Su madre, su hermano y su hermana estarían en el baile de los Diddering, al que su tío le insistía para que fuera. Luke ya se lo había imaginado. Después de diez años, sería demasiado incómodo reencontrarse con ellos rodeados de tanta gente. Además, no debía evitar el encuentro. Después de todo, si había ido a Inglaterra era para verlos y no podía esperar recibir una visita suya, aunque supieran que estaba en Londres. Theo se habría encargado de ello. Si dejaba pasar más días después de su regreso de París, podía pensarse que tenía miedo de verlos.
Luke no tenía miedo. Simplemente, era algo que no quería hacer y que habría deseado no tener que hacer… nunca. De haber estado George con vida o de haber tenido un heredero, todo habría sido diferente. Él podría haberse quedado para siempre en París y haber olvidado que era inglés de nacimiento. Podría haber olvidado que seguía teniendo familia allí. Ellos no lo hubieran necesitado y, desde luego, él a ellos tampoco. Había superado esa necesidad hacía mucho tiempo.
Pero George no estaba vivo, y él y Henrietta no habían tenido ningún hijo. Y ese era el dichoso vínculo que siempre lo ataba a Inglaterra y a Bowden Abbey, donde había nacido, y a la familia que seguía viviendo allí.
Era inevitable, y por ello, el día antes del baile de los Diddering, hizo su aparición en Harndon House, su casa en la ciudad. Si bien, él había alquilado otra por un mes… Un gesto absurdo, tal vez, e indicativo de cierta cobardía. El hecho era que no quería vivir bajo el mismo techo que su madre. Y no lo habían invitado a hacerlo, aunque no necesitaba invitación, claro. Quizá su madre ni siquiera se había enterado de su viaje a Inglaterra.
El mayordomo que lo recibió en el vestíbulo de Harndon House era un desconocido, pero era un maestro en el arte de permanecer impasible, cultivado entre los mejores de su gremio. Apenas pestañeó cuando Luke se identificó, aunque su reverencia se hizo más profunda y sus maneras se volvieron perceptiblemente más deferentes. Sin embargo, tenía un claro dilema. ¿Debía presentar a su señor como una visita o…?
Luke lo ayudó a decidirse.
—Pregúntele a la duquesa viuda de Harndon si recibe visitas esta mañana —dijo y cruzó el vestíbulo embaldosado para examinar un cuadro de un paisaje admirablemente ejecutado, con marco dorado.
Su madre lo recibió sola en el saloncito matinal, porque no había anunciado que tuviera intención de visitarla. Cuando él entró, se puso en pie. No había tenido más que un par de minutos para arreglarse antes de recibir al hijo al que no veía desde hacía diez años.
—¿Señora? —Luke hizo una reverencia desde la puerta—. Confío en encontrarla bien de salud.
—Lucas. —La mujer pronunció su nombre después de mirarlo en silencio durante unos segundos—. Había oído decir que habías cambiado. No te habría reconocido.
Ella estaba tal y como la recordaba: seria, de porte rígido, compuesta. Pelo oscuro sin empolvar, salpicado de canas. Era el único cambio que se apreciaba en ella después de diez años. Pero claro, su madre nunca había sido joven… ni vieja. Y nunca había sido una mujer sonriente, ni cálida ni maternal. El deber era el principio que había guiado a su madre en su vida. Y si alguna vez sintió amor por sus hijos, había quedado diluido por su empeño por prepararlos para la posición que debían ocupar en la vida. Aunque nunca fue severa ni descuidada, siempre se mostró seca y poco afectuosa.
—No era más que un niño cuando se me tildó de indigno de ser su hijo, señora —dijo—. Han pasado diez años.
Ella no contestó a sus palabras.
—Al fin has vuelto a casa para asumir tus responsabilidades, aunque no está bien que te hayas instalado en una casa que no es la tuya.
Él asintió con la cabeza, pero no le dio ninguna explicación. Y de pronto, sin motivo aparente, se encontró preguntándose si su madre lo había abrazado alguna vez. No que él recordara. Ese recibimiento, por llamarlo de alguna manera, era justo lo que habría esperado de ella. ¿Pensaba acaso que iba a recibirlo con los brazos abiertos y mirada ferviente, con lágrimas en los ojos y palabras de afecto? Aun cuando su madre se le hubiera ofrecido, él no lo habría querido. Llegaba con diez años de retraso. En su momento, su madre no hizo ningún esfuerzo por protegerlo de la severa sentencia de su padre. No le dio un beso de despedida ni le aseguró que lo amara a pesar de todo. Fue fiel a su deber hasta el final.
—Espero que mi hermana y mi hermano estén bien también.
—Doris tiene diecinueve años; Ashley, veintidós. Han vivido sin la guía de un padre durante cinco años y sin la guía de un cabeza de familia durante dos.
¿Era esa su forma de pedirle ayuda? ¿O estaba reprochándole que hubiera descuidado los deberes que conllevaba su posición? Seguramente lo último.
¿Sufrió cuando murió su padre?, pensó. ¿Cuando murió su hijo mayor? George había muerto de cólera, una enfermedad que solo se lo llevó a él de la familia, aunque por lo visto en el pueblo murieron varias personas.
—¿Hay algún problema? —preguntó.
Los dos seguían en pie en extremos casi opuestos de la estancia. Su madre no lo había invitado a tomar asiento, aunque de nuevo se le ocurrió que no necesitaba tal invitación, puesto que estaba en su casa. Sin embargo, se quedó donde estaba.
—Doris está decidida a casarse con el hombre equivocado, a pesar de que la traje a la ciudad para que encontrara a un marido digno de su posición y ha conocido a varios caballeros adecuados. Ashley está… bueno, se ha vuelto muy rebelde e intratable, y olvida por completo cuál es su posición.
—Se dice «vivir aventuras de juventud», señora.
—Lo peor es que han oído hablar de los excesos de su hermano mayor en París y esperan que apoyes sus indiscreciones o, cuando menos, hagas la vista gorda. Creen que ahora que su padre no está y George tampoco, pueden hacer lo que les plazca.
Luke enarcó las cejas.
—¿De veras?
—Has venido —dijo la duquesa viuda—. Si es para ser indulgente o hacer la vista gorda o para asumir la responsabilidad de tu posición, aún está por verse. Al igual que la pregunta de si vas a permitir que la duquesa —dijo con retintín— siga mandando en Bowden como si siguiera casada con el cabeza de familia.
Ah. Así que había un conflicto entre las dos mujeres, ¿no era eso? Entre su madre y Henrietta. Las dos eran duquesas, pero ninguna de ellas era la duquesa. Ninguna de ellas era su duquesa. Quizás era otro buen argumento para tomar esposa. El pensamiento llegó de improviso, surgió de la nada. ¿Qué más le daba si las dos mujeres se enemistaban? Le daba igual.
Y en ese momento, antes de que la conversación pudiera llegar más allá, la puerta se abrió a sus espaldas. Una joven muy hermosa, ataviada con un elegante vestido a la francesa con tontillo y con el pelo de un intenso negro sin empolvar, entró en tromba y se detuvo en seco apenas a medio metro de él.
¡Doris! No era más que una niña delgaducha y desgarbada de nueve años cuando él se marchó. Fue la única de la familia que de verdad sintió su marcha… Cuando pasó todo aquello, Ashley estaba en el internado. Aquel día, Doris se escondió entre los árboles, cerca de los portones de la entrada, al final del camino de acceso, y salió al camino cuando él pasó. Luke desmontó y la cogió en brazos, y la tuvo abrazada un buen rato antes de decirle que debía ser una niña buena, volver a casa y convertirse en una dama hermosa y educada. Doris no dejaba de llorar y no fue capaz de decir más que su nombre una y otra vez.
En ese momento, Doris lo miraba con los ojos muy abiertos y se mordía el labio. Luke tenía la sensación de que había estado a punto de arrojarse a sus brazos y se había contenido. Él, por su parte, no se movió. Hacía ya mucho que había perdido la costumbre de dar abrazos… al menos de los que se daban solo por cariño.
—¿Luke? —preguntó vacilante—. ¿Eres Luke? —Se rio sin aliento—. Decían que habías venido. Pareces tan… distinto.
Cuando era joven, no había nadie menos elegante que él. Solo le interesaban los libros y su futura carrera en la Iglesia, su familia y su hogar… y la mujer con la que planeaba casarse.
—Tú también, Doris. Has crecido. Y eres tan preciosa como imaginaba.
Ella se ruborizó y sonrió complacida. Pero el momento para los gestos espontáneos había pasado. Luke entendió, con cierto pesar, que Doris ya no se arrojaría a sus brazos. Aunque fuera su hermano, era un desconocido para ella. En un primer momento hasta había dudado de que fuera él.
—¿Por qué estás ahí de pie? —Miró con gesto dubitativo a su madre y volvió a mirarlo a él—. Ven y siéntate, Luke. ¿Vas a venir a vivir aquí? Parece raro que no lo hagas. ¿Te ha resultado difícil vivir en París? Tienes que ponerme al día sobre la última moda. Me temo que aquí estamos muy anticuados. Háblame de la moda en la ropa de las damas. Ya veo lo que visten los caballeros. Oh, Luke, estás espléndido, ¿no es cierto, madre?
En vez de contestar, la duquesa viuda hizo sonar la campanilla para que les llevaran el té.
Fue un raro regreso a casa. Aunque Doris parloteaba con aparente desenvoltura tras la sorpresa inicial, en el saloncito matinal reinaba un ambiente incómodo, rígido y formal. Luke se sentía como un extraño en una difícil visita de cortesía.
Y, en cierto modo, era justo eso.
Solo que él era el cabeza de esa familia.
Cuando estaba a punto de excusarse, la puerta volvió a abrirse y un apuesto joven entró a toda prisa. Por un instante, a Luke se le hizo un nudo en la garganta. ¿George? Pero George había muerto hacía tiempo. Se puso en pie e intercambió una reverencia con su hermano, que lo miraba con entusiasmo y admiración a un tiempo.
—¿Luke? —Se acercó—. Caray, nunca te habría reconocido. El tío Theo ya me avisó. ¡Caray!
—Ashley.
Luke inclinó la cabeza levemente. Su hermano tenía un semblante agradable y cordial. No era difícil imaginarlo inmerso en sus aventuras de juventud… una actividad admirable para un hombre de su edad, puesto que su rebeldía no era de las que pudieran destruirlo.
—He oído que eres más diestro en su uso que ningún otro hombre en toda Francia —espetó al tiempo que tomaba asiento y señalaba la espada que Luke llevaba siempre al costado—. Y también con la pistola. ¿Es cierto que has matado a tu oponente en dos duelos?
Totalmente cierto. Pero no era un tema apto para los oídos de dos damas. Dadas las circunstancias, habría sido de muy mal gusto hablar de aquello. Fue en un duelo cuando estuvo a punto de matar a su hermano mayor.
—Si es cierto —dijo con frialdad—, no es algo de lo que me guste alardear. Y no es un tema que debamos discutir en presencia de nuestra madre y nuestra hermana.
Ashley se ruborizó y al momento Luke se arrepintió por la severa reprimenda. En algún lugar muy profundo de su memoria recordaba lo que era ser joven e impulsivo.
—Yo… yo… Lo siento, madre —dijo Ashley.
Y la conversación se acabó.
Unos minutos después, Luke iba de camino a su casa alquilada, feliz por estar solo otra vez, feliz porque esa primera visita, rígida e incómoda, se hubiera acabado. Decidió que no sentía nada por esas personas. Ni siquiera por Doris… resultaba difícil ver en ella a la niña a la que tanto había querido. Se sentía aliviado.
Y, sin embargo, por dentro algo dolía. El eco de antiguos recuerdos, tal vez. Recuerdos reprimidos durante mucho tiempo, ya olvidados, de lo que fue ser rechazado por todos aquellos que habían dado un sentido y una estabilidad a su vida. El terrorífico vacío de tener que afrontar la vida solo cuando no sabía nada de la vida ni tenía defensas.
No era dolor por volver a casa. Él no quería volver. Lo que más deseaba en el mundo era regresar a París. Si tenía un hogar, estaba allí. Allí se sentía a gusto. Aquel mundo le resultaba familiar y era el mundo que lo había convertido en el hombre que era y sobre el que sentía que tenía cierto control.
Pero había vuelto a Inglaterra y había vuelto a ver a su familia… o lo que quedaba de ella. Y había vuelto a sentir la vieja mezcla de dolor e ira por el rechazo de su madre y la misma determinación por romper los lazos que lo unían a ella. No había visto ninguna señal de alegría en ella durante su visita ni había sentido nada que lo impulsara a querer volver a verla.
Y, sin embargo, también había visto a Doris y a Ashley. Y su madre había sugerido que necesitaban guía. Su guía como cabeza de familia. Él los había amado en aquella época de inocencia, cuando aún era capaz de amar.
¿Podía ofrecerles guía? ¿Algo que pudiera darse rápido y luego volver a París?
Henrietta mandaba en Bowden como si aún fuera la señora de la casa. Pero ¿por qué no? Era la viuda de George. Había sufrido por su posición. Quizá más que él, aunque ella tenía una casa confortable y una posición elevada.
Por lo que a él se refería, Henrietta podía seguir gobernando la casa y su madre podía seguir enfadándose por ello. Y, sin embargo, si él tomaba esposa, no habría ninguna duda sobre quién sería la señora de la casa.
¡Otra vez ese pensamiento! Theo y sus sugerencias, que de alguna manera siempre conseguían el mismo efecto que una aguja, pinchándolo noche y día hasta que lo obligaban a actuar.
Pero esa vez no. No sacrificaría su libertad tomando una esposa ni siquiera en pro del orden y la paz familiar.
Así pues, lo peor ya había pasado, pensó mientras seguía andando. Ya los había visto a todos, salvo a Henrietta, a quien no tenía intención de ver en absoluto. Averiguaría qué estaba pasando en la vida de Doris y Ashley, solucionaría los problemas que pudiera, mandaría a buscar los libros de cuentas a Bowden y quizá a Colby, y descubriría si había motivo para despedir al hombre y nombrar un nuevo administrador, y luego volvería a París. Para el verano ya podría marcharse.
Entre tanto, procuraría pasarlo bien. Sería una novedad hacer vida social entre los ingleses para variar, ver caras nuevas y oír rumores nuevos. Theo lo había animado a asistir al baile de lady Diddering la noche siguiente. Según su tío, era uno de los bailes más deslumbrantes de la primavera y donde resultaba más probable encontrar a toda la gente de importancia.
Lo que su tío no le había dicho era que también se trataba del lugar ideal para encontrar damas casaderas. Aunque Luke entendió perfectamente que era a eso a lo que se refería.
Iría, pues. Su madre y Doris estarían allí. Doris lo había comentado durante el té. Vería cómo se comportaba con los posibles pretendientes y si había algún indicio del compromiso poco deseable que había mencionado su madre. Y nunca estaba de más contemplar a las damas de alcurnia y bailar con ellas, incluso aunque no fueran material para su lecho. Disfrutaba mucho encandilándolas y viendo cómo sonreían y se ruborizaban. Incluso disfrutaba escoltando a las más bellas de vez en cuando.
Sí, iría. Quizás había olvidado cómo sentir emociones profundas, pero aún sabía cómo divertirse.
La fiesta de lady Diddering sería su primer baile, y según lady Sterne sería un acontecimiento importante y espléndido. La flor y nata de la aristocracia estaría allí.
Anna iba ataviada con sus nuevas galas: un vestido a la francesa de seda verde manzana con lazos desde el escote hasta el bajo con gran cantidad de bordados de oro y un peto decorado con los mismos bordados, de tal forma que parecía relucir de tanto oro. El vestido se abría por delante para dejar al descubierto unas enaguas enormes de un verde más claro que oscilaban sobre su nuevo tontillo. Anna no había dejado que le cortaran el pelo corto y lo rizaran bien apretado a la última moda, pero estaba rizado por los lados y por detrás, y empolvado de blanco. Nunca antes había usado los polvos. La pequeña cofia redondeada que llevaba era de fino encaje a juego con los tres volantes de la camisola que sobresalían por debajo de las mangas del vestido por los codos, y el mismo encaje caía desde la parte de atrás de la cofia en dos largas tiras. Los zapatos, verde claro con bordados de oro, tenían unos tacones de varios centímetros, otra novedad para ella. Había estado usándolos en privado durante un par de días para aprender a mantener el equilibrio. No llevaba maquillaje ni lunares postizos pese a la advertencia de su madrina, que había dicho que sería la excepción.
Y, sin embargo, no era en sí misma en quien Anna pensaba en los últimos minutos antes de que llegara el carruaje, no eran su apariencia o sus expectativas las que llevaron el rubor a sus mejillas y el brillo a sus ojos. Fue Agnes, que acababa de entrar en el salón donde Anna esperaba junto a lady Sterne. Cuando la vio, no pudo evitar maravillarse. Parecía imposible. ¡Si hasta hacía apenas nada no era más que una niña!
—Agnes —dijo cruzando las manos sobre el pecho—. Oh, Agnes, estás… preciosa.
¿Cómo podía no atraer a pretendientes? Seguro que habría suficientes incluso después de esa primera velada para que Agnes pudiera escoger.
—Sí —convino lady Sterne—. Estás preciosa, niña. Y no nos hemos equivocado al elegir ese tono particular de azul con la piel tan clara que tienes.
Pero Agnes, siempre tan modesta cuando se trataba de su apariencia, solo tenía ojos para su hermana.
—Anna —dijo tendiendo las manos para tomar las de su hermana—. Siempre has sido hermosa… oh, más que nadie que conozca. Pero estás… ah, no encuentro las palabras. ¿No es cierto, tía Marjorie?
—Vamos, niña —respondió lady Sterne—. Estoy por llevar un bastón conmigo al baile para ahuyentar a la multitud de jóvenes caballeros que van a congregarse en torno a vosotras dos. Creo que oigo a alguien en la puerta. Será Theodore con el carruaje. Quizás él habrá traído su bastón. Y, sin duda, lleva su espada. Apuesto a que la necesitará.
Las dos hermanas rieron y se miraron con admiración. Y, de pronto, las dos sintieron que les faltaba el aire. Cierto que eran las hijas del difunto conde de Royce y que como tales habían asistido a veladas de personas de alcurnia y habían bailado en fiestas y reuniones locales. Pero Londres les parecía un mundo diferente. Incluso después de que lord Quinn se inclinara sobre la mano de cada una y jurara que valían un potosí, y sabría Dios lo que eso significaba, y las ayudara a subir a su carruaje con lady Sterne; incluso después de que jurara que lo retarían a una docena de duelos antes de que la noche acabara por haberse rodeado tan egoístamente por las tres damas más fascinantes del baile… incluso después de eso, seguían sintiendo incertidumbre. ¿Y si sus modales eran demasiado rústicos para los gustos de la ciudad? ¿Y si su conversación era demasiado aburrida? ¿Y si los pasos de baile que ellas conocían se ejecutaban de modo diferente en la ciudad?
¿Y si nadie quería bailar con Agnes?
Viendo a su hermana, a Anna le parecía imposible que tal cosa pudiera pasar, sobre todo porque sabía que lady Sterne se aseguraría de que tuviera parejas de baile. Y aun así estaba nerviosa. Cuando el carruaje aminoró la marcha y al mirar por la ventanilla vio una gran mansión con todas sus ventanas iluminadas, sintió el estómago algo revuelto. Las puertas delanteras estaban abiertas, de modo que la luz se vertía al exterior y en el vestíbulo podía ver a damas y caballeros vestidos espléndidamente. Se había desplegado una alfombra por los escalones y el suelo para que aquellos que bajaban de los carruajes no hubieran de poner los pies sobre el duro suelo.
Agnes tenía los ojos como platos.
—¡Válgame Dios! —dijo lord Quinn mientras ayudaba a las damas a bajar del carruaje—. Han pasado muchos días desde la última vez que tuve ocasión de ser el centro de la atención y la envidia de otros. Ojalá tuviera tres brazos, pero solo he sido bendecido con dos. ¿Podrás caminar sin escolta, Marj?
Anna había conocido a lord Quinn el día antes y había sido presentada como la hija de una vieja amiga de su madrina. Le gustaba. Era un hombre de altura media y con tendencia a engordar. Tenía un aspecto agradable y mirada afable. Debía de tener la misma edad que… que él, pero aparte de eso no tenían nada en común. Y sabía hacer que se sintiera una a gusto. En ese momento, mientras ella lo tomaba de un brazo y Agnes lo tomaba del otro, no se le ocurrió nadie mejor con quien hacer su entrada en su primer baile en Londres.
—¿Nerviosa, querida? —le preguntó a Agnes.
—Un poco, señor —confesó ella.
—Algún joven la acompañará en su primer minué y en unos minutos, si acaso recuerda su nerviosismo, será con asombro. Y se dedicará a disfrutar del resto de la velada. ¿Y usted, querida mía? —dijo volviéndose hacia Anna.
—No, señor —mintió ella—. He venido a observar y a disfrutar de la vista y los sonidos de un baile en sociedad. No tengo motivo alguno para estar nerviosa.
El hombre rio por lo bajo y lady Sterne se llevó a las hermanas con premura al tocador para que se arreglaran las faldas y comprobaran sus cabellos y sus cofias en el espejo, aunque no había viento en el exterior que hubiera podido causar desarreglo alguno.
Y así fue como llegó el momento de entrar por vez primera en un salón de baile londinense. La estancia estaba decorada con flores y plantas, olía como un jardín de verano en un día caluroso. Pero las flores eran un detalle superfluo, pensó Anna, que por un instante sintió que se quedaba sin aliento. Los satenes, las sedas, los encajes y las joyas más opulentas debían de estar todas reunidas en aquella sala, vistiendo a los invitados presentes. Era difícil decir si eran las damas o los caballeros los más coloridos y espléndidos. Quizá las damas llevaban ventaja en el volumen de sus faldas y la cantidad de telas y adornos que desplegaban. Pero los caballeros destacaban por la elegancia del corte de sus casacas con los faldones completos y por las largas chupas de debajo, en las que un maestro bordador podía lucirse a placer.
Anna pensó en los estilos sobrios y formales que se llevaban en casa y miró a su alrededor, a la moda de Londres.
—¿Y bien? —le preguntó lady Sterne con una sonrisa en el rostro.
—Esto es un mundo nuevo —dijo Anna— cuya existencia creía conocer, aunque ahora veo que no.
—El asombro que sientes se refleja en tu rostro, niña —declaró su madrina—. ¿Todavía te arrepientes de que te convenciera para que asistieras?
—Oh, no.
Cuando volvía la vista atrás sobre los dos últimos años, su mente pensaba en el color… o más bien en la ausencia de este. Negro y gris, nada más. Eran los colores que habían vestido durante dos años, hasta hacía dos meses. Y estaba el pesar, primero por la prolongada enfermedad y la muerte de su madre, y luego por la repentina muerte de su padre. Pero no fue solo el luto lo que privó a la vida de su color. Fue todo lo demás también. La lucha por mantener unida a la familia pese a la adversidad; los esfuerzos por evitar la ruina y salvar a su padre de la prisión por sus deudas, y a su hermano y sus hermanas de la miseria; los esfuerzos fútiles, del todo inútiles, por saldar o redimir todas las deudas. Y lo más negro de todo… la telaraña que se había ido tejiendo inexorablemente a su alrededor, arrastrándola cada vez más adentro, atrapándola en eternidad de esclavitud. Y, sin embargo, él se fue después de la muerte de su padre. Se fue a América y prometió que volvería a buscarla. Ya hacía más de un año de eso, y quizá… —oh, rezaba para que eso pasara— ya no volvería.
Y en ese momento estaba en un mundo diferente.
Anna sonrió de pronto cuando su mirada se cruzó con la de lord Quinn y el hombre le guiñó un ojo. Y la sonrisa se mantuvo y se hizo más amplia. De pronto sintió un inesperado arrebato de entusiasmo y felicidad. Estaba en un nuevo mundo, un mundo de esplendor, un mundo de cuento de hadas con el que no soñaba desde hacía mucho, mucho tiempo, cuando soñar aún parecía tener algún sentido. Era cierto que solo sería por un breve periodo. Que quizás él volvería para reclamarla y traería de vuelta consigo la oscuridad. Pero en esos momentos, estaba en un salón de baile, en Londres, y el baile empezaba. Y tenía intención de pasarlo bien.
Oh, sí, sí, señor. Tenía intención de pasarlo como no lo había pasado en la vida. Levantó el abanico que le colgaba de la muñeca sujeto por una cinta, lo abrió y se refrescó el rostro con él. Y miró alrededor con una sonrisa de asombro y los ojos brillantes.