“Fabricar recuerdos lleva tiempo, pero ella

era tan impaciente que vivió amnésica.”

Fragmento de “Un cuento que no recuerdo”,

de un autor cuyo nombre he olvidado.

¿QUÉ ES LA MEMORIA?

Cuando somos chicos, las primeras referencias acerca de la amnesia vienen de los dibujos animados y de los comics. En mi caso, una de ellas venía del libro de Asterix conocido como El combate de los Jefes o El golpe de menhir. En él, Obelix, el compañero de Asterix, de huesos grandes y fuerte porque cayó en una marmita de poción mágica cuando era bebé, hace y reparte menhires, una especie de obeliscos de piedra tallada de gran tamaño. En este episodio, Obelix golpea al druida, quien no solo pierde la memoria sino que cambia su personalidad.

De más grandes, nos vamos encontrando con casos similares, como aquel individuo que tuvo un accidente de moto y se golpeó la cabeza, que repetía: “¿Y Candela?” Es decir, es común asociar un golpe en la cabeza con la pérdida temporaria de la memoria. Lo que no es tan común es que un nuevo golpe de menhir o un nuevo accidente hagan que se recupere la memoria, eso ya es ficción. Ya hablaremos de dónde puede que esté la memoria en la cabeza. Por ahora quiero que te quedes con la idea de que la memoria tiene un sustrato físico, no se trata de ondas que viajan por el aire ni de partículas microscópicas flotando en el neuroéter que nos atraviesa.

La pregunta acerca de qué es la memoria es complicada de responder. Uno se vive enfrentando a cosas que no sabe qué son, por ejemplo, cuando vas a una restaurant étnico y te sirven algo indescifrable. Te preguntás qué es, nadie te quiere decir, o tiene un nombre como “ghkúndrkbgbg gogó”. Entonces lo que hacés es dar una definición que tiene que ver con las características de eso que te sirvieron. Es rosado, con manchas negras que parecen ojos, parecería que un cordero se comió un pollo que se había comido un langostino y vomitó esto en mi plato. La textura es similar a la de una bombita de agua. De hecho es como si hubieran puesto a un seamonkey dentro de una morcilla transparente. Tiene gusto a una mezcla de mejillón con té de hace dos días y olor a media sucia de adolescente que viene de jugar al fútbol. Esto, mi querido lector, es una definición operacional. Este tipo de definición es muchísimo más útil que un simple nombre de algo de lo que no conocemos nada, porque nos da información, podemos imaginarnos de qué se trata.

Con la memoria ocurre algo parecido, los científicos tenemos muchísima información acerca de lo que se necesita para construir recuerdos, para almacenarlos, para recuperarlos y hasta olvidarlos, pero todavía no podemos decir exactamente qué son los recuerdos. No obstante, es probable que nos estemos acercando peligrosamente. Pero es necesario que entiendas el problemita que tenemos los que estudiamos la memoria. Podemos hacer manipulaciones del cerebro que van desde un batazo en la cabeza hasta apagar un grupo de neuronas en un pedacito muy chiquito de tejido nervioso y producir la pérdida de la memoria. Así podemos saber que la perturbación que hicimos produjo amnesia, porque dejamos de observar evidencias de que la memoria está. La pregunta es si esa amnesia aparece porque destruimos o interferimos en el sustrato biológico de ese recuerdo o en el mecanismo biológico involucrado en su recuperación. En el primer caso, el recuerdo no está, porque destruimos su almacenamiento. En el segundo caso, el recuerdo está, aunque no es accesible. Como desconocemos exactamente la naturaleza física de los recuerdos, no podemos distinguir entre estas dos posibilidades. Se trata de un pequeño detalle que deberás tener en cuenta a lo largo de tu lectura, lo siento mucho.

Como vamos a construir juntos una definición operacional de lo que es la memoria, te propongo que sigamos adelante y vayamos armando este rompecabezas para ver hasta dónde llegamos. En ese sentido, este libro es una aventura, puede que sea un embole de aventura, pero una aventura al fin.

CÓMO ME SACO ESTO DE LA CABEZA

Resulta que estás apurado porque llegás tarde a una cita romántica con alguien que te copó, que conociste por una aplicación del teléfono, pero estuviste chateando y luego hablando y decidiste que quizás sea tu última oportunidad de formar una pareja duradera y no morir solo, consumido por el odio y las moscas que se alimentaron de tu hediondo cuerpo cuando estabas semi-muerto, y de tan deprimido ni te molestaste en sacártelas de encima.

Te tomás un taxi porque no sería bueno parecer impuntual en esta cita importante, la muerte no será impuntual a la hora de llevarte cuando estés pudriéndote entre restos de latas de atún y sopas instantáneas. El taxista te habla, pero vos estás concentrado en no cagarla esta vez, al menos no como en la última cita, que te pusiste nervioso y con la transpiración de las manos se te resbaló la jarra de gazpacho que cayó al suelo haciendo que el mozo que pasaba patinara y dejara volar unos langostinos empanados. Uno de ellos fue a parar a la boca de tu cita que resultó ser alérgica a los mariscos y desarrolló un edema de glotis. Por suerte un médico de la mesa de al lado llevaba Decadrón y se lo inyectó. Luego tu cita se fue con él, se casaron y tuvieron unos hijos adorables.

Por fin tus pensamientos se interrumpen por algo que están diciendo en la radio. Presentan el nuevo tema de la banda de reaggeton-death-metal llamada “El Calzón Diarreico de Hulk”. Definitivamente no es tu tipo de música, pero no querés pedirle al taxista que baje el volumen, porque preferís la radio antes que una conversación que seguro termina en un “a esos hay que matarlos a todos”. La canción se llama “La danza de las nalgas” y es horrible, pero tiene un estribillo muy pegadizo que dice “Tus nalgas se mueven como en un terremoto, con ese trasero me saco una foto”. El estribillo se repite hasta el hartazgo y aun luego de bajarte del taxi, es imposible sacártelo de la cabeza.

Te encontrás con tu cita y a la media hora de conversación, cuando te pregunta qué opinás de su posición respecto del conflicto palestino-isrealí, te das cuenta de que no escuchaste casi nada, porque tu cabeza estaba intervenida por El Calzón Diarreico de Hulk y su pegadizo estribillo. Ya es tarde cuando te avivás de que hablaste pero de tu boca sólo salió la frase “con ese trasero me saco una foto”.

Este fenómeno de palabras que quedan dando vueltas en la cabeza fue analizado hace mucho tiempo por dos psicólogos alemanes, Georg Müller y su discípulo Alfons Pilzecker. En esa época no existía la versión en alemán de “La danza de las nalgas” porque corría el año 1900, pero ahora sí podés escuchar “Tanz-Gesäß” que es un hit en las discos de Berlín. Por el año 1900 entonces, estos dos psicólogos publicaron una monografía de 300 páginas intitulada “Experimentelle Beiträge zur Lehre vom Gedächtnis” o “Contribuciones experimentales para la ciencia de la memoria” en el que describían 40 experimentos desarrollados entre los años 1892 y 1900. En algunos de esos experimentos, les enseñaron a los sujetos experimentales listas de sílabas sin sentido que estaban asociadas de a pares, por ejemplo “rit-zir” o “mur-geim”. Notaron que cuando evaluaban la memoria para una lista que recientemente habían aprendido, aparecían incorrectamente sílabas pertenecientes a una lista anterior. Es decir, el recuerdo de la lista anterior perseveraba, permaneciendo en la cabeza como una canción que no se quiere ir o un jingle de una publicidad de quitamanchas. No obstante, la cantidad de errores por intrusión de sílabas de otras listas disminuía a medida que pasaba el tiempo y al día siguiente, ya no aparecían.

En ese momento, los científicos especularon que esta perseverancia de las sílabas era el resultado de una actividad transitoria en el cerebro que codificaba una forma de memoria de corto plazo. Era como si los circuitos tuvieran que reverberar y mantener las asociaciones en la memoria para que de alguna manera se estabilizaran y no rompieran más las pelotas provocando errores en otros aprendizajes. Por “reverberación”, me refiero a una especie de eco que deja la estimulación de los circuitos, aunque los estímulos ya no estén presentes. Como cuando te rompieron el corazón y aún escuchás las angustiantes palabras “tenemos que hablar”. De esta forma Müller y Pilzecker empezaron a pensar que quizás esta perseverancia de las sílabas en la memoria de corto plazo era necesaria para reforzar las asociaciones y realizaron una predicción que iba a tener enormes consecuencias para el estudio de la memoria, hasta el presente.

Ellos dijeron que si la perseverancia era necesaria para reforzar la memoria, impidiendo que ocurriera deberían poder interferir en la formación de estas memorias asociativas. Imaginate que tu pareja que se va de viaje te acaba de pedir que te acuerdes de darle el medicamento al gato, 3 gotas, dos veces por día, porque si no se hincha de líquido y puede explotar, y justo al final de su explicación ves que subieron a Netflix toda la saga de Star Wars, cosa que captura por completo tu atención. Al cabo de un rato, tu pareja se fue y vos pensás: “¿Me dijo que hiciera explotar a 3 gatos 2 veces por día o se acaba el mundo?” Es posible que si no te hubieras distraído con Star Wars, el mensaje se hubiera almacenado con más fuerza. Esta era la hipótesis de Müller y Pilzecker hace más de un siglo y para determinar si tenían razón, por supuesto, hicieron los respectivos experimentos que fueron 10. No te puedo contar los 10 experimentos por una simple razón, mi alemán es casi nulo y no hay traducción al inglés para la monografía de Müller y Pilzecker, así que sacaré la información de lo que algunos autores lograron traducir.

Los sujetos experimentales atravesaron dos condiciones diferentes. En una de ellas, debieron aprender una lista de sílabas (lista A) que les fue leída ocho veces. Para evitar que las sílabas de la lista A perseveraran en la memoria, 34 segundos después de la lectura, los sujetos tuvieron que aprender una nueva lista de sílabas (lista X). Al día siguiente, los psicólogos evaluaron la memoria para las sílabas de la lista A. En la segunda condición, tuvieron que aprender otra lista (lista B), pero no se interpoló una nueva lista, permitiendo que las sílabas perseveraran en el cerebro. Al día siguiente evaluaron la memoria para la lista B. Al analizar los resultados de este experimento, Müller y Pilzecker observaron que los sujetos experimentales recordaban mucho mejor las sílabas de la lista B (que no había sido seguida por otra lista) que las de la lista A, cuya perseverancia había sido interrumpida por una lista X. La conclusión fue que, efectivamente, si se interrumpía este proceso de perseverancia, la memoria no se fortalecía lo suficiente. Más tarde realizaron un experimento similar, pero en vez de interpolar una lista X después de la lista A, utilizaron material visual. Inmediatamente después de las ocho lecturas de la lista A, presentaron tres imágenes consecutivas con paisajes y les pidieron a los participantes que las describieran durante seis minutos. Al comparar con una condición sin la presentación de las imágenes, hallaron resultados similares a los del experimento anterior, cuando no se interpolaba material la memoria era mejor que cuando debían prestarle atención a los paisajes. En un tercer experimento, retardaron seis minutos la presentación de la lista X luego de la lectura de la lista A y no observaron diferencias en la retención de la memoria entre las listas A y B. De esta manera concluyeron que este proceso necesario para el reforzamiento de la memoria duraba un tiempo que ellos estimaron en diez minutos. Pasado ese tiempo, la memoria ya no podía ser debilitada por nuevos aprendizajes. Müller y Pilzecker acuñaron el término “consolidación” para referirse a este proceso por el que la memoria se estabilizaba con el tiempo y una vez estable, ya no era susceptible a intervenciones por aprendizajes de nuevo material.

Este trabajo sentó las bases para muchos otros estudios sobre la consolidación de la memoria que llegan hasta la actualidad. Sin embargo, dentro de la psicología, pasaron muchos años hasta que se pudieron unir dos teorías que parecían contrapuestas. Otros psicólogos encontraron una manera distinta de explicar los resultados de Müller y Pilzecker, pero para comprender de qué se trata, te voy a pedir que pienses en alguna vez que te hayas agarrado un pedo de novela. Es vox populi que el alcohol ingerido en altas cantidades produce amnesia. El mecanismo es complejo, pero parte de los efectos que produce la ingesta de alcohol se debe a que disminuye la actividad de ciertas neuronas, impidiendo que muchos de los procesos cerebrales ocurran con normalidad o que simplemente ocurran. Volvamos a esa noche de pedo atómico en la que empezaste con un sutil daikiri de albahaca, pero terminaste tomándote la leche cortada de la heladera con la esperanza de que se tratara de fermentación alcohólica. Sabías que era láctica, pero la mezcla de tinto, fernet, y ese licor de algo desconocido que encontraste en un armario y tenía flotando una oruga en medio de su metamorfosis impidió que pensaras claramente. Claro que no recordás nada de esto, confiás en el testimonio de otras personas que, en comparación, en la fiesta deben haber parecido expertos en ceremonial y protocolo. Lo interesante es que recordás con extrema claridad los eventos previos a la ingesta desenfrenada de bebidas espirituosas. Te acordás de haberte juntado con amigos a cenar, comieron pizza napolitana y te tocó una porción en la que el tomate tenía la cara de la virgen. Te acordás de cada uno de los mensajes que recibiste en tus 20 grupos de whatsapp en las dos horas anteriores a la debacle en la que quedaste abrazado a la maceta del ficus que se convirtió en tu único amigo.

La pregunta es cómo sucedió que tuviste una amnesia profunda de lo que ocurrió en la fiesta, pero una memoria casi perfecta de lo que pasó antes. Los psicólogos idearon la teoría de la interferencia, que sostiene que las memorias adquiridas en tiempos cercanos compiten por su espacio en el cerebro. De la misma manera en la que la mitad de las galletitas se quedan afuera de tu boca si intentás comerte un paquete entero al mismo tiempo, las memorias pueden quedar fuera del sistema cerebral si querés meter muchas al mismo tiempo. Y como no hay memoria fuera del cerebro, no pasa como con las galletitas que te las podés comer con pelusa, la oportunidad para aprender pasó. Entonces, ¿qué hace el alcohol? Al disminuir la actividad de ciertas partes del cerebro que participan del aprendizaje, bajo su efecto, no aprendemos ni retenemos casi nada. Por lo tanto, existe muy baja interferencia sobre los aprendizajes inmediatamente anteriores que, ante la poca competencia, permanecen frescos e irreductibles. O sea, no se produce lo que los científicos conocemos como “inhibición retroactiva” que es la interferencia de nuevos aprendizajes con aprendizajes anteriores, pero cercanos en el tiempo. Bueno, ¿pero cómo juntamos todo esto? Con paciencia, con fe, con esperanza, pero sobre todo con mucha ciencia y grandes ideas.

UN CACHO DE CULTURA NEUROBIOLÓGICA

Antes de que entre en los detalles de la biología de la memoria, necesito que nos pongamos de acuerdo en cierta terminología, pero sobre todo que te familiarices con la manera en la que la información fluye en el cerebro. Para eso, hay que hablar del material del que está hecho este baboso órgano, porque hueco no está. Seguro escuchaste frases como “la memoria está almacenada en circuitos dentro del cerebro” o “los recuerdos se hallan en las conexiones sinápticas entre determinadas neuronas”. Pero si no sos neurocientífico es probable que te hayas preguntado qué quiere decir todo esto, por qué se dice que hay circuitos en el cerebro si yo no siento la electricidad y qué diablos es una sinapsis y por qué rompen tanto las bolas con ellas. Bueno, el tema es apasionante, y no lo digo porque yo lo estudie. La idea de que podamos representar información que viene de nuestro ambiente externo en un sistema biológico es casi fantástica.

Como este es un libro sobre la memoria, voy a utilizar un recuerdo propio para ilustrar un fenómeno de la historia de la ciencia. Cuando yo era chiquito tenía un juego en el que armaba canaletas por las que tiraba unas bolitas de vidrio que iban cayendo con continuidad desde la parte superior hasta el piso. El problema es que si había un espacio entre las canaletas y no estaban alineadas exactamente una abajo de la otra, la bolita se caía al piso y no terminaba su recorrido. Otro ejemplo usado para la comunicación es el de los tubos neumáticos en los que unas cápsulas con mensajes u objetos en su interior son transportados por tuberías mediante vacío. Como todas las tuberías están interconectadas en una sola red, el mensaje puede llegar adonde uno quiera. De hecho, a principios del siglo XX se pensaba que en el cerebro la información se transmitía de esa manera. Y esa explicación no había salido de la galera, uno de sus principales impulsores fue el médico y citólogo Camillo Golgi, que era un estudioso de las células, no uno que daba consejos para citas románicas. Golgi, el mismo del “aparato de Golgi” —organela celular que debés recordar de la escuela primaria junto a la palabra “vacuola”— había desarrollado una técnica para poder observar el tejido cerebral al teñir a sus componentes y hacerlos visibles al microscopio. Se veía como algo así:

Cuando Golgi empezó a ver esas imágenes, le pareció lógico pensar que el cerebro era como una red de tubitos muy finos conectados unos con otros. Sabía que había células ahí, porque podía ver los núcleos celulares, pero pensó que estaban todas unidas entre sí en lo que se llama “sincicio” que es como una célula gigante con muchos núcleos. Esta observación iba a contramano de la recientemente aceptada teoría celular. Propuesta por el histólogo y fisiólogo Theodor Schwann y el botánico Jakob Schleiden, esta teoría sostiene que los seres vivos están compuestos de células individuales. Es decir, la célula es la unidad funcional de la vida. No obstante, existen ejemplos de sincicios en la naturaleza, por ejemplo, el moho del fango que está formado por amebas que se unen entre sí, formando una masa citoplasmática multinucleada que se come todo lo que haya a su paso, incluso ese guiso espantoso que cocinan los ingleses en esa húmeda tierra ideal para que crezca el moho. En esa época ya existía la idea de que la información en el cerebro se transmitía mediante impulsos eléctricos y, si se trataba de un circuito todo conectado, la electricidad se transmitía a través de esos cables sin solución de continuidad. Me gusta decir “solución de continuidad”, suena científico, pero no entiendo mucho por qué se usa el término. La cuestión es que, al no haber baches o zonas en las que los cables estén separados, no había razón para pensar que la transmisión no era puramente eléctrica. Igual, seguro escuchaste hablar de los neurotransmisores, así que hay algo que falló en toda esta serie de interpretaciones bien lógicas.

La teoría del sincicio se denominó reticularista, nombre que provenía de pensar al cerebro como una red de cables. Si Golgi hubiera tenido una banda de música popular brasilera, se hubieran llamado “Os Rechicularistas”. Y cuando “Os rechicularistas” estaban en la cresta de la ola de popularidad apareció un solista que empezó a opacar su fama. Se llamaba Santiago Ramón y Cajal, Santiago de nombre, Ramón y Cajal de apellido. Así, este individuo con crisis de triple personalidad utilizó la misma técnica de tinción de tejido que Golgi pero su interpretación fue otra. Ramón y Cajal vio el tejido así:

Su apreciación del tejido sugería que la estructura del cerebro no desafiaba a la teoría celular, sino que simplemente las neuronas eran unas células muy complejas, con ramificaciones que hacían contactos, pero sus membranas no estaban unidas en un continuo de lípidos. Llamaron a esta explicación la doctrina neuronal que se resumía en la idea de que las neuronas eran las unidades funcionales de los circuitos cerebrales y no un monstruo multinucleado que te comía la cabeza. Los científicos estuvieron debatiendo durante décadas estas dos posibilidades, abriendo una grieta que habrá generado discusiones apasionadas y probablemente haya destrozado familias enteras de investigadores. La historia es irónica, porque ambos científicos utilizaron la misma metodología y sin embargo sus conclusiones fueron extremadamente diferentes y hasta opuestas. Ambos investigadores fueron galardonados con el premio Nobel de Fisiología y Medicina en el año 1906, cosa un poco ridícula porque los dos no podían tener razón. Años de investigación dieron mucho más soporte a la doctrina neuronal y en el presente no caben dudas de que las neuronas son las unidades funcionales que transmiten la información en el sistema nervioso. No obstante, existen casos poco frecuentes en los que las neuronas comparten sus citoplasmas y son capaces de transmitir señales eléctricas en forma continua.

El problema con la doctrina neuronal es que, si las neuronas son células individuales, ¿cómo hace la información para llegar de un lugar al otro si no hay continuidad entre las unidades funcionales? Unos años antes del premio a Golgi y Ramón y Cajal, el neurofisiólogo inglés Charles Sherrington había propuesto teóricamente la existencia de contactos funcionales entre las neuronas a los que llamó sinapsis, que, como toda palabra científica que se precie, viene del griego “synaptein” (“syn” juntos y “haptein” apretar”). Pasaron alrededor de 50 años hasta que la sinapsis fue observada al microscopio electrónico y los más imaginativos dijeron que se parecía a un beso apasionado entre dos membranas plasmáticas. Pero esto planteaba un problema comunicacional, porque si las neuronas están separadas por un estrecho espacio, ¿cómo le pasa un mensaje una a la otra? Dicen que la respuesta se encontró en los sueños de otro científico.

PODRÁN DECIR QUE SOY UN SOÑADOR

Soy de aquellos que nunca se coló en el subte, tampoco me copié en ningún examen. Una vez en pleno parcial de química orgánica fui al baño acompañado por un ayudante y otros alumnos, el ayudante estaba ahí para que no nos pasáramos las respuestas. Sin embargo, al entrar al baño, el docente mismo nos dijo: “Bueno, ¿qué necesitan saber?” No pregunté nada, pero no pude evitar escuchar las respuestas y me dio mucha culpa. Nunca me copié, pero sí ayudé a varios a completar sus exámenes y a terminar la secundaria. Sin embargo, hay impedimentos a la hora de asistir a un amigo en su ignorancia y falta de estudio, sobre todo si está sentado en la otra punta del aula ¿Cómo hacer para pasar información a través de ese abismo que nos separa? Obviamente gritar no es una opción, a menos que tengamos una docente sorda y ciega, lo que hablaría muy bien de las políticas de inclusión del establecimiento educativo. Pero no, los docentes están afilados y el sonido dispara la búsqueda incesante de la infracción. Aunque como ese grillito que deja de hacer ruidito cuando lo buscamos desesperadamente para volver a empezar cuando abandonamos la búsqueda, los alumnos también encuentran sus estrategias de superviviencia a la completa ignorancia. Una estrategia podría ser la de escribir las respuestas en un papel y enviarlo tipo avioncito o como bollo a su destino. Si es “multiple choice”, es más fácil, agarrás una bolsita de M&M y tirás rojo si la respuesta es “A” y azul si es “B”, y si no sabés, mandás marrón que quiere decir que todo es una mierda y van a desaprobar los dos. En cualquier caso, como la información no puede ser leída directamente, tiene que transformarse para viajar en otro formato.

A fines del siglo XIX ya había bastantes evidencias de que la transmisión de información en el sistema nervioso era de naturaleza eléctrica, pero la doctrina neuronal y la idea de que no había continuidad entre las neuronas planteaba un problema para la transmisión eléctrica. Como en toda comunicación, existe una parte que emite un mensaje y otra que lo recibe. En el mundo neuronal la comunicación se establece en las sinapsis, que son los puntos de contacto. De un lado de la sinapsis está la neurona pre-sináptica (la portadora del mensaje) y del otro lado la célula post-sináptica (la que tiene que recibir el mensaje), que normalmente es una neurona, pero también puede ser una célula muscular, como por ejemplo las del corazón. Como no existe continuidad entre las membranas plasmáticas de ambas células, existe un espacio sináptico que pone un freno a la transmisión eléctrica que viene de la neurona pre-sináptica. Además se sumaba otro problema. En algunos casos la estimulación de una neurona pre-sináptica estimulaba a una neurona post-sináptica, pero a veces hacía lo opuesto, o sea la desactivaba, , una cuestión muy difícil de explicar si la transmisión fuera solo eléctrica. Por eso, los científicos empezaron a pensar en un tipo de transmisión química. Para eso la electricidad se tenía que transformar en alguna sustancia que atravesara ese abismo sináptico y volviera a transformarse en electricidad del otro lado. Parece ciencia ficción, lo sé, lo cuento y suena completamente lógico y descabellado a la vez. Pero los sueños, sueños son y a veces la ciencia los hace realidad. Por los años ‘20, el fisiólogo alemán Otto Loewi tuvo un sueño, el de ser rey de una tierra lejana de chocolate y helado de vainilla de la heladería que estaba a la vuelta de la casa de sus padres. Bueno, no, perdón, ese era un sueño mío. El de Otto Loewi fue diferente porque soñó con un experimento, y no de esos fallidos que generan superhéroes y villanos, sino un experimento factible que involucraba corazones de batracios. Por suerte los científicos somos bastante resistentes a la batraciofagia, nos comemos pocos sapos. Es una de las pocas ventajas de haber tenido entrenamiento en el uso de este tipo de herramientas del pensamiento. Otto Loewi no soñó con ancas de rana saltadas ni con besos que transformaban ranas en princesas que se acariciaban. No, no fue uno de esos sueños eróticos. Sabía que besar ranas podía ser peligroso, algunas son venenosas y pueden matarte, otras dejarte en un estado del que despertarás en un autobús lleno de estudiantes de teatro desnudos llevando pollos enteros en la cabeza. Dicen que luego de tener ese sueño, se levantó y se fue al laboratorio con una idea que cambiaría la historia. Otto Loewi quitó el corazón de dos ranas y los llenó con una solución fisiológica tibia que los mantenía latiendo por varias horas. Se veían más o menos así:

Luego, el investigador estimuló eléctricamente el nervio vago —un conjunto de fibras que inerva el corazón— de uno de los corazones. Su estimulación produce una reducción en la frecuencia cardíaca. El corazón cuyo nervio no había sido estimulado mantenía una frecuencia normal. Pero entonces Otto hizo algo científicamente espectacular, quitó el líquido del corazón estimulado y lo inyectó dentro del corazón no estimulado y observó que el segundo corazón ahora empezaba a latir más lentamente. Luego hizo un experimento similar en el que estimuló otro nervio llamado “simpático”. Esta estimulación aceleró al corazón estimulado y el líquido de este corazón provocó un aumento en la frecuencia cardíaca del no estimulado. Había algo que se producía por la estimulación que no era eléctrico, era químico, porque se disolvía en la solución fisiológica y mantenía su efecto. Esta fue la primera demostración de la transmisión química de la información entre las neuronas y los músculos cardíacos. Más adelante se descubrió que la estimulación del nervio vago producía la liberación de una sustancia llamada acetilcolina y la estimulación del simpático, la liberación de un compuesto llamado adrenalina. Corría el año 1921 y Otto Loewi había descubierto los neurotransmisores. Le dieron un merecidísimo premio Nobel y el apodo de Otto, el rompecorazones de ranas.

Pasaron muchos años más hasta que se descubrió el mecanismo por el que los neurotransmisores salían de la neurona pre-sináptica y llegaban a la post-sináptica y generaban un nuevo impulso eléctrico. ¿Vieron que ahora el “packaging” lo es todo? Si un vino es intomable pero el envase tiene onda, nuestra percepción del sabor es diferente y decimos que tiene un sabor a humo de ostras el Pacífico que fueron acariciadas por las olas, deja un retrogusto aterciopelado como pelo de foca bebé en garganta y un dejo de ciruela masticada por unicornio que acaba de eructar un arcoíris. Bueno, en las sinapsis, el “packaging” o empaquetamiento es una parte esencial de la transmisión de información. La historia de cuáles fueron las pistas que llevaron a pensar a los científicos que los neurotransmisores estaban empaquetados es bastante increíble, pero excede un poco lo que quiero contarles en este libro. Lo que les puedo decir es que, por ejemplo, si cuando se recibe alguien le tiran huevos de a uno, a lo largo del tiempo de festejo la cantidad de huevos explotados en el cuerpo va a ir aumentando de a unidades, primero le tiran un huevo, después otro y así sucesivamente. Si los amigos compraron los huevos en paquetes y tiran un paquete por vez, entonces la cantidad de huevos a lo largo del festejo será primero 6, luego 12, luego 18, más tarde 24 y ya a los 30, con el sol del verano lo llamarán “el omelette humano”.

Bueno, a mediados del siglo pasado, un grupo de fisiólogos supervisado por Bernard Katz observó que había una respuesta eléctrica de una neurona post-sináptica, aun si no se estimulaba la neurona pre-sináptica. Estas respuestas eléctricas que ocurrían espontáneamente fueron llamadas “fallos”, algo así como unos gasecitos que se le escaparon a la neurona pre-sináptica sin quererlo. Esta respuesta no variaba continuamente, sino de a saltos. Una respuesta podía ser del doble o el triple o el cuádruple de amplitud, lo que sugería que los neurotransmisores estaban empaquetados. Estos paquetes de neurotransmisor fueron observados por primera vez a mitad del siglo XX por el equipo de científicos liderado por Eduardo de Robertis, un médico argentino que trabajó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Ellos pudieron ver a través de un microscopio electrónico una suerte de “bolitas” en el terminal sináptico, la parte de la neurona pre-sináptica donde se establece la conexión con la neurona post-sináptica. Resultó que esas esferitas eran vesículas hechas de membrana que contenían las moléculas de neurotransmisores. Al llegar el impulso eléctrico al terminal, las vesículas liberaban su contenido al espacio sináptico y producían un cambio eléctrico al impactar sobre la membrana de la neurona post-sináptica. De esta manera se produce la transmisión química. En 1970 el Instituto Karolinska otorgó el Premio Nobel a Bernad Katz, Ulf von Euler y Julius Axelrod por sus descubrimientos sobre los neurotrasmisores en las terminaciones nerviosas y sus mecanismos de almacenamiento, liberación e inactivación. Muchos pensamos que a De Robertis lo dejaron afuera y que era merecedor del galardón. Sin embargo, como el dulce de leche, el tango y el trago ferroviario —fernet, cinzano y coca—, las vesículas sinápticas siempre serán un descubrimiento argentino. Y fue este descubrimiento el que puso el punto final a la grieta entre reticularistas y neuronistas porque, a diferencia de lo que ocurre en la política, por suerte en la ciencia las grietas se unen con experimentos y pensamiento lógico, porque ante la evidencia no se puede patalear, solo se puede seguir buscando más evidencia.

El mundo de los neurotransmisores es apasionadamente complicado, porque no solo hay varios compuestos que cumplen con la definición, sino que además el efecto que van a tener sobre la neurona post-sináptica dependerá de cómo sea esa neurona.

El universo de la neurotransmisión se parece al de las redes sociales en las que la forma de comunicación es escrita, muchas veces los emoticones no alcanzan para darle a la frase el tono que queremos y suele ser interpretado como el culo. De hecho, muchos se toman ciertas frases de forma literal, porque no entienden el sarcasmo escrito. Pero no hace falta irse a las redes para observar este problema de la comunicación, porque viene causando estragos desde hace muchos años, probablemente desde que somos Homo sapiens sapiens y nuestros ancestros se dieron cuenta de que no entendían a sus hijos adolescentes. Recuerdo una situación familiar ilustrativa en la que mi madre se peleaba con mi hermana adolescente durante los años ’80. En esa época, los jóvenes usaban mucho la palabra “loco” para referirse a alguien cariñosamente o simplemente como muletilla del tipo “estos jeans nevados son muy copados, loco” o “loco, conseguí el último cassette de Charly”. Entre los adolescentes estaba claro que la palabra “loco” no implicaba que el otro estaba desquiciado y tenía que tratarse en un psiquiátrico, pero no sucedía lo mismo en el mundo de los adultos. Así que en la pelea, cuando mi hermana dijo algo como “no exagerés, loco”, mi mamá entendió literalmente que le estaba diciendo “loca”, cosa que resultaba bastante ofensiva, aunque la verdad es que no quiero estigmatizar, porque las enfermedades psiquiátricas son tratables, pero bueno, eran los ’80. Así que mi madre empezó a gritar y a decirle a mi papá “¡Me dijo loca!”, lo que no hizo más que empeorar la situación que seguramente terminó en portazos, como la mayoría de los encuentros familiares durante la adolescencia de mi hermana. O sea que según el marco de referencia que tenga cada persona, el mensaje será interpretado de diferentes maneras. Lo mismo ocurre con los idiomas, si de repente hablan por el altoparlante en una estación en China y uno no entiende qué dicen, puede llegar a perderse el tren o a morir atrapado en un incendio. El mensaje llega a los que tienen la capacidad de entenderlo. No sé si les pasa, pero alguna gente es capaz de entender otro idioma aunque no pueda hablarlo. De hecho eso es algo que suele sorprendernos de los bebés, “entiende todo” te dice la madre, “hasta corrigió mi tesis de doctorado en lingüística de una tribu perdida del Perú”. Bueno, las neuronas son un poco así, hablan un solo idioma, pero son capaces de entender varios a la vez. Y esto tiene que ser así, porque suelen recibir información de otros cientos de neuronas que hablan idiomas diferentes.

En principio, una determinada neurona solo produce un tipo de neurotransmisor. Los hay muchos y algunos nombres seguro te suenan. La noradrenalina, por ejemplo es un pariente cercano de la adrenalina, esa que secretás cuando ves una película de terror japonesa o cuando te cruzás con el chico o chica que te gusta. La adrenalina es secretada en el cuerpo mientras que la noradrenalina, en el cerebro. La acetilcolina es otro neurotransmisor muy relacionado al control de los músculos. De hecho, es bastante útil para luchar contra las cucarachas, muchos insecticidas funcionan porque lo que hacen es mantener mucha acetilcolina en el espacio sináptico —ese entre la pre-sinapsis y la post-sinapsis— , como la acetilcolina no frena su acción, los músculos se vuelven locos y la cucaracha muere de un paro cardiorrespiratorio, hermosamente cruel, pero es así.

De la que seguro oíste cosas es de la dopamina. También es un pariente de la noradrenalina y funciona solo en el cerebro haciendo muchas cosas. Probablemente la conozcas como el neurotransmisor del placer, del sexo, del amor y otras boludeces. Es cierto que tiene una función clara en el circuito del placer, pero también controla el movimiento fino. De hecho, si bien no se conoce la causa de la enfermedad de Parkinson, lo que se ve en el cerebro es que se degeneran las neuronas que liberan dopamina, entonces aparecen los temblores y otros síntomas de la patología. Además es un neurotransmisor bastante importante en los procesos de memoria, ya veremos por qué. Otro compuesto, aunque no creo que hayas oído hablar de él, es el glutamato. En una de esas sabés que se usa en la comida china como sal en forma de glutamato sódico, muy presente en la salsa de soja. El glutamato es uno de los neurotransmisores más importantes, porque es el que mantiene la actividad eléctrica constante. Sí, el cerebro está activo todo el tiempo, no se toma respiro, ni cuando estás durmiendo, ni cuando estás mirando una telenovela o una serie estúpida. Otro neurotransmisor importante es el que se conoce como ácido gama-aminobutírico o simplemente GABA. El GABA es el que viene a poner paños fríos a la fiesta descontrolada del resto de los neurotransmisores, porque cuando es liberado, inhibe la actividad de la neurona post-sináptica. Se cree que, por ejemplo, en las crisis epilépticas, el GABA estaría actuando con menor efectividad, por ejemplo. Hay otros neurotransmisores, como la serotonina que te debe sonar porque se asocia con el control del estado de ánimo. De hecho, su estructura química es similar a la de las drogas alucinógenas. En general los neurotransmisores son mayormente activadores o excitatorios —aumentan la actividad de la neurona post-sináptica— o inhibidores, disminuyen la actividad de la neurona post-sináptica. Pero algunas veces no está claro, hay neurotransmisores como la dopamina y la serotonina que a veces funcionan como excitatorios y otras veces como inhibitorios y por qué diablos pasa eso es impresionante. ¿De qué depende que una neurona post-sináptica entienda que se tiene que activar o inhibir? Básicamente de su capacidad de interpretar el mensaje. Como venía diciendo antes, vos tirás un mensaje, pero el que tiene que agarrarlo es el interlocutor. Si yo hablo de “la bola en la ingle”, solo las personas que hayan visto y memorizado ese capítulo de Los Simpsons entenderán de qué hablo. De la misma manera, las neuronas “entienden” el mensaje de acuerdo a la composición molecular de su membrana post-sináptica (la parte de la membrana celular que está en la sinapsis).

Una neurona que produce dopamina solo liberará dopamina a las neuronas post-sinápticas a las que esté conectada. Las moléculas que reconocen a la dopamina y son capaces de traducir el mensaje químico a eléctrico se llaman receptores y hay muchísimos tipos. Un receptor de dopamina solo transmitirá un mensaje si hay dopamina dando vueltas, pero no si hay glutamato o GABA. Un receptor de glutamato será “ciego” a la dopamina o a la noradrenalina.

Hasta acá suena fácil, pero el temita es que hay varios tipos de receptores para un mismo neurotransmisor y el mensaje que transmiten es diferente. Y esto se parece más a lo de la interpretación de la palabra “loco”: según qué receptor la escuche, la señal será diferente. Por ejemplo, hay receptores de dopamina que, cuando se les une el neurotransmisor mandan una señal de activación a la célula, pero hay otros que ante la presencia de dopamina mandan una señal de inhibición.

Ahora imaginen que una neurona tiene receptores, activadores e inhibidores de varios neurotransmisores, es un quilombo. Así que del conjunto de todas estas señales, la célula decide si se activa o no, cuánto y por cuánto tiempo. Un hermoso caos.

MEJORALITOS PARA LA MEMORIA

Cuando era chico y me dolía la cabeza o tenía fiebre, mis papás solían darme “mejoralitos”. No sé si siguen existiendo, pero básicamente el Mejoral era aspirina con una dosis menor de ácido acetilsalicílico, con agregado de una sustancia que les daba un sabor dulce, algo ácido y con perfume a frutilla o a algún fruto rojo. ¡Cuántos niños habrán fingido como yo un dolor de algo para poder comerse unos mejoralitos! Lo mismo ocurre con la Novalgina o la crema de bismuto, cuya popularidad ha vuelto a las recetas de médicos gastroenterólogos. Los compuestos farmacológicamente activos no suelen tener sabores agradables, por eso para los niños y adultos mañosos existen las versiones saborizadas. Lo mismo podríamos decir del fernet. Con esto me van a odiar unos cuantos, sobre todo cordobeses, ya que dicha bebida tiene un sabor horrible a remedio y por lo tanto hay que acudir a la dulce gaseosa para poder tomarlo. Incluso a la gente le llega a encantar la mezcla de fernet con coca. Tanto en el caso de este rústico cóctel como en el de los mejoralitos, el sabor no esconde el gusto feo, lo que hace es generar un tipo de memoria que se conoce como condicionamiento. De hecho, los condicionamientos gobiernan parte de nuestras vidas, como al que le agarran ganas de fumar cuando llega a la parada del colectivo o el ex-combatiente que se tira automáticamente al suelo cuando escucha un petardo. El mal llamado “reflejo condicionado” fue descubierto por el fisiólogo ruso Ivan Pavlov a principios del siglo pasado, momento en el que Müller y Pilzecker en Alemania postulaban la teoría de la consolidación de la memoria. Los estudios de Pavlov con los perros son archi-recontraconocidos. En breve, el científico notó que el perro hambriento produce saliva al oler comida, pero no en ausencia de ella. Un sonido cualquiera —por ejemplo, el de un diapasón o una campana— por sí solo no produce ningún tipo de respuesta salivatoria. Pavlov tocó el diapasón al mismo tiempo que llegaba la comida, con la consecuente salivación. Así que el investigador se la pasó juntando saliva de perro para medir cuánto se producía antes y después del condicionamiento. Dicen que la alacena del laboratorio de Ivan se vía así:

Lo que observó más tarde es que el sonido del tono, en ausencia total de la comida o de cualquier olor, hacía que el perro salivara igual que cuando le comida estaba presente. El sonido en sí mismo era un estímulo neutro para el perro, pero al aparecer cercano a la llegada de un estímulo relevante, ambos quedaban asociados. De esta manera se genera un condicionamiento, porque la respuesta está condicionada a la llegada de un estímulo que antes era neutro. ¿Esto ocurre también en los seres humanos? Sí, de hecho, los experimentos de Pavlov y de otros científicos de la época inspiraron toda una corriente de la psicología llamada conductismo.

El fundador del conductismo, un joven llamado John Watson, estaba tan convencido de que los humanos aprendíamos mediante condicionamientos que hizo un experimento bastante polémico por el que, en el presente, probablemente hubiera sido echado de la universidad: el experimento del “pequeño Albert”. Albert era un bebé de nueve meses que fue el sujeto experimental de un condicionamiento pavloviano. Watson presentó al pequeño Albert una serie de estímulos que no provocaban ninguna conducta de miedo en el bebé. Por ejemplo, fuego, un mono, un perro, un conejo y una rata. La rata parecía interesarle bastante a Albert, así que fue el estímulo seleccionado para realizar el condicionamiento. En la segunda fase del experimento se presentó la rata frente a Albert, pero esta vez se asoció este evento a un ruido muy fuerte provocado por el golpe de un martillo en un caño de metal. Al escuchar este fuerte sonido, el bebé se puso a llorar. De la madre irresponsable no vamos a hablar, seguro que ella hubiera preferido directamente pegarle a su hijo. En la tercera fase del experimento, Watson le presentó al pequeño nuevamente la rata, pero ahora en vez de tratar de tocarla y explorarla, Albert se puso a llorar. Además, otros estímulos similarmente “peludos” desencadenaron la misma respuesta de llanto. Watson probó entonces que podía condicionar el miedo en un infante. Si quieren saber qué le pasó a Albert, lamentablemente murió a la edad de 6 años por una hidrocefalia y es probable que haya sido lo mejor, porque se hubiera tenido que bancar el acoso de sus compañeritos que lo hubieran llamado “Albert el miedoso llorón” o se hubieran divertido haciendo sonar caños de metal cerca de él. Watson fue finalmente echado de la universidad, pero no por hacer ese experimento sino por un amorío con una de sus estudiantes. A pesar de todo, este tipo de experimentos desencadenó un auge de la psicología conductista.

Ahora volvamos a Pavolv y retomemos las ideas que venía discutiendo. La transformación de un estímulo neutro en “el sonido de morfi” implica que hubo un aprendizaje, se asociaron dos estímulos que antes no estaban asociados. Así como en los experimentos de Müller y Pilzecker se asociaban durante el aprendizaje sílabas que antes no estaban asociadas. Entonces algo tuvo que modificarse en el cerebro de los perros y, si el cerebro de un perro cambia, imagínense el cerebro de un humano. Pero, ¿qué es lo que cambió? Lamentablemente, aunque ya pasaron muchas décadas, esa pregunta sigue siendo bastante escurridiza para los científicos. De a poco nos vamos acercando a una respuesta esbozada hace muchos años, casi en su nacimiento, por un genio científico que tiró un par de ideas que —más tarde se descubrió— no estaban para nada mal. Este ídolo de multitudes neurocientíficas se llamaba Donald Hebb y fue uno de los que dio el puntapié inicial para entender qué es lo que sucede cuando el cerebro aprende y por lo tanto qué está pasando en tu cerebro mientras, por ejemplo, leés este texto y lo recordás unos minutos, unas horas, unos días y, si tengo suerte, toda tu vida. Hebb estableció teóricamente ciertas condiciones que debían cumplirse para que las neuronas pudieran modificar sus conexiones entre sí y sustentar un aprendizaje. Tan bien le fue con esta idea que le han puesto “regla de Hebb”. Él decía “las neuronas que se activan juntas, se conectan”. Sí, así de simple, la ciencia cuanto más sencilla nos gusta más, así de humildes somos. Supongamos que en un perro, la neurona A se activa con el olor a comida y activa a la neurona B que es responsable de que se produzca la salivación. Ahora aparece una neurona C que se activa con el sonido del diapasón, pero no está conectada con ninguna de las otras dos neuronas. Si el diapasón suena en cualquier momento, antes del condicionamiento, la neurona C se va a activar, pero nada pasará con las neuronas A y B. Pero qué pasa si ahora traemos la comida y hacemos sonar el diapasón al mismo tiempo: A rápidamente activa a B, pero C se activa también en el mismo momento. Según la regla de Hebb, como B y C se activaron al mismo tiempo, entonces deberían conectarse. Si este protocolo se repite varias veces, más fuerte se va a hacer la conexión entre B y C hasta llegar a un punto en que sólo la activación de C va a provocar la de B, sin necesidad de que intervenga la neurona A. ¿Tres neuronas son responsables del condicionamiento? Si habláramos de un insecto, sería posible. En mamíferos, sabemos que son muchas las neuronas que participan de un aprendizaje. Pero si tenemos unas cuantas neuronas de los tipos A, B y C, entonces tenemos una red de conexiones que funciona mediante la regla de Hebb.

Nuestro héroe de la neurociencia no se quedó contento solamente con esta explicación. Los experimentos de Müller y Pilzecker sobre perseverancia habían llamado muchísimo su atención. Se preguntó cómo se fortalece la asociación entre dos neuronas que se activan al mismo tiempo. Entonces pensó que si una neurona activa persistentemente a otra neurona, se debían producir cambios metabólicos en una o en ambas neuronas de manera que aumentaba la eficiencia de la primera neurona para activar a la segunda. Por lo tanto, la activación o reverberación persistente de conjuntos de neuronas constituía la esencia o la huella de la memoria de corto plazo. Si esta huella se mantenía por el tiempo suficiente, entonces algún proceso como el crecimiento a nivel de la sinapsis, por ejemplo, podía generar una memoria duradera, una memoria de largo plazo. Las propuestas de Donald Hebb dieron origen a lo que hoy conocemos como la teoría de las dos trazas de memoria. La reverberación de la actividad neuronal era equivalente a la perseverancia de la que hablaban los psicólogos alemanes y constituía la traza de la memoria de corto plazo. La estabilización o consolidación de esa memoria de corto plazo mediante cambios metabólicos en las células, darían lugar a una segunda traza de memoria de largo plazo. Esta teoría de la doble traza es una de las más aceptadas en el presente y nos permite entender un amplio espectro de fenómenos de aprendizaje y memoria. No obstante y, a pesar de que nos encanta la simplicidad, la regla de Hebb no explica todas las maneras que tiene el cerebro de aprender. Hebb mostró un camino y los científicos encontraron otros tantos, y les pusieron otros nombres. Y así, de a poco estamos encontrando las reglas que gobiernan los fenómenos de la naturaleza. Y mientras lo hacemos, nuestros cerebros se irán transformando y llevando siempre a Hebb en la cabeza.

Suena sencillo, ¿no? Bueno, pero Hebb no sabía casi nada de lo que conocemos ahora sobre la neurotransmisión. La cantidad de cosas que tienen que salir bien para que una neurona se comunique con otra son muchas. La primera es que tiene que haber sinapsis entre ambas células, al menos una o unas pocas. Esto quiere decir que el axón de la neurona pre-sináptca tiene que estar bien cerca de una dendrita de la neurona post-sináptica. La segunda es que el impulso nervioso que viene por el axón tiene que poder desencadenar la liberación de los neurotransmisores. Este proceso es muy complicado y delicado. ¿Viste cuando intentás mezclar aceite con agua, o con jugo de limón, o con vinagre, o con aceto balsámico infusionado con finas hierbas y cardamomo, si sos cool? El aceite forma unas manchas circulares que pueden ser muy chiquitas si revolviste con ganas o medianas si sos vago. Ahora si sos bien vago, ni te gastás en intentar que se mezclen. La cuestión es que si esperás un tiempo, las manchas de aceite empiezan a fusionarse entre sí formando manchas cada vez más grandes que odian al agua o a cualquier sustancia que contenga agua o algo parecido al agua. Bueno, la membrana celular está formada por lípidos, o sea, algo parecido al aceite, mientras que adentro y afuera de la célula, lo que más abunda es agua. Estoy a punto de escribir en este momento algo que prometí nunca repetir. En una materia en la facultad un físico dijo una vez que las neuronas eran como bolsitas llenas de agua, lo que hizo estallar mi antibiologómetro. Es verdad para un físico, que casi todo lo ve como algo ideal, un gas ideal, un termo adiabático, y la relación sexual como dos cilindros que chocan y se separan. Pero un poco es cierto. La célula es como una esfera de lípidos llena de agua y, por fuera de ella hay agua también. Lo que observó De Robertis en su momento fue que los neurotransmisores estaban en “bolsitas” más pequeñas adentro de la bolsa de consorcio celular, que en el caso de las neuronas sería una bolsa de consorcio bastante inútil, llena de ramificaciones en las que entran pedacitos de yerba, pero no la cáscara de una mandarina. La cuestión es que hay una razón importante para que estos neurotransmisores también estén dentro de una bolsita, porque cuando una bolsita se toca con la superficie de la bolsa más grande, como ambas son lipídicas, se fusionan. Es decir, cuando una vesícula sináptica —la bolsita de souvenir con neurotransmisor— se toca con la membrana celular —la bolsa de consorcio— se fusiona con ella y libera su contenido al exterior de la célula. O sea que cuando llega un impulso nervioso al terminal de la neurona pre-sináptica —donde están acumuladas las bolsitas con neurotransmisores— por un mecanismo muy complicado, las vesículas se fusionan con la membrana y liberan las sustancias al espacio que hay entre las dos neuronas. Los neurotransmisores, libres de la opresión y de su confinamiento en esferas lipídicas, bailan libres en el mundo acuático hasta que se topan con la membrana de la neurona post-sináptica y son captados por los receptores, ya mencionados antes, que cuando se activan generan impulsos eléctricos o los impiden. ¿Todo esto tiene que pasar en una sinapsis para que yo recuerde algo? Y sí, esto y muchísimo más, porque son cientos o miles de impulsos eléctricos en cientos o miles de neuronas con cientos o miles de sinapsis. Tenés suerte de que cada vez que movés un dedo, no te explote la cabeza.

Otro aporte de Hebb el magnífico —que como el candidato presidencial se llamaba Donald pero usaba pantalones, supongo— fue la incorporación a nuestro vocabulario científico de lo que llamamos “ensamble neuronal”. ¿Viste que hay gente que es de tocar mucho? Te saludan, te abrazan o te dan palmadas en la espalda. Si sos como yo, puede que eso te incomode si viene de un desconocido. La cosa es que la diferencia entre una palmada amistosa y un golpe nunca está muy clara. ¿Cuándo deberías sospechar que no se trata de una palmada amistosa, sino que la persona quiere hacerte daño? ¿Acaso es cuando te hace mover más de un metro? ¿O cuando te hace gritar de dolor? ¿Cuando te provoca unas ganas inmensas de decirle “ojalá te quedes manco”? No me interesa discutir el tema en este libro, lo mencioné por otro motivo. Se podría pensar que el cerebro determina la identidad de los estímulos y sus asociaciones registrando cuánto se activa en presencia de ese estímulo. En el caso del perrito salivador de Pavlov, puede que el sonido del diapasón genere una actividad particular en el cerebro, mientras que el sonido de una campana puede provocar una menor actividad o una mayor actividad. De cualquier forma, el perro podría diferenciar estos sonidos porque la masa cerebral está más o menos activa con cada uno. Si el reconocimiento ocurriera de esta manera, tendríamos que pensar que el cerebro es una masa homogénea de neuronas y que da más o menos lo mismo qué neuronas se activen, porque la actividad global del órgano va a definir la identidad del estímulo. Entonces, en el caso del aprendizaje pavloviano, el cerebro del perro hambriento se activará con una intensidad determinada que, gracias al condicionamiento, estará asociada a una respuesta del sistema motor que será la salivación. Sencillo, de hecho, tan sencillo que parece pensado por un físico. Pero… ¡caramba, este concepto, llamado de “campo” fue desarrollado por los físicos! De acuerdo con esta idea, no se necesitan conexiones entre neuronas particulares para que se produzca el aprendizaje, sino que el “campo”, que es el cerebro como una especie de bola homogénea, adiabática, lisa y sin rozamiento, se active de una manera particular correspondiente al estímulo percibido. Bueno, por suerte Hebb no pensaba que el cerebro funcionaba de esa manera. Por el contrario, sostenía que los estímulos estaban representados por conjuntos específicos de neuronas conectadas entre sí, esos circuitos reverberantes que mencioné antes. De manera similar, los píxeles encendidos y apagados en una pantalla formarán una imagen u otra de acuerdo con cuáles estén prendidos y cuáles no. Entonces, el patrón de actividad de un conjunto o ensamble de neuronas será el que contenga la información de un estímulo determinado. En el caso del cánido, el diapasón activará un ensamble de neuronas en la corteza auditiva que va a ser distinto al que active el estribillo de “Ámame en cámara lenta” de Valeria Lynch. La idea de que un estímulo podía estar representado en el cerebro en el patrón de activación de algunas neuronas conectadas fue bastante revolucionario para la época, pero cada vez encontramos más evidencias de que efectivamente Hebb tenía razón. De acuerdo con este razonamiento, nuestras experiencias deberían estar representadas en el cerebro como patrones de actividad de grupos de neuronas. Las teorías modernas asumen que estos ensambles de neuronas representan estímulos que, cuando se asocian durante el aprendizaje, hacen que dos o más ensambles se queden más conectados que antes. Por supuesto, la cuestión es más complicada, porque hay diferentes tipos de neuronas, que producen distintos neurotransmisores, que tienen una variedad de receptores diferentes y que, encima de todo, hacen miles de conexiones con otras neuronas. Una de las preguntas más interesantes de la neurociencia es cómo se generan esos ensambles, cómo se mantienen estables a lo largo del tiempo y cómo desaparecen.