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El delfín

Había gritado hasta arderle la garganta.

Se había llevado las manos al pecho cuando un dolor profundo lo desgarró; un fuego líquido que quemaba el alma. Había dejado caer la copa de agua cristalina, que se hizo pedazos.

Y ahora, Francisco tenía los ojos vidriosos. La cabeza caída sobre el hombro. Las manos blancas colgaban desmadejadamente a los lados de los brazos del sillón, con los dedos blancos y fríos. El rostro era una máscara gélida: aún hermoso, pero esculpido con un rigor que únicamente admitía un solo nombre.

No podía responder a los gritos que le llamaban.

Estaba muerto.

Alguien golpeaba la puerta de su aposento. Era un puñado de soldados; intentaban forzarla. Los golpes resonaban sordamente. Al enésimo intento lograron abrirla.

Monsieur Raymond de Polignac, capitán de la segunda compañía de los piqueros de Francia, se precipitó en la habitación del delfín, seguido por algunos de sus hombres y un par de sirvientes. Cuando vio a Francisco postrado en el sillón, dejó caer el sombrero de ala ancha y pluma blanca.

—Vuestra alteza... —murmuró con voz quebrada.

Una de las sirvientas gritó. Raymond le hizo señas a un piquero, que se llevó de inmediato a las dos mujeres fuera de los aposentos del delfín.

Raymond contempló el sencillo sillón forrado de terciopelo azul y pensó en su rey, que había perdido a su hijo predilecto. Sacudió la cabeza. Se acercó a Francisco y le cerró con delicadeza los párpados. Luego recuperó su sombrero de pluma y se lo llevó al pecho.

Suspiró.

Miró la luz del sol que se filtraba en rayos dorados entre las cortinas de brocado apenas entreabiertas. El aire ya se iba impregnando del aroma de la muerte.

La guerra había llegado hasta allí. Carlos V de Habsburgo había invadido con sus tropas la Provenza y había alcanzado Tournon-sur-Rhône. Ahora, sin embargo, cuando aquel verano húmedo, infestado de mosquitos y sudor, había empezado a debilitar a los soldados, agotándolos y enfermándolos, estaba sopesando volver a Saboya. No solo eso. Francisco I, rey de Francia, había convertido su propio reino en tierra quemada. Habían incendiado los campos y envenenado los pozos. La campiña se había vaciado y allí ya no crecía nada. La tierra estaba siendo asesinada por su propio soberano, con el único objetivo de que fuese la muerte quien recibiera al ejército del emperador de Austria y España.

—Dadme un momento. Escribiré al rey. Entregaréis la carta directamente en manos de su majestad, que en estos momentos se encuentra en Lyon —ordenó al guardia que estaba con él—. Le explicaré lo que ha ocurrido. Entretanto, llamad a los médicos y a los cirujanos. Me encargaré de interrogarlos hasta esclarecer la causa de la muerte. Nadie debe saber lo que ha pasado hasta nueva orden mía. A Francia le aguardan días negros.

Mientras decía aquello, monsieur de Polignac no perdió el tiempo. Se sentó al escritorio del delfín y redactó unas líneas con hermosa caligrafía. Metió las hojas en un sobre. Con la llama de una vela fundió el lacre y a continuación aplicó su sello.

Mientras sus piqueros salían y uno de ellos se dirigía a los establos para enviar a un mensajero a Lyon, monsieur de Polignac se quedó contemplando la muerte.

Había colocado la mano en el rostro del delfín. Luego le había cerrado los párpados por piedad hacia el pobre muchacho, pero no le movería ni un pelo hasta que llegaran los médicos. La habitación tenía que conservarse intacta, exactamente como la había encontrado.

No tenía ni idea del porqué de una tragedia así, pero no sería él quien impidiera que se determinaran con certeza las causas.

Se quedó en el centro de la habitación, inmóvil, con la mente naufragando en un mar de preguntas sin respuesta. ¿Se trataba de una muerte natural? En caso contrario, ¿quién podía haber querido asesinar al delfín? ¿Y con qué propósito? Pensándolo bien, cualquier posibilidad era válida.

Suspiró y se ajustó el jubón de terciopelo mientras los pálidos rayos del sol naciente se reflejaban en la espada que llevaba al cinto. Dio algunos pasos; los tacones de las botas parecían marcar el ritmo de la espera. Se quitó el guante izquierdo y lo sacudió con la derecha en la palma de la mano. Siguió dando paseos hasta que apareció por la puerta de la habitación Guillaume Maubert, cirujano personal del delfín.

Polignac lo miró con consternación sincera. Sus hermosos ojos claros reflejaban la amargura por lo que había ocurrido.

Se alisó el fino bigote con el índice de la mano derecha. Observó con curiosidad a aquel hombrecillo bajo y de mirada vivaz. Vio cómo le mudaba el semblante de inmediato, en cuanto se dio cuenta de lo que había pasado. Las mejillas rubicundas, el pelo revuelto y los ojos pequeños y vivos habrían inducido a engaño incluso al observador más atento, haciéndole creer que aquel hombre no estaba a la altura de su responsabilidad, pero Polignac era capaz de ver mucho más allá de las apariencias y sabía que detrás de aquel aspecto simple se escondía una mente brillante.

—Monsieur Maubert —dijo—, no voy a perder el tiempo en cortesías. Os agradezco vuestra diligencia. Las circunstancias que nos han llevado a encontrarnos no pueden ser más tristes. Lo que os pido es que os toméis todo el tiempo que haga falta para determinar con seguridad la causa de la muerte del delfín.

—¿Han avisado al rey? —preguntó el cirujano con un hilo de voz.

—Ya he enviado un despacho a Lyon.

—Muy bien. Entonces empecemos.

—Sobra deciros que este asunto tiene que llevarse con absoluta discreción, al menos hasta que sepamos las razones del deceso de Francisco más allá de toda duda razonable.

—Naturalmente.

Catalina sintió la brisa fresca en su rostro. En aquel agosto ardiente y húmedo, un paseo a caballo a primera hora de la mañana era un placer al que no quería renunciar. David, su amado ruano castrado, galopaba como una flecha entre los campos verdes y luminosos.

Lo había bautizado así en homenaje a la estatua de Donatello. Era una manera de enfatizar que era una Médici y una florentina, orígenes de los que estaba orgullosa a pesar de que muchos en la corte se obstinaban precisamente en definirla como una comerciante italiana.

Lo hacían despreciando que fuera la esposa de Enrique de Valois y, por lo tanto, duquesa de Orleans y princesa de Francia.

Pero a Catalina no le importaba en absoluto: sabía que en la corte la odiaban, y al mismo tiempo la temían. Incluso sus paseos a caballo como una amazona eran vistos con suspicacia por las damas del rey, empezando por la propia amante de este, madame d’Étampes.

La hermosa duquesa no ocultaba su desprecio por ella, mitigado tan solo por el hecho de que el soberano la había acogido con entusiasmo y algo de admiración desde el primer día en que la había visto, precisamente gracias a esa audacia suya.

Sonrió. Había tanta hermosura en aquel claro amanecer... La brisa chispeante hacía más intensos y penetrantes los mil perfumes que llenaban el aire de una fragancia dulce y a la vez revitalizante. Entre ellos dominaban el del eucalipto y el de la lavanda silvestre. Catalina inspiró largamente, agradecida por esos momentos de soledad y de abandono a la seductora belleza de la naturaleza. Vio ante sus ojos los viñedos, como desfilando ordenadamente sobre las suaves colinas, y las aguas del Ródano, brillando en una franja de plata líquida bajo las luces diáfanas, pero ya vivas y vibrantes del cielo de color azul claro.

¡Qué hermoso era aquel campo salpicado de casas de teja roja y olivos majestuosos que amplificaban el encanto mediterráneo del territorio del Midi!

Pronto el sol estaría ya alto, y entonces tendría que retirarse a los grandes salones del castillo o buscar alivio en la frescura de las sombras.

Soñaba con beber cuanto antes un vaso de agua helada.