Como si fuesen las mismísimas calderas del infierno, así arde el desierto de Nuevo México. La caravana avanza resignadamente por aquellas tierras inhóspitas. Las últimas leguas de un viaje siempre son las más largas. La distancia entre Albuquerque y Santa Fe es corta, menos de una jornada y, sin embargo, el camino se antoja interminable. Inés Goicoechea piensa una y otra vez en Rodrigo. Cada vuelta de rueda es como un clavo en su corazón, un golpe de martillo en su cabeza.
El día amaneció especialmente frío, pero dentro de poco lloverá fuego. El desierto es hirviente en el día y un glaciar en la noche. Del frío uno puede defenderse con unas mantas y una fogata, pero del calor no hay manera de escapar. El sol no tiene misericordia e inflama el desierto en cuestión de minutos. Ni siquiera los coyotes y pumas se atreven a enfrentarlo. Incluso los escorpiones evitan el sol de mediodía. Desde que cruzaron el río Grande, el aire se ha vuelto más polvoso y mordiente, casi irrespirable. La garganta se cierra. La lengua se convierte en una correa de cuero. Los labios agrietados sangran. Las gotas de sudor se evaporan en pocos minutos, dejando una estela salitrosa en el rostro. Un par de horas al sol de las doce bastan para matar a un viejo o a una mujer menuda; los niños resisten menos, una hora a lo sumo. El sol es una bola de fuego, jamás debe tomarse a la ligera.
Inés tiembla cuando piensa en el fuego. Ni el peor calor del desierto se compara con las hogueras del Santo Oficio. Malditas llamas. Malditas hogueras. Maldito fuego. Malditos inquisidores. Imagina a Rodrigo retorciéndose entre las llamas mientras la gente asiste al espectáculo como si fuese una obra de teatro. Intenta no pensar en la escena; quisiera escapar de sí misma, pero es imposible. Imagina la piel blanca de Rodrigo llagada, llena de ámpulas, negrecida, carbonizada. Lo ve amordazado, vestido con un ridículo sambenito pintarrajeado con demonios. Piensa en sus pies descalzos sobre la leña, que se enciende poco a poco; en sus ojos azules desorbitados por el dolor, en sus manos crispadas, en las pústulas sanguinolentas de su boca. Rodrigo era valiente y fuerte, pero nadie puede aguantar ese tormento sin gritar. El peor momento es el inicio, cuando la lumbre, aún débil, comienza a rozar los cuerpos. Los desdichados gritan, chillan, blasfeman, aúllan. Esos aullidos son la única compañía que, desde ese día, Inés recibe noche tras noche: unos aullidos de los que no podrá escapar nunca.