INTRODUCCIÓN

I

Para quien esté interesado en desentrañar los orígenes de la producción novelesca de Miguel Delibes y desee conocer desde dentro las circunstancias en que fue concebido y escrito cada uno de sus libros, la interesantísima correspondencia que hoy publicamos, mantenida durante treinta y seis años entre el gran novelista vallisoletano y su editor barcelonés José Vergés, constituye, por la amplitud del período que abarca y la profusión de datos inéditos que contiene, un documento histórico absolutamente excepcional.

Pese a la extremada brevedad y concisión de la mayor parte de las cartas que integran este epistolario, felizmente salvadas de la desaparición y el olvido por sus respectivos destinatarios, su inalterable continuidad a lo largo de los años y el hecho insólito de haberse conservado las dos partes de que consta este prolongado diálogo epistolar, le confieren un extraordinario valor documental. Se trata, en efecto, de un documento de época que ilumina decisivamente un período clave de la moderna historia de nuestras letras y de la edición española de la segunda mitad del siglo XX, desde la inmediata posguerra hasta mediar la década de 1980.

En ese sentido, es preciso tener en cuenta que la nutrida correspondencia entre Miguel Delibes y José Vergés que ha llegado hasta nosotros, por la gran diversidad de temas y materias de que trata, constituye en sí misma una riquísima cantera de datos y noticias inéditas que, hasta ahora, los críticos y estudiosos de la literatura española bajo el franquismo no habían tenido ocasión de utilizar. Repertorio de juicios y opiniones, acontecimientos e ideas que, dentro de la circunstancia histórica en que se enmarcan, no sólo atañen a las obras de Delibes publicadas por Ediciones Destino, sino que afectan al propio tiempo, a las vicisitudes del semanario Destino, perteneciente a la misma empresa, víctima de una despiadada persecución por parte de la censura en la última época franquista.

Por ineludibles exigencias editoriales, que aconsejan la inmediata publicación de la obra galardonada, la correspondencia se inicia, con fines puramente utilitarios, el 13 de febrero de 1948, un mes después de la inesperada concesión del Premio Nadal 1947 a La sombra del ciprés es alargada, primera novela del joven y desconocido escritor vallisoletano Miguel Delibes, catedrático de Derecho Mercantil de la Escuela de Comercio de Valladolid y redactor de El Norte de Castilla, el gran periódico liberal de su ciudad nativa, con el cual le unen estrechos lazos familiares, por su parentesco con su fundador, el famoso político Santiago Alba, que era tío suyo. Novela, además, que contra todo pronóstico, ha logrado conquistar tan preciado galardón en reñida competencia con la obra Hospital General, del médico y periodista santanderino Manuel Pombo Angulo, subdirector del diario Ya después de haber sido corresponsal de guerra en el frente ruso, y novelista reconocido, con un par de libros publicados, considerado en los ambientes literarios madrileños como el seguro ganador de aquel concurso. En lo que respecta a su temática y contenido, al margen de los problemas editoriales, puramente técnicos, que hacen referencia a la edición material de cada uno de sus libros, el presente epistolario gira básicamente en torno a una serie de cuestiones clave, a las que debe su interés primordial y que constituyen su verdadera razón de ser. La primera de esas cuestiones, en orden de importancia, aunque cronológicamente no sea siempre la primera planteada por el autor, es, sin duda, la que esboza o prefigura en sus rasgos esenciales el tema central en que se basan sus principales novelas. En ese sentido, aunque no siempre en forma tan detallada y explícita como hubiéramos deseado, la correspondencia que hoy publicamos pasa revista, novela por novela, a la obra entera de Miguel Delibes vista desde dentro y, en consecuencia, nos ofrece la historia interna de toda su producción novelesca, desde el momento en que fue concebida hasta el mismo trance de su creación, en el cual la idea originaria quedará plasmada estéticamente en forma de libro.

Aunque al exponer los problemas sociales y humanos que ha concebido como tema central de su próxima novela, el gran novelista vallisoletano no siempre explica la intención en que se inspira el propósito que le mueve, su escueto resumen del asunto a desarrollar y de los personajes que lo protagonizan, nos permite conocer de primera mano las tendencias literarias en que se inscribe y los principios teóricos que profesa. Extremos, preciso es decirlo, que no siempre tiene muy claros en los primeros años de su carrera literaria, como él mismo ha reconocido posteriormente en numerosas entrevistas y comentarios, en los cuales ha formulado juicios extremadamente severos respecto al carácter fallido y artificioso de su primera novela y a la concepción novelesca que presidió la primera etapa de su obra. En las interesantísimas Conversaciones con Miguel Delibes de César Alonso de los Ríos, el autor de La sombra del ciprés es alargada confiesa, en efecto, a este propósito: «Para mí, entonces, literatura y ampulosidad eran sinónimos. Es decir, mi desconocimiento de lo que se hacía en el mundo era tal, que yo creía que la literatura tenía que ser esto: fachada y engolamiento.»1

Esta severa autocrítica, en buena parte exagerada, conque la insobornable honestidad intelectual del gran novelista castellano reconoce lealmente los defectos de su obra juvenil, coincide plenamente con la sensación de inseguridad y desconcierto subyacentes en el concepto de novela que se desprende de sus cartas. En efecto, en esos primeros años de formación y aprendizaje, el joven Delibes, que no posee todavía la experiencia y madurez que demostrará en sus obras posteriores, aparece inequívocamente confuso y desorientado en cuanto al camino a seguir, no sólo por falta de modelos concretos que imitar, sino porque desconoce por completo las nuevas fórmulas narrativas de la mejor novela europea y americana del momento, que las supuestas influencias denunciadas por los críticos le llevarán a descubrir. Como él mismo reconoce en sus conversaciones con Javier Goñi, tituladas Cinco horas con Miguel Delibes, «mis dos primeras novelas corresponden a esos ejercicios que hacen los aspirantes a novelistas a los dieciocho años, que luego guardan, tiran al fuego o rompen, pero nunca publican. Como yo hice esos ejercicios a los 26 años y en un estado de virginidad literaria casi absoluta, pues mandé la novela al Nadal, sin ninguna vergüenza. Pero realmente esas dos primeras novelas, más aún la segunda que la primera, corresponden a una etapa inexperta y vacilante».2

Esa falta de un criterio propio respecto a los procedimientos narrativos más adecuados para representar en forma novelesca el mundo que le rodea, es visible todavía en la segunda de sus novelas, Aún es de día (1949), en la que Delibes sigue aferrado una vez más a la técnica decimonónica y al engolamiento retórico que él mismo ha reprochado reiteradamente a su primer libro. Sin embargo, aunque esta nueva obra representa ya un acusado viraje respecto a su creación anterior, el decisivo cambio de orientación que le llevará a adoptar, por fin, las nuevas fórmulas narrativas de la gran novela americana de los años treinta, tiene lugar dos años después, cuando el gran novelista castellano llega al pleno convencimiento de que, abandonando la retórica y escribiendo como habla, puede mejorar sensiblemente su arte de escritor. El resultado de esa nueva actitud estética, basada en el principio de que «es más fácil ser fiel a uno mismo y escribir como se es», es la creación de una auténtica obra maestra, que lleva por título El camino, con la cual se inicia una nueva época en la producción novelesca de Miguel Delibes. A ella se refiere el gran escritor, en una carta a José Vergés fechada el 5 de septiembre de 1950, en la cual le anuncia su próximo envío, a la vez que define, con sorprendente precisión y exactitud, sus principales rasgos innovadores y sus caracteres distintivos más acusados: «Como verá, nada tiene de común con las otras dos, sino, muy al contrario, he pretendido hacer una cosa suave, intrascendente, buscando siempre un punto de equilibrio entre la amenidad y la ternura». No menos acertada es, en ese sentido, la leyenda publicitaria que Delibes propone para figurar en la faja de su nuevo libro, en la cual expresa a la perfección su propósito deliberado de dar una visión en tono menor del pequeño mundo que rodea a sus héroes infantiles, caracterizada por él como la «pequeña historia de una pequeña aldea». Pese al éxito resonante de público y crítica que obtiene El camino en el momento de su aparicion, en su obra inmediatamente posterior Delibes recurre una vez más al modelo de la gran novela realista decimonónica, de crítica social e intención moralizadora, en el novelón que lleva por título Mi idolatrado hijo Sisí (1953), cuya verdadera tesis, reiteradamente reconocida por el autor, es la denuncia del maltusianismo. Retorno, además, absolutamente innecesario, a una concepión novelesca plenamente superada en la deliciosa historia de Daniel el Mochuelo, con el cual desaprovecha lastimosamente los hallazgos conseguidos en su obra maestra gracias al uso del lenguaje llano y coloquial y al empleo sistemático de la sencillez y la naturalidad narrativas. Actitud estética que, según se deduce de una carta a su editor, fechada el 9 de marzo de 1953, Delibes cree firmemente que no responde a los gustos vigentes entre el gran público: Estoy de acuerdo con usted. El camino, a mí, me parece mucho mejor que Mi idolatrado hijo Sisí, e incluso le parecerá mejor a la crítica, pero la gente pide más novelón, más asunto y más problemas, razón por la cual creo que Sisí tendrá mejor venta».

Afortunadamente, la renovación estructural y estilística, iniciada con la publicación de El camino, es asumida con todas las consecuencias en las páginas del Diario de un cazador (1955), en las cuales el gran escritor vallisoletano va a reflejar, con extraordinaria maestría narrativa y prodigiosa riqueza idiomática, su vehemente pasión por la caza. En ese sentido, sorprende la extraordinaria modestia con que Delibes minimiza el valor y la originalidad de su nuevo libro, limitándose a decirle a su editor: «Trabajo en el Diario de un cazador, que, a mi entender, es un buen trabajo de idioma castellano vulgar» (18-IX-1954). Un año y medio más tarde, el 29 de marzo de 1956, expresa en otra carta a su editor, el asombro que le produce el extraordinario éxito de este libro y del personaje que lo protagoniza: «Celebro que El Cazador vaya tan bien. A diario recibo carta de las gentes más dispares elogiando el libro. Para mí representa un motivo de asombro el hecho de que las aventuras de Lorenzo lleguen lo mismo a los hombres que a las mujeres, que a los niños y militares sin graduación. Cuando andaba con él siempre imaginé que tendría un público más restringido. Uno, verdaderamente, nunca sabe cuándo va a acertar».

II

Como consecuencia del enorme éxito obtenido por este libro, del que muy pronto hay que hacer una nueva edición, Delibes, estimulado por los elogios de la crítica y el entusiasmo de su editor, concibe la idea de escribir una segunda parte, protagonizada por el mismo personaje e inspirada en las experiencias de su viaje a Chile. La favorable acogida que recibe esta nueva obra, titulada Diario de un emigrante (1958), queda muy pronto eclipsada por la aparición de La hoja roja (1959), novela que, al ser incluida once años más tarde en la famosa Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV, se convertirá en breve plazo en el mayor éxito de ventas que el gran novelista castellano conseguirá en toda su vida. Venta, dicho sea entre paréntesis, que en 1985 había alcanzado ya la cifra de un millón trescientos mil ejemplares. En una de sus cartas a José Vergés, del 14 de febrero de 1970, Delibes comenta a este propósito: «Realmente no podemos quejarnos de la venta de mis libros. Lo de Salvat es inconcebible. El que una de cada cinco familias españolas tenga en casa La hoja roja es algo que tampoco entra en mi pobre cabeza. No obstante así debe de ser cuando nos lo pagan y hay que pensar que la TV no es Dios pero hace milagros. Por otro lado, esto es una siembra».

Por razones totalmente ignoradas, no existe en la correspondencia que hoy publicamos referencia alguna de Delibes a la gestación y redacción de Las ratas (1962), la más importante de sus novelas inmediatamente posteriores a La hoja roja, de cuya existencia nos enteramos por un elogioso comentario de José Vergés, cuando está ya a punto de ser publicada: «Las ratas –le escribe su editor el 14 de febrero de 1962- puede ser tu mejor novela, yo así lo creo al menos. No tardará mucho en salir». Aunque el autor espera con gran impaciencia su inminente aparición, lo cierto es que no da explicación alguna respecto al propósito que le mueve ni sobre el problema humano y social en que se inspira. En realidad, como él mismo ha confesado en repetidas ocasiones, esta novela fue el recurso que encontró para burlar las prohibiciones de la censura, cuando ésta le impidió continuar su campaña de denuncia de la condiciones de miseria y abandono en que se encontraba el campo castellano, iniciada en las páginas de El Norte de Castilla, periódico que en aquel entonces dirigía. Al decir del propio Delibes: «Fue una visión literaria de todo lo que quise decir y no pude».

Contrariamente al impenetrable silencio que rodea el nacimiento de Las ratas, el presente epistolario nos permite rastrear desde sus orígenes el difícil proceso de redacción y elaboracion de Cinco horas con Mario, la más honda, compleja y ambiciosa de las novelas escritas por Miguel Delibes y la más directamente conectada con la realidad social y política de la España en que vive. En carta fechada el 2 de agosto de 1965, el gran novelista vallisoletano resume en los siguientes términos, a su editor José Vergés, la nueva obra que ha concebido: «He iniciado una novela cuyo fondo es éste y que espero poderla editar resolviéndola con un poco de habilidad: Una viuda joven ante el cadáver de su marido y a través de los párrafos de un libro –¿la Biblia?– que éste ha leído la noche antes, evoca su vida de matrimonio, que abarca, más o menos, los «25 años de paz». El monólogo de esta mujer y los reproches al marido darán por el gusto a los censores, pero, al propio tiempo, espero que quede bien claro que la conducta de éste es la honrada y justa a despecho de tópicos e hipocresías. Al mismo tiempo opondré las dos maneras de pensar que hay en el país: la cerril, tradicional e hipócrita, y la abierta y sana preconizada por Juan XXIII. A ver qué sale. Por de pronto será un libro sin niños, ni pájaros, ni naturaleza; esto es, una novela distinta a las que he hecho hasta ahora». Después de once meses de duro trabajo, el 4 de julio de 1966, Delibes le anuncia ya a su editor el envío de una copia de la novela recién terminada, acompañada de unas breves aclaraciones destinadas a facilitar su lectura: «Por correo separado te envío una copia de mi nueva novela, Cinco horas con Mario. Al mismo tiempo envío otra a un censor amigo. Dame tu opinión. La lectura es fácil una vez que se coge el tono, pues se trata de un largo soliloquio. La entrada de los capítulos está justificada –me refiero a la composición tipográfica– porque son los fragmentos que lee en la Biblia los que ponen en marcha el cerebro acorchado de Carmen». Acogida favorablemente por José Vergés como «una pequeña pieza maestra de observación psicológica femenina» (2–VIII–1966), la absoluta coincidencia con que ambos elogian sin reservas la extraordinaria calidad literaria de la obra, contrasta con el radical desacuerdo en que se encuentran respecto a la curiosa composición tipográfica ideada por Delibes para imprimir el texto de la novela.

Sólo después de un interminable forcejeo, que se prolonga durante un mes entero, acaba por aceptar el autor de Cinco horas con Mario la solución propuesta por sus editores, que en carta escrita desde Sedano el 27 de agosto de 1966, y para zanjar definitivamente la cuestión, resume en los siguientes términos: «En cursiva la Biblia y, sin solución de continuidad, el texto en redondas». Según se deduce de otra de las cartas que hoy publicamos, el gran novelista castellano pretendía expresar a través de la composición el estado de ánimo de la protagonista, cuyo íntimo soliloquio constituye el cuerpo mismo de la novela. En ese sentido le escribía a Vergés el 7 de agosto de aquel mismo año: «En lo que atañe a los comienzos, disiento de vuestra opinión. La tipografía –letras redondas– no debe variar de los fragmentos bíblicos al soliloquio. Carmen ignora cuándo lee y cuándo piensa; cuándo termina de leer y empieza a pensar. Hay un automatismo, cuyo arranque es paulatino a partir de una mente acorchada y en blanco. Esto no lo digo yo, novelista; se lo dejo ver al lector a través de la composición. Quiero decir que no se trata de una originalidad gratuita. Responde a unos fundamentos sólidos que están en la entraña misma de la novela». Capítulo aparte, en lo que respecta al contenido de esas cartas, son los comentarios del propio Delibes acerca de la intención y sentido que los lectores pueden atribuirle a una obra tan difícil y compleja como Cinco horas con Mario. Por una parte, en efecto, le «asusta pensar que alguien pueda tomar la postura de Menchu como plausible» (10-X-1966). Por otra, descubre con asombro que la mentalidad oscurantista y reaccionaria de su heroína no es compartida por las españolas de las nuevas generaciones, aun perteneciendo a su misma clase social, muchas de las cuales se identifican con las ideas de Mario: «A propósito de Mario, te diré que aquí se está vendiendo como ningún libro mío. 300 ejemplares en Valladolid, en mes y medio, son muchos ejemplares. A la gente le gusta mucho y las Menchus me dicen que piensan como Mario. Esto quiere decir que la novela, como revulsivo social, va a tener una eficacia muy limitada» (28-II-1967). Ello no impide, sin embargo, que, al releer el texto escrito por él, se sienta impresionado por la fuerza de la obra: «La novela –es curioso– me ha impresionado a mí, el autor, por su fuerza. El final es tremendo» (7-XI-1966). A diferencia de las numerosas referencias a Cinco horas con Mario que encontramos en el presente epistolario, las alusiones y comentarios de Delibes a la concepción y elaboración de la Parábola del náufrago (1969) son prácticamente inexistentes. Por fortuna, sin embargo, la carta en que José Vergés describe la tremenda impresión que le ha producido su lectura, da una idea muy clara de la penetración y lucidez con que el gran editor ha calibrado la originalidad y la intención crítica de la obra, aunque una vez más oponga serios reparos al uso forzado y artificioso de la puntuación: «Empecé la Parábola y la terminé de una tirada, cosa que no me sucede a menudo. Creo que tenía ganas de acabar de una vez y sacarme de encima esta terrible requisitoria que es tu libro, que le va llenando a uno de angustia y de vergüenza a medida que va leyendo. Cuando publiqué, hace años, 1984, de Orwell, me pasó algo parecido y también salí de la lectura con poca confianza en mí mismo y los demás.

»Comprendo ahora por qué me decías que debías forzosamente escribir este libro, que llevabas dentro de ti como un mal sueño. Ya has dicho lo que tenías que decir y no creo que nadie pudiera haberlo hecho entre nosotros de una forma más sobrecogedora. Es una gran obra sobre la cual se hablará mucho» (9-IV-1969).

Aunque la venta de este último libro es sensiblemente inferior a la de sus novelas anteriores, el éxito sin precedentes de La hoja roja, en la edición popular de Libros RTV, compensa más que sobradamente el relativo fracaso de esta sátira feroz contra la opresión política, que ejemplifica en forma novelesca el supremo ideal de todo dictador, cuya máxima aspiración ha sido siempre convertir en borregos a sus súbditos. A este respecto le escribe su editor José Vergés, el 10 de febrero de 1970: «Me dijo Martín, de Salvat, que ya había hablado contigo, así es que no puedo darte la sorpresa de esta extraordinaria liquidación de La hoja roja para los libros de TV que te incluyo. Por más poderosos que sean Salvat y la televisión, sigo pensando en el extraño mecanismo mental que ha movido 480.000 cerebros carpetovetónicos a comprar tu libro y no le encuentro explicación plausible. Pero ahí está el resultado de la experiencia que iniciamos con cierto temor.

»Aparte esta experiencia, que es posible se repita, la verdad es que tus libros se venden cada día mejor, como bien has visto por la última liquidación. ¡Y pensar que hubo un tiempo que estuviste a punto de abandonarlo todo! El otro día releía nuestras viejas cartas y casi no podía creer lo de ahora. Después de tu alegría viene la mía, puedes estar seguro».

Igualmente escasas son las noticias que Delibes nos brinda en este epistolario sobre su espléndida novela Las guerras de nuestros antepasados (1975), que nace, rodeada de una gran expectación, el mismo año de la muerte del dictador, sin que su autor haya revelado en ningún momento el propósito en que se inspira. Ello no impide que el editor, entusiasmado con el libro y animado por el enorme éxito de El príncipe destronado (1973), decida hacer para su lanzamiento una tirada inicial de 20.000 ejemplares, convencido de que no van a durar más de un año. En cuanto a la intención y sentido de la novela, el único comentario de interés se encuentra, una vez más, en una de las cartas de José Vergés, en la cual le da cuenta a Delibes de la impresión que le ha producido su lectura: «Creo que Las guerras de nuestros antepasados es uno de tus mejores libros. Tiene una gran fluidez, se lee con facilidad y sólo tu eres capaz de darle a un personaje tan difícil esa dimensión humana en la que en realidad entra todo un mundo. A mí personalmente, la construcción del libro en forma de diálogo no me ha molestado nada en la lectura y, si tengo que ser sincero, no veo la necesidad de cambiar la estructura de las tres primeras noches. Descubrir, a través del maravilloso lenguaje de Pacífico, su cándida historia y la fabulosa familia que le rodea, me parece un logro total, que a mi entender no consigue la segunda parte, un algo truculenta. Posiblemente un narrador lo describiría todo igual o mejor, pero yo seguiré añorando el lenguaje inimitable de ingenuidad y grandeza de nuestro amigo. Que no perdamos en el cambio y luego nos sepa mal» (11-IX-1973).

III

Junto a la esencial preocupación por el éxito de venta de sus libros que, sin desdeñar el juicio de la crítica, constituye para Delibes la verdadera razón de ser que justifica y da sentido a su obra de escritor, se refleja claramente en esas cartas la permanente obsesión por la censura, compartida solidariamente por su corresponsal y amigo José Vergés hasta su desaparición definitiva. Esta obsesión reviste caracteres totalmente distintos según se trate de la censura de libros, que afecta directamente, en sus respectivas esferas, al autor y al editor, o de la censura de prensa, que pesa, igualmente sobre Delibes, como director de El Norte de Castilla, y sobre Vergés como gerente del semanario Destino y verdadero impulsor de su publicación.

En lo que respecta a la primera, fundamentalmente arbitraria, estúpida e injusta, la creciente permisividad y tolerancia de la censura previa, obligatoria para la publicación de un libro, no parece haber ocasionado grandes problemas al gran novelista vallisoletano, cuyo radical disentimiento de la mentalidad oficial imperante en la España de su época no ha cobrado formas especialmente censurables en el seno de su obra. Buena prueba de que el propio Delibes era plenamente consciente de ello es el siguiente pasaje de una carta del 25 de septiembre de 1950, en la que le anuncia a su editor que se dispone a mandar a la censura su bellísima novela El camino: «Mañana entregaré la novela a la censura y creo firmemente que la retendrán muy poco tiempo. Al menos así me lo han prometido aquí personas de influencia en estos asuntos. Por lo demás yo entiendo que poco tiene que cortar y que ustedes podrían ir componiendo para ganar tiempo».

Según se deduce de ésta y otras cartas del mismo género, Delibes, muy inteligentemente, había resuelto el problema de las imprevisibles prohibiciones de la censura, gracias al favor y ayuda de unos cuantos amigos situados en puestos clave del Ministerio, como los directores generales Juan Beneyto y Florentino Pérez Embid, o el censor Padre Miguel de la Pinta Llorente, agustino de El Escorial. De ahí que produzcan una cierta extrañeza las exageradas precauciones que adopta en 1966 para que sea aprobado íntegramente el texto de Cinco horas con Mario, precauciones totalmente innecesarias después de la promulgación de la nueva Ley de Prensa del ministro Fraga Iribarne, que había anulado, también para los libros, la obligatoriedad de la censura previa. Testimonio fidedigno de este hecho son las cartas cruzadas entre el editor José Vergés y el gran novelista vallisoletano, en las cuales uno y otro exponen sus respectivos puntos de vista sobre la cuestión. Por una parte, el editor barce1onés asegura no entender «esta preocupación tuya de mandar el libro a censura cuando ésta ahora ya no existe y queda al criterio del editor. Yo, por mi parte, y a pesar de lo fuerte que es el libro, lo hubiera publicado sin temor alguno a represalias posteriores. El elevado tono literario de la novela hace imposible cualquier intervención. Ahora es muy posible que al autorizar el libro lo hagan con algunas reservas y tachaduras, cosa que no dejará de ser molesta. Se publican en estos días cosas mucho más violentas que esta novela» (2-VIII-1966).

En cuanto a Delibes, después de comunicar a su corresponsal que «la novela, tras serias dificultades, ha sido aprobada íntegra», justifica el exceso de precaución que ha tomado en este caso por el legítimo deseo de evitar males mayores: «Tomé esta decisión aprovechando los ofrecimientos de un buen amigo y ante el temor –como ahora acaba de ocurrir– de que se produjese un secuestro del libro después de editado. Ahora todo está en orden y nadie puede oponer ningún argumento contra la edición del libro» (7-VIII-1966). En la misma carta, después de disertar ampliamente sobre la original composición del texto que él propugna, Delibes nos proporciona una valiosa información sobre la dedicatoria de la obra: «Otra cosa: como quiera que Mario responde en ciertos aspectos al carácter y trayectoria de Jiménez Lozano, he decidido dedicarle el libro; simplemente: A JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO».

Mucho menos tolerante y permisiva va a resultar la censura de prensa con los conatos de protesta y rebeldía que encabezan autor y editor en el curso de su actividad periodística, como responsables directos de sus respectivas publicaciones. En el caso del semanario Destino, los problemas empiezan en 1954 con el nombramiento del doctor Demetrio Ramos como delegado provincial de Información y Turismo de Barcelona, erigido en censor implacable de cualquier opinión, pensamiento o idea que permitiese considerar a su autor como políticamente desafecto al régimen. La primera referencia a este siniestro personaje, vallisoletano de nacimiento, conocido en los medios periodísticos barceloneses con el burlesco apodo de «Demetrio y medio», pero al que nuestros dos corresponsales llaman siempre «la Viejecita», aparece en una carta de Vergés a Delibes, agradeciendo su enhorabuena por la publicación del número mil del semanario Destino: «Quiero darte las gracias por tus líneas sobre el número mil. Hemos alcanzado una buena cifra y casi parece imposible, visto en perspectiva, que un hombre sea capaz de aguantar tantas indignidades. Porque en el fondo, querido Miguel, la cuestión es muy simple. No hemos hecho lo que hemos querido, ni lo haremos ya nunca. El número mil me ha sido un buen tema de meditación y de desaliento, puedes creerlo. Pero deja que evite frases solemnes. […] Algunas semanas he estado tentado de mandarte las galeradas de censura para que vieras el fino y diabólico trabajo de inquisidor que hace este abyecto y caricaturesco aprendiz de Goebbels que se hace llamar Demetrio Ramos. Has tenido el honor de ser revisado personalmente por él, como persona sospechosa, igual que un José Pla cualquiera. Trabajar bajo el influjo de ese confidente es una delicia» (19-X-1956).

La respuesta de Delibes, paisano del personaje en cuestión, es altamente ilustrativa de la opinión que le merece y de su mala relación con él: «Nada me sorprende sobre lo que dices del Dr. Ramos. Su señorito me tiene puesta la proa desde hace muchos años y llevo tres esperando que me acepte como director de El Norte de Castilla. Siendo el doctor uno de sus “ojos y oídos”, nada tiene de particu1ar que me haga objeto de una vigilancia personal y especialmente meticulosa. También aquí tiene pésima fama y, aunque su marcha nos ha dejado muy a gusto, siempre es lamentable que estos sujetos se utilicen para la exportación. Con muchos doctores desparramados por el mundo, los hombres de Castilla serían considerados tan despiadados, difíciles e ingratos como su meseta. ¡Qué pena, Señor!

»No creo, sin embargo, que esta gentecilla sea suficiente para doblegar tu vitalidad y tu iniciativa. El número mil de Destino no habrá sido lo que tú querías pero ha sido un gran número. Y aunque tú, tal vez por estar demasiado encima, no lo veas, por encima de consignas e imposiciones, la revista sigue dando la sensación de una independencia insobornable, aparte, claro es, de ser uno de los pocos papeles serios que se publican en el país» (23-X-1956).

A través de una atenta lectura del epistolario, y más o menos a partir de esta fecha, es claramente perceptible en las cartas del gran editor catalán una exasperación creciente, consecuencia sin duda de las continuas coacciones y amenazas con que el arbitrario despotismo de la censura pretende doblegar la independencia del semanario Destino, precisamente en el momento en que se ha iniciado la tímida liberalización del régimen. Delibes, que se da cuenta muy pronto de los peligros que encierra esta crispación creciente, aconseja repetidamente a Vergés que no se tome las cosas tan a pecho y, dando claras muestras de realismo y sensatez, le recomienda juiciosamente que admita «las cosas como son», en carta fechada el 17 de febrero de 1962: «Veo a través de tu carta que te invade el malhumor y la irritación. Acepta como amigo este consejo: ni la Vieja ni ninguno de sus secuaces merecen ser tomados en serio. Admite las cosas como son, sin demasiado calor. Dispones solamente de una vida y es insensato dejar que te la amarguen cuatro majaderos. De nuevo te propongo –antes de que tu médico te obligue a ello– un descanso en mi cabaña de Sedano, con la caña a cuestas y en absoluta soledad. Díselo a M.ª Rosa e iríamos juntos los cuatro, en marzo o abril (fuera de la Semana Santa). Pero haz el favor de tomarte en serio mi ofrecimiento» (17-XI-1962). Forzoso es reconocer que el gran escritor vallisoletano habla con conocimiento de causa, pues también él se encuentra en una situación parecida y se siente objeto de una persecución sistemática, que le obligará a dejar temporalmente la dirección de El Norte de Castilla (julio 1963). El efecto inmediato que produce ese estado de cosas en el ánimo del gran editor ampurdanés es una insólita actitud de tristeza y desánimo, que se refleja claramente en el acusado pesimismo de las cartas de este período, impregnadas de una creciente preocupación política y teñidas de un furioso antifranquismo. Ese tono melancólico y desengañado es especialmente visible en la siguiente carta de Vergés, escrita después de una grave enfermedad a propósito de la muerte inminente del malogrado Ramón Dimas, el famoso fotógrafo de Destino, aquejado de un cáncer de estómago incurable: «Todavía no voy al despacho y el día 23 se cumplirán dos meses de mi ataque neurálgico. Jamás pude soñar que me estaría en casa tanto tiempo ni tampoco que pudiera sufrir uno tanto. Pero ahora estamos ya al final de la cura y la semana que viene me reincorporo seguro. Aquí, en Pedralbes, he trabajado mucho y he pensado en todos vosotros. Ya no somos los jóvenes que éramos cuando nos conocimos y muchas cosas se endurecen, cambian o desaparecen. Pienso en el pobre Ramón, que no sabe que se muere y que anda ya hecho un fantasma. Todavía le voy a dar el disgusto de que vea cómo cierro, definitivamente, Vida Deportiva. La cosa no tenía remedio y son ya demasiadas revistas de deporte y páginas especiales de diarios con telefotos al día para que una revista con huecograbado, cara, pueda sobrevivir. La televisión nos da, además, la puntilla. Lo siento porque son veinte años de luchar y de pueriles entusiasmos deportivos. ¡Aquellos viajes por toda España en el viejo Citröen con Ramón y Pepito! Si una revista es la vida de una persona, en mi caso es mi juventud, que se ha ido, no se sabe cómo. Tiro la esponja» (21-VI-1965).

Pese a la promulgación por Fraga, el 18 de marzo de 1966, de la nueva Ley de Prensa, o tal vez por el exceso de confianza que su apariencia liberalizadora suscita en el seno de la profesión periodística, las mayores dificultades que ambas publicaciones van a tener con la censura se producen, precisamente, en esta nueva etapa. De ahí las duras críticas que le dedican nuestros dos interlocutores, plenamente conscientes de que bajo una falsa apariencia de apertura y tolerancia se ocultan los severos castigos impuestos a los directores y a las empresas en forma de expedientes administrativos y sanciones económicas. El primero en darse cuenta del peligroso engaño que suponía este nuevo procedimiento coactivo, consistente en prohibir a posteriori artículos publicados bajo la responsabilidad del director, sin pasar por la censura previa, pero considerados por el Ministerio merecedores de una sanción retrospectiva, fue el editor José Vergés, quien percibió lúcidamente la amarga ironía de este sistema: «Te felicito por el editorial que habéis publicado en El Norte de Castilla. Si nosotros intentásemos escribir algo parecido en nuestro periódico, estaría a estas horas escribiendo desde la cárcel. Esta ley de prensa es la nota humorística de nuestra gran tragedia española» (12-V-1966).

Por su parte, Miguel Delibes, que se encuentra en una situación análoga como director de El Norte de Castilla, no tarda en darse cuenta de que las crecientes dificultades con que topa a cada paso no obedecen a una especial hostilidad contra el periódico, sino a una persecución directa contra su persona. A ello alude claramente a fines de agosto del mismo año: «En el periódico las cosas van mal. La presión oficial –sin dar la cara– es cada día más dura. Se valen del chantaje y de la amenaza. Y ya no hay duda: me buscan a mí. No sé dónde terminaré» (23-VIII-1966). Todos estos sinsabores coinciden en el tiempo con la publicación de su obra maestra Cinco horas con Mario, novela acogida con enorme interés por los lectores españoles del momento y que se convierte muy pronto en un éxito sin precedentes de público y de crítica, al que se refiere su editor en la siguiente carta: «Cinco horas con Mario se vende bien en todas partes y es muy posible que en unos pocos meses, si sigue el ritmo actual de venta, veamos agotada esta primera edición. Ya te dije que era tu mejor novela, y el público y en gran parte la crítica han coincidido con esta apreciación mía» (21-III-1967).

En lo que se refiere a la revista Destino, el empeño suicida de la dirección del semanario en ignorar las graves consecuencias que podía acarrear la actitud constante de provocación y desafío a la legalidad vigente de sus principales colaboradores, va a desencadenar por parte del Ministerio una persecución despiadada. Sólo en el plazo de un año, desde octubre de 1966 hasta octubre de 1967, Destino es objeto de ocho expedientes, el último de los cuales, no sólo le supone una sanción económica de 250.000 pesetas, sino el cierre del semanario durante dos meses y a la larga, la destitución de su director, el gran periodista Néstor Luján. Según se lee en el documentado estudio de Carles Geli y Josep Maria Huertas Clavería, Las tres vidas de «Destino», las causas de tanto ensañamiento fueron múltiples, todas ellas coincidentes en sentido adverso: «Josep Vergés afirma que una de las causas de tantos expedientes como cayeron sobre Destino entre 1967 y 1969, hay que buscarla en el odio del ministro Fraga hacia el catedrático Jiménez de Parga. Néstor Luján añade que el director general de Prensa, Manuel Jiménez Quílez, estaba resentido con el conde de Godó porque había sido destituido de Gaceta Ilustrada, una revista del grupo Godó y de la que había sido el primer director, opinión en la que coincide el secretario general de aquella publicación, Francesc Noy. Sin embargo, la razón primordial de las multas y de los expedientes era el tono creciente de oposición al régimen que fue adquiriendo el semanario».3

Plenamente consciente del error de cálculo en que han incurrido en este caso, por un exceso de confianza, los responsables de Destino, Delibes, que ha expresado ya públicamente su solidaridad con ellos en las páginas de El Norte de Castilla, con su habitual clarividencia y sensatez le recomienda en la siguiente carta a su amigo Vergés que haga lo posible por evitar otro choque frontal con la censura y procure actuar con un poco más de tacto: «Nada me has dicho sobre si recibiste el editorial sobre Destino que publicamos en nuestras páginas. La cosa provocó una reprimenda de Fraga y, quizá, puesto que esto va más despacio, motive un expediente. No lo sé aún, pero te tendré al corriente. Lo cierto es que la revista se echa más de menos cada día. De todos modos, cuando vuelvas a la palestra debes tener un poco de cuidado, especialmente en no amontonar cosas que les molesten. Una hoy, otra mañana –aun siendo más fuertes– las encajan mejor» (11–I–1968). En los mismos términos se expresa dos meses después, al tener noticia de un nuevo secuestro de Destino: «Sorpresa e indignación me ha producido esta mañana la noticia de un nuevo secuestro de Destino. La línea que ahora seguíais no puede justificar en ningún caso una medida tan dura. (El artículo que tú no admitiste –el mío– lo han publicado Telexprés, Madrid y El Norte sin que digan nada. ¿Hubiese ocurrido igual si lo publicas tú?). Parece que han decidido aplicaros la triste ley del embudo. No me queda sino desearte serenidad y expresarte mi adhesión cordial» (29-III-1968).

La circunstancia histórica en que se produce esa serie ininterrumpida de multas, suspensiones y secuestros, en vísperas de la revolución estudiantil de Mayo del 68 y muy cerca del fin inminente de la Primavera de Praga, que tanto ha interesado a Miguel Delibes, no hace más que agravar la saña y la arbitrariedad de la represión durísima que el Ministerio desencadena contra Destino, cuyo carácter totalmente gratuito pone de relieve la siguiente carta del gran escritor vallisoletano: «La medida ha sido, desde luego, injusta y totalmente imprevista ya que nadie esperaba esta vez una acción tan fuerte por parte del Ministerio, sobre todo tratándose de un artículo que no tenía mayor importancia, ya que toda la prensa había hablado de este asunto de los 69 profesores expulsados de la Universidad. Se ve que nosotros debemos servir de “conejos de indias” para la política de implantación de la Ley de Prensa (3-IV-1968). Situación que él mismo describe gráficamente en unas breves líneas: «Vi la nueva sanción a Destino. Y veo, por otro lado, que no os arredráis; es decir, la revista vuelve a tener fuerza. Nadar y guardar la ropa es difícil, y más en vuestro caso, en que Fraga, oculto tras un árbol, aguarda a que os metáis en el agua para salir arreando con el chaleco» (15-VII-1968).

El resultado de ese inútil forcejeo, secundado por el nuevo equipo de colaboradores que la dirección de Destino incorpora en aquellos años a la redacción del semanario, es por una parte una mayor vigilancia y severidad de la censura, y por otra una profunda sensación de impotencia que pone especialmente de relieve la absoluta esterilidad de la lucha emprendida para hablar con mayor libertad dentro del régimen. La conciencia de que en el caso concreto de Destino la aparente liberalización de la nueva Ley de Prensa había significado en la práctica un evidente retroceso, aparece muy claramente en las cartas de este período. Haciéndose eco de ese desencanto, el 4 de febrero de 1969, Vergés escribe a este propósito con un irreprimible sentimiento de amargura y de melancolía: «Como ves, las cosas se han vuelto a poner como en los mejores tiempos de la “Vieja”, y los procedimientos de ahora no desdicen en nada de los que utilizaba tu viejo paisano. De pronto nos hemos vuelto 20 años más jóvenes, pero nadie nos quitará ya la enorme tristeza de vivir en un país que no sabe manejar ni un mínimo de libertad» (4-II-1969).

El mayor interés de las cartas que se nos han conservado sobre el tema procede, sin embargo, de su carácter de testimonio histórico excepcional, que pone al descubierto el mecanismo interno de la censura como procedimiento coactivo de la expresión escrita y muestra, al propio tiempo, con una claridad meridiana, los métodos utilizados para provocar la autocensura del propio periódico por miedo a una posible sanción, que puede recaer sobre el autor del artículo y sobre el director de la publicación. El creciente pesimismo de Vergés ante la situación planteada en este terreno por la flamante Ley de Prensa, le lleva a preguntarse si es posible asumir indefinidamente tan grave responsabilidad y entrar en un juego en el que todo está calculado para que al periódico que se propasa le toquen siempre las de perder: «Por otra parte tampoco entiendo qué es lo que hacemos al frente de los periódicos y revistas haciendo ver que aceptamos una situación imposible. No ha cambiado nada en el fondo; los principios siguen siendo los mismos; los hombres muy parecidos, si no iguales, y la hipocresía mucho mayor. Ya ves que las cosas no van camino de arreglarse» (18-XII-1970). Un ejemplo perfecto de la hipocresía a que se refiere José Vergés en el párrafo que antecede es el nuevo método adoptado por el Ministerio para transmitir orientaciones y consignas e imponer suspensiones y secuestros utilizando la vía telefónica, sin dejar constancia escrita de las coacciones y amenazas formuladas directamente, con el valor de órdenes tajantes de obligado cumplimiento: «Ahora practican un tipo de coacción mucho más sutil y endiablada, ya que han dejado el lápiz rojo por el teléfono y la orden directa, sin que ellos aparezcan. Esto, naturalmente, es un lavado de cerebro continuo, que pretende influir sobre nuestras decisiones y a la larga, no nos engañemos, consiguen un poco su objetivo. Sordo me dijo con el mayor descaro que si seguimos “la escalada” nos iba a suspender de nuevo Destino, pero el palo sería muchísimo más fuerte que el anterior. Me imagino que ello era puro chantaje, pero la cosa no es tampoco para tomársela a broma. Uno se sienta a meditar y piensa si vale la pena luchar contra tanta malvada estupidez» (5-I-1971).

IV

Un eco muy inferior al que por su importancia merecen tienen en este epistolario los gravísimos acontecimientos que trae consigo la inhabilitación profesional de Néstor Luján por el Tribunal de Orden Público, que el 5 de abril de 1969 le obligará a abandonar la dirección de Destino, en la cual será sustituido nominalmente por su amigo y compañero el compositor Xavier Montsalvatge, crítico musical del semanario. Esta sustitución, en apariencia inoperante, pues en la práctica Néstor Luján sigue ejerciendo la dirección efectiva, bajo la suprema autoridad del gerente y propietario Jose Vergés, verdadero impulsor de la publicación, coincide con una serie de novedades sustanciales y significativas, que muy pronto se revelan de importancia decisiva. La primera de esas novedades, consecuencia de los doce expedientes abiertos contra Destino y de su posterior suspensión durante dos meses, es la decisión del conde de Godó, el todopoderoso propietario de La Vanguardia, de abandonar a su suerte a tan conflictiva publicación vendiendo a Vergés la totalidad de sus acciones del semanario. Si se tiene en cuenta que éste ya le había comprado en 1957 a Ignacio Agustí, el paquete de acciones que le había correspondido como socio fundador de la revista Destino, el resultado final de esta operación es que, con la salida del conde de Godó, el gran editor ampurdanés se convierte en accionista único y dueño absoluto de la publicación. Pero pierde, al propio tiempo, el poderoso apoyo político y el firme soporte económico que suponen la protección y el respaldo de La Vanguardia y demás periódicos y revistas del grupo Godó, lo cual, desde el punto de vista empresarial, le deja solo e inerme ante los posibles intentos de imprimir al semanario una orientación ideológica distinta de la que había merecido la fidelidad de sus lectores a lo largo de cuarenta años. Curiosamente, este cúmulo de cuestiones problemáticas y altamente conflictivas, que afectan a la existencia misma del semanario Destino, no han dejado el menor rastro en la correspondencia que hoy publicamos, donde sólo aparecen muy tardíamente, aunque han contribuido, sin duda, a acentuar el tono de pesimismo y desencanto que, desde principios de la década de 1970, impregna las cartas de los dos. En el caso de Delibes, ese tono desolado y melancólico suele ser fruto de los ocasionales accesos depresivos a que alude Vergés en la siguiente carta: «Me puso de mal humor oírte el otro día tan pesimista. Pensar en retirarte a tu edad y en pleno éxito no puede ser sino fruto de una de esas depresiones tan constantes en ti y que yo recuerdo vienen produciéndose prácticamente desde que publicaste el primer libro, cuando querías retirarte porque Pombo Angulo (¡quién se acuerda de él!) te atacó dura e injustamente. Al contrario de lo que tú piensas, yo creo que tienes todavía mucho camino por delante y debes abandonar esos infundados temores a repetirte y haber acabado en cierto modo tu imaginación creadora. Ello no es cierto, y lo que hace falta es que te obligues tú mismo a escribir en lugar de ir dando vueltas a tus negras ideas» (29-XII-1971). Esa natural tendencia al pesimismo y la tristeza deja paso con frecuencia, en las cartas de Delibes, al recuerdo y la nostalgia, a través de la evocación retrospectiva del pasado y la melancólica rememoración del tiempo transcurrido, del que sólo queda constancia en el fondo de la memoria y en el epistolario cruzado entre los dos. A esa irreparable fugacidad alude el siguiente pasaje de una carta del gran novelista escrita en Sedano, el 6 de julio de 1986, cuatro meses antes de la inesperada muerte de su esposa Ángeles: «Querido José: me ha conmovido tu carta. También yo te recuerdo a menudo y recuerdo los difíciles (pero agradables, quizá porque eran los años de nuestra juventud) tiempos que atravesamos juntos y la sólida amistad que surgió entre nosotros a raíz del Nadal 1948. Me agradaría leer ese sabroso epistolario de que me hablas y comentarlo juntos. Lo más tremendo del momento presente –el momento de los recuerdos– es que no sabemos cuándo hemos ingresado en él, cuándo terminó la fase activa, cómo, una vez pasada, se te antoje tan espantosamente breve y tan increíblemente atractiva» (6-VII-1986).

Sobre la enfermedad y prematura muerte de su esposa Ángeles, cuyo encanto y simpatía han dejado un recuerdo imborrable en todos los amigos que tuvimos la suerte de conocerla, la correspondencia que hoy publicamos nos proporciona muy pocas noticias. El 31 de agosto de 1974, Delibes se limita a comunicar, en forma de parte médico, indescifrable para los profanos: «Ángeles, mi mujer, está un poco pachucha, con anemia ferropénica». Y no vuelve a mencionarla hasta el 3 de febrero de 1975, para agradecer, después de cinco meses de silencio, la publicación de una fotografía en las páginas de Destino, donde aparece junto a su marido, el cual le comunica, además, a su amigo Vergés, que el gran editor José Ortega Spottorno acaba de ofrecerle la dirección del nuevo diario El País. «Querido José: Me ha dado gran alegría ver la fotografía de Ángeles –conmigo– en Destino. Ella tuvo mucha parte en lo que yo haya podido hacer, bueno o malo, y me parece equitativo que en esta hora aparezcamos juntos.

»Ortega Spottorno ha venido a ofrecerme la dirección de El País, el nuevo diario liberal que aparecerá –si le dejan– en Madrid. Para mí no tiene esto otro aliciente que la posibilidad de cambiar de vida. Pero ¿en Madrid? Yo hubiera dicho ya que no, pero prefiero que antes me deis vuestra opinión los amigos de siempre. No dejes de hacerlo. Un gran abrazo» (3-II-1975).

La respuesta de Vergés, que dedica un emocionado homenaje a la memoria de la pobre Ángeles, al hablar de la creación de El País, revela al propio tiempo hasta qué punto un español liberal e ilustrado tan familiarizado con los entresijos de la política como el editor de Destino, no acierta a darse cuenta de las inmensas posibilidades que se le ofrecen a Delibes con la dirección del nuevo periódico, ni de la magnitud del cambio que va a traer consigo la muerte del dictador: «Lo de la dirección de El País que te han ofrecido, creo que me parecería aconsejable que lo aceptaras pensando sólo en que ello te daría la posibilidad de cambiar de vida y de ocuparte de algo fijo. Pero hay inconvenientes; primero, tener que ir a Madrid, y segundo, lo poco clara que está la situación para intentar ni un mínimo de política liberal, que es lo que supongo pretende hacer Ortega. Valora esta opinión mía en lo que te pueda parecer más aconsejable.

«Celebro que te haya gustado la fotografía que publiqué en Destino la semana pasada y que es realmente muy sensible. En cierto modo a mí me gustó poder dar también este recuerdo de la querida Ángeles, que tanta parte tuvo siempre en lo que tú has hecho» (10-II-1975). El primer síntoma revelador de que la implacable persecución de que ha sido objeto el semanario Destino, ha acabado por hacer mella en el ánimo de José Vergés, y de que éste, después de tantos años de lucha ha decidido abandonar la partida, se encuentra en una carta de Miguel Delibes, quien, dando muestras de estar perfectamente al corriente de la cuestión, le pregunta, como cosa sabida, a su editor y amigo: «¿Qué hay de la venta del semananio?» (13-II-1975). Se trata de la venta de la revista Destino al político y banquero Jordi Pujol, acordada a fines de 1974, pero que según parece se hizo efectiva a partir del 1 de febrero 1975, hecho del cual tenía ya puntual noticia el gran escritor vallisoletano. Aunque en un principio el nuevo propietario se muestra dispuesto a mantener la misma dirección bicéfala de la etapa anterior: Xavier Montsalvatge como director nominal y Néstor Luján como director efectivo, el nuevo equipo de redacción, fuertemente politizado, que ha aglutinado en torno suyo el redactor jefe Carlos Pérez de Rozas, no tardará en chocar frontalmente con las directrices políticas e ideológicas impuestas por Jordi Pujol, receloso de perder el control del semanario y de que el manifiesto partidismo de sus miembros más radicalizados pretenda tomar las decisiones por su cuenta y logre apoderarse de la revista desde dentro.

Tras la eliminación previa de Manuel Jiménez de Parga, vetado por Jordi Pujol, una complicada red de maniobras e intrigas, cada vez más agrias y enconadas, a las cuales la nueva propiedad opone una rigurosa fiscalización de temas e ideas a través de un representante dotado de poderes omnímodos, desencadena muy pronto una protesta generalizada y un feroz enfrentamiento que culminan con la dimisión irrevocable de Néstor Luján como director de hecho y con la destitución del redactor jefe Carlos Pérez de Rozas, considerado la cabeza visible del grupo opositor y subversivo. Decisiones tan radicales degeneran rápidamente en un grave conflicto que, con la intención premeditada de provocar una situación sin salida, desemboca a su vez en un plante colectivo del director nominal con carnet Xavier Montsalvatge, sin el cual no era posible editar la publicación, y de treinta y dos colaboradores que abandonan unánimemente el semanario Destino, en solidaridad con Néstor Luján y con todo el equipo, que ha hecho causa común con él. A estos desdichados acontecimientos se refería el artículo de José Vergés, «Recuerdo para la pequeña historia», publicado con su nombre en Destino el 5 de junio de 1975, artículo al que alude el gran editor ampurdanés en la siguiente carta a Miguel Delibes, donde reitera su firme propósito de abandonar el semanario: «Gracias por lo que me dices de mi artículo, que me sentí obligado a firmar por primera vez en el semanario. Iba destinado a unas personas muy determinadas –viejos amigos de Destino– que estaban estupefactos ante lo que sucedía y necesitaban que alguien con responsabilidad les informara. En este sentido creo que sí, que el artículo fue muy bien recibido, y al menos ésta es la opinión de las personas con quienes he hablado y me han escrito. Pero no gustó, lamentablemente, a esos viejos compañeros de 30 años que se fueron alocadamente con el comando subversivo que había entrado en Destino hacía dos meses. Esto también es otra muerte y una fuente de tristeza inacabable. Tengo muy pocos ánimos para seguir trabajando y desde luego el semanario voy a dejarlo totalmente» (3-VII-1975). Confidencia que Delibes apostilla con el siguiente comentario: «Me parece bien que te desligues de la revista, que, por otra parte, va tomando un carácter que interesa menos fuera de Cataluña. Vosotros hicisteis un Destino bastante catalán pero que interesaba mucho al intelectual de fuera de Cataluña. Esto, me temo, no van a saberlo conseguir.

»Aquí me tienes sin decidirme a ir a Sedano, donde en cada flor y en cada rincón hay un rastro de la pobre Ángeles. Marcharé dentro de unos días, porque estoy decidido a afrontarlo todo, pero no creo que por mucho tiempo» (13-VII-1975)

Mayor interés poseen, como radiografía moral de ambos interlocutores, las cartas en que José Vergés, profundamente dolido y desengañado, comenta los graves acontecimientos que han estado a punto de destruir la obra de su vida, ambicioso empeño que a sus años no se siente capaz de continuar, pero que su espíritu constructivo y emprendedor aún espera que pueda tener, sin contar con él, una salida positiva y un horizonte de futuro: «Tienes razón sobre lo que dices de Destino, pero esto ya no tiene remedio. Bien o mal, yo lo hacía de una manera determinada y durante muchos años le he imprimido un carácter especial, que era el que yo creía más conveniente y en el fondo me representaba ya que si algo es cierto es que un diario, una revista, y una editorial, es un hombre. Yo no tengo ninguna vanidad y miro las cosas muy objetivamente, y me parece que no me equivoco. De todas formas, yo creo que el Destino de ahora, tan distinto al mío, encontrará también su público. Hay nuevas generaciones más dispuestas a comprender a Porcel que a mí. De todo ello se desprende una gran melancolía» (19-IX-1975).

Para entender esta última alusión, es preciso tener en cuenta que, como consecuencia del plante antes mencionado, destinado a imposibilitar la publicación del semanario para, una vez inutilizado, apoderarse de él, su propietario, Jordi Pujol, procede al nombramiento de un nuevo director, que no es otro que el prestigioso escritor y periodista Baltasar Porcel. La total imposibilidad de entendimiento entre el nuevo director mallorquín, el antiguo propietario José Vergés y el gran escritor ampurdanés Josep Pla, que había sido durante cuarenta años la máxima figura intelectual del semanario Destino, queda fielmente reflejada en las siguientes cartas del editor barcelonés al gran novelista vallisoletano y en la consiguiente respuesta de éste. Cronológicamente, el primero en plantear el tema es Miguel Delibes, lector impenitente de nuestro semanario, quien el 9 de enero de 1976, le escribe a su viejo amigo, manifestando su extrañeza: «Me chocó no ver en el último Destino el artículo de Pla, después de una continuidad de más de 30 años. ¿Le ocurre algo?». La respuesta de Vergés, llena de amargura y pesimismo, no puede ser más categórica: «Pla ha dejado de escribir en Destino por desavenencia total con la nueva empresa, sobre todo con Porcel. Parece que Pla es ahora un reaccionario temible y no le dejaron escribir sobre el plan comunista para apoderarse de Portugal. Todo esto es muy lamentable y también yo he ido apartándome de esa gente. Con menos años encima no hubiera vendido la revista» (29-I-1976).

La reacción de Delibes ante esta noticia inaudita, es plenamente reveladora de la triste opinión que le merece el trato incalificable de que ha sido objeto el gran escritor ampurdanés, sin duda el escritor catalán más importante del siglo XX: «Lo de Pla me deja anonadado. ¿Dónde están los liberales? ¿Puede hacerse esto con un hombre que lleva cuarenta años en una revista? Las cosas están mal. La represión de 40 años aflora y hay una violencia y un odio en las actitudes que me producen una profunda desazón» (10-II-1976). Palabras que le inspiran a Vergés un comentario catastrofista, de un exagerado pesimismo: «Yo también creo que esto va mal, pero poca cosa podemos hacer nosotros que ya estamos arrinconados. Nos habrá tocado vivir la peor y más estúpida de las épocas. De jóvenes nos metieron sin consultarnos en la Guerra Civil y, luego, los que hemos pretendido seguir siendo románticamente liberales, los cuarenta años de franquismo nos habrán servido para recoger toda clase de vejaciones. ¿Quién se acuerda de lo que habrá sido para mí la censura? ¿Y mantener como fuera unos principios que hoy hacen reír de tan tímidos?

»El pobre José Pla se queda, a su vejez, sin poder escribir, tachado de reaccionario y de colaboracionista. Fue obligado a no escribir en Destino por sus artículos sobre Portugal ya que, según parece, el caos portugués no podía denunciarse desde la derecha, y los nuevos dirigentes de Destino –con Porcel a la cabeza– van camino de situarse en una extrema izquierda suicida. Me temo lo peor para todos» (19-II-1976).

V

El último aspecto a destacar en esa interesantísima correspondencia que, al margen de los intereses profesionales y económicos que la originan, constituye su verdadera razón de ser, es la importancia decisiva del factor humano que condiciona el trato entre los dos y que, más allá del tono impersonal y burocrático que caracteriza las más de las veces la relación entre el autor y el editor, revela, desde una fecha muy temprana, la existencia entre ambos de una auténtica amistad. Este vínculo cordial y afectivo, nacido de la mutua simpatía que les une y de la gratitud que Delibes ha profesado toda su vida al Premio Nadal, se ha consolidado posteriormente con la lealtad recíproca con que se han mantenido fieles al compromiso tácito existente entre los dos y también, por qué no decirlo, gracias a los intereses comunes de que ambos se han beneficiado a lo largo de cuarenta años. Buena prueba de esta simpatía, por parte de Vergés, es el nombramiento de Delibes como corresponsal en Valladolid del semanario Vida Deportiva, y también los atinados consejos y los elogios entusiastas con que acoge la aparición de cada uno de sus libros desde la publicación de El camino en 1950, que considera su obra maestra, y del éxito extraordinario del Diario de un cazador (1955), que celebra en términos encomiásticos: «Con el tiempo aspiro a que la gente diga “los de Destino publicaron el Diario de un cazador en marzo de 1955”. Así nos llegará un poco del reflejo de tu gloria. No bromeo; estoy simplemente entusiasmado con el libro» (19-II-1955). En el caso del gran novelista castellano, este sentimiento amistoso y cordial tiene su expresión más concreta en las numerosas confidencias de tipo personal y familiar que Delibes prodiga en sus cartas, de las que son un ejemplo perfecto las breves líneas en que le comunica la muerte de su padre: «[…]anteayer falleció mi padre en Molledo Portolín, pueblo donde nació y donde yo ambienté El camino. Puedes imaginar mi tribulación con sólo saber que él me enseñó a amar todo cuanto en el mundo es más digno de amarse. Ahora me alegro especialmente de haberle dedicado el Diario de un cazador» (6-VIII-1955).

Junto a esta carta emocionada, que es a la vez reflejo de su sentimiento más íntimo y documento inestimable para el conocimiento de su mundo y de su obra, es una pura delicia, llena de sorna y humor, la breve nota en la cual Delibes le comunica a su amigo Vergés el hallazgo de petróleo en el valle de La Lora, a cuatro pasos de su idílico refugio campestre de Sedano: «¿Sabes que el petróleo salió a dos pasos de mi refugio de Sedano? Si se confirma el hallazgo –si la bolsa está llena– ¡adiós truchas y adiós tranquilidad! ¡Todo sea por la patria! Un abrazo» (19-VI-1964). En cuanto a la estrecha amistad que le une con su editor, no creo que exista en el presente epistolario una expresión más sincera de gratitud y afecto que la formulada por Delibes en la siguiente carta: «¿Qué voy a decirte a ti? Estás tan lejos del editor divulgado por la leyenda negra, que sois dos polos opuestos» (28-XII-1955). Palabras a las que añade el año siguiente esta declaración de inquebrantable fidelidad: «Ya sabes que, en lo que de mí dependa, seguiré con Áncora y Delfín mientras yo viva y mientras viva “Áncora y Delfín”» (1956).

Sin embargo, los pasajes más reveladores del mutuo afecto que les une se refieren las más de las veces a la fugacidad irreparable del tiempo transcurrido y al paso inexorable de los años, ocupados en un quehacer continuo, lo que da pie a una serie de reflexiones, llenas de nostalgia y de melancolía, que aluden inequívocamente a la vida que han dejado atrás y que ha pasado sin sentir. A este propósito y con motivo del nacimiento de los primeros nietos, comenta José Vergés: «Parece que fue ayer que el pobre Rafael vino a verte a Valladolid y que nos escribimos las primeras cartas. La mayor parte de la vida está ya detrás de nosotros, pero todavía te faltan numerosos libros que escribir y perdices que cazar» (8-VIII-1973). En el caso de Delibes, esa actitud melancólica y meditativa se acentúa con la prematura muerte de la pobre Ángeles, fuente de un inmenso dolor al que le costará mucho sobreponerse y que le inspira el siguiente comentario: «Tus cartas trascienden una melancolía que rima con la mía. No acabo de levantar cabeza, y las muertes sucesivas de amigos y la gravísima situación del país, a la que no veo salida, no ayudan precisamente a aventar esta amargura. ¿Qué va a ser de esto?» (3-X-1975).

Ese estado de abatimiento y desolación, motivado por la pérdida irreparable de tantos seres queridos, le inspira al gran novelista, como conclusión final, una reflexión amarga y desesperanzada sobre la aterradora fugacidad de la vida: «A mí me ocurre una cosa: me parece que hemos pasado de la juventud a la vejez, no en poco tiempo, sino en una noche (en un fundido, como en las películas), que ayer todavía estábamos lidiando con Aparicio, la Vieja, yendo a Barcelona a operar la cabeza de Adolfo, y, de repente, Ángeles ha hecho mutis y nos han cambiado la decoración sin enterarnos. No sé explicarlo mejor pero la sensación de fugacidad es terrible» (14-XII-1986).

Se trata, con toda certeza, de un sentimiento de soledad y desamparo, ocasionado por la muerte de su mujer, un ser irreemplazable y excepcional, cuya ausencia no puede suplir, en un primer momento, la compañía y el cariño de los hijos, como no pueden devolverle el equilibrio y el sosiego necesarios para volver a escribir, aunque le ayuden a sobrellevar su dolor: «Esto y preparar un “carnet de caza” y otro de pesca para dos volúmenes de Áncora y Delfín es lo único que me siento capaz de hacer. Concentrarme en una novela se me hace imposible. Las que escribí hasta ahora me parece que las ha hecho otro. Yo no se si seré capaz de volver a escribir una novela. Y el caso es que soy consciente de que metido en ello me libraría de las tristezas y melancolías que me invaden a toda hora. Es curioso. Después de morir Ángeles he vuelto a ser el hombre huraño y retraído que fui de niño, antes de conocerla. No me daba cuenta de que también la debía esto. »[…] En fin, te dejo. Disculpa estos desahogos, ¿Quién me iba a decir cuando escribía La sombra del ciprés que estaba anticipando mi biografía?» (10-II-1976).

Sólo la indomable entereza de ánimo y el recio temple moral del gran novelista vallisoletano le han permitido superar ese grave momento de crisis, del cual por fin ha logrado salir con la publicación de El disputado voto del señor Cayo (1978), después de cuatro años de esterilidad novelesca. Libro al que, entre otros, seguirán posteriormente: Los santos inocentes (1981), la única novela de Delibes no publicada por Ediciones Destino, Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), El tesoro (1985), Madera de héroe (1987), Señora de rojo sobre fondo gris (1991), Diario de un jubilado (1995) y El hereje (1998). Novelas todas ellas publicadas, con una sola excepción, por la misma editorial que, en 1948, concedió el Premio Nadal a su primer libro. Editorial hacia la cual ha demostrado en todo momento una inquebrantable fidelidad, que aparece a nuestros ojos como prueba irrefutable del supremo valor que ambos han concedido a lo largo de su vida a la estrecha amistad que les une. Eso es lo que le dice Miguel Delibes a su editor y amigo José Vergés, al final de una carta, en la que hace las veces de despedida: «Ya sabes que, por encima de los libros, hemos acertado a anudar una amistad, vieja ya de 30 años. Nos conocimos cuando nuestras vidas empezaban y hoy ya, por diferentes circunstancias (no sólo la edad), ya declinan. Es triste pero es así» (3-IX-1978).

Antonio Vilanova