuando estaba con él me sentía como un pitufo.

Kyler alargó la mano y me estiró del pelo.

—Trencitas. Muy sexy.

Me encogí de hombros.

Cogió una de mis trenzas y me dio un golpecito en la mejilla con ella.

—¿Me da tiempo de salir a correr un rato?

Le quité la trenza.

—Si no sales a correr, luego estarás insoportable.

Kyler esbozó una de sus encantadoras sonrisas. Le apareció un hoyuelo en la mejilla derecha y se me cortó la respiración.

—¿Quieres venir conmigo?

Torcí el gesto haciendo ondear el lector de libros electrónicos.

—¿Tengo pinta de querer ir a correr contigo?

Se inclinó hacia delante y me colocó las manos a ambos lados de las piernas: lo tenía demasiado cerca. Me habría afectado su cercanía incluso aunque no hubiera sentido nada por él. Cualquier hembra con ovarios habría sentido algo. Kyler emanaba atracción sexual, una peligrosa mezcla de atractivo e inteligencia envuelta en misterio.

Respiré hondo: Dios, qué bien olía. No parecía que se hubiera pasado toda la noche bebiendo y después hubiera estado practicando sexo salvaje durante horas. Para nada, olía a hombre y a una colonia que yo no conocía.

Madre mía, no podía creerme que lo estuviera olfateando como si fuera una acosadora de pacotilla.

Me aparté un poco y desvié la mirada.

—Te divertirás. Te lo prometo. Venga.

Volvió a tirarme de la trenza.

Negué con la cabeza.

—Hay nieve y hielo por todas partes. Me romperé el cuello. En realidad, es posible que te lo rompas . Porque no salgas a correr un día no te vas a morir.

—Claro que sí.

Clavé la vista en la fotografía que había colgada en la nevera y entrelacé las manos. Era una foto de nosotros, de cuando íbamos al colegio, disfrazados el día de Halloween. Él había ido de hombre lobo y yo de Caperucita Roja. Había sido idea de mi madre.

—No puedo creer que tengas ganas de salir a correr después de todo lo que bebiste anoche.

Se rio y noté su aliento cálido en la mejilla.

—Podré soportarlo. No olvides que ahora sales con los mayores.

Puse los ojos en blanco.

Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla.

—Ve a sentarte en algún sitio más cómodo. No tardaré.

Cuando vio que no me movía, se le escapó un rugido y me posó las manos en las caderas. Me levantó de la encimera sin ningún esfuerzo y me dejó en el suelo. Después me dio una palmadita en el culo que me hizo salir de la cocina.

Me dejé caer en el sofá mientras lo fulminaba con la mirada.

—¿Contento?

Kyler ladeó la cabeza y pareció que quisiera decir algo, pero al final solo sonrió.

—Esta semana voy a enseñarte a utilizar el snowboard. Lo sabes, ¿verdad?

Me reí mientras me reclinaba en los almohadones del sofá.

—Buena suerte.

—Tienes muy poca fe en mí. Soy muy hábil.

—Estoy segura de que sí —contesté con sequedad mirando fijamente el árbol de Navidad raquítico que tenía delante de la ventana.

Kyler se deshizo en carcajadas y me puse tensa.

—¿No te gustaría averiguar hasta dónde llegan mis talentos?

—Si quisiera averiguarlo, no sería muy difícil. Podría preguntárselo al noventa por ciento de las chicas de mi residencia.

Kyler se fue hacia su habitación con una sonrisa descarada en los labios.

—En realidad sería más bien un ochenta y nueve por ciento. No me he acostado con la chica que vive al final del pasillo. Solo me hizo una…

—No quiero saberlo.

—No estarás celosa, ¿no?

—No lo creo —contesté encendiendo el lector de libros electrónicos.

—Claro, claro, tú sigue repitiéndote eso, preciosa. Uno de estos días vas a admitir que estás loca y profundamente enamorada de mí. No hay quien se resista a mi encanto personal.

—Si hubieras dicho que tienes un cuerpo irresistible habría quedado más creíble.

Volvió a reírse mientras se daba la vuelta. Yo observé, con una extraña sensación en la tripa, cómo desaparecía de la sala de estar. Era la dolorosa y vergonzosa verdad que Kyler no descubriría nunca. Puede que bromeara conmigo y me tomara el pelo, pero no tenía ni idea de lo que yo sentía por él, y debía seguir así.

Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos gruñendo en voz baja.

Para él las chicas eran como sabores de helado, y yo no era ninguno que quisiera probar. Había sido así desde el instituto, y yo lo había aceptado tal como era. Y las cosas debían quedarse como estaban, porque sabía que, si Kyler descubría lo que yo sentía en realidad, dejaríamos de ser amigos.