Me convertí en uno de los temas favoritos de todos los programas de espectáculos y noticieros de radio y televisión. Todos los periódicos escribían sobre mi detención, y por supuesto, la noticia no paró en Perú, se extendió como reguero de pólvora en todos los países donde se transmitía mi programa, y diría, sin temor a exagerar, que también en el resto del mundo. No era para menos; mi historia era jugosa: me convertía en la primera conductora que vivía su arresto en un set de televisión.
Se regodeaban en los detalles; aun a costa de inventarlos. Especulaban sobre delitos que yo todavía no había visto en una acusación formal. Mencionaban falsedad genérica contra la fe pública y complicidad en peculado. No se remitían a pruebas fehacientes ni se molestaban siquiera en consultar la información de fuentes oficiales, pero aun así muchos medios de comunicación consignaban montos y reuniones con funcionarios de gobierno donde supuestamente se habían establecido acuerdos para desprestigiar a políticos y opositores al régimen de Alberto Fujimori, presidente del Perú en la década del 1990 al 2000.
Había otros que llegaban todavía más lejos: se aventuraban a hablar de un intercambio de favores más añejo, en el que, a cambio de recibir remesas mensuales, había aceptado apoyar la campaña de reelección de Fujimori. Ni siquiera había una mínima concordancia en los millones que supuestamente habría recibido. Y yo todos los días pedía a mis colaboradores y amigos que me llevaran un ejemplar de cada periódico y revista; me comportaba como una masoquista. Leía todo aquello que se escribía sobre mí, con una mezcla de indignación, enojo e impotencia… Pero sabía que en ese momento solo me correspondía guardar silencio y no dar declaraciones.
Tres días después de haber sido arrestada, comparecí ante el juez Saúl Peña Farfán, para que me leyera los cargos. Hasta entonces comenzó a integrarse el expediente, lo que constituyó la primera omisión en mi caso. En la audiencia me informaron que el arresto domiciliario en el que me encontraba me obligaba a no hablar públicamente sobre mi situación legal (que estaba recién abierta en un expediente) ni sobre la investigación (que, por cierto, aún no iniciaba).
Esa restricción «mordaza» tuvo una consecuencia inmediata: mi imagen sufrió un desprestigio inmerecido. Como no podía dar mi versión, los hechos se tergiversaron y los medios llenaron el vacío de información con especulaciones y supuestos que solo me hacían pensar en que, de haber recibido todo ese dinero que se mencionaba, habría podido establecerme en otro país por lo menos desde dos años antes de mi arresto, sin volver a pisar tierras peruanas.
La realidad echaba por tierra la inconsistencia de lo que la prensa nacional y extranjera consignaba sin escrúpulos. Yo continuaba trabajando en Perú, mi familia seguía en el país y en ningún momento hice algún intento por modificar mi situación migratoria en Estados Unidos, donde ahora estaba mi principal fuente de trabajo y de donde provenían mis ingresos.
Sobra decir que a estos periodistas se les olvidó su obligación de iniciar una investigación rigurosa antes de informar. Un vistazo a mi pasado familiar y trayectoria profesional habría dejado en claro que las acusaciones eran infundadas, y que mi nombre se sumaba a la lista de perseguidos políticos que debían rendir cuentas ante el régimen actual por «las incomodidades causadas».
* * *
Perú es una tierra llena de riquezas; quienes la visitan por primera vez no pueden menos que maravillarse ante su multiplicidad de ecosistemas, su exuberante vegetación y su fauna diversa. También es un país milenario, con una historia y diversidad cultural sorprendentes. Los incas se establecieron en el siglo xiii d.C. en la región de Cuzco, y al expandirse por territorio andino, construyeron el imperio incaico o Tahuantinsuyo, en lo que ahora son Perú, Bolivia, Chile, Ecuador, Argentina y Colombia.
Su geografía ha dotado al Perú de paisajes prodigiosos; por ello, el turismo es la tercera industria más importante de nuestra nación. La gastronomía peruana también es uno de los tesoros que podemos presumir al resto del mundo, porque gracias al mestizaje heredó sabores de sus inmigrantes españoles, africanos, chinos, japoneses e italianos. Nadie viene a Perú sin probar el ceviche, el anticuho, la causa, el lomo saltado o un buen tiradito. Lima es, en definitiva, la capital gastronómica de América Latina.
La tierra en la que nací alberga una franja desértica considerada la más árida del mundo, con una alta concentración de humedad debido a su cercanía a la costa. Es un país bañado por las aguas del Pacífico que se extienden desde el norte de Ecuador hasta el sur de Chile. Montañas, selva, bosques, mar… la relación de los peruanos con la naturaleza tiene mucho que ver con su desarrollo como pueblo. Su gran extensión costera es una de las razones principales por las cuales la pesca es una de las actividades económicas más importantes en mi país.
La playa de Huanchaco (que significa «laguna con peces dorados») es mundialmente famosa por su tradición pesquera. Aquí abunda una planta fibrosa llamada totora, con la que indígenas mochicas y chimúes fabricaban desde hace cientos de años pequeñas embarcaciones con las que se hacían a la mar para pescar. Los caballitos de totora, como se les conoce a estas embarcaciones, son tripuladas por un solo pescador que sortea las olas del cristalino mar de Huanchaco. Se dice que fue en esta playa, con los caballitos de totora, que se inventó el surf.
Aun en la actualidad es posible ver a los grupos de pescadores en sus pequeñas embarcaciones que traen consigo la pesca del día, conseguida aún con las técnicas artesanales, luego de una larga jornada. La llegada de estos pescadores sigue siendo un espectáculo para visitantes nacionales y extranjeros, y gracias a ellos, es que Perú es mundialmente reconocido como un país pesquero que se ha esforzado no solo por conservar las técnicas de los indígenas que poblaron esta tierra hace cientos de años, sino porque es una preocupación actual de la industria el conservar la grandeza de este ecosistema con técnicas amigables con la fauna marina.
A esta actividad, y a aquella filosofía, se unió mi familia materna, cuando huyendo de la Guerra Mundial en Europa, mi abuelo, Roberto Rotondo Grimaldi, y su familia salieron de Italia y se instalaron en Perú. Aquí encontraron una tierra que les abría los brazos y les daba las condiciones ideales para trabajar y construir desde cero un patrimonio para ellos y sus descendientes.
Mi abuelo Roberto Rotondo Grimaldi era hijo de italianos, Antonio Rotondo y Victoria Grimaldi. Mi Tata, como yo le decía, era un hombre muy guapo, que había nacido en el sur de Italia. Era alto, delgado y disciplinado en todos los aspectos de su vida; tenía rutinas establecidas para todo. Como muchos inmigrantes, al llegar a un nuevo país, estaba deseoso de forjar un patrimonio, quería marcar una diferencia, dejar un legado, y por ello se dedicó en cuerpo y alma a lograrlo: tenía horarios muy estrictos y consagró su vida al trabajo y a la familia. Era más bien solitario, no se le conocían amigos y tampoco organizaba fiestas en las que él fuera el anfitrión. Para él, la familia era el núcleo que contenía todo lo que necesitaba, y por eso se debía a cultivarla.
La misma disciplina laboral la llevó a su vida personal. Cuidaba mucho su aspecto físico, hacía ejercicio con regularidad y no tenía ninguna clase de vicios. Al mismo tiempo, era un hombre hipocondríaco; tenía muchas manías con respecto a la salud. Cuando yo era niña me cargaba todo el tiempo y no dejaba que yo pisara el piso porque pensaba que podía contagiarme con algún germen. De esta manera comenzó a engreírme.
Roberto Rotondo era un hombre culto y con hambre insaciable de aprender. Tenía muchos libros en casa y me leía pasajes de la historia universal, de geografía, de muchos otros temas. Fue a través de él que yo conocí que el mundo era más grande que el lugar donde había nacido. Mi Tata sembró en mí las ganas de conocer y de aprender.
Debo decir que él fue el hombre al que más he amado. Porque su cariño y la forma en la que me procuraba constituyeron los cimientos de la persona en la que me convertiría al paso de los años. Roberto Rotondo, al lado de mi abuela Laura, fueron siempre una fuente de amor y de cariño incomparable. Como era la nieta mayor, me convertí rápidamente en su adoración. La primera persona que me cargó al nacer fue mi abuelo, y según me contó mi tía Checha, hermana de mi madre, él cambió por completo y se volvió una persona mucho más cariñosa de lo que jamás había sido con sus hijos.
Ser inmigrante no es fácil. Es gente valiente, que se atrevió a atravesar el océano, sin un centavo, habiendo dejado toda una vida detrás, cargando solo sus sueños y esperanzas, como mi familia. Son personas que deben tener bien claras sus aspiraciones y anhelos, que deben reunciar a todo lo que conocen y luchar con valentía para conseguir lo que quieren, aun en los casos en que el panorama se les presente adverso. Es por ellos, mis antepasados, que esfuerzo y trabajo son palabras que me han acompañado a lo largo de toda mi vida. Y de ellos aprendí los mejores ejemplos de cómo hacer frente a las dificultades con la única herramienta de mi esfuerzo y dedicación para conseguir mis metas.
De pronto acuden a mi mente los recuerdos de mi infancia. Y sonrío al ver a esa güerita, muy alta para el promedio de las niñas peruanas, extremadamente flaca, miembro de una familia de empresarios dedicados a la pesca y a la construcción, ¡que además gritaban y manoteaban al hablar! Esa niña era yo, Laura Bozzo. Sí, me sentía rara, anormal en un entorno donde nadie se me parecía o compartía mi forma de expresarme. Salir de casa era como integrarme a un mundo aparte, donde mis gestos y ademanes parecían exagerados. Pude darme cuenta de la magnitud de esas diferencias y aceptar que siempre sería una niña «rara», hasta que mis padres me llevaron a Italia por primera vez. Ahí me sentí como en casa, ahí formaba parte del todo; por fin estaba con los míos. Fue como unirme a esa cadena de la cual yo era un eslabón extraviado. A partir de ese momento entendí que no solo era peruana, sino también italiana.
La verdad es que la vida no me cambió ni dejé de sentirme rechazada, pero sí pude entender porqué había pasado todos esos malos momentos en el colegio.
Cuando era niña, mi vida transcurría entre dos realidades con escenarios diferentes; por un lado, mis abuelos, cuya existencia parecía consagrada a engreírme y todo el tiempo me llenaban de regalos. Aunque la verdad es que quien lo hacía más era mi Tata. Laura, mi abuela, provenía de una familia que lo perdió todo y siempre fue una mujer extremadamente generosa, y me inculcó el valor de ayudar a los demás. Esa era su mayor felicidad; cuando me quedaba en su casa a dormir, siempre desaparecía la mitad de mi ropa porque ella la regalaba. Solíamos fastidiarla diciéndole que no se regalaba a ella misma porque nadie la iba a recibir. Durante las navidades lo más importante para ella era llenar de regalos a la gente que menos tenía. Llegó al extremo de que cuando murió mi abuelo, uno de los pesqueros más importantes del Perú, se quedó sin nada, excepto su casa, unas cuantas faldas y sacos negros, porque todo lo demás se lo dejó a sus hijos o lo regaló a las diferentes personas a las que ayudaba.
Definitivamente, mi abuela Laura marcó mi vida de una manera indeleble y fue el ser que me hizo sentir, junto con mi Tata, que era una persona valiosa, amada y aceptada. Ellos alentaron mis sueños de que podía llegar a donde quisiera si me lo proponía. Mi Tata hablaba de la cibernética de la mente. Constantemente me decía de que uno atraía lo que quisiera; comparaba la mente con una computadora a la que tú mismo programabas para tu éxito o tu fracaso. Muchos años después leí en el libro El secreto (Rhonda Byrne, 2006) los mismos consejos que me daba mi abuelo.
Dije que mi vida transcurría entre dos realidades: la segunda era en casa, con mis padres. Mi papá era el ingeniero Miguel Bozzo Chirichigno; su trabajo fue siempre destacado y galardonado en el Perú y en el resto del mundo. Se le reconoció como uno de los mejores estructuralistas. Mi madre, Victoria Rotondo, era todo lo contrario a una mujer «normal» en esa época en el Perú. Al contrario de muchas otras, ingresó a la universidad, era brillante para los negocios y siento que de alguna manera la frustró no dedicarse a lo que le gustaba. Se casó muy joven; acostumbrada a tenerlo todo, siento que no estaba preparada para convertirse en esposa a la edad que lo hizo. Para complicarla, nací yo al año y no fui hombre como ellos hubieran deseado, algo que a mí me marcó desde mi nacimiento. Mi familia estaba compuesta por mis dos padres y mis cuatro hermanos: Susana, Juan, Miguel y Luis.
Durante mi infancia la relación con mi padre no era notoriamente cercana, sin embargo debo reconocer que esto cambió con los años. Era obsesivo con su trabajo, como podría esperarse de alguien tan exitoso. Yo sentía que, para él, sus obras eran mucho más importantes que yo. Por si fuera poco, cuando nació Susana se convirtió en su consentida. La llamaba Pepo (un apodo cariñoso, pero masculino) porque en el fondo mis padres seguían anhelando tener hijos varones.
Con un padre tan preocupado por su trabajo, tuve mucha suerte de que mi mundo lo abarcaran mis abuelos; era alrededor de ellos donde giraba mi vida. Si me enfermaba, de lo que fuera, el abuelo viajaba desde La Punta, Callao (a una hora de mi casa) para recogerme y llevarme con ellos; y si esto no ocurría yo armaba un tremendo escándalo y no paraba de llorar hasta que lo conseguía. Mi mamamá Laura me contaba que desde bebé, cuando mi madre venía a recogerme (yo pasaba largos periodos en ambas casas), durante la hora que duraba el trayecto hasta mi casa lo único que hacía era llorar y dar de gritos en el auto, con lo que provocaba, por supuesto, que mi madre se pusiera histérica y manejara otra hora de regreso para, literalmente, tirarme en los brazos de la abuela, diciéndole furiosa: «¡Si quieres criar hijos, cría hijos!» A final se marchaba sola, de vuelta a su casa. Solo hasta que me convertí en madre, entendí el dolor que debía haber sufrido.
Por el lado de la familia de mi papá, mi abuelo murió en un accidente de tráfico antes de que yo naciera. Y mi abuela Gerarda vivió con nosotros durante muchos años. Para mi madre, tan consentida de soltera, fue difícil casarse joven y encima vivir con su suegra. Mi relación con la abuela fue bastante complicada; su adoración era mi hermana Susana, a la que llamaba pimpollo (que quiere decir «pétalo de rosa» en italiano). Era una mujer que no olvidaba su lengua materna y continuamente la hablaba, tenía un carácter bastante difícil, pero aun así siento mucho no haber podido conectar con ella y conocerla más. Tenía otros dos hijos con los que mi familia nunca tuvo mucha relación; todo giraba alrededor de la familia de mi madre.
Mis tíos Roberto y Checha, hermanos de mi mamá, siempre fueron mi adoración y sus hijos, mis primos, como mis hermanos. Hubo un hecho trágico que marcó un antes y un después en mi familia: la muerte de Robertino, mi primo, de tan solo 14 años de edad, en un accidente de moto dentro de un estacionamiento. Yo estaba en Venezuela y para mí fue una noticia terrible enterarme de que a los seis meses de la muerte de mi abuelo Roberto Rotondo, muriera mi primo. Y lo peor fue que el accidente se suscitó en nuestro departamento de Ancon. Esto lo cambió todo porque él era muy unido a mi familia, como un hermano más, y mis padres lo adoraban. Toda su familia se mudó con nosotros. Mi último recuerdo con él fue que todos los primos nos fuimos a cenar y luego nos dormimos, juntos antes de que yo me fuera a Venezuela a estudiar.
Puedo decir que mi tía Checha era la más cercana a mí, me entendía. Era muy diferente al resto de sus hermanos; era reflexiva, amorosa y sabía escuchar, siempre tratando de comprender. Para mí, sus hijos Silvio, Sergio y mi favorito Claudio, fueron y siguen siendo mis hermanos. No voy a contar las travesuras que hacía con Silvio; solo diré que formamos el club de los tres valientes en el que también estaba Susana, mi hermana.
La presencia de mi tía Checha fue fundamental en mi vida. Definitivamente me entendía más con ella que con mi madre. Sabía, y todavía sé, que puedo contarle todo y que me escuchará para darme un buen consejo, sin juzgarme. Ella y mi mamamá fueron dos mujeres que hicieron gran contrapeso para formar mi personalidad; estoy segura de que fueron el ancla que me mantuvo en la Tierra.
Debo confesar que no fui fácil de educar. Encontré en la agresividad una herramienta para ocultar mi timidez y mis múltiples inseguridades. Solo estando en casa de mis abuelos me sentía segura; era como si fuera dos personas, una con ellos y otra con mis padres.
También tiendo a observar una actitud a la defensiva que en mucho le debo a las malas experiencias en el colegio, donde me sentí víctima de rechazos y discriminación durante los primeros años. Cuando entré a la escuela, mi madre tuvo que quedarse sentada en la banca de atrás durante un mes para que no me diera un ataque de histeria. Aunado a ello, un poco apoyada por el trato que me daba mi abuelo, era (y sigo siendo) muy engreída (consentida, dirían acá): siempre me metía en problemas en el colegio, me gustaba romper las reglas, quería llamar la atención porque me sentía menos; obviamente, tenía muchos complejos. Ahora que lo recuerdo me doy cuenta de que le di muchos disgustos a mi madre, que era la más preocupada por mi forma de ser, porque hacía muchas salvajadas (travesuras sin medir consecuencias) y era como la líder de mis hermanos. Cuando mis padres no estaban los incitaba a hacer locuras, en especial a mi hermano Miguel, con quien me escapaba en moto cuando teníamos yo 15 y él, 10 años.
Mi forma de ser contribuyó en mucho a que la relación con mi madre siempre fuera tensa, y no lo cercana y amorosa que yo hubiera querido. Por el lado de mi papá, su familia no tenía el mismo nivel económico que la de mi mamá. Contaba mi padre que cuando conoció a mi mamá, ella andaba en un Cadillac y él no tenía carro. Lo primero que hizo fue salir y comprarse uno, ya que a pesar de que estaba recién egresado de la universidad, fue el ingeniero que construyó el Estadio Nacional del Perú. Fue con esta obra con la que, por primera vez, ganó muchísimo dinero que guardaba en un cajón de su cuarto. Entonces, para no sufrir una humillación delante de mi madre se compró un carro más moderno que el de ella y aprendió a manejar.
Mi padre siempre tuvo una fuerte determinación para salir adelante y darle a su familia el mejor nivel de vida, pero sobre todas las cosas amaba su profesión y eso me lo inculcó a mí: que más allá del dinero que se gane, uno debe sentir pasión por lo que hace.
Mis padres decidieron que tendría que estudiar en una de las mejores escuelas del Perú, por eso me matricularon para cursar la primaria y secundaria en el Colegio del Sagrado Corazón Sophianum, una institución de religiosas que tenía más de cien años formando estudiantes dentro de los valores cristianos. Pero para mí estos no fueron años fáciles. Siempre sentí que no encajaba y que no tenía cosas en común con las otras niñas, quienes se empeñaban en resaltar las diferencias que tenía con ellas. No dejaban de verme como la compañera flaca, güera y rara. Mi personalidad retraída tampoco me ayudaba a socializar con ellas.
De niña me era imposible entender cómo toda la atención y amor que me daban mis abuelos no podía extenderse al colegio, y que de igual forma mis compañeras me hicieran sentir aceptada. En esa etapa de mi vida la relación con mi hermana Susana fue un soporte fundamental. Era mi amiga, mi compañera y mi cómplice en las travesuras. Rápidamente me di cuenta de que mi personalidad y carácter eran opuestos a lo dulce y dócil que podía ser Susana.
Como su hermana mayor, Susana veía en mí a ese modelo a quien seguir y en quien creer. Muchas veces mi inocencia e imprudencia hicieron que pusiera a Susana en situaciones de riesgo a la hora de jugar. Recuerdo en especial una ocasión, cuando ella tenía 5 y yo 6 años, y le aseguré que podía volar si se lo proponía. Irresponsablemente, la azucé para que subiera a lo alto de un ropero y se aventara. «Vas ver que podrás volar. ¡Aviéntate!». Ni tarda ni perezosa lo hizo, subió hasta lo alto del mueble y se lanzó. Se partió el mentón y mi madre enfureció tanto que me puso tremenda tunda y castigo.
A pesar de todo, la nobleza y lealtad de Susana hacia mí no tuvieron mella. Seguimos siendo hermanas del alma, siempre unidas. Incluso hasta hoy, a pesar de las diferencias que hemos tenido a lo largo de los años.
Siempre demostré ser una niña inteligente, con un IQ de 155, como lo mostraron las pruebas que me hicieron después de que se dieron cuenta que era totalmente diferente a las demás niñas. Recuerdo, hasta el día de hoy, a unos hombres vestidos de negro con barbas que me hacían llenar pruebas, ver dibujos (tendría yo unos siete años) y en el fondo yo me reía de ellos. Tenía graves problemas de conducta; continuamente mi madre tenía que recibir las quejas de las religiosas y luego me reprendía, y se desesperaba por no poder controlarme.
Y es que muy pronto me di cuenta de que cuando hacía travesuras en la escuela o en la casa, por un momento conseguía dirigir las miradas hacia mí. En el colegio, incluso las niñas reían con mis ocurrencias y eso me hacía sentir parte de ellas. Entonces pude crearme una personalidad que me permitiera sobrevivir en aquel ambiente hostil. Así nació la Laura simpática, irreverente, loca, atrevida. Esa Laura loca me divertía a mí y a todos los que me rodeaban. Era una niña, y más tarde una adolescente, a la que le era fácil conseguir que la incluyeran en un juego o entablar una charla entre amigas.
Fue ese personaje ficticio el que me permitió sobrellevar mis años de educación básica y darle a mi vida social «la normalidad» de la que había carecido desde que mi Tata tuvo que dejarme pisar el suelo, abandonar la seguridad del mundo que él había creado para mí, y permitir que diera mis primeros pasos para relacionarme con la realidad.
Cuando estaba en casa y con los míos, esa Laura loca no hacía acto de presencia. Los domingos había comidas familiares en casa a las que venían mis abuelos para convivir con mis padres y hermanos. Era notorio en esas reuniones que mi abuelo tenía especial predilección por mí, minimizaba siempre mis imprudencias y combatía cada regaño de mi madre con mimos.
Sin duda mi Tata tenía un amor ciego por mí y por mi hermana Susana, de otra forma ni yo puedo justificar locuras como esa ocasión en la que, junto con Susana y cinco amigas, nos fuimos en mi lancha Riva, en la playa de Ancon, para atacar el yate en el que estaba el presidente del Perú, Juan Velasco Alvarado, en señal de protesta porque era un presidente de facto que destruyó el Perú. Fue un verdadero escándalo que enfermó a mi madre de los nervios. La prensa limeña habló de mi por vez primera, para reportar lo sucedido y mi familia avergonzada tuvo que pedir disculpas e insistir en que fue una travesura de adolescentes para aminorar las consecuencias que un incidente de esa naturaleza debía traer consigo; por ejemplo, el que pudiera ir a la cárcel.
Mi mamá parecía no poderlo evitar: siempre hizo marcadas diferencias entre sus hijos varones y sus hijas. Por eso, la relación con ella siempre fue muy agresiva, y lo fue por parte de ambas. Es una de esas cosas que se te quedan en la memoria y te marcan para toda la vida, además, no me cabe duda de que eso afectó severamente mi autoestima.
Sin duda no fui la clase de hija de la que mi madre se habría sentido orgullosa en todos los aspectos, y por esa razón, ella se comportaba así conmigo. En el fondo, lo que hacía que chocáramos era lo mucho que nos parecíamos. Teníamos una personalidad casi idéntica. Vamos, ¡mi madre andaba en moto a los sesenta años y era corredora de autos! Pero además tenía otras excentricidades que marcaban una gran diferencia con las mujeres de su generación. Era una rebelde como yo. Me amó y siempre me respaldó, aunque yo sentía que nunca al nivel de lo que amó a mis hermanos por ser varones.
Hasta el día de hoy tengo una excelente relación con todos mis hermanos y una admiración especial por Luis, que heredó el talento de mi padre para la ingeniería y es un orgullo para toda la familia. Ha hecho su vida en España y construye en el mundo entero. Paloma, su esposa, es como una hermana para mí. Con Miguel y Juan, mis compañeros de travesuras, me une ahora una relación como de madre sustituta. Al morir nuestra madre asumí ese papel con mis hermanos. Me preocupo por ellos y saben que siempre podrán contar conmigo, porque para mí, la familia es lo más importante.
A la hora de elegir carrera no hubo dudas en mí, desde pequeña quise estudiar abogacía. Siempre tuve ejemplos cercanos de gente que por no tener acceso a una buena defensa había sido víctima del sistema. Conocía de cerca, por las empleadas del servicio doméstico, historias de abusos cometidos por parte de sus parejas. Fue con ellas que por primera vez escuché hablar de violencia. Unos días llegaban golpeadas, otros quejándose de los malos tratos de sus esposos. Y también tenía la otra cara de la moneda: mi madre. Una mujer de hogar, pero con un carácter firme que siempre se imponía a su esposo, a tal punto que lo obligó a que su constructora estuviera en la entrada de la casa. Esos dos escenarios del papel de la mujer me hicieron querer ayudar, por medio de las leyes, a quienes el carácter no les daba para reclamar sus derechos.
Ingresé a la Universidad Femenina del Sagrado Corazón porque a mi mamá le hacía ilusión que estudiara ahí, ya que era una extensión del colegio en el que ella había estado y le unía una amistad con los decanos y la rectora de la universidad.
En esa institución cursé los dos años de estudios generales preuniversitarios que se estudian en Perú antes de ingresar a la licenciatura. Todavía era una mujer de difícil carácter y me costaba ser disciplinada, por lo que los problemas en la escuela no se hacían esperar. Al tratarse de una institución religiosa, el tema de la obediencia era un factor importante para garantizar la permanencia.
Recuerdo que en esa época me cuestionaba mucho más todo lo que mi familia daba por sentado. Los valores y las creencias con las que crecí me generaban más dudas que certezas, y no me contenía para expresar mis desacuerdos en la clase de Teología. Por otro lado, el tema de la indisciplina se había vuelto ya un sello característico de mi personalidad y mis loqueras iban en aumento. Recuerdo que en una clase de Historia del Perú que impartía Francisco Belaúnde Terry, hermano del presidente de ese entonces en mi país, nos tocaba hacer un examen sobre los virreyes y decidí liberar al grupo provocando un pequeño incendio porque sabía del temor del profesor al fuego.
Aquella mañana vertí gasolina en un bote de basura que estaba cerca del escritorio del profesor Belaúnde, y todos salimos corriendo del aula. Se armó un tremendo alboroto en la universidad. Por supuesto, fui señalada inmediatamente como la responsable y mandaron llamar a mis padres.
Mi madre dijo que sería la última que me soportaría y me sacó de la escuela. Como castigo, me inscribió a una escuela pública. Así fue como llegué a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Federico Villareal. En el fondo yo estaba feliz; siempre había estudiado en escuelas privadas y no lo había pasado bien. Tenía la ilusión de que al estar en una escuela pública, con gente de otras clases sociales, podría encajar con ellos. Todos los días tenía que ir en metro y de todos modos me destacaba de entre los demás pasajeros. Era alta, muy esbelta, con el cabello un poco más oscuro del rubio que todos me conocen ahora y mi ropa de marca; así que las miradas de asombro se seguían posando en mí.
Y es que así era yo. Desde pequeña, mi Tata, me llevaba a las tiendas de los grandes diseñadores para comprarme ropa, bolsas, zapatos… ¡lo que yo quisiera! Estas marcas no son lujos para mí, ya que son la ropa y los artículos con los que siempre me vistieron y que construyeron mi personalidad. Por eso ahora me parece ridículo que quienes me critican piensen que la forma en la que me visto es una limitante para ayudar a la gente que lo necesita.
Llegar a la vida real que suponía la educación pública no fue un cuento de hadas como yo había pensado. Las diferencias de clase se notaban abismalmente: en el transporte me molestaban y mis compañeros me veían como la niña rica a la que no podían tomar en serio. Pero poco a poco me hice respetar, al tiempo que conectaba con la gente porque sus cuestionamientos y preocupaciones también eran los míos.
Rápidamente me hice de un grupo de amigos con los que establecíamos debates y asambleas estudiantiles para discutir temas de política y educación. Yo destacaba porque lideraba las mesas. Era una época de descontento estudiantil y celebrábamos marchas de protesta donde yo siempre iba al frente y aunque me gané el corazón de mis compañeros, entre los profesores y las autoridades de la universidad era vista como una amenaza por mi rebeldía.
Con el cambio de escuela, no solo yo conocí a otra clase de gente, también mi familia lo hizo. Empecé a llevar a casa a mis nuevos compañeros y mi madre no dejaba de sorprenderse porque era un tipo de gente con el que nunca me había relacionado: de una condición social baja, con rasgos indígenas y potencialmente reaccionarios por las causas que persegían. Pero fue ahí, con ellos, donde murió la Laura que actuaba con irresponsabilidad y que quería llamar la atención haciendo travesuras y nació la mujer que hasta el día de hoy soy: rebelde, luchadora, guerrera, defensora de los que menos tienen y la voz de los que no tienen voz.
Mis padres definitivamente no estaban de acuerdo con el activismo que en esos años era parte de mi vida; la situación en el Perú en 1972 no era la óptima como para ser identificada como líder estudiantil; era peligroso ser señalada de esa manera, así que, siguiendo los consejos de mi Tata, me enviaron a estudiar a la Universidad Central de Venezuela en Caracas, donde un primo de mi madre era catedrático.
Esa sería la primera vez que estaría lejos de mi familia. Mi madre no estaba muy conforme con ello, dados mis antecedentes de comportamiento, por eso buscó quién se encargara de estar al pendiente de mí. Cuando me inscribí en la Central, buscó que Egilda Crespo, una política importante de aquel país, y su familia, me recibieran y cuidaran de mí.
Para 1974 mi llegada a Caracas marca uno de los pasajes de formación académica y de vida personal más hermosos de toda mi existencia. Si bien mi educación como abogada se la debo a la Universidad de Villeral, la madurez de los conocimientos y mi transformación como doctora en Ciencias Políticas se la debo a lo que viví en Caracas, donde estudié con rigor y mucha disciplina porque ese era el nivel de exigencia con el que se trataba a los alumnos. Teníamos que leer dos libros a la semana, preparar ensayos y lecturas para todas las materias, hacíamos mucho análisis y el nivel de preparación de los catedráticos no podía sino inspirar a los alumnos para ser mejores.