CAPÍTULO

3

Contrailustraciones

¿Quién podría estar en contra de la razón, la ciencia, el humanismo o el progreso? Parecen palabras dulces e ideales, irreprochables. Definen las misiones de todas las instituciones de la modernidad: escuelas, hospitales, instituciones benéficas, agencias de noticias, gobiernos democráticos y organizaciones internacionales. ¿De veras es preciso defender estos ideales?

Sin lugar a dudas. Desde la década de 1960 se ha producido la quiebra de la confianza en las instituciones de la modernidad, y la segunda década del siglo XXI ha asistido al surgimiento de movimientos populistas que rechazan abiertamente los ideales de la Ilustración.1 Son tribalistas en lugar de cosmopolitas, autoritarios en lugar de democráticos, desdeñosos hacia los expertos en lugar de respetuosos hacia el conocimiento, y nostálgicos de un pasado idílico en lugar de esperanzados respecto de un futuro mejor. Pero estas reacciones no están confinadas en modo alguno al populismo político del siglo XXI (un movimiento que examinaremos en los Capítulos 20 y 23). Lejos de surgir del pueblo o de canalizar la ira de los ignorantes, el desdén hacia la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso posee una larga tradición en la cultura intelectual y artística de las élites.

De hecho, una crítica común del proyecto ilustrado —que es una invención occidental, inapropiada para el mundo en toda su diversidad— resulta doblemente desacertada. En primer lugar, todas las ideas han de provenir de algún sitio y su lugar de nacimiento no tiene nada que ver con sus méritos. Aunque muchas ideas ilustradas alcanzaron su expresión más clara e influyente en la Europa y Estados Unidos del siglo XVIII, se hallan arraigadas en la razón y la naturaleza humana, por lo que cualquier humano dotado de raciocinio puede comprometerse con ellas. Por eso los ideales ilustrados se han expresado en civilizaciones no occidentales en numerosas ocasiones a lo largo de la historia.2

Pero mi principal reacción ante la afirmación de que la Ilustración es el ideario de Occidente es: ¡ojalá lo fuera! La Ilustración fue seguida rápidamente por una contra-Ilustración, y Occidente ha estado dividido a partir de entonces.3 Tan pronto como la gente entró en la luz, se le sugirió que la oscuridad no era tan mala después de todo, que debía dejar de atreverse a saber tanto, que los dogmas y las fórmulas merecían otra oportunidad, y que el destino de la naturaleza humana no era el progreso, sino la decadencia.

El movimiento romántico se opuso con especial contundencia a los ideales ilustrados. Rousseau, Johann Herder, Friedrich Schelling y otros negaban que la razón pudiera separarse de la emoción, que los individuos pudieran considerarse con independencia de su cultura, que las personas debieran ofrecer razones para sus actos, que los valores fueran aplicables en distintas épocas y lugares, y que la paz y la prosperidad fueran fines deseables. Un ser humano forma parte de un todo orgánico (una cultura, una raza, una nación, una religión, un espíritu o una fuerza histórica) y las personas deberían canalizar creativamente la unidad trascendente de la que participan. La lucha heroica, no la resolución de los problemas, es el mayor bien, y la violencia es inherente a la naturaleza y no puede ser reprimida sin despojar a la vida de su vitalidad. «No existen más que tres grupos dignos de respeto —escribió Charles Baudelaire—: el sacerdote, el guerrero y el poeta. Saber, matar y crear.»

Parece una locura, pero en el siglo XXI seguimos encontrando esos ideales contrailustrados en un repertorio sorprendente de movimientos culturales e intelectuales de las élites. La idea de que deberíamos aplicar nuestra razón colectiva para fomentar la prosperidad y reducir el sufrimiento se considera burda, ingenua, apocada y retrógrada. Permítaseme presentar algunas de las alternativas populares a la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso; reaparecerán en otros capítulos, y en la tercera parte del libro las rebatiré directamente.

La más evidente es la fe religiosa. Aceptar algo por fe significa creerlo sin una buena razón, de suerte que, por definición, la fe en la existencia de entidades sobrenaturales choca con la razón. Las religiones también suelen chocar con el humanismo cada vez que elevan algún bien moral por encima del bienestar de los humanos; tal es el caso de la aceptación de un salvador divino, la ratificación de un relato sagrado, la imposición de rituales y tabúes, el proselitismo para que otras personas hagan lo mismo, así como el castigo o la demonización de quienes no lo hacen. Las religiones también pueden entrar en conflicto con el humanismo al valorar las «almas» por encima de las «vidas», lo cual no resulta tan edificante como parece. La creencia en el más allá implica que la salud y la felicidad no son tan importantes; si la vida en la Tierra supone una porción infinitesimal de nuestra existencia, obligar a la gente a aceptar la salvación implica hacerle un favor y, por tanto, el martirio puede ser lo mejor que te puede suceder. Las incompatibilidades con la ciencia también son legendarias, desde Galileo y el juicio del mono de Scopes* hasta la investigación con células madre y el cambio climático.

Una segunda idea en contra de la Ilustración es que las personas son las células prescindibles de un superorganismo —un clan, una tribu, un grupo étnico, una religión, una raza, una clase, una nación— y que el bien supremo es la gloria de esta colectividad en lugar del bienestar de las personas que la integran. Un ejemplo evidente es el nacionalismo, en el que el superorganismo es el Estado nación, es decir, un grupo étnico con un Gobierno. El conflicto entre nacionalismo y humanismo se hace patente en morbosos eslóganes patrióticos como «Dulce et decorum est pro patria mori» [Dulce y honorable es morir por la patria] o «Dichosos aquellos que radiantes de fe reunisteis en un abrazo muerte y victoria».4 Incluso la menos horripilante frase de John F. Kennedy «No preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregunta qué puedes hacer tú por tu país» deja traslucir la tensión.

El nacionalismo no debería confundirse con los valores cívicos, el espíritu público, la responsabilidad social o el orgullo cultural. Los humanos somos una especie social y el bienestar de todo individuo depende de pautas de cooperación y armonía que abarcan una comunidad. Cuando una «nación» se concibe como un contrato social tácito entre personas que comparten un territorio, como los copropietarios de una urbanización, es un medio esencial para promover la prosperidad de sus miembros. Y, por supuesto, es verdaderamente admirable que un individuo sacrifique sus intereses en pro de otros muchos individuos. Algo muy distinto es que una persona sea forzada a hacer un sacrificio supremo para beneficio de un líder carismático, un pedazo de tela o los colores de un mapa. Tampoco es dulce ni honorable abrazar la muerte con el fin de evitar que una provincia se separe, para expandir una esfera de influencia o para llevar a cabo una cruzada irredentista.

La religión y el nacionalismo son causas distintivas del conservadurismo político y continúan afectando al destino de miles de millones de personas en los países sometidos a su influencia. Muchos colegas de izquierdas que sabían que estaba escribiendo un libro sobre la razón y el humanismo me alentaban, deleitándose con la expectativa de un arsenal de temas de discusión contra la derecha. Pero no hace tanto tiempo que la izquierda simpatizaba con el nacionalismo cuando este se fusionaba con los movimientos marxistas de liberación. Y mucha gente de izquierdas anima a los políticos de la identidad y a los paladines de la justicia social que restan importancia a los derechos individuales en favor de la igualación de la situación de las razas, las clases y los géneros, que consideran enfrentados en una competición de suma cero.

También la religión cuenta con defensores en ambos lados del espectro político. Incluso los autores que no están dispuestos a defender el contenido literal de las creencias religiosas pueden ser unos feroces defensores de la religión y mostrarse hostiles ante la idea de que la ciencia y la razón tengan algo que decir sobre la moral (la mayoría de ellos muestran poca conciencia de la existencia misma del humanismo).5 Los defensores de la fe insisten en que la religión posee el monopolio de las cuestiones importantes. O que incluso si las personas sofisticadas no necesitamos la religión para ser morales, las grandes masas sí que la necesitan. O que incluso si todo el mundo estuviera mejor sin la fe religiosa, sería inútil discutir acerca del lugar de la religión en el mundo, puesto que la religión forma parte de la naturaleza humana, razón por la cual, mofándose de las esperanzas ilustradas, sigue más firme que nunca. En el Capítulo 23 examinaré todos estos planteamientos.

La izquierda tiende a simpatizar con otro movimiento que subordina los intereses humanos a una entidad trascendente: el ecosistema. El romántico movimiento verde no ve la captación humana de energía como una forma de resistir la entropía y promover la prosperidad humana, sino como un crimen atroz contra la naturaleza, que conducirá a una guerra de recursos, aire y agua contaminados y que comportará un cambio climático que acabará con la civilización. Nuestra única salvación pasa por arrepentirnos, repudiar la tecnología y el crecimiento económico, y volver a un modo de vida más sencillo y más natural. Huelga decir que ninguna persona informada puede negar que el daño a los sistemas naturales resultante de la actividad humana ha sido perjudicial y que, si no hacemos nada al respecto, el daño puede tornarse catastrófico. La cuestión estriba en si una sociedad compleja y tecnológicamente avanzada «está» condenada a no hacer nada al respecto. En el Capítulo 10 exploraremos un ecologismo humanista, más ilustrado que romántico, a veces denominado ecomodernismo o ecopragmatismo.6

Las mismas ideologías políticas de izquierdas y de derechas se han convertido en religiones seculares, proporcionando a las personas una comunidad de correligionarios, un catecismo de creencias sagradas, una demonología muy poblada y una confianza beatífica en la rectitud de su causa. En el Capítulo 21 veremos cómo la ideología política socava la razón y la ciencia.7 Embrolla el juicio de las personas, enardece una mentalidad tribal primitiva y las distrae de una comprensión más sólida de la forma de mejorar el mundo. Al fin y a la postre, nuestros mayores enemigos no son nuestros adversarios políticos, sino la entropía, la evolución (en la forma de la pestilencia y los defectos de la naturaleza humana) y, sobre todo, la ignorancia; esto es, la falta de conocimiento de cómo resolver nuestros problemas de la mejor manera.

Los dos últimos movimientos en contra de la Ilustración trascienden la división entre la izquierda y la derecha. Desde hace casi dos siglos, un variado elenco de escritores proclama que la civilización moderna, lejos de disfrutar del progreso, se halla en continua decadencia y al borde del colapso. En La idea de decadencia en la historia occidental, el historiador Arthur Herman relata dos siglos de agoreros que han dado la voz de alarma por la degeneración racial, cultural, política o ecológica del mundo. Al parecer, el mundo lleva mucho tiempo llegando a su fin.8

En una de sus versiones, el decadentismo lamenta nuestros escarceos prometeicos con la tecnología.9 Al arrebatar el fuego a los dioses, solo hemos dado a nuestra especie los medios para poner fin a su propia existencia, si no contaminando nuestro entorno, entonces con las armas nucleares, la nanotecnología, el ciberterror, el bioterror, la inteligencia artificial y otras amenazas existenciales que se ciernen sobre el mundo (Capítulo 19). E incluso si nuestra civilización tecnológica logra escapar de la aniquilación total, está avanzando hacia la distopía de la violencia y la injusticia: un mundo feliz orwelliano de terrorismo, drones, fábricas clandestinas donde se explota a los obreros, bandas, tráfico, refugiados, desigualdad, ciberbullying, abusos sexuales y delitos de odio.

Otra modalidad de decadentismo se atormenta por el problema opuesto: no porque la modernidad haya conseguido que la vida sea demasiado dura y peligrosa, sino, al contrario, porque ha hecho que sea demasiado agradable y segura. A juicio de estos críticos, la salud, la paz y la prosperidad son distracciones burguesas de lo que realmente importa en la vida. Al brindar estos placeres filisteos, el capitalismo tecnológico solo ha condenado a las personas a una vida atomizada, conformista, consumista, materialista, dirigida por los otros, desarraigada, rutinizada y embrutecedora. En esta absurda existencia, las personas sufren alienación, angustia, anomia, apatía, mala fe, hastío, malestar y náuseas; son «hombres sin sombra que comen sus almuerzos desnudos en la tierra baldía esperando a Godot».10 (Examinaré estos planteamientos en los Capítulos 17 y 18.) En el crepúsculo de una civilización decadente y degenerada, la auténtica liberación no se hallará en la racionalidad estéril ni en el humanismo agotado, sino en un ser en sí y una voluntad de poder auténticos, heroicos, holísticos, orgánicos, sagrados y vitales. En el caso de que te estés preguntando en qué consiste este heroísmo sagrado, Friedrich Nietzsche, que acuñó el término «voluntad de poder», recomienda la violencia aristocrática de la «bestia rubia teutona», y los samuráis, los vikingos y los héroes homéricos: «duros, fríos, terribles, sin sentimientos y sin conciencia, aplastándolo todo y salpicándolo todo con sangre».11 (Examinaremos con más detalle esta moral en el capítulo final.)

Herman observa que los intelectuales y los artistas que prevén el colapso de la civilización reaccionan a su profecía de dos formas posibles. Los pesimistas históricos temen la caída, pero lamentan que seamos incapaces de detenerla. Los pesimistas culturales la acogen de buen grado con una «macabra alegría por la desgracia ajena (Schadenfreude)». La modernidad se halla en semejante bancarrota, dicen, que no puede mejorarse, solo trascenderse. De los escombros de su colapso surgirá un nuevo orden que solo podrá ser superior.

Una alternativa final al humanismo ilustrado condena su aceptación de la ciencia. Siguiendo a C. P. Snow, podemos denominarla la «segunda cultura», la visión del mundo de muchos intelectuales literarios y críticos culturales, a diferencia de la «primera cultura» de la ciencia.12 Snow censuraba el telón de acero entre ambas culturas y reclamaba una mayor integración de la ciencia en la vida intelectual. No solo se trataba de que la ciencia fuese, «en su profundidad intelectual, su complejidad y su articulación, la obra colectiva más hermosa y maravillosa de la mente humana».13 El conocimiento de la ciencia, argüía, era un imperativo moral, toda vez que podía aliviar el sufrimiento a escala global curando las enfermedades, alimentando a los hambrientos, salvando las vidas de los bebés y de sus madres, y permitiendo que las mujeres controlaran su fertilidad.

Aunque el argumento de Snow parezca clarividente en la actualidad, una célebre refutación de 1962 por parte del crítico literario F. R. Leavis parece tan vituperadora que, antes de publicarla, la revista The Spectator tuvo que pedir a Snow que prometiese que no les demandaría por difamación.14 Tras señalar la «absoluta falta de distinción intelectual y [...] la embarazosa vulgaridad del estilo» de Snow, Leavis se mofaba de un sistema de valores en el que «el “nivel de vida” es el criterio supremo y su mejora es su meta más alta».15 Como alternativa, sugería que «al asimilar la gran literatura descubrimos lo que en el fondo realmente creemos. ¿Para qué en última instancia? ¿De qué viven los hombres? Las preguntas operan en lo que solo puedo describir como una profundidad religiosa de pensamientos y sentimientos». (Alguien cuya «profundidad de pensamientos y sentimientos» se extienda a una mujer en un país pobre que ha vivido para ver a su recién nacido porque su nivel de vida ha mejorado, y luego ha multiplicado esa compasión por unos centenares de millones, podría preguntarse por qué «asimilar la gran literatura» es moralmente superior a «mejorar el nivel de vida» como criterio para «lo que en el fondo realmente creemos», o por qué ambas cosas deberían verse como alternativas.)

Como veremos en el Capítulo 22, la posición de Leavis puede hallarse en la actualidad en un amplio espectro de la Segunda Cultura. Muchos intelectuales y críticos expresan un desdén hacia la ciencia como cualquier cosa menos una solución para los problemas mundanos. Escriben como si el consumo del arte de élite fuese el supremo bien moral. Su metodología para buscar la verdad no consiste en formular hipótesis y citar evidencias, sino en emitir pronunciamientos que hacen alarde de su gran erudición y de toda una vida consagrada a la lectura. Las revistas intelectuales denuncian con regularidad el «cientificismo», la intrusión de la ciencia en el territorio de las humanidades como la política y las artes. En muchos colleges y universidades la ciencia no se presenta como la búsqueda de auténticas explicaciones, sino como un simple relato o mito más. Con frecuencia se culpa a la ciencia del racismo, el imperialismo, las guerras mundiales y el Holocausto. Y se la acusa de despojar a la vida de su encanto y de privar a los humanos de libertad y dignidad.

Por consiguiente, el humanismo ilustrado no goza de especial popularidad. La idea de que el bien supremo radica en usar el conocimiento para fomentar el bienestar humano deja fría a la gente. ¿Explicaciones profundas del universo, el planeta, la vida y el cerebro? ¡A menos que recurran a la magia, no las queremos! ¿Salvar las vidas de miles de millones de personas, erradicar enfermedades, alimentar a los hambrientos? ¡Menudo aburrimiento! ¿Personas que extienden su compasión a toda la especie humana? No nos basta: ¡queremos que las leyes del universo se preocupen de nosotros! ¿Longevidad, salud, entendimiento, belleza, libertad, amor? ¡La vida tiene que consistir en algo más!

Pero la idea del progreso es la que más se atraganta. Incluso quienes piensan que es una buena idea en teoría emplear el conocimiento en aras del bienestar insisten en que esto nunca funcionará en la práctica. Y las noticias diarias ofrecen un sólido respaldo a su cinismo: el mundo se representa como un valle de lágrimas, una historia trágica, un abismo de desesperación. Dado que ninguna defensa de la razón, la ciencia y el humanismo serviría de nada si doscientos cincuenta años después de la Ilustración no viviésemos en mejores condiciones que nuestros antepasados de la edad de las tinieblas, nuestra defensa debe comenzar con una valoración del progreso humano.