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—Vamos, niña —le dijo lady Sterne a su ahijada—, es hora de que pienses un poco en ti misma. Siempre has puesto a tu familia por delante… Primero tu madre, que en paz descanse, y luego tu señor padre, que descanse en paz también, y luego tu hermano y tus hermanas. Ahora Victor ya ha alcanzado la mayoría de edad y ha tomado posesión de la herencia, Charlotte se ha casado, Agnes es una preciosidad y seguro que se nos casa en cuanto se la presentemos a algunos caballeros adecuados y Emily… bueno, no puedes sacrificar tu vida por tu hermana pequeña. Es hora de que veles por tus intereses.

Lady Anna Marlowe sonrió y miró a su hermana, que se encontraba en el otro extremo de la galería mientras le tomaban medidas para confeccionarle ropa adecuada y elegante que vestir en Londres. Los rollos de telas, en su mayor parte sedas y reluciente satén, se amontonaban sobre las mesas, algunos de ellos parcialmente desenrollados. Tenía que reconocer que la escena, la idea de ver cómo se confeccionaban aquellas prendas que después vestirían, era emocionante.

—Agnes tiene dieciocho años, tía Marjorie —dijo—. Yo tengo veinticinco. Yo ya me quedo para vestir santos, como quien dice.

—Y estoy segura de que es justo lo que deseas —repuso lady Sterne—. La vida pasa deprisa, niña mía, y cuanto más vieja se hace una, más deprisa se va, créeme. Y al final acaba una arrepintiéndose por las cosas que no ha hecho. Aún no es tarde para que encuentres marido, pero lo será si esperas uno o dos años más. Los hombres no buscan una madre para sus herederos entre las mujeres que rondan los treinta… porque eso es lo que hacen cuando eligen a su esposa, buscar una madre para sus hijos. Tienes mucho amor que dar, Anna. Tendrías que concentrarte en dárselo a un marido y recibir su amor a cambio… además de la posición y estabilidad que te aportaría.

Ahí estaba la clave. Victor, el único hermano varón de Anna, había celebrado hacía poco su vigesimoprimer cumpleaños. Sus días de universitario ya habían terminado y aún hacía poco que tenía su título nobiliario. Era el conde de Royce desde la muerte de su padre hacía algo más de un año y pronto volvería a casa para hacerse cargo de sus responsabilidades. Y además acababa de comprometerse. ¿Dónde la dejaba a ella eso?, se preguntaba Anna. ¿Y a Agnes y a Emily? De pronto era como si su casa ya no fuera su casa. Y no porque Victor pensara echarlas, o Constance. Pero no estaba bien inmiscuirse en la vida de una pareja de recién casados en su propia casa… sobre todo en el papel de hermana solterona.

Anna era una solterona. Cruzó las manos con fuerza sobre el regazo. Pero no podía casarse. La sola idea hizo brotar la familiar sensación de ahogo y aturdimiento. Trató de combatir el mareo.

—Traje a Agnes a Londres por tu insistencia, tía. Es más probable que encuentre un marido adecuado aquí que en Elm Court. Si acaba casada, yo me daré por satisfecha.

—Por Dios, niña —dijo su madrina—. Insistí en que la trajeras a Londres, en que tú vinieras con ella. Mi intención era que las dos encontrarais marido, pero sobre todo tú, Anna. Eres mi ahijada, mi única ahijada. Agnes es la hija de mi querida Lucy, claro, pero no somos familia. Porque aunque sois todas tan amables de llamarme tía, no soy tal cosa. Veo que madame Delacroix casi ha terminado de tomar medidas. —Se puso en pie—. Querida mía, procuraré que también tú vistas de un modo adecuado para la ciudad. Disculpa mi franqueza, pero tu atuendo es un tanto rústico. Incluso el tontillo debería ser el doble de grande que el que llevas.

—Los tontillos grandes quedan ridículos —dijo Anna.

Quedaban ridículos, sí, pero eran muy femeninos y bonitos, dijo una voz traicionera en su interior. Y su madrina acababa de recordarle que no había ningún vínculo entre ella y Agnes. ¿Podía acaso esperarse que la llevara a todos los acontecimientos sociales en los que podría atraer a un marido? ¿No era esa su responsabilidad como hermana mayor? Y ¿no sería maravilloso vestir a la moda y moverse en sociedad, aunque solo fuera algunas veces? ¿Solo un poquito?

«Volveré. Y usted estará aquí cuando lo haga. ¿Recordará que es usted mía, Anna? ¿En cuerpo y alma?». La voz le resonó en la mente con tanta fuerza como si el hombre que había pronunciado aquellas palabras estuviera junto a ella. Y, sin embargo, aquello había pasado hacía ya un año, en Elm Court. Había pasado en un tiempo y un lugar muy lejanos. No, él no volvería, pero incluso si volvía, ¿qué mal podía haber en que disfrutara un poco? Solo tenía veinticinco años y había tenido muy pocas distracciones en la vida. Sí, solo un poquito… Al fin y al cabo, su intención no era la de encontrar marido. Anna sabía muy bien que nunca podría casarse.

—Bueno —dijo poniéndose en pie para acompañar a lady Sterne—, tal vez podría aceptar algunas prendas nuevas para no avergonzarte si me aventuro a salir contigo una o dos veces.

—Por Dios, niña, ¡cómo ibas a avergonzarme con lo bonita que eres! Y, sin embargo, la moda es importante. Ven. —Enlazó el brazo con el de Anna y avanzaron por la estancia—. Vamos, antes de que cambies de opinión.

Agnes estaba arrebolada y tenía los ojos brillantes, y en esos momentos estaba diciendo que no necesitaba todas aquellas prendas que, según madame Delacroix, eran indispensables para que una dama de alcurnia hiciera su primera aparición en sociedad. Anna miró a su hermana con ternura. Tenía dieciocho años y había guardado dos años de luto, primero por su madre y luego por su padre. Y, además, su madre estuvo enferma de tubercolisis y su padre… Bueno, su padre también estuvo enfermo. Y, además, eran pobres. Así que Agnes tuvo muy pocas oportunidades de disfrutar de su juventud.

—Por Dios, niña —le dijo lady Sterne a Agnes—, eso no puede ser, que te vean con los mismos vestidos una y otra vez. Madame Delacroix conoce su oficio. Además, le he dado instrucciones muy precisas. Y ahora le toca a Anna.

Lady Sterne había insistido desde el principio en correr con todos los gastos durante su breve estancia en Londres. Según decía, para ella tener a dos jóvenes con las que pasear y a las que presentar en sociedad sería un sueño hecho realidad. Ella no había tenido hijos. Anna había llevado consigo algo de dinero, su hermano Victor había insistido, aunque aún tardaría unos años en conseguir que la propiedad volviera a ser próspera. Quizá nunca lo sería si Victor… No, no quería pensar eso. No pensaría en nada de aquello durante uno o dos meses. Se daría la oportunidad de recuperarse un poco. Le había dicho a su madrina que llevaría un estricto registro de todo cuanto se gastara en ella y en Agnes, que lo consideraría un préstamo y se lo devolvería cuando pudiera.

Y así fue como, después de todo, Anna acabó en las hábiles manos de madame Delacroix y sufrió los habituales empujones, tirones, pinchazos y pruebas. Estuvo en pie durante lo que se le antojaron horas mientras discutía con las dos damas de más edad sobre telas y arreglos y diseños de enaguas, petos, batas, vestidos a la inglesa, vestidos a la francesa… había tantas cosas que se mareaba solo de pensarlo. Le habían puesto una cotilla mucho más apretada de lo que tenía por costumbre y bajó la vista para mirarse con cierto rubor y fascinación por la forma en la que le levantaba los senos y los hacía parecer más grandes y más femeninos. También la habían ataviado con un tontillo tan grande que no sabía cómo iba a pasar por las puertas.

Disfrutó de cada momento.

«Qué maravilloso —pensó— sentirse joven y libre». Claro que ella no era ninguna de las dos cosas. Su juventud ya había pasado, y en cuanto a su libertad… bueno. Por un momento, sintió náuseas al pensar hasta qué punto no era libre. Si él volvía de América como había prometido… Pero tampoco estaba tratando de ser libre para siempre. Apenas sería un par de meses. E incluso si él se enteraba, era complicado que fuera a echarle en cara que se hubiera permitido disfrutar por tan breve espacio.

Qué maravilloso sería poder sentirse joven y libre durante dos meses completos.

—Te lo aseguro, niña —dijo lady Sterne—, acabas de quitarte muchos años de encima. Has pasado una etapa muy difícil y en ningún momento has dejado de dedicarte a tu familia por entero. Es hora de que te dediques a ti misma. Aún no es tarde. Y como que me llamo Marjorie que te voy a encontrar un marido muy especial.

Anna rio.

—Me basta con asistir a unos cuantos bailes y conciertos, tía. Lo recordaré durante toda mi vida. No necesito un marido.

—¡Quita, quita! —dijo la madrina muy enérgica.

—¡Válgame Dios, muchacho, esta noche nos has hecho quedar a todos como unos palurdos! —dijo lord Quinn instalado en un sillón de la biblioteca de su sobrino, al tiempo que se daba una palmada en el muslo y cogía un vaso de brandi de manos de un criado antes de despacharlo. Se rio de buena gana—. Pero lo que de verdad los ha dejado boquiabiertos ha sido lo del abanico.

Lucas Kendrick, duque de Harndon, ni estaba bebiendo ni se había sentado. Se había apoyado con elegancia contra la repisa de mármol de la chimenea. Levantó el abanico al que acababa de referirse su tío, un pequeño objeto de marfil y oro, y lo abrió para agitarlo con gesto lánguido ante su rostro.

—Sirve para refrescarse la cara en una estancia calurosa. Tiene una función sobre todo práctica, querido.

Su tío tenía el ánimo risueño. Volvió a reír.

—¡Que me aspen, Luke —dijo—, es pura afectación, como puedan serlo los polvos, el colorete o los lunares postizos!

Su sobrino arqueó las cejas.

—¿Preferirías que apareciera en sociedad medio desnudo, Theo?

—Yo no, muchacho. —Dio un trago generoso a su bebida, la paladeó por unos instantes en la lengua y luego tragó—. He estado en París y sé cómo visten y se comportan allí los hombres. Aunque incluso allí, según creo recordar, tienes reputación de adelantarte a la moda, no de seguirla. Quizá sea bueno que también tengas reputación de buen tirador y espadachín; de otro modo, quizá podría pensarse…

—¿Sí? —Los ojos grises de su sobrino se entrecerraron ligeramente y el abanico se detuvo en su mano—. ¿Qué podría pensarse?

Pero su tío se limitó a reírse y lo miró de arriba abajo con gesto ocioso y apreciativo. Su mirada risueña se paseó por el pelo empolvado, que formaba dos canelones perfectos a los lados de la cabeza; su larga melena recogida por detrás en una bolsa de seda negra sujeta por una lazada negra en la nuca —era su pelo, no una peluca—; el rostro austero y hermoso con su capa de polvos y su toque de colorete y un lunar negro postizo; casaca de seda azul oscuro con faldones completos, forro plateado y exuberantes bordados y bocamangas de color plata; chupa plateada con bordados en azul; calzones ajustados de color gris y medias de seda blanca; zapatos con hebilla de plata, con sus tacones rojos altos. El duque de Harndon era la viva imagen del esplendor parisino. Y luego, por supuesto, estaba la espada de gala que llevaba al costado, con su empuñadura de zafiros, un arma con la que se decía que Su Excelencia era más que hábil.

—Me niego a contestar, muchacho —replicó lord Quinn—. No deseo encontrarme con la punta de esa espada asomándome por la espalda. Pero ha sido un detalle que dejaras el White’s tan pronto esta noche. Te garantizo que vas a ser el tema de conversación para lo que queda de velada en el club. —De nuevo rio por lo bajo—. El abanico, Luke. Caray, te juro que cuando lo sacaste y vio que lo abrías, Jessop casi se traga el oporto, con vaso y todo.

—Si recuerdas, Theo —respondió Luke abanicándose de nuevo sin participar en las risas—, abandoné París con el mayor de los disgustos. Tú me convenciste de ello, pero que me aspen si dejo que me convenzas también para que me convierta en el típico caballero inglés que merodea por sus tierras ataviado con un gabán mal ajustado, la fusta en la mano y los perros a sus pies, con la barriga llena de cerveza inglesa y maldiciendo a diestro y siniestro. No esperes tal cosa de mí.

—Escúchame bien, Luke —dijo su tío de pronto, muy serio—. Si tuve que persuadirte para que volvieras a casa fue porque tú no asumías tus responsabilidades y todo iba a deteriorarse y a echarse a perder en Bowden Abbey en tu ausencia.

—Tal vez —comentó muy frío el duque de Harndon—. Me importa un bledo lo que pase con Bowden Abbey y con los que viven allí, Theo. Me ha ido muy bien sin ellos estos últimos diez años.

—Nada de eso, muchacho. Te conozco mejor que la mayoría. Podrás parecer todo lo frío que quieras cuando no estás encandilando a las damas y engatusando a las más bonitas para llevártelas a la cama, y puede que tengas derecho a ser frío después de la forma tan injusta en que se te trató. Pero sé que el Luke de hace diez años sigue siendo en su mayor parte el mismo Luke de ahora. Te importan, muchacho. Y tienes una responsabilidad. Ahora eres el duque de Harndon, desde hace dos años.

—Nunca deseé esa posición ni la esperé, Theo. George era mayor que yo y se casó hace diez años. —Por un momento, en su voz hubo algo parecido a una mueca de desprecio—. Lo normal habría sido que engendrara un heredero varón en los ocho años que transcurrieron antes de su muerte.

—Sí —dijo su tío—. Pero hubo un único hijo que nació muerto, Luke. Te guste o no, tú eres el cabeza de familia, y te necesitan.

—Tienen una forma bien extraña de demostrarlo —repuso Luke abanicándose despacio otra vez—. De no ser por ti, Theo, ni siquiera sabría si alguno de ellos está aún con vida. Y si están pasando necesidad, quizás acabarán por arrepentirse si acudo en su ayuda.

—Es hora de curar las viejas heridas y superar la incomodidad de un largo silencio por ambas partes. Ashley y Doris eran demasiado jóvenes para responsabilizarlos por lo que pasó, y tu madre, mi hermana… Bueno, tu madre es tan orgullosa como tú, muchacho. Y Henrietta… —Y se encogió de hombros con un gesto elocuente, sin poder acabar la frase.

—Y Henrietta es la viuda de George —dijo Luke en voz baja, sin agitar el abanico.

—Sí —susurró lord Quinn—. Muchacho, has empezado con muy mal pie alquilando esta casa en lugar de establecer tu residencia en Harndon House. A la gente le resultará un tanto extraño que vivas aquí mientras tu madre, tu hermano y tu hermana están allí.

—Querido —dijo Luke mirando a su tío con los párpados entornados y mirada penetrante—, olvidas que me importa un bledo lo que piense la gente.

—Cierto. —Lord Quinn apuró su vaso—. Pero ni siquiera les has hecho una visita.

Luke se sentó, por fin, cruzando una pierna con elegancia sobre la otra. Dejó el abanico y se sacó del bolsillo una cajita de rapé esmaltada y enjoyada. Se puso un pellizco del tabaco en el dorso de una mano y procedió a aspirar un poco por cada orificio nasal antes de replicar.

—No, aún no los he visitado, querido. Tal vez mañana o pasado mañana, o quizá nunca.

—Y, sin embargo, has vuelto a casa —le recordó su tío.

—He vuelto a Inglaterra —repuso el duque—. A Londres. Tal vez ha sido por curiosidad, Theo, para ver cómo ha cambiado en diez años. Tal vez me sentía inquieto y aburrido en París. O tal vez es que estoy cansado de Angélique. Aunque me ha seguido hasta aquí. ¿Lo sabías?

—¿La marquesa de Étienne —preguntó lord Quinn—, conocida en ocasiones como la mujer más bella de Francia?

—La misma —concedió Luke—. Y debo admitir que coincido con la opinión general. Pero hace ya seis meses que es mi amante. Y no suelo dejar que ninguna pase de tres. No es fácil deshacerse de una amante después de los primeros tres meses. Se vuelven muy posesivas.

Lord Quinn sofocó una risa.

—Es evidente —comentó su sobrino— que todo el mundo sabe que tú tienes a la misma amante desde hace diez años o más, Theo.

—Quince —lo corrigió su tío—. Y no es posesiva, Luke. Sigue negándose a casarse conmigo cuando la conciencia me empuja a sacar de nuevo el tema del matrimonio.

—Un dechado de virtudes.

—¿Regresarás a Bowden? —preguntó el tío como si nada.

—Querido, serías un conspirador excepcional. Vas paso a paso, hasta que tu víctima ha hecho todo cuanto te habías propuesto que hiciera. No, no tengo ningún deseo de regresar a Bowden. No siento ningún apego por ese lugar.

—Y, sin embargo —le recordó su tío—, es tuyo, Luke. Mucha gente depende de ti allí, y se rumorea que no se está dirigiendo como debiera. Los arrendamientos son altos y los salarios bajos, y las granjas están cayendo en el abandono más absoluto.

El duque de Harndon volvió a abanicarse el rostro y le dirigió a lord Quinn una mirada penetrante.

—Hace diez años se me tachó de asesino. Mi propia familia, Theo. Tenía tan solo veinte años y era inocente como… bueno, puedes completar el símil por ti mismo. ¿Es posible encontrar a alguien tan increíblemente ingenuo como lo era yo a los veinte años? Me vi obligado a huir y todas mis misivas suplicantes y abyectas me fueron devueltas. Me dejaron sin un penique. Me abrí camino en la vida sin ayuda de mi familia, con la excepción de ti, Theo. ¿Y ahora debo volver para solucionar sus problemas?

Su tío sonrió, pero era una sonrisa suave, desprovista del buen humor del que hasta entonces había hecho gala.

—En una palabra, sí, muchacho. Y tú lo sabes lo mismo que yo. Estás aquí, ¿no?

El duque inclinó la cabeza dándole la razón, pero no contestó.

—Lo que tendrías que hacer es tomar esposa, Luke. Quizá te sería más fácil volver si estuvieras casado, y ya es hora de que te pongas a la labor de engendrar herederos.

La mirada de su sobrino se había vuelto glacial y altiva.

—Tengo un heredero —dijo—. Ashley puede sucederme cuando yo muera, del mismo modo que yo sucedí a George.

—Suele haber disensión entre los hermanos cuando uno es heredero del otro.

—¿Como sucedió entre George y yo? —Luke se abanicó el rostro despacio—. Pero no fue porque yo fuera su heredero, Theo. Y fuimos muy buenos amigos hasta que él cumplió los veinticuatro y yo los veinte. No recuerdo haberle envidiado jamás el título a pesar de lo que pudiera decirse después. Hubo una causa muy concreta para nuestra disputa. Casi lo mato, ¿no es cierto? Según dijo el médico, no lo maté por un par de centímetros. Un par de centímetros. Y yo era un pésimo tirador en aquella época.

Su voz sonaba fría, casi amarga.

—Estamos en primavera —dijo lord Quinn—, la época en la que la alta sociedad en pleno se encuentra en la ciudad, Luke. El momento perfecto para elegir a una dama adecuada para el lecho de un duque.

—Este duque no anda buscando compañera. La mera idea me da escalofríos. —Y fingió un teatral estremecimiento para enfatizar sus palabras.

—Quizá quieras considerarlo con mayor detenimiento cuando me vaya —dijo lord Quinn poniéndose en pie y estirándose—. Tengo que irme, muchacho.

—Me animas a casarme y, sin embargo, tú eres veinte años mayor que yo y nunca has encontrado el momento. Ya tienes cincuenta años y sigues siendo soltero.

El tío sofocó una risita.

—Tuve la desgracia de enamorarme de una dama casada. Y para cuando enviudó ya era demasiado tarde para que me diera un heredero. O quizá no, quién sabe. No importa. Yo no soy más que un barón. Y no tengo un montón de parientes díscolos pendientes de mí.

—¿Y yo sí? —dijo Luke cerrando el abanico para ponerse en pie y acompañar a su tío—. Deben entender que no lo voy a tolerar. No me gusta tener a nadie pendiente de mis pasos a menos que yo lo invite a hacerlo.

Una vez más, su tío se rio de buena gana.

—Toma esposa, Luke. ¡Válgame Dios!, sería la mejor solución para ti. Créeme. Y que te dé hijos lo antes posible. Tendré los ojos bien abiertos para ver quién está disponible este año. Muchacho, te elegiré a la más bella, siempre y cuando su posición social y su linaje acompañen a su belleza.

—Gracias, querido —dijo su sobrino con aire lánguido, siguiendo a lord Quinn al vestíbulo—, pero tengo por costumbre elegir yo mismo a mis compañeras de cama. Y no suelo dejar que lo ocupen durante más de tres meses seguidos. —Hizo una mueca al tiempo que un lacayo se adelantaba para abrir la puerta de la calle—. ¿De verdad tienes que encasquetarte el sombrero y que parezca que lo llevas pegado a la peluca? ¿No sabías que los sombreros no son para llevarlos en la cabeza, sino como decoración bajo el brazo?

Su tío echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada muy poco elegante.

—¡Al cuerno con la moda francesa! Ahora vives en un clima inglés, hijo. Aquí los sombreros no son un ornamento, están para mantener la cabeza caliente.

—¡Dios nos asista! —comentó el duque muy encendido.

Y volvió a la biblioteca cuando la puerta se cerró tras su tío.

Una prometida. Nunca se había planteado en serio tomar esposa, aunque tenía treinta años y de forma inesperada había subido de nivel con la muerte de su hermano hacía dos años, solo tres después de la muerte de su padre. No había considerado la idea de tomar esposa desde hacía al menos diez años. Y no le apetecía en especial pensar en ello.

El matrimonio no estaba hecho para él. El matrimonio significaba compromiso. Significaba pertenecer a alguien y que alguien te perteneciera. Significaba hijos y las ataduras que conllevaban. Significaba estar atado en cuerpo y alma. Significaba ser vulnerable… otra vez.

En ese momento, no era vulnerable. Ya habían pasado diez años —bueno, nueve, si tenía en cuenta que el primer año lo pasó lloriqueando y suplicando, y que luego se entregó a una vida de autocompasión y libertinaje desenfrenado—, diez años cultivando con esmero su invulnerabilidad. Había amasado una fortuna por sus propios medios, primero con el juego y después con inversiones estudiadas con cuidado. Se había convertido en un perfecto caballero parisino, y no solo lo aceptaban en todas partes, también lo buscaban en los círculos más elevados. Había aprendido a atraer a las damas más bellas y elegantes, y a hacerles el amor y deshacerse de ellas cuando se cansaba. Había recibido la enseñanza de expertos en el uso de la espada y la pistola, y se había convertido en alguien mortífero con ambas armas; había aprendido cómo ser encantador en sus maneras, pero de corazón insensible. Había aprendido que no se debía confiar en el amor, ni siquiera en el de la propia familia. Especialmente en el de la propia familia. Había aprendido a no esperar amor ni a darlo.

Luke sabía que tenía reputación de hombre despiadado y sin corazón. Era la reputación que quería. Así era como quería que lo viese el resto del mundo. Como quería ser.

¿Y tenía que plantearse tomar una esposa? ¿Solo porque su tío pensaba que era una buena idea? ¿Cuándo había permitido que su tío tomara las decisiones por él? Lo cierto, pensó, apoyándose de nuevo en la repisa de la chimenea y mirando con gesto ausente al otro lado de la habitación, era que seguía su consejo con frecuencia. Por sugerencia de Theo, había ido a Francia y había acabado por renunciar a la idea de volver a casa para recuperar su vida pasada… En ese momento se le antojaba ridículo que en aquel entonces hubieran querido para él una vida de dedicación a la Iglesia y que él mismo quisiera ser clérigo. Fue su tío quien sugirió que viajara a Francia para buscar una nueva vida. Y había vuelto a casa también por sugerencia de Theo… Bueno, no había vuelto a casa exactamente. Había vuelto a Inglaterra. A Londres. No estaba seguro de poder poner un pie en Bowden Abbey.

Henrietta estaba en Bowden. Su cuñada. La viuda de George.

Si tuviera una esposa, quizá le resultaría posible ir a casa. El pensamiento llegó sin avisar.

Pero él no quería una esposa. Y no quería ir a Bowden.

Sin embargo, Theo le había recordado que tenía responsabilidades allí, que había personas que dependían de él aparte de los miembros de su familia. Que el diablo se los llevara a todos, pensó. ¿Qué eran esas personas para él? Formaban parte de la servidumbre y de los arrendatarios que trabajaban las tierras de su padre. De George.

Y en ese momento de las suyas.

Él nunca había querido ser duque de Harndon. Jamás había envidiado la posición de George como primogénito. Tenía suficiente con ser lord Lucas Kendrick. Puede que incluso el reverendo lord Lucas Kendrick. Sonrió con pesar, aunque quizá la sonrisa fue más una mueca que una sonrisa. Pobre joven ingenuo. Tan entusiasmado a sus veinte años por entrar en la Iglesia, casarse y vivir feliz para siempre.

Bien, decidió, haría un esfuerzo y vería a su madre, puesto que estaba en la ciudad, y a Doris y a Ashley también. A juzgar por las palabras de Theo, había problemas con su hermana y su hermano, problemas con los que su madre no parecía capaz de hacerse y que tendría que solucionar él. Y los solucionaría, por Dios. Pero los problemas de Bowden los resolvería desde lejos. Nombraría un nuevo administrador, tal vez, y se desharía de Colby. O mejor, llamaría a Colby a Londres y dejaría que hablara por sí mismo.

No pensaba casarse. Se lo diría a Theo en términos bien claros la próxima vez que se vieran. Había que ser muy claro con Theo o, de lo contrario, sin darse cuenta se encontraba uno haciendo justo lo que él quería. Desde luego, se había equivocado de vocación. Debería haber sido diplomático.

Luke había vuelto a Inglaterra para hacer una aparición como duque y para visitar a su madre, su hermano y su hermana mientras estaban en Londres. Había ido para ejercer su autoridad allí donde se necesitara… y solo en esos casos. Había ido allí a regañadientes por su sentido del deber… Y sí, quizá también por curiosidad. Pero no pensaba quedarse. En cuanto pudiera, volvería a París, donde estaba su sitio, donde era feliz… O sea, tan feliz como pudiera serlo un hombre sin corazón. En realidad, él no buscaba la felicidad. Si uno era feliz, también podía ser infeliz, y era inevitable que eso pasara tarde o temprano. Lo mejor era evitar en lo posible ambos extremos.

Lady Sterne se miró a sí misma sin demasiado entusiasmo. Estaba desnuda hasta la cintura, y a partir de ahí una sábana la cubría. Supuso que ya había llegado a una edad en la que era mejor cubrirse cuando hubiera otros ojos que la miraran además de los suyos. Ya no era joven ni bella. Pero volvió la cabeza sobre el brazo de su amante y reparó en los signos de la edad que se apreciaban también en su rostro y su torso. No le importaba, decidió. Ya hacía mucho que se conocían. Si lo viese por primera vez en ese momento, pensó, quizá —sin duda— lo vería como un hombre de mediana edad. Y le parecería aún mayor si lo viera sin peluca, como estaba viéndolo en ese momento, con ese pelo que empezaba a clarearle y cortado muy corto. En cambio, sus ojos solo veían al hombre al que conocía y amaba desde hacía años.

Él abrió los ojos y le sonrió.

—Los años se nos acumulan y se nos empiezan a notar, Marj —dijo, haciéndose eco de los pensamientos de ella—. ¿Me he pasado nuestra tarde juntos durmiendo?

—No, Theo. No dormiste durante la primera parte. ¡Ah! —Suspiró con satisfacción y se desperezó con exuberancia, sintiendo una de las piernas de él colocada sobre la suya—. Creo que esto mejora con la edad.

Él sofocó una risa.

—Pero antes no dormíamos nada. —Y de pronto cambió de tema para retomar la conversación que los había tenido ocupados antes de hacer el amor—. Entonces, ¿te parece bien la mayor? ¿No crees que es demasiado vieja, Marj?

—¿Para darle algunos hijos varones y alguna hija? —preguntó ella con desdén—. Por Dios, Theo, solo tiene veinticinco años. Tampoco es tan vieja. Posee una gran belleza y hace gala de una madurez muy adecuada. Ha sufrido mucho.

—La madurez —dijo él algo seco— no va a hacer babear precisamente a Harndon, amor. Quizá la otra joven le resulte más apetecible.

—Quizá. No conozco sus gustos. Pero Agnes solo tiene dieciocho años. Es guapa y dulce, pero no sería más que un juguete para un hombre con la edad y la experiencia de Harndon. Anna podría ser una compañera.

—Marj, algunos hombres quieren un juguete por esposa. Y una madre para sus hijos, por supuesto. Dieciocho me parece una buena edad.

—Hazlo por mí —volvió la cabeza para besarle la mejilla—, dejemos que sea Anna, Theo. Es una persona muy querida para mí y me gustaría que se casara con un duque. Y si encima es tu sobrino…

Él volvió la cabeza y sus labios se encontraron.

—¿Por qué no? De todos modos, no es fácil manejarlo. Me he pasado dos años engatusándolo solo para conseguir que vuelva a Inglaterra. Es posible que tarde otros dos en conseguir que vaya a Bowden. E insiste en que no está buscando esposa. Trataremos de despertar su interés por la bella madurita.

—También Anna insiste en que no busca marido —dijo lady Sterne—. He tenido que desplegar todo mi ingenio para convencerla de que acepte un vestuario elegante para moverse por la ciudad. Tenía un aspecto bastante rústico.

Lord Quinn hizo una mueca.

—A Harndon eso no le gustará. Así pues, si aceptamos que es muy probable que estemos embarcándonos en un imposible, ¿cuándo te parece que los reunamos? ¿En el baile de lady Diddering?

—Dentro de dos noches. Sí, es perfecto, Theo. Oh, ojalá funcione. Mi querida Anna convertida en duquesa. Y una dama de fortuna. Estoy tan impaciente por verla feliz como si fuera mi propia hija.

Él le acarició el pelo.

—¿Ha sido motivo de pesar en tu vida el no haber tenido hijos, Marj? Si lo hubiéramos intentado, tal vez…

—No. Lamentarse por el pasado no tiene sentido, Theo. He tenido una buena vida, y aún no se ha acabado, ni mucho menos. Solo estoy en los cuarenta. De hecho, aún no es del todo imposible que… —Pero no terminó la frase.

—Bueno, de momento esta tarde casi ha acabado. Voy a cenar con los Potter, y siempre son muy puntuales. Si te parece, podemos aprovechar el tiempo que nos queda.

—Sí. —Se volvió hacia él con otro suspiro de satisfacción—. Sí, hagamos eso, Theo.