CAPÍTULO 2

 

 

 

En el verano de 1975 llegaron a Whiterlande dos impetuosos jóvenes que cambiarían el aburrido y monótono pueblo con sus travesuras y sus locas aventuras, un lugar que para muchos estaba atrasado en el tiempo, mientras que para otros era más permisivo de lo normal.

En aquella época, en Whiterlande las mujeres podían trabajar fuera de casa, pero todavía se veía con extrañeza que llevaran pantalones. En ese pueblo, las asignaturas escolares más importantes para el sexo femenino eran las enseñanzas del hogar, aunque las mujeres podían acceder a la universidad. Pero lo más normal era que se casaran con el hombre señalado por sus padres y perpetuaran las costumbres tradicionales.

Mientras transcurrían los años, las blancas casas de estilo colonial permanecían inalterables, los pequeños negocios pasaban invariablemente de padres a hijos y los vecinos seguían siendo los mismos de siempre, aunque la sociedad iba avanzando y trayendo sus cambios poco a poco hasta ese recóndito lugar, donde las chicas todavía eran perfectas niñas de papá y los chicos desempeñaban el papel que sus padres les habían señalado. Aunque también aparecían de vez en cuando algunas excepciones a la norma general, que se rebelaban contra todo, despertando de su aburrimiento y letargo a ese entrañable pueblo donde todo era posible y todas las locuras estaban permitidas, especialmente a la hora de buscar el amor.

 

*  *  *

 

El Sullivan’s era uno de los pocos locales de reunión de ese pueblo en el que los jóvenes tenían el acceso permitido por parte de sus estrictos padres, ya que, con su ambiente hogareño, sus mesas cubiertas con impolutos manteles blancos y su gran pizarra que anunciaba el menú del día, se trataba del establecimiento idóneo para servir las comidas de las respetables familias que acudían a él.

Zoe, la hija de veintiséis años de Marlon Norton, dueño de este digno lugar, intentaba infructuosamente convencer a su empecinado padre de que sería buena idea introducir algunos cambios en el negocio familiar para atraer a otro tipo de clientela, pero no conseguía ningún resultado en absoluto, ya que era una mujer, y su padre opinaba que las mujeres no estaban hechas para pensar demasiado.

—Pero ¡papá! ¡Si abriéramos por la noche a los jóvenes, dotando a este local de un ambiente un poco más adulto, podríamos conseguir mucho más dinero y pagar las facturas de las que continuamente te quejas! No te estoy pidiendo que sirvas alcohol a los menores, solamente que les proporciones un espacio donde puedan reunirse y divertirse apartados de la constante vigilancia de sus padres.

—¡Ya! ¡Y lo próximo que me pedirás será que les permita fumar o que ensucien mis brillantes suelos con sus pecaminosos bailes o que mantengan relaciones ilícitas en algún oscuro rincón de mi establecimiento!

—Padre, desengáñate: este lugar nunca tendrá suficientes espacios oscuros como para que las parejas intimen, aunque lo del baile…

—¡Basta, Zoe, ni una palabra más! Únicamente te estoy enseñando cómo debes llevar este negocio por el bien de tu futuro marido. En cuanto te cases, tú sólo tendrás que usar tu imaginativa cabecita para dirigir tu casa y nada más. Por cierto, ¿cuándo vas a casarte? —le preguntó Marlon una vez más a su hija, que a su edad ya iba camino de convertirse en una solterona, según su anticuada opinión.

—¿Y tú, padre? ¿Cuándo vas a dejar de fumar? —replicó insolentemente Zoe, cruzando los brazos con enfado.

—Se acabó el descanso. Ayúdame a meter esas cajas de bebidas en el almacén.

—Te recuerdo que, según tú, soy una indefensa mujercita que debería ser mimada en todo momento y alejada de todo trabajo excesivamente duro. No veo que en esta ocasión me estés mimando demasiado, papá…

—Recuerdas mis palabras cuando te conviene —se quejó Marlon, resignado a cargar con la caja que su hija había dejado en el suelo.

—Más o menos como tú, papá —respondió Zoe, que, compadeciéndose finalmente de su padre, cogió la caja de botellas y lo acompañó al almacén.

Mientras Zoe depositaba su carga en su lugar, sus ojos examinaban atentamente el abandonado cobertizo que hacía las veces de almacén, en busca de objetos que pudiera utilizar esa noche durante la siguiente apertura clandestina del local de su padre para todos los jóvenes de Whiterlande. Lo hacía a escondidas de los adultos, convirtiendo ese restaurante familiar en un lugar secreto, donde los jóvenes pudieran ser ellos mismos sin preocuparse de lo que nadie pudiera pensar.

Después de toparse con una antigua mesa de billar que estaba decidida a desempolvar para esa noche, Zoe dio con una vieja y enorme pizarra con ruedas, algo extraño en un establecimiento como aquél, en el que las únicas pizarras que se usaban eran las que anunciaban los menús del día.

—¿Qué es esto, papá?

—¡Vaya! Creía que había tirado este trasto hacía tiempo y resulta que estaba aquí escondida... —dijo Marlon con una sonrisa, mientras desempolvaba aquella reliquia—. Esta pizarra la compró Kevin Lowell hace unos años, cuando le dije que no conseguiría a su mujer. La utilizamos para hacer una serie de apuestas sobre ello. Fue una locura, pero nos reímos de lo lindo con cada una de sus disparatadas ideas en su intento de enamorar a Miriam. Creo que ya es hora de tirarla...

—¡No! ¡Déjala, papá! Tal vez le encuentre algún uso —repuso Zoe, mientras pensaba que la idea de las apuestas no era nada mala para ganar algo de dinero.

Después de llegar a casa, cenó rápidamente junto a sus padres y se encerró en su cuarto, simulando que estaba muy cansada, para luego, simplemente, escapar por la ventana de su habitación con las llaves del restaurante familiar en las manos, llaves que Marlon dejaba siempre tan despreocupadamente en la cocina.

A continuación, se dirigió hacia su negocio, que todos los jóvenes habían rebautizado como El Bar de Zoe, y observó que en las aceras frente al establecimiento ya había una decena de chicos esperando a que ella abriera las puertas para concederles el respiro que tanto necesitaban en sus perfectas y agobiantes vidas.

Por la noche, la mayoría de las mesas y sillas del Sullivan´s quedaban recogidas y plegadas, proporcionando a los jóvenes una apropiada pista de baile en donde disfrutar de la música de moda; los sillones familiares, con sus mesas, constituían perfectos rincones para las parejas cuando las luces de esa zona se atenuaban, y en la barra podían pedir lo que quisieran, aunque, dependiendo de su edad, Zoe les daría o no su bebida. Atrás quedaban los blancos e impolutos manteles, los menús en la pizarra de la entrada o las aburridas comidas familiares. La noche en ese local era sólo para ellos.

En cuanto Zoe abrió el local, sacó la vieja radio de su padre y puso la música que se suponía que no podían escuchar, repartió las cervezas que no debían beber, aunque sólo a los mayores de edad, e hizo la vista gorda con los que fumaban mientras movían sus cuerpos al son de la música, a la vez que hablaban sobre cosas que nunca debían decir delante de sus padres.

Las chicas vestían esos inapropiados pantalones ceñidos que destacaban por sus formas acampanadas. Algunas lucían pantalones cortos con botas altas, o incluso minifaldas muy cortas y atrevidas, dejando en el guardarropa del bar aquellos restrictivos vestidos que tanto gustaban a sus madres, decidiéndose a mostrar sus verdaderas figuras.

Los chicos, por su parte, con sus gastados vaqueros y camisas pegadas y abiertas, con las que intentaban exhibir sus varoniles pechos, no se parecían en nada a los niños de papá que representaban cuando todos los ojos los observaban, y no les importaba decir piropos subidos de tono a las chicas, que los ignoraban.

Todos se divertían en un ambiente liberador que no era bien visto en aquel pueblo, a pesar de los avances que estaba haciendo la sociedad, en la que las voces de los jóvenes comenzaban a alzarse reclamando su sitio y su derecho a pensar y a vivir por sí mismos.

Mientras todos disfrutaban de un momento de paz y diversión, Zoe se unió a ellos moviendo sus caderas, demasiado grandes como para ser comprimidas en uno de aquellos minúsculos vestidos, por lo que prefería llevar unos cómodos pantalones y una bonita y holgada blusa de llamativos colores que hacían destacar sus hermosos cabellos rojos. Su baile fue interrumpido cuando, después de oírse el ensordecedor sonido de una motocicleta, las puertas del local se abrieron. Todos se volvieron hacia el extraño que interrumpía su reunión, un extraño que mostraba un aspecto aún más rebelde que el suyo y que tomó asiento despreocupadamente, mientras se hacía con una cerveza de detrás del mostrador. El forastero brindó por ellos alzando su botellín y luego subió el volumen de la música para que continuaran con su diversión. Sólo cuando se terminó su bebida preguntó con desgana por una dirección que llenó a Zoe de expectativas.

—Oye, pelirroja, ¿sabes dónde queda la casa del lago de los Lowell?

—Esta pelirroja tiene nombre: se llama Zoe —respondió la muchacha, algo ofendida—. Y para llegar a esa casa tienes que ir todo recto hasta la próxima salida y luego, simplemente, seguir los carteles de dirección.

—Intentaré recordarlo... —declaró impertinentemente el rebelde sujeto, sin especificar si lo que intentaría recordar sería su nombre o la dirección indicada.

—¿Has venido a visitar a los Lowell? ¿Eres un amigo de Kenneth? ¿O tal vez un pariente lejano? ¿Durante cuánto tiempo te quedarás? —preguntó con curiosidad Zoe, decidida a saber quién era aquel chico que había irrumpido en su local como si ése fuera su ambiente natural.

—Demasiadas preguntas para esta noche… ¡Uf! Y todavía tengo que acudir a una cena en la que me están esperando desde hace… una hora —repuso el joven con desgana, mientras consultaba su reloj sin inmutarse, como si ése no fuera su problema y sí de las personas que estuvieran esperándole.

—Los Lowell son muy puntillosos respecto de la puntualidad en los horarios de sus reuniones, y muy especialmente cuando tienen invitados, como en estos momentos, ya que los Robinson y los Smith han ido de visita con sus encantadoras hijas —apuntó Zoe.

—¡Mierda! Ahora encima me tocará aguantar a unas mosconas —se quejó el joven, alterándose al fin ante algo y abandonando el lugar sin pagar un céntimo por su bebida ni dar explicación alguna sobre su presencia en Whiterlande.

—¡Ey, no me has pagado! —reclamó Zoe, mientras lo veía alejarse apresuradamente.

—¡Apúntalo en mi cuenta! —replicó atrevidamente el desconocido, despidiéndose con una maliciosa sonrisa.

—¡Tú no tienes cuenta en este local! —insistió Zoe, asombrada ante la desfachatez de ese tipo.

—Pero la tendré, ya que he venido para quedarme bastante tiempo.

—No me fío de los desconocidos que acuden a mi local, y aún menos de los que no me dicen su nombre.

—Pues te diré mi apellido: escribe «Lowell» en mi cuenta. El nombre de pila te lo diré la próxima vez que venga, pero sólo si me gusta tu cerveza —respondió burlón el forastero, antes de desaparecer de su vista y poner rumbo a su reunión.

Finalmente, Zoe se decidió a desempolvar esa misma noche la gran pizarra de su padre, con la que volverían las apuestas sobre un Lowell que, sin duda, era digno de atención y traería bastante revuelo a ese pueblo.

—De una forma u otra, Lowell, me vas a pagar esa cerveza —dijo Zoe, dando a conocer a todos los reunidos quién era el desconocido, mientras especulaban sobre los problemas que podría acarrear a esa familia.

 

*  *  *

 

Normalmente las cenas comenzaban temprano y duraban unas tres horas, más o menos, contando las insulsas conversaciones, los postres y los licores que los hombres solían degustar al acabar de cenar. Sarah siempre intentaba calcular su duración, sobre todo para saber cuánto tiempo tendría que aguantar con el insufrible vestido que le tocara llevar, ya fuera para evitar que éste estallara o para no asfixiarse, ya que le costaba respirar por lo apretados que su madre insistía en que se los hicieran.

Pero ése no era su día. El vestido nuevo había sido una tortura desde el principio. A pesar de tener un bonito color celeste, que resaltaba sus ojos, y un moderno diseño, que dejaba sus hombros al descubierto cubriendo con sus mangas hasta los codos, los innumerables y pequeños botones que tenía en la espalda se le clavaban, y el hermoso corpiño sobre su pecho y su cintura únicamente servía para aprisionarla y dejarla sin respiración. Gracias a Dios que sus anchas caderas habían quedado fuera de tal tortura en esta ocasión, porque el vestido desplegaba desde la cintura una armoniosa falda con mucho vuelo, que le llegaba hasta las rodillas.

Ese endemoniado atavío era demasiado estrecho, demasiado apretado y demasiado rígido hasta para permitirle hablar, pero Sarah, ante las exigencias de su madre, se había presentado finalmente delante de aquel adorable hombre al que hacía todo un año que no veía, con un vestido que la hacía parecer un embutido, hablando con una voz apocada y débil que no era la suya y sintiéndose enferma cada instante que él intentaba entablar una conversación con ella, mientras esperaban a la insufrible visita que llegaba con retraso.

Para empeorar su mala suerte, una chica con las medidas perfectas, la mejor educación y el mejor aspecto posible de «niña buena» había decidido asistir también a esa repentina cena que habían organizado los Lowell. Beverly no tenía que hacer ningún esfuerzo para sentarse o para respirar, ni siquiera para hablar despreocupadamente con Kenneth. Mientras Sarah intentaba recuperar el aliento a duras penas en su apartado sofá, era alentada continuamente por su madre para que se entrometiera en el adorable escenario que rodeaba a esa idílica pareja que se mostraba ante ella.

 

*  *  *

 

—Gracias por haberte fijado en mi vestido, es nuevo. Lo estoy estrenando en esta ocasión —declaró dulcemente Beverly, mientras yo rogaba para que nadie se fijara en mi vestido. Desgraciadamente, ése no era mi día.

—Mi hija también estrena vestido, ¿verdad, Sarah? —intervino mi madre, extrañándose de yo no contestara a sus palabras y aprovechase la oportunidad para formar parte de la conversación.

Yo me limité a asentir tímidamente con la cabeza, cuando la verdad era que estaba maldiciendo la decisión de mi madre de eliminar esos centímetros de anchura extra que la modista nos había recomendado, mientras intentaba respirar.

Pero al que de verdad maldije con ganas fue al individuo que llegaba una hora tarde, porque como se retrasara un segundo más, iba a hacer el mayor ridículo desmayándome en aquella casa, o, peor aún, haciendo que mi vestido reventara.

Finalmente, viendo lo tarde que era, los Lowell decidieron empezar la cena sin su invitado de honor, así que nos dirigimos al impecable comedor, en donde una larga mesa adornada con espléndidos manteles blancos con bordados de flores nos recibió con unos deliciosos canapés.

La señora Lowell nos mostró amablemente nuestros respectivos lugares, y justo en el instante en el que pensé que todo sería más fácil cuando permaneciéramos sentados, ya que al fin podría conversar con el hombre de mis sueños, deslumbrándolo con mi inteligencia, descubrí, al percatarme de que una de las sillas que había junto a mí permanecía vacía, que yo había sido invitada únicamente para entretener al sujeto que se retrasaba. Al menos tenía a Kenneth frente a mí, aunque fuese acompañado por aquella perfecta mujer que me recordaba a las detestables muñecas que coleccionaba mi madre.

—Bueno, Sarah, me han dicho que te encanta leer… ¿Cuáles son tus autores favoritos? Yo, sin duda, prefiero a los clásicos, aunque hay algunos contemporáneos que comienzan a llamar mi atención y…

Y justo cuando comencé a sonreír para responderle a Kenneth y dejarlo sin habla con mi intelecto, el inesperado invitado apareció, poniendo fin a la única pizca de conversación que habíamos mantenido en toda la velada.

—Siento llegar tarde, pero es que me he perdido —declaró despreocupadamente un joven alto, de alrededor de metro ochenta y cinco, revueltos cabellos rubios y desaliñado aspecto, mientras tomaba asiento a mi lado sin preocuparse de arreglarse un poco antes de sentarse a la mesa.

Ante su justificación, todos comenzaron a darle indicaciones, excusando su demora. El desconocido dedicó a todos falsas sonrisas y encantadores halagos, pero yo pude percibir un malicioso brillo en sus intensos ojos azules, que expresaban que en realidad su retraso se había debido simple y llanamente a que le había dado la gana llegar tarde.

—Los retrasos como ése no tienen excusa alguna... —murmuré furiosa entre dientes, recordando todo lo que había arruinado ese hombre con su presencia ese día.

—Los vestidos tan horrendos como ése tampoco —replicó desvergonzadamente en voz baja, mostrando una amable sonrisa, por lo que los presentes creyeron que me estaba halagando—. ¿Puedes respirar, rubita?

—¡Me llamo Sarah, y eso no es de tu incumbencia! —contesté tan impertinente como él, devolviéndole la más falsa de mis sonrisas, por lo que todos pensaron que estábamos siendo enormemente educados el uno con el otro.

—No es por nada, pero creo que eso está a punto de reventar… y yo, la verdad, no quiero estar cerca cuando explotes. Los botones son proyectiles muy peligrosos.

—¡Mi vestido no va a reventar ni a dañar a nadie! —murmuré furiosa. Pero para mi desgracia, ante mis violentos movimientos por las palabras de ese insultante invitado, uno de mis botones saltó por los aires, rebotó contra la pared de mi espalda y cayó directamente en la boca del hombre de mis sueños, dejándolo sin aliento, aunque de una manera que yo nunca habría podido llegar a imaginarme.

—¿Decías? —me preguntó el insultante joven que estaba sentado a mi lado, para, a continuación, levantarse rápidamente para acudir en ayuda de Kenneth.

Fue el primero en reaccionar y, haciéndole la maniobra de Heimlich, consiguió que Kenneth expulsara el botón en cuestión de segundos.

—¿Con qué te has atragantado, Kenneth? —preguntó el señor Lowell, preocupado por su hijo, mientras yo veía avergonzada el botón de mi vestido junto al pie del individuo que me había estado molestando unos momentos antes.

Al percatarme de mi humillante situación, maldije mi suerte ocultando entre las manos mi rostro lleno de vergüenza, ya que dentro de poco sería puesta en evidencia delante de todos.

—Creo que ha sido un bicho —declaró en ese instante el invitado, pisando el botón con su pie, ocultando así mi bochornoso momento al resto de comensales.

Le sonreí agradecida, y ya pensaba en dirigirle algunas amables palabras a mi salvador, cuando el muy idiota derramó una copa de vino sobre mi vestido nuevo, arruinándolo por completo, mientras pasaba junto a mí para recuperar su lugar.

—¡Oh, perdona! ¡Qué torpeza la mía! —exclamó, tendiéndome una servilleta con la que limpiarme, para luego añadir, en voz lo suficientemente baja como para que sólo yo lo oyera—: Eres un peligro. Tanto tú como tu vestido. Créeme: esto es lo mejor, ya que no queremos herir a más invitados, ¿verdad?

Mientras yo fulminaba a ese hombre con mi mirada llena de odio, sin dejar de sonreírle para que nadie sospechara, la amable anfitriona no tardó en hacerse cargo de mi accidente, evitando así que siguiera pensando en las decenas de formas en las que deseaba acabar con ese sujeto.

—¡Oh, Sarah, querida! ¡Lo siento mucho! Será mejor que te quitemos cuanto antes esas manchas de vino —manifestó con sincera preocupación la señora Lowell, conduciéndome hacia el baño para alejarme de esa lamentable reunión en la que yo solamente había hecho el ridículo desde el principio.

En cuanto llegué al baño, metí barriga y aguanté el aire, mientras la madre de Kenneth me ayudaba a desabrochármelo. Luego me tendió con amabilidad un albornoz para taparme y se puso a mirar qué hacer con el desastroso vestido.

—Espérame aquí, en el baño. Voy a buscar un poco de soda. Con ella quitaremos la mancha para que este hermoso vestido no quede arruinado —anunció alegremente la perfecta ama de casa, dejando entre mis manos mi odiada prenda.

Yo, por mi parte, la despedí con una estúpida sonrisa, decidida a darle el tratamiento adecuado al vestido en cuanto ella saliera por la puerta.

 

*  *  *

 

Había pensado que en ese pueblo dejado de la mano de Dios solamente encontraría el tedio y el aburrimiento con los que mi padre me había amenazado, para enderezarme y llevarme por lo que para él era «el camino correcto». Pero al parecer no me aburriría ni un segundo en ese lugar: el animado local clandestino que había encontrado, sin duda me permitiría huir de la monotonía, mientras que aquella chica que aparentaba ser tan anodina como las demás niñitas de papá que perseguían a mi primo había llamado mi atención.

Aunque sus atrevidas palabras sólo habían salido a relucir conmigo, no pude evitar percatarme de la rebeldía que se encontraba oculta en esa chica que quería fingir ante todos ser una más de esas mujeres en serie que la sociedad preparaba para el matrimonio.

La verdad era que su hermoso rostro, enmarcado por sus rubios cabellos, me había atraído desde el principio. Y más aún cuando percibí que iba acompañado por unas sugerentes y sinuosas curvas que ella intentaba ocultar, seguramente porque su trasero no cumplía con los estándares establecidos por la moda, algo que a los hombres no nos preocupaba demasiado.

Pero lo que finalmente la había hecho irresistible para mí, a pesar de que me había prometido que durante mi estancia en Whiterlande no me metería en ningún lío con ninguna niña buena como ella, eran sus impertinentes ojos azules, que no habían dudado en reprenderme, señalándome como inapropiado para estar a su lado.

Yo sabía que esa pequeña rubita nunca se fijaría en mí, porque sus miras estaban puestas en mi primo, pero no pude evitar sentirme atraído por esa desafiante mirada, y me reté a mí mismo a sacar a la luz a la rebelde que llevaba dentro y a mostrarle que el hombre más adecuado para ella, sin ninguna duda, era yo.

Dispuesto a quedar bien con mis tíos y sus invitados, fui a buscarla con la intención de establecer una tregua entre esa chica y yo. Aunque al parecer ella estaba ocupada con otros menesteres, como constaté cuando, tras llamar sutilmente a la entreabierta puerta del cuarto de baño, me la encontré saltando descalza como una loca sobre el vestido que no adoraba tanto como pretendía aparentar.

—No sé yo si será muy efectivo ese original método tuyo para acabar con las manchas —comenté, mostrando una sonrisa ante su inusual comportamiento.

—¡Tú! —exclamó ella, mientras se dirigía hacia mí esgrimiendo uno de sus amenazantes dedos—. ¡Todo esto es por tu culpa! ¡No vuelvas a cruzarte en mi camino nunca más!

—¡Vaya! Y yo que venía dispuesto a pedirte disculpas y a proponerte un cese en las hostilidades entre nosotros… —respondí, alzando las manos para demostrar que mis intenciones eran de lo más inocentes, aunque tal vez la pícara sonrisa que exhibía mi rostro cada vez que veía su enfado me delataba, señalando que, por más que intentara ocultarlo, siempre sería un sinvergüenza.

—¡Si tú no hubieras llegado tarde, mi vestido no habría estallado y yo tendría la atención de todos esta noche!

—Cariño, esa atención ya la tienes. Sobre todo la de mi primo Kenneth, al que has dejado sin respiración con tus… encantos —anuncié, sin poder evitar recordarle el incidente del botón de su vestido. Algo que me haría reír durante mucho mucho tiempo.

—¡Eres un… un…! —comenzó Sarah, apuñalándome con su dedo sin saber cómo terminar su frase, ya que su perfecta educación no le permitía recordar un buen insulto con el que injuriarme.

Para molestarla un poco más, cogí ese impertinente dedo y, atrayéndola hacia mí, le susurré al oído unos cuantos calificativos malsonantes que alguna vez me habían dedicado algunas de mis amistades menos respetables.

Tras sacarle los colores con cada uno de ellos, la solté para observar perversamente su reacción, que no tardó nada en pasar de un avergonzado sonrojo a una airada furia con la que se enfrentó de nuevo a mí con sus hermosos ojos azules que siempre llamarían mi atención.

—Sí, eres todo eso y mucho más… Espero sinceramente no tener la desgracia de volver a cruzarme contigo nunca más.

—Encontrarte con una persona como yo no entraba en tus planes, ¿verdad, preciosa? —le pregunté, pensando en que el que ella se cruzara en mi camino tampoco había formado parte de los míos—. Tan sólo tienes que ignorarme y seguir el rumbo que tus papás te han señalado —le dije, mientras encendía impertinentemente un cigarrillo frente a ella, para escandalizarla un poco más.

—¡Sin duda eso es lo que haré! —respondió decidida, adoptando una recta postura de niña buena con la que me pretendía alejar.

Una rígida y falsa fachada que me sentí tentado de deshacer. De modo que, acercándome provocadoramente a ella, le di un impulsivo beso en los labios, tan sólo un leve roce antes de huir de la sonora bofetada que sin duda me daría si me quedaba demasiado cerca.

—El único problema, Sarah, es que yo no soy fácil de ignorar —afirmé impertinente antes de irme, mientras le guiñaba burlón un ojo.

—Sí lo serás, porque ni siquiera sé tu nombre —replicó ella, decidida, mientras daba un indignado portazo delante de mis narices, negándome que tuviera lugar alguno en su vida.

—Eso tiene fácil solución —manifesté, sonriéndole maliciosamente a la puerta que nos separaba, resuelto a lograr que Sarah no pudiera olvidarse jamás de mi nombre si nuestros caminos volvían a cruzarse.