Convento de Santo Domingo,
Ciudad de México, a 25 de abril,
anno Domini 17…
No sé por qué escribo estas líneas. Quizá sea por orgullo; quizá por soberbia, que es el pecado del diablo, a quien juré combatir con todas mis fuerzas. Los religiosos, Dios me perdone, no podemos escribir un diario. Aunque ¿quién en el convento se atrevería a reprenderme? Ni siquiera el padre provincial se atrevería a regañarme. Soy el inquisidor general de la Nueva España y todos, incluso mis hermanos de orden, me temen.
Los religiosos tenemos prohibido llevar un diario salvo expresa dispensa de nuestro confesor. Yo, tras conversarlo con mi director espiritual, me atrevo a poner estas letras porque quiero dejar testimonio del peligro que acecha a la Iglesia. Nadie sino el padre prior y mi confesor saben de este pequeño diario que hoy he comenzado a escribir. Quiero que el día de mi muerte se mande este documento a Su Santidad. El santo padre sabrá entonces, de primera mano, de las trapacerías del demonio en esta tierra.
Dios bien sabe que yo no pretendí este cargo, y que si lo acepté fue exclusivamente por amor a la Santa Obediencia. Acepté el cargo porque el padre provincial y mi confesor me conminaron a ello. Ser el inquisidor es una carga muy pesada de la que deberé rendir cuentas a Dios, Nuestro Señor.
Hay noches en las me despierto sudando frío, imaginándome el día de mi juicio particular. ¡Me da tanto miedo encontrarme cara a cara con Dios omnipotente, con el que conoce el número exacto de los cabellos de mi cabeza!
¿Qué cuentas le podré dar de mi vida y de mis acciones? Me gusta consolarme pensando que Nuestra Señora intercederá en mi favor, recordando los miles de avemarías que le he rezado. ¡Sí, soy un pecador! No tengo nada de lo que gloriarme salvo de amar a santa María, Madre de Dios. Desde que ingresé a la orden, no ha transcurrido ni un solo día sin que yo haya rezado al menos un avemaría en honor de Nuestra Señora, mi madre del cielo, y con cuyo auxilio espero alcanzar el paraíso a pesar de mis pecados.
Soy un devoto hijo de María Santísima, Reina de los Ángeles, y mi padre en espíritu es santo Domingo de Guzmán. Soy hijo adoptivo de Dios Padre y hermano menor de Nuestro Señor Jesucristo. Me declaro hijo fiel de la Santa Iglesia Católica y Apostólica en la que nací y en la que deseo morir confortado por todos los sacramentos. Soy fray Joaquín de Salazar Jiménez.
Nací en San Antonio de Béxar, en la lejana provincia de Texas, poco después de que hubiese sido fundada la villa. Como todos los que nacimos en aquel remoto lugar, fui bautizado en la misión franciscana del mismo nombre. Mi padre fue don Eulogio de Salazar Ramírez; nació en Cádiz, y entró al servicio del rey desde muy joven. Llegó a la Nueva España a cargo de una compañía de lanceros y pronto se ganó la confianza del virrey, quien lo envió a defender aquellos lejanísimo lugares. Mi madre, doña Leonor Jiménez Arrangoiz, nació en San Agustín, Florida, cuando aquello era territorio de Su Majestad Católica. Hoy, ¡cómo me duele decirlo!, San Agustín está en manos de los ingleses, porque así lo dispuso Su Majestad (a quien Dios guarde muchos años). Soy cristiano viejo con pureza de sangre hasta tiempos inmemoriales y no corre por mis venas ni una gota de sangre judía o mora. Soy criollo y amo este reino, al que he de defender de los herejes que lo amenazan…
Mis queridos padres se conocieron en San Antonio. Mi abuelo materno, también soldado, había sido enviado desde Florida hasta San Antonio de Béxar para reforzar las guarniciones de Texas, amenazadas entonces por los franceses. Ahí, en San Antonio, mi abuelo concertó el matrimonio de mi madre con mi padre.
Mis abuelos maternos también nacieron en España, vivieron en Cuba y desde la isla se trasladaron a la Florida, un territorio hermoso a decir de mi madre, aunque siempre asediado por piratas y huracanes.
Fui el quinto y último hijo. Todos mis hermanos murieron de niños, uno tras otro, antes de que yo naciera. Cuando vine al mundo, viéndome tan débil, mi madre le prometió a la Virgen del Rosario que me consagraría a Dios si el Señor me conservaba la vida. Desde que tengo uso de razón, yo sabía que había sido destinado a la vida religiosa.
Los franciscanos de San Antonio me querían en su orden y hubiese sido lo más natural. Sin embargo, mi padre me mandó con los dominicos, por cuanto es una orden menos austera y más letrada. Además, la Virgen del Rosario es la patrona de la orden. No le faltó razón a mi padre. Soy de constitución débil y mi cuerpo no hubiese resistido las rudas penitencias de los hijos de san Francisco.
A los nueve años, fui llevado por mi madre a Puebla, donde mi padre tenía primos lejanos, con el deseo de que me acercara lo más pronto posible a los frailes dominicos. No recuerdo nada de ese viaje; supongo que habríamos tomado el camino real de tierra adentro. Pero sí recuerdo las lágrimas de mi padre cuando me despidió: él sabía que nunca más me volvería a ver, pues debía quedarse al mando de su tropa en San Antonio, aunque le hubiese gustado acompañarnos. Para mí fue una gran lección; lo primero, el deber. La voluntad de Dios se cumple, como dijo santa Teresa, «aunque no pueda, aunque no quiera, aunque reviente, aunque me muera». Cuando me encuentro cansado y tengo ganas de renunciar a este cargo, me gusta recordar el sentido del deber de mi padre.
Mi madre nunca había viajado tan al sur y debió de quedar maravillada al contemplar ciudades enormes como Zacatecas, Aguascalientes, Querétaro y el inmenso México. Nunca he comprendido del todo por qué mi padre se empeñó en llevarme hasta Puebla cuando el corazón de la orden está aquí, en México, en este lugar preciso donde estoy escribiendo ahora. Supongo que mis padres se sentirían más tranquilos sabiendo que cerca de mí habría un familiar que pudiese velar por mí.
Tampoco recuerdo nada de mi llegada a Puebla, salvo que llovía a cántaros. En San Antonio las lluvias suelen ser leves y las tormentas son muy raras. Mi madre se llevó una sorpresa porque los dominicos de Puebla no quisieron recibir a un niño tan pequeño en su convento; menos mal que los frailes le aconsejaron que me dejara a cargo de un canónigo de la catedral, don Matías Echenique. Don Matías (a quien Dios tenga en su santa gloria) era un extremeño, paisano y amigo íntimo del ilustrísimo obispo de Puebla, don Ramón de Haro. Los dos eran hombres santos y devotos, verdaderos hombres de Dios.
Mis parientes poblanos jamás se preocuparon por mí. ¿Qué iba a importarles el hijo pequeño de un primo al que no conocían y que vivía hasta la lejana Texas? Dejarme en Puebla en esas condiciones fue una insensatez de mis padres; sin embargo, como su voluntad era dar gloria a Dios, el Señor se apiadó de mí y llevó todo por buen rumbo. La Providencia Divina sabe escribir bellos poemas con renglones torcidos.
¡Cuánto le debo a don Matías! El canónigo contrató para mí los mejores profesores de Puebla y cuidó de mí como si yo fuese su sobrino o su ahijado. Cuando cumplí once años, gracias a las lecciones de mis maestros y a la disciplina de don Matías, yo hablaba, escribía y leía latín con fluidez. De la mano de don Matías también aprendí a servir como monaguillo en la catedral, donde me gané el cariño del obispo, el ilustrísimo doctor don Ramón de Haro.
Mis primeros días en Puebla fueron muy difíciles, y cuando mi madre me dejó solo quedé devastado. El momento de la despedida ha sido el instante más triste de mi vida y lloré durante una semana, a pesar de que don Matías y sus criados intentasen consolarme con todo tipo de trucos. Había una sirvienta, una mujer de buen corazón, que intentaba calmarme dándome camotes cristalizados. Yo nunca los había probado y, a pesar de que son dulces, desde entonces me dan asco. Los camotes me traen malos, muy malos recuerdos. ¿A quién se le ocurre que un niño se va a olvidar de su madre a cambio de un dulce?
Nunca más volví a ver a mis padres. Mi madre murió en el camino de regreso a Texas. Entiendo que la mató un rayo cuando estaba en Chalco. Al menos eso fue lo que me contó don Matías, y nunca supe cómo se enteró de la noticia. Hace poco, aprovechando la influencia de mi cargo (Dios me perdone), intenté encontrar la tumba de mi madre y no conseguí nada. Tampoco es extraño, porque a los viajeros se les entierra en cualquier lugar.
De mi padre recibí siete cartas mientras viví en Puebla. Se enteró de la muerte de mi madre por don Matías, y en una de sus cartas me contaba cómo nos extrañaba a los dos. La vida de los soldados es muy difícil, mucho más en esos lugares áridos y poco poblados como San Antonio. Hoy es mucho más fácil llegar, porque desde Veracruz se puede tomar un barco hasta Gálvez y, desde ahí, bajar hasta San Antonio, pero en aquella época había que cruzar todo el desierto desde Monterrey.
Al final, mi padre murió como un valiente: lo mataron los indios bravos durante una rebelión. Cuando me hice novicio, quemé sus cartas como signo de mi desprendimiento del mundo. Para nosotros los religiosos, el amor a la familia puede convertirse en una fuente de tentaciones, un obstáculo para entregarnos a Dios.
Cuando cumplí los doce años, edad tan peligrosa para las almas, el señor obispo de Puebla fue nombrado obispo de Almería, en Andalucía. El ilustrísimo don Ramón de Haro quiso llevarse a mi protector como secretario, y don Matías no quiso dejarme solo en Puebla. En España había muchos conventos dominicos; allá podría ingresar a la orden más fácilmente que en la Nueva España y cumplir así la promesa que mis padres le habían hecho a la Virgen.
El viaje a España se me hizo eterno. Yo nunca había visto el mar y espero nunca más volverlo a ver. El barco era tan pequeño como una nuez y crujía por todos lados. Como la mayoría de los viajeros, me la pasé vomitando durante la primera semana del viaje. Las ratas infestaban el barco, escaseaba el agua; sólo comíamos pescado, carne seca, galletas duras y vino. Sólo el señor obispo tenía el privilegio de comer huevos frescos que ponían las gallinas que se llevaban a bordo. Aunque mi protector y el señor obispo intentaban celebrar misa a diario, pocas veces lo conseguían; estábamos tan mareados que tenían miedo de vomitar la sagrada hostia. Un viaje por mar es la cosa más espantosa del mundo. Las olas, las enfermedades, la falta de espacio y la constante amenaza de los piratas. El capitán nos había prevenido de que los piratas eran especialmente crueles con los sacerdotes y los frailes, así que en caso de que nos abordaran, mi protector y el obispo deberían evitar a toda costa que los reconocieran como clérigos.
Después de pasar por las Canarias, el viaje se tornó menos incómodo. Tuvimos buen clima y llegamos rápido a Cádiz. Desde ahí, en un barco más pequeño, bordeamos la costa hasta llegar a Almería, donde Su Ilustrísima fue recibido con todos los honores. A mí me pareció que la catedral de la Encarnación de Almería era muy pequeña y pobre, nada que ver con la de Puebla. Sin embargo, mi protector estaba encantado de haber regresado a su tierra. Yo nunca me sentí a gusto en España, donde se burlaban de mí por mi acento indiano. Tampoco logré acostumbrarme a su comida, que siempre me pareció aburrida y llena de ajo, y el clima también es horroroso, ardiente en verano y helado en invierno. Además, los españoles apestan, casi nunca se bañan, son de modales groseros y zafios, y siempre están malhumorados.
Al cumplir los quince años, mi protector me envió a la Universidad de Salamanca a estudiar Filosofía. La vida de un estudiante nuevo, mucho más si proviene de la Indias, nunca es fácil; mis compañeros me hacían todo tipo de bromas, algunas muy pesadas. Mi primer día de clases fue espantoso. A todos los de nuevo ingreso nos reunieron en el patio central, y los estudiantes mayores se dedicaron a escupirnos hasta dejar nuestras ropas completamente blancas de gargajos.
En la universidad había de todo: hijos de familias aristócratas que iban a pasar el tiempo, estudiantes pobres que querían estudiar Derecho para salir adelante, jóvenes que, como yo, se preparaban para ingresar a la vida religiosa, y pícaros que se dedicaban seducir a las jóvenes de la villa y a emborracharse. En realidad se estudiaba poco, y en las lecciones la mitad de mis compañeros dormía mientras la otra mitad hablaba de temas banales. Todos éramos españoles o indianos, y quedaban lejos aquellos tiempos en que a Salamanca iban a estudiar jóvenes de Alemania, Francia, Portugal e Italia.
A excepción del aula magna, los salones estaban destartalados y mal ventilados; incluso la biblioteca estaba sucia y llena de ratas que se alimentaban de las centenas de libros que se guardaban en condiciones lamentables. La universidad estaba en completa decadencia, y las noticias que me siguen llegando no son halagüeñas. ¡Pobre España! Por eso, cuando un padre de familia me pregunta si conviene enviar a su hijo a estudiar a Europa, se lo desaconsejo salvo que lo envíe a Bolonia, cuya universidad es magnífica; si no, que se quede en México, que nuestra universidad no le pide nada a Salamanca.
Cuando tenía dieciséis años, mi protector fue nombrado capellán real. El cargo era menos importante de lo que suena. La verdad es que don Matías era uno más de los muchos capellanes que atendían a la familia real en Madrid y en El Escorial. Sin embargo, con el tiempo se fue haciendo más y más influyente en la corte.
Tuve el honor de presentar mi homenaje en un par de ocasiones al rey y a la reina. Yo era un joven estudiante y no pusieron en mí ninguna atención. Doy gracias a Dios por esta merced, sólo Él sabe qué hubiese sido de mí si Sus Majestades me hubiesen ofrecido un lugar en la corte. La intriga y la lujuria reinan en el palacio, que parece a veces un lupanar. Y si así sucede en España, no quisiera imaginarme lo que ocurre en Versalles, en Inglaterra o en Prusia. En honor a la verdad, debo reconocer que, a Dios gracias, la corte de México es honesta y recatada comparada con las de Europa.
Cuando concluí mis estudios de Filosofía, ingresé como novicio al convento de San Esteban en Salamanca. Para mí fue un alivio porque se acabaron las bromas groseras y el ambiente relajado, aunque no las pequeñas burlas por mi acento, ni el mal olor de los demás. Si los estudiantes olían mal, mis hermanos de orden olían peor. Sea por Dios. Lo importante era que en el convento reinaba la disciplina, especialmente entre los novicios, porque nuestro maestro era un fraile muy enérgico. La mayoría de quienes ingresaron conmigo no perseveraron, y optaron por regresar a la vida secular o por buscar una orden menos exigente.
Desde el primer día me propuse cumplir al pie de la letra hasta la más pequeña indicación de las constituciones de nuestro padre santo Domingo. Imagino que mis estudios previos, la valía de mi protector y mi cercanía con el obispo De Haro hicieron que mis superiores nunca me dedicaran a tareas serviles. Nunca tuve que asear letrinas, cultivar la huerta ni lavar loza en la cocina. Desde mi ingreso me destinaron a la biblioteca y a la sacristía. Cuando el ilustrísimo don Ramón de Haro falleció, mi protector, don Matías Echenique, fue consagrado obispo de Almería. Para entonces mi protector era confesor de una de las infantas, la hija predilecta del rey; ya no era un simple capellán palatino. Dios Nuestro Señor le estaba premiando en vida sus buenas obras. ¡Un canónigo venido desde las Indias había sido encumbrado a la dignidad de obispo en Almería! ¡Y ahora era confesor de la infanta real! Mi protector me dijo que si yo quería quedarme con él en Almería, con su autoridad podría dispensarme de mi propósito de ser dominico. Le dije que no, y creo que le dio gusto ver mi convicción.
El convento de San Esteban era muy suntuoso, y allí estudié el bachillerato en Sagrada Teología sin tener que regresar a la Universidad de Salamanca. Mi vida tuvo la encantadora monotonía de la vida consagrada: oraciones en el coro, santa misa, lecciones, estudio, devociones, recreos. En el convento vivíamos cien religiosos entre sacerdotes, hermanos legos y novicios.
Recibí clases de Teología Moral de fray Antulio López, un fraile castellano doctor en Teología por Bolonia, enjuto y arrugado. Él fue quien me introdujo al Martillo de brujas de fray Enrique Kramer, libro que me ha sido de enorme utilidad para discernir entre la superstición, la bobería y la brujería auténtica. A veces me da risa la ingenuidad de la gente, que ve brujas y cosas del demonio donde sólo hay unos gatos negros. En toda mi vida como inquisidor nunca me he encontrado con una bruja auténtica, más bien han sido mujeres supersticiosas. Y creo que las brujas son demasiado poderosas como para dejarse capturar fácilmente.
A diferencia del resto los novicios, yo tenía permiso para salir del convento para visitar a mi protector cuantas veces quisiese. Ni el maestro de novicios ni mi prior se hubiesen atrevido a negarle esa petición a mi protector. Don Matías Echenique había envejecido notablemente y se sentía cada vez más solo en una tierra que, al final, no era la suya. Había vivido más tiempo en las Indias que en España; quizá por eso solicitaba mi presencia con más frecuencia. La distancia entre Salamanca y Almería es larga, hay que pasar por Madrid, Toledo, Córdoba, Jaén, así que mis ausencias en el convento eran prolongadas. Sin embargo, Nuestro Señor sabe que jamás me aproveché indebidamente de esos viajes y que en todo momento me comporté de acuerdo con mi condición de religioso.
En ocasiones, cuando mi protector visitaba a la familia real en Madrid o en El Escorial, me pedía que lo fuera a visitar. El camino entre Madrid y Salamanca era más corto y más cómodo para mí. Ahí conocí, entre otros, al eminentísimo don Luis Fernández de Córdoba, cardenal arzobispo de Toledo, que visitaba a los reyes cada vez que le era posible. El cardenal era un hombre de piel blanca y modales muy refinados, doctor en Leyes por Salamanca, si mal no recuerdo. A Su Eminencia le gustaba convidarme a merendar cuando coincidíamos en la corte, porque le hacía gracia mi acento.
También conocí en la corte a don Luis de Borbón y Farnesio, infante real y conde de Chinchón, quien ya para entonces había abandonado el estado eclesiástico gracias a una dispensa del papa. Cuento esto último porque me impresionó hondamente que un sacerdote que había llegado a ser arzobispo hubiese preferido regresar al estado secular, abandonando su vocación divina como si fuese un oficio cualquiera. Cuando se lo comenté a mi protector, don Matías me prohibió tajantemente que volviera a mencionar el tema. A pesar de que don Luis había caído en desgracia ante el rey, seguía siendo un infante y yo no era sino un joven novicio de cuna humilde. Y sólo me atrevo a escribir ahora, por cuanto tengo la seguridad de que este papel no llegará a manos de extraños sino después de mi muerte.
Hasta ese momento de mi vida, yo no había tenido ningún contacto directo con el Santo Oficio. Fue en una de mis visitas a Almería cuando mi protector me habló del caso de un sacerdote solicitante que había sido sentenciado por el Tribunal. No sólo se había demostrado su lujuria, sino que además al pobre desgraciado se le había hallado una Biblia en castellano, obra de luteranos. El ilustrísimo don Matías estaba muy preocupado por la perversidad de ese sacerdote: el lobo en medio de las ovejas. La herejía se había filtrado entre los pastores de su grey. Aquel sacerdote, un catalán afrancesado, había sido condenado a ser encerrado de por vida en un convento de Córdoba y si se había salvado de la muerte fue por su condición de clérigo.
Para entonces era bien sabido que los luteranos habían regresado a Francia y que, si bien el protestantismo estaba oficialmente prohibido en ese reino, en la práctica los herejes llevaban a cabo sus ceremonias sin que nadie los molestara. Los protestantes franceses podían cruzar con facilidad los Pirineos y adentrarse en España para infectarla, como ha venido sucediendo. Y si el luteranismo no se ha esparcido en la Nueva España, ha sido por gracia de santa María de Guadalupe y de la energía de predecesores. Y yo, fray Joaquín de Salazar, tengo el deber de seguir siendo la muralla que defiende la Ciudad de Dios.
De nuevo estoy perdiendo el hilo. Después de escuchar la historia del sacerdote solicitante, regresé una vez más a Salamanca a mi vida de novicio. A los pocos días de haber regresado al convento recibí una carta de mi protector rogándome que lo acompañara a Madrid, donde se celebraría el auto de fe. El prior me concedió el permiso sin ningún problema; hasta le pareció oportuno, porque mi maestro, fray Antulio, sería uno de los predicadores de la ceremonia. El auto se celebró en la Plaza Mayor de Madrid, con la asistencia del príncipe de Asturias y del cardenal arzobispo de Toledo. Sus Majestades no pudieron asistir porque se encontraban enfermos en El Escorial y el médico real les sugirió evitar el viaje.
¡Cómo me estremeció el auto de fe! Los condenados estaban sentados en una banca circular sosteniendo en las manos las velas verdes encendidas, símbolo de la luz que, a pesar de sus infidelidades, aún brillaba en sus almas. Todos los edificios de la plaza estaban enlutados con pendones y reposteros negros.
El camino entre Salamanca y Madrid es de tres días, aunque seguro y cómodo. Viajamos en un carro tirado por mulas, protegidos del sol por un toldo. A lo largo del viaje rezamos mucho, y nos detuvimos en dos ocasiones para dormir y para que mi maestro celebrase la santa misa. Fray Antulio las ofreció por la salud espiritual de los infelices que iban a ser condenados en el auto de fe. Cuando fray Antulio celebraba, se notaba que sufría por aquellos pobres, que tanto necesitaban de la gracia de Dios.
Mi maestro había preparado con mucho primor su sermón, que ensayó frente a mí varias veces (somos frailes predicadores y no podemos darnos el lujo de improvisar la predicación del Evangelio, mucho menos en ocasiones tan solemnes). Fray Antulio era un modelo de templanza y austeridad, y no me extrañaría que un día fuese declarado santo por la Iglesia. No bebía vino, salvo el de la santa misa, y nunca comía frutas ni dulces. La carne y el queso sólo se los permitía en domingo y en las grandes solemnidades de la Iglesia, como Navidad y Pascua. Se azotaba en la espalda con un látigo de cuero todas las noches mientras rezaba tres credos, y utilizaba en la cintura, a modo de cilicio, una faja de cerdas ásperas que le rasgaba la piel. No hablaba sino lo estrictamente necesario, y en las noches frías sólo se cubría con la capa negra de nuestro hábito. Cuando no estaba estudiando o impartiendo los sacramentos, estaba rezando; así era su vida: rezar, estudiar, confesar, predicar.
Al auto asistieron muchos obispos y nobles, y a mí me colocaron al sol, sin asiento, en medio del clero más pobre y rudo. Como ese día habíamos madrugado y no habíamos desayunado ni un vaso de agua, y como el sol pegaba fuerte, me desmayé a la mitad de la ceremonia. ¡Qué bochorno! Ya he dicho que mi constitución es débil. Mi siguiente recuerdo fue despertarme en una habitación del alcázar real rodeado por un médico, un lacayo, mi maestro, fray Antonio, y mi querido protector, don Matías. Yo tenía la cabeza vendada y adolorida, pues al desmayarme me había dado un fuerte golpe en el suelo. Me salió mucha sangre y la gente se había asustado. Mi protector me consoló y él mismo puso sobre mi frente una compresa de alcanfor. Me acuerdo que el médico me dio de beber una taza de café con leche muy azucarado. Dijo que era un remedio turco para el dolor de cabeza. Fue la primera vez en mi vida que bebí ese líquido y he de decir que me reconfortó.
Veo que me he perdido en el laberinto de mis recuerdos. Han pasado tantas cosas y tanto tiempo. Desde ese día en Madrid, las jaquecas me han acompañado durante la vida. Ningún médico ha podido curarme, sea por Dios. A veces el dolor es tan fuerte que no soporto la luz y tengo que encerrarme en mi celda con una venda en mis ojos; eso me proporciona una pequeña mejoría, aunque lo que más logra disminuir mis jaquecas son los chiqueadores de tabaco y ruda que el enfermero del convento coloca en mis sienes.
Creo que conviene dejar para mejor momento la escritura de mis recuerdos, por cuanto no corre ninguna prisa. Sin embargo, no quisiera acostarme sin dejar constancia de un hecho que me inquietó hondamente el día de hoy. Por primera vez en mi vida, hube de presidir un auto de fe. Algunos desaprensivos, llevados por los razonamientos puramente humanos, podrían suponer que es un gran honor cuando en verdad es un fardo muy pesado. Algún día habré de dar cuenta de mis acciones, y tiemblo de pensar en el día en que me encuentre frente a Dios y Él me pregunte por mi trabajo como inquisidor: «¿Cuántas almas salvaste del infierno, Joaquín?», me preguntará. ¿Y qué le responderé yo?
Son muchos los afanes y tareas que entraña un auto de fe. Primero hube de estudiar con cuidado el ceremonial con el auxilio de dos hermanos que alguna experiencia tenían en estos menesteres; también examiné, junto con mi secretario de despacho y el escribano mayor, las sentencias y condenas. Luego me reuní con los tenientes y chambelanes de Su Excelencia el Señor Virrey para tener todo al punto. Con Su Excelencia Reverendísima el Señor Arzobispo de México conversé largamente sobre el orden de procesión (fue más cortesía que obligación, por cuanto la Santa Inquisición está por encima de los señores obispos). Leí y aprobé los sermones que se predicaron y, lo más importante de todo, visité personalmente a los presos. Suelo hacerlo una vez al mes, tal y como lo ordena el reglamento; sin embargo, esta ocasión era muy singular, pues quería cerciorarme de que nuestros reos se encontrasen debidamente preparados, especialmente los de la pena capital.
Así pues, ayer por la tarde, antes de regresar al convento, me di a la ingrata tarea de visitar los calabozos. Los carceleros no esperaban mi visita y se conmovieron (eso dijeron) viendo la solicitud de la Santa Madre Iglesia por sus hijos pecadores. No soy tonto y bien sé que algunos carceleros son unos tunantes que aceptan sobornos de los presos para conseguir favores. Si Dios me conserva en este cargo más tiempo, habré de tomar cartas en el asunto; por lo pronto, me hago de la vista gorda…
En cualquier caso, pongo a Dios Nuestro Señor como testigo de que nuestra cárcel es menos ruda que las cárceles civiles, como lo demuestra la buena salud de que gozan quienes en ella están presos. Desde que ocupo el cargo, he hecho especial hincapié en que se ventilen los calabozos y que no se permita que los excrementos y orines se acumulen en las bacinicas por más de un día (tal y como lo ha aconsejado el médico del Tribunal). No me ha sido fácil obligar a los carceleros a ello, aunque confío en que lo van aprendiendo a hacer, a juzgar por el olor de los calabozos.
Me alegró sobremanera enterarme de que todos los reos se habían confesado, incluso los sodomitas, que frente a mí dieron grandes pruebas de su arrepentimiento. Sin embargo, sus rostros y cuerpos seguían reflejando las marcas de la depravación a la que se habían entregado, por cuanto el pecado contra naturam pervierte el alma y corrompe el cuerpo. ¡Pobrecillos! Ordené que se les sirviera una cena caliente y que se les diera vino para hacer más llevadera su última noche en la Tierra.
Después de esa triste visita, crucé la calle y entré a nuestro templo, donde acompañé a los cofrades de Nuestra Señora del Rosario, que velarían toda la noche frente al Santísimo Sacramento, rezando por los reos. Aunque me encontraba muy cansado, decidí velar junto a ellos hasta las primeras horas de la madrugada. Vencido por el cansancio, los dejé y me recogí en mi celda para dormir un rato. Me desperté con una horrorosa jaqueca y, de no haber sido por los remedios del hermano enfermero, no hubiese podido presidir el auto de fe. Sin embargo, las náuseas no desaparecieron y estuve a punto de vomitar porque las flatulencias del virrey eran insoportables y mi nariz estaba muy sensible. Gracias a Dios y a mi ángel de la guarda, pude contenerme y sobrellevar el dolor cabeza. Creo que Dios me mandó ese dolor como un pequeño sacrificio que ofrecer por el alma de quienes fueron ejecutados hoy.
El hermano enfermero y mi prior me dijeron que no debí haberme pasado la noche de ayer en vela, y mucho menos en vísperas de una ceremonia tan importante, por cuanto las preocupaciones y penitencias agravan mis jaquecas. Yo creo que todo es voluntad de Dios, y si los médicos no han podido curarme con su ciencia, es porque el Señor así lo ha dispuesto. Al final estoy aquí, escribiendo estas líneas desordenadas; el dolor se ha ido y ahora puedo escribir tranquilamente. ¡Qué día tan largo! Estoy cansado y muy enojado. Tengo miedo de estar movido por el orgullo, aunque también tengo justos motivos para estar enojado. Es este el hecho del que quiero dejar constancia: hace tiempo que me preocupa el comportamiento mundano del padre Xavier Goñi, un comportamiento muy libre, quizá descreído, así como la indebida influencia que ejerce en la conciencia de Su Excelencia el Señor Virrey, del que es confesor. No tengo nada personal contra el jesuita, y nadie ha presentado denuncia contra su persona (al menos por ahora).
No quiero levantar un falso y cuando hablo de la mundanidad del jesuita Goñi no es lujuria ni avaricia a lo que me refiero, sino a un cierto espíritu racionalista y un peligroso afán de novedades. Esto, de sobra lo sé, no es cosa nueva entre los padres de la Compañía: ahí está el padre Clavijero, cuestionando el método escolástico; o el padre Alegre y su desmedida admiración por los poetas paganos. Los jesuitas, queriendo siempre estar a la moda del pensamiento, acabarán mal tarde o temprano. Sin embargo, aunque los padres Clavijero y Alegre miren con recelo el Índice de libros prohibidos, que a mí me toca hacer cumplir, ni siquiera ellos se atreverían a cuestionar frontalmente mi autoridad.
Sigo dando rodeos, ¡qué más da! Lo que quiero decir es que el padre Goñi me desafió hoy al finalizar el auto de fe. Así de claro. El jesuita instigó a Su Excelencia el Señor Virrey para que conmutase la pena del sodomita más joven; la intercesión del padre Goñi le salvó la vida al mozo. Bien es cierto que, apegándose estrictamente a la ley, no es la Santa Inquisición la que aplica la pena temporal, sino la autoridad civil. Su Excelencia tenía, pues, todo el derecho de conmutar el castigo de los reos, y no sería la primera vez que un virrey usa esa prerrogativa. Sin embargo, en esta ocasión la interferencia del padre Goñi fue descarada, ¡se atrevió a pedirle a Su Excelencia que le perdonara la vida a un sodomita sin haber escuchado previamente mi parecer!
La mayoría de la gente no advirtió lo que sucedió en el estrado de Su Excelencia, y no puedo quejarme de agravio alguno por parte del representante de Su Majestad. Se guardaron las formas y, aparentemente, no se atropelló la autoridad del Santo Oficio. Sin embargo, quienes estaban cerca de Su Excelencia el Virrey se dieron cuenta de que fue Goñi el que estuvo detrás de todo.
El indulto de hoy me preocupa por el mal ejemplo que se da a la gente de este reino. ¿Qué dirán ahora?, ¿que se puede violar la ley de Dios sin mayores consecuencias? ¿Que la Inquisición ya no tiene el apoyo de la Corona? ¿Qué será de la moral y las buenas costumbres si no hay castigos? A este paso llegará un momento, Dios no lo quiera, en que los sodomitas y los herejes podrán pasearse alegremente por las calles de esta ciudad. Quizás, incluso, llegará el día en que la santa Iglesia sea vista como enemiga de los hombres, y el padre Goñi deberá dar cuenta en el cielo de haber sido cómplice de los enemigos de Dios.
Sea por Dios. Estoy muy cansado. Mañana repasaré los hechos e intentaré conseguir audiencia con Su Excelencia.