La primera piedra angular en la comprensión de la condición humana es el concepto de entropía o desorden, surgido en la física decimonónica y definido en su forma actual por el físico Ludwig Boltzmann.1 La Segunda Ley de la Termodinámica afirma que en un sistema aislado (que no está interactuando con su entorno), la entropía nunca disminuye. (La Primera Ley es que la energía se conserva; la Tercera, que la temperatura del cero absoluto es inalcanzable.) Los sistemas cerrados devienen inexorablemente menos estructurados, menos organizados, menos capaces de lograr resultados interesantes y útiles, hasta alcanzar un equilibrio de monotonía gris, tibia y homogénea en el que permanecen.
En su formulación original, la Segunda Ley se refería al proceso en el que la energía utilizable en la forma de una diferencia de temperatura entre dos cuerpos se disipa inevitablemente a medida que el calor fluye desde el cuerpo más caliente hacia el más frío. (Como explicaba el dúo Flanders & Swann: «No puedes pasar el calor de lo más frío a lo más caliente; pruébalo si quieres, pero seguro que te arrepientes».)* Una taza de café, a menos que se coloque en un hornillo encendido, se enfriará. Cuando se agota el carbón que alimenta una máquina de vapor, el vapor enfriado a un lado del pistón ya no puede moverlo, porque el vapor caliente y el aire del otro lado empujan con la misma fuerza.
Una vez comprendido que el calor no es un fluido invisible, sino la energía de las moléculas en movimiento, y que la diferencia de temperatura entre dos cuerpos consiste en la diferencia en las velocidades medias de dichas moléculas, cobró forma una versión estadística más general del concepto de entropía y de la Segunda Ley. El orden podía describirse ahora en términos del conjunto de todos los estados microscópicamente perceptibles de un sistema (que en el ejemplo original implican el calor, las velocidades y las posiciones posibles de todas las moléculas de los dos cuerpos). De todos estos estados, aquellos que nos parecen útiles a vista de pájaro (como que un cuerpo está más caliente que otro, lo cual se traduce en que la velocidad media de las moléculas en un cuerpo es más alta que la velocidad media en el otro) integran una fracción minúscula de las posibilidades, mientras que todos los estados desordenados o inútiles (aquellos en los que no existe diferencia de temperatura, en los que las velocidades medias de ambos cuerpos son las mismas) conforman la inmensa mayoría. Así pues, según las leyes de la probabilidad, cualquier perturbación del sistema, ya sea un movimiento aleatorio de sus partes ya sea un golpe desde fuera, empujará el sistema hacia el desorden o la inutilidad, no porque la naturaleza busque el desorden, sino porque existen muchas más formas de desorden que de orden. Si dejas un castillo de arena en la playa, mañana no seguirá ahí, porque cuando el viento, las olas, las gaviotas y los niños pequeños mueven los granos de arena, es más probable que los dispongan en una de las innumerables configuraciones que no parecen un castillo que de las poquísimas que sí que lo parecen. Me referiré con frecuencia a la versión estadística de la Segunda Ley, que no se refiere específicamente al equilibrio de las diferencias de temperatura sino a la disipación del orden, como la Ley de la Entropía.
¿Qué relevancia tiene la entropía para los asuntos humanos? La vida y la felicidad dependen de una fracción infinitesimal de disposiciones ordenadas de materia entre un número astronómico de posibilidades. Nuestros cuerpos son ensamblajes improbables de moléculas y mantienen ese orden con la ayuda de otras improbabilidades: las escasas sustancias que pueden nutrirnos, y los escasos materiales en las escasas formas que pueden vestirnos, protegernos y mover las cosas a nuestro gusto. La mayor parte de las disposiciones de la materia que se encuentran en la Tierra carecen de utilidad para nosotros, de suerte que, cuando las cosas cambian sin que un agente humano dirija el cambio, es probable que cambien para peor. La Ley de la Entropía es ampliamente reconocida en la vida cotidiana en dichos como: «Todo se desmorona», «Así es la vida», «Si algo puede salir mal, entonces saldrá mal» y (del legislador tejano Sam Rayburn) «Cualquier imbécil puede derribar un granero, pero para construirlo se necesita un carpintero».
Los científicos entienden que la Segunda Ley es mucho más que una explicación de las molestias cotidianas. Es un fundamento de nuestra comprensión del universo y de nuestro lugar en él. En 1928, el físico Arthur Eddington escribió:
La ley de que la entropía no cesa de aumentar [...] ocupa, a mi juicio, el puesto supremo entre las leyes de la Naturaleza. Si alguien te señala que tu teoría favorita sobre el universo está en desacuerdo con las ecuaciones de Maxwell, tanto peor para las ecuaciones de Maxwell. Si se descubre que entra en contradicción con la observación, bueno, estos experimentalistas a veces son unos chapuceros. Pero si se descubre que tu teoría contradice la Segunda Ley de la Termodinámica, no puedo darte ninguna esperanza; no le queda otro remedio que sumirse en la más profunda humillación.2
En sus célebres conferencias Rede de 1959, publicadas como Las dos culturas, el científico y novelista C. P. Snow comentaba el desdén hacia la ciencia que profesaban los británicos cultivados de su tiempo:
Muchas veces he asistido a reuniones de personas que, según los estándares de la cultura tradicional, se consideran muy cultas y que, con un entusiasmo considerable, se han dedicado a expresar su incredulidad ante el analfabetismo de los científicos. En un par de ocasiones me he sentido provocado y he preguntado a mis interlocutores cuántos de ellos eran capaces de describir la Segunda Ley de la Termodinámica. La respuesta ha sido fría y también negativa. Sin embargo, mi pregunta venía a ser el equivalente científico de: «¿Han leído ustedes alguna obra de Shakespeare?».3
El químico Peter Atkins alude a la Segunda Ley en el título de su libro Las cuatro leyes del universo. Y, más próximos a nosotros, los psicólogos evolucionistas John Tooby, Leda Cosmides y Clark Barrett titularon un artículo reciente sobre los fundamentos de la ciencia de la mente «The Second Law of Thermodynamics is the first law of psychology» [La Segunda Ley de la Termodinámica es la primera ley de la psicología].4
¿Qué tiene de admirable esta Segunda Ley? Desde el punto de vista del Olimpo, define el destino del universo y el propósito último de la vida, la mente y el esfuerzo humano: desplegar la energía y el conocimiento para contener la marea de la entropía y construir espacios de refugio beneficiosos. Desde un punto de vista terrenal, podemos ser más precisos, pero antes de llegar a un terreno familiar, necesito exponer las otras dos ideas fundamentales.
A primera vista, la Ley de la Entropía solo parecería dar cabida a una historia desalentadora y a un futuro deprimente. El universo comenzó en un estado de baja entropía, el Big Bang, con su infinitamente densa concentración de energía. A partir de ahí todo fue cuesta abajo, con el universo diseminándose, como continuará haciendo, en una especie de papilla fina de partículas distribuidas por el espacio de manera uniforme y dispersa. En realidad el universo tal como lo encontramos no es una papilla indiferenciada, por supuesto, sino que está animado con galaxias, planetas, montañas, nubes, copos de nieve y un florecimiento de flora y fauna en el que estamos incluidos nosotros.
Una de las razones por las que el cosmos está lleno de tantas cosas interesantes es un conjunto de procesos llamados autoorganización, que posibilita el surgimiento de zonas de orden circunscritas.5 Cuando entra energía en un sistema y este la disipa en su deslizamiento hacia la entropía, dicha energía puede equilibrarse en una configuración ordenada y ciertamente bella: una esfera, una espiral, un estallido de estrellas, un remolino, una onda, un cristal o un fractal. El hecho de que estas configuraciones nos parezcan bellas, por cierto, sugiere que tal vez la belleza no esté solo en el ojo del espectador. La respuesta estética del cerebro puede ser la receptividad a los patrones contraentrópicos que pueden surgir en la naturaleza.
Pero existe otra clase de orden en la naturaleza que también requiere una explicación: no las elegantes simetrías y ritmos del mundo físico, sino el diseño funcional del mundo viviente. Los seres vivos están formados por órganos que poseen partes heterogéneas, que se hallan asombrosamente conformadas y dispuestas para realizar las actividades que mantienen vivo el organismo (esto es, para que este continúe absorbiendo energía para resistir la entropía).6
Todo ello se suele ilustrar con el diseño biológico del ojo, pero yo utilizaré como ejemplo mi segundo órgano sensorial favorito. El oído humano contiene un parche de tambor elástico que vibra en respuesta al más leve soplo de aire, una palanca ósea que multiplica la fuerza de la vibración, un pistón que imprime la vibración en el fluido contenido en un largo túnel (convenientemente enrollado para encajar en la pared del cráneo), una membrana ahusada que recorre la longitud del túnel y separa físicamente la forma de onda en sus armónicos y una serie de celdas con pelillos flexionados de acá para allá por la membrana vibrante, que envían una serie de impulsos eléctricos al cerebro. Resulta imposible explicar por qué estas membranas, huesos, fluidos y pelos se hallan dispuestos de una manera tan improbable sin advertir que esta configuración permite que el cerebro registre los patrones sonoros. Incluso el carnoso oído externo (asimétrico de arriba abajo y de delante hacia atrás, y ondulado con crestas y valles) está configurado de tal manera que esculpe el sonido entrante para informar al cerebro si la fuente sonora está arriba o abajo, delante o detrás.
Los organismos están repletos de configuraciones improbables de carne como ojos, oídos, corazones y estómagos, que piden a gritos una explicación. Antes de que Charles Darwin y Alfred Russel Wallace ofrecieran una en 1859, era razonable pensar que eran la obra artesanal de un diseñador divino; sospecho que esa era una de las razones por las cuales tantos pensadores ilustrados eran deístas más que declaradamente ateos. Darwin y Wallace tornaron innecesario al diseñador. Una vez que los procesos autoorganizados de la física y la química daban lugar a una configuración de la materia capaz de replicarse, las copias generaban copias, que a su vez generaban copias de las copias y así sucesivamente, en una explosión exponencial. Los sistemas de replicación competían por el material para hacer sus copias y por la energía para impulsar la replicación. Como ningún proceso de copia es perfecto —la Ley de la Entropía se encarga de ello—, surgirán errores y, aunque la mayoría de estas mutaciones degradarán al replicador (de nuevo la entropía), ocasionalmente el puro azar hará que uno de ellos se replique con más efectividad, y sus descendientes arrasarán. A medida que los errores que fomentan la estabilidad y la replicación se acumulen en el transcurso de las generaciones, el sistema de replicación (que llamamos organismo) parecerá haber sido diseñado para la supervivencia y la reproducción en el futuro, aunque simplemente preservara los errores de copia que condujeron a la supervivencia y la reproducción en el pasado.
Los creacionistas suelen adulterar la Segunda Ley de la Termodinámica para sostener que la evolución biológica, un incremento del orden a lo largo del tiempo, es físicamente imposible. La parte de la ley que omiten es «en un sistema cerrado». Los organismos son sistemas abiertos: captan energía del Sol, del alimento o de las ventilaciones oceánicas para crear focos temporales de orden en sus cuerpos y sus nidos al tiempo que arrojan calor y residuos al entorno, lo que incrementa el desorden en el mundo en su conjunto. El uso de la energía que hacen los organismos para mantener su integridad contra la presión de la entropía es una explicación moderna del principio del conatus (esfuerzo), que Spinoza definió como «el esfuerzo por perseverar y prosperar en su propio ser» y que sirvió de base a varias teorías de la vida y la mente en la época de la Ilustración.7
El requisito inexorable de absorber energía del entorno conduce a una de las tragedias de los seres vivos. Mientras que las plantas se alimentan de la energía solar, y unas cuantas criaturas de las profundidades marinas absorben el caldo químico que arrojan las grietas del suelo oceánico, los animales nacen explotadores: viven de la energía obtenida con esfuerzo y almacenada en los cuerpos de las plantas y otros animales comiéndoselos. Y lo mismo hacen los virus, las bacterias y otros patógenos y parásitos que carcomen los cuerpos desde el interior. Con la excepción de la fruta, todo lo que llamamos alimento es la parte del cuerpo o el almacén de energía de algún otro organismo, que preferiría preservar ese tesoro para sí mismo. La naturaleza es una guerra y buena parte de lo que capta nuestra atención en el mundo natural es una carrera armamentista. Los animales de presa se protegen con conchas y caparazones, púas, garras, cuernos, veneno, camuflaje, huida o autodefensa; las plantas tienen espinas, cáscaras, cortezas irritantes y venenos que saturan sus tejidos. Los animales desarrollan armas para penetrar esas defensas: los carnívoros tienen velocidad, garras y ojos de lince, en tanto que los herbívoros tienen dientes afilados e hígados que neutralizan los venenos naturales.
Y llegamos así a la tercera piedra angular: la información.8 La información puede concebirse como una reducción de la entropía, como el ingrediente que distingue un sistema ordenado y estructurado del vasto conjunto de sistemas azarosos e inútiles.9 Imagínate páginas de caracteres tecleados al azar por un mono en una máquina de escribir, o un tramo de ruido blanco de una radio sintonizada entre canales, o una pantalla llena de confeti de un archivo informático dañado. Cada uno de estos objetos puede adoptar billones de formas diferentes, a cuál más aburrida. Pero supongamos ahora que los dispositivos son controlados por una señal que organiza los caracteres, las ondas sonoras o los píxeles siguiendo un patrón que se correlaciona con algún elemento del mundo: la Declaración de Independencia de Estados Unidos, los primeros compases de Hey, Jude, de los Beatles, o un gato con gafas de sol. Decimos que la señal transmite «información» sobre la Declaración, la canción o el gato.10
La información contenida en un patrón depende de cuán tosca o fina sea nuestra visión del mundo. Si nos importara la secuencia «exacta» de caracteres tecleados por el mono, o la diferencia precisa entre una ráfaga de ruido y otra, o el patrón particular de píxeles en una sola de las pantallas al azar, entonces tendríamos que decir que cada uno de los ítems contiene la misma cantidad de información que los demás. De hecho, los interesantes contendrían menos información, porque cuando te fijas en una parte (como la letra q) puedes adivinar otras (como la letra siguiente, u) sin necesidad de la señal. Pero lo más habitual es que agrupemos la inmensa mayoría de configuraciones aparentemente aleatorias como igualmente aburridas y las distingamos de las pocas que se correlacionan con algo. Desde esa perspectiva, la foto del gato contiene más información que el confeti de píxeles, porque utiliza un mensaje locuaz para indicar con precisión una extraña configuración ordenada entre el inmenso número de configuraciones equivalentes desordenadas. Decir que el universo es ordenado en lugar de azaroso supone decir que contiene información en este sentido. Algunos físicos consagran la información como uno de los constituyentes esenciales del universo, junto con la materia y la energía.11
La información es lo que se acumula en un genoma en el transcurso de la evolución. La secuencia de bases en una molécula de ADN se correlaciona con la secuencia de aminoácidos en las proteínas que integran el cuerpo del organismo y obtienen dicha secuencia estructurando los ancestros del organismo —reduciendo su entropía— en las improbables configuraciones que les permitieron captar energía, crecer y reproducirse.
La información es recopilada asimismo por el sistema nervioso del animal conforme este vive su vida. Cuando el oído transforma el sonido en excitaciones neuronales, ambos procesos físicos (la vibración del aire y la difusión de iones) no podrían ser más diferentes. Pero gracias a la correlación entre ellos, el patrón de la actividad neuronal del cerebro del animal lleva información sobre el sonido en el mundo. A partir de ahí, la información puede pasar de eléctrica a química, y viceversa, a medida que cruza las sinapsis que conectan una neurona con la siguiente. Mediante todas estas transformaciones físicas se preserva la información.
Un descubrimiento trascendental de la neurociencia teórica del siglo XX es que las redes de neuronas no solo pueden preservar la información, sino que pueden transformarla de formas que nos permiten explicar cómo puede ser inteligente nuestro cerebro. Dos neuronas entrantes pueden estar conectadas con una neurona saliente de tal modo que sus patrones de activación se correspondan con relaciones lógicas como Y, O y NO, o con una decisión estadística que dependa del peso de las evidencias entrantes. Esto confiere a las redes neuronales la capacidad de participar en el procesamiento o la computación de información. Dada una red suficientemente grande constituida por estos circuitos lógicos y estadísticos (y con sus miles de millones de neuronas, el cerebro tiene espacio para muchas de ellas), el cerebro puede computar funciones complejas, lo cual es el prerrequisito para la inteligencia. Puede transformar la información sobre el mundo que recibe de los órganos sensoriales de tal modo que refleje las leyes que gobiernan ese mundo, lo cual le permite a su vez realizar inferencias y predicciones útiles.12 Las representaciones internas que se correlacionan de manera fiable con los estados del mundo, y que participan en las inferencias que tienden a derivar implicaciones verdaderas a partir de premisas verdaderas, pueden llamarse conocimiento.13 Decimos que alguien sabe qué es un petirrojo si piensa en la idea «petirrojo» cada vez que ve uno, y si es capaz de inferir que es una especie de ave que aparece en primavera y busca gusanos en el suelo.
Volviendo a la evolución, un cerebro programado por la información en el genoma para efectuar cómputos con la información proveniente de los sentidos podría organizar la conducta del animal de tal forma que le permitiera capturar la energía y resistir la entropía. Podría, por ejemplo, implementar la regla: «Si chilla, cázalo; si ladra, huye de él».
Ahora bien, cazar y huir no son meras secuencias de contracciones musculares, sino que son acciones dirigidas a una meta. Cazar puede consistir en correr, escalar, saltar o tender emboscadas, dependiendo de las circunstancias, siempre y cuando incremente las probabilidades de atrapar a la presa; huir puede incluir esconderse, quedarse inmóvil o zigzaguear. Y esto nos lleva a otra idea trascendental del siglo XX, designada a veces como cibernética, retroalimentación o control. La idea explica cómo un sistema físico puede parecer teleológico, esto es, dirigido por propósitos u objetivos. Todo lo que necesita es una forma de sentir el estado propio y el de su entorno, una representación de un estado final (lo que «quiere», lo que «trata de conseguir»), una capacidad de computar la diferencia entre el estado actual y el estado final, y un repertorio de acciones etiquetadas con sus efectos típicos. Si el sistema está programado de manera que desencadene acciones que suelan reducir la diferencia entre el estado actual y el estado final, cabe afirmar que persigue objetivos (y, cuando el mundo sea suficientemente predecible, los alcanzará). El principio fue descubierto por la selección natural en forma de homeostasis, como cuando nuestro cuerpo regula su temperatura tiritando y sudando. Cuando fue descubierto por los humanos, fue diseñado en sistemas analógicos como los termostatos y el control de crucero y, posteriormente, en sistemas digitales como los programas de juego de ajedrez y los robots autónomos.
Los principios de información, computación y control salvan el abismo que separa el mundo físico de la causa y el efecto del mundo mental del conocimiento, la inteligencia y el propósito. No es solo una aspiración retórica decir que las ideas pueden cambiar el mundo; es un hecho sobre la estructura física del cerebro. Los pensadores ilustrados tenían la sospecha de que el pensamiento podía consistir en patrones en la materia; comparaban las ideas con las impresiones en la cera, las vibraciones en una cuerda o las olas de un barco. Y algunos, como Hobbes, proponían que «razonar no es sino calcular». Pero antes de que se dilucidasen los conceptos de información y computación, resultaba razonable que alguien defendiera el dualismo entre la mente y el cuerpo y atribuyera la vida mental a un alma inmaterial (al igual que antes de que se dilucidase el concepto de evolución era razonable ser creacionista y atribuir el diseño de la naturaleza a un diseñador cósmico). Sospecho que esa es otra razón por la que tantos pensadores ilustrados eran deístas.
Por supuesto que es natural que pienses dos veces si realmente tu teléfono móvil «conoce» un número favorito, si tu GPS «averigua» de verdad la mejor ruta hasta tu casa y si tu robot aspirador está «intentando» genuinamente limpiar el suelo. Ahora bien, a medida que los sistemas de procesamiento de la información se vuelven más sofisticados —a medida que sus representaciones del mundo devienen más ricas, sus objetivos se organizan en jerarquías de subobjetivos de los subobjetivos, y sus acciones para alcanzar las metas se vuelven más diversas y menos predecibles—, la insistencia en que nada de ello es cierto empieza a parecer chovinismo humano. (En el último capítulo volveré a la cuestión de si la información y la computación explican la «conciencia», además del conocimiento, la inteligencia y el propósito.)
La inteligencia humana sigue siendo el punto de referencia para la inteligencia artificial, y lo que convierte al Homo sapiens en una especie extraordinaria es el hecho de que nuestros antepasados invirtieran en cerebros más grandes que recopilaban más información sobre el mundo, razonaban sobre él de maneras más sofisticadas y desplegaban una mayor variedad de acciones para alcanzar sus objetivos. Se especializaron en el nicho cognitivo, también llamado nicho cultural y nicho cazadorrecolector.14 Este abarcaba una serie de adaptaciones novedosas, entre las que figuraban la capacidad de manipular los modelos mentales del mundo y de predecir lo que sucedería si uno probase cosas nuevas; la capacidad de cooperar con otros, que permitía que los equipos de personas lograsen lo que una sola persona era incapaz de conseguir; y el lenguaje, que les permitía coordinar sus acciones y compartir los frutos de sus experiencias en las colecciones de destrezas y normas que llamamos culturas.15 Todo esto permitió a los primeros homínidos vencer las defensas de una amplia gama de plantas y animales, y recoger los frutos en forma de energía, que estimulaba sus cerebros en expansión, proporcionándoles todavía más conocimientos y acceso a más energía. Una tribu contemporánea bien estudiada de cazadores y recolectores, los hadzas de Tanzania, que viven en el ecosistema donde comenzaron a evolucionar los humanos modernos y probablemente preserven buena parte de su estilo de vida, extraen tres mil calorías diarias por persona de más de ochocientas ochenta especies.16 Crean este menú mediante formas de alimentación ingeniosas y exclusivamente humanas, tales como derribar a los grandes animales con flechas con la punta envenenada, hacer salir con humo a las abejas de sus colmenas para robarles la miel e incrementar el valor nutritivo de la carne y los tubérculos cocinándolos.
La energía canalizada por el conocimiento es el elixir con el que evitamos la entropía, y los avances en la captación de energía son avances para el destino humano. La invención de la agricultura hace unos diez mil años multiplicó la disponibilidad de calorías de las plantas cultivadas y los animales domésticos, liberó una porción de la población de las exigencias de la caza y la recolección, y acabó confiriéndole el lujo de la escritura, el pensamiento y la acumulación de ideas. En torno al año 500 a.C., en lo que el filósofo Karl Jaspers llamaba la Era Axial, varias culturas muy distantes pasaron de sistemas de rituales y sacrificios, que se limitaban a conjurar el infortunio, a sistemas de creencias filosóficas y religiosas, que promovían la abnegación y prometían la trascendencia espiritual.17 El taoísmo y el confucianismo en China, el hinduismo, el budismo y el jainismo en la India, el zoroastrismo en Persia, el judaísmo del Segundo Templo en Judea, y la filosofía y el teatro de la Grecia clásica surgieron con pocos siglos de diferencia. (Confucio, Buda, Pitágoras, Esquilo y el último de los profetas hebreos caminaron por la Tierra al mismo tiempo.) Recientemente un equipo interdisciplinar de investigadores identificó una causa común.18 No se trataba de un aura de espiritualidad que habría descendido sobre el planeta, sino de algo más prosaico: captación de energía. En la Era Axial los avances agrícolas y económicos proporcionaron una explosión de energía: más de 20.000 calorías por persona y día en comida, forraje, combustible y materias primas. Gracias a este aumento súbito de energía, las civilizaciones pudieron permitirse ciudades más grandes, una clase erudita y sacerdotal, así como una reorientación de sus prioridades, desde la supervivencia a corto plazo hasta la armonía a largo plazo. Como diría milenios después Bertolt Brecht: «Primero la comida y después la ética».19
Cuando la Revolución Industrial liberó un surtidor de energía utilizable a partir del carbón, el petróleo y la fuerza del agua, posibilitó el Gran Escape de la pobreza, la enfermedad, el hambre, el analfabetismo y la muerte prematura, primero en Occidente y progresivamente en el resto del mundo (como veremos en los Capítulos 5 a 8). Y el siguiente salto en el bienestar humano, el final de la pobreza extrema y la propagación de la abundancia con todos sus beneficios morales, dependerá de los avances tecnológicos que proporcionen energía a un coste económico y medioambiental aceptable para el mundo entero (Capítulo 10).
Entro, evo, info. Estos conceptos definen el relato del progreso humano: la tragedia en la que nacimos y nuestros medios para granjearnos una existencia mejor.
La primera lección que ofrecen es que «el infortunio puede no ser culpa de nadie». Un avance fundamental de la revolución científica, quizás su mayor avance, fue la refutación de la intuición de que el universo está saturado de propósitos. Según esta concepción, primitiva pero omnipresente, todo sucede por una razón, de suerte que, cuando suceden cosas malas (accidentes, enfermedades, hambruna o pobreza), algún agente debe de haber «querido» que sucedan. Si se puede señalar a una persona como responsable de la desgracia, se la puede castigar o demandar por daños y perjuicios. Si no cabe señalar a nadie en particular, puede culparse a la minoría étnica o religiosa más próxima, que puede ser linchada o masacrada en un pogromo. Si no se puede acusar a ningún mortal, cabe recurrir a la caza de brujas, que pueden morir quemadas o ahogadas. En su defecto, cabe señalar a los dioses sádicos, que no pueden ser castigados, pero sí aplacados con plegarias y sacrificios. Y luego están las fuerzas incorpóreas como el karma, el destino, los mensajes espirituales, la justicia cósmica y otros garantes de la intuición de que «todo sucede por una razón».
Galileo, Newton y Laplace reemplazaron este juego de la moralidad cósmica por un universo que funciona como un mecanismo de relojería, en el que los sucesos son causados por las condiciones del presente, no por los objetivos para el futuro.20 Por supuesto que las personas tienen objetivos, pero proyectar objetivos sobre el funcionamiento de la naturaleza es una ilusión. Las cosas pueden suceder sin que nadie tenga en cuenta sus efectos sobre la felicidad humana.
Esta nueva concepción de la revolución científica y la Ilustración se tornó más profunda con el descubrimiento de la entropía. No solo el universo no se preocupa de nuestros deseos, sino que en el curso natural de los acontecimientos parecerá desbaratarlos, toda vez que existen muchas más formas de que las cosas vayan mal que de que vayan bien. Las casas se incendian, los barcos se hunden y las batallas se pierden por falta de un clavo de herradura.
La conciencia de la indiferencia del universo se tornó más profunda todavía por la comprensión de la evolución. Los depredadores, los parásitos y los patógenos tratan de comernos constantemente, y las plagas y los organismos responsables de la descomposición intentan comerse nuestros alimentos, lo cual puede abatirnos, pero no es su problema.
Tampoco la pobreza necesita explicación. En un mundo gobernado por la entropía y la evolución, es el estado predeterminado de la especie humana. La materia no se organiza a sí misma en refugio y ropa, y los seres vivos hacen todo lo posible para evitar servirnos de alimento. Como señalara Adam Smith, lo que requiere una explicación es la riqueza. Sin embargo, incluso hoy en día, cuando pocas personas creen que los accidentes o las enfermedades tengan perpetradores, las discusiones sobre la pobreza consisten básicamente en debatir sobre a quién culpar de ella.
Nada de esto supone afirmar que el mundo natural esté libre de malevolencia. Por el contrario, la evolución garantiza que esta existirá en abundancia. La selección natural consiste en la competición entre genes para ser representados en la próxima generación, y los organismos que vemos en la actualidad son descendientes de aquellos que vencieron a sus rivales en los combates por la pareja, el alimento y la dominación. Esto no significa que todas las criaturas sean siempre rapaces; la teoría evolucionista moderna explica que los genes egoístas pueden dar lugar a organismos altruistas. Pero la generosidad es moderada. A diferencia de las células de un cuerpo o los individuos en un organismo colonial, los humanos somos genéticamente únicos, y cada uno ha acumulado y recombinado un conjunto diferente de mutaciones surgidas en el transcurso de generaciones de replicación tendente a la entropía en su linaje. La individualidad genética nos confiere gustos y necesidades diferentes, y prepara asimismo el escenario para el combate. Familias, parejas, amigos, aliados y sociedades están plagados de conflictos de intereses parciales que se desarrollan con tensión, discusiones y, a veces, violencia. Otra implicación de la Ley de la Entropía es que un sistema complejo como un organismo puede quedar incapacitado con facilidad, puesto que su funcionamiento depende de la satisfacción simultánea de muchas condiciones improbables. Una piedra en la cabeza, una mano alrededor del cuello, una flecha certera envenenada y la competencia queda neutralizada. Más tentador todavía para un organismo que utiliza el lenguaje: una «amenaza» de violencia puede usarse para coaccionar a un rival, abriendo la puerta a la opresión y a la explotación.
La evolución nos ha dejado con otra carga: nuestras facultades cognitivas, emocionales y morales están adaptadas a la supervivencia individual y a la reproducción en un entorno arcaico, no a la prosperidad universal en un ambiente moderno. Para apreciar esta carga, no es preciso creer que seamos hombres de las cavernas fuera de tiempo, solo que la evolución, con su límite de velocidad medido en generaciones, no fue capaz de adaptar nuestro cerebro a la tecnología y las instituciones modernas. Los humanos actuales dependemos de facultades cognitivas que funcionaban suficientemente bien en las sociedades tradicionales, pero que hoy vemos plagadas de errores.
Las personas son por naturaleza analfabetas e incompetentes en el cálculo; cuantifican el mundo contando «uno, dos, muchos» y con burdas estimaciones.21 Entienden las cosas físicas como dotadas de esencias ocultas que obedecen las leyes de la magia simpática o el vudú más que de la física y la biología: los objetos pueden surcar el tiempo y el espacio para afectar a cosas que se les asemejan o que habían estado en contacto con ellos en el pasado (recordemos las creencias de aquel inglés antes de la revolución científica).22 Creen que las palabras y los pensamientos pueden influir en el mundo físico mediante las plegarias y las maldiciones. Subestiman la prevalencia de la coincidencia.23 Generalizan a partir de muestras insignificantes, especialmente de su propia experiencia, y razonan mediante estereotipos proyectando las características típicas de un grupo sobre cualquier individuo perteneciente a él. Infieren la causación a partir de la correlación. Piensan holísticamente, en blanco y negro, y físicamente, tratando las redes abstractas como cosas concretas. No son tanto científicos intuitivos cuanto abogados y políticos intuitivos, que presentan las evidencias que confirman sus convicciones al tiempo que desestiman aquellas que las contradicen.24 Sobrestiman su propio conocimiento, entendimiento, rectitud, competencia y suerte.25
El sentido moral humano también puede obrar en contra de nuestro bienestar.26 Las personas demonizan a aquellos con quienes no están de acuerdo, atribuyendo las diferencias de opinión a la estupidez y la deshonestidad. Para cualquier desgracia buscan un chivo expiatorio. Ven la moral como una fuente de motivos para condenar a los rivales y movilizar la indignación contra ellos.27 Los motivos para la condena pueden consistir en que los acusados han hecho daño a otros, pero también en que han despreciado determinadas costumbres, han cuestionado la autoridad, han socavado la solidaridad tribal o han participado en prácticas sexuales o alimenticias impuras. La violencia se considera moral, no inmoral: por todo el mundo y a lo largo de toda la historia, se ha asesinado a más personas para imponer la justicia que para satisfacer la codicia.28
Pero no somos todo maldad. La cognición humana posee dos características que le confieren los medios para trascender sus limitaciones.29 La primera es la abstracción. Las personas pueden apropiarse de su concepto de un objeto en un lugar y usarlo para conceptualizar una entidad en una circunstancia, como cuando captamos el patrón de un pensamiento como «El ciervo corrió desde el estanque hasta la colina» y lo aplicamos a «El niño pasó de estar enfermo a estar sano». Pueden apropiarse del concepto de un agente que ejerce fuerza física y usarlo para conceptualizar otras clases de causación, como cuando extendemos la imagen de «Forzó la puerta para abrir» a «Forzó a Lisa para que se uniese a ella» o «Se forzó a sí misma a ser amable». Estas fórmulas otorgan a las personas los medios necesarios para pensar en una variable con un valor y en una causa y en su efecto, justamente el mecanismo conceptual que se necesita para formular teorías y leyes. Pueden hacer esto no solo con los elementos del pensamiento, sino también con ensamblajes más complejos, lo cual les permite pensar en metáforas y analogías: el calor es un fluido, un mensaje es un contenedor, una sociedad es una familia y las obligaciones son vínculos.
La segunda escalera de mano de la cognición es su capacidad combinatoria y recursiva. La mente puede albergar una variedad extraordinaria de ideas ensamblando en proposiciones conceptos básicos tales como «cosa», «lugar», «camino», «actor», «causa» y «objetivo». Y puede albergar no solo proposiciones, sino proposiciones sobre las proposiciones, y proposiciones sobre las proposiciones sobre las proposiciones. Los cuerpos contienen humores; la enfermedad es un desequilibrio en los humores que contienen los cuerpos; yo ya no creo en la teoría de que la enfermedad es un desequilibrio en los humores que contienen los cuerpos.
Gracias al lenguaje, las ideas no solo se abstraen y se combinan dentro de la cabeza de un único pensador, sino que pueden ser compartidas por una comunidad de pensadores. Thomas Jefferson explicaba el poder del lenguaje con la ayuda de una analogía: «Quien recibe una idea mía, recibe instrucción sin disminuir la mía; al igual que quien enciende su candela con la mía, recibe luz sin oscurecerme a mí».30 La potencia del lenguaje como primera aplicación para compartir se multiplicó con la invención de la escritura (y en épocas posteriores, con la imprenta, la difusión de la alfabetización y los medios de comunicación electrónicos). Las redes de pensadores que se comunicaban entre sí se expandieron con el paso del tiempo a medida que las poblaciones crecían, se mezclaban y se concentraban en las ciudades. Y la disponibilidad de energía más allá del mínimo necesario para la supervivencia concedía a más individuos el lujo de pensar y de conversar.
Cuando se forjan comunidades vastas y conectadas, estas pueden idear formas de organizar sus asuntos que beneficien mutuamente a sus integrantes. Aunque todo el mundo quiere tener la razón, tan pronto como los individuos comienzan a airear sus visiones incompatibles se torna evidente que no todos pueden tener razón acerca de todo. Además, el deseo de tener razón puede chocar con un segundo deseo, el de conocer la verdad, que es primordial para los testigos de una discusión que no están comprometidos con ninguno de los contendientes. De este modo, las comunidades pueden idear reglas que permitan que surjan las creencias verdaderas a partir de las turbulencias de la discusión, tales como que tienes que aportar razones para tus creencias, puedes señalar los defectos en las creencias ajenas y no puedes hacer callar a la fuerza a quienes no estén de acuerdo contigo. Si añadimos la regla de que has de permitir que el mundo te demuestre si tus creencias son verdaderas o falsas, podemos designar estas reglas como ciencia. Con las reglas adecuadas, una comunidad puede cultivar pensamientos racionales aunque los pensadores que la integren no sean plenamente racionales.31
La sabiduría de la multitud también puede elevar nuestros sentimientos morales. Cuando un círculo suficientemente amplio de personas delibera sobre cómo tratarse mutuamente, la conversación discurrirá en determinadas direcciones. Si mi oferta inicial es: «Yo puedo robaros, golpearos, esclavizaros y mataros a ti y a los tuyos, pero vosotros no podéis robarnos, golpearnos, esclavizarnos ni matarnos ni a mí ni a los míos», no puedo esperar que estés de acuerdo con el trato ni que otros lo ratifiquen, pues no existe ningún buen motivo para que yo goce de privilegios simplemente porque yo soy yo y tú no.32 Tampoco es probable que estemos de acuerdo con el trato «Yo puedo robaros, golpearos, esclavizaros y mataros a ti y a los tuyos, y tú puedes robarnos, golpearnos, esclavizarnos y matarnos a mí y a los míos», a pesar de su simetría, ya que las ventajas que ambos podríamos lograr haciendo daño al otro son superadas con creces por los inconvenientes que sufriríamos al ser perjudicados (una nueva implicación de la Ley de la Entropía: los daños son más fáciles de infligir y tienen efectos mayores que los beneficios). Sería más sabio por nuestra parte negociar un contrato social que nos sitúe en un juego de suma positiva: nadie puede perjudicar al otro y ambos nos sentimos alentados a ayudarnos mutuamente.
Por consiguiente, pese a todos los defectos de la naturaleza humana, esta contiene las semillas de su propio perfeccionamiento, siempre y cuando proponga normas e instituciones que canalicen los intereses particulares hacia los beneficios universales. Entre estas normas figuran la libertad de expresión, la no violencia, la cooperación, el cosmopolitismo, los derechos humanos y el reconocimiento de la falibilidad humana; y entre las instituciones están la ciencia, la educación, los medios de comunicación, el gobierno democrático, las organizaciones internacionales y los mercados. No por casualidad estas fueron las principales creaciones de la Ilustración.