La última noche de la monja
Luz Amparo Granada

 

Rodolfo Lozano me pidió que lo visitara en el Laboratorio de Química. Había llegado en la mañana a la Seccional Bogotá de criminalística y no tenía la menor intención de regresar a su casa en las horas desiertas de la noche. Preguntando aquí y allá en los puestos de seguridad de la seccional, le indicaron que me buscara en una de las salas de espera, detrás de una pared de vidrio, donde yo estaba distraído observando a cuatro peritos disputar el punto final de un partido de dobles de tenis de mesa. Los gritos atravesaban el grueso cristal manchado. Lozano llegó a las diez en punto. Se abrió paso por entre las personas que vitoreaban a los jugadores de tenis y se me plantó al frente con una sonrisa discreta; antes que pudiera reaccionar, me dijo:

—¿Usted es del caso de la monja?

Algo no coincidía en la imagen que me había hecho de él que me impidió reconocerlo. Tenía cuarenta y cinco años. Diez años sumando casos de violencia urbana, tres años como coordinador del Laboratorio de Química y varios periodos de colaboración con otros centros de investigación de la Fiscalía. Había pasado la mitad de su vida en este edificio y otros tantos aprendiendo el oficio en las calles, pero su suéter verde y sus jeans rotos le conferían un aura juvenil, dignificada por una calvicie precoz. La seccional está ubicada a dos cuadras del centro comercial Multiplaza, en el occidente de Bogotá, donde tres vigilantes corretean a algunos mendigos y perros callejeros que estaban en la zona, mientras que las calles contiguas a este edificio con apariencia de bodega permanecen oscuras y empolvadas, atravesadas por obreros que caminan hacia la Avenida Boyacá de Bogotá para regresar a casa. Un retrato diferente de la serie CSI Miami, en la que las investigadoras llegan entaconadas, atraviesan matorrales y playas sin ningún problema hasta llegar al lugar del crimen. En la vida real no es así. Si no, que lo digan los cuatro peritos que se alistan para resolver un nuevo asesinato. Llevan sus trajes aislantes blancos, para mantener la asepsia de la escena del crimen y no alterarla accidentalmente con material biológico o ADN propio, además de para no contagiarse con algún agente externo tóxico que pueda haber por allí.

Después de despedirse de los peritos forenses, Lozano me dijo:

—Ahora sí vamos a mi oficina para que hablemos de la monja.

No tuvo que decirme a cuál mujer se refería, porque yo recordaba muy bien el caso desde mi adolescencia: una religiosa joven y bonita que fue asesinada hace diecisiete años en Bogotá. Luz Amparo Granada perteneció a la orden de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad, que tiene una casa colonial en el ubicada en la calle 9ª con carrera 3-71 en el barrio La Candelaria de Bogotá, casa que, además de servir de residencia de Luz Amparo y de otras dos compañeras —María Graciela (Micaela) Ulloa y Leticia López Manrique—, funcionaba como centro de rehabilitación y terapia para mujeres con problemas de drogadicción y trabajadoras sexuales, a quienes se capacitaba en trabajos y actividades como venta y fabricación de productos de aseo que les permitía una digna subsistencia.

Fue la noche del 12 de noviembre de 1999, y en aquel lugar, la última vez que a Luz Amparo se le vio con vida, porque a partir de ese momento sus compañeras de convento no volvieron a tener noticias suyas.

—Fue una muerte atroz —dijo Lozano con una actitud serena, mientras se acomoda sus tenis Adidas y se recuesta en su silla de cuero vintage, que ha usado desde que llegó a esta oficina en el 2010. Luce sereno, al igual que sus tres compañeros de laboratorio. “Tal actitud se debe —explican— a que, después de haber visto tantos casos espeluznantes de violencia, han ido perdiendo la capacidad de asombro”.

El caso de Luz Amparo llegó a la oficina de Lozano en febrero de 2001, después que la Fiscalía apeló la decisión judicial que absolvía a la hermana Leticia López en la primera instancia del juicio penal. López es una mujer de sesenta y cuatro años, cucuteña, baja estatura y treinta años de vida religiosa. Ella estaba encargada de manejar el dinero de la comunidad y la promoción de las novicias. Luego de ser vinculada al caso fue despojada de sus hábitos por orden papal y recluida en el pabellón de máxima seguridad del Buen Pastor.

Quince meses atrás, un niño que atravesaba un paraje de matorrales en busca de la carretera de la antigua vía a Villavicencio se tropezó con un bulto que le llamó la atención, se acercó a curiosear y alcanzó a ver que de uno de los costados del enorme bulto se asomaba un brazo. Salió corriendo, en el camino se chocó con un policía, a quien le contó lo que había visto. Era el lunes 15 de noviembre de 1999. Los reportes iniciales indicaron que la mujer era delgada, de piel blanca y pelirroja. No fue fácil identificarla. El cadáver presentaba en la cabeza un orificio causado por un proyectil disparado por arma de fuego, dos de sus extremidades desmembradas, quemaduras corporales y avanzado estado de descomposición. El cuerpo estaba envuelto en cobijas y prensado en cajas de cartón para guardar panela.

Los primeros investigadores tuvieron que acudir a la tarjeta decadactilar, un registro para individualizar a las víctimas, que inicia con la descripción morfológica y las señales particulares —cicatrices, deformidades, amputaciones, tatuajes, etc.—, luego se entintan las dos manos y con la planchuela y el rodillo se realiza la impresión dactilar. Es el sistema AFIS, que se emplea tanto en los Estados Unidos como en Colombia y que sirve para cotejar las huellas dactilares con las que están archivadas en la Registraduría. Sin embargo, después de realizar la interconsulta con la Registraduría, se encontró que la identidad del cuerpo correspondía a Liana Constanza Lara Sandoval, identificada con la cédula de ciudadanía 52.555.634. Así está consignado en el escrito de acusación del caso, sin mayores precisiones. A inicios del 2000, Medicina Legal comprueba que hay un error en la identificación hecha por la Registraduría Nacional. Luz Amparo regresó a su condición de NN, por unos días vivió la muerte de alguien distinto.

Medicina Legal continuó su trabajo hasta que el 18 de enero del 2000 el cadáver es identificado como Luz Amparo Granada Bedoya. Así consta en el informe elaborado por Álvaro Ortiz, técnico del CTI, que en una nota al margen señala que fue una labor difícil: los forenses que hicieron la necropsia del cadáver arrojaron a los desechos de la morgue la ropa, los cartones adheridos al cuerpo y demás elementos que llegaron con el cadáver a Medicina Legal en Bogotá.

Los primeros especialistas que asumieron la misión ordenada por la Fiscalía 282 seccional delegada ante los jueces del Circuito de Bogotá de reconstruir el crimen de Luz Amparo y darle orden al caos de datos, testimonios y circunstancias del crimen se sorprendieron con la creciente oleada de entrevistas y notas de prensa que el asesinato suscitó. Los medios no le perdían pie ni pisada al caso. El Tiempo envió a sus jóvenes reporteros para contar la infancia de Luz Amparo cuyo título de artículo es una declaración: “Los pasos de la monja Caramelo”, El Espectador recogía algunas de las declaraciones de las compañeras de convento de Luz Amparo durante las audiencias preliminares del caso: “Creo que la hermana Luz Amparo está viva”, tituló en diciembre de 2000; Caracol Radio enviaba a sus reporteros a las casas de los ministros Néstor Humberto Martínez, Angelino Garzón y Alberto Casas Santamaría, para preguntarles sus opiniones sobre el crimen; y El Espacio, claro, sacaba el 1 de abril del 2000 la fotografía de Luz Amparo en primera página junto a Leticia López siendo internada en la cárcel de mujeres de Bogotá, bajo la frase “¡Agarraron a la culpable!” escrita en grandes letras rojas.

 

***

 

Tres días antes, el 27 de marzo, en la entrada de las salas de audiencia del complejo judicial de Paloquemao, el tumulto de cámaras de televisión, fotógrafos y periodistas asediando a la hermana Leticia López y su abogado, Sergio Gómez Trujillo, para las audiencias de acusación hizo que fueran conscientes de lo fascinada que estaba la gente ante la posibilidad de que una monja como Leticia hubiera sido capaz de algo tan macabro. El misterio que se ocultaba tras la muerte de Luz Amparo hacía que el drama resultara más fascinante. Si se hubiera sabido algo en concreto sobre lo que había ocurrido en el convento de las Adoratrices en las últimas horas del 13 de noviembre de 1999, si hubiera quedado claro por qué desde el principio ella, deliberada o accidentalmente, había dicho que Luz Amparo estaba embarazada y se había fugado con el padre de la criatura, el interés de la gente en el caso no habría sido tan grande y tan duradero. Lo que mantendría el hervor de la historia (si en aquellos años hubiese existido Twitter, la historia de Luz Amparo habría sido trending topic durante varios días) semana tras semana hasta el veredicto final —que ocurrió en octubre del 2000— era el hecho de que los acontecimientos de aquella noche estaban abiertos a la especulación. Por todo el país se iniciaron debates y batallas por las razones del asesinato.

La belleza y el carisma de Luz Amparo fueron suficientes para que las personas se aventuraran a emitir opiniones fundadas que avivaban el debate. Pero el hecho de que dos crímenes relativamente recientes hubieran alimentado la imaginación del público de una forma similar, a pesar de que sus protagonistas fueran unos absolutos desconocidos cuando sus historias salieron a la luz, reveló la poderosa atracción que ejercen los misterios sin resolver, independientemente del factor que supone la celebridad. Uno de ellos fue el caso de Catalina Vásquez (cuarto capítulo del libro), la niña que fue violada y asesinada en una estación de Policía en Bogotá en 1993 y cuyo padre fue sindicado en primera instancia por el atroz crimen. El otro fue la muerte de Doris Adriana Niño en extrañas circunstancias en Bogotá en mayo de 1997, luego de estar presente en una fiesta en el apartamento de Diomedes Díaz. En ambos casos, cientos de personas se creyeron con derecho a pronunciarse con certeza sobre lo que había ocurrido en los días y noches en cuestión.

En el caso de Catalina Vásquez, había quien creía que su padre, policía desde 1984, la había asesinado para desquitarse de su madre y librarse de un matrimonio malogrado y que luego se deshizo del cuerpo de la niña para fingir que había sido violada por un criminal encubierto. De manera similar, había gente que se preguntaba, en el caso de Doris Adriana Niño, qué esperaba la Policía de César y de La Guajira para capturar a Diomedes, quien fue encontrado culpable de homicidio preterintencional y estuvo prófugo de la justicia colombiana por dos años a pesar de que las autoridades conocían las haciendas donde se escondía y las casas donde armaba parrandas los fines de semana.

Otros, con igual convicción, sostenían que el padre de Catalina Vásquez y el mismo Diomedes decían la verdad y que habían sido objeto de grandes calumnias.

Lejos de seleccionar cuidadosamente las numerosas pruebas, testimonios y entrevistas proporcionadas por los medios de comunicación para corroborar su punto de vista, lo que hacía la gente en ambos casos era más bien revelar cosas sobre ellos mismos, que sobre lo que realmente había ocurrido, algo que sólo conocían los extraños en cuyos dramas personales habían decidido implicarse.

Otro controvertido caso con el que se establecieron algunas analogías fue el juicio por doble asesinato de O. J. Simpson en Estados Unidos, que escindió la nación con un corte horizontal: los que lo consideraban culpable por asesinar a su esposa Nicole Brown y su amigo Ron Goldman, y quienes consideraban que no había cometido los dos asesinatos. Simpson es un exjugador de fútbol americano, actor y estrella de la televisión gringa, por lo cual el caso fue descrito como el juicio criminal más publicitario del siglo veinte. Simpson fue representado por un equipo de abogados defensores de alto perfil, conocido como el Lawyer Dream Team, liderado por abogado de celebridades de Hollywood Robert Shapiro, y luego por Johnnie Cochran, F. Lee Bailey, Alan Dershowitz, Robert Kardashian, Shawn Holley, Carl E. Douglas y Gerald Uelmen. Barry Scheck y Peter Neufed fueron dos abogados adicionales especializados en la evidencia basada en ADN. Barry Meier, un reportero del New York Times, cuenta en uno de sus artículos que la fiscal Marcia Clarck creía tener un caso solido contra Simpson, pero Cochran fue capaz de convencer a los miembros del jurado de que había una duda razonable respecto a la evidencia basada en el ADN (un tipo de evidencia relativamente nueva en los juicios en ese entonces), y que la sangre recolectada como evidencia había sido manejada de forma errónea por científicos y técnicos laboratoristas de la policía científica de Los Ángeles (Dennis Fung, criminalista de la ciudad de Los Ángeles, se llevó la evidencia de ADN recolectada en la escena del crimen a su casa, aprovechando que era viernes, y la regresó a las oficinas de la Policía en lunes siguiente al crimen), y respecto a las circunstancias que rodeaban a otras exhibiciones judiciales.

La teoría del caso que planteó Robert Shapiro fue el racismo: se trataba de un caso racial donde las razones objetivas habían sido manipuladas por la Policía de la ciudad. De hecho, Cochran y el equipo de defensa de O. J. Simpson alegaron mala conducta por parte de la policía, en especial del detective Mark Fuhrman, quien hizo parte del equipo experto que reconstruyó la escena del crimen y encontró los cuerpos de Nicole Brown y Ron Goldman. Fuhrman resultó ser un racista extremo con antecedentes por abuso de autoridad cometidos a ciudadanos afroamericanos. En las sesiones del juicio quedó para la posteridad la escena en que el juez Lance Ito le solicita a O. J. Simpson se ponga los guantes de cuero negros que fueron encontrados en la escena del crimen y que eran de su propiedad. Simpson tomó los guantes y se los puso, con un ademán teatral, cínico, como quien juega a hacer equilibrio en un barranco. Los guantes no se ajustaron al tamaño de sus manos, eran una talla más pequeños1. Este traspié de la fiscalía fue utilizado por la defensa de Simpson, el abogado Cochran soltó una frase eficaz al jurado: “If it doesn’t fit, you must acquit”: “Si el guante no le queda bien, ustedes tienen que absolverlo”. Hacia el final del juicio las encuestas mostraban las diferencias dramáticas de la culpabilidad o inocencia de O. J. Simpson entre los ciudadanos estadounidenses blancos y negros. Atmósfera que fue aprovechada por Cochran, que convenció a un jurado mayoritariamente negro de que el caso de O. J. era una muestra latente del racismo de la ciudad y de la nación. Una estrategia que apuntaba hacia la emoción, contrario a la de la fiscal Marcia Clarck, que apeló a la racionalidad de su investigación, confiada en que el jurado tomaría la decisión con cabeza fría.

Luego del juicio penal, las familias Brown y Goldman presentaron una demanda civil contra Simpson, y el jurado lo declaró “responsable” de las dos muertes el 4 de febrero de 19972, condena que no era penal y por lo que no pagó cárcel, aunque quedó arruinado: Simpson debió pagar a las familias un total de 34,5 millones de dólares en daños compensatorios y punitivos. Trece años después, Simpson fue declarado culpable de robo y secuestro y condenado a treinta y tres años de cárcel.

 

* * *

 

El caso de la hermana Luz Amparo seguía la trama clásica de una novela policíaca: se había encontrado un cadáver y la Fiscalía debía descubrir la identidad del asesino. Se sabía el dónde pero había dudas sobre el cómo, el porqué y el quién. En el caso Simpson, el acusado era negro y las víctimas blancas, y la opinión estadounidense se dividió en consecuencia. Sin embargo, en el caso de Luz Amparo no había una clara división de opiniones ni un desdoblamiento de simpatías entre razas. Más bien, se trataba de conocer qué llevo a una monja como Leticia López, al parecer, a asesinar a su compañera.

En mis primeras reporterías para esta crónica, consulté a Blanca Sofía Reina, jefe del grupo de Biología Forense, bacterióloga de la Universidad Javeriana y parte del primer grupo de especialistas que asumieron el reto de reconstruir la escena del crimen de Luz Amparo. Reina es una mujer menuda y discreta. Le pregunto por un dato que me llamó la atención y que aparece en el expediente del caso: ¿Luz Amparo tenía el pelo tinturado, las cejas delineadas y las uñas pintadas cuando la mataron? Y ella responde que hoy en día uno ve monjas entaconadas. “Si estuviéramos hablando de una monja de clausura, de pronto sería raro porque ellas ni salen”, dijo Reina. “¿Que se mandó tinturar el cabello? Eso no tiene nada de extraño. Las cejas delineadas las pudo haber hecho quien cometió el crimen”.

Sor Luz Fanny Serrano, compañera de la congregación de las Adoratrices, indicó en su primer testimonio que ella sospechaba que Luz Amparo no era virgen. Me llamó la atención este detalle, lo comenté con Reina, y a su vez ella lo consultó en su archivo personal. El cadáver encontrado en la antigua vía al Llano no tenía vísceras y carecía de genitales, dijo ella. “En el proceso pedimos una ampliación al dictamen de Medicina Legal porque se decía que Luz Amparo había sido sometida a un aborto. Y Medicina Legal dice que la monja nunca estuvo embarazada”.

Las monjas creyeron todo el tiempo que Luz Amparo había tenido un aborto y por eso había desaparecido, como les había dicho Leticia. De acuerdo con el expediente, está probado que alguien llamó a la casa y le dijo a la hermana Micaela que Luz Amparo acababa de tener un aborto y que tal cosa se le comunicó a toda la comunidad. También, que Leticia hizo manifestaciones contra Luz Amparo: aseguró que andaba con hombres, que tenía novio, que se saludaba con un muchacho de la iglesia. Hablaba mal de ella. Incluso, llegó a decirles que había encontrado preservativos en su habitación. También se demostró que Leticia se hizo pasar por Luz Amparo en la llamada que se hizo a Calcuta el 31 de diciembre de 1999 a la hermana María Elisa Altadil, religiosa superior de la comunidad. La conclusión a la que llegó el tribunal es la misma que los periodistas judiciales hicieron al unir cabos y establecer los datos verídicos de la noche del crimen: Leticia es mitómana, conflictiva, envidiosa y agresiva. El razonamiento jurídico no se limita a la personalidad y carácter de Leticia, va más allá. Leticia se hizo pasar por otra persona, hablaba mal de Luz Amparo, emitía juicios negativos y lavó su ropa cuando era una costumbre en el convento que cada una de ellas se encargara de su aseo personal. En fin, “(Leticia) escondía algo para desviar la investigación o detener la que estaba en curso, para que aparezca como real lo que en el fondo no lo es”, se cita el expediente.

En cuanto al indicio de huellas o rastros del delito hay hechos que fueron dando pistas a los investigadores. La semejanza entre los vestigios hallados en el cadáver de Luz Amparo con los existentes en el convento en La Candelaria: cobijas, zunchos, ajas de cartón, estos elementos guardan gran concordancia entre sí, al igual que entre los artículos utilizados en la fábrica de traperos que funciona en el convento con los encontrados en el cuerpo de Luz Amparo, de lo que infirió el tribunal que al menos una persona con acceso a este lugar participó en el homicidio. También una funda con manchas de sangre que la hermana Micaela encontró meses después en el armario de una de las mujeres en rehabilitación, un machete hallado por un obrero en la casa, el candado abierto de la casa el día de la desaparición de Luz Amparo, que está respaldado con fotografías, el plano arquitectónico de la casa y la declaración de Micaela —directora de la fábrica de traperos que funciona en el convento, quien encontró dos cobijas similares a las que cubrían el cadáver debajo de la cama de Luz Amparo—, tan simple como reveladora: “La hermana Leticia es muy hábil en el uso del zuncho. Ella tenía mucha habilidad para ese empaque”, la incapacidad por cinco días que les extendió el médico psiquiatra Miguel Cote Méndez, encargado de atender a las mujeres en rehabilitación, a Luz Amparo por un fuerte resfriado que padecía desde día atrás.

Estas circunstancias le permitieron al tribunal concluir que Luz Amparo no salió de la casa de La Candelaria por sus propios medios e iniciativa propia.

La hermana Luz Fanny Serrano, quien para la época de los hechos se encontraba en la sede de las Adoratrices de La Caro (Cundinamarca), cuenta que al enterarse de que su amiga estaba enferma la llamó al siguiente día —el de la desaparición—, Leticia le comentó que Luz Amparo ya había salido a estudiar. Extrañada por la respuesta decide ir hasta el convento en La Candelaria, cuando Leticia la recibe, advierte una “barrera” de su parte. Regresó una semana después y de nuevo Leticia la recibió, entraron al oratorio de la capilla y sin explicación rompió en llanto, después de un rato de lloriqueo le dice que Luz Amparo no es la que todos creen que es porque había dejado sus oficios vocacionales, que se había fugado con el tipo que conoció en la iglesia. La confidencia de Leticia, días después en las audiencias del juicio, le permitió a la hermana Fanny concluir que esta quería dañar la imagen que todas tenían de Luz Amparo.

La hermana Esther Castaño llegó a una conclusión similar. Cuando conversó con Leticia sobre la desaparición de Luz Amparo, aquella comentó que esta se había llevado su ropa interior, los tenis, cosas personales y dos maletas. Sin embargo, durante el juicio Leticia afirmó que no vio cuando su compañera salió del convento ni escuchó algún ruido sobre maletas —siendo el piso de madera y sus habitaciones contiguas. Unido a esto, el maletín de Luz Amparo apareció meses después en un rincón debajo de la escalera de la casa pero sin cosas personales de ella, como lo dijo María Ofelia Rivera.

Por otro lado, para la hermana Carmen Julia González resultó extraño que si Luz Amparo no había regresado al convento, Leticia y Micaela hubiesen sido poco diligentes: no llamaron a la Policía ni la buscaron en otras sedes de las Adoratrices los días siguientes a su desaparición. En cambio, se empeñaron en convencer a las demás monjas que Luz Amparo tenía novio y había abortado. Lo que fue desmentido por el informe forense, el cual indicó que Luz Amparo era nulípara, es decir, que no había tenido partos vaginales, como tampoco evidencia de desgarros que indicaran algún trauma reciente en caso de una pérdida de gestación.

El doctor Miguel Cote Menéndez —que valoraba a las internas y era el médico que atendía a las monjas— recuerda que Leticia hizo reparos duros cuando comentaron la desaparición de la Luz Amparo. “Me dijo que ella se había ido con un hombre y que eso era normal en ella, que lo anormal era haberse ido con una mujer”, cuenta Cote en su oficina de la Universidad Nacional de Bogotá:

—Yo estuve y estoy seguro de la rivalidad y envidia que sentía Leticia por Luz Amparo.

Meses antes del crimen, Leticia fue elegida por mayoría absoluta como delegada para participar en la Asamblea Provisional en 1999 que se llevaría a cabo en Calcuta, además tenía un cargo importante que determinó su relación con Luz Amparo: promotora vocacional de futuras aspirantes, como lo declaró Carmen Mantilla. Sin embargo, un recuento del desempeño de Leticia durante sus estadías en Venezuela, España y Roma en su búsqueda de aspirantes para ingresar a la orden, demostró una personalidad conflictiva, corroborada por la superiora venezolana Oriola Jiménez al señalarla como rebelde, irritable, con reacciones agresivas.

Por si fuera poco, su posición en la orden estaba en peligro con el ascenso académico de Luz Amparo y sus buenos créditos ante las superioras de la comunidad en el país. Ella estudiaba pedagogía reeducativa y estaba preparando su tesis de grado en la Fundación Luis Amigó, lo que supondría un ascenso inmediato en el convento: estaba a punto de convertirse en superiora de Leticia López.

 

* * *

 

Estamos sentados en la oficina de Ricardo Lozano en la Seccional Bogotá. Lozano no usa el sofá azul que tiene a su disposición: se tumba cada noche en la silla de su escritorio. Al igual que los investigadores de antaño como Philip Marlowe o Dashiell Hammett, hace la siesta sentado para recuperar fuerzas o filosofar, pero sobre todo porque no le apetece hacer otra cosa después de terminar su informe diario de actividades cumplidas. La lista de entretenimientos que tiene disponible en la seccional no es amplia. Tomar un descanso es una forma de distracción más eficaz que el tenis de mesa.

—A mí me pareció que lo mejor era solicitar ayuda del FBI —dice Lozano.

En marzo de 2001, luego que la Fiscalía apelara la decisión del juez, que dejó sin piso la teoría del caso de la parte acusadora y permitió a Leticia recuperar su libertad, se creó un grupo interdisciplinario de criminalística y especializado en recolección de evidencia traza: Oswaldo Posada López, odontólogo forense; Juan Felipe Orozco, perito en lofoscopia; Leonardo Cruz Suárez, perito en fotografía; Omar Otero Duarte, técnico criminalístico, y Rodolfo Lozano, perito químico. La Fiscalía aprobó el consejo de Lozano de solicitar ayuda al FBI de Miami, que venía trabajando con tecnología de punta desde los años ochenta, cuando el sistema judicial estadounidense comenzó a trabajar el concepto de escena del crimen. La aplicación de la ciencia al servicio de la investigación criminal trajo consigo una fuerte inversión en tecnología para el FBI e hizo más eficientes las pesquisas judiciales. La ayuda del FBI de Miami fue decisiva: envió a dos de sus mejores investigadores: Richy Bloom y Petronila Cruz.

Rodolfo Lozano tiene una tesis forjada a punta de casos resueltos: todo criminal siempre deja algo en la escena del crimen e inversamente también se lo lleva. Esta convicción se afianzó con la ayuda de la tecnología: el 29 de junio de 2001, comenzó la cuarta diligencia (las tres anteriores fueron parte del primer juicio) con la participación de fiscales, agentes de criminalística y los dos peritos enviados por el FBI. Durante una semana utilizaron la máquina CrimeScope y las luces forenses, para entonces nuevas tecnologías en la reconstrucción de escenas del crimen en Colombia. El CrimeScope es un equipo que se utiliza para localizar partículas minúsculas de sangre a través de un reactivo llamado luminol, por su composición química hace que solamente reaccione con la presencia de sangre, como la que se encontró en el borde la cama y en el cuadro de la Virgen María que estaba en la cabecera donde dormía Luz Amparo.

Por su parte, las luces forenses trabajan con luz invisible, ultravioleta e infrarroja. Una especie de linterna equipada con gafas especiales, que al ser encendidas en la pared donde estaba colgado el cuadro de la Virgen hizo visible la huella de una mano humana que resplandecía con luz fluorescente, que de inmediato concentró la atención del grupo. Una impresión latente que les indicó que iban por buen camino: a la monja la mataron en su habitación.

La escena principal del crimen era aquel lugar. En el piso encontraron huellas de arrastre, igual que en el corredor y en el zaguán del convento de las Adoratrices. Cerca de allí, en un altillo, encontraron un zapato café con rastro de quemaduras, sangre y saliva. Mientras revisamos un centenar de fotos impresas del caso, Lozano, que es licenciado químico desde 1989, recuerda otros obstáculos de aquella diligencia: las paredes fueron limpiadas y luego pintadas varias veces, además había pasado más de un año después del asesinato.

Faltan pocos minutos para la media noche y la reunión pactada entre los dos resultó convocando a sus compañeros de oficina, que a esa hora terminaron el partido de tenis de mesa que habían dejado a mitad de camino la noche anterior, cuando salieron de urgencia para ayudar en el levantamiento del cuerpo de un niño en Bosa. Luego de carraspear y agarrar una fotografía en la que aparece vestido con un traje aislante verde, Lozano cuenta que hubo una quinta inspección. Aquella vez con fluoresceína, sustancia que reacciona con cualquier fluido orgánico. Se aplicó en los sitios donde previamente, con el luminol, se había encontrado evidencia de sangre, que estaba oculta en forma de mancha.

—Como la evidencia era invisible utilizamos un método que patentamos en este laboratorio: “el cuatro patas” —asegura Lozano—: revisar el piso, las paredes, cualquier objeto con una lupa en la mano y acurrucados para que nada quede sin inspeccionar.

—¿Por qué ese método tan coloquial?

—Porque el equipo tenía el conocimiento pero no la experiencia para manejar el caso —admite Lozano—. Era necesario demostrar con argumentos y evidencias contundentes que en el cuarto que compartían las monjas habría ocurrido el asesinato de Luz Amparo.

A pesar de la falta de experiencia, Ricardo Lozano y su equipo consiguieron su objetivo. Trajeron de nuevo a la autopista un vehículo a punto de volcarse, sin frenos y con un conductor incompetente. Todas las muestras junto con los fragmentos de hueso fueron enviados a Medicina Legal y el Laboratorio de Genética de la Fiscalía, donde se hicieron las pruebas de ADN. El resultado: 99,9% de evidencia pertenecía a Luz Amparo Granada. En 2002, el Tribunal Superior de Bogotá revocó el fallo de primera instancia que absolvía a Leticia López, y le impuso una condena de catorce años por el asesinato de su compañera.

La Fiscalía admitió en el segundo juicio que, de no haber aparecido el cadáver de Luz Amparo Granada, la comunidad de las Adoratrices hubiese concluido sencillamente que la religiosa se había fugado con un hombre, la versión que Leticia dio a la comunidad, que en concepto de fiscales y magistrados buscó justificar la desaparición de Luz Amparo. Para Rodolfo Lozano hay un hecho que llevó a la investigación por buen camino y contradice lo dicho por Leticia en las primeras audiencias del caso: Luz Amparo no salió con vida de la sede de la comunidad en las primeras horas del 13 de noviembre de 1999.

En una de las primeras inspecciones en las que él participó, se encontraron rastros de sangre ocultos entre partículas de pintura fresca, lo que demostró que hubo violencia y hechos de sangre en la habitación de Luz Amparo. Además, el crimen sucedió dentro del convento de las Adoratrices. Hay un tercer factor que no se resolvió y del que Lozano prefiere no dar más detalles: existió complicidad en el asesinato. Es muy difícil que una sola persona pueda arrastrar un cuerpo, desmembrarlo, quemarlo y llevarlo fuera de la ciudad. “Creemos que las cómplices fueron mujeres”, dijo Juan Felipe Orozco, perito de lofoscopia del caso en El Tiempo. Orozco se inclinaba por la versión que los cómplices fueron dos mujeres a quienes el convento ayudaba para alejarlas de la droga y delincuencia.

Mientras Lozano hacía su labor de perito químico en la cuarta inspección a la habitación de Luz Amparo, en julio de 2001, Leticia López era la mujer más comentada del país. Noticieros de televisión, emisoras y periódicos repetían su nombre sin cesar y las versiones por los motivos del crimen variaban según el medio que consultaba:

“De pronto un secreto relacionado con actividades de narcotráfico”, aseguraba El Espectador.

“Algunas de las amigas de la hermana Leticia están detenidas en cárceles de España por narcotráfico”, explicaba un confidencial de la revista Semana.

Con el paso de los días, el círculo se le iba cerrando a Leticia López, hasta que el 3 de febrero de 2002, El Tiempo sacó en su sección judicial su foto al momento de ser detenida por segunda vez, bajo el título: “La mató por envidia”.

 

* * *

 

El abogado Sergio Gómez Trujillo centró su defensa en demostrar que Leticia López no asesinó a su compañera y que la investigación se desvió con mentiras, cuentos y tergiversaciones. Aunque el argumento fue admitido por el juez del caso, Gómez se centró en desacreditar el trabajo de Medicina Legal, que hizo las pruebas de sangre y de identificación que determinaron el procesamiento de Leticia, y los argumentos científicos del caso.

Gómez sonríe mientras se mira los nudillos de su mano. Luego los voltea para donde yo estoy, como para notificarme que en esos puños —pese a sus sesenta y cuatro años— todavía quedan restos de la fuerza de su juventud. Para Gómez en el Derecho —sobre todo en los juicios— lo que se respira, el ambiente que se vive, tiene una carga tal de adrenalina y una tensión sin parangón, que es como estar en un ring, asegura. Al ver cada juicio como un combate de boxeo llega hasta el límite de la pelea, hasta el doceavo asalto si es necesario para defender a su cliente.

A continuación aclara que, en el caso de Leticia López, el problema no era de valoración de pruebas sino de la inexistencia de estas. Sostenerse en un error es un delito —asegura luego de
peinar sus pocos pelos— , eso se llama prevaricato. Gómez recuerda que, desde el día que le dijo sí a la familia de Leticia, le llovieron truenos y centellas en la calle por parte de las personas que estaban seguras de la culpabilidad de su defendida. La presión sacó lo mejor de él. Asegura que las irregularidades en el proceso comenzaron desde el mismo momento del levantamiento del cuerpo de la hermana Luz Amparo. Gómez llevó a la Fiscalía contra las cuerdas, que estaba acorralada en la versión de su teoría del caso.

—Técnicamente era imposible asegurar la identidad del cuerpo encontrado —dijo. Las manos y los dedos estaban muy descompuestos, así se tomaron las huellas, lo que había eran unos borrones. Fue una chambonada lo que hicieron.

Le digo a Gómez que si bien ese indicio puede cuestionarse, están los testimonios de las demás hermanas de la orden que incriminan a Leticia y aportan datos de tiempo y lugar evidentes.

—Así es —admite Gómez, con una rapidez que me indica que no les estoy diciendo nada que él no haya escuchado antes—. Pero fíjese que las mismas monjas que dieron su testimonio a los investigadores se echaron para atrás en el juicio, se contradecían entre ellas y lo que habían afirmado en un principio.

Vuelvo a la carga con el argumento de que los testimonios pueden haberse enredado, pero están las pruebas que hizo el grupo de Ricardo Lozano y los primeros peritos como Blanca Sofía Reina. Y Gómez repite la misma frase de hace un momento: “Así es”. En seguida con un movimiento resuelto de las manos, afirma que si bien el juez examinó y ponderó cada una de las pruebas de las partes, una cosa es la verdad científica y otra la jurídica. “Los seres humanos no somos totalmente racionales y las leyes tienen una exigencia racional en su base”, asegura Gómez. “El derecho penal —continúa— no es otra cosa que saber administrar las pruebas que se tiene a mano”.

—¿Así ganó el caso?

—Más que ganar el caso, logré convencer a los jueces superiores del Estado (la Corte Suprema de Justicia) que se había cometido un error con Leticia López y que no había pruebas concluyentes del crimen que se le imputó, dijo Gómez, quien es Fiscal 4º Delegado ante el Tribunal de Barranquilla y antes, hasta el 2012, fue Director Seccional de Fiscalía del Atlántico.

En mayo de 2004, Leticia fue absuelta por la Corte Suprema de Justicia después de permanecer recluida durante más de dos años en el Buen Pastor. Su madre, Agripina Manrique, y sus cuatro hermanos madrugaron hasta el aeropuerto Camilo Daza de Cúcuta, la recibieron con pancartas de bienvenida. Eran pocos, no más de diez personas que esperaban a Leticia, contrario a los cientos de personas que a esa hora, sobre las ocho de la mañana, despedían a la Selección Colombia que emprendía el viaje hacia Bogotá como destino final para su preparación de la Copa América 2001, que se realizó en el país y de la que el equipo liderado por Francisco Maturana resultó campeón. Despedida y recibimiento coincidieron aquella mañana veraniega en el aeropuerto, los cruces de caminos de un punto de tránsito. La selección fue despedida con aplausos y arengas de apoyo y Leticia con un ramo de flores.

Leticia estaba vestida con un hábito azul y arrastraba una pequeña maleta. En medio de los abrazos de su familia perdió su toca pero la recuperó a tiempo. En su primera declaración a un medio local dijo que no pensaba renunciar a los hábitos sino que su fe había sido reafirmada con esa prueba y que planeaba escribir un libro en el que iba a contarlo todo. Durante muchos años no se volvió a saber nada de Leticia. Hay declaraciones suyas en periódicos regionales y nacionales, que parecen remendadas a última hora para cumplir con un deber ineludible: el de confirmar que estaba libre. La única vez que logré contactar a Leticia fue a inicios de este año, a través de los buenos oficios de Sergio Gómez, que le hizo llegar mis preguntas a su correo. Días después, apareció en el buzón de mi correo las respuestas de Leticia. Me contó que estaba organizando unos álbumes fotográficos familiares en las tardes lentas de la ciudad. Envió una foto suya reciente: tenía las canas amarillas y un camisón de lino blanco que le llegaba hasta las rodillas, junto a dos perros pequeños. Al verla así, no quise creer que aquella mujer fuera lo que yo creía, un retrato escurridizo que bordea la vejez ceremoniosa, una variación simple de una monja que vive la tranquila rutina del retiro en un pacto de olvido con el pasado. Pero era ella, Leticia López, diecisiete años después del crimen de Luz Amparo.

Me trató con cierta distancia y contestó a mis preguntas con buen juicio pero de manera tajante. Se presentó como una víctima de la justicia: “La Fiscalía se ensañó contra mí y me cogió de chivo expiatorio, en especial la fiscal Elba Luz Castiblanco Calixto”. Una vigilante de noticias: “Todavía no se sabe quién mató a Luz Amparo pero que las hermanas Adoratrices saben algo, lo saben, estoy segura”. Una mártir: “La experiencia de la cárcel fue dura y no se la deseo ni a mi peor enemigo. Pero la recibo como una prueba de Dios para reafirmar mi fe y perdonar a los que me condenaron”. Una autora en ciernes: “En la cárcel comencé a escribir un libro pero no lo he terminado. Quiero delatar a los miembros de la Policía, a la comunidad de las Adoratrices y en general a la Iglesia católica a nivel mundial por sus implicaciones en abusos contra la comunidad desfavorecida y limpiezas sociales”. Una buena compañera: “La hermana Luz Amparo y yo fuimos testigos de muchas cosas”.

No dijo más. En junio del 2004, el magistrado Jorge Aníbal Gómez Gallego confirmó la libertad de Leticia. Cuando los periodistas le consultaron qué planeaba hacer con su vida se limitó a decir que sólo tenía cabeza para su familia, quería recuperar todo el tiempo que perdió, dijo.

En abril de este año, el Consejo de Estado ordenó indemnizar a Leticia López Manrique, que había demandado a la Fiscalía por perjuicios materiales. El tribunal administrativo falló en su favor, por lo cual el Estado deberá pagar una indemnización a Leticia de $12.566.898, al igual que a su madre Blanca López, quien recibirá $2.217.418.

 

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A veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es entrar en una casa en ruinas en el que todavía susurran angustiosamente los ecos de las canciones viejas. Cuando Rafael Lemus, un joven escritor mexicano, fue tras los pasos de Jorge Cuesta —figura mítica de la literatura y la crítica mexicanas que se ahorcó en la celda de un hospital neuropsiquiátrico de México en 1942— se encontró con que el edificio Tampico 8, colonia Roma, donde el escritor vivió con Lupe Marín y al que más tarde se mudaron Diego Rivera y Frida Kahlo, ahora (en el 2007) es un loft contemporáneo, “un edificio ligero, donde funciona un consultorio dental (Smile Center), detrás de los vidrios de la planta baja, el manicomio donde padeció su primer encierro, fue derrumbado, ahora funciona un supermercado”. Cuando fui hasta la casa donde funcionaba el convento de las Adoratrices, en el barrio La Candelaria, donde fue asesinada Luz Amparo Granada, donde Ricardo Lozano trazó con luminol su experticia como perito químico, me encontré con el Musicology Hostel, “The best hostel in Bogotá”, según su página de internet. Al lado derecho de la casona colonial de rojo vintage (con su arquitectura de patios y claustros, cuartos completamente cerrada a la calle, con zaguán para el acceso y un patio central), funciona un restaurante de comida del Pacífico colombiano, en el que una mujer negra se asoma varias veces por el balcón para acomodar el aviso que cuelga de uno de sus barandales. Al lado izquierdo de la casona de tres niveles, en el primer piso, hay una placa empotrada en la pared: “Fundación Ayúdanos y un Gol por la Vida”. A unos metros de la casona, varios hombres conversan con un oficial de Guardia Presidencial, el batallón que mantiene el orden por estas calles. Están sentados en el andén de piedra pulida, similar al de la calle, que de tanto trajín de carros, buses de transporte público, niños, terminó por ser un camino homogéneo. Esa esquina, a un par de pasos de otra placa que lleva el nombre de esta calle (Calle de la Agonía), fue testigo mudo, un ojo omnipresente de la noche en que Luz Amparo salió por última vez del convento de las Adoratrices, quizás muerta, quizás por sí misma, una esquina con casas de tejas cerámica y paredes de adobe que tiene por lo menos trescientos años, donde hoy funciona uno de los hostales para extranjeros más recomendados de la ciudad.

Otras veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es un ejercicio de pura tristeza. Francia Mora, al recordar los años en el Liceo de Occidente, donde Luz Amparo ocupaba el primer puesto de clase, reproduce una imagen de esta: “Ella participaba siempre en las catequesis de niños y encuentros juveniles. También en las fiestas y reuniones, aunque no era rumbera ni tomaba”. Marcia también quiso ingresar a la comunidad de las Adoratrices, y pasó una noche en el convento en el que fue asesinada su amiga, en 1998. “Ante mi indecisión, Amparo me aconsejó esperar a que mi vocación se reafirmara o estuviera definida”. Everardo Agudelo, al evocar sus años de colegio junto a “Caramelo”, dice: “Luz Amparo era una mujer atractiva: su cabellera roja y sus 1,75 metros de estatura llamaban la atención. Pese a eso no conocí que alguien del salón o amigos intentaran enamorarla”.

Cuando empecé a rastrear la vida de Luz Amparo y descubrí que nació y creció en La Celia, pequeño municipio de Risaralda, comprendí su carácter taciturno, un espíritu moldeado por el encierro montañoso de sus gentes, que se mueven entre el aislamiento y la fuga, lo que muchas veces termina en tragedia. No en vano, el escritor Bernardo Arias Trujillo es un símbolo regional pero un perfecto desconocido en Colombia. Hay colegios que llevan su nombre, puentes y hasta una orden cultural pero muy pocos saben quién era. Sus escritos y novelas no se editan desde hace cinco o seis décadas. Una de ellas, la clave para asomarse a su homosexualismo, la publicó bajo seudónimo en los años treinta en Argentina y nunca se editó oficialmente en Colombia. Sobre la vida de Luz Amparo existen testimonios fragmentados, notas de prensa revueltas. Escribir sobre su muerte me condujo a organizar un montón de piezas sueltas, ir a la caza de otras y después armarlas para saber que faltaban algunas más. A veces pienso que escribir su vida es una sesión espiritista, como invocar a un fantasma y obligarlo a confesar sus secretos.

Los datos que recogí sobre Luz Amparo me plantearon la pregunta de si alguien es totalmente bueno, pura santidad, obediencia ciega a Dios. Su imagen me recuerda a la de señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, quien consiguió en sus últimos veinticinco años de vida (falleció en 1997) fama y apoyos internacionales extraordinarios. Le llovieron medallas, donaciones, premios, subvenciones, todo tipo de dinero para que ayudara a los pobres del mundo. Sin embargo, Bojaxhiu nunca hizo públicas las cuentas de su orden pero se sabe, porque ella se jactó de eso muchas veces, que fundó, con ese dinero, alrededor de quinientos conventos en cien países. Pero no fundó una clínica en Calcuta.

En La Celia se lanzaron las primeras hipótesis del caso, a inicios del nuevo milenio. Posibles envidias como causa de su muerte, celos de Leticia López porque su compañera estaba a punto de graduarse como profesional, y preguntas claves sobre si esta ejecutó el crimen sola y cómo hizo para mantener su hecho oculto tanto tiempo. “Desde un principio presumimos que se trataba de un montaje de Leticia para esconder algo”, comentó a El Tiempo Francia, quien fue la mejor amiga de Luz Amparo durante su niñez y adolescencia por un hecho que iba más allá de las empatías infantiles. Habían nacido el mismo día y en el mismo lugar: el Hospital San José, el 1 de diciembre de 1968, con quince minutos de diferencia.

Veinte años después, Luz Amparo se graduó de bachillerato y luego partió con sus padres Lisandro Granada y Aura Bedoya y sus hermanos John Jamid, Héctor Fabio y Carlos Ariel a Medellín. Fue allí donde se unió a la congregación de las Adoratrices.

Otras veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es abrir cofres donde no siempre hay lo que se espera. El director de cine caleño Carlos Palau hizo una película sobre el caso de Luz Amparo: Hábitos sucios. Su propósito —me cuenta una tarde que conversamos por teléfono— no fue hacer de juez sino hablar del dolor de una monja acusada por sus propias compañeras de convento. El filme se inspiró en la vida de Leticia y trata sobre la condición humana y la descomposición social de la ciudad en los años noventa, dijo. Tuvo que crear un personaje intenso y apasionado como Sor Juana Inés de la Cruz, con quien Leticia se identifica a lo largo de todo lo que sufre. “La Leticia real me pareció muy anodina”, concluye Palau.

Palau añade que se obsesionó con el tema, cuenta que la manera que encontró para deshacerse de la cantidad de información y no terminar siendo esclavo de esta fue hacer una película, a la que no le fue nada mal en taquilla y espectadores pero recibió duras críticas. Oswaldo Osorio comenta que es una película que pasa por encima de todo y no toca nada: alusiones a la delincuencia, a la guerrilla, a la limpieza social, al lesbianismo, al asesinato, a la degradación moral del clero. “Produce exasperación por la evidente intención del director de querer opinar acerca de todo con retórica y frases hechas”. “El origen de todos los males de esta película está en su guion atiborrado de personajes gratuitos y fugaces”, escribió Ricardo Silva Romero en su columna de cine en Semana.

Lo cierto es que más allá de las decisiones para hacer una ficción del proceso judicial, el caso de Luz Amparo y Leticia López tiene todos los elementos de una gran historia: un tema interesante, un conflicto con muchas posibilidades dramáticas, un argumento original y rico en elementos para crear atmósferas y desarrollar el relato. Hay preguntas que considero claves para desenmarañar el caso: ¿si realmente fue cierto que a Luz Amparo la sacaron muerta del convento, nadie en el barrio de La Candelaria escuchó, en las horas de la madrugada del sábado 13 de noviembre de 1999, el carro en el que fue transportada hasta la vía a Villavicencio? ¿La hermana Leticia López, que mide 1,50 metros de estatura y padece, según su historia clínica, del mal de mesero, sacó el cuerpo al hombro? Estas preguntas fueron una invitación cifrada para acercarme al crimen e intentar desenredar el caso perdido en la memoria de los archivos de noticias, empolvado en cientos de carpetas arrumadas en uno de los centros de documentación de la Corte Suprema de Justicia que revisé hace unos meses con una extraña combinación de desazón e incredulidad.

Fue una obsesión: revisar las noticias del caso, los testimonios, las intrigas, decidir averiguarlo todo. Hacer algo. Esa obsesión permite concentrarse horas y horas en un mismo asunto, una concentración en tiempo y en intensidad, que reúne las fuerzas del cerebro y de la sensibilidad hacia una misma dirección: la vida, sí, pero sobre todo la muerte de Luz Amparo Granada.

 

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Rodolfo Lozano conoce mejor que nadie la delgadísima línea que separa a la vida de la muerte. Supone, como los antiguos griegos, que cada hombre y mujer está sometido a una voluntad irreversible, un destino superior a su voluntad. Más allá de esta visión elemental del azar, se la juega porque Luz Amparo descubrió un fraude de su compañera de habitación, una jugada para apropiarse del fondo común del convento. Su sospecha no se comprobó durante el juicio, pero tampoco se desvirtuó.

Lozano guiña un ojo y advierte que la justicia depende más del sentido común de quien la aplica que de simples leyes escritas en códigos. Pero en Colombia esta ley universal no aplica. Para ilustrar su teoría, recuerda que el diablo está en los detalles: en CSI Miami, los análisis de muestras biológicas (una uña, una muestra de sangre o un residuo de piel) pueden conducir al perfil genético de un sospechoso. En Colombia se utiliza el CODIS desde el 2002, cuando se identificaron a decenas de víctimas en las tomas guerrilleras o masacres de los grupos paramilitares. La diferencia es que en la serie este análisis aparece en una pantalla con la imagen y datos personales del sospechoso o la víctima. En nuestro país se obtiene una descripción de los rasgos generales que debe ser completada con el trabajo diario de los peritos genéticos. La mayoría de los casos que llegan al laboratorio de Lozano demoran meses e incluso años en resolverse, en parte por las órdenes de jueces y fiscales, o porque las evidencias no van en el mismo sentido de la hipótesis de los casos.

Diecisiete años después, cerca de la merecida pensión, Lozano explica la importancia del caso de Luz Amparo, que dividió en dos la investigación criminal en Colombia. Desde ese asesinato se reestructuraron los métodos de investigación, se trabajó en la formación de nuevos expertos, se contó con el apoyo de tecnología de punta y se logró que las tres policías judiciales de la ciudad (CTI, SIJÍN, DAS) trabajaran para crear el Manual de Investigación para Homicidio en Bogotá, una hoja de ruta técnico-científica con conceptos y procedimientos comunes para los criminalísticos.

—La muerte de Luz Amparo no fue en vano —admite—. Nos abrió los ojos a nuestros errores y llegamos a una investigación de avanzada, globalizada y moderna.

1 Una de las escenas icónicas del juicio fue ver al atleta forcejeando para que el guante le entrara en las manos, que tenía hinchadas porque le habían suspendido un antiinflamatorio. La prueba reina, entonces, serían los zapatos Bruno Magli. La Fiscalía llamó a Sam Poser, quien asesoraba a celebridades famosas y millonarias en sus compras de calzado. Él atendía a O. J. Simpson con frecuencia y recordó haberle mostrado los zapatos que aparecieron en la escena del crimen: “Yo no quería venderle los Bruno Magli porque no eran ideales para el clima de Buffalo, en donde me comentó que estaría trabajando, pero él quería ese tipo de look”. Los costosos zapatos, sin embargo, jamás aparecieron y, como a mediados de los años noventa, muchos almacenes todavía no tenían software de lectura de código de barras; al final Poser no supo si el atleta los había comprado o no.

2 En este segundo juicio, a puerta cerrada y sin la atención mediática que tuvo el primero, O. J. Simpson fue declarado culpable de asesinato múltiple. Por este delito tuvo que pagar 33,5 millones de dólares a los familiares de las víctimas, pero quedó en libertad. La prueba reina fueron los zapatos. La Fiscalía había encontrado una serie de fotografías tomadas nueve meses antes del asesinato en las que el deportista tenía puestos los Bruno Magli. Simpson, muy desconcertado y titubeando, se atrevió a negar que esos zapatos fueran suyos. Era algo como insinuar que era un fotomontaje: “No. Esos no son mis zapatos… ¿podemos tomar un receso?”.