Los dedos de su mano enguantada en negro golpeteaban nerviosamente el maletín. Los cristales tintados del Jaguar XJ filtraban de un modo extraño la luz y ofrecían una visión deformada y muy pálida de la realidad. Esas delgadas paredes aislaban al ocupante del mundo exterior y lo mantenían a distancia de la vida real.
Maximilien Vogue consultó su reloj, un Calibre de Cartier Chronograph de más de diez mil euros que le regaló su padre cuando cumplió treinta años (los regalos lujosos tenían la ventaja de compensar con dinero la dificultad más costosa de expresar sentimientos). Había decidido asistir a una sesión de prueba en uno de los grupos de trabajo de Romane Gardener. Habría preferido con mucho una sesión individual, pero la joven se había mostrado muy persuasiva. Maximilien no había sido insensible a la pertinencia de sus argumentos y apreció la manera serena y firme a la vez con la que Romane Gardener le había plantado cara. Así que decidió darle una oportunidad. Y si al final su participación en ese programa podía suavizar los reproches de Julie y las apremiantes demandas de su asistente, valía la pena intentarlo. Pese a todo, era un fastidio tener que incluir esa actividad en su sobrecargada agenda; no le gustaba perder el tiempo.
—¿Falta mucho aún, Dimitri?
El chófer, imperturbable, respondió con su voz neutra que no, que no faltaba mucho y que no se preocupara el señor, que llegaría a tiempo a su cita.
Por muy Maximilien Vogue que fuera, no dejaba de estar intranquilo ante la idea de esa sesión de desbolinación conductual. El concepto, a decir verdad, le asustaba un poco. Maximilien no sabía dónde se metía. Además, no le resultaba nada cómodo imaginarse exponiendo sus interioridades ante unos desconocidos y reconociendo que «necesitaba trabajar en la gestión de sus tendencias bolineras».
Le sorprendía estar nervioso. ¡Él, nervioso! Sonaba a algo fuera de lugar por completo. No estaba en su naturaleza ponerse nervioso. Había asistido a reuniones de alto nivel sin estar ni un poco alterado. ¿Acaso no le habían enseñado siempre que el nerviosismo era propio de los débiles? En su familia, la fortaleza era algo que se heredaba de padres a hijos. Desde su más tierna infancia le habían confeccionado un caparazón de cota de malla. Nada de dejar traslucir sus emociones ni de permitir que le hirieran.
Eso funcionaba en los dos sentidos. El hombre fuerte debía parecerse a un lagarto: mantener la sangre fría y la cabeza alta. Y si por desgracia le cortaban el rabo, ¡tendría que apañarse para conseguir que le creciera otra vez! Así lo habían educado, y no tenía intención de cambiar.
Cambiar. Ah, sí. Se trataba de eso. Miró por enésima vez el mensaje que le había enviado el Centro de Reeducación Antibolinería el día anterior validando su inscripción: «Tendremos el placer de recibirlo en nuestro Centro el jueves 18 de octubre a las 18 h para su primera sesión. ¡Bienvenido al programa y felicidades!».
¡Felicidades! No veía a santo de qué había que felicitarse. Lo que sí le quedaba claro es que todo ese programa iba a perturbar de mala manera la mecánica bien engrasada de su vida de hombre de negocios de altos vuelos, acompasada por ráfagas de toma de decisiones, evaluación de cuestiones vitales, manejo de fondos faraónicos y gestión de mareas humanas.
Maximilien Vogue se tomaba su papel muy en serio y tenía la vaga conciencia de tomarse él mismo muy en serio también. Año tras año, la seriedad había ganado terreno en su vida hasta adherírsele a la piel. Ahora, se vestía de seriedad como se viste uno de negro. Con el paso del tiempo, su cara incluso se había «droopyzado» un poco. A semejanza de Droopy, el perro antropomorfo del dibujo animado de Tex Avery, su sonrisa se había cerrado con candado. Un pequeño cerrojo interior le impedía sonreír con libertad. Había perdido la llave de la sonrisa espontánea. Tenía la impresión de que estirar las comisuras de la boca le requería un esfuerzo desmesurado. Porque, en su mundo, hasta una sonrisa debía ser rentable.
Maximilien tecleaba mensajes a un ritmo desenfrenado; así evitaba pensar en lo que le esperaba. Conforme se acercaba la hora de la cita, notaba que sus reticencias volvían a cobrar fuerza. Demasiado tarde: estaban llegando al punto de destino.
—Es al final de la calle, señor Vogue —le informó el chófer.
—Gracias, Dimitri. Déjame aquí, prefiero andar un poco.
—De acuerdo. ¿Cuándo desea el señor que venga a buscarlo?
—Me han dicho que la reunión durará unas dos horas y media.
—Muy bien. Aquí estaré.
El hombre de maneras milimetradas vestido con un traje oscuro le abrió la puerta a un Maximilien impaciente por salir y respirar. ¡Aire fresco, sí! Echó a andar, sin volver la vista atrás, en dirección al número 37.
Dos personas llegaron al mismo tiempo que él. ¿Iban al mismo sitio? Les lanzó una mirada escrutadora. ¿Presentaban signos exteriores de bolinería? Cuando la señora pulsó el interfono del Centro Con Dos Bolas despejó todas sus dudas: se trataba, en efecto, de otros participantes.
Una chica con minifalda, cola de caballo alta y una atrayente y acogedora sonrisa los recibió a los tres. La joven los invitó a seguirla hasta la sala destinada a ese tipo de reuniones y Maximilien no pudo evitar apreciar sus bonitas formas, moldeadas por aquel vestido que acababa mucho más arriba de lo que la prudencia de la rodilla habría querido. Otras dos personas estaban ya sentadas allí y se miraban con recelo en medio de un silencio de muerte.
Habían colocado las sillas en semicírculo y todas tenían en un lado una especie de brazo-bandeja en el que apoyarse para tomar notas. En el centro, una mesita sobre la que destacaba un equipo de música. Una cartulina. Unos cuantos bolígrafos.
«Lo típico», pensó Maximilien, preguntándose qué tendría de original el método de Romane Gardener.
Decidió centrarse en observar. Todos se miraban con discreción los unos a los otros. De vez en cuando se oía a alguien aclararse la garganta. Nadie se atrevía a hablar. Se palpaba la tensión.
«Vaya, hay dos mujeres —constató Maximilien—. ¿Cómo demonios puede una mujer ser bolinera?», se preguntó con curiosidad.
Uno de los hombres, bastante enjuto, no paraba quieto en la silla y manifestaba signos de impaciencia. En cuanto al señor corpulento del ascensor, había optado por fingir que dormitaba. La morena guapa del vestido favorecedor cruzaba y descruzaba las piernas lanzando miradas de soslayo para comprobar si alguien la miraba. La otra mujer, una señora regordeta y rubia, mantenía una actitud digna y hierática con la que parecía querer demostrar con quién estaban tratando. Su mirada oceánica perdida en la lejanía mostraba su distanciamiento de la situación presente.
Transcurrieron varios minutos sin que nada sucediera, lo que irritó a Maximilien. Odiaba que le hiciesen esperar. Luego se produjo un momento de expectación cuando oyeron ruidos en el pasillo, una risa cristalina y la puerta se abrió para dejar paso a Romane Gardener.