Nuestra vieja gata atigrada, Joan Jett, me está esperando cuando abro la puerta de casa al volver de clase. A Joan Jett le encanta darnos la bienvenida —en eso es más perro que gato—, ella vive para maullar, aullar y llamar la atención. Por eso dice mi madre que se parece mucho a su tocaya, la Joan Jett de carne y hueso, esa mujer que en los setenta fue miembro de una banda compuesta solo por mujeres, llamada The Runaways, antes de formar su propio grupo. Cuando Claudia y yo éramos pequeñas, solíamos grabar vídeos de Joan Jett la gata bailando canciones de Joan Jett la cantante.
Le hago una caricia rápida a Joan Jett y acto seguido veo una nota de mi madre en la cocina. Podría mandarme un mensaje, pero le gusta lo que ella llama «la cualidad tangible del papel».
Hoy trabajo hasta tarde. Los abuelos dicen que puedes ir a cenar con ellos si quieres. Por favor, dobla la ropa que está encima de mi cama y guárdala. Te quiero. Besos, mamá.
Tengo edad suficiente para quedarme sola en casa si mi madre tiene que trabajar hasta tarde en la clínica de urgencias en la que trabaja como enfermera. Cuando era pequeña y ella tenía un turno raro, mi abuela me recogía en clase para llevarme a su casa, donde cenaba algún plato congelado de Stouffer’s con ella y el abuelo. Luego los tres intentábamos adivinar las respuestas de La ruleta de la fortuna antes de que me arroparan en la cama de la habitación que había sido de mi madre cuando era joven. La abuela la había redecorado en tonos rosa y verde claro, y no quedaba rastro de los viejos pósteres de punk rock ni de las pegatinas de mi madre, pero yo solía mirar por la ventana de su antigua habitación y me la imaginaba de joven, salvaje y decidida a irse de East Rockport para nunca volver. Aunque solo consiguió cumplir la mitad del plan, los años de juventud de mi madre todavía me fascinan.
En aquel entonces siempre acababa quedándome dormida. Y luego, dependiendo de lo cansada que estuviera mi madre al volver a casa, o bien me despertaba con mi abuelo viendo el programa Today, o bien me despertaba mi madre en mitad de la noche para recorrer los diez segundos a pie de distancia que había entre nuestra casa y la de mis abuelos, cogida de la mano de mi madre, percibiendo ligeramente el olor a menta y antiséptico que siempre la acompañaba a casa desde el trabajo. Hoy en día solo voy a casa de mis abuelos para cenar, aunque todavía intentan que me quede a dormir como en los viejos tiempos.
Me vibra el teléfono. La abuela.
—Hola, cariño. Estoy calentando enchiladas de pollo —me dice—. ¿Quieres venir a cenar?
Los abuelos desayunan a las cinco de la mañana, comen a las once y cenan a las cinco menos cuarto. Antes pensaba que era porque son mayores, pero mi madre me dijo que siempre han comido a esas horas, y que cuando se marchó de casa a los dieciocho se sentía una rebelde por cenar de noche.
—Vale —le contesto—. Pero, primero, tengo que doblar la ropa.
—Ven a casa cuando termines.
Cojo un trozo de queso de la nevera para picar algo y respondo a algunos mensajes de Claudia sobre lo pesado que es su hermano pequeño, hasta que siento que ha llegado el momento de doblar la ropa. Joan Jett me sigue corriendo y lloriqueando mientras me dirijo a la habitación del fondo, donde me encuentro con una montaña de ropa sobre la cama deshecha de mi madre. Empiezo por doblar la ropa interior de color pastel formando unos cuadrados perfectos y luego cuelgo los sujetadores húmedos en el baño para que se sequen. Solo hay ropa de mujer. Cuando yo era un bebé, mi padre murió en un accidente de moto en la calle, en Portland, Oregón, donde vivíamos mi madre, mi padre y yo. Se llamaba Sam, y sé que sonará un poco raro lo que voy a decir sobre él, si ni siquiera le recuerdo, pero por las fotos sé que era superguapo, con el pelo rubio oscuro, los ojos verdes y la cantidad justa de músculos para resultar atractivo sin llegar a parecer un cachas asqueroso.
Mi madre todavía le echa de menos. Una noche de hace un año, más o menos, después de haber bebido bastante vino, me dijo que se le hacía raro envejecer y que Sam siempre tuviera la misma edad. Así es como lo llamaba. Sam. Nada de «tu padre», sino Sam, porque en realidad eso era él para ella, más que ninguna otra cosa, supongo. Su Sam. Luego se fue a su habitación y la oí llorar antes de dormirse, un comportamiento nada habitual en una persona tan sensata como mi madre. A veces me siento culpable por no echarle de menos, pero no soy capaz de rescatar ni el más mínimo recuerdo. Solo tenía ocho meses cuando murió, y tras el accidente mi madre y yo nos mudamos a East Rockport para que mis abuelos nos ayudaran cuidando de mí mientras mi madre volvía a estudiar para terminar de formarse como enfermera. Y dieciséis años después seguimos aquí.
Mientras cuelgo algunos vestidos sencillos de verano de mi madre, mis ojos se posan sobre una caja de zapatos grande y hecha polvo que guarda en la estantería superior de su armario. Tiene escrito con rotulador negro MI JUVENTUD MALGASTADA. Cuelgo el último vestido, cojo la caja y la llevo a mi habitación. No es la primera vez que miro lo que hay dentro. Cuando Claudia y yo pasamos por la época de los vídeos de Joan Jett bailando, me encantaba coger la caja y estudiar su contenido, pero no la he revisado en años.
La abro y con cuidado vacío encima de la cama el contenido, cintas de casete, fotografías viejas, folletos de colores fosforescentes y numerosos cuadernillos fotocopiados con títulos como Girl Germs y Jigsaw y Gunk. Cojo una polaroid de mi madre en la que parece tener solo unos cuantos años más que yo ahora, tal vez diecinueve o veinte. En la fotografía luce un mechón rubio platino en su melena oscura y larga, y lleva un vestido verde harapiento, tipo baby doll, con botas militares. Le saca la lengua a la cámara y rodea con los brazos el cuello de una chica de ojos oscuros y con un piercing en la ceja. En uno de los brazos de mi madre hay unas palabras escritas en rotulador negro: REVOLUCIONES SÍ, DIETAS NO.
Mi madre no habla mucho de esos años de juventud antes de conocer a mi padre en Portland, pero cuando lo hace siempre esboza una sonrisa de orgullo. Tal vez recuerde que después de graduarse en el instituto condujo el viejo Toyota que se había comprado con su propio dinero hasta la Universidad de Washington State solo porque era allí donde vivían y tocaban sus grupos favoritos. Grupos con nombres como Heavens to Betsy y Excuse 17. Grupos formados casi exclusivamente por chicas que tocaban punk rock, hablaban de igualdad de derechos y creaban pequeñas revistas denominadas zines.
Se llamaban a sí mismas Riot Grrrls.
En aquella época mi madre era salvaje. Salvaje en plan media cabeza rapada, Doc Martens negras y pintalabios violeta, del color de un buen moratón. Aunque mi madre es bastante relajada en comparación con muchas otras madres —siempre ha sido sincera conmigo en temas de sexo y no le importa si de vez en cuando digo algún taco delante de ella—, siempre me cuesta comparar la imagen de la chica de la polaroid con la madre que tengo ahora. La madre que viste una bata de enfermera color lavanda con mariposas y que se sienta una vez al mes a la mesa de la cocina para ponerse al día con la contabilidad.
Cambio de postura para estar más cómoda en la cama y miro con atención la primera página de uno de los zines de las Riot Grrrls. Tiene un recorte de un cómic antiguo de Wonder Woman donde ella aparece con las manos en la cadera y actitud combativa. La chica que hizo el zine escribió unas palabras saliendo de la boca de Wonder Woman con las que advertía a los hombres de que la dejaran en paz mientras caminaba por la calle a menos que quisieran llevarse una bofetada en la cara. Le sonrío a la imagen. Mientras hojeo las páginas, me doy cuenta de que desearía que Wonder Woman visitara East Rockport High y asistiera a todas las clases que tengo con Mitchell Wilson. Cuando Joan Jett maúlla pidiendo su cena, me obligo a recoger la caja y devolverla al armario de mi madre. No consigo explicarme por qué exactamente, pero hay algo en el contenido de la caja que me hace sentir bien. Comprendida, de algún modo. Y es raro, porque lo de las Riot Grrrls fue hace un millón de años y ninguna de esas chicas me conoce. Pero no puedo evitar pensar que ojalá las hubiera conocido.
La abuela está obsesionada con los gallos. Gallos en los paños de cocina, gallos en los platos, gallos de cerámica que caminan a lo largo del alféizar de la ventana de la cocina como si formaran parte de un desfile de gallos. Incluso tiene un salero y un pimentero en forma de —sí, lo has adivinado— gallos.
Cojo el salero y arqueo una ceja ante la sonrisa simpática y permanente del gallo.
—¿Los gallos sonríen de verdad? —pregunto mientras me echo sal en mi porción de verduras de lata.
—Pues claro —responde la abuela—. Son muy sociables.
Mi abuelo se limita a gruñir y clava el tenedor en su plato de enchiladas de pollo de Stouffer’s.
—¿A cuántos gallos conoces personalmente, Maureen? —le pregunta.
—A varios —responde la abuela, sin inmutarse, y el abuelo se limita a suspirar, pero sé que le encanta que la abuela nunca le deje tener la última palabra.
Me doy cuenta de lo muy abuelos que son mis abuelos. Me gusta escucharlos charlar, sus tomaduras de pelo amables, la manera en que dos personas que llevan juntas más de cuarenta años se comunican entre sí. Me gusta que mi abuelo tenga dichos divertidos que suelta una y otra vez con voz de gran autoridad. («Vivian, la mujer del quesero, ¿qué será?, y la casa del quesero, ¿qué sería?») Me gusta que mi abuela no haya resuelto nunca un panel de La ruleta de la fortuna, pero que siga insistiendo en ver el programa cada noche y gritando las respuestas que se le pasan por la cabeza en ese momento. («¡El señor Potato! ¡Tomates verdes fritos! ¡Patatas fritas de cebolla y crema agria!»)
Básicamente, se podría decir que son entrañables.
Pero, como la mayoría de los abuelos, no tienen idea de lo que es ser una chica de dieciséis años en primero de bachillerato.
—¿Ha pasado algo interesante hoy en el instituto? —me pregunta la abuela, mientras se limpia las comisuras de los labios con la servilleta.
Con el tenedor arrastro las judías de un lado a otro del plato mientras repaso el día mentalmente y pienso en los deberes que me esperan en la mochila.
—Nada que se pueda considerar interesante —contesto—. Me han mandado un montón de deberes extra de lengua porque Mitchell Wilson y sus amigos son unos capullos.
El abuelo pone mala cara y la abuela me pregunta qué quiero decir, así que les cuento lo del estúpido comentario de Mitchell.
—No entiendo lo que significa —dice la abuela—. ¿Por qué quiere que alguien le haga un bocadillo?
Respiro profundamente.
—No quería un bocadillo, abuela —comento—. Es solo... Es una broma estúpida que hacen los chicos para decir que las chicas no deberían salir de la cocina ni tener opiniones sobre nada.
Voy subiendo el tono de voz mientras hablo.
—Ya veo. Sin duda, no es un comentario muy agradable por parte de Mitchell —dice la abuela mientras le pasa la sal al abuelo.
Me encojo de hombros y por un momento imagino cómo debe ser estar jubilado y poder pasar los días holgazaneando con tu colección de gallos de cerámica, totalmente ajeno a la realidad del instituto de East Rockport.
—El comentario...
Hago una pausa y visualizo las manchas rojas y brillantes en la piel de Lucy Hernandez, muerta de vergüenza. Por un momento, el recuerdo me enciende de los pies a la cabeza, pero lo que yo siento no es vergüenza.
—Creo que es un comentario totalmente machista.
Sienta bien decirlo en voz alta.
—Esperaba mejores modales del hijo del director —dice la abuela, pasando por alto mi comentario.
—¿Te imaginas lo que habría hecho Lisa al escuchar un comentario así? —dice mi abuelo de pronto, levantando la vista de sus enchiladas para mirar a mi abuela—. ¿Te lo puedes imaginar?
Miro a mi abuelo con curiosidad.
—¿Qué? —le pregunto—. ¿Qué habría hecho mi madre?
—No quiero ni pensarlo —responde la abuela, levantando la mano como si fuera un guardia urbano impidiéndonos el paso.
—Tu madre no habría hecho solo una cosa —continúa el abuelo—. Sería una lista de cosas. Habría empezado por presentar una demanda. Luego habría pintado una pancarta y marchado en manifestación por el instituto. Habría explotado de rabia.
Está claro que mi madre habría hecho todas esas cosas. Las historias de la juventud rebelde de mi madre empezaban mucho antes de que se mudara al noroeste del Pacífico con las Riot Grrrls. Como esa vez que se presentó en el instituto de East Rockport con el pelo teñido de turquesa el día después de que el director anunciara que el código de vestimenta ya no permitía los colores de pelo no naturales. La expulsaron una semana y mis abuelos se gastaron una fortuna en un teñido natural que no le destrozara el pelo. Puedo imaginarme fácilmente lo que debió sentir al caminar por el pasillo central de la escuela mientras todos la miraban fijamente porque llevaba el pelo de color azul pitufo. Me da vergüenza solo de pensarlo.
—El problema era que tu madre siempre buscaba pelea —continúa la abuela antes de terminarse el té dulce—. Tenía exceso de coraje. Lo que hizo que las cosas fueran muy difíciles para ella. Y para nosotros también, por mucho que la queramos.
—Sí, ya lo sé —respondo.
Ya he escuchado este discurso antes. Y tal vez sea cierto que la actitud de mi madre complicó la vida a los abuelos, pero a la chica de la polaroid de la caja de zapatos de MI JUVENTUD MALGASTADA no parecía que las cosas le fueran tan mal. Parecía divertirse. Parecía disfrutar con las discusiones, aunque no siempre ganara.
—La buena noticia es que el gen rebelde parece haber sufrido una mutación extraña —dice la abuela como colofón.
Me sonríe y se pone a recoger los platos sucios.
—Nuestra Vivian, tan responsable —añade el abuelo, y luego alarga el brazo y me revuelve el pelo con su enorme mano de abuelo llena de callos, como si yo tuviera diez años.
Le devuelvo la sonrisa pero de pronto me siento enfadada. No me gusta enfadarme con mi abuelo. Ni con mi abuela. Pero tampoco me gusta que me llamen responsable. Aunque es probable, no tiene por qué ser completamente cierto. Así que no digo nada. Me limito a sonreír e intento disimular el enfado.
Después de cenar, hago los deberes (cómo no) y me uno a mis abuelos en el salón, o lo que los abuelos llaman «la sala de televisión», para ver La ruleta de la fortuna. Me río cuando la abuela grita unas respuestas ridículas («“Luck Be a Lady Tonight”, ¡La dama y el vagabundo!, ¡My Fair Lady!»). Acepto el café descafeinado con leche y azúcar que me ofrece mi abuelo, pero no puedo dejar de pensar en el rictus de dolor en la cara de Lucy y en las burlas de Mitchell y sus estúpidos amigos. La sensación de ardor que atravesó mi cuerpo durante la cena me revuelve el estómago. Estoy inquieta.
Después de la ronda extra de la ruleta, digo a mis abuelos que debo volver a casa. Ellos se quejan, como siempre, e intentan que me quede un rato más, al menos hasta que termine el programa que estamos viendo.
—Claro, cariño —dice el abuelo mientras me acompaña a la puerta. Antes de despedirnos, me abraza con fuerza y yo me siento culpable por haberme enfadado antes con él.
Después de llegar a casa y ver algún programa estúpido de la tele sin dejar de toquetear el teléfono, decido que ya es hora de irme a la cama. Me pongo el pijama: unos calzoncillos y una camiseta vieja de The Runaways que me regaló mi madre un año por Navidad en la que aparece una Joan Jett (la de carne y hueso) muy joven. Mientras me cepillo los dientes, oigo abrirse la puerta de la calle.
—¿Mamá? —pregunto al salir al pasillo que da a la cocina.
—Hola, señorita —contesta dejando las llaves del coche en la encimera, donde resbalan y se detienen al chocar con la batidora.
Luego se para en medio de nuestra cocina tamaño sello y se queda mirando al techo fijamente antes de dejar escapar un suspiro profundo.
—Madre mía, menuda noche —exclama deshaciéndose el moño; la melena negra le cae por la espalda como el telón al final de una obra. Se acerca al frigorífico y mira en el interior.
Yo termino de cepillarme los dientes y me uno a ella.
—¿Dónde están las sobras de comida china? —pregunta mientras rebusca entre los envases de comida para llevar y las latas de Dr. Pepper.
—Me las terminé el otro día —digo, y le pongo cara de pena cuando ella finge poner cara de enfado asomándose por encima de la puerta de la nevera.
—Ostras —murmura—. Bueno, nadie ha muerto por cenar helado a las diez. Al menos, que yo sepa.
Saca un bote de helado de chocolate con menta del congelador y se dirige a la salita que hay junto a la cocina. Es donde pasamos la mayor parte de nuestro tiempo juntas. La sigo y observo cómo se deja caer en su sitio de siempre en el sofá desgastado. Luego da unas palmadas a su lado invitándome a que me siente con ella.
—¿Estás bien? —le pregunto mientras se traga una cucharada de helado y por fin se relaja un poco.
—Sí, solo estoy cansada —me responde, frunce el ceño y coge otra cucharada—. No hemos parado desde el momento en que he llegado hasta un minuto antes de irme.
—¿Ha pasado algo terrible o desagradable? —le pregunto.
La observo mientras se traga el helado y echa la cabeza hacia atrás para descansar, cerrando los ojos unos segundos. Mi madre sigue siendo guapa, incluso vestida con su bata de enfermera superrosa llena de diminutas margaritas blancas. El pelo oscuro contrasta con su piel pálida y mueve su cuerpo esbelto con elegancia. La abuela dice que nos parecemos aunque no sea así, y a mí me gustaría que fuera verdad aunque estoy bastante segura de que no lo es.
—No, por suerte nada demasiado raro. Solo infecciones del tracto urinario y más infecciones de oído durante toda la noche.
A veces, mi madre vuelve a casa con historias surrealistas que nos hacen reír a las dos, como la vez en que un niño se metió un montón de pastillas de vitaminas de los Picapiedra por la nariz.
Nos quedamos sentadas un rato en silencio. Alargo la mano y le acaricio el brazo, largo y pálido. Me mira y sonríe.
—¿Qué tal el instituto? —pregunta.
—Lo de siempre —respondo—. El instituto es el instituto.
—Menudo informe más detallado.
—No hay mucho más que contar —insisto.
Lo que no es cierto, por supuesto. Cualquier otra noche le hablaría de Mitchell Wilson, y de su comentario estúpido, y de lo mucho que lo sentí por Lucy, y de la ira que había sentido en clase de lengua cuando el señor Davies nos había castigado a todos en lugar de enfrentarse con el problema real. Incluso podría haber reconocido delante de ella que los abuelos me habían puesto de mal humor al llamarme responsable. Pero por la manera en que mi madre frunce el ceño e intenta mantener los ojos abiertos, me doy cuenta de que está agotada.
—Bueno, de todas formas, es tarde —me dice—. Deberías irte a la cama. Aunque huelo a urgencias, ¿me darás igualmente un beso de buenas noches?
Me acerco a ella para abrazarla y darle un beso en la mejilla. De camino a mi habitación, oigo que mi madre ha encendido la televisión para relajarse. Tras cerrar la puerta, me meto debajo del edredón y apago la lámpara de la mesita. Las estrellas fosforescentes que pegué en el techo se encienden como para decirme hola. Me pongo los auriculares y pienso en la caja de zapatos de la JUVENTUD MALGASTADA de mi madre. Busco en mi teléfono música de las Riot Grrrls y pongo una canción llamada «Rebel Girl» del grupo Bikini Kill.
El tema empieza con un ritmo potente de batería. Suena tan fuerte y con tanta rabia que me da la sensación de que si lo escucho a volumen suficiente me elevaré volando de mi cama. Entonces se oye la guitarra.
Pero la mejor parte es cuando entra la cantante, con esa voz que parece salirle de las entrañas, como si despegara un cohete.
That girl thinks she’s the queen of the neighborhood
She’s got the hottest trike in town
That girl she holds her head up so high
I think I wanna be her best friend, yeah
Rebel girl, rebel girl
Rebel girl, you are the queen of my world[*]
La música da zarpazos y gruñe y escupe, y cuanto más la escucho más me cuesta imaginar que la madre cansada, devoradora de helado y vestida con bata de enfermera es la misma madre de la caja de la JUVENTUD MALGASTADA. La misma chica del mechón rubio platino en el pelo, con la lengua fuera y esos ojos oscuros que no tienen miedo de pelear.
Y sé que ahora está cansada y agotada y preocupada por pagar las facturas. Pero hubo un tiempo en el que escuchaba esta música. En el que estaba llena de rabia y gritaba y se revelaba. En el que no era responsable. Hubo un tiempo en el que vivió intensamente. Y nadie le puede quitar eso.
Cuando termina la canción, me quedo tumbada un rato en silencio y luego la vuelvo a poner, una vez más, y espero a que empiece a disparar la batería.