El término de arte rupestre designa a toda grafía, señal, figura, etc., ejecutada sobre una superficie mineral no movible por una persona de complexión media, y a las obras sobre paredes rocosas de las formaciones subterráneas se las denomina arte parietal. Pero, en la práctica, la mayoría de los autores consideran las dos acepciones (rupestre y parietal) como sinónimos, pues igual de parietal es una pared rocosa al aire libre.
Lo que sí tendremos que distinguir es entre el arte rupestre a la intemperie y el desarrollado en los entornos subterráneos, sobre todo por las implicaciones técnicas y dificultades añadidas que conlleva este último. Así, los soportes al aire libre, por convención, serán todos aquellos en los que el proceso artístico no requiere de iluminación artificial, y por tanto, el/la autor/a pudo trabajar en ellos con la luz natural del día. En cambio, los soportes subterráneos mantienen la necesidad ineludible de portar una fuente de luz artificial nada más comenzar el devenir por los espacios aledaños; de este modo, el fenómeno artístico subterráneo resulta complejo, puesto que al empleo de medios artificiales de iluminación hay que unir la recarga de los mismos, la exploración de las cavidades, la planificación del trabajo, el tiempo de permanencia en el interior, etc.
Los soportes al aire libre manifiestan diversas morfologías en función de la roca base donde se insertan, que, en general, abarca casi todas las litologías: calizas, areniscas, esquistos, cuarcitas, granitos, etc. Dependiendo de los factores estructurales de las rocas y del índice de fracturación o carstificación de los diferentes minerales, los espacios despejados o susceptibles de ser utilizados como soportes figurativos presentarán huecos o concavidades con distintos niveles de penetración para el hombre (abrigos calcáreos, taffonis en areniscas, voladizos…), aunque parece ser que las comunidades prehistóricas no despreciaron ninguna de las superficies que hallaban a mano, ya que, si bien la mayor parte de los conjuntos pospaleolíticos se ubican en abrigos y oquedades, también es verdad que pintaron y grabaron igualmente sobre simples lienzos rocosos, lajas y peñas.
En relación a los soportes subterráneos, por definición, sólo aparecerán en rocas con capacidad de carstificación (crecimientos de vacíos subterráneos), entre las que básicamente se encuentran las calizas, las lavas y los yesos; estas últimas pueden alcanzar grandes magnitudes en sus galerías, pero aún no hemos catalogado ninguna cavidad en estos materiales que conserve cualquier representación de arte rupestre prehistórico. De esta forma, todas las cuevas documentadas que fueron decoradas durante la Prehistoria están horadadas en materiales carbonatados o calcáreos.
El carst es el genérico con el cual se nombra a un macizo de caliza. La formación de las cuevas está determinada tanto por el exterior o superficie expuesta a la meteorización (exocarst) como por el interior (endocarst), ofreciéndonos ambas zonas formas naturales dispares. La caliza en sí es una roca impermeable, pero debido a las reacciones químicas ante los ácidos y las múltiples fracturas internas, líneas de estratificación, diaclasas, fisuras, etc., reúne un importante número de puntos débiles por el que se infiltra el agua de lluvia.
La génesis de las cavidades es una actividad donde se conjugan mecanismos físicos y químicos. Cuando llueve sobre un macizo de rocas carbonatadas (caliza), el agua atmosférica se mezcla con el anhídrido carbónico del suelo vegetal, produciendo ácido carbónico; éste, como cualquier ácido, reacciona con el carbonato cálcico de la roca y lo transforma en bicarbonato, el agua disuelve esos elementos, que provocan la corrosión de las grietas y su consecuente ensanchamiento, facilitando así la penetración del agua hacia el interior del macizo calcáreo. Al agotarse el ácido carbónico en el proceso anterior de corrosión, el líquido queda saturado de bicarbonato cálcico y su acción sobre la roca se reduce a una leve erosión mecánica de las fisuras por donde discurre en conducción forzada. Si las mencionadas fisuras desembocan en un espacio vacío (cavidad), el agua que circula por ellas puede caer directamente al piso o permanecer colgada durante un tiempo (por cohesión molecular) en el techo, en los dos casos ha disminuido la presión del anhídrido carbónico del agua al pasar a un ambiente libre o aéreo, quizás en ese medio ambiente nuevo la temperatura sea mayor y se asista a la evaporación del agua y la precipitación de los minerales disueltos; es decir, a la reacción inversa del inicio del proceso, depositando ahora el carbonato cálcico en forma de espeleotemas o concreciones (cfr. infra). En el supuesto de que la gota de agua prosiguiera su camino, tendería a continuar profundizando en el carst hasta el nivel freático (capa o red de conductos con circulación hídrica), donde sería captada por la corriente y arrastrada por el flujo; en este nivel, el trabajo del agua sobre la matriz rocosa es sobre todo físico, con una fuerte erosión mecánica favorecida por los materiales sólidos (cantos, arenas, gravas) transportados por el caudal. Por último, el agua reaparecería en los sectores más bajos del macizo cárstico en forma de manantial (fig. 4).
De este modo, en el exocarst contemplamos una morfología destinada a la absorción y drenaje de las aguas, estando las primeras por lo general en las zonas más altas del macizo y las segundas en las más bajas. El lenar o lapiaz son pequeñas concavidades, grietas y fisuras ensanchadas que dan entrada a una red de microfisuras y diaclasas por las que se produce una percolación de las precipitaciones; las dolinas serían como grandes embudos o cubetas que recogen el agua y la canalizan hacia el interior del carst; la unión de varias dolinas configuran un polje («gran embudo») que puede conducir las escorrentías hacia un sumidero denominado ponor; cuando una dolina se desploma o una red de diaclasas adquiere un ensanche tal que conecta el endocarst con el exocarst, surgen las simas o pozos, que serían canales de absorción directa y, si el espacio liberado lo permite, a veces lugares de penetración a las cavidades por parte del hombre. Los caudales, tras recorrer las aguas el endocarst, afloran a la superficie por las surgencias y las resurgencias (manantiales), la diferencia entre ambas radica en el hecho de que se conoce el origen de las aguas de las segundas.

FIG. 4. Forma y génesis del carst.
La zona practicable para el hombre del endocarst conforma las cavidades o el vacío cárstico, en él descubrimos el paisaje subterráneo con multitud de relieves naturales ajenos al mundo exterior, que, junto con la ausencia total de luz, se revela como un medio hostil al ser humano. En razón al régimen hidrográfico del endocarst, la morfología interna será divergente, pues en una «zona joven» o activa toparemos con formas de conducción del agua de imbibición, con presencia de circulación hídrica a veces con notables corrientes que dan lugar a ríos subterráneos. En el momento en que el agua en su sentido natural abandona esos espacios o pasa a profundizar en el carst, deja libre los huecos y conductos (zonas vadosas o fósil) anteriormente anegados y comienza otra transformación del medio: el relleno.
Por lo común, la zona «fosilizada» o libre de grandes caudales es la ocupada durante los episodios prehistóricos por los distintos grupos humanos. Paredes, techos, suelos y diversos tipos de elementos de relleno dibujan el característico paisaje subterráneo, el cual conforma el soporte fundamental para el arte rupestre y que en bastantes ocasiones aparece íntimamente ligado a él, de manera que resulta imposible desgajar la aportación antrópica de los relieves rocosos, configurando entre todos la obra artística.
Los espacios vacíos mostrarán diferentes morfologías y volúmenes a raíz de la estructura litológica interna del macizo calizo, así como la intensidad de la acción de las aguas. Nada más vamos a describir tres categorías principales, aparte de la entrada o boca de acceso: galerías, salas y pozos o simas (fig. 4). Las galerías son conductos más largos que anchos/altos formados a partir de los planos de estratificación, diaclasas o fisuras. Las salas serían los ensanchamientos de las galerías, agrandadas a tenor de una red de fisuras o discontinuidades y favorecidas en la mayoría de los casos por procesos mecánicos de desprendimientos de bloques. Por último, las simas o pozos son galerías de desarrollo vertical.
El relleno de los vacíos subterráneos se puede dividir en dos tipos: relleno químico y relleno detrítico. Los primeros aglutinan todas las formaciones producidas por la precipitación de los minerales disueltos en el agua de infiltración y obedecen al término de espeleotemas, aunque también son denominadas concreciones o reconstrucción litoquímica. Lo normal en una cueva es ver espeleotemas de carbonato cálcico (calcita y aragonito), si bien las rocas carbonatadas contienen otros minerales que son igualmente disueltos por el agua y depositados en el interior de las cavidades otorgando distintas tonalidades a las concreciones.
En una clasificación simple obtenemos dos categorías de espeleotemas: los aéreos y los epiacuáticos; éstos se forman en un medio líquido y por esa causa no fueron utilizados como soportes del arte rupestre. Los espeleotemas aéreos crecen, como se podrá deducir, en un entorno donde no circula el agua o, en definitiva, en la concavidad de la roca rellena sólo por fluidos en estado gaseoso; a su vez, a los espeleotemas aéreos los subdividimos en cenitales (cuando penden de las bóvedas), pavimentarios (cuando se explayan por el suelo o ascienden desde el piso) y parietales (cuando parten de los lienzos y las paredes de la cavidad). Pero los espeleotemas ofrecen innumerables variantes según su estructura, tamaño, color, génesis, etc., adornando el espacio subterráneo con relieves a veces caprichosos que fascinan al espectador y casi siempre sus aspectos finales están en función más que de sus componentes del medio donde crecen.
Haremos un corto recorrido por las concreciones más habituales. Los espeleotemas cenitales agrupan en su mayoría a las estalactitas, que se caracterizan por colgar del techo y estar huecas debido al canal interno de alimentación de agua; las más simples se llaman fistulosas, tubulares o macarrones y poseen un único anillo de crecimiento. Las estalactitas caudales o clásicas presentan formas cónicas y crecimiento radial, como consecuencia de la infiltración del agua por la pared externa, pueden abarcar medidas considerables y por tanto disponer de una superficie adecuada para plasmar un motivo artístico.
Entre las concreciones pavimentarias destacan las estalagmitas. Deben su origen al suministro del goteo de la bóveda, luego crecen de abajo hacia arriba y son macizas; dependiendo de la peculiaridad del suelo donde cae el agua, la altura de techo, la frecuencia de goteo, etc., adquieren modelados y tamaños dispares. Las costras o coladas estalagmíticas consisten en laminaciones de carbonato cálcico recubriendo el suelo de la cavidad y se forman al discurrir una película de agua por el piso en baja energía. Cuando esa película de agua choca en su desplazamiento con irregularidades del sustrato, comienzan a surgir unas crestas que dan lugar a los gours o pequeñas represas que embalsan el agua.
En la génesis de los espeleotemas parietales interviene sobre todo el perfil de la pared, pues si el canal o fisura de conducción de la bóveda desemboca en un soporte con suficiente inclinación, el agua se escurrirá pegada a él depositando la calcita en su trayectoria sin desprenderse hasta que se acumule la cantidad de líquido necesaria para romper la cohesión. De esta manera se crean costras o coladas parietales y pliegues, éstos son similares a una lámina o crestón adosado a la roca, cuando logran grandes desarrollos y ondulaciones también reciben el nombre de banderas, siendo un marco óptimo para albergar un panel figurativo.
Además, es bastante corriente que una estalactita alcance en su progreso a una estalagmita, o viceversa, apareciendo entonces una columna (columna estalactítica o estalagmítica según quien domine); cuando esto sucede, el flujo interno de la estalactita desaparece y la futura evolución de la formación se resuelve como colada.
Existen otras muchas modalidades de espeleotemas (antiestalagmitas, geysermitas, discos, etc.) que perfilan el mundo subterráneo, y, aunque no fueron empleadas como soportes artísticos, forman parte del medio donde el hombre lleva a cabo su actividad figurativa. De este modo, para terminar, citaremos a las espectaculares excéntricas o helictitas (que simulan desafiar las leyes de la gravedad al crecer en cualquier dirección y con morfologías sinusoidales) y las pisolitas o perlas de las cavernas (esferoides formados a partir de la concentración del goteo sobre un núcleo).
Respecto al relleno detrítico (fluvial, antrópico, biológico, clástico…) se han establecido clasificaciones teniendo en cuenta sobre todo su procedencia, la cual generalmente es poligénica. En los puntos de contactos entre el endocarst y el exocarst (bocas, entradas, simas, etc.), o en galerías interiores si estuvo activa desde la perspectiva hídrica, suelen detectarse materiales alóctonos a la cavidad acarreados por procesos aluviales. De igual manera, las aportaciones humanas son factibles de ocasionar grandes depósitos sedimentarios (que constituyen en su mayor parte los yacimientos arqueológicos), lo mismo que las defecaciones de cierta fauna (por ejemplo, el guano de los murciélagos que utilizan las cavidades como hábitat estacional —troglófilos—), o las acumulaciones de animales despeñados en las simas. Por otro lado, el propio fenómeno de formación del vacío subterráneo implica el desprendimiento y colapsos de paredes y techos por los desequilibrios de fuerzas estructurales, estos eventos gravitacionales rellenan el piso de la cavidad con materiales autóctonos, que, por lo común, consisten en bloques o clastos de aristas angulosas que pueden llegar a dimensiones notables, a la vez que donar espléndidas superficies capaces de almacenar amplios frisos artísticos.
En síntesis, todas las formas de relleno (químico y detrítico) se interrelacionan y a veces determinan la evolución del endocarst, diseñando entre todas el complicado e imprevisible paisaje subterráneo quien se convierte en entorno antrópico, y por tanto en Patrimonio Histórico, a través de la acción o presencia humana prehistórica.
El arte rupestre materializa distintos modos de ejecución, pero, en resumen, éstos quedarían encuadrados entre la pintura y el grabado. Por regla general, y desde un enfoque mundial, prácticamente todas las representaciones parietales evidencian una gama cromática muy restringida, ya que parten de sustancias colorantes naturales. De este modo, e incluso en orden cuantitativo, los motivos figurativos en los soportes rocosos recogen las siguientes coloraciones: rojo, negro, blanco y amarillo, claro está con un sinfín de tonalidades y gradientes en función de la saturación, composición, preservación, etc.
Lo primero que debemos desmitificar es el uso de los pigmentos orgánicos obtenidos de la yema de huevo y la sangre, a pesar de que esta última está documentada en contados sitios de Australia. La materia prima de los colorantes tienen tanto un origen mineral como orgánico (Couraud, 1983; 1988); los minerales surten a todos los colores que hemos mencionado, o sea, los negros pueden conseguirse con los óxidos de manganeso, carbón mineral, grafito y de la magnetita (óxido de hierro); casi todos los rojos —y los amarillos— están compuestos por óxidos de hierro (hematites, limonita, geotita) y en muy pocos casos de cinabrio; por último, para los blancos se utiliza el caolín y la mica. En cambio, con los colorantes orgánicos prácticamente nada más fabricaremos colores en la gama negra, al quemar ciertas sustancias (madera, huesos) o al servirnos de los excrementos de algunos animales, como el guano de los murciélagos (p. ej., en la cueva italiana de Porto Badisco). Hoy en día, para determinar la materia de la que está hecha una figura particular se realizan exámenes cristalográficos, mineralógicos, de difracción de rayos X, de espectrometría de emisión atómica, etcétera; al mismo tiempo, la especie botánica de los pigmentos vegetales es identificada con ayuda de los análisis antracológicos (estudio de los restos carbonizados) y el apoyo de imágenes por microscopio electrónico de barrido.
Sabemos que los colorantes son unos hallazgos muy comunes en los registros arqueológicos, sobre todo, las hematites u ocres, pero haremos notar una vez más que la sola presencia del colorante en un nivel prehistórico no lleva consigo necesariamente su uso artístico, pues hasta podrían haber llegado allí de modo involuntario integrados en los propios aportes coluviales, al margen de su amplia utilidad en las actividades domésticas. Los pigmentos minerales aparecen en la naturaleza pulverizados o en bloques de magnitudes dispares y una acusada variabilidad tonal; no obstante, la tonalidad primigenia puede ser modificada con la intervención del calor por calcinación; la forma más simple de obtener una buena cantidad de pintura consiste en pulverizar un trozo de colorante por molturación y disolverlo en agua, si ésta además procede de una cueva, permitirá fijar la pintura, puesto que al estar saturada de carbonato cálcico concrecionará el pigmento al secarse.
En cuanto a los sistemas de aplicación de los pigmentos también manifiestan una gran diversidad, siendo directos (entre el soporte y el colorante no intermedia nada: carboncillo, lápiz) e indirectos (un instrumento intermedio entre los pigmentos y el soporte, como un «pincel», pluma, espátula, aerógrafo, etc.). Los resultados de uno y otro sistema nos ofrecerán texturas y calidades muy distintas, e incluso las condicionarán, así como coartarán en cierta medida las capacidades artísticas de los/as autores/as.
Por otro lado, hay ocasiones en las que los tonos observados en la actualidad no son los mismos que cuando fueron plasmados. En efecto, en condiciones climáticas adecuadas, sobre todo el arte al aire libre, cabe la posibilidad de que se produzcan alteraciones del color de base como consecuencia de interacciones entre las pinturas y los soportes, a la vez la intemperie provoca oxidaciones o despigmentaciones por la acción de la radiación solar. Las perturbaciones tonales de causa físico-químicas más corrientes se dan en el rojo, que pasa a negro o a blanco; como ejemplo evidente del fenómeno citaremos, para el primer caso, un ciervo levantino del complejo de Solana de las Covachas (Nerpio, Albacete) que fue pintado en rojo y cuyos cuartos traseros se están transmutando en negro; si queremos ilustrar la segunda circunstancia, de rojo a blanco, tomaremos varios motivos geométricos de la Cueva de las Palomas (Facinas, Cádiz) del conjunto rupestre de la Laguna de la Janda. Resulta muy oportuno tener en cuenta estas peculiaridades, pues pueden conducir a conclusiones erróneas de interpretación, más que nada si se pretende ordenar diferentes fases de ocupación o intervención artística, y, por ende su vigencia a lo largo de varios periodos históricos del lugar, en función de la coloración o la técnica empleada.
Al hilo de lo anterior, sobre las representaciones pictóricas guardadas en el medio subterráneo operan múltiples factores de conservación diferencial y de degradación global, tanto que han llevado a algunos autores a considerar como fruto de la casualidad la perduración hasta nuestros días del arte parietal paleolítico, que correspondería a una mínima parte del confeccionado en su momento. En realidad, el espacio subterráneo es un entorno muy frágil, con un medio ambiente relativamente estable, que se mantiene en equilibrio dentro de un régimen natural, de tal manera que cualquier elemento añadido puede causar graves perturbaciones en sus parámetros. Esas alteraciones provienen de una actuación artificial o a través de agentes naturales, es decir, de la dinámica interna del mismo carst, entre las que destacan las veladuras de calcita o coladas parietales, desprendimientos clásticos de los soportes pintados, vermiculaciones o migración de los pigmentos por capilaridad, incidencia de distintos animales (frotamientos de osos, arañazos de micromamíferos…), soterramientos y erosiones por depósitos aluviales, o modificaciones de la circulación atmosférica por taponamientos o aberturas de bocas, etc.
Pero las afecciones más importantes tienen su origen en las acciones antrópicas, puesto que la única presencia de una persona durante pocos minutos en el medio subterráneo aporta, al menos, gran cantidad de anhídrido carbónico, calor, bacterias y hongos. Si además el régimen natural se ve sustituido por un régimen artificial por medio de la explotación turística, las consecuencias tienden a ser imprevisibles y demoledoras para el arte; recordemos los casos de las cuevas de Altamira primero y de Lascaux después, que tuvieron que ser clausuradas a las visitas.
Las cavidades en general, y las decoradas aún más, constituyen un recurso natural y cultural muy atractivo que actúa como dinamizador del desarrollo económico de las comarcas donde se ubican, que, por lo común, suelen coincidir con zonas deprimidas; pero su puesta en valor no puede enfocarse desde una óptica indiscriminada si no se quiere que acabe por agotarse en escaso tiempo. La urbanización o acondicionamiento para el uso público del espacio subterráneo debe reunir unos requisitos mínimos de prevención, los cuales quedan reglados en un protocolo internacional de intervención donde la cavidad es sometida a un estudio minucioso y controles medioambientales (temperaturas —aire, roca, agua—, humedad, concentraciones de CO2y radón, circulación de fluidos, riesgos estructurales, ecosistemas, etc.), como poco, a lo largo de una anualidad, con el objeto de averiguar las condiciones y especificidades de su régimen natural y así deducir el índice de visitabilidad (número de personas y tiempo de permanencia) que puede soportar sin perjudicar al medio.
En los casos donde la explotación turística no sea factible por sus efectos nocivos irreparables, las soluciones parten de una reorientación de los planteamientos. En los ejemplos antes comentados de Altamira y Lascaux, la cuestión se resolvió en ambos yacimientos con la construcción de sendos facsímiles, que calman el anhelo de contemplar los originales y no conculcan el derecho del ciudadano de disfrutar de su patrimonio y a la vez poderlo preservar como legado a las futuras generaciones.