5

1987

Damián no entraba en su furia. El partido había terminado 7 a 2. Y cuatro de los goles se los había comido claramente él. Lo peor para un canchero es caer: cualquier resbalón en la calle es una vergüenza épica, tan convencidos están de que todos los miran; seguros de que el resto del mundo los necesita como se necesita un faro o un margen. Ahora estaba que bramaba: le habían metido goles de caño, de cabeza, de lejos, en la línea, gambeteándolo, de taco. Nos gritó a todos, repartiendo culpas y puteadas.

Siempre perdíamos. Pero esa vez estaba peor que nunca.

Caminamos todos por Resistencia hasta Purch, ahí se fueron Ramiro y Macu, al trote porque todavía no habían preparado nada. De eso veníamos hablando mientras el grupo de adelante seguía dándole vueltas a la derrota. Damián se burló de su apuro.

—Qué forros: ¡los Reyes Magos no existen, pelotudos! Son los padres. Para qué corren estos mongos…

Lo dijo prendiendo un cigarrillo; tenía doce en esa época y hacía dos que fumaba. Ya debe estar muerto. Se la agarró conmigo.

—¿Qué te pasa a vos, pelotudo?

No le contesté porque Gerardo me miraba. Pálido. Perdido. Dio media vuelta y empezó a correr. Yo no tenía piernas después de semejante partido, pero lo seguí. ¿Cuánto corrimos? ¿Dos cuadras? ¿Siete? No lo pude alcanzar nunca, sólo cuando paró. No por mí. Es que es muy difícil correr y llorar a la vez.

Me esperaba al lado del kiosco de Mirtha que ya estaba echándolo a los gritos porque sabía que no iba a comprar nada.

—¿Vos creés que es cierto lo que dijo Damián? —me preguntó casi asfixiado.

—No.

No lo quería creer. Pero lo dijo demasiado seguro, lo dijo para cagarlos a los otros dos. Y Damián es esa clase de gente que no tiene imaginación para la maldad. Le dije que se tranquilizara. Que Damián era un forro. Que seguro lo inventó para hacerse el canchero como siempre. Le mentí. Y él hizo un esfuerzo por creerme. Me sonrió un poco.

—Además los Reyes son tres y los padres son dos, así que no puede ser.

Ahí se rió. Seguimos por Perales, arrastrando los pies y alguna otra cosa. Media cuadra antes de llegar a casa, me dijo: «No nos durmamos hoy, quedémonos despiertos a ver si es verdad».

Acostados, la luz apagada, los dos con nuestros pijamas —yo de Mazzinger, él de Thundercats— las camas enfrentadas, mirándonos a los ojos, serios, sosteniéndonos el uno al otro. Nos esperaba una larga noche: eran las nueve y había que mantenerse despiertos hasta las doce. No sé por qué suponíamos eso de que, si era verdad lo que Damián había dicho, nuestros padres respetarían el horario y esperarían a que sea 6 de enero; no iban a dejar los regalos simplemente cuando nos durmiéramos, aunque todavía fuese 5. Era lógico.

—¿Y si son? —insiste Gerardo.

—No son.

—Pero, ¿y si sí? ¿Vos creés que se visten de Reyes Magos para dejar los regalos?

Después de la cena habíamos preparado todo: el pastito y el agua para los camellos, nueces, pasas de uvas y limonada para Melchor, Gaspar y Baltazar. El pacto entre los dos era fingir hasta las últimas consecuencias. Que Olga María y Fernando Rafael ni sospecharan, actuar como siempre.

Ahora esperábamos en la penumbra, la luz de la calle apenas asomando por la persiana: rayitas en la pared, como los rayos de los rifles Blaster DC-15 de los soldados clones. El tiempo no pasaba más. Goteaba como la canilla del baño. Jugamos a hablar sólo cuando caía la gota.

No… te… duer… mas.

Ten… go… ham… bre.

Cuando uno se estaba por dormir, el otro lo despertaba. Cada uno era centinela de la vigilia del otro.

—¿Vos pensás que si los alemanes ponían a Darth Vader en la final ganábamos igual?

—¿Darth Vader es alemán?

—No sé, pero ponele.

—Yo creo que sí. Nosotros tenemos a Maradona. Y a Burru.

—Además con ese casco no podría ni correr.

—¡Más vale! Pero si cabecea estamos jodidos.

Nos reímos pensando en Vader cabeceando. Me incorporé un poco y lo hice: primero respiré como Vader, después hice el gesto de cabecear y puse cara de loco desesperado porque Vader perdía el equilibrio y se caía por el peso de su cabezota. Nos tentamos. No podíamos parar de reírnos. Nos tapamos las caras con las almohadas para no hacer ruido. Yo seguí haciéndome el payaso: con la boca cubierta imitaba a Vader diciendo «Maradona… Maradona». Gerardo no podía más de la risa; se rió tanto que se cayó de la cama. El ruido que hizo contra el piso nos puso en alerta: alguno de nuestros padres también escuchó. Pasos en el pasillo. Como un rayo, Gerardo volvió a la cama; nos pusimos en posición de dormidos. Escuchamos la puerta que se abría; probablemente Fernando Rafael estaba asomado mirando. Desde ahí tenía a Gerardo de frente, yo estaba dado vuelta así que no podía verme la cara; mantuve los ojos cerrados, igual, por las dudas, pero abrí apenas el ojo derecho: Gerardo era un dormido perfecto, hasta cara de buenito puso.

Los pasos se alejaron. Nos quedamos en la misma posición por un rato, en silencio. De nuevo la gotera crecía en el aire de la habitación: la escuchamos tanto que sentimos que nos envolvía.

—Ca… si… nos… des… cu… bren.

—Sí… Por… vos… fo… rro.

—No… por… vos… pe… lo… tu… do… que… me… hi… cis… te… re… ír.

El ruido de una moto que pasa tritura el silencio en el que estábamos.

—Cuando sea grande voy a tener una moto. Una con el manubrio así.

—Yo quiero una casa rodante. Y también voy a tener un mono.

—Yo dos perros. O cuatro. Y una chita.

—No se puede tener una chita.

—¿Por qué?

—Porque te puede matar, te puede morder o comer.

—La mía no.

—¿Por qué?

—Porque somos amigos. La voy a tener desde chiquita y vamos a ser mejores amigos. Y va a ir conmigo a todos lados. En la moto o por la calle. Y me va a defender de los que me vengan a atacar. Y yo a ella.

—Mi mono también va a ir conmigo a todos lados. Y se va a llamar Chita.

—Entonces mi chita se va a llamar Mono.

Otra vez nos reímos.

—No, boludo, Chita como la de Tarzán. Y voy a poder hablar en el idioma de los monos.

—Yo me voy a comunicar con todos los animales, como Aquaman con los peces, pero yo con todos, con el pensamiento.

—¿Y cómo?

—Porque voy a ser veterinario.

—Yo voy a ser abogado y monja.

—¿Cómo monja?

—Monja. Y abogado.

—¡No podés ser monja, Geri!

—¿Por?

—Porque las monjas son mujeres.

—No.

—Sí.

—No.

—Sí.

—Yo vi una vez un hombre monja.

—¿Adónde?

—A la vuelta del colegio.

—¿Y por qué yo no lo vi?

—Qué sé yo. Me parece que no estabas.

—Sí, dale. Justo…

—¡De verdad! Por ahí fue cuando estuviste enfermo, o alguna vez que te fuiste a la casa de Rami, qué sé yo.

—Sos un mentiroso.

—¡Te lo juro que lo vi!

—¿Y cómo era?

—Como una monja, pero hombre… Un monjo.

Nos reímos un poco y después nos quedamos en silencio, la imagen del hombre monja nos invadió la cabeza; yo sabía que él estaba pensando en eso y también sabía que él sabía que yo sabía. Me dieron ganas de molestarlo, de pronto.

—Si sos monjo no te vas a poder casar con Carina —y le doy besos al aire y a la almohada.

—¡Callate, taradúpido!

—¡Si te gusta!

—¡A vos te gusta Carina!

—Sí. ¿Y?

—Ah, ¿te gusta?

—Sí. Y Roxana también.

—A mí Roxana no.

Esa noche llegamos a una intimidad que nunca habíamos tenido. Hay un paraíso detrás de la costumbre, después del aburrimiento. Ya me había olvidado por qué estábamos despiertos; supongo que Gerardo también. Entonces oímos pasos de nuevo.

Esta vez dos personas, sigilosas, mudas. Sombras en la noche. Dos ladrones que van a dejar cosas y esa es su manera de robar. Gerardo y yo ni parpadeamos. Sólo oídos y pavor. Y decepción. Pero esa palabra no la sabíamos. Bronca sí. Pero no era bronca, era algo que nunca había sentido. Alguien se estaba metiendo en mi cuerpo. Alguien estaba respirando por mí, porque yo sentía que había dejado de hacerlo. Nos mirábamos a los ojos, firmes, sabíamos que si uno pestañeaba, el otro caía; se podría haber caminado en ese puente de angustia entre sus pupilas y las mías. Como esperando una señal que nos confirme que estábamos equivocados, aguzamos aún más los oídos.

Algunos susurros. Algunos sonidos.

Podíamos reconocerlos o imaginarlos, ahora era lo mismo: los bowls de vidrio eran recogidos del piso, el agua se agitó en uno de ellos, un poco cayó al piso. Algo que sonó a papel. Un susurro. Una risita. Un leve shsh. Dos pares de pasos que se alejaban. Una puerta que se cerraba. La puerta ventana del patio. El par de pasos volviendo. El interruptor de la luz. La puerta que se había cerrado se abría, se cerraba. Silencio. Gotera. Seguimos mirándonos fijo, la misma cara en cada cama. Ni un músculo se nos movió. Entonces vi cómo empezaban a caer las lágrimas de los ojos de Gerardo. Justo cuando empezaron a caer las mías.

En algún momento me dormí. No sé cuándo; no sé cómo. Pensé que iba a quedarme despierto toda la vida. Pero antes pensé: mientras dormimos pasan cosas. Nunca me había dado cuenta. Mientras dormimos pasan cosas. Muchas. En todo el mundo y al lado nuestro. Cosas que cuando nos despertamos ya están hechas. Me dormí pensando en eso y viendo a Gerardo dormir.

Pero antes de quedarme dormido se me ocurrió esto: «Si hago algo ahora, mientras duerme, no se entera. Si le hago algo a él ahora, no se entera».

Gerardo se despertó primero y me sacudió impaciente, nervioso. Le dije que siguiéramos durmiendo, pero no podía. No queríamos arrancar ese día. Serios, seguros de lo que teníamos que hacer, nos levantamos y salimos al pasillo corriendo y gritando «los regalos, los regalos».

Tuve miedo de que Gerardo no pudiera.

Corrimos y saltamos enloquecidos. Gritaba, me movía rápido, agitaba los brazos. Pero algo no funcionaba. No era el mismo pasillo. Parecía más chico, más oscuro, más angosto. Y más largo: había una distancia enorme hasta el living.

Olga María, a contraluz, al final del pasillo, nos esperaba. Fernando Rafael dijo: «Despacio, tranquilos», a nuestras espaldas, mientras salía del baño: espuma de afeitar debajo de las orejas y en los orificios de la nariz. Llegamos al living. La luz del sol. Y al final del modular que recorre toda la pared, la ventana del patio. Atrás del vidrio, los zapatos. Los nuestros.

Y los regalos. Los de ellos.

Gerardo celebró eufórico; yo también. Se abalanzó sobre la puerta de vidrio; yo también. Entre los dos la abrimos —la corrimos, era pesada, dura, se trababa; Fernando Rafael, ¿cuándo pensás ponerle aceite a la bendita puerta? Esta semana lo hago sin falta, linda—. Por fin, los paquetes a nuestros pies. A nuestros pies descalzos. Los regalos tienen nuestros zapatos. Gerardo agarró su paquete; yo también. Lo levantó sobre su cabeza y gritó «¡Goooooooooool!»; yo también, aunque claramente mi regalo no era una pelota. Olga María y Fernando Rafael se reían; nos decían que los abriéramos de una vez a ver si los reyes nos habían traído lo que queríamos. Primero vos. No, primero vos. No, primero vos; no, primero vos. Gerardo abrió su paquete: una Tango Nro. 5, justo lo que pidió. Gritó de alegría. «¡Gracias, Reyes Magos!».

—¡Ahora vos, Gusti-Gus!

Abrí el paquete, que ya sabía qué era. Y ahí estaba, hermosa. La patineta Leister anaranjada. Hacía no sé cuánto que soñaba con tener una. Estaba impecable, perfecta.

—No la quiero.

—¿Qué?

—¿Cómo que no la querés? ¡Te la trajeron los reyes!

—No la quiero.

De pronto hice mucha fuerza. No supe bien si era para no llorar o para pegar. Como si tuviera un casco que me apretaba la cabeza.

—Pero, Gusti-Gus… Es la patineta que vos querías.

—Sí, pero yo no pedí esto. Yo pedí un He Man.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Gustavo, no mientas —dijo seria Olga María—. Mirá que si no los reyes no te van a traer más regalos. Los reyes se cansan de chicos como vos.

—Si igual me trajeron otra cosa.

—Te trajeron lo que vos pediste.

—¿Y vos cómo sabés?

Olga María y yo nos miramos. Serios.

Treinta años después sigue doliendo la bofetada de Olga María.

Un poco.