En el otoño de 1998, el pintor José Tola, uno de mis amigos de toda la vida, me recomendó que visitara a una bruja. Yo había caído gravemente enfermo. Desperté una mañana con un fuerte malestar estomacal que en pocas horas terminó llevándome de emergencia al quirófano. Allí, bajo un racimo de luces intensas, me abrieron el estómago: me detectaron cáncer de colon y me extirparon once ganglios linfáticos de ese tramo de mi intestino. Luego, una vez recuperado de la cirugía, fui introducido en el tubo de un tomógrafo que, al momento de monitorear el hígado, encontró centenares de manchas oscuras. Según la lectura de varios oncólogos, aquello era una señal inequívoca de metástasis. “La cosa va mal”, dijeron; y luego, por si yo quería consultar otra opinión, me dieron las placas. Estas fueron examinadas nuevamente en cinco luminosos visores, todos de médicos renombrados. Ellos me vaticinaron seis meses de vida, aunque hubo dos, los más pragmáticos, que lo expresaron diferente: “Es hora de revisar sus finanzas”. Entonces decidí acatar la alternativa mágica que Tola proponía. Total, nada se perdía intentándolo.
La bruja era una gitana de sesenta años. Y, como a toda bruja, la envolvía un halo de misterio. Se llamaba Hilda. “¡Hilda como la valquiria!”, decían los prosélitos de su comunidad esotérica. Derivado del germánico hild, que significa ‘aquella que da batalla’. Además, para darle mayor exotismo, alguien te susurraba al oído: “Y habla arameo”.
Entre mis amigos y conocidos, ni que decir tengo, nadie hablaba dicha lengua, por lo que no podía saber si esto era cierto. El arameo, que hoy en el mundo solo emplea una minoría, se remonta a tres mil años de antigüedad. Mi referencia políglota más versada era el padre de mi amigo, el filólogo Fernando Tola, quien hablaba catorce lenguas entre vivas y muertas: el griego, el latín, el pali, el sánscrito... aunque ignoraba el arameo.
¿Cómo sonará esa vaina?, me preguntaba. (Años después, en 2004, oiría ese idioma gracias a La pasión de Cristo, película dirigida por Mel Gibson; pero para entonces Hilda ya estaba muerta, y por lo tanto, dado que a mí nunca se me ocurrió grabar su voz, no tuve ocasión de cotejar sus palabras con aquellas de la película).
De modo que, incapaz de despejar la incógnita, el primer día en que visité a la bruja fui bastante directo: le pedí que dijera algo en arameo, cualquier cosa. Con una venia de asentimiento, ella accedió sin problemas; pero, poco antes de mover sus labios, tomó mis manos entre las suyas, cerró fuertemente los ojos y soltó unos sonidos roncos, ásperos, como si de pronto la boca se le hubiera llenado de piedrecitas y sufriera un atoro.
—¿Has hablado? —pregunté.
—Sí.
—¿Y qué me has dicho?
—Nada, no te dije nada —contestó Hilda serenamente—. Lo que he hecho es formular una pregunta, pero iba dirigida a tu sangre. Hablé con tu sangre.
—¿Con mi sangre? —me sorprendí.
—Así es. Y la he interrogado sobre tu vida.
—¡Caray!... ¿Y cómo responde la sangre?
La bruja esbozó una sonrisa.
—No usa palabras —dijo—, pero yo la entiendo.
—¿Y qué entendiste?
—Que no te vas a morir.
Acto seguido, sin mayor ceremonia, me roció unas gotas de perfume y pasó por mi frente dos huevos de gallina. Ambos rituales servían para la limpia de venenos. (No decía limpieza; recurría al verbo en tercera persona del presente, como si fuera intermediaria de un él limpia).
La vida es tiempo que pasa. Y bajo el asedio de la muerte, ese mismo tiempo pasa más deprisa. Son minutos negros, en los que vamos adaptándonos a la idea de la propia mortalidad. Pero ¿qué sucede en el pensamiento de un individuo racional de fines del siglo XX, cuando, de pronto, considera que la cura por medicina moderna no es el único medio para postergar el final de su existencia? En dicho proceso, digamos, cae el andamiaje de su lógica. Y tras la polvareda del derrumbe, ve surgir otra perspectiva. Así, en un tris, se impuso Hilda. Al obrar en mí como un sucedáneo de la fe, con la forma del auxilio milagroso que justamente esperan los fieles de cualquier religión, ella me reconfortó.
Un asunto colateral sería el rozamiento de los huevos de gallina. ¿No se trata acaso de una inadmisible superstición? Lo es, sin duda, al igual que el mito de la resurrección o la concepción sin semen masculino de la religión cristiana. La ciencia no ha constatado la resurrección de ningún hombre, ni embarazos que prescindan de espermatozoides. Pero un tercio del planeta cree en eso. Cree también en la misa, ritual mágico en que un sacerdote convierte un pan y un sorbo de vino en la carne y la sangre de un hombre muerto hace dos mil años. ¿Por qué yo no podría creer en los huevos de gallina? He estudiado en un colegio religioso; la gente con esa educación ha crecido creyendo en ritos más extravagantes.
Y algo puntual: ¿por qué acepté ver a Hilda?
Porque necesitaba un poco de fantasía. Los hombres necesitamos siempre una cuota de fantasía. Por eso leemos novelas, entramos a iglesias, buscamos brujas.
Hilda era una mujer bonita de cara, aunque regordeta y canosa. Sus ojos, de un verde claro salpicado de motitas grises, titilaban con suaves destellos. Me imaginé que de joven habría sido atractiva. Tenía el cuerpo caliente, cosa que se notaba al primer contacto físico. Un leve apretar de sus manos resultaba suficiente para hacernos pensar en su misterioso poder; alguna gente decía que su calor inhibía los radicales libres.
Ella pertenecía a una tribu de gitanos que, a juzgar por el estacionamiento en la puerta de su casa, se dedicaba al negocio de los autos usados. Compraban carros viejos o averiados por una bicoca, y luego, tras restaurarlos, los vendían al doble del precio que habían pagado. En otros siglos, los gitanos también se asociaron al transporte: criaban caballos. Pero desde inicios del siglo XX, con el auge automotriz, se volcaron al motor de ignición y desarrollaron habilidades mecánicas con mayores dividendos.
La casa de Hilda era grande, quedaba en Córpac, cerca del Ministerio del Interior, y estaba siempre atestada de gitanos. Varias familias kalderash —todas pertenecientes al mismo clan— vivían allí en comunidad. Los hombres vestían jeans, botas tejanas y camisas floreadas; las mujeres, ropa casual contemporánea, aunque las casadas llevaban pañuelos en la cabeza. Solo unas pocas, en particular las solteras, conservaban la típica indumentaria colorida que las distingue cuando salen a la calle para adivinar la suerte.
A los pacientes —así llamaba ella a su clientela— nos confinaban en un pequeño vestíbulo. Hilda aceptaba a poca gente, porque decía que se desgastaba. Sus pacientes procedían de una clase económicamente holgada, capaz de pagar una cantidad de dinero análoga a la que se paga por consulta a un especialista de clínica cara. Pero no establecía una tarifa; como psicóloga empírica, dejaba que esta la decidiera el paciente.
Yo, si se quiere, era un paciente generoso. Más claro: estaba satisfecho y sentía que era dinero bien gastado. Hilda sabía insuflar el aliento de vitalidad que cada paciente necesitaba. Sus ritos —equivalentes a tratamientos, a la manera de cualquier curandera— procedían de la fusión de dos tradiciones: la gitana y la andina. Para mí, que me consideraba un hombre de inclinación cartesiana y con convicciones sólidas como muros de concreto, aquello, en efecto, suponía un golpe de timón. Apenas unos días antes, en cualquier conversación social, podía haber opinado que ‘la sobada del cuy’ o ‘la pasada de huevos’ me parecían supremas tonterías. ¿Qué me cambió? Nunca llegué a averiguarlo, pero era un hecho que yo ya estaba dispuesto a creerlo todo. Así que, para someterme al tratamiento, que suponía varias sesiones de limpia, salí a comprar huevos.
Los primeros huevos de instrucción eran suministrados por ella, los siguientes debía comprarlos el paciente.
—Huevos frescos —especificó Hilda—. De corral —y pronto, lidiando con una incómoda sensación de ridículo, llegué una tarde a su casa llevándole una bolsa con media docena.
Sentada ante un escritorio, ella atendía como una burócrata del más allá, en tanto sus pacientes nos sentábamos en la silla destinada al visitante. Algún paciente temeroso acudía a veces en compañía de un familiar, para quien se añadía al lado una segunda silla; pero lo común era estar a solas con la bruja, en aras de una conexión más íntima.
Los huevos se depositaban sobre la mesa y tanto Hilda como su paciente los contemplaban con fijeza hipnótica durante unos segundos.
Luego ella cogía uno, lo olía, lo sopesaba en sus manos y, finalmente, lo pasaba por la frente del paciente. Esta era la primera etapa del proceso, en la que Hilda ilustraba al susodicho sobre lo que le correspondía hacer a solas en su casa: pasarse a diario los huevos a sí mismo, uno tras otro, por la frente, el cuello, el pecho, el estómago, a lo largo de las siguientes semanas. Yo, en forma concentrada, debía pasármelos únicamente por la frente y el estómago, a la altura del hígado. La pasada por la frente era indispensable en todos los casos, porque la mente debía purificarse; pero el resto del proceso continuaba, de acuerdo a cada paciente, por las distintas partes del cuerpo en que se focalizaba la enfermedad.
—Ahora llévate los huevos —solía decir Hilda el primer día—. Guárdalos en tu casa, en un cajón que debes mantener lejos de las manos de tu familia; y cada noche, tras hacerte la limpia, devuélvelos al cajón. Regresarás por aquí en quince días para ver cómo van cargando. También, antes de dormir, pon un vaso lleno de agua en la mesa de noche y al día siguiente tira el agua por el lavatorio. Te ayudará en la limpia.
—¿De qué me limpio exactamente?
—Del mal —decía Hilda.
—¿De la enfermedad?
—No solo de eso. También haces limpia del daño que alguna gente te desea.
Y los huevos cargaban, ciertamente.
Pasados unos días, los tomaba y los sentía más pesados: algo estaba creciendo en ellos. El ciclo de carga solía durar cuatro semanas, a veces cinco, tiempo suficiente para que culminara una metamorfosis por transubstanciación: los males de mi cuerpo se trasladaban al interior de los huevos.
—Pero, en concreto —dije con el entrecejo fruncido—, ¿qué aspecto tiene esa carga?
—Espera, ten paciencia —exigió la bruja—; pronto la verás, pronto tendrás ante tus ojos todo aquello que muy poca gente se atreve a conocer de sí misma —y luego señaló que, en esta etapa de la limpia, lo importante era manejar con sumo cuidado los huevos.
—Protégelos entre algodones —dijo—, porque, de romperse alguno, el veneno podría expandirse y desencadenar un daño más agresivo. La rotura de huevos la tengo que hacer yo. Hay que esperar el momento.
Entonces el momento llegó. Y quedé quieto, sumido en una tremenda conmoción, cuando Hilda fue rompiendo uno tras otro la media docena de huevos que le llevé.
Porque ahí, tal como ella anunciara, vi la materia que encubrían las cáscaras: formas duras y viscosas, francamente repulsivas; formas negras, pero de un tono renegrido, como si las acabaran de bañar en brea. Componían figuras antropomorfas y húmedas, ya fueran de aspecto liso o escamado. Una de ellas, de bordes puntiagudos, cayó sobre la mesa y oí un sonido similar al que hubiera causado un pesado guijarro. Eran monstruos (no encuentro otra comparación); sí, monstruos con expresiones feroces, o bien cadáveres de monstruos. Eran cuerpos y rostros deformes, con bocas llenas de dientes, entre manojos de huesos atados por vueltas de cuerdas. ¿Rostros? ¿Dientes? ¿Cuerdas? ¿De dónde salían tales engendros increíbles? Recordé la película Alien, de Ridley Scott, la violenta escena del monstruo que, rompiendo la piel de su víctima, emergía del estómago. ¿Eran estos seres las células enfermas de mi cuerpo, o eran solo pollitos muertos a causa de mis venenos?
¡Qué diablos era eso! ¿Acaso había sido sugestionado? O algo peor: ¿estaba hechizado?
Tan insólita experiencia me llevó a pedir la opinión de gente confiable que pudiera darme respuestas. Veterinarios, científicos, criadores de pollos, tipos centrados. Los acosé a preguntas: ¿cómo se pudren los huevos? ¿Qué aparece dentro de un huevo podrido? Ninguna de esas personas, sin embargo, dio explicaciones satisfactorias. Fuera de mencionar el mal olor que despedía la materia orgánica descompuesta, ninguna tenía noticias de las formas abominables que yo había visto. Ninguna había oído algo parecido.
De modo que seguí presionando a Hilda: ¿pero en qué consiste el asunto de ‘la pasada de huevos’? ¿Cada persona ve cosas diferentes?
—Sí —dijo Hilda—. Ahora bien, yo no les muestro a todos lo que hay dentro.
—¿Y por qué a mí sí?
—No preguntes lo que ya sabes.
(Imaginen aquí mi impávida expresión de desconcierto).
La última persona a quien consulté fue un pintor, mi amigo Tola, docto en monstruos viscerales. En su arte expresionista había algo de las aberraciones de pesadilla que se me habían quedado grabadas en la mente y que me despertaban por las noches.
—Son seres de la Luna negra —dijo Tola.
—¿Qué es eso?
—No lo sé, pero yo los veo.
—¿Los ves?
—Bueno, quizá los alucino.
—¿Eso te sucede cuando pintas?
—Sí.
—¿Y qué es la Luna negra?
—Tampoco lo sé. Pero Hilda me ha dicho que hay que cuidarse de su influjo.
La bruja rompió otros dos paquetes de huevos y me dejó ver más engendros, iguales de negros, duros y pegajosos. “Estoy arrancando la bazofia de tu vientre”, me dijo en una ocasión, con gesto triunfal; mientras yo, desasosegado, batallaba con mi incredulidad que a cada segundo iba perdiendo terreno. Luego me sorprendió ver un engendro que mordía entre sus dientes la punta de un lápiz, o una forma afilada que parecía serlo.
—¿Es un lápiz, no? —le pregunté.
—Sí —dijo la bruja—. Tus enemigos quieren robarte ese lápiz.
Mis enemigos más bien quieren clavarme ese lápiz, pensé.
Al cabo de unos días, en todo caso, me sentí más tranquilo; aunque sin ver señales de restablecimiento, pues seguía estando con la piel pálida, las mejillas chupadas y una flacura de maniquí. Había bajado doce kilos luego del quirófano. Pero aquella tranquilidad ahuyentó la depresión y me alejó de abismos morales y pensamientos luctuosos.
La cercanía de la muerte nos pone filosóficos. Repentinamente, la vida y los líos que acarrean nuestras pequeñas ambiciones pierden sentido. Uno se vuelve a mirar el mundo como si lo mirara por primera vez, con la frescura y la emoción de la infancia. Sales a caminar y lo que ves te parece una maravilla, un prodigio de la naturaleza. Nos fascina observar una flor, un petirrojo, una chica con cola de caballo que pasea en bicicleta.
Fue ahí cuando decidí viajar y profundizar en la contemplación; y es que, al darme cuenta de que mi vida podía terminar de un momento a otro, ya nada importaba. Los médicos aconsejaban que dejara listo mi testamento y arreglara mis finanzas; la bruja, en cambio, decía que pasara de ellos. ¿A quién debía hacer caso? Había optado por una quimioterapia oral, la menos invasiva, sin consecuencias de efectos secundarios, náuseas o vómitos, gracias a que otro médico me recetó que consumiera marihuana.
Empecé a fumar un tronchito diario y me fue perfecto; no tenía malestares. Pero, cuidado, me decía una voz interior, no bajes la guardia. Fíjate que el dolor se te presentará en cosa de dos o tres meses; por tal razón me propuse andar sereno pero atento. “¡Viajaré!”, prorrumpí entonces. “¡Nada resulta más relajante! Si me quedan seis meses de vida como aseguran los médicos, prefiero irme despidiendo del mundo, del buen vino, de las ciudades hermosas, de los jardines y de las obras maestras de los museos”.
¡Seis meses! Increíblemente, varios médicos coincidían en ese cálculo, como si la muerte fuera a recogerme de mi paradero con la puntualidad de un autobús berlinés.
De un momento a otro organicé un viaje a Europa, hacia los lugares donde la había pasado bien en mejores épocas, e invité a mi hija Camila para que me acompañara.
Hilda aplaudió mi decisión. Y mi amigo Tola también.
—Viaja, Ampuero —dijo Tola—. Pero no te olvides de llamar por teléfono.
—No lo olvidaré —contesté. Aunque llevado por los ajetreos, terminé olvidándome.
Camila tenía entonces catorce años y fue una amena compañera de viaje. O más que amena: fue comprensiva y tolerante. Hicimos una primera escala en Barcelona, bella ciudad portuaria que ofrecía un aire casi limeño, lo suficientemente húmedo para dos peruanos anfibios. Era grato respirar a gusto por la nariz y las branquias. Habíamos llegado a un otoño fresco y soleado, estación inmejorable para salir a disfrutar del encanto de las ramblas, la plazuela del rey, los edificios modernistas, las librerías. El tiempo, nueve días clavados, se nos pasó volando, y ahora... jirones de recuerdos ondean en mi memoria...
... el museo Picasso, por ejemplo; exhiben allí, en pleno barrio gótico, la precoz y deslumbrante obra juvenil. Por los alrededores, más tarde, alguien me señala el piso donde había vivido ‘ese genio venido de Málaga’, antes de instalarse en París. Compartía el piso con un amigo, otro artista joven, pobre como él. Todo el dinero se lo gastaban en lienzos y tubos de pinturas, o en austeras raciones de comida. No les alcanzaba para comprar muebles. Por eso mismo, un día en que invitaron a unas chicas al piso, Picasso decidió ‘decorarlo’. Pintó las paredes de aquel cuarto vacío. En los cuatro costados fueron apareciendo butacas de cuero, aparadores colmados de platería, lujosas mesitas de centro, esbeltas lámparas luminosas, alfombras, gobelinos, retratos de medallón y naturalezas muertas, todo el mobiliario de un elegantísimo salón burgués de la belle époque. Pasaron allí una velada espléndida y efervescente, como si fueran los chicos más ricos del universo.
—Picasso o el arte de soñar la vida —farfullé.
A mi hija, entretanto, le atraía la cruda realidad. Habíamos ido a almorzar comida española a una tasca afamada por ser una de las favoritas del rey Juan Carlos, en las inmediaciones del barrio chino. Este era un barrio de putas. Grupitos de mujeres hacían la calle, taconeando o parándose en las esquinas. Camila, sin embargo, se interesaba más en el rasgo decadente del paisaje: las putas viejas. Mujeres de bien trajinados sesenta años, maquilladas y en minifalda, expuestas en la vereda. Habían sacado unas desvencijadas sillas vienesas, en las que se sentaban cruzando coquetamente las piernas. Esperaban, fumaban, charlaban. Y a ratos, abriendo unos ojos inmensos, rompían a reír. Le dije a Camila que me gustaba la risa de aquellas putas: me hacía pensar en la belleza de las ruinas.
Y me recordaba, además, al cantante callejero de la película Muerte en Venecia: un sujeto grotesco que irrumpía en la terraza de un hotel aristocrático para entonar una cantinela de rítmicas y desaforadas carcajadas, todo un agravio de alegría obscena.
Así concluyó el capítulo Barcelona.
Horas después, y ya en el vagón del tren que nos conducía a París, sentí la necesidad (¿contagiada por Picasso?) de amoblar mis vacíos. Y le dije a Camila que quería entrar al Louvre y robarme La Victoria de Samotracia, La bañista de Ingres, los Tizianos; detenerme a contemplar esas obras maestras y, al hacerlas mías, amoblar con ellas mi imaginación. Camila se rió. Luego, pragmática, me leyó el pronóstico del tiempo y dijo que en París nos aguardaban tardes lluviosas; yo le contesté que también nos aguardaban amigos peruanos enterados de mi enfermedad, ávidos por conversar y saber de mí.
Les revelé a ellos la historia de la bruja y el ritual de los huevos. Me miraron con una sonrisa afligida como yo los hubiera mirado si estuviese sano y ellos en mis zapatos.
Y al segundo día en París, me asaltaron las dudas. O quizá sea mejor decir que estas abrieron sus interrogantes: ¿será cierto que no hay esperanzas? ¿Cómo saber si estoy muriendo? No me sentía capaz de contestar. Tales preguntas me acometían en la mañana, delante del espejo. Al mirar mi reflejo, me decía: “Cualquier humano viviente empieza a morir desde el momento en que nace. Pero, bueno, mucho de ese tiempo transcurre en la inconsciencia. Yo, en cambio, tengo fecha de vencimiento”. El hecho de respirar, de seguir vivo, reclama distracciones: paseos, ejercicios y un plan de actividades que incluyen cenas alegres y bien rociadas. Mi principal problema llegaba a la hora de irme a dormir: mi cabeza se llenaba de sombras... Nadie sale ileso de la noche ni de sí mismo cuando está en vísperas de partir al otro mundo; nadie se libra del pantanoso ensimismamiento.
Por fortuna, la batalla del reposo cuenta con refuerzos: las pepas. Tras haber encuestado a mis expertos amigos peperos, elegí el Dormex, somnífero eficaz. “Te duermes en cinco minutos y, lo mejor de todo, despiertas sin resaca”, dijeron. “Lo malo es que genera adicción”. Me reí de buena gana. “¿Adicción?”, respondí, meneando la cabeza. “¿Qué importa eso si me quedan seis meses de vida? ¡Moriré igual, moriré adicto!”.
A propósito de ello, yo ya me había percatado desde hacía muchos años de que era uno de esos individuos desprovistos de personalidad adictiva. Para descolgarme de cualquier vicio, bastaba que quisiera dejarlo. Había dejado el cigarrillo, la hierba, la coca, el ácido, el san pedro y tantas otras drogas. El Dormex, sin embargo, tenía sus mañas; requería quitárselo de a poquitos. Cuando disminuí la dosis a la mitad, me quedé dos semanas sin dormir; y cuando más tarde la reduje a un cuarto de pastilla, me tomó otro tanto. Finalmente, al quitármela toda, fueron cuatro largas noches de merodeos insomnes por la casa en penumbra y, ¡bingo!, sobrevino la modorra previa a la plenitud del sueño.
Tengo, eso sí, un vicio que no logro derrotar: la lectura. Leer me eleva tanto como la droga más estimulante. «Leer nos da la posibilidad de vivir cinco mil años», decía Umberto Eco. «La lectura es una inmortalidad hacia atrás». Y, asimismo, constituye un vicio que ayuda a estar despierto; aunque lo mismo digo del café, el cortado matinal y el vespertino, que son como pataditas al alma. Libros y café: dos lúcidos aliados del pensamiento.
Así pues, en la feliz circunstancia de aquel viaje, la vida, o lo que me quedaba de vida, todavía se podía disfrutar. Era cuestión de serenidad y de dejarme ir. Llegado el momento crucial, para cuando me hostigaran los primeros dolores, tenía otra estrategia: evitar las sondas y el entubamiento del hospital, evitar el tiempo absurdo de la agonía, evitar las visitas compasivas, evitar el inútil desembolso económico. Irme lejos de casa y detenerme en un jardín, de cara al mar, en lo alto de un acantilado. He vivido siempre con vista al mar, y, bueno, me gustaría morir igual, contemplando la misteriosa inmensidad del océano. «Todo pasa y muere como pasa y muere la espuma de las olas», decía Goethe.
Mi solución era una Smith & Wesson, calibre 38, comprada por esos días de forma clandestina. A diecinueve años de haber sostenido aquella arma en mis manos, reconozco hoy que me incliné entonces por una solución melodramática: disparo a la boca, con secuela de sangre y sesos derramados. Un triste espectáculo para mis familiares y para los pobres infelices que, por azar, tropezaran con mi cadáver. Ahora, de caer en un trance semejante, recurriría a la química: la sobredosis de barbitúricos; o, siguiendo el ejemplo de Freud, la sobredosis de morfina, la muerte relajada por opio inyectable. ¿Y el fulminante cianuro? Una cápsula de cianuro te mata en segundos. Al parecer queda la piel teñida con un tono verdoso, pero eso se arregla con los cosméticos de la funeraria que te devuelven el color.
Si no muero por accidente o suicidio, espero poder morir de infarto. Es la forma más rápida e higiénica. Lo terrorífico, lo peor que podría pasarme, sería el derrame cerebral, la parálisis o el alzhéimer. Eso ha de ser la antesala del infierno. Estar muerto en vida, enjaulado en tu cuerpo, impedido de decidir tu final. Algunas veces, cuando saco a pasear a Cayetana, mi perra, me cruzo en el parque Domodossola con personas que circulan en sillas de ruedas. Algunos de sus ocupantes hablan y sonríen. Otros no: son seres inmóviles, fantasmas. Miro sus ojos y percibo el brillo de sus miradas, llenas de tristeza o quizá de desesperación. No mueven un dedo, pero yo presiento que tales individuos todavía siguen pensando. Recuerdo a un anciano, llevado por su enfermera. Delgado, de ojos azules, pulcro, bien vestido, peinado con esmero. Veo sus ojos y su boca contraída en un gesto de asco. ¿Le repugnan la crueldad y la estupidez de ciertos principios morales? Cayetana se detiene ante el anciano. Tiro de la correa, pero se resiste. Tras olisquear sus finas ropas, le lame una mano. Ella intuye su tragedia, ladra. La mirada vaga del anciano, creo yo, nos está diciendo que lo matemos de una buena vez, que pongamos fin a su sufrimiento.
¿Qué nos impide clavarle un cuchillo en el corazón? Si estuviera yo en tal situación, rogaría que me degüellen o me arrojen por la ventana del piso doce de mi edificio.
La gente no quiere oír hablar de estas cosas. Tiene razón. Es una parte miserable de la existencia y, si la vida marcha bien, no hay motivos para tanto chapaleo morboso.
Así pensaba yo unas semanas atrás. Me sentía benditamente sano y rebosante de proyectos. Mi vida no era perfecta, pero la voluntad de vivir, la escritura y las ganas de seguir soñando conjuraban los baches. Arrastraba un matrimonio destrozado, convertido en matrimonio abierto durante los últimos años —cada uno hacía su vida, aunque con cierta discreción—; una relación patética sujeta por hilos invisibles: el recuerdo de ternuras que ya no existían, la manía de hacernos daño. También, claro, nos ataban cables de acero: la costumbre, las propiedades en común, el apego a nuestra hija y, tal vez, lo más triste: la frustración y el desamparo ante otro fracaso. Sin embargo, repito, estaba sano y feliz, o al menos lo parecía. Un poco más flaco que lo habitual, pero no como para preocuparse.
Hay personas propensas al entusiasmo. Yo soy de esa estirpe: nací con un humor a prueba de bombas. No lo atribuyo al optimismo, sino a la tenacidad. Incluso cuando avasallan las malas rachas, el desempleo, las deudas, no me derrumbo; ni las penurias del desamor me derrumban; más bien alzo la cabeza y pienso en cómo salir del atollo.
Pero una exesposa, de hecho, significa zozobra, amenaza latente, colisión planetaria.
¿Estoy siendo demasiado incorrecto? Quizá. Por simple elegancia y caballerosidad, luce feo hablar mal de la ex, pero lo cierto es que, para dejar las cosas en claro, mi ex, según mi punto de vista, era una loca de los mil diablos que pretendía matarme a disgustos. Bueno, yo también estaba un poco loco. No recomiendo que tomen partido por ninguno de los dos, ni por ella ni por mí. Solo he dicho esto para dar el contexto de aquel día aciago, cuando el mal llegó. Y el mal no venía de afuera, sino de adentro.
La noche anterior al día en que enfermé me encontraba en el bar del restaurante La Gloria. Bebía vodka tonic, departía a mis anchas, celebraba la vida. Había invitado a un amigo neoyorkino, el poeta Ted Shapiro, con el fin de devolverle las atenciones que él me había brindado en Nueva York durante un congreso de escritores organizado por el Rockefeller Center y la American Society. Antonio Cisneros, que pasaba por el bar de casualidad, o no tan de casualidad, se sumó a la celebración y los tragos se prolongaron hasta casi la gloria eterna. La pasamos bien, pero la resaca me llevó al borde de la muerte.
A las tres de la madrugada empezaron los dolores. A las cinco, una ambulancia fue a mi casa y me trasladó con la sirena ululando por la Vía Expresa hacia la clínica Ricardo Palma. Tenía el vientre inflado. Parecía una obstrucción intestinal, pero era un asunto más serio. A las siete de la mañana varias personas vestidas de blanco entraron a mi cuarto de la clínica y corrieron las cortinas. La luz del sol me cegó. Una de ellas me mostró unas radiografías y dijo: “Hemos venido a prepararlo para la mesa de operaciones”. Otra intentó meterme unas sondas de plástico por las fosas nasales, en dirección a mi garganta. Grité: “¡Me asfixio! ¡Sáqueme esa vaina, carajo!”. Me revolví en la cama. Alguien me inyectó un sedante, pero no surtió efecto; mis gritos no amainaban. Entonces llamaron al cirujano, un tipo alto, de pelo entrecano, muy educado. Él también procuró apaciguarme. “Señor Ampuero, entienda, por favor, las sondas son imprescindibles”. Era inútil. Yo pataleaba, hacía aspavientos: era un epígono de Jack Nicholson en Atrapado sin salida. Grité otra vez: “¡Váyase a la puta madre!”. Y lo insulté hasta su quinta generación. El cirujano, indignado, se quejó con mi esposa y amenazó con delegar a otro médico. Me reí a carcajadas y grité con desbordante energía: “¡Sí, doctor, lárguese de inmediato! ¡Quiero otro médico!”. Retorciéndose las manos, mi esposa se disculpó en mi nombre: arguyó que yo padecía neurosis patológica. Me comporté pésimo, en verdad. Todos a veces nos portamos pésimo. No paré de gritar y de convulsionar en la cama hasta que, muy a mi pesar, el sedante llegó a mi cerebro: sentí que me adormecía y balbuceaba, mientras sonreía como un idiota y entornaba los ojos. Una enfermera aprovechó el momento y por fin me colocó las sondas.
En la sala de cuidados intensivos, moviéndome en un estado de sopor y amodorramiento, o durmiendo profundamente, permanecí dos días enteros, 48 horas. Pero cuando emergía del sueño, eso sí, despertaba a los gritos: por el dolor, por la gran herida que tenía en el estómago; y para hacerme callar —“¡Morfina! ¡Morfina, por piedad!”, rugía yo. O peor aún, suplicaba, imitando a los soldados moribundos de las películas de la Segunda Guerra Mundial: “¡Máteme, sargento, o deme otro pinchazo!”—, las enfermeras, seres celestiales, me picoteaban el brazo. Cada inyección traía su pedazo de cielo, de paz, de alivio. También pedía que viniera el cirujano, objeto de mis insultos. Se apellidaba Burga. Siempre me decían que estaba dormido cuando él hacía su ronda. No sé si mentían. Yo estaba avergonzado de mi grosería y quería disculparme. Me acordaba de todo el despelote que había montado. Aquel médico hizo de veras un buen trabajo. Retiró los tejidos enfermos, pero también los tejidos sanos de alrededor, por si se habían infiltrado otras células cancerosas; me dejó limpio. Viéndolo ahora a la distancia, su intervención fue providencial y muy profesional: una parte determinante de mi recuperación.
Tres días más tarde, retorné al cuarto de la clínica para iniciar mi incierta convalecencia. Y estalló otro despelote, aunque ocurrió en el cuarto contiguo. No gritaba el paciente, tal como sucediera en mi caso; era un accidentado en estado de coma. Los gritos provenían de sus indignados familiares que no atinaban a establecer los trámites para que el responsable del accidente desembolsara una justa indemnización. Al pobre le había caído un letrero luminoso en la cabeza; se hallaba parado en la puerta de un chifa, esperando a unos amigos con los que se reuniría para comer, cuando fue aplastado por el letrero.
La mala suerte, el desventurado azar. Recordé el intento de suicidio de Libertad Lamarque, célebre cantante y actriz a la que quince años atrás había entrevistado. Durante una gira artística por Santiago de Chile, ella se lanzó del balcón de un hotel y «tuvo la fortuna de caer encima de un desafortunado transeúnte: un dentista que quedó con la espina dorsal rota» (la cita proviene de Gato Encerrado, 1987). Ella se curó de sus agobios y siguió cantando treinta años más; él vivió paralítico por el resto de su vida.
En el breve período en que visité a Hilda pasaron muchas cosas. Hice una gran fiesta en celebración de mi cumpleaños y convoqué a un centenar de amigos (junto a un furtivo par de enemigos); puse orden en mis escritos inéditos, y, con mayor aplicación, rompí otros que no estaban a la altura o no merecían sobrevivir; pagué todas mis deudas, salvo las hipotecas que se pagarían solas, para evitar molestias a mis herederos.
Pero lo más importante, creo yo, fue salir a la calle. En mi primera salida, dada la cercanía del óvalo Gutiérrez a mi departamento, decidí dar un paseo por el súper de Wong para probar mis fuerzas. Y así, entre los tomates y las hortalizas, en tanto deambulaba inmerso en la multitud de clientes, encontré a una amiga y nos saludamos.
Saludo con beso a la limeña, turbado por un error de sincronización del radar interno de ella y el mío: en vez de besarnos las mejillas acabamos uniendo nuestros labios en un beso rápido y casual pero estremecido. Un contacto tierno, si se quiere, pero con su carga de tensión sexual. ¿Un beso adrede? De mi parte, no; estoy seguro. Sea como fuere, aquel beso inesperado cumplió su cometido: disolvió el aturdimiento en que vivía.
La relación con esta amiga, que desde ahí en adelante ha sido siempre una buena amiga, me devolvió la seguridad íntima. Pasados unos días, la cité para conversar, hablar de libros y películas. Pronto, tomados de la mano, llegamos a la cama, titubeantes. Yo más titubeante que ella, porque estaba flaco y débil, y, en tal condición, aún no había puesto a prueba mi sexualidad. ¿Funcionaría? No tenía idea, pero tampoco era cosa de ponerme a divagar y me lancé a sus brazos. ¿Fue un flechazo por desesperación? ¿Una terapia casera? ¿Un romance solidario? ¿Una caminata por la cuerda floja? Quién sabe.
Y unas semanas después, encontré a otra amiga. Esa chica, flor de simpatía, había sido mi amante y era una entusiasta. “¿Solo te han dado seis meses de vida?”, me preguntó. Asentí. “Bueno, no tardemos ni un minuto más”, agregó. “¡Vamos a un hotel ahora mismo!”.
La reanudación de mi vida sexual, en fin, fue un gran aliciente, pero la visita y la charla de los amigos, a pesar de que buscaba a los más francotes y pesimistas, también ayudaron.
Al quinto día de haber salido de la clínica, llamé por teléfono a Mirko Lauer, poeta y ensayista, para que me acompañara a caminar por el parque Dammert, situado frente a mi departamento. El impaciente Mirko llegó puntual. Serio, con su estilo entre arrogante y desenfadado, anduvo a mi lado y, con un silencio de sepulturero, oyó el desgranar de mis reflexiones sobre la fugacidad de la vida. Luego, levantando la mirada hacia el cielo, dijo: “Así es esto, Fernando. La vida se acaba en algún momento. Te han dicho que morirás y es probable que así sea, ¿pero qué ocurre si metieron la pata? Yo tengo la respuesta: vas a pasarla de puta madre; vas a vivir en una nube, por encima de envidias y rencillas”.
—¿Y cuánto durará eso?
—Dos años —dijo Mirko.
(Fue un pronóstico acertado. Durante ese tiempo, en efecto, la gente fue amable conmigo. Aunque no menos que en otros tiempos, en los que gozaba de buena salud. La diferencia estuvo en los matices sutiles. El toque extra de simpatía y solicitud que me brindaban lo ponía la posibilidad de que en cualquier momento la palmara).
¿Y dudé de los buenos augurios? ¡Por supuesto! Me sabía pálido y débil. Además, ¡cómo negarlo!, pensaba que tantos médicos no podían equivocarse, pero así fue. Este error, a la larga, me perjudicó, dado que, al hacer mi testamento, acepté las presiones de mi ansiosa viuda en potencia y cedí más de lo que debía en una precipitada separación de bienes. Sin embargo, fue una suerte —otra vez el bendito azar— que no tuviera todas mis propiedades libres, ya que algunas estaban hipotecadas al banco y, por lo tanto, no podía testarlas como legado. Esos bienes salvaron mi futura economía de sobreviviente.
Por esos días, de otro lado, todavía no conocía a Hilda. Faltaban semanas para que ello sucediera. Transcurrían los nefastos días en que, con angurria fenicia, varios médicos proponían hacerme nuevas operaciones. Vesícula, apéndice, etcétera. Las rechacé todas. Pero, tras indagar aquí y allá, encontré a un médico, Andrés Solidoro, oncólogo de la vieja escuela, quien me apoyó y optó por aplicarme la 5FU, una sencilla quimioterapia experimental; pastillas, no inyecciones. Se decía que las pepas de esa quimio eran bombazos y estaban dando resultados.
Mientras tanto, los rumores de que me habían desahuciado corrían velozmente.
Saben mis amigos que tengo las horas contadas, pensé. Y probablemente muchos recuerden que estamos en el mes de julio y se viene mi cumpleaños. Siempre lo festejo.
—¿Cuántos cumples? —preguntó Tola.
—Cuarenta y nueve años.
—Humm... No eres joven. Solo estás joven para morir.
—Es cierto.
Le conté que no pocos en mi familia habían muerto jóvenes. Mi madre había muerto a los cincuenta y uno; mi tío Carlos, a los cincuenta y ocho. Yo no sería la excepción.
Y de pronto se me ocurrió algo.
—Voy a hacer una fiesta —dije.
—¿Por tu cumpleaños?
—Eso servirá de pretexto. Pero en realidad será una fiesta de despedida.
La fiesta resultó un éxito. Se hizo en un penthouse de doble altura, largo balcón y grandes ventanales, frente al parque Dammert. Uno de esos divertidos ágapes en clave de tutti frutti que me salían estupendos. Es decir, nada de que ‘ese tipo y ese otro no se llevan, y por eso borramos a uno de la lista’. No. Que todos vengan. Y con tal criterio, sea para amarnos u odiarnos, convoqué a amigos escritores, pintores, cineastas, periodistas y políticos, y a toda la bella fauna de bailarinas, modelos y hasta artistas de performances.
Al principio los invitados fueron desfilando de forma ceremoniosa. Cordiales, aunque no sin cierta incomodidad, todos, tan pronto llegaban, me buscaban y se acercaban a saludarme. Era, literalmente, un desfile. Yo estaba apoltronado en un butacón de la sala, sosteniendo una copa de vino sobre el brazo del mueble. Algunos, en particular los amigos íntimos, me hablaban en tono confidencial con susurros a mi oído. Esto despertaba curiosidad entre los invitados más jóvenes. Imaginé que en otras circunstancias, por el simple hecho de que asintiera varias veces con la cabeza, los jóvenes invitados podrían haberme comparado con el protagonista de El padrino, un Marlon Brando bajo de peso y que reflexionaba con los ojos cerrados, en tanto alzaba ligeramente la cabeza y respondía con medias sonrisas.
Pero no era el padrino; era solo un hombre derrotado por sus propias células.
Luego todo cambió. Llamé al jefe de los tres mozos que había contratado y ordené que sacara más cajas de whisky y vodka. En cosa de media hora, la gente reía, hablaba a los gritos, bailaba, subía al tope el volumen de la música. Sonaba el viejo jazz que yo solía poner en ese tipo de veladas. La fiesta se convirtió en una juerga simpática y ruidosa como la de esos locos funerales de Nueva Orleans. Algunas personas se peleaban, otras se besaban, otras venían cada cierto tiempo a abrazarme. Ya no era más el falso padrino que oía frases alentadoras ni el sentido pésame por anticipado, sino más bien un actor secundario, o más precisamente ese actor de La fiesta inolvidable, atribulado pero tolerante, que interpretaba al anfitrión de la suntuosa casa en la que se celebraba la fiesta.
Contemplando a mis congéneres, yo rehacía ese rol. Pero luego, al volver en mí, me partía de risa sin disimulo. Por lo menos tres de mis invitados (no diré quiénes) deambulaban con tambaleos y gestos hilarantes como los del actor protagonista, el extraordinario Peter Sellers, cuando andaba urgido de urinario. Los tres baños de la casa, incluido el de servicio, estaban ocupados por invitados ansiosos que se encerraban a mear o a jalar; se hacían colas en sus puertas. Casi no menciono nombres en este relato, ya lo ven. Creo que basta y sobra la impudicia de contarles mis lúgubres vicisitudes.
En cambio, tengo otros nombres que no escamoteo. Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Jean-Paul Belmondo, Robert de Niro. Todos ellos fabulosos actores del cine mundial a los que considero grandes amigos. ¡Me han acompañado tantos años! La mitología del cine, desde su inicios, ha sustituido en libros y coloquios las referencias a los dioses griegos de la antigüedad; hoy se habla de actores (o de sus personajes), mitos vivientes de los modelos de conducta. Y, bueno, ya habrán notado que mi memoria es como una sala en penumbra donde a ratos se proyectan secuencias de las películas que más me impresionaron. Mi memoria no inventa, ni adorna; simplemente se limita a evocar vivencias emotivas. Mi sensibilidad es vicaria, por libresca y cinematográfica. Pero ahora último, gracias a Tarantino, Malkovich, Clint Eastwood y Bill Murray, está más ligada a la gran pantalla.
No lloro cuando muere un familiar muy querido, pero sí, por ejemplo, cuando veo Doctor Zhivago, especialmente la escena de la cabaña en la que Lara y Zhivago, tras caminar hasta el agotamiento por las estepas nevadas, encuentran refugio. Ponen unas gruesas mantas en el suelo, descansan. Él se despierta a medianoche y escribe un poema; ella, haciéndose la dormida, no cesa de espiarlo. Hay una luz azulina en la cabaña y, a través de las ventanas, vemos que sigue nevando. Al cabo de unos minutos, mientras él duerme, Lara se acerca a leer lo que Zhivago ha escrito. Son versos que hablan de ella: cantan su belleza, su coraje, su ternura. Lara lee y llora en silencio. A juzgar por su expresión, intuyo que no se reconoce. Tal vez la conmueve verse tan idealizada. Así que no aguanta el intenso trance de emoción y llora. Y yo también lloro. No tengo un pañuelo entre las manos, pero sí el control remoto, el que pulso en review y repito el llanto. Apago la tele porque temo que pronto se inunde el departamento y la marea de mis lágrimas se desborde por el hueco del ascensor y hasta por las escaleras del edificio que habito.
Omar Sharif y Julie Christie vivirán siempre en mi corazón.
Le pregunté a Hilda si iba al cine. Me contestó: “Voy poco, pero me gustan las películas de amor”. Hilda era una bruja romántica. Sin embargo, sus temas preferidos de conversación (aparte del rito de ‘la pasada de huevos’) eludían el celuloide; giraban más bien en torno a la realpolitik, la corrupción gubernamental, el poder fiscalizador de la prensa. Antes que hombre de letras, ella me había encasillado como periodista combativo y, por consiguiente, recordaba mi pasado televisivo, cuando conducía programas políticos en la tele. Suponía que de ahí, de mi trabajo de perseguir corruptos, procedían mis enemigos. Con ello reforzaba su teoría del daño. Era posible, sin duda. Pero también, le dije, saltan enemigos en otras trincheras. Del mismo periodismo, por ejemplo. A tal punto que, tres años más tarde, en 2001, un exasperado renacuajo empezó a atacarme y no permanecí indiferente. Le dediqué la mitad del verano de ese año a escribir un libro en respuesta, El enano, historia de una enemistad. Pero eso ya es otro relato, pese a que en sus páginas hablo también de mi enfermedad.
En cuanto a la vena romántica de Hilda, el destino le jugó una mala pasada. De tal situación yo me enteré a causa de un incidente que aconteció en la sala de su casa y que me dejaría ver a alguien que iba a asumir el rol protagónico en un futuro escabroso que ya tomaba forma.
Un día que fui a su consulta, llevándole la acostumbrada bolsa de huevos, me trasladaron a aguardar el turno en la sala de la casa porque el vestíbulo se hallaba en reparaciones. Era yo el único paciente en espera, sin más compañía que dos gitanas mayores, sentadas en un diván, en plan de parloteos y vigilancia. Sin interrumpir su cotorreo, aquellas gitanas se inclinaron en una reverencia. Sabían que venía por Hilda.
De modo que, para hacer tiempo, me dispuse a husmear. Y antes que fijarme en los pomposos muebles con patas de garras doradas —los gitanos adoran el mobiliario de los ‘luises’— llamó mi atención la abundancia de vitrinas. Hilda era aficionada a coleccionar figurillas del siglo XVIII. Sentí que me asomaba a los mostradores de una tiendecita de París especializada en miniaturas de porcelana rococó. No sabía mucho de ese dudoso gusto decorativo, remedo de una moda burguesa que acopiaba pequeñas artesanías inspiradas en cortesanas palaciegas con pelucas blancas y ropas de colores pastel, en particular el azul real y el rosa Pompadour; pero se veía pretencioso, era la quintaesencia del kitsch. Y andaba pensando en eso, distraído (aunque sin ánimo inquisidor), cuando de pronto entró a escena una chica esbelta como un lirio. Una gitanilla con ínfulas de vendaval o de diva de opereta. La chica llevaba un blusón de colores que exhibía la tersura de sus hombros desnudos. Tenía la boca carnosa, roja como una ciruela, y el pelo aleonado color de la miel. La miré tres segundos. Era preciosa.
Y en eso percibí miradas torvas. Mientras las gitanas mayores le barrían la facha de arriba abajo a la recién llegada, les salían chispas de los ojos. ¿Qué ocurría? Aquella chica, lo supe después, era una herida abierta en la vida de la tribu: un surtidor de conflictos, un peligro.
No todo enredo amoroso agrada a Hilda, pensé. Y menos aún si este emana de los vaivenes de una gitanilla con apremios de corazón.
Hilda jamás hablaba de dinero. Yo quería contarle que mi amigo Tola, a quien ella tenía en gran estima, había enviado un regalo por mi cumpleaños. Vestidos con mamelucos, cuatro hombres llegaron al departamento e izaron un cuadro con sogas hasta dejarlo en el balcón del quinto piso. Era un óleo suyo, de formato grande y recientemente pintado, el cual podía yo colgar en mi sala, o bien usarlo como quisiera. Decidí que tal obra, cuya cotización alcanzaba una cifra considerable en dólares, ayudaría a pagar la universidad de mi segunda hija, Camila. La de Adhara, mi otra hija, ya estaba pagada, pues había culminado sus estudios. Mi obligación de padre, pensaba, era dejarles algo duradero: una buena educación, la única herramienta que las ayudaría a abrirse paso en la vida.
Me detuvo el prejuicio. Hablar de plata con gitanos no es buena idea. Eso había escuchado yo de niño, no bien tuve mis primeros contactos con personas de esa etnia.
Los primeros gitanos que vi en mi vida fueron mujeres. Muchachitas gráciles que acosaban a los viandantes del jirón de la Unión, cuando las bien trajeadas multitudes de entonces desembocaban en la plaza San Martín. Una gitana vieja, a pocos palmos, supervisaba que todo marchara en paz. Si alguien molestaba a las gitanillas, la vieja corría en su defensa con las fauces abiertas, como una hiena. Yo tendría ocho años cuando presencié ese tipo de escenas, pues aun vestía pantalones cortos. Pero recuerdo una bonita mañana en que iba caminando de la mano de mi madre y las gitanas se nos aproximaron.
—Le leo el futuro, señora. Y también le adivino la salud al niño.
Mi madre se puso nerviosa y huyó del asedio entre vagas disculpas, jaloneándome a marcha forzada. Me volví a mirarlas: las gitanas reían y me hacían muecas burlonas.
Unas horas después, tan pronto volvimos a la casa, unas amigas de mi madre cayeron de sorpresa. Ella les contó el incidente y todas comentaron lo atrevidas que eran esas gitanas y lo seductoras que solían ser. Pude escuchar a hurtadillas cuando mi madre decía: “¡Y me sorprende lo bien parado que tienen el busto! ¡No usan sostén!”.
Por esa época, se atribuía a los gitanos la leyenda negra de que robaban niños. No creo que mi madre tomara esto en serio; pero, de hecho, lo utilizaba para asustarme. Todos los niños que conocía, los de mi barrio y el colegio, se asustaban cuando veían gitanas.
El único peligro, en realidad, era que te convencieran con sus tretas de cualquier embuste y te sacaran algún dinero. Pero ello, a fin de cuentas, lo hacía todo el mundo. Eran negocios, simple y llanamente. Te vendían el sueño anhelado y tú lo comprabas. Eso.
Gracias a mi tío Dante, sin embargo, pude observar el mundo de los gitanos de Lima con privilegiado detenimiento. El tío Dante era médico cirujano. Estaba casado con la hermana menor de mi madre, mi adorada tía Bebe; en la familia, él cultivaba fama de derramar ironías punzantes, aunque sembrando a su paso ideas fascistas propias de los descendientes de italianos que habían llegado al Perú escapados de las guerras. Fuera de ello, era un joven y reputado profesional con consultorio, en tren de cosechar pacientes.
Uno de esos pacientes demandaba visitas a domicilio. Era un gitano al que había tratado cinco veces, y, en el ínterin, atraído por sus atávicas costumbres, había observado. Cuando en 1959 cumplí diez años, el tío Dante me llevó a verlo. No me dio mayores detalles; pero, al momento en que nos dirigíamos en su auto a La Victoria, un distrito desheredado y lleno de pampones cercados donde funcionaban talleres de mecánica y mercadillos de objetos robados, reveló que no era un gitano cualquiera. Pregunté: “¿Por qué no lo es, tío?”. Con actitud cómplice, bajó la voz: “Porque es el rey de los gitanos”. Y luego precisó que todas las tribus de gitanos de la época que erraban por el Perú (la mayoría de origen húngaro o venidas de Rumanía, Siria, Turquía, Líbano y el sur de España) le rendían pleitesía.
El rey de los gitanos vivía en uno de aquellos pampones protegidos por altos muros con pintura sucia y descascarada. Se ingresaba allí por un amplio portón de madera, similar al de otros baldíos. Cuando nos vio llegar la vecindad, gente pobre y de mala traza, algunos abrigaron la esperanza de caernos encima para desvalijarnos, pero retrocedieron al reparar que nos deteníamos en el pampón de los gitanos. El tío Dante tocó la bocina del auto y dos gitanos con cuchillos al cinto salieron a abrirnos ambas hojas del portón.
Adentro, un variopinto gentío trabajaba o reposaba, agrupado en carpas con el suelo tapizado de alfombras persas. La carpa más grande pertenecía al rey de los gitanos, que, según mi tío, padecía problemas intestinales; al parecer, tragaba como un ogro y, cada tres semanas, llamaba al médico para quejarse y pedirle antiácidos. Fuerte como un toro, con las manos llenas de anillos engarzados de rubíes y zafiros, aquel rey era un tipo alto: un personaje barbudo digno de aparecer en cualquier película sobre gitanos de Kusturica. Se retorcía de dolor ante nosotros, sin el menor recato, pero poco después rompía en estentóreas risotadas. Una corte de cinco mujeres de todas las edades lo rodeaba y le servía bebidas. Esas gitanas vestían blusas sueltas y faldas coloridas y se dirigían a él en lengua romaní.
El tío Dante sigue vivo, con 90 años cumplidos. Lamentablemente, hoy me mira y no sabe quién soy. Tiene alzhéimer. La última vez que lo visité le pregunté si se acordaba del rey de los gitanos. Se mantuvo un rato en silencio, luego negó con la cabeza.
En Lima los asentamientos gitanos están emplazados entre los barrios de La Victoria, San Luis y San Borja. Pero ya han dejado los pampones. Ahora ocupan casonas de los años cuarenta y cincuenta, con muchos dormitorios y amplios jardines; casas burguesas, normales en otras épocas, que ahora consiguen albergar a colegios enteros. En otros tiempos, conocí a un gitano calé que se hacía llamar el Moro, pero que residía al margen, en lo que fuera el fundo Maranga. Era el padre de una briosa cantante de flamenco, Leo Amaya, descendiente de la legendaria Carmen Amaya. El Moro, tipo locuaz y simpático, proclamaba que el espíritu nómade estaba en la sangre de los gitanos. “Nuestro pueblo descubrió hace siglos la ley del movimiento perenne, el vagabundeo”, decía orgulloso. “Por ese motivo, cuando alquilamos casas, elegimos las que tienen jardines amplios. En los jardines instalamos una carreta entoldada, distintivo de nuestra vida nómade. Esa carreta, además, nos sirve de adormidera, y debido a esto, si a mí me da insomnio, voy a dormir a la carreta. Allí concilio el sueño. La carreta me seda, me arrulla, cosa que saben bien mi mujer y mis hijas, quienes me siguen enseguida, todas en piyama, y se meten conmigo a buscar el sueño”, “¿Por qué lo siguen?”, pregunté, confundido. “¿También sufren de insomnio?”, “No, claro que no”, dijo el Moro. “Ellas se despiertan y se preocupan por mí, y por eso mismo me hacen compañía, para que no esté solo. Los gitanos somos muy unidos”.
Viví becado en Hungría una temporada. Fue en el año 1975, bajo el régimen comunista de Kádár. No esperaba encontrar en los alrededores de Budapest un campamento de gitanos bailando alrededor de una fogata, o golpeando las panderetas para acompañar las apasionadas rapsodias húngaras de Franz Liszt. No esperaba descubrir un símil de Esmeralda, la gitanilla de Víctor Hugo. No esperaba nada, en verdad. Pero me intrigaba cómo vivían estas personas tan libres bajo el severo autoritarismo comunista. Los gitanos de Hungría, lo averigüé pronto, optaban por la manera más fácil de subsistir. Había una ley del régimen comunista por la que se otorgaba una pensión a las mujeres embarazadas, a quienes además exoneraban de trabajar casi toda la preñez. Los gitanos le sacaban la vuelta a la ley. Se tumbaban en la hamaca a comer dátiles y mantenían a sus mujeres constantemente embarazadas, a fin de rascar de esa pensión y dormir a pierna suelta.
La propensión de repudio al trabajo en los gitanos es su lado dandy. Algunos aristócratas británicos se vanagloriaban de la suavidad de las palmas de sus manos, libres de callos; las exhibían con petulancia como prueba de no haber trabajado jamás. Y algunos señorones rentistas de la vieja Lima, que pasaban la vida reposando, imitaban tales alardes. De ahí que uno que otro de nuestros poetas, como el insigne César Calvo, gustara de satirizar al respecto. Un día en que Calvo caminaba con un amigo por el jirón de la Unión, detuvo a su acompañante y le recriminó: “No camines tan rápido. La gente va a creer que estamos yendo a trabajar”. Calvo, además, tenía supersticiones gitanas. Cuando lo conocí, recuerdo, me dijo a manera de consejo: “Mujer que no trae plata da mala suerte”.
Los gitanos húngaros de esa época eran detestados. Los despreciaban, no podían con ellos. Tales reacciones, antes y después, se repiten en el resto del planeta. Por encima de ideologías o sistemas políticos, nadie transa con los gitanos. Se les reprocha su falta de trabajo estable y su escasa voluntad de integración a todo sistema social. Pero lo cierto es que, a pesar de ello, suscitan en nosotros sentimientos en pugna. En el imaginario colectivo de los payos —nombre que los gitanos dan a quienes no son de su etnia— anida un tumulto de secretas emociones: curiosidad, suspicacia, admiración. ¿Debido a qué? ¿A que nos encandilan sus tradiciones? ¿A que nos cautiva su fiera pujanza? ¿No fue esta la dínamo propulsora de la tempestuosa Carmen, la gitanilla que seduce y traiciona al cabo Don José, para irse con el torero Escamillo, de quien se ha enamorado enloquecidamente, tal como nos refiere el argumento de la ópera tramada por Prosper Mérimée y sublimada por Georges Bizet? A lo mejor. Aunque ese romanticismo histriónico no prospera. Termina al caer el telón.
Y así, tan pronto asoma una aguileña nariz zíngara en nuestra vida, surge la sospecha; los tildamos de haraganes, farsantes, estafadores. ¿Y ellos qué dicen? Se ríen, o te miran con altivez. Constituyen una aristocracia popular, que se sabe incomprendida.
El gitano, habituado al rechazo, es astuto y no pierde el buen humor. Redobla la mirada pícara y la eterna sonrisa cordial. Los gitanos conforman una comunidad tan indolente que ni se toman el trabajo de defenderse. Son sobrevivientes, saben cuándo y dónde gastar sus energías. Si se quedan años en un lugar, indagan en el meollo de sus creencias y toman solo lo que les conviene (Sevilla y Granada, y otras ciudades de Andalucía, los integraron, pero dejándolos ser); si los expulsan, vuelven al camino. Y están preparados. Los gitanos conservan la piel curtida por el viento de los caminos.
Pero, atención, cuando los dejas a su aire en un país, crean cultura. España ya lo demostró al mundo. ¿Acaso no es cultura el cante jondo y la danza flamenca, un aporte musical y artístico tan espléndido como el jazz de los afroamericanos? ¿No oímos ahí, en aquellos cantos desgarrados, el dolor intenso por las vicisitudes de un pueblo?
La historia gitana, compleja, dramática, entraña rigores de sobrevivencia. Desde el siglo XVI hasta el reinado de Fernando VI (1746-1759), la ‘plaga gitana’ fue acusada de pertenecer a una raza inferior, maligna y de tendencia criminal: los hombres fueron cazados y enviados a las galeras, y las mujeres, previamente esterilizadas, vendidas como esclavas en las colonias españolas. Y en el resto de Europa, se les quitó el derecho de circular libremente. En Inglaterra, a la entrada de las ciudades, se ponían carteles de advertencia con la figura de un gitano colgado. En Rumanía, donde fue legal su esclavitud hasta el año 1869, hicieron campañas de limpieza étnica: los encerraban en sus chozas y les prendían fuego. El feroz régimen comunista de Ceauceșcu, incluso, ordenó enterrarlos vivos en los cementerios. En Alemania, en 1929, crearon el primer campo de concentración para ellos, y años después, con el ascenso del nazismo, los gasearon en otros campos, junto a millones de judíos. En Holanda, hasta hace poco, se les negaba la atención médica.
Sin embargo, a pesar de las persecuciones, los exterminios y la discriminación, los gitanos siguen en pie. Ni Stalin pudo con ellos. Cuando el tirano soviético les entregó casas para obligarlos a un sedentarismo forzado, con el fin de ‘civilizarlos’, se robaron los sanitarios y las cañerías y, nómades sempiternos, se fugaron.
Y ahí siguen: errando por los caminos. No te dicen de dónde vienen ni adónde van. Unos cantan y bailan, otros arreglan ollas de cobre, otros hacen artificios de magia. Y otros, con inexplicable osadía, piden limosna. A mí, en el metro de Madrid, se me acercó un elegante señor de aproximadamente treinta y cinco años. Vestía traje oscuro impecable, camisa blanca, corbata negra, zapatos negros relucientes. Parecía un gerente de banco. Cuando llegó a mí, mirándome serio, estiró la mano. Pedía un euro. Era un gitano.
Los gitanos se jactan de su pureza racial: optan por la endogamia antes que mezclarse con otras sangres. Se enamoran desde niños y se casan empezando la pubertad. Los hombres, más agoreros que religiosos, creen en un Dios que piensa como gitano. Las mujeres, guapas y hechiceras, ofician de quirománticas, oráculos ambulantes o curanderas, como mi buena Hilda. García Lorca, que admiró desde niño los amores brujos, cantó en su romancero toda la gracia de su poesía y misterio. Los payos creen que los gitanos saben cosas transcendentales por estar en posesión de secretos milenarios.
En sus crónicas de Una Lima que se va, el poeta José Gálvez evoca la simpatía y la sensación de peligro que inspiraban los gitanos de su tiempo. El joven José Carlos Mariátegui, por su parte, escribió sobre ellos con la palpitante emoción de quien apetece gozar de su libertad tribal. En conclusión, me digo yo, la gente quiere a los gitanos, pero no los quiere. Es un sentimiento de ímpetus encontrados e intenso aleteo lírico. «Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero», escribió el poeta Neruda. Así estamos con ellos.
Para hablar de Hilda, en fin, he necesitado remontarme a la historia de su pueblo. Y ahora necesito decirles, bajito y al oído, que yo quise a Hilda desde el primer momento.
Monstruos bañados en brea. Seres de ojos saltones y dientes filosos. Cuerpos tensos, atados por cuerdas. Lápices atados. ¿Almas atadas? En el psicoanálisis, esa «superstición del siglo XX» como la definía Borges, es gravitante el significado inconsciente de las palabras. ¿Estos seres que yo veía eran mi inconsciente torturado? No eran alucinaciones, puedo asegurarlo. La segunda y tercera vez que Hilda abrió los huevos cargados, los monstruos empezaban a diluirse. Desdibujaban su ferocidad, su terrorífico aspecto. Pero la cuarta vez, inesperadamente, volvieron. Regresaron con ira. De pronto emergieron con las bocas abiertas y soltando un vómito de cartílagos y viscosas hilachas, un oscuro nido de serpientes que se retorcía en mis narices. Todavía estoy viendo aquellas serpientes
—¡Me sienten! —gruñó Hilda—. ¡Tus enemigos saben que te curo! Por eso vuelven al ataque... Pero tú tranquilo, Fernando, tranquilo. Los vamos a vencer.
¿Me timaba? ¿Se aprovechaba de mi desvalida psiquis? ¿Siglos de gitanería tramposa me tomaban por tonto? No hay que olvidar que la primera acepción de payo es ‘campesino tonto’, individuo fácil de timar... No, no. Algo dentro de mí olía a sanación.
—Los vamos a vencer —repitió.
—Te creo, Hilda —dije—. Te creo.
Este relato no solo recoge los pasajes biográficos de un hombre enfermo y de la bruja que lo cura. Pretende, también, dar cuenta de una tragedia gitana. Nadie, sin embargo, podía entonces imaginarla. En vez de ‘imaginarla’ debería haber escrito ‘adivinarla’, considerando que ando entre gente que lee el futuro o simula la capacidad de hacerlo.
Lo inesperado acecha en cada encrucijada. Y yo, Teseo en el laberinto, jalo un hilo por allí, otro por allá, y, en ese trajín, dice Hilda, “te enredas con hilos que provienen de madejas nuevas. Y te enredas también con hilos encrespados, tirados en el cesto de los tejidos deshechos que aún retienen la forma de su propósito fallido. Con esos hilos, los encrespados, que aspiraban a ser un pulóver o un chal, la muerte teje nuestros días”.
¿Es esto un toque de literatura? Quizá. Pero más vale pecar por exceso que por omisión; o más vale consignar digresiones abstrusas, no vaya a ser que estas tuvieren luego alguna utilidad. El enigma de Hilda es un rompecabezas que armo con piezas invisibles. Y, en ese aprieto, el enfermo —que soy yo, explorador imprevisto de un mundo rayano en fantasías que atañen a arcanos y poderes ocultos— vuelve la vista hacia sí mismo, resignado a tantear en las vaguedades del clima psicológico anterior y posterior al tratamiento de ‘la pasada de huevos’. Pero respecto a la bruja, ¿qué?... ¡No hay un derrotero a la vista!
¿Entonces cómo seguir? El relato exige que, antes de referirme a la remisión de mis males, para luego narrar la anunciada tragedia gitana, suelte más relleno sobre Hilda; pero yo ahí tengo un problema difícil de zanjar: me faltan materiales, ángulos, detalles.
Los gitanos no sueltan prenda. Y en caso de hacerlo, te mandan al desvío. Mienten, se inventan historias, les dicen a los payos lo que ellos imaginan de los gitanos y punto.
(Alguna vez le pregunté a Hilda por su lugar de nacimiento. Me contestó: “Este planeta”. Y cuando indagué sobre su raíz familiar, agregó: “Provenimos de Oriente medio, de lo que fuera Mesopotamia, pero tenemos parientes por todo el mundo. Muchos hemos nacido en el camino”).
Por tanto, si líneas arriba evoqué el penoso acontecer del pueblo gitano, ha sido tan solo para cubrir el enorme vacío que Hilda representó para mí. Nada íntimo sabía de ella, ni de su pasado, aunque al cabo de un tiempo, que serían tres años, supe mucho de su presente y su futuro, incluso de situaciones en las que me tocó ser testigo.
Un velo de progresivas turbiedades deformaba la percepción de un ser real. ¿Qué era entonces lo que tenía? Una imagen de trazo grueso. Mujer mayor y acogedora movida por la solemnidad y ambigüedad de su rol. Una bruja de caricatura, una parodia.
¿Cómo conocer al otro? He ahí un dilema arduo, casi insoluble.
Un buen comienzo, para un limeño de clase acomodada, consiste en averiguar el colegio del otro: ¿dónde estudió fulano? En nuestra rígida (y veleidosa) sociedad, la respuesta a esta pregunta clasista arroja un retrato social instantáneo; es decir, permite configurar el estatus, el estilo, los prejuicios. Luego, si buscamos afinar rasgos, preguntamos sobre asuntos específicos: la familia, la profesión, las metas; o evaluamos aspectos que resultan capitales: las formas de hablar, comer, vestir. ¿Y nos sirve esto? Con los gitanos, nada. Ellos son desclasados, ajenos al almidón, aunque eso no significa desdén por el saludo y los buenos modales. Ellos imitan las actitudes de nuestra cultura híbrida, pero sin dejar lo esencial de la suya. Es una cuestión de perspicacia. A un gitano solo sabe medirlo otro gitano.
Con Hilda apenas logré entrever una fisura, la cual, en buena cuenta, se abría en los resquicios de sus palabras. Ella tenía un discurso parco e impostado. A ratos expresaba conceptos ingenuos y primitivos que yo juzgaba deleznables, pero después, cuando juntaba sus manos en puños que apoyaba en su frente, no sin cierta teatralidad, me sorprendía con sus frases; muchas contenían pensamientos sustanciosos relativos a la urgencia de un despertar espiritual y una vida libre de ataduras. Hacía hincapié en que la realidad que vivíamos, jalonada de episodios malos o buenos, no era más que una ilusión, y que para salir de ella era necesario alcanzar un recto pensar, que nos llevaría a un recto vivir.
Todo ello sonaba a filosofía oriental. La ruptura de moldes, los vínculos sagrados, la reubicación en un orden cósmico, la devota comprensión de uno mismo. Claro que no lo decía con tales términos (aunque sí mencionó lo del orden cósmico), pero lo sugería. Nada extraño si se tiene en cuenta que, tal como indican los estudios de ADN en gitanos, estos habrían provenido del noroeste de la India, de regiones como Cachemira y Rajastán. O si se considera que su lengua indoeuropea, el romaní, recoge términos del hindi y el sánscrito, tiene cierta lógica el trasplante de pensamientos místicos. No transportaron a Occidente el Bhagavad-Gītā o los 200 libros Upanishad, pero algo de eso traerían. La primera migración gitana, al parecer, arribó a Europa en plena Edad Media y se prolongó por 600 años.
De otra parte, y esto era fastidioso, el discurso de Hilda traía un retintín de cierta literatura banal: el llamado libro de autoayuda. Pero yo no me inmuté. “¡Qué importa!”, me dije. “A estas alturas, lo que realmente pesa es mantener mis ganas de lucharla”.
Y así, a trompicones, surgió la idea de una vida libre de ataduras.
Lenguaje impostado. No estoy haciendo una crítica, sino una descripción. Hilda hablaba con metáforas, o haciendo rodeos, como todos los brujos del mundo, a la par que deslizaba pistas verdaderas y falsas para que sus interlocutores, por sí mismos, asignaran sentido a sus palabras. Oírla suponía descifrar acertijos. Había que adivinar a la adivina.
El acertijo que yo descifré revelaba (y demandaba) un estado de libertad.
Por consiguiente, en el proceso de acatar dicho mandato libertario, mi vida y mis quehaceres cotidianos dieron un vuelco: abandoné a mi esposa; firmé el testamento y la separación de bienes que me reclamaba; partí de viaje con mi hija; volví a ver a Hilda y le llevé otros huevos cargados; me reintegré a SED, la empresa de El Comercio en la que tenía a mi cargo Somos y otras diecisiete revistas de segmentos; dejé de lado conflictos y amoríos pasajeros, y, pasados unos días, conocí a Soledad y me enamoré de nuevo.
Me sentía eufóricamente libre, como nunca me había sentido; libre en toda la regla para romper con el pasado y volver a empezar. Y estando en esas me decía: Así como uno tiene que aprender a morir, debe igualmente aprender a vivir, o a revivir, tal era mi caso.
Fue entonces cuando Alfredo Bryce Echenique me invitó al Casino de Miraflores para formar parte de la mesa de escritores que presentaríamos su Guía triste de París.
Alfredo, ya se sabe, había ido a París a estudiar para bohemio.
Y, años después, a su retorno, estaba feliz con la edición de aquel libro nostálgico, que lo ratificaba una vez más como gran narrador y showman de sus tristezas cuando, de pronto, al finalizar la presentación, un desconocido se aproximó y le secreteó algo inopinado.
Vi que cambiaba de expresión.
—¿Qué pasa, Alfredo? —pregunté.
Él, por toda respuesta, esbozó una sonrisa; pero ahora, de un momento a otro, lucía desvaído, inquieto, como ansioso de que apuráramos los vinos de honor.
Entretanto, antes de descubrir qué pasaba, me distraje: conocí a Soledad. Se me acercó con Adriana Doig, la directora de la Feria del Libro de Trujillo, con el fin de invitarme al norte para que presentara una apresurada selección de mis cuentos, obra lanzada por una editora atenta a mi condición de autor con la salud en declive.
Conversaba con ellas, en tanto veía que Tola rondaba entre el público asistente y apuntaba hacia nosotros; poco después, se nos cruzó con aires de agente secreto.
—Se acabó la fiesta —dijo.
Y reveló el motivo: la hija de un íntimo amigo de Alfredo había sido secuestrada. Traía el chisme calentito. (De mis amigos, Tola y Alonso Cueto son los primeros en enterarse de todo).
Todavía no daban a conocer el rescate que exigirían a la familia, pero se suponía una cifra millonaria pagadera en dólares, aunque sujeta a las consultas y rebajas de los negociadores británicos. Aquel año, 1999, los asaltos y los secuestros al paso recrudecían en Lima.
Se canceló la cena de celebración, ritual que suele organizar la editorial Alfaguara cuando aparecen libros de sus autores. Alfredo tomó un taxi y salió disparado hacia Las Casuarinas, donde vivía su desesperado amigo. Yo también hubiese querido disparar hacia algún lado. Correr, volar. Pero ya no podía. Estaba fascinado: miraba a Soledad.
Un ritmo de alegre taquicardia me retenía, como si fuera el otro secuestrado de la noche. Aunque no pensaba en el tono que había utilizado en ocasiones similares: ¡Mira a esa chica! ¡Ahí está tu siguiente exesposa! Nada de eso. Veía, de hecho, ese raro fulgor que todo hombre reconoce, anhela, persigue, en la mujer que quiere amar para siempre.
Ojos verdes, pelo negro, sonrisa luminosa. Soledad tenía treinta años por esos días, dieciocho menos que yo. Ella era, sustancialmente, una gran lectora y una auténtica adicta al deporte. Corría maratones y nadaba en los bravos mares del litoral peruano. Todo esto, desde luego, lo captaría unos meses después, pues por entonces me hallaba in articulo mortis y con quimioterapia oral. Pero fui enfático al expresar mi entusiasmo.
—¡Iré a Trujillo con el mayor gusto! —les dije a ambas, Soledad y Adriana—. Será a mi regreso de Europa. Estoy por salir de viaje en unos días.
Menciono a Soledad porque, de alguna manera, su presencia ayudó mucho en mi futura recuperación. Eran los meses en que yo tenía la muerte a mi lado; la muerte era un gendarme severo instándome a lidiar con las más ingratas situaciones: los trámites de la notaría, la herencia por separación de bienes y las visitas a mi oncólogo, Andrés Solidoro, que fue el médico con el que decidí afrontar el cáncer, tal vez porque era más objetivo o menos dramático que sus colegas (esa banda de fenicios que quería seguir cortándome y sacándome órganos), y por último, las salas de espera, la contemplación de enfermos.
—Yo no soy como los demás médicos —decía Solidoro—. No me precipito a dar una opinión definitiva. Yo espero y observo. Quizá te mueras, quizá no. Esperemos.
Desde ópticas diferentes, mi oncólogo y mi bruja se parecían mucho.
Ambos esperaban.
Y yo también esperaba. De pie o sentado, leyendo o dormitando, o simplemente meditando sobre el condenado y esperanzado trámite que representa la sala de espera de Oncosalud.
Ahí estoy, erguido, silencioso, quieto como un sapo, dedicado a contemplar enfermos. No todos son gente demacrada o enjuta, porque hay enfermos recientes que muestran buen aspecto. Por ejemplo, me fijo en la chica de larga cabellera rubia que cruza la sala y se sienta a mi lado (aunque ella pudo haber escogido cualquier otro sitio libre).
Sonrío y aprovecho para mirarla. Es soberbia como una actriz de cine. A nuestro alrededor, hay un grupo de pacientes igual de jóvenes pero ya calvos por el tratamiento avanzado. Hay, además, personas que se cubren las cabezas con pañuelos. Me perturba ese pudor, pero me sobrepongo y ensayo una broma tonta. “Yo no tendría ese problema”, susurro. “La calvicie se anticipó a mi enfermedad; me llegó varios años antes”.
Un momento después, estoy conversando con la chica. Me hace saber que le han diagnosticado cáncer al pulmón y que en media hora le pincharán el brazo para aplicarle su primera quimioterapia. Observo de reojo su pelo lacio, suave y brillante, y pienso que pronto lo perderá. Ella, no sé cómo, me lee el pensamiento; se vuelve animadamente hacia mí y comenta: “Esta tarde me cortaré el pelo. Desde las orejas para abajo. Quiero hacer una peluca con mi pelo... Será mejor que ponerme un gorro o un pañuelo”.
De pronto, me provoca levantarme y sacarla a bailar. No lo hago, claro está. Sigo sentado en mi asiento, pero recuerdo una ranchera mexicana que dice: “¡Qué bonita está la vida! ¡Qué bonita!”. Y yo quisiera añadir: “¡Qué bonita está la muerte! ¡Qué bonita!”.
Linda chica, de veras.
Y, por otra parte, sobreviene la fealdad. Me obliga a pensar en gente fea, tipos con almas turbias y falsas sonrisas y que además rivalizan con uno en todo.
—Rompo huevos para ver quiénes te odian —repite Hilda—. Y por qué te odian.
—¿Tienen nombre mis monstruos?
—Claro que sí, pero a ti te toca descubrirlos.
(Este diálogo, recuerden, acontece un año antes de iniciarse el siglo XXI, cuando el odio ajeno no contaba con indicadores de medición. Con el Facebook, el Twitter y sus deslenguados haters, hoy puede caernos una avalancha de injurias que por entonces estaba oculta).
—Pienso en los enemigos obvios —digo—; el enano periodista y otros mequetrefes, así como en los políticos, gobernadores y narcos a quienes investigo por el periódico.
Hilda aprueba, pero me pide que mire también hacia mis círculos íntimos.
—El enemigo está más cerca de lo que piensas —añade.
Y enseguida propone que observe a “ese familiar taimado que nunca acepta tus andanzas”, y, lo peor, “al infiltrado, al hipócrita, al amigo que proclama ser tu mejor amigo y que en realidad es un traidor, un envidioso”, “Dame pistas, Hilda”. Contesta: “Las tienes en tus narices. Es uno que también se dedica a escribir historias”.
No existe vida literaria exenta de venenos. Hilda bien ha podido decirle lo mismo a cualquier otro escritor del mundo; la mayoría son zaheridos por sus congéneres. El sello de fábrica de los escritores es la amistad entre unos pocos y el odio mutuo entre muchos.
Pero yo sabía a quién se refería. ¡Lo sabía!
Me equivoqué con ese miserable. Pero no es grave, si uno adhiere a la máxima de Bernard Shaw: “Al fin y al cabo, el camino equivocado conduce siempre a alguna parte”.
Hago un paréntesis. Y suelto lastre: preguntas al paso que interrumpen una vez más el hilo de mi discurso; preguntas menores, un tanto anodinas pero legítimas.
Van unas, curiosas:
—Hilda, ¿cómo te deshaces de mis monstruos? ¿Adónde botas las cáscaras de los huevos? ¿Adónde los podridos seres que extraes del interior?
—Los meto en bolsas —contesta ella, con seriedad—. Esas de plástico negro que se usan para la basura. Cuando he juntado varias con tus monstruos y los de otros pacientes, la carga se vuelve tan peligrosa como residuos radioactivos. De manera que llevo las bolsas al desierto y ahí las empapo de alcohol y las quemo y las entierro. Pero no siempre es así.
Hilda posee un fundo en Asia, pero al otro lado de la autopista, unos kilómetros pasado el balneario de lujo. Allí se ha construido una ermita y celebra rituales. Tiene dos vecinos: un notario, que es su amigo y también su paciente, y un empresario con fortuna de origen oscuro. Anda peleada con el segundo —se trata de un miembro del clan Sánchez Paredes—, a quien a menudo le entierra monstruos en el límite de sus tierras.
Va otra pregunta, entrometida:
—¿Quiénes participan en los rituales?
—Gente con poder —asegura un viejo paciente, con la voz de la experiencia—. Políticos, empresarios, artistas, periodistas de la tele. Me tocó participar en dos ceremonias de su ermita y pude ver a varios ministros de Estado, a empresarios corporativos, a grandes lobistas.
Y va otra más, gratuita:
—¿Por qué acude tanta gente rica a consultarla?
—No sé cómo se arman las clientelas en cada oficio —digo yo—, pero algunos seres afortunados solo atraen a los ricos. Ciertos modistos, ciertos cirujanos plásticos, ciertas brujas.
En la calle de la casa de Hilda aparcan autos de último modelo. Audi, Mercedes, BMW, Porsche, Range Rover. Los choferes de esas bellas máquinas trasladan a señores y señoras elegantes, cargadas de joyas, apoyadas en bastones o trasladadas en sillas de ruedas.
Comparto con ellos, los ricos, la sala de espera (también aquí hay sala de espera), donde intercambiamos sonrisas, y por donde luego, a fin de no ser vistos, abandonamos la consulta con una premura culposa de anacronismo que trasluce pudor e incomodidad.
Visito devotamente, digamos, una esfera del más allá que es poco democrática.
Y aquí debo hacer una salvedad. Muchos despistados han creído de mí que soy rico; han creído tal cosa desde que yo era joven. ¿Por mi apariencia? ¿Por mi aire despreocupado? ¿Por tener amigos ricos? Bueno, les aclaro: no lo soy, pero no niego que he vivido como rico sin serlo. Gané y gasté algún dinero, ahorré poco, me importó un pepino el futuro. Aprendí pronto que la vida es el corto plazo de tiempo que nos toca.
Y entonces me digo:
Venimos a este mundo —«con dinero y sin dinero», como en la canción— a reír, amar, sufrir, protestar y crear.
Venimos a luchar contra la injusticia. Por eso, pienso, me confirmo cristiano. (No olviden que Cristo es la víctima icónica de violaciones contra los derechos humanos).
Venimos también a disfrutar: a comprar autos bellos, libros sabios, terrazas de ensueño marino para gozar las delicias de la carne (no solo el Chateaubriand con sauce béarnaise; también el otro pecado mordelón, que igual sabe a gloria).
El cáncer es vida mal digerida, tristezas somatizadas. Por eso, creo yo, los gitanos ríen mucho. Ríen para no llorar, hacen de sus lamentos una fiesta. La alegría trágica, las palmas. Te quiero, muerte. Ven con tu beso frío y tu nívea blancura de novia helada.
El cáncer responde a la lógica del azar. Una célula huye de su fortín seguro, de su zona alcalina, como para darse importancia. Repentinamente muta y corrompe a otras, lo que provoca un descontrolado crecimiento celular. Rebeldes y confrontadoras, las células mutantes conforman luego nuestro yo en negativo que asoma en las tomografías. Me pasa a mí, les pasa a otros; células mutantes en miles de desconocidos que van por las calles y no saben nada. Quizá ya está muriendo ahí la mitad de esa gente alegre que bebe cerveza.
Ahora, a tantos años de aquellos funestos diagnósticos, he llegado a una edad en que el flujo social de mi agenda muestra más velorios y menos bautismos. Han muerto tíos queridos y amigos del colegio; gente allegada y otra que solo conocía de vista. Han muertos mis amigos poetas, Toño y Rodolfo; y mi amiga escultora, Lika Mutal, que en otros tiempos solía visitar a Hilda; y un acongojado escritor, que también la visitaba.
Ya no quiero que muera nadie más, pero es imposible detener la marcha: igual siguen muriendo. Y, para colmo, ninguno resucita. Ni siquiera Marrull, mi viejo amigo vampiro, muerto hace poco y a quien le encantaba el cine de terror. Recuerdo que en una época él no tenía el dinero para costear las entradas. Yo le contaba las películas, dos veces por semana... Y, sí, todo esto me alienta a pensar en un arte de la resurrección.
«¡Si Jesucristo no hubiera resucitado, el catolicismo me importaría un bledo!», decía François Mauriac. ¿Pero qué quiso expresar Mauriac con tal exabrupto de cristiano atormentado? ¿Era una boutade? No. Señalaba el misterio como base de su fe en la divinidad.
Indudablemente por ahí van mis sueños y mi pensamiento. Sueño que muero y resucito. Abro los ojos y la vida sigue; sonrío, me pongo serio, vuelvo a sonreír.
Debido a la resurrección, el cristianismo es la religión más original y, al mismo tiempo, la más espeluznante. Imaginen el día del Juicio Final; imaginen el planeta poblado por millones de futura gente viva, obligada a dar espacio a otros tantos millones de gente resurrecta de todas las épocas de la historia. No podríamos caber. El mundo se convertiría en un Woodstock extendido por todos los rincones de la tierra, incluyendo los mares de los cinco continentes, porque algunos resurrectos tendrán que apelotonarse en botes.
Es una consideración infantil, por cierto; acepto su simplicidad.
Acepto, en realidad, cualquier idea que me dé consuelo.
¿Y qué tal si resucitáramos por el estímulo del apetito?, me pregunto. ¿Un ataque de hambre puede devolvernos a la vida? Tal vez. Ello, de alguna manera, nos planteó Maccheroni, la película dirigida por Ettore Scola en la que reunió a dos príncipes de la comedia: Marcello Mastroianni y Jack Lemmon. El viejo y maravilloso Marcello funge de napolitano y alterna con el también viejo y maravilloso Jack. Frente al mar, junto a un bote, Marcello le cuenta a Jack que ha muerto dos veces y que, en ambas ocasiones, fue velado. Pero no estuvo muerto. Tan solo había caído en un trance catatónico, que los médicos al parecer ignoraban. Las dos veces despertó dando un brinco; despertó a la hora del almuerzo por el olor de los maccheroni que servían a la mesa, a la una en punto. Esa pasta era su plato favorito y no quería perdérsela; a fin de cuentas, la muerte poteva aspettare.
En el tercer velatorio, sin embargo, la familia teme que haya muerto de veras. Ya es un hombre mayor y no sería raro que esta vez los dejara; pero, por las dudas, mantienen la esperanza. El ataúd ha sido instalado en la sala, como de costumbre, y la numerosa familia se traslada al comedor. Jack, el amigo americano, también está ahí, junto al sitio vacío que ya no ocupa Marcello. Todos esperan a que sirvan los maccheroni; todos, en silencio, miran el reloj: faltan tres minutos para la una de la tarde y no hay indicios de vida. ¿Qué hacer? ¿Comemos ya? Desde luego. No hay cosa peor que la pasta fría, y además, en caso de que Marcello regresara al mundo, lo sabrían enseguida porque las manos del difunto han sido atadas por una cuerda de la que pende una campanilla. Más ansioso que el resto, Jack deposita un plato humeante en el lugar del ausente. Nada. Reina el silencio. Jack pone la servilleta y los cubiertos a los lados y le arrima una silla, pero nada sucede, nada.
La cámara entonces hace un suave barrido que nos muestra las caras de los parientes y luego asoma por una ventana y huye, mostrándonos con lentitud el vistoso paisaje napolitano. El mar, el cielo, las casas escalonadas de la vieja y populosa ciudad. Una música suave pone el tinte emotivo. Y en eso, a lo lejos, oímos la campanilla...
Ah, Italia, país hermoso. Siempre quise vivir dentro de una commedia all’italiana.
A fines de la década del noventa, la televisión me entrevistó porque se filtró que yo estaba muriendo de cáncer. Me preguntaron: “¿Qué le gustaría hacer ahora, en este plazo breve de vida que le queda?” Medité unos segundos y contesté: “Aprender italiano”.
Me gustaría expresar una sencilla idea en italiano: Tempo é un ladro.
Morir: quedar sin tiempo. Observar las manecillas del reloj deteniéndose. Pero morir es mejor que estar enfermo, pasmado, incapaz de llevar una copa de vino a los labios.
Temo enfermar algún día y ser un estorbo. No quisiera serlo. Y me digo: ya es hora de no ser nadie, ni siquiera un recuerdo. No ser nada. La nada que mira el vacío, el silencio del vacío, el territorio inconmensurable de la nada que pronto explosiona y te desmenuza y se mantiene en nada.
Eso me ocurre hoy, años después, aunque nadie parece haberse dado cuenta. ¿Sufro la locura que devastó a mi difunta madre, esa demencia ligera que fingía cordura?
Vital pero apacible, y con un feliz trastorno en la mirada, viajo a Madrid y entro al Museo del Prado. Se exhibe una retrospectiva de Ingres. La idea de un francés fascinado por la sublime exuberancia de Italia resulta atractiva. En la literatura, Stendhal, que viajó a Italia a los 17 años —fue subteniente de dragones en el ejército de Napoleón— compartió un sentimiento parecido al de Ingres, que la posteridad bautizó como el síndrome de Stendhal: el arrobamiento ante tanto arte y belleza concentrado en un breve tiempo y espacio. Lo mismo me sucede a mí con el cine italiano de mediados del siglo XX, de los cincuenta a los setenta. Rossellini, De Sica, Fellini, Antonioni, Pasolini, Risi, Bertolucci, Cavani, Visconti, Scola, Leone. Y agrego otros cineastas, como Alberto Lattuada, director de Ven a tomar café con nosotras; algunos apenas pretendían hacer un cine costumbrista, para divertir a la platea, ¡pero lo hicieron con tanto talento!... ¿Qué habría pensado Stendhal de L’strada o de C’eravamo tanto amati? ¿Habría simpatizado con mis actores favoritos? ¿Con Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Alberto Sordi, Nino Manfredi?
Me concentro en Ingres. Veo que, tal como afirman sus exégetas, Ingres exalta la curva como la forma perfecta. Recuerdo a las bañistas desnudas en el baño turco, que he visto en el Louvre, pero ahora, por veinte minutos, miro, contemplo, examino, a La Virgen adorando la sagrada forma (la Eucaristía, la hostia). El concepto de la armonía plasmado en la más pura de las figuras geométricas: el círculo. Luego, evocando el Ritratto de giovane donna (pintura conocida como La fornarina, la panadera), obra de Rafael Sanzio de Urbino, contemplo una de las cinco versiones del sugerente retrato que Ingres hace de este admirable artista del quattrocento. Veo así a Rafael instalado en la intimidad de su taller, con su amante de hombros desnudos sentada en su regazo. En la visión que Ingres nos da, ambos se hallan frente a la pintura que este hizo de ella. Rafael posa sus manos en las bellas curvas de su amada, pero no la está mirando. Mira a la pintura, porque ahí la belleza de la fornarina se muestra en todo su carnal esplendor, tan bella como él la ve.
¿Qué más se necesita para ser feliz? “Hambre”, digo yo. “Y vocación de infinito”.
Impasible, Bob Dylan replica: «La felicidad no está entre mis prioridades».
Entonces camino a casa y me deprimo, mientras el atardecer se desangra. Buena parte de esta melancolía responde a que llevo semanas desganado: casi no escribo.
Dios se divierte conmigo, me humilla, aunque a ratos me alienta.
—¡No olvides que eres lobo! —exclama con su divina voz atronadora desde las nubes doradas del firmamento, como si yo fuera un judío de la Biblia.
Y añade:
—Eres lobo por crianza, por cultura... Durante su desamparada infancia, Rómulo y Remo, fundadores de la Roma imperial, se alimentaron con leche de loba. Y de ahí les nació a los hombres su mejor actitud: el paso silencioso, la mirada fija, las orejas paradas.
Avizoro que la muerte vendrá a mí como una pérfida traición.
«¿Te gustaría morir en la cama?», me preguntaron una vez. Desde luego, dije, sería una pacífica salida de escena. Pero si me dieran a elegir, desearía una muerte con un sobrio glamour: algo similar a la primera secuencia de esa bella película francesa, Todas las mañanas del mundo. Que el escenario sea un dormitorio en claroscuro con sólida cama de baldaquino, plena de sábanas y almohadas blanquísimas. Morir así, tras beber una copa de oscuro vino tinto, mientras un músico, sentado en una silla, toca el violonchelo.
Atiborrado de calmantes, por supuesto. Es decir, paliada la dilatada agonía, la doliente postración, las humillaciones que imponen las enfermedades.
¿Y una muerte heroica? ¡Claro! Morir matando a alguien; perpetrar un magnicidio, que sea visto como sacrificio por la patria. Matar a Alan García, por ejemplo. Y, al momento de abalearlo en la panza, morir yo acribillado por su escolta de búfalos.
¿Y qué tal un accidente? Esa muerte súbita es otra posibilidad, sí, mientras me eximan de la combi asesina. Que me atropelle un tren cargado de minerales, cuyo impacto brutal haga volar mi cuerpo por los aires; o mejor aún, un camión repleto de tomates. Esta última embestida sería una muerte plástica y colorida, pues podría caerme encima la carga de tomates que, al estrellarse contra el suelo, mezclarán sus jugos con mi sangre.
Conquistar la propia muerte. Eso quiero. Y llevar esto a cabo como Aldous Huxley, un autor que leí con entusiasmo a mediados de los años sesenta. Mi mesa de noche se llenaba con sus libros: Contrapunto, Las puertas de la percepción, La filosofía perenne... Poco antes de fallecer, Huxley llamó a su médico y le preguntó cuánto tiempo de vida le quedaba. «Unas horas, o quizá menos», repuso el doctor. Entonces, con un brillo de curiosidad en los ojos, pidió que le dieran un ácido lisérgico que él guardaba en su velador. Quería percibir con el máximo de intensidad el momento exacto en que su alma echara a volar, que sería el mismo momento en que su cuerpo, al írsele la vida, perdería 21 gramos de peso (titularon una película con esa medida: 21 gramos. El peso del alma).
Huxley tomó el LSD y estuvo tres horas con los ojos desmesuradamente abiertos en un largo trip que a menudo lo hacía sonreír. Murió volado y feliz.
He leído libros sobre el trance de la muerte. Voy a transcribir las lúcidas palabras de tres autores: dos novelistas y un poeta. La primera cita pertenece a La muerte del padre, novela del noruego Karl Ove Knausgård: «La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo, y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña poza, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía. Los cambios de las primeras horas ocurren tan lentamente y se realizan con tanta seguridad que realizan algo por lo que se rigen también los representantes de lo muerto, ya que siempre esperan que la vida se haya retirado para iniciar la invasión del nuevo paisaje. Entonces el cambio es irrevocable. Nada puede ya detener a las enormes colonias de bacterias que empiezan a expandirse por el interior del cuerpo. Si lo hubieran intentado tan solo unas horas antes, se habrían encontrado con una gran resistencia, pero ahora todo está quieto en torno a ellos, y penetran cada vez más en lo húmedo y lo oscuro».
Tremendo texto sobre la claudicación física, que activa la máquina del olvido.
Las otras citas son dos puñaladas: «Toda vida es un proceso de demolición» (Francis Scott Fitzgerald), «Lleno de mí/ sitiado en mi epidermis» (José Gorostiza).
¡Pero basta ya! He expuesto lo suficiente mis conjeturas fúnebres. Desde ahora me ceñiré al propósito que impulsa este tramo de mis memorias: evocar la magia de Hilda. Su sabiduría innata, su clarividencia. Y recordar además, oh paradoja, la gitanería que acabó con su vida.
Acerca de lo primero, seré conciso. Cuando yo enfermé, repito, por si el lector ha olvidado el principio de mi relato, cinco médicos me examinaron y vaticinaron que moriría en seis meses. Yo trasladé a Hilda esa mala noticia; ella, serena, paciente, me escuchó y, con amabilidad, tomó mis manos entre las suyas, habló con mi sangre y me sonrió. “Los médicos se han equivocado”, dijo suavemente. “Vivirás varios años más”. ¿Será posible?
Luego, informado por los médicos de que los dolores recién me atacarían dentro de dos meses, decidí aprovechar el tiempo. Vale decir, cubrí ambas bases, por si acaso una de ellas daba en el clavo: creía en Hilda, creía en los médicos.
Y entonces viajé a Europa. Mi intención era emprender un último paseo, despedirme del mundo. Ir de aquí para allá; disfrutar de las ciudades que siempre me gustaron; embelesarme con sus calles, sus puentes, sus parques, sus museos. Tomaba una pastilla diaria, que era toda mi quimioterapia, pero que no arruinaba el vino ni la comida. Al mes y medio, sin embargo, tuve el primer indicio de evidencias que afectaban mi organismo. Lo noté en el espejo.
Ya conté que en las mañanas entraba al baño y me miraba al espejo. Un día esa rutina me tomó de sorpresa: observé cambios en mi aspecto. Era algo similar a los iniciales brotes que reverdecen en los árboles al concluir el invierno. Se desvanecía el aire mustio de mi rostro, mi palidez cedía a un leve tinte rosa, y, en mis pupilas, refulgía una luz diferente. Más claro: estaba más gordito y saludable. ¡Pero qué manera tan rara de morirme!, pensé. ¡Ahora no parezco un moribundo! Y, con visible ansiedad, deduje que los insondables poderes de Hilda surtían su benéfico efecto y me devolvían a la vida.
Así era. Cada día que pasaba me sentía mejor. Y sonreía con ánimo pletórico.
Aunque pronto un detalle trivial empezó a inquietarme: el bolsillo; o para ser más específico: las tarjetas de crédito. A partir de ese momento, en los restaurantes, ya no elegía los vinos más caros. Las tarjetas de crédito temblaban en mis manos; el presentimiento de que yo fuera alguien ‘con futuro’ las cohibía; refrenaba despilfarros. Desde aquel momento, digamos, consideré la posibilidad de sobrevivir y, como un disparo a quemarropa, planteé otra interrogante:
—¿Cuánto será la cuenta?
Angustiado y feliz —es más que frecuente tan contrapuesta simbiosis—, reduje al mínimo mi ritmo de vida espléndido (sin llegar al vino malo, eso sí) y en dos semanas regresé al Perú.
Fui al banco. Había un forado en mi cuenta, pero no estaba en bancarrota. Y de inmediato, por pura y simple inercia, acaté un rumbo juicioso. En vez de visitar a Hilda, que de seguro me estaba esperando, saqué una cita con el doctor Solidoro, supervisor de ‘mis progresos’.
Había subido de peso (cuatro fabulosos kilos) y tenía un mejor semblante. Solidoro dijo que eso era buena señal, aunque se mostró prudente; no podíamos cantar victoria. Convenía seguir con los procedimientos de verificación: más resonancias magnéticas de alta resolución. Las centenas de manchas oscuras que invadían mi hígado eran su principal inquietud. Me hice las resonancias. Vio las placas nuevas, las comparó con las placas antiguas (de tres meses atrás) y de pronto dijo: “No han crecido. Si en los exámenes del próximo mes las manchas se mantienen del mismo tamaño, significa que la enfermedad por ahora no avanza”, “¿A qué lo atribuye?”, “No sabría decirlo. A falta de una biopsia que no te pudieron hacer, solo nos guiamos por estas fotografías. Esto podría ser consecuencia de la quimioterapia o, mejor todavía, de un motivo diferente: que no tengas metástasis”, “¿Y entonces qué serían las manchas?”, “Algo inocuo. Tal vez sean manchas quísticas”.
Un mes después, y con el aval de las resonancias, el tenebroso paisaje de las manchas de mi hígado seguía idéntico. Pero ya, por entonces, era un flaco piola.
De manera que volví al diario El Comercio y me reincorporé a Somos y al control de las otras revistas. Contaba con gente valiosa. Además, había elegido buenos fotógrafos y colaboradores (Alfredo, Balo, Beto, Mario, por citar unos pocos), así como a jóvenes con plumas afiladas: Gustavo, Jeremías, Patricia, Czar, Dante, Jenny, Doris, Mila, Sergio, Raúl, Alonso, Juan Manuel, Pablo. Y a una buena diagramadora: Maye. Ellos me facilitaban el trabajo en esos días de inciertas expectativas; en tanto que se iba haciendo más sólida mi amistad con Alonso Cueto, por entonces director de El Dominical. A él le confesaba mis dudas. No sabía si mejoraba o si presentaba un cuadro de salud pasajero, previo al huaico.
Con Alonso almorzaba en el restaurante Manhattan, en el jirón Miró Quesada. Y fue a él a quien le dije:
—Estoy viendo a una bruja.
—¿A una bruja? —se sorprendió—. No sabía que estabas en eso.
—Lo estoy.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace buen tiempo, pero he preferido mantenerla en reserva. Alguna gente se burla.
—Te entiendo... Pero ¿crees de veras en ella?
—Sí —admití—. Y te diré la razón. Cuando yo la consultaba antes de irme de viaje, ocurrió algo muy triste. Un hombre fue a verla con su hija enferma, una adolescente. La chica no parecía estar mal. O, al menos, lucía más saludable que yo. Hilda solo la miró a los ojos y se disculpó, diciéndole que no podía atender a más pacientes. Yo fui testigo de eso.
—¿Y qué pasó?
—Apenas el hombre y su hija se fueron, Hilda y yo entramos a su despacho y ella se puso a llorar. Le pregunté qué sucedía. Ella murmuró: “Yo le vi los ojos. Ni siquiera he necesitado tocarla. Le vi los ojos”, y siguió llorando. Luego, secándose las lágrimas, me dijo que esa chica moriría en cosa de un mes.
La chica, que era de una familia conocida de Lima, murió en tres semanas.
Unos días después, en una fiesta de la playa, me intereso en una conversación que vincula dos temas: neurociencia y esoterismo. No hablo, me limito a escuchar. Hasta que luego, al abrirse un silencio, se reclama ‘el punto de vista literario’ y me interrogan: “¿Cómo definirías a un brujo?”. Doy un resumen de mi respuesta: “Si se refieren a un brujo en serio, es un tipo de persona cuyo cerebro ha desarrollado de forma diferente. Podría ser alguien de índole intelectual o bien lo contrario, da lo mismo; lo que importa es su condición mental privilegiada. Al igual que otras personas diferentes —los autistas, los místicos, los artistas esquizofrénicos, los genios—, un brujo, en su sentido más profundo, es un virtuoso de la percepción. Ha nacido con un alma sensible, capaz de rastrear epifanías. Y ejercita la intuición, que, como se sabe, es la única vía de conocimiento para descubrir a Dios. Un brujo, en suma, es alguien que desata turbulencias cognitivas de repercusiones espirituales”.
Desde un principio Hilda se mostró optimista conmigo, pero yo soy de esos que piensan que el destino no es inmutable. Las cosas suelen cambiar. Y lo que da la impresión de andar por buen camino muchas veces es una ilusión. Llegué a ella, pues, con aprensiones.
—Te veo mejor —dijo perentoriamente cuando me vio.
—Es que estoy mejor, Hilda.
—Pero has tardado en venir —me reprochó—. ¿Por qué?
—Por las resonancias magnéticas —bajé la cabeza—. Las tenía programadas.
—Eso es una excusa.
—Sí... No lo niego...
—Debiste venir antes... En fin, ya estás aquí, pero no me hables de esas resonancias porque yo ya anuncié que no te morías... ¿Qué plazo te dieron los médicos?
—Seis meses.
—¿Y cuántos han pasado?
—Cinco y pico.
—¡Te lo dije! —vibró Hilda como una cuerda de guitarra—. ¡Se equivocaron!
—Por lo menos no tengo los dolores que preveían.
—¡Ni los tendrás! —sonrió—. ¡Estás salvado! —pero de pronto cambió de talante—. Sin embargo, no debes descuidarte. Tus enemigos no descansan.
Y acto seguido me pidió que le llevara más huevos frescos para otra limpia. Eso hice. Tras seguir viendo a Hilda durante un largo tiempo, acabamos por hacernos amigos.
En los siguientes meses todo volvió a brillar, como si en Miraflores florecieran el doble los jardines. Soledad ya alegraba mi vida. Nuestro romance tomó viada y se asentó, y pronto compré un departamento con vista al mar en la última cuadra de Alcanfores, donde empezamos a ensayar la vida en pareja; y, por lo tanto, al asumir mi rol de acompañante de sus maratones, empezamos a salir de viaje. Ella, de una manera puntual, ponía épica a nuestra relación: corría infatigablemente por el mundo (Ámsterdam, Berlín, París, Nueva York, Boston, Chicago, Las Vegas, etcétera) y yo, tomando un jerez en la mesita al aire libre de algún simpático café, leía el periódico mientras esperaba verla pasar. Luego empezaríamos a vivir juntos, si entienden lo que les digo. No es fácil emprender la convivencia —ese ejercicio de paciencia—, pero, de otro lado, nada nos anima más que conocer a alguien con invariable buen humor y con quien podamos sostener largas conversaciones. Con Soledad a mi lado, yo sentía que me habían regalado un reloj nuevo, ajeno a las horas funestas.
Y recuperé las ganas de escribir.
Y recuperé las ganas de pelear por la vida. Por esos días, en la revista Somos, nos sumamos a la lucha contra la re-reelección de la infame dupla Fujimori-Montesinos.
Fue en ese tenor de buena onda, y tras pasar un año de hacerme las resonancias mensuales, que el doctor Solidoro arriesgó una opinión:
—Definitivamente has tenido un cáncer serio, pero la cirugía lo extirpó. Y el hecho de que las manchas de tu hígado no hayan crecido confirma que son quísticas... Esto es: si pasados cuatro años no hay una recaída, no tendré dudas de que estás sano.
La ciencia médica se había pronunciado. Fin de las resonancias, caso cerrado.
Y la inconciencia de vivir volvió a ser la misma de siempre.
Pocos meses después, Soledad y yo viajamos a España. Sevilla era nuestro destino principal. Soledad, gran aficionada a los toros (otra afinidad), quería visitar la Real Plaza de La Maestranza, mientras que yo, tal vez a causa de Hilda, alentaba mis ansias de gitanería.
En Sevilla busqué a mi amigo Fernando Iwasaki. Ilustre escritor peruano de origen japonés, Iwasaki llevaba media vida residiendo en esa ciudad y era director de la Fundación Christine Heeren de Arte Flamenco. Autor del ensayo Mi poncho es un kimono flamenco, Iwasaki tenía duende para los gitanos. Los conocía a todos, especialmente a aquellos que revelaban talento en el cante y baile. Así que le pedimos consejo sobre tablaos flamencos, todos repletos de turistas. Y él nos propuso el tablao de sus gitanos, situado en el límite del bellísimo barrio de Santa Cruz, que igual vivía del público turista pero solo de turistas bendecidos; ya que, nos aseguró, ahí actuaba “lo más puro de la gitanería auténtica”.
Fuimos una noche y nos sentaron entre damas estadounidenses. Y a los diez minutos de alaridos y taconazos gitanos, las gringas, emocionadas, arrancaron a llorar a los gritos.
Yo las veía llorar y también lloré. No podía evitarlo.
(Nunca he sido un sensiblero llorón, pero en esos años se rompió el dique).
Y esa misma noche, en que nos entregamos a una exaltada celebración y bebimos buen vino Ribera del Duero, regresamos al hotel y caímos en la cama como desmayados. Ambos dormimos profundamente, pero a mí me tocó dormir y soñar. Soñé con una Hilda de duelo, pálida y quieta.
El dolor merece respeto, habló ella en mi sueño. Y cuando se nos muere un ser querido, los gitanos llevamos luto un mínimo de doce meses.
No supe qué pensar de sus palabras. Pero inferí que, quizá, mi sueño se debía a que los gitanos que yo viera en el tablao sevillano vestían de negro, o bien de negro con pañoletas rojas.
Sin embargo, más tarde, en la vigilia, vería a Hilda con un vestido negro.
Las visitas a Hilda se hicieron asiduas. Unas veces me aparecía con la bolsa de huevos y, otras, iba con las manos vacías, pero con ganas de conversar. Conversábamos de todo: de política, de comida, de chismes del alto mundo (asunto que le apasionaba) y, en cierta ocasión, hablamos de cine y hasta de arte. Yo mencioné una obra de Van Gogh con tema gitano: un paisaje cerca de Arlés, pintado en 1888, dos años antes de su muerte, en los días creativos en que ese alucinado artista salía al campo todas las mañanas con su caja de pinturas y un lienzo en blanco, y retornaba con una pintura terminada. Esa obra se titulaba Caravana y campamento gitano. Imaginé a Van Gogh, como un silencioso fisgón detrás de un arbusto, a fin de poder captar la vista de esos misteriosos vagabundos. Hilda, por su parte, me habló de una artista gitana viva que ya tenía un relativo éxito en Bélgica y Holanda. Su nombre era Lita Cabellut. Esta pintora, nacida en Barcelona, decía ser hija de una prostituta y vivía en La Haya; exhibía en las grandes capitales europeas, siendo honrada con importantes premios y reconocida por las revistas especializadas de arte como «una de las artistas contemporáneas más cotizadas del mundo». Le dije que no la conocía, pero que pensaba investigarla.
Y respecto al cine, Hilda me hizo saber que dos luminarias de Hollywood procedían de tribus gitanas. Una era la actriz de Gilda, la hermosa Rita Hayworth, que fuera esposa del genial Orson Welles. Su padre, bailarín de flamenco, arribó a California a probar suerte en el cine, pero sería ella la triunfadora. La otra celebridad, que desde su mutismo el mundo amó y seguirá amando para siempre, fue el conmovedor Charlie Chaplin, actor y director, con quien el siglo XX aprendió a reír y llorar a la vez. Hilda, con nueve años de antelación, me reveló que Chaplin, nacido en un campamento cerca de Birmingham, Inglaterra, era de familia gitana. Se lo habían dicho unos parientes suyos de Londres; luego, en 2011, una carta lo hizo público. Debido a los prejuicios de la época, los padres de Chaplin, actores de feria, ocultaban su origen. La madre de Chaplin, Hannah, trabajó como cantante en teatros de music hall con el nombre artístico de Lily Harley.
En una de esas visitas a Hilda, en la casa de Córpac, el germen de la presagiada tragedia incubaba en los pasillos. Andaba por ahí la preciosa gitanilla. Una tarde, en que Hilda y yo estábamos en el pequeño vestíbulo que fungía de sala de espera, aquella chica entró como un viento gélido, cruzó como un tórrido sol de Mercurio y, distraída, sin mirar a nadie, desapareció con la insolencia de quien ignora al mundo. No dijo ni mu. Se limitó a transitar por el vestíbulo como si persiguiera el relámpago de un deseo, y trepó las escaleras a la segunda planta. Iba yo a festejar su belleza, pero el ceño fruncido de Hilda me cortó.
—¿Algo va mal? —pregunté.
—¡Ella! —dijo la bruja.
—¿Por qué?
—¿No lo ves? ¡Trae el diablo en el cuerpo!
Hilda olía en el aire las pasiones viriles que se enredaban en los bucles revueltos de la chica. Y sabía que dos jóvenes gitanos de sangre caliente se la disputaban. Uno tenía derecho a su amor; el otro no. Pero la pasión, cuando arrasa, no sabe de leyes ni frenos.
Ella, la bruja, había intercedido. Conocía a los jóvenes. Gigio (sobrenombre de Esteban) era su hijo: treinta años, bello como un puñal, fiero como un lagarto. El amorío de Gigio discurría en secreto —¡aún lo mantenía secreto!— y, para hacer más honda la desgracia, se le entrometía a un pariente. El marido de la gitanilla, Emilio, de veintinueve años, era su primo hermano. Gigio y la gitanilla llevaban cinco meses enamorados.
Y, por supuesto, toda la tribu lo sabía, menos el marido.
Hilda le habló a su hijo:
—Vete de la casa, por favor. Sal por el camino a buscar otro nido.
Gigio se negó. “No puedo estar sin ella, madre; no puedo vivir sin sus besos”.
Hilda rogó y rogó, mientras la llamada del abismo no cesaba de anunciar el peligro.
Entonces, ella, para impedir la desdicha, apeló a terribles maldiciones: quemó incienso verde, lanzó juramentos en arameo, atravesó envoltorios con agujas. Pero nada logró, pues ya era tarde; la pasión que encendía a esos tres indómitos corazones alzaba sus llamaradas.
Emilio, el marido, sentía celos hasta de su sombra. En las fiestas habituales de la tribu, veía que su mujer atraía todas las miradas. Hombres, mujeres y niños miraban su boca jugosa, su breve cintura, sus grupas redondas. Eximia seductora, la gitanilla reía y bailaba con todos, y, girando como un frenético huracán, quería opacar a las estrellas.
Tal fue la imagen que guardé para mí cuando dejé la casa de Hilda. La tribu debía enfrentar la tormenta. Gran problema cuando se vive en comunidad. Y gran problema, sin duda, cuando la comunidad comparte una certeza: ni el marido ni el amante cederían.
Aquella pasión estaba hecha para la ruina. No veían otra salida. Gigio y Emilio, dos primos que siempre se habían querido, pronto se irían a odiar y era muy probable que tentaran a la desgracia. Repetirían las desventuras gitanas de folletín, sin más remedio.
No tuve noticias de Hilda por dos semanas, y luego las tuve de pronto, en la tercera, a través de los diarios. Las noticias aparecieron en páginas interiores de El Comercio y La República. «Anoche se produjo un doble asesinato», titulaba una; y la otra: «Crimen en la familia». Comencé a leer el primer reporte suponiendo que era una nota de rutina; pero, a mitad del texto, una sospecha me sobresaltó. Se informaba que ‘el hecho de sangre’ había acontecido en una casa de San Borja, en Córpac, cerca del Ministerio del Interior.
Aunque luego mi corazonada remoloneó: la nota hablaba de un arma de fuego, «un revólver». Esto me hizo dudar. ¿Un revólver? Era más fácil imaginar que hubieran salido a relucir los cuchillos, por ser propio de gitanos, ¡pero un revólver! ¡Son gitanos, no vaqueros del oeste! Sin embargo, unas líneas después salí de dudas. «Dos hombres murieron por una sola bala disparada que atravesó ambos cuerpos», leí asombrado. «La policía no explicó la confusa circunstancia de este crimen, pero ha precisado que las víctimas eran gitanos».
—¡Mierda! —dije—. ¡Son ellos!
Salí volando de la revista y me dirigí a casa de Hilda.
Durante el trayecto, detenido por los atascos y semáforos, hice llamadas telefónicas a dos personas que, como yo, eran pacientes de Hilda; ellos soltaron lo que sabían. Gigio y Emilio se habían encontrado en una fiesta de bautizo, en otra casa gitana. Allí bebieron en exceso y, a eso de las dos de la madrugada, al sonar una pieza lenta, la gitanilla sacó a bailar a su amante y lo abrazó con descaro. El marido, enfurecido, increpó a su mujer. Gigio la defendió, pero en el cruce de palabras perdió los estribos: le gritó a su primo que su mujer se acostaba con él.
Los primos se agarraron a golpes. Los separaron, pero enseguida estaban otra vez dándose patadas y revolcándose en el suelo. La gitanilla chillaba; los invitados a la fiesta, divididos en grupos, los retenían a la fuerza. Pero todo era inútil: los primos se insultaban y, cuando conseguían zafarse, volvían a las trompadas. El dueño de casa le dijo entonces a Gigio que debía irse. Este obedeció y subió a su auto, un Mustang negro recién restaurado. El marido, que salió detrás de él, lo siguió en un Corvette rojo. Hubo una persecución espectacular como las que se ven en las películas. Gigio fue a casa de su hermano (también situada en San Borja, cerca de Hilda). Al arribar allí, vio que su primo lo alcanzaba y montaba el carro sobre el jardín delantero. Entraron juntos a la casa dándose más golpes y, asustado, el hermano de Gigio bajó las escaleras.
Como la sala estaba en penumbra, y como además ambos se hallaban bañados en sangre, no reconoció a Emilio, su primo, pero sí a Gigio. Creyó que este llevaba la peor parte de la pelea y, como iba armado, apuntó con su revólver. Los amenazó tres veces, sin éxito. Los primos, con golpes a distancia o trabados en forcejeos, daban giros violentos. Eso entorpeció el cálculo del hermano, que disparó fatalmente a Emilio en el instante en que Gigio le saltaba encima...
Una sola bala, certera, atravesó a los dos enamorados. Una sola bala los mató.
Hilda perdió un hijo y un sobrino; y tan dolorosa desolación aumentó cuando su otro hijo, Hugo, terminó acusado de doble asesinato y encerrado en el penal de Lurigancho.
Esta fue la primera versión que oí del crimen. Pero Lima, ya se sabe, es una ciudad chismosa y, en pocas horas, surgieron otras versiones, todas contradictorias y que no involucraban a la gitanilla. Una de ellas aludía a antiguas rencillas fraternas entre Hugo y Gigio, debido a que el primero había nacido del adulterio de su padre con una hermana de Hilda; argüían que el padre favorecía a Gigio, y que Hugo, apartado del manejo de los negocios, hervía de rencor. Otra versión lo reducía a un simple lío de codicia y locura.
La policía acogió la hipótesis del ‘forcejeo entre gitanos’ para explicar la muertes simultáneas, pero no estableció el móvil. Y la prensa, más especulativa, lo estableció por la libre en dos papazos, combinando datos de la segunda y tercera versión: resentimiento y negocios.
Otras notas fijaron lo último como un hecho y el crimen gitano pasó al olvido.
Yo, por primera vez en mi vida, no estaba buscando la verdad. Iba directo a las consecuencias. Lo esencial para mí eran las muertes, las desgracias por sangre derramada.
De improviso, pues, me pareció ridículo estar pensando en mi propia muerte.
¿Qué puede significar mi ínfima muerte ante tanta desventura?
Fuera de epidemias y toda suerte de accidentes, fuera de los decesos habituales por enfermedades, los seres humanos incrementamos la estadística con nuestra violencia.
Millones de hombres mueren en guerras por la posesión de territorios; millones mueren por la religión, la política, los negocios y la delincuencia; millones mueren por los desastres que provocamos en la naturaleza. Y millones mueren por crime passionnel, fruto de celos, abandonos y venganzas: el amour fou que, para la ley francesa del siglo XIX, toleraba el homicidio impulsivo o no premeditado y atenuaba la condena del asesino.
En 1970 ese concepto se eliminó del Código Civil, pero en 1980, cuando el filósofo marxista Louis Althusser estranguló a Hèlene, su esposa, se lo aplicó de algún modo.
Al llegar a la casa de Hilda, encontré que estaba despoblada de hombres. Solo había mujeres, unas setenta, según calculé, y ninguna era la gitanilla. ¿Acaso estaba escondida? ¿Sería ella la causa de la tragedia, como indicara la primera versión?
Me propuse eludir el tema, incluso si Hilda lo traía a cuento. Yo iba a verla para darle el pésame y mostrarle mi profundo afecto. Ninguna otra cosa me interesaba.
Entonces noté algo extraño: la puerta estaba abierta...
Entré al vestíbulo. No había un alma. Pero, al avanzar sigiloso hasta el pie de las escaleras, una voz femenina gruñó con autoridad:
—¿Quién está ahí?
La voz venía de la segunda planta.
—Disculpe —balbuceé—. Busco a Hilda... Soy un amigo... Ampuero...
Se abrió un intervalo, seguido por un revuelo de murmullos.
—Espere —dijo la voz.
Aguardé, en tanto echaba miraditas a las vitrinas con las pequeñas porcelanas. Y de pronto, arrepentido, pensé que iba a importunar y me alisté a planear la retirada.
—Señor Fernando... —oí otra voz.
—Sí, aquí estoy —me precipité—. Y disculpe —añadí, nervioso—, sé que es un momento íntimo y difícil, así que será mejor que me vaya.
—No —dijo secamente la voz—. Suba. Hilda quiere verlo.
—¿Está segura?
—Sí. Suba.
—Gracias —repuse.
Cuando trepaba los escalones, retornaron los murmullos; pronto, asomado a la segunda planta, descubrí que estos eran el eco de quejidos y otras voces dolientes.
La escalera desembocaba en una enorme estancia ocupada por cinco o seis corros de gitanas. Algunas vestían de riguroso negro; otras, luto blanco, blusones y túnicas sueltas de colores crudos o muy claros. Era como un coro griego. Llorosas, gimiendo o abrazándose unas a otras, todas me miraron sin curiosidad e hicieron que me sintiera el intruso consentido que solía ser.
—Por ahí —dijo una anciana señalando una puerta.
La puerta daba a un dormitorio donde otra turba de gitanas rodeaba una gran cama matrimonial con cubrecama de colorinche tejido a crochet. Varias de ellas, al notar mi presencia, se fueron quitando de en medio. Esto me permitió ver a Hilda: yacía con los párpados entornados y también de luto; exactamente el mismo vestido que yo había entrevisto en mi sueño de Sevilla.
Luego Hilda abrió los ojos y prorrumpió en un grito lastimero:
—¡Fernando! —dijo.
(Nunca voy a olvidar cómo pronunció mi nombre).
El dormitorio se llenó de gemidos y, acto seguido, dos gitanas me jalaron de los brazos como si fuera un pelele, y me tumbaron en la cama. Quedé echado al borde, al lado de mi bruja sollozante, en una situación grotesca en la que no sabía qué hacer.
Tomé una de sus manos y la besé.
—Lo siento, Hilda —dije en susurros—. No sabes la pena que tengo.
Con la mirada enrojecida por el llanto, ella exclamó:
—¡Ha sido la Luna negra! ¡La Luna negra!
Eso fue todo lo que dijo. Un minuto después me sacaron de ahí.
—Vuelva otro día —sugirió una gitana de grandes ojos grises—. Deje pasar un mes.
Asentí y abandoné la casa.
En aquellos corros vi mujeres jóvenes y mayores, pero ninguna era la gitanilla.
No regresé al mes. Confiando en que el tiempo ayuda a cicatrizar las heridas, volví al cabo de ochos meses. Pero no toda herida cicatriza. Mi bruja lo entendía así.
Esta vez, Hilda parecía un ser de otra galaxia. Lívida, callada, ya no sonreía. En sus ojos flotaba la luz polvorienta de los espejos viejos. Se lo dije, sin el menor tacto. Ella contestó: “Estoy triste. Luchar contra mi tristeza es una batalla perdida”.
Hilda estaba viendo su propia muerte, sin recelos. Le pedía su bendición.
Hablamos poco, pero se alegró de que ya no fuera tanto a visitarla.
—¿Te alegras? —me desconcerté.
—Sí. Eso quiere decir que ya no me necesitas, y que, además, has encontrado tu ración de entusiasmo para seguir adelante con tu vida.
—La encontré gracias a ti.
—Lo sé... lo sé... Pero lo importante no es encontrarla, sino conservarla. Y eso es cosa tuya... Te quedan varios años para afrontar con fuerza este mundo extraño...
—Escúchame, Hilda —dije—. Llámame cuando quieras. Vendré enseguida.
—Gracias, Fernando.
—Soy yo el que está agradecido, Hilda. Tienes toda mi gratitud y mi cariño.
La superstición es una rama del culto a lo sagrado. Incide en nosotros bajo el mismo principio de una religión establecida, pero en rango marginal, no necesariamente menor.
Las personas, al ampararse en la religión o en ciertas supersticiones, buscan sentirse protegidas de un modo sobrenatural. Nos protegemos de la adversidad, aliviamos nuestro miedo natural a la muerte, fortalecemos el empecinado deseo de alcanzar la vida eterna. E, incluso, si estamos enfermos, acudimos a ellas para mejorar nuestro ánimo. (Y eso último influye de veras: mantener en alto el ánimo contribuye a la mitad de la sanación).
No es posible vivir sin honrar lo sagrado.
Esa es nuestra carta bajo la manga.
Así pues, indago sobre mi inclinación por el mundo mágico y el espíritu religioso. ¿De dónde me vino esto? Mi familiar más cercano, y el que más admiraba, fue mi abuelo materno, que era ateo. Era un aplicado lector de Renan, es decir, un anticlerical furioso, un comecuras. Y, por si fuera poco, también era masón. En el colegio donde me metieron mis padres, La Inmaculada, los curas nos enseñaban a odiar a los masones. Decían que, cuando estos se reunían, tenían por costumbre iniciar sus sesiones con una ceremonia: escupir al crucifijo. (¡Yo imaginaba a un Cristo mancillado por veinte escupitajos!). Por eso, cuando a los once años descubrí que mi abuelo era un miembro de la entonces secreta masonería, me horroricé.
Pero jamás se lo saqué en cara. Tal vez porque, en cierta ocasión, durante un almuerzo familiar de domingo, él dijo algo que me dejó pensativo y que, de alguna manera, me apaciguó.
—Dios es solo una palabra que refleja un sentimiento. Y cada persona le da a ese sentir la forma que desea. Para mí, Dios es la Naturaleza.
Naturae sacra, concluía en latín.
El abuelo era un hombre íntegro. Y era, en muchos sentidos, un adelantado a su época.
Pero, volviendo a lo primero, pienso que el mundo mágico entró en mi alma como el solapado bulto de unas contrabandistas. El contenido de ese bulto enriqueció mi educación (aunque muchos dirán que la estropeó). Las contrabandistas fueron las empleadas domésticas de mi casa entre las que se arrulló mi infancia. A esas cálidas mujeres de piel andina las quise tanto como a mi madre.
Ellas hablaban de duendes y aparecidos y de daños como el mal de ojo y otros maleficios.
Cuando la bruja murió tres años después, me telefonearon. Llamó un afamado notario de San Isidro, paciente a quien ella había curado de sus crónicos dolores de espalda luego de que fracasaran sucesivos tratamientos médicos a lo largo de treinta años.
El velorio fue en su casa de Córpac, que reventaba de gente. A la comunidad que componía su clan se sumaron gitanos de otros clanes que veneraban a Hilda con la devoción que se dispensa a una santa. Lo más impresionante, empero, fue la multitud de sus pacientes. Aparecían políticos, ministros de Estado, rectores de universidades, empresarios de la construcción, artistas plásticos, escritores, cantantes, actores, bailarinas, periodistas, etc. Yo había visto a algunos, en los pocos segundos que antaño me cruzara con ellos, pero nunca imaginé que fueran tantas personalidades. Aquello era ‘toda Lima’. (No estaba Tola, su viejo amigo, por hallarse en Washington para una exposición).
Rodeada de decenas de pequeños crucifijos de madera, así como de estampas de la Virgen María, la Virgen del Rosario y la Virgen de la Macarena, el cadáver de Hilda vestía túnica blanca. La habían tendido en la mesa del comedor, un mueble de estilo Luis XVI, donde, al mediodía, gitanos y payos participamos de la imposición de manos. Ese rito consistía en detenerse ante el cadáver y, sin tocarlo, colocar las manos sobre su vientre.
Para tal fin se hizo una fila que iba avanzando con paso solemne.
—Hay que absorber toda la buena energía que le queda —dijo un gitano.
—¿Qué dones ocultos perdemos con su muerte? —dijo otro—. ¿Qué conocimientos?
Algunos deudos temblaban al imponer sus manos; otros musitaban oraciones.
—Huele a rosas —acotó una señora elegante.
—A rosas y jazmín —terció otra señora.
—Desde su último suspiro despide ese aroma —ratificó una sobrina de Hilda.
Lika Mutal, la escultora, se me acercó y habló a mi oído:
—Yo creo que Hilda no ha muerto —dijo—. La siento a mi lado. Y me habla.
Hilda habla como a menudo nos hablan los muertos más queridos.
Cero multiplicado por cero, digo yo. Eso somos, cifras del vacío, pese a deambular oyendo voces que nos acompañan en la vida. ¿Qué hacer con ellas? ¿Un libro? Podría titularlo: Pláticas con Hilda después de muerta. Lo que consideramos presentimientos son voces metafísicas.
Y cuentan igualmente las voces de los sueños. En 2015, años después de que Hilda partiera de este mundo, pude hablar con ella en sueños. Ambos estábamos caminando por el malecón de la Reserva, a una cuadra de Larcomar, y de pronto nos encontramos.
—¡Hilda! —exclamé atónito, como si yo fuera un medium sorprendiendo a un fantasma en un escenario que no le correspondía—. ¿Qué haces por aquí?
—¿Por qué?
—¡Porque es insólito!
—Yo soy insólita —dijo.
—Es cierto —reflexioné un instante—. ¿Pero me dirás lo que haces?
—Me distraigo, Fernando. Ahora estoy saliendo del cine.
Los sueños a veces se lanzan a entreverar nuestras inquietudes y placeres.
—¿Del cine?
—Sí.
—Imagino que habrá sido una película de amor.
—No, no... Fue una película de muerte.
Observé su rostro que lucía rejuvenecido, aunque no reflejaba la menor emoción.
—¿Qué viste?
Ella se volvió a mirar hacia el mar y enseguida comenzó a desvanecerse. Pero, antes de que desapareciera del todo, alcancé a oír sus débiles palabras finales:
—¡No me preguntes lo que ya sabes...!
A la noche siguiente invité a Soledad al cine. Había consultado el listín del diario y elegí lo que quizá Hilda habría visto: pasaban una película húngara, ganadora de Cannes 2015 y del Óscar al mejor filme extranjero. Era una cinta muy recomendada sobre el tema del Holocausto. “¡Uf!”, dijo Soledad. “He visto demasiadas películas de campos de concentración. Ya tengo suficiente; no sé si quiero verla”, “¿Y si es algo tan bueno como La lista de Schindler o La vida es bella?”. Eso la decidió. Y, sin más, entramos a verla.
La película era El hijo de Saúl y nos abrió las puertas del infierno. Por lo cual, iniciada la proyección, yo no pude verla como un espectador: empecé a vivirla, a interiorizarla... Y, de pronto, de un modo imperceptible... vuelo... floto en la penumbra del cine...
... y paso a sufrir el drama... Me convierto en un judío sucio, desnutrido. Camino en grupo, sin parar. Camino rápido por un laberinto de pasillos. Voy de un lado a otro, sumiso, gacha la cabeza; no tengo un instante libre para pensar, pues soy una pieza del engranaje, el descartable émbolo de una maquinaria de muerte que no se detiene. «Tú, ven aquí, ¡carga los cadáveres, lava los hornos, recoge el excremento, baldea los orines!» Hago lo que me piden. Y luego, ante la ropa amontonada de los cadáveres: «¡Revisen bolsillos, busquen joyas, dientes de oro!» Soy un sonderkommando. Es así como los nazis llaman a los judíos obligados a colaborar en el abominable trabajo de gasear a otros judíos, mis hermanos: una tarea que solo sirve para aplazar un poco mi propia ejecución, porque el objetivo es gasearnos, matarnos a todos... aunque antes sobrelleve la muerte del niño, la búsqueda del rabino, la muerte de los prisioneros fugitivos... muertes previas a mi propia muerte.
Dos horas dura esta terrible y magnífica película que ¡por fin se acaba! Salgo al aire fresco y sacudo la cabeza y resoplo y contemplo las luces de la bahía y vuelvo a ser yo.
Ya te entendí, Hilda. Gracias otra vez.
Mi memoria cede sus fortalezas. Esto se acaba. El espíritu benefactor de Hilda, responsable de su aguerrido batallar contra el daño, obliga a pensar en la crueldad de los tiempos, en todas las manifestaciones de la maldad, en el cráter nihilista y el desprecio obsesivo del hombre por el hombre, en la inmensa pintura abstracta que forman los ríos de sangre.
El señorío de la muerte, no obstante, se inclina ante el señorío del amor; pero, si el amor es desasosegado, se pierde en la pasión. (Dicho sea de paso, ¿qué habrá sido de la gitanilla? No supe más de ella, aunque mi amigo, el notario de San Isidro, a quien ya no le duele la espalda y que por cuestiones de asesoría legal frecuenta a los gitanos, asegura que esa chica, al quedar sola, emigró a la Argentina y fue acogida por otro clan familiar).
Terminaré, en fin, hablando del goce de vivir o, más puntualmente, evocando el goce de oír el sonido de un piano de cola durante las veladas celebradas en la espléndida casa de playa de Lika Mutal y Gam Klutier, su esposo. Por cuatro sucesivos veranos, ellos reservaron en el cielo las noches de luna como marco para invitarnos a sus conciertos de música clásica.
Amigos de siempre y artistas notables (pintores, músicos, escritores) se agrupaban allí junto a vecinos de las playas Pulpos y Punta Hermosa: todos dispuestos a disfrutar de Vivaldi, Bach, Schubert, Debussy o Albinoni, entre otros espíritus selectos; todos instalados en el auditorio circular con murales pintados por Gam, mientras la brisa marina nos deleitaba y despeinaba.
Fueron noches melómanas seguidas de cócteles y buena conversación. Lika ofrecía las diversas estancias de su casa: el exótico jardín, las frescas terrazas en torno a la piscina, los rústicos balcones con vista a la bahía de El Silencio. Y una noche, recuerdo, merodeando por aquella casa llena de recovecos, encontré un pequeño altarcito de bronce adosado a una pared. Constaba de una fotografía y una repisa que contenía un encendedor y cuatro velas votivas: dos estaban encendidas; las otras, apagadas. Cuando me aproximé a observar la foto, quedé encantado. Era un retrato de Hilda. Se la veía como una señora de expresión radiante, en actitud serena y humilde, vestida con un sencillo traje estampado de flores.
Un momento después, Lika me pescó infraganti; es decir, me pescó sosteniendo el encendedor en una mano. Acababa de prender la tercera vela.
—Buena idea —susurró ella, sonriendo—. Yo prenderé la cuarta... ¿Sabes quiénes prendieron las dos primeras?
—No —contesté—. Pensé que habías sido tú.
—Yo no fui —dijo. Y enseguida desparramó la mirada por las concurridas terrazas y balcones—. Habrá sido uno de los invitados... Uno o dos, no sé... O quizá se prendieron solas —bromeó—. A Hilda le gustaba la música de Schubert.
Me reí. Y aquella noche recordé la magia de Hilda y, también —gracias a Lika, tan jovial, tan simpática—, celebré la magia del buen humor, el mejor de los bálsamos que nos alivian la vida.