Luke llegó cuando el minué de apertura estaba acabando. Era inusualmente temprano para él, pero al parecer en Londres no se veía con muy buenos ojos que llegara uno tarde. O así se lo había advertido su tío. Theo estaba tramando algo, no hacía falta ser un genio para verlo.
—Marjorie ha traído a su ahijada del campo para que pase aquí la primavera —había comentado lord Quinn de pasada la noche anterior—. La hija del conde de Royce. Y a su hermana menor, también. Dos jovencitas encantadoras, te lo aseguro.
¿Con cuál de ellas, pensó Luke, querría casarlo?
—¿De verdad? ¿Y no serán un tanto rústicas, Theo?
—¡Válgame Dios, no! —respondió su tío—. Marjorie se ha asegurado de vestirlas. Y en todo caso, son lo bastante preciosas y educadas para que olvide uno cualquier pequeño atisbo de rusticidad. Que me aspen, si tuviera veinte años menos…
—Si tuvieras veinte años menos, querido tío, seguirías igual de apegado a lady Sterne, pero algo abochornado quizá por la diferencia de edad.
Su tío echó la cabeza hacia atrás y rio de buena gana.
—Tienes razón, muchacho. Tienes razón. Pero estábamos hablando de ti.
—Imagino —dijo Luke— que lady Sterne asistirá al baile de los Diddering mañana. ¿Con sus pupilas, tal vez?
—¿Cómo? —El tío pareció sorprendido—. ¿Es mañana ya? Vaya, tienes razón. ¿Si Marjorie estará allí con las jovencitas, dices? Podría ser. Sí, es posible que estén allí. Espero que alguien las saque a bailar, Luke. Aparte de mí, claro. Son unas desconocidas.
—Unas preciosas desconocidas —añadió Luke.
Su tío estaba excediéndose en su escenificación.
—¿Preciosas? Caray, sí. Me atrevo a decir que no les faltarán las parejas para el baile, ¿no crees?
Luke no había contestado. Se limitó a cambiar de tema. Pero para él lo que su tío pretendía estaba tan claro como un día despejado de verano.
Luke fue solo al baile, aunque Angélique, la marquesa de Étienne, había insinuado que le gustaría que fuera su acompañante. La marquesa había declarado su intención de pasar uno o dos meses en Londres poco después de que él confesara que pensaba volver a casa. En París la vida podía ser muy, muy tediosa, dijo la marquesa en aquel entonces con un suspiro, y había oído decir que Londres podía ser entretenido. No hicieron el viaje juntos y solo dieron un paseo en público, aunque él le había hecho dos largas visitas en su hotel. No tenía ningún deseo de que sus nombres aparecieran vinculados como los de una pareja estable.
El minué había acabado. La pista de baile empezó a despejarse. Las jóvenes eran devueltas a sus carabinas. Los ojos de Luke divisaron la elegante figura de lady Sterne, a quien habría reconocido aunque su tío no hubiera estado junto a ella. Desde el otro lado de la estancia, no parecía haber envejecido ni un día desde la última vez que la vio, hacía al menos ocho años, en París. Había una joven con ellos, o quizá sería más exacto decir una jovencita. Parecía tímida y dulce, y muy, muy joven. Luke la desnudó con mirada diestra y sintió que estaba cometiendo una obscenidad. No era más que una niña. Theo debía de haber perdido la razón.
Y entonces se les unió otra pareja. El caballero hizo una reverencia y se fue, dejando atrás a su acompañante. Sin duda, era la otra hija de Royce. Luke la observó con ojo crítico. Aunque solo la veía de perfil, se notaba que era la mayor de las hermanas. Vestía con un elegante tono de verde que le daba un aire fresco y atractivo. En ese momento estaba abanicándose el rostro y charlaba con lady Sterne. Luke se sacó su propio abanico del bolsillo, lo abrió y lo blandió con gesto ausente.
Cuando terminó lo que estaba diciendo, la joven se volvió. Su rostro se veía sonriente y animado. Y, sí, definitivamente era muy rústica. Unos meses en París, o quizás en Londres, borrarían enseguida esa expresión de su rostro y la sustituirían por un lánguido hastío. La joven miraba a su alrededor con un entusiasmo que casi podía palparse. Su pie no dejaba de golpetear el suelo aunque no había música. Y eso hacía que sus faldas se mecieran sugerentemente.
La joven pasó la mirada sobre Luke y le sonrió con expresión impersonal. Pero, unos instantes después, sus ojos volvieron a él. De no haber tenido una expresión tan luminosa y abierta, Luke habría jurado que estaba haciendo con él justo lo mismo que había hecho él con la hermana. De pronto, pareció darse cuenta de que él también la miraba. Le dedicó una sonrisa deslumbrante, se cubrió la boca con el abanico y siguió sonriendo con los ojos, que asomaban por encima del abanico.
Luke enarcó las cejas e hizo una leve inclinación de cabeza. Por Dios. Qué coqueta.
Pero Angélique lo había encontrado.
—Luc —dijo en un inglés con un marcado acento, colocando una delicada mano blanca sobre el amplio puño de su manga—. Has venido, cheri. Todo esto es muy pintoresco, non?
¿Pintoresco? ¿Lo era? Luke miró a su alrededor. La moda inglesa no parecía estar tan por detrás de la de París, si bien los franceses tenían por costumbre tildar a los ingleses de atrasados o, cuando menos, tratarlos con condescendencia. Por supuesto, había sutiles diferencias… más pelo y menos polvos y maquillaje de los que estaba acostumbrado a ver en una reunión social, por ejemplo. Y captó la mirada de asombro y desprecio de una dama de edad cuyos ojos estaban puestos en su abanico.
—Todo es muy inglés, Angélique —expuso—. Pero estamos en Inglaterra. ¿Es una contradanza lo que viene a continuación? ¿Me harás el honor?
Aunque a todos los efectos era un extraño para la sociedad inglesa, allí había gente a la que había conocido en París y gente que recordaba a su padre o a su hermano, y caballeros a los que había conocido en el White’s. Y, por supuesto, estaban su madre, Doris y Ashley, a quienes mostró sus respetos cuando la contradanza terminó. Una hora después de llegar, Luke se sentía totalmente integrado y estaba encandilando a las damas y conversando con los caballeros. Siempre disfrutaba de los bailes. Le gustaba bailar.
Durante más de una hora evitó a lady Sterne y sus ahijadas, aunque al parecer solo la mayor era ahijada suya. Su tío no hizo ningún esfuerzo por atraerlo a su círculo… El viejo zorro era demasiado astuto para hacerlo, o eso creía él. Seguramente ni siquiera se había dado cuenta de que Luke ya sabía lo que pretendía.
Pero Luke no le quitó el ojo de encima a la hermana mayor. La joven seguía sonriendo y brillando y disfrutando abiertamente, y no le faltaban las parejas de baile, aunque la más joven, que habría sido considerada más bella por muchos, se quedó sin pareja durante una de las piezas. A la mayor tampoco le pasaba desapercibida su presencia. Sus ojos parecían detenerse sobre su persona con demasiada frecuencia para que pudiera ser algo casual, y su sonrisa se hacía más intensa cuando sus miradas se cruzaban.
Interesante. La conocería encantado cuando Theo lo considerara oportuno y descubriría si sus modales eran igual de coquetos en las distancias cortas como de lejos. Se preguntó con sorna si la joven sería consciente de que Theo lo había elegido como su futuro marido. Y entonces trató de ser realista. Si Theo se había propuesto promocionarlo como marido, seguro que lady Sterne estaba conspirando con él. Y cabía la posibilidad de que la ahijada estuviera al corriente… si es que era ella la escogida. Quizás habían decidido que le convenía la más joven.
Debía tener cuidado. No tenía intención de dejarse atrapar en un matrimonio con una joven rústica, inocente y de ojos brillantes. Ni con nadie.
Lady Sterne y lord Quinn se habían asegurado de que ella y Agnes tuvieran pareja para el minué de apertura. Anna se dio cuenta enseguida. Y lo agradecía. Aunque solo había ido al baile para observar y darle a Agnes la ocasión de conocer a posibles maridos, una vez allí sintió que también quería formar parte de aquello. Quería divertirse. Quería bailar. Y bailó, con un amigo de lord Quinn. Sus pies se deslizaron grácilmente siguiendo los pasos; sus oídos apreciaron la riqueza de sonidos de la orquesta que interpretaba las piezas; su nariz aspiró el millar de aromas de las flores y los caros perfumes, y sus ojos quedaron deslumbrados por el colorido y el movimiento de las sedas, los satenes, las joyas. Sin duda, fue uno de los momentos más felices de su vida. Y eso a pesar de que su compañero de baile no era un hombre atractivo, ni joven, ni un gran conversador. Pero bailaba bien.
Cuando el minué acabó, se deleitó en contemplar aquel esplendor, en pie junto a Agnes, su madrina y lord Quinn, dando golpecitos en el suelo con el pie, casi como si aún pudiera oír la música. Esperaba, oh, sí, esperaba que alguien más le pidiera un baile. Quería bailar toda la noche sin descanso. Quería bailar tanto que le salieran ampollas en los pies y las piernas ya no la sostuvieran. Sonrió feliz por esos absurdos pensamientos.
Se sentía joven y hermosa, desbordante de la energía de la juventud. Y de pronto se le ocurrió que ella nunca había sido joven. Nunca había tenido la oportunidad de ser joven. Ya tenía veinticinco años y lo normal habría sido pensar que su juventud ya había pasado. Pero no era así. Tenía esa noche, esa noche mágica en la que era joven y libre y bonita y… y feliz. Se sentía tan feliz y exultante que apenas podía contenerse.
Y entonces su mente reparó en algo en lo que su mirada se había detenido hacía unos instantes. Sus ojos volvieron atrás para mirar al hombre que estaba solo en la entrada. Hasta ese momento le había parecido que estaba rodeada por un paradigma de esplendor, pero aquel hombre era… ¿Había en el mundo una palabra más poderosa que «espléndido»? Era espectacular. Aunque no parecía una palabra muy adecuada para un hombre.
No era muy alto y sí bastante delgado. Era grácil… otra palabra que no parecía adecuada para un hombre. Vestía casaca de satén rojo y chupa dorada, ambas tan saturadas de bordados y joyas que relucían. Sus zapatos tenían hebillas enjoyadas y tacones altos y rojos, de nuevo con incrustaciones. La empuñadura de su espada de gala estaba ornamentada con rubíes. Su pelo —y Anna estaba segura de que era suyo a pesar de que lo llevaba muy empolvado— estaba pulcramente arreglado en dos bucles laterales y sujeto en una bolsa de seda negra por detrás. Incluso a aquella distancia, vio con cierta perplejidad que llevaba cosméticos —polvos y colorete—, a diferencia de la mayoría de los hombres de la estancia.
Pero lo que le llamó la atención más que ningún otro detalle e hizo que volviera a mirarlo fue el pequeño abanico de marfil que agitaba ante el rostro.
Debería haber parecido afeminado, pensó Anna mientras lo examinaba con los ojos. ¿Por qué no era así? Había algo en él que resultaba sofocantemente masculino. ¿Algo en sus ojos, tal vez? La miraban muy fijos y muy directos con los párpados entornados.
Y entonces se dio cuenta de que había estado mirándolo fijamente y el hombre lo había notado. Pero claro, si la había visto mirándolo era porque él también estaba contemplándola a ella. Había sido tan descortés como ella. Sintió un cosquilleo de atracción física. Y, porque estaba en un nuevo mundo y no en el mundo real, y se sentía joven, bella y libre, hizo caso omiso su impulso inicial, que fue el de apartar la mirada confusa, y siguió devolviéndole la mirada y sonrió, admitiendo con ello que se habían sorprendido el uno al otro haciendo lo mismo. Calibrándose.
Anna fue más allá. Un instinto femenino largamente reprimido e insospechado hizo que se cubriera el rostro con el abanico hasta la nariz para poder reírse de él con la mirada. Él no le devolvió la sonrisa, pero enarcó las cejas y le dedicó una leve inclinación de cabeza, y le mantuvo la mirada hasta que una mujer tan espléndida como él reclamó su atención poniendo la mano en su manga.
Anna tuvo parejas para todas las piezas y aprovechó esa noche mágica al máximo, disfrutando de cada instante. Y, sin embargo, en ningún momento dejó de ser consciente de la presencia del hombre vestido de rojo y oro mientras bailaba y conversaba y se movía con una elegancia y una gracia que había notado desde el principio. ¿Se presentaría?, se preguntó Anna. ¿Le pediría un baile?
Esperaba que sí. Lo buscó con descaro con la mirada mientras bailaba con otros. Y con descaro le sonrió cada vez que sus miradas se cruzaron. Coqueteaba con él sin tapujos desde lejos.
Poder coquetear le pareció maravilloso. Y ni siquiera pensar en esa palabra en particular pudo hacer que se sintiera avergonzada. Su momento de juventud y libertad sería completo si el desconocido le pedía un baile.
Luke observó a su hermana mientras bailaba y vio que se comportaba con corrección con sus parejas de baile y otros jóvenes que la conocían y se acercaron a conversar con ella entre pieza y pieza. Ashley bailó una vez y luego desapareció para dirigirse, presumiblemente, a la sala de cartas. Y, por supuesto, él mismo bailó y conversó, y estuvo observando a la ahijada de lady Sterne.
En una de las piezas, en lugar de bailar, fue a la sala de cartas y vio que las apuestas no estaban altas y que Ashley estaba ganando… y bebiendo. No era una buena combinación. Lo había descubierto por sí mismo hacía tiempo. No habría conseguido la fortuna que tenía de no haberse dedicado al juego en cuerpo y alma, poniendo todos los sentidos y no embotado por el alcohol. Decidió que observaría a su hermano durante las próximas semanas. Y en ese momento, dos caballeros iniciaron una conversación con él y lo distrajeron.
Fue en la sala de cartas donde lord Quinn lo encontró. Durante unos minutos se unió al grupo, luego tomó a Luke del brazo y se alejó con él, dirigiéndolo como si nada hacia el salón de baile.
—¿Lo estás pasando bien, muchacho? Sí, señor, has hecho que se vuelvan algunas cabezas esta noche. Tu abanico de nuevo —comentó, y rio por lo bajo.
—Pensé —repuso él pasando a la acción— que querías presentarme a la ahijada de lady Sterne, Theo. ¿Es la mayor? ¿La que viste de verde?
La expresión contenida de triunfo del rostro de su tío casi resultaba cómica.
—Pues sí, muchacho. Y todos mis temores han sido para nada. La joven no se ha perdido ni una pieza. Así pues, ¿te has fijado en ella?
—Solo porque la mencionaste —mintió Luke—. Bailaré con ella si es necesario, Theo. Como gesto de deferencia hacia lady Sterne.
El baile estaba en una pausa entre piezas. Luke siguió a lord Quinn por la estancia en dirección al lugar donde lady Sterne estaba con sus dos pupilas. La mayor dejó de abanicarse cuando vio que se acercaba y volvió a hacerlo enseguida casi con furia. Bajó los ojos un momento y volvió a levantarlos con arrojo. Unos ojos grandes y verdes, según pudo comprobar cuando estuvo más cerca, realzados por el color de su vestido.
—Y bien, Marjorie, querida —dijo lord Quinn con voz fuerte y cordial—. Mira a quién me he encontrado en la sala de cartas. Y no hará ni media hora estaba diciéndote que con tanto gentío no tendría ocasión de cruzar ni una palabra con mi sobrino.
—Harndon —dijo lady Sterne sonriendo con simpatía—. Es un placer volver a verlo. Ha sido la fortuna la que ha hecho que Theodore pasara por la sala de cartas.
«Desde luego que sí —pensó Luke—. Conspira con él, sin ninguna duda».
—¿Señora? —Hizo una reverencia ante ella.
—Permita que le presente a mi ahijada —dijo la mujer—. Lady Anna Marlowe, hija de mi difunta amiga, la condesa de Royce. Y lady Agnes, su hermana pequeña. Su Excelencia, el duque de Harndon, Anna.
Luke hizo una profunda reverencia al tiempo que las dos damas flexionaban la rodilla e inclinaban la cabeza en una genuflexión. Las incluyó a las dos en el saludo, pero era en la mayor en quien estaba puesta su atención.
—Encantado —murmuró.
Una parisina se habría sentido medio desnuda sin una capa abundante de cosméticos y sin los artísticos lunares postizos. Lady Anna Marlowe no lo era. Según pudo apreciar, era de tez delicada, piel clara y saludable. Sus labios sonreían y sus ojos destellaban. Ahora que lo tenía delante, no fingió indiferencia. Podía ser coqueta, pero no era una descarada.
—Su Excelencia ha vuelto hace poco a Londres tras pasar algunos años en París —explicaba en ese momento lady Sterne.
—Hace unos días que lady Anna llegó del campo, tras un largo luto por sus padres —explicó lord Quinn casi al mismo tiempo.
Lady Anna le sonrió, con cara de no haber estado de luto en su vida o de haber albergado en su corazón ningún pesar.
—Mis condolencias —se lamentó él incluyendo de nuevo a las dos hermanas en una reverencia.
—Debe de haber sido fascinante —dijo al mismo tiempo lady Anna, con una voz tan entusiasta y alegre como su expresión.
Ella sonrió. Él inclinó la cabeza.
En los pasados años, su trato con los demás se había basado casi en exclusiva en la sofisticación. La forma tan directa en que esa mujer lo evaluaba y el evidente placer que le producía su proximidad le hicieron sentirse un tanto mareado. Un tanto deslumbrado. Ya empezaban a formarse las filas para el siguiente baile, una contradanza.
—Señora. —Hizo una nueva reverencia, pero esta vez la dirigió directamente a lady Anna—. ¿Tendré la fortuna de que no haya reservado esta pieza? ¿Me permite el honor de sacarla a bailar?
—Gracias —respondió ella casi antes de que terminara la pregunta y extendió la mano para colocarla sobre la de él—. Sí, gracias, excelencia.
Y el sol en pleno pareció brotar de la sonrisa con la que le obsequió.
—¡Qué suerte! —oyó Luke que decía su tío—. Es el baile que precede a la cena.
Cómo no. Su tío, el conspirador consumado. Luke acompañó a su pareja al final de la fila de mujeres y ocupó su lugar frente a ella en la fila de los caballeros. La música empezó.
Anna bailaba con ligereza. Luke estaba acostumbrado a tener como pareja a damas que bailaban con elegancia. El baile era algo cultivado por la gente elegante. Pero lady Anna Marlowe bailaba con mucho más que elegancia. Era casi como si la música se metiera dentro de ella cuando sonaba y ella misma se convirtiera en música, armonía y ritmo al moverse. En ella bailar era más que una destreza. Era un placer y una forma de expresión. Y mientras bailaba, salvo por las ocasiones en que los pasos de la pieza la llevaban por un momento con otra pareja, no dejó de mirarlo a los ojos y sonreír.
¿Y cómo sabía él eso?, se preguntó antes de que la pieza acabara. ¿Cómo podía saberlo a menos que sus ojos también estuvieran puestos en ella? Era encantadora y directa de una forma que le resultaba refrescante, diferente. No sabía cuántos años tendría, pero supuso que había pasado la mayoría de edad. Había sido retenida en el campo por una doble desgracia. Debía de haber sido muy triste para ella, sobre todo si eran una familia unida. Pero, aparte de eso, parecía una mujer con poca experiencia y por tanto con un carácter poco profundo. No parecía alguien que había sufrido mucho en la vida.
Y, sin embargo, la inocencia y la simplicidad podían resultar deslumbrantes cuando se combinaban con sonrisas y exuberancia. No se lamentó porque su tío se las hubiera ingeniado para que la acompañara durante el baile que precedía a la cena. Estaba deseando poder charlar con ella. Con un poco de suerte, tendría cierta habilidad para la conversación y no se limitaría a ruborizarse y obsequiarle risitas tontas, un mal generalizado entre las jovencitas sin experiencia social y vital.
Anna supo que recordaría esa velada durante toda la vida. Un tesoro inesperado y de un valor incalculable en la oscura senda de su existencia. Y se aferró a él con avidez, consciente de que tal vez sería la única que se cruzaría en su camino. Un día más y la vida volvería a su estado normal y, si bien aún pasaría casi dos meses en la ciudad, no esperaba disfrutar de más veladas como esa. No podía haberlas.
El caballero había vivido durante años en París. Eso explicaba muchas cosas. Se decía que la gente de París iba años por delante de los ingleses en moda y frivolidad. La dama que se había acercado a él poco después de su llegada y había bailado con él también era de París. Anna lo había averiguado durante el transcurso de la velada. Era la marquesa de Étienne. Su pelo estaba más corto y más rizado que el del resto de los invitados y se había aplicado los cosméticos de una forma extraña. Los polvos eran blancos y pesados; el colorete, brillante y aplicado en grandes círculos en las mejillas, sin esfuerzo alguno por difuminarlo. Los labios estaban del correspondiente rojo. Era el estilo francés, según le habían dicho a Anna. Resultaba difícil no mirarla fijamente.
Él había vivido en París. Era duque. Y no se había equivocado con sus ojos. Todo en él era refinado, lánguido. Todo menos los ojos. Eran de un gris oscuro y muy penetrantes, aunque con frecuencia los ocultaba entornando los párpados. Tenía la sospecha de que no había muchas cosas que escaparan a esos ojos. Y tampoco se había equivocado sobre otra cosa. Había un aire indefinido pero inconfundible de masculinidad en él pese a su apariencia. Y no solo eran los ojos.
La dejaba sin aliento. Siempre había pensado que el hombre de sus sueños sería alto. Ese apenas medía unos centímetros más que ella. Y, sin embargo, se encontró imaginando que sería mucho más cómodo estar en sus brazos que en los de un hombre más alto. Mucho más cómodo para los músculos del cuello.
Por un instante, la escandalizó el derrotero que estaban siguiendo sus pensamientos. No era una joven dada a las fantasías lascivas. Además, no tenía sentido y lo único que conseguiría sería sufrir más cuando la velada acabara y volviera a darse cuenta de lo sola que estaba y de lo sola que estaría durante el resto de su vida. Y, sin embargo —por dentro se estremeció—, debía dar gracias por esa soledad. Si él volvía, ni siquiera tendría eso. Pero no, no pensaría en él. No en su noche mágica.
Era su turno en el baile, les tocaba a ella y al duque de Harndon agacharse y pasar por el espacio que quedaba entre las dos filas. Anna siempre recordaría ese momento, pensó mientras sentía las manos cálidas de él sujetando las suyas. Eran unas manos fuertes y bonitas. Cuando le sonrió mirándolo a los ojos, sus labios estaban a solo unos centímetros de los de él. Sus ojos se posaron un instante en ellos.
El hombre al que estaba mirando había pasado su vida de adulto en una sociedad elegante. En París. Un hombre sofisticado y encantador… Ella misma intuía que era encantador, aunque aún no habían hablado. Un hombre de carácter frívolo. Alguien con quien había coqueteado y seguía coqueteando sin miedo. Alguien con quien podía relajarse y charlar durante la media hora de la cena. Un hombre no amenazador.
Tan diferente de… él. Por un momento pensó en el otro hombre, su cuerpo alto y delgado, el rostro hermoso y afilado, la voz suave y agradable. Cuando lo conoció, le gustó. Gustaba a todo el mundo, y seguramente seguía siendo así. Ella lo había visto como su salvador. Esperaba que le pidiera matrimonio y pensaba aceptar… no por amor, tal vez, pero sí por respeto y aprecio, y por lo que ella pensó que se convertiría en devoción. Pero no era el matrimonio lo que él tenía pensado… ni la seducción. Y eso último la desconcertaba e inquietaba quizá más que ninguna otra cosa. Si no quería casarse con ella ni utilizar su cuerpo fuera del matrimonio, entonces para qué…
Pero no. ¡No! Aquel hombre había controlado su vida y había torturado su mente durante dos años, incluso estando ausente durante uno de ellos. Pero no esa noche. Era su noche mágica y no permitiría que él se inmiscuyera a través de su pensamiento.
Anna escuchó con pesar cómo la música cesaba. Pero aún quedaba la cena, que quizá sería la mejor parte de una velada ya de por sí perfecta. ¿Cómo podía haber algo más perfecto que la perfección? Sonrió.
—Señora. —El duque de Harndon le ofreció el brazo—. ¿Me hará el honor de tomar la cena a mi lado?
Ella apoyó el brazo sobre el reluciente satén de su manga y sintió el calor de su cuerpo a través de la tela.
—Gracias, excelencia.
«Mi príncipe encantador», pensó, y sonrió alegremente por esa fantasía. Se preguntó si el príncipe de Cenicienta también vestía de rojo y oro. Y entonces deseó no haber recordado el antiguo cuento de hadas. A medianoche, el vestido de Cenicienta se convirtió en harapos, y su príncipe quedó atrás y se encontró sentada en una calabaza. Y no tenía sentido recordar que el príncipe encantador había encontrado uno de los zapatos de cristal y lo había utilizado para volver a encontrarla.
Cenicienta vivía en un cuento de hadas. Lady Anna Marlowe vivía en el mundo real.