MARIO RIVAS, JULIO ARRIAGADA,

RAQUEL JODOROWSKY, OTROS

A partir de entonces comenzará para mí la larga aventura de sobrevivir y, sobre todo, pernoctar. Por el momento, Goldsack me ha acogido bajo sus alas de gran vampiro marrón y bigotudo y me usa como secretario y amanuense. Poco a poco me introducirá, tanto como Irma y Sabella, en casi todo el mundillo literario y periodístico de la época. Sus poemas, que lee por las noches en el Iris o Il Bosco, con una voz tronante, más que eróticos son sicalípticos, elogios de sus aventuras carnales. Aun sin pertenecer al Partido, ha sido despedido de La Segunda, el diario donde trabajaba, por su orientación izquierdista. Como tantos otros periodistas de la época —El Siglo está clausurado hace tiempo—, se gana la vida recorriendo oficinas de amigos en los ministerios, recogiendo noticias que redacta velozmente a máquina y que me hace distribuir en diversas redacciones. Por las tardes, antes de ir al Iris, hay una especie de tertulia en la redacción de Las Noticias Gráficas, en la Plaza Bulnes, donde llegan, entre los pocos que recordaré, el Gato Gamboa, José Gómez López, Mario Rivas y una multitud de gacetilleros que sobreviven azarosamente esperando la noche, cuando surgen oportunidades de comer y beber, y de encontrar algún calor humano.

Mario Rivas es el insolente de este Santiago dormido. Pero un insolente de pacotilla, como corresponde a la mediocridad de los tiempos. Armado de un bastón con empuñadura de plata —cuya extremidad, afirman algunos, oculta un punzón eyectable—, de baja estatura, pero bien erecto y con una postura arrogante, se pasea por la caótica sala de redacción, azul de humo expulsado por una banda de periodistas tecleando ruidosamente y, como esperando a que alguien le provoque, «ayer», dice, «mientras mi chofer me paseaba en coche por el parque Cousiño, para escapar del aire de sobacos y vaginas de esta ciudad, vi de pronto a la Benjamona Subercasiútica sobando a un pobre milico detrás de un eucaliptus que, como ustedes bien saben, es un árbol procedente de ese continente bárbaro que es Australia».Tiene una sección especial en el diario —«¿Adónde va Vicente? ¡Donde va la gente!»— en la cual cada día delata los entretelones vodevilescos, siempre infidelidades y siutiquerías de la «alta sociedad» santiaguina. Muchos le temen. Se dice que vive de chantajes para no publicar ciertas aventuras. Pero es mucho más divertido cuando habla que cuando escribe.

No sé de qué manera Goldsack ha convencido a Julio Arriagada, que es el subsecretario de Educación, de escribir en colaboración ensayos biográficos sobre los «clásicos chilenos», comenzando por Pedro Prado. A mí me ha correspondido el trabajo de pasarlos en limpio, lo que he hecho sin interesarme mayormente por el texto. Está claro que Arriagada aparecerá como el autor y Goldsack como su colaborador. Al fin y al cabo es el ministerio el que paga.

Comprendo que soy un auditor dócil y que Goldsack necesita alguien de esas características para comunicar sus aventuras, sus ideas de poemas, su propia historia. Es hijo de un judío que tenía una tienda de compraventa de ropa usada en la calle Recoleta. Su mayor orgullo consiste en haberse formado intelectualmente solo, dentro de ese medio familiar extraño. «Por lo menos», suele decir, «el padre de Kafka era un gran negociante». Mientras camina saluda a medio mundo con grandes ademanes, siempre exclamando «¡Hermano!», «¡Poeta!», y se detiene una y otra vez en medio del gentío para contar sus anécdotas con su gran vozarrón, un poco tartamudeante. O para consultar, muy cerca de los ojos, porque es miope, montones de papelillos que llenan sus bolsillos. Uno de esos días me lleva al Ministerio de Educación, que está en la Alameda, pasada la calle Teatinos, un edificio al cual se entra por una galería. El ministerio tiene una sala de exposiciones, a cargo de la cual Arriagada ha colocado a Ludwig Zeller y a su mujer, Vera. Zeller ha formado parte de la Mandrágora y se define como «surrealista definitivo». En su oficina, tras la sala de exposiciones, se va juntando un pequeño grupo de amigos. Esperamos que Arriagada se desocupe de sus funciones y nos llame a una reunión. Porque Goldsack no sólo le ha convencido de firmar libros sino, lo que es más ambicioso, de crear un instituto de estudios literarios.

Al fin nos anuncian que podemos subir. Cuando entramos a su despacho, Arriagada se levanta esforzadamente de su sillón tras el enorme escritorio para saludarnos. Es un hombre fuerte, de rasgos nobles, pelo blanco ondulado, ojos azules. En su solapa luce el botón rojo de la Legión de Honor. Además de Zeller están la poetisa centroamericana, agregada cultural, el poeta Sánchez Ogaz y un poeta colombiano, Jorge Vélez. «Bien, queridos, comencemos», propone Arriagada. Sigue un informe de Goldsack sobre la actividad desarrollada y una discusión sobre cuestiones de organización. En cuanto a los trabajos en curso, Zeller anuncia que está muy avanzada su traducción de Hölderlin, Vélez que ha comenzado un estudio comparativo entre las obras de Nietzsche y Pablo de Rokha. Hay voces de estímulo para ambos y Arriagada anuncia que ha conseguido al fin, del Ministro, los fondos para comprar un edificio en la calle Alameda para su ambicionada Casa de la Cultura. Ahora se trata de obtener los medios para refaccionarla y ponerla en marcha. Pide que todos hagamos un esfuerzo. Bebe un vaso de agua, limpia sus gafas, y ahora en un tono más íntimo nos confiesa: «Ayer estuve con la Hagenaar…». Nos miramos unos a otros, sin entender. Goldsack, el único que parece saber algo, parpadea y le interrumpe: «Pero Julito…». «Es una pobre mujer enferma y amargada», continúa. «La han metido en un hotel miserable. Está sola y pensé, bueno, en acompañarla un poco». «Pero Julito», prosigue Goldsack, embarazado, «no deberían haberla traído. Perdóname, pero no es digno». «Fue una idea de ese idiota del Ministro del Interior. Creyó que le hacía un favor al Presidente». Y como Arriagada advierte que la mayoría no entendemos de qué se habla, explica: «Pablo casó con ella en Java, allá por los años treinta, cuando era cónsul en Batavia. Cosas de la soledad, supongo. Tuvieron una hija que resultó deforme, unos dicen que un monstruo, y años después él las abandonó a ambas en Holanda y se largó a España. Nunca las volvió a ver y hay los que también dicen que jamás les envió un centavo. En fin, cosas que pasan. Ahora bien, el Ministro, creyendo complacer al Presidente, ofendido por los insultos de Pablo, la ha traído de Holanda para que enjuicie a éste por el delito de bigamia. Ella está amargada y le odia. Es una pobre mujer que apenas entiende lo que quieren de ella. Yo le hice ver que, a pesar de todo, Pablo es un gran poeta y que puede haber otras maneras de arreglar las cosas. Yo…». «Pero él está en Europa», interviene Vélez. «Ha sido aclamado en todas partes». «¿Ha sido perseguido por el gobierno?», pregunta cándidamente la poetisa centroamericana. «¡Pamplinas!», contesta Arriagada, primero serio, asumiendo sus funciones, luego con un tono confidencial, casi picaresco: «Aquí nadie le persigue. La persecución la inventaron los comunistas. Fue una gran maniobra publicitaria. Le hicieron fotos atravesando la cordillera en mula, como en los tiempos de la guerra por la independencia. ¿Qué cuesta hacer fotos? Para mí, que salió tranquilamente en avión o tren, disfrazado de cura. Porque además no le faltan amigos en el Partido Conservador. En fin, una odisea. Para mí, una hazaña publicitaria en contra del gobierno. Y luego aclamado en París. Y nuestro país desprestigiado. Hay que entender al Presidente. Pero lo siento por ella, es una pobre mujer».

Incapaces de manifestar nuestra incomodidad, miramos a Goldsack, quien se apresura a que se dé por terminada la reunión. El colombiano se me acerca, me palmotea y dice «¡Qué carajo, hermano! ¡No todos los días hay papaya!».

Bajamos y Goldsack nos hace señas de esperar. Sabe muy bien que Arriagada, para hacerse perdonar sus funciones en un gobierno opresivo, nos invitará a todos a la confitería que hay a unos pasos del ministerio. El ambiente es distinguido. Café con leche y pasteles para cada cual. Probablemente es para algunos de nosotros la primera comida del día. Se diría que para Vera Zeller es la primera en semanas. Un rostro, un nombre que olvidaré por completo, hasta cuando suene el timbre en nuestro apartamento de la Sybel Strasse, en Berlín, sobre tres décadas después, esto es en los años ochenta, y al abrir me encuentre de bruces con una mujer madura, entrada en carnes, pelo teñido de color naranja, cubierta por potentes gafas. Es una total extraña, y como ve que voy a preguntarle quién es o qué quiere, me interrumpe: «Soy Vera Zeller, qué poca memoria». Y entonces, claro, reaparece todo lo borrado, Ludwig, con su cara huidiza, su barbilla rojiza y mefistofélica, el pelo lacio, caído hacia un lado, leyéndonos sus traducciones de Hölderlin, que en realidad ha hecho Vera y que todos aplaudimos sin entender gran cosa, todo eso en una sala que Arriagada ya ha hecho acondicionar en la futura Casa de la Cultura, al lado del Hospital San Borja. Y luego, los temores que Vera confiesa a Arriagada ante la posibilidad de que sea elegido Ibáñez en las próximas elecciones y que los elementos pronazis que le apoyan vayan a desencadenar una persecución de los judíos. Vera trabaja en Berlín y las circunstancias de su vuelta aquí son demasiado complicadas como para que yo las recuerde. Pero le pregunto de inmediato por Ludwig. «Pero, cómo, ¿no lo sabes?». No, no tengo la menor idea. «¡Pero si Ludwig es el conductor del surrealismo mundial!». «¡Ludwig! ¿Dónde, cómo?». «¡En Toronto! ¡Todos lo saben! ¡Ha convertido Toronto en el centro mundial del surrealismo!». Sonrío. Le hago ver que el surrealismo, después de su agonía con Breton en Estados Unidos, sus coletazos aquí y allá en los años cuarenta y su explotación comercial por Dalí, hoy es sólo un período de la historia del arte y la literatura. Vera se siente vejada. Me mira con piedad. Pese a que Ludwig la ha abandonado hace tiempo, continúa admirándole. Se despide, defraudada de mi falta de complicidad. No volveremos a vernos.

La javanesa de Neruda y las historias orientales de Loti, que leo por aquellos días, se confunden en mi imaginación. Goldsack me explica que hay que entender a Arriagada; es un buen hombre, dice, y aunque no está de acuerdo, debe demostrar fidelidad al Presidente.

En el Iris, Sabella, con sus globos oculares sobresalientes de batracio, produce o lee la producción de interminables octosílabos, o dibuja en servilletas unas versiones baratas de Miró —soles, espirales, estrellas, barquitos— que distribuye a diestra y siniestra. Aparecen poetas que vienen del sur, olientes a líquenes.

A veces Sabella me toma también de acompañante y me hace recorrer calles y calles sin parar de hablar, suave como una cornamusa, hasta hacerme sentar en la triste y despoblada Plaza de Armas para reproducirme, en el frío nocturno, el sol del desierto, las piedras calcinadas, las efímeras floraciones primaverales, los muros y techos incandescentes de su Antofagasta añorada. Nunca tiene un centavo. No tiene para regalar sino sus servilletas dibujadas y su voz.

Una de esas tardes, apenas pisando el suelo, entra al café Raquel Jodorowsky. Al menos para mí, se produce un cambio de atmósfera, como si un ave de regiones exóticas, con toda su luminosidad, hubiera irrumpido en este reducto de luz blanca, trajes sombríos, dudosa higiene. Los coloridos fulgentes de su vestimenta, collares y abalorios —verdes y azules—, su pelo castaño rojizo ensortijado, la piel cubierta de ligeras pecas que le dan un tinte rosa, los ojos verdísimos, todo eso nos extrae por un momento de este lugar, de la mesilla donde se amontonan tazas con restos de café, ceniceros repletos, del piso lleno de servilletas usadas y nos transporta a su propio mundo, un enigma. Puede ser que mis percepciones exageren su apariencia o que ella sugiera más de lo que es. Debe tener unos veinte años, ha publicado hace poco su primer libro:

Con la frente teñida de negro

Fui la Diosa de las Tormentas.

Con las mejillas coloreadas de azul

Fui la Diosa de las Grandes Lluvias.

Habla poco, casi en susurros, como si se dirigiera más bien a presencias invisibles. Al observar que soy el único que permanece en silencio, me sonríe y encoge los hombros, en un gesto de qué le vamos a hacer. Un momento después me da la mano, con una naturalidad fraternal. «Acompáñame a dar un paseo», me dice, y ante el asombro de los otros, casi excusándome, la sigo. «Son muy aburridos», me comunica afuera, «no sé de qué hablan. Nunca sé de qué habla la gente. Prefiero hablar con los objetos, tienen muchas más historias interesantes que contar. ¿Y tú? ¿Qué cuentas tú?». ¿Qué voy a contar? Como nada me ha ocurrido, invento, pero todo lo que se me ocurre suena inverosímil, nadie me cree. Es la trivialidad, la insignificancia de la vida en esta Alameda por donde vamos, por ejemplo, lo que me lleva a fabricar fantasías. De pronto me besa en la mejilla. «Ahí viene mi bus, ven a verme», me dice, corriendo hacia él, con sus colores, que son como los del despegue repentino de esta ave del paraíso en la llovizna gris de la noche.

La visito días más tarde, y aun meses después, me parece, en su cuarto de la avenida Irarrázaval. La luz es tenue, difundida por una pantalla amarilla, Raquel está recostada en la cama, yo en un sofá, entre nosotros hay una pequeña mesa. Los muros están recubiertos de tejidos, colgantes, collares, fotos del desierto, cuadros de Julio Escámez; las estanterías de minerales, diversas piedras de colores, cerámicas, tótems, ídolos. Sus interlocutores, pienso. Me habla de Julio, cuyos cuadros de un realismo casi onírico, familiar con los mexicanos, admiro. Me da a entender que viven juntos o que a veces él se queda allí.

No sé si me inventa historias o si me narra hechos reales de su vida. ¿Qué más da? Su padre fue un judío ruso, víctima de todos los progroms, salvado milagrosamente gracias a su arte de tocador de balalaika en el barco extranjero donde se refugió. Creía dirigirse al Gran Desierto Victoria, en Australia, o así lo entendió, puesto que no conocía otros idiomas que el ruso y el ucraniano, pero llegó a Iquique, y como igualmente encontró un desierto a mano se declaró satisfecho y no tuvo más remedio que hacerse minero. Por lo cual Raquel nació en el interior de una mina. Su infancia transcurrió así entre techos y paredes de resplandecientes piritas, rocas de verdes óxidos, azuladas sales, lagartijas mimetizadas con esos colores, murciélagos de alas minerales. Y luego, afuera, nada era lo que parecía, ni las piedras ni la arena. Raquel hablaba con las piedras, tomando a unas como niños, a otras como abuelos con barbas de sal. Con el padre hallaban tumbas, ella jugaba con las vasijas funerarias, el padre tocaba la balalaika a las momias. Una vez la llevó muy lejos, y ella vio, en la distancia, a un señor de múltiples brazos y pelos verdes. Quiso saludarle, pero el padre le dijo «no seas tonta, es sólo un árbol».

Esa es Raquel, un elfo, un familiar de piedras, raíces petrificadas, arcillas, una intermediaria con lo inanimado. A veces está Julio, que la escucha sonriente, mientras dibuja. Una noche en que estamos solos y se ha hecho tarde, quizás adivinando que no tengo claro dónde dormir, me dice «Puedes dormir en el sofá si quieres. Así podemos seguir conversando. Pero sin moverte, ¿está claro?». Moverme, no se me había pasado por la cabeza. Semanas o meses después desaparece. Pasarán más de treinta años. Una noche, en un bar de Colonia, empapado de cerveza, Vicente Cisneros me hablará, entre otras cosas, de su admiración por una poetisa peruana, Raquel Jodorowsky.

En el Iris hay tardes en que el humor está por los suelos. Nadie tiene un centavo y no hay perspectivas de seguir la noche. Entonces, cuando no queda más que dispersarse, aparece un salvador. Nadie sabe qué indicios conducen a visitantes provincianos hacia el café de los poetas. Son comerciantes de Talca, ganaderos de Valdivia, abogados de Iquique, que una vez terminados sus negocios quieren divertirse un poco en la capital y no saben cómo. Aparte de los prostíbulos y cines, Santiago no tiene entonces nada que ofrecer a un visitante solitario. Se acercan, excusándose de haber oído «una discusión tan interesante» y preguntando si les permitimos sentarse con nosotros e invitarnos a beber «alguna cosa, lo que deseen las señoritas y caballeros». Para estas ocasiones Sabella es el perfecto cicerone. Sabe adaptarse a todas las situaciones, niveles y gustos. Hablar de agricultura, minería o leyes, y siempre como si de poesía se tratara, aludiendo a Ceres, Hades o Solón, según el caso, envolviendo al auditor con su voz a la vez sedante y animada, dándole la impresión de que entiende lo que no entiende, disponiéndole, en suma, a la generosidad. Además, hay que tener en cuenta las sonrisas obsequiosas de nuestras poetisas, todo lo cual conduce a esas invitaciones a «vivir» la noche, esto es, a desplazarnos en grupo hacia la calle Bandera y alrededores, donde resplandecen vitrinas con cabezas de cerdo mordiendo zanahorias y circundadas de congrios, erizos, ostras, riñones, criadillas. Al fin las panzas llenas y convenientemente ebrios, ya casi de madrugada, capitaneados por Irma y ante la mirada desconfiada de carabineros hundidos en sus mantas pardas, vamos cantando:

Con el quinto, quinto, quinto,

con el quinto regimiento

va toa la flor de España,

la flor más roja del suelo…

Y yo todavía ni siquiera sé qué significa lo que canto.