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Hope

—¿Todavía despierta?

Stella mira su reloj como si no supiera que son casi las tres de la mañana. No sé por qué se preocupa, si ha venido con el único propósito de despertarme.

—Eso parece —contesto.

—Solo quiero…

—Sí, ya sé, conozco el protocolo.

Me pongo un mechón de pelo enredado detrás de la oreja para que me tome la temperatura, con la guitarra apoyada en el regazo, como suele ocurrir. Tengo a medias una canción en la cabeza y no se va, así que intento escribirla, o exorcizarla, mejor dicho. Es una canción de lo más estúpida, tan nerviosa como un gatito. Trata de amor, arcoíris y todo tipo de chorradas, no como la canción que me gustaría escribir, que trata de… Bueno, no sé, de algo profundo.

—Tienes que tomarme la temperatura, medir mi nivel de oxígeno, mis pulsaciones, tomarme la tensión, etcétera, etcétera. Y luego, dentro de un par de horas, verás cómo me tomo mi suero hipertónico y cómo echo el bofe en mi humillación cotidiana. Básicamente, eres mi dueña. Y yo tu esclava.

Levanta una ceja y casi sonríe.

—Puede que te parezca aburrido, pero gracias a esas medidas y esas comprobaciones saldrás de aquí dentro de poco —me asegura en su tono sereno y cuidadoso, blando y suave, como si hubiera encontrado el mando que controla su voz y hubiera bajado el volumen.

—Creo que ya estoy lista para marcharme —digo—. Ya no me voy a morir, por lo menos inmediatamente. Y me parece mal estar aquí ocupando una cama que alguien necesita más que yo. Además, tengo cosas que hacer.

Antes de llegar a esta especie de extraño limbo que es el Marie Francis pasé varias semanas en el hospital, repletas de fármacos, miedo y dolor. Mi miedo, el miedo de mis padres, el miedo de mis amigos, hasta el de Ben, que venía a verme y me contaba anécdotas divertidas sobre sus clientes de la tienda, pero yo notaba que hasta él tenía miedo de que aquello fuera el final porque no se ponía tan pesado como de costumbre.

Mi madre lloraba mucho y mi padre me traía cosas: revistas que nunca leía, comida basura que no quería, peluches que sostenían corazones con mensajes cada vez más absurdos, eso por no hablar de que eran peluches y yo soy una mujer adulta, aunque a veces pueda pasarme todo el santo día con un pijama de conejitos. El último decía «Eres mi amorcito»: un saldo del día de San Valentín, supongo. Yo le agradecí la intención, pero guardé el osito al fondo de mi creciente montón de peluches, debajo del conejo azul que proclamaba «¡Es niño!».

Por fin me trasladaron al Centro Marie Francis de Rehabilitación y Cuidados Paliativos para que pasara el resto de la convalecencia, antes de que me dieran el alta. Debería haber estado en la unidad especializada en fibrosis quística, pero el hospital de mi zona había sufrido un montón de recortes y había tenido que prescindir de dos camas, y las otras cuatro estaban ocupadas. Así que, como aún no estaba en condiciones de irme a casa y la única unidad de fibrosis quística que tenía una plaza libre estaba en la otra punta del país, me buscaron una cama aquí, cerca de mis padres, para que pasara la última fase de la recuperación en cuidados intensivos. Acabé aquí, pero por lo menos no voy a acabar aquí. Los fármacos funcionaron y mi organismo presentó batalla. Estoy recuperada, o todo lo recuperada que puedo estar teniendo en cuenta que mi enfermedad es congénita.

Lo digo porque aún me duele respirar. Sigue siendo un esfuerzo pantagruélico tomar aire y expulsarlo. Es una pescadilla que se muerde la cola: respirar me agota tanto que lo único que puedo hacer es respirar más fuerte, tragando aire con ansia. Pero lo peor, cuando mis pulmones tenían menos capacidad que una lata de Coca-Cola, ya pasó. Y aunque el aparato digestivo no me funciona del todo bien y se me sigue viniendo la bilis a la garganta y llenándome la boca, y es difícil fingir que no soy yo quien expele gases nocivos cuando no hay nadie más a quien echarle la culpa, me siento mejor, mucho mejor.

Le dije a la Muerte «no, gracias, no estoy preparada», y sigo viva. Y me aburro como una ostra.

Stella echa un vistazo a los cuadernos que tengo abiertos sobre la cama. Espero que no pueda leer del revés las letras pastelosas de mis canciones. Si las lee, seguro que cambia de opinión respecto a la eutanasia.

—Deberías intentar dormir un rato. Es tarde —dice.

Es como su mantra: lo dice casi cada vez que me ve, aunque ella da la impresión de no dormir nunca: está pálida como un fantasma, le vendría de perlas darse un buen baño de sol.

—¿Sí? —Miro por la ventana, pero solamente veo el reflejo de mi cuarto en la oscuridad—. Aquí casi no se nota. Es como si el tiempo estuviera detenido o los segundos se movieran muy, muy despaaaacio.

Mientras estiro un buen rato la última palabra, Stella contempla con benévola tolerancia aquella demostración de inmadurez. Porque, a fin de cuentas, tengo veintiún años.

—Si necesitas algo que hacer, puedes apuntarte a alguna de las actividades que hay de día. —Stella estudia sus anotaciones atentamente—. O echar un vistazo a la biblioteca. Dependemos de las donaciones, pero recibimos muchas y por lo visto siempre tenemos los últimos best sellers. Me han dicho que hay libros muy buenos.

—Sí, ya miré —contesto, pensando que sería una impertinencia decirle que ya he leído todo lo que merece la pena leerse y que todo lo demás son chorradas, porque parecería una esnob.

Seguro que Stella no acertaría a calcular el enorme porcentaje de mis limitadas horas de vida que he dedicado hasta ahora a la lectura. Ignora que mientras otras chicas de mi edad se pasaban la noche de juerga en Ibiza enrollándose con desconocidos, o se entrenaban para ser estrellas del atletismo o hacían las maletas para ir a Bali a correr alguna aventura con patrocinador, yo me quedaba en casa y vivía en otro mundo que solo existe entre las páginas de un libro o en Internet, el único sitio donde puedo hablar con otras personas con fibrosis quística, dado que no podemos conocernos en persona. Si se juntan dos enfermos de fibrosis quística, alguno de ellos puede morir contagiado por los bichitos de los que es portador el otro, de ahí que nunca nos reunamos.

Hay blogs y foros y grupos de apoyo, pero he empezado a distanciarme de ellos desde que una chica muy jovencita cuyo blog me encantaba empezó a escribir que pensaba casarse con un hombre al que apenas conocía, lo cual era absurdo teniendo en cuenta su edad. Nadie se lo dijo, claro, porque ya se sabe que seguramente no tendría tiempo de descubrir que su novio y ella eran absolutamente incompatibles. Me metía en su blog todas las noches para leer su entrada diaria. Me encantaba. Me encantaban sus arrebatos inagotables de entusiasmo y lo feliz que parecía porque iba a casarse. Me encantaba que le hubiera hecho un vestidito de dama de honor a su bombona de oxígeno portátil y que hablara de que quería irse de luna de miel a Australia a ver el monte Uluru, como Guillermo y Kate.

Me encantaban sus parrafadas acerca de diademas y esmalte de uñas, y del tiempo que era capaz de llevar tacones altos sin tener que sentarse. Hablaba de cómo se iba deteriorando su salud y de que la habían colocado al frente de la lista de espera de trasplantes, pero por alguna razón hasta eso parecía llenarla de entusiasmo. Porque un trasplante equivalía a muchos más años para estar con su marido y, si tenían que posponer un año la luna de miel, qué más daba. Escribía que la boda no iba a celebrarse en la iglesia y en verano, sino en la capilla del hospital al mes siguiente, y que estaba convencida de que, cuando a una persona la querían tanto como la querían a ella y amaba la vida tanto como la amaba ella, el destino le brindaba la operación que necesitaba para sobrevivir. Y luego, más o menos una semana antes de la fecha prevista para la boda, dejó de publicar. Y no volvió a hacerlo. No necesito buscar su nombre en Internet para saber lo que fue de ella, ni leer los centenares de comentarios que acompañan a su último post. Así que desde entonces he empezado a distanciarme. Con un final desgraciado me basta.

—Bueno, estoy segura de que pronto te darán el alta. Solo tenemos que asegurarnos de que estás estabilizada y puedes irte a casa. No queremos que la infección vuelva a prosperar, y los médicos querrán asegurarse de que has recuperado tu capacidad pulmonar. —Hace una pausa—. Has estado muy grave, ¿sabes? Tu organismo se debilitó muchísimo. Y no queremos tirar por la borda todo el trabajo que hemos hecho porque estés harta de estar aquí sentada.

—Ya lo sé —le contesto—. No soy una cría, y además tengo muchos dolores que me lo recuerdan constantemente.

Stella ladea la cabeza y me mira.

—Eres una gruñona. ¿Siempre eres así? ¿Como una adolescente castigada?

Quiero ofenderme y por un instante me ofendo, pero luego me descubro soltando una carcajada.

—Sí —le digo—. Sí, lo soy. Mira, lo siento. Yo tengo mis formas de encarar la situación; principalmente, esta. No soy una persona superalegre, lo siento.

Esta vez, es ella la que se ríe.

—Bueno, eso es algo que tenemos en común. Pero yo siempre intento ser amable. Como dice mi madre, no cuesta nada ser educada.

—Perdona —digo, y por un momento me siento tan torpe como una adolescente—. Es esa expresión, «residencia de cuidados paliativos» —añado cogiendo mi guitarra—. Aquí se muere la gente.

—La gente se muere en todas partes, no aquí especialmente. Tú no eres la única paciente del centro que se ha recuperado, ¿sabes? Ni siquiera la más joven. En realidad, una residencia de cuidados paliativos no es más que un hospital. Su labor es brindar hospitalidad a los necesitados, solo que hoy en día identificamos eso con la muerte, pero no tiene por qué ser así, ¿no crees? Es de la vida de lo que se trata.

—Así que has leído los folletos para recaudar fondos —contesto, y sonríe un poco, apoyada en el borde del sillón que forma parte del mobiliario de mi habitación.

Es azul, con un cojín blanco con florecitas azules. Bonito, ¿verdad? Y reconfortante. Nada que ver con un sitio a donde vas a palmarla.

—Eres muy… escéptica, ¿no? —comenta mientras me estudia con esos ojos enormes, desquiciados, como de lémur que tiene, que miran como si pudieran ver perfectamente en la oscuridad—. La mayoría de la gente que pasa por aquí…

—¿Es mucho menos exasperante? —bromeo yo, aunque sé que es verdad.

A veces, empeñarte en aparentar que todo te trae sin cuidado, además de ser agotador, te convierte en un verdadero incordio para la gente que dedica su vida a cuidarte.

—Suele alegrarse de seguir respirando —concluye Stella.

—Yo me alegro —contesto—, lo que pasa es que lo disimulo muy bien bajo esta fachada de infinita desdicha.

—La canción que estabas tocando cuando he entrado era muy alegre —observa, y tiene razón, maldita sea.

—Sí, no sé de dónde ha salido —contestó con una sonrisilla.

—Puede que este sitio te esté sirviendo de inspiración. A nuestro capellán le encantaría. Toca en un grupo, ¿sabes? Rock progresivo. Tocó en la última fiesta de Navidad. Cualquiera pensaría que es imposible cargarse una fiesta de Navidad. Pues él lo consiguió.

—Si yo fuera religiosa, me encantaría que mi capellán tocara en un grupo de rock malísimo —contesto mientras cruzo la habitación y apoyo la frente en la ventana para ver la espesa noche más allá de mi reflejo.

La residencia está rodeada por una hectárea de jardín que baja en suave declive hasta el canal. Al otro lado, se oye con regularidad la pulsación rítmica de un tren que se aleja. El Centro Marie Francis, un viejo edificio georgiano ampliado con un ala de reciente construcción, es un pequeño y amurallado oasis de verdor en medio de las luces de neón y la vulgaridad del lugar donde crecí. Fuera, se diría que los árboles forman un muro invisible entre nosotros y el resto de esta zona de Camden tan vieja y mugrienta.

Ahora, en plena noche, casi puedes imaginarte que estás en medio de la nada, a la deriva en la oscuridad, flotando en un espacio en el que nunca sale el sol; a la deriva entre constelaciones. Me gustaría saber si Stella tiene que hacer un esfuerzo por recordar que el autobús 253 baja traqueteando por Camden Road mientras el santuario del Marie Francis se yergue detrás de su tapia de ladrillo, detrás de esa puerta de madera pintada de verde y empotrada en el muro que el personal y los familiares de los pacientes prefieren al vestíbulo acristalado y deslumbrante, que echa el cierre a las cinco de la tarde.

Entonces, inesperadamente, noto el peso de la noche presionándome las vértebras y de pronto me siento agotada.

—La verdad es que tengo muchas ganas de dormir —digo—. Voy a hacer mis ejercicios y a intentar descansar un poco. No hace falta que me mires, los he hecho un millón de veces.

Stella duda un momento, ceñuda, mientras calcula qué pasaría si insiste en quedarse.

—Muy bien —dice por fin—, te dejo, entonces. Te veo a las cinco para la siguiente toma.

No hay explicación lógica ni razonable para que me siente en la cama y me recueste en mis muchos almohadones traídos expresamente de casa. No hay nada que justifique mi certeza de que esta noche no voy a coger al aspirador ni a golpearme el tórax hasta expectorar grandes bolas de flema pringosa. No hay argumento sensato que explique por qué voy a quedarme aquí sentada, respirando despacito mientras me quedo dormida, hasta que un violento ataque de tos me despierte, como sucederá inevitablemente, desgarrando mi cuerpo como un huracán que me saliera del pecho. No hay motivo, argumento o explicación que justifique por qué no hago mis ejercicios, salvo que algunas veces me gusta fingir que soy una persona normal. Que no estoy enferma.

Y sí, sé que es grotesco.

Pero es lo que tiene vivir con la conciencia de tu propia mortalidad a cuestas desde que tienes uso de razón: que te vuelve un poco loca.

Querido hijo:

Trabajé mucho durante la mayor parte de tu vida. Es lo que se hacía en mis tiempos. Los hombres salían a trabajar y volvían a casa cuando los niños ya estaban en la cama. Tu madre se ocupaba de la casa y yo me ocupaba del dinero. Tuvimos nuestros altibajos, como todas las parejas, pero la cosa parecía funcionar, o eso pensaba yo. Te he visto crecer y hacer cosas con las que no podía ni soñar. Ir a la universidad, montar una empresa desde cero. Todavía no he conseguido entender del todo a qué te dedicas, y sé que eso te molesta porque crees que significa que no me importa o que no estoy orgulloso de ti. Pero no es verdad. Sí que me importa y sí que estoy orgulloso. Pero es que yo soy de otra época, y no he sido capaz de entenderlo las veces que lo he intentado.

No vas a trabajar a una oficina después de tomar un buen desayuno. Trabajas desde casa y vas a recoger a Gracie y a Stevie al colegio. Les haces la comida y les cuidas cuando están enfermos. Y cuando eran pequeños les cambiabas los pañales y te pasabas las noches en vela, dándoles biberón. Reconozco que eso me desconcertaba un poco.

Pero he tenido tiempo para reflexionar y me estaba acordando de la última comida familiar que tuvimos, la última antes de que este tumor cambiara por completo el tiempo del que disponemos. Estaba pensando en cómo te miran tus hijos, en cómo te quieren, en cómo se ríen, en lo unidos que estáis. Eres más que su padre: eres su padre y su madre. Ojalá las cosas hubieran sido distintas cuando tú eras pequeño. Ojalá hubiera llegado a casa a veces antes de que te durmieras. Ojalá hubiera sido el tipo de padre que tú eres ahora. Ojalá hubiera sido mejor padre para ti, hijo. Ojalá te hubiera dicho cuánto te quiero y que cada vez que veo tu cara me lleno de orgullo y de alegría, de una alegría mayor que la que he conocido en toda mi vida. Y de lo que más me enorgullezco es de la clase de hombre en la que te has convertido: amable, considerado, sin miedo a demostrar su afecto y a dejarse querer.

Me has dado más de lo que merecía. Ojalá yo hubiera hecho lo mismo por ti.

Papá