Hagamos un pequeño experimento. Durante unos segundos, fijémonos atentamente en el aire que se escapa de nuestro cuerpo, como si fuese el último aliento de nuestra vida. ¿Qué que sabemos de ese aire? Notemos cómo los pulmones se inflan y desinflan en el pecho. ¿Qué ocurre ahí dentro? Si ponemos la mano frente a los labios, notaremos que el gas que fluye entre ellos se ha transformado en nuestro interior, se ha tornado más cálido y húmedo, tal vez ha adquirido un olor. ¿Qué alquimia causa esa transformación? Y aunque nuestro sentido del tacto no alcance a percibirlo, podemos imaginar las moléculas del gas golpeando contra las yemas de los dedos, bolas inconcebiblemente pequeñas que rebotan hacia el aire que nos rodea. ¿Cuántas hay y adónde van?
Algunas no llegan muy lejos. Al volver a inspirar, se cuelan rápidamente de vuelta a los pulmones, como olas que se lanzan a la orilla solo para regresar al mar. Otras se alejan un poco más, se toman un descanso en la habitación de al lado y acaban volviendo también, como diminutos hijos pródigos. La mayoría simplemente se unen a las masas anónimas de la atmósfera y comienzan a dispersarse por todo el globo. Pero incluso entonces, tal vez varios meses después, unos pocos de esos peregrinos se nos acercarán de nuevo con paso cansado. Posiblemente seamos una persona muy distinta entre el primer y el segundo encuentro con esas moléculas, pero los fantasmas de los alientos pasados no cejan de revolotear a nuestro alrededor a cada segundo de cada hora, enfrentándonos a cada momento pasado de nuestra vida.
Naturalmente, esta experiencia no es solo nuestra; la compartimos con todas y cada una de las personas que habitan la Tierra. Además, nuestros fantasmas seguramente están entremezclados con los de otros, porque de manera inevitable, antes o después, otros han inhalado y expelido y vuelto a inspirar algunas de las mismas moléculas que nosotros. De hecho, si leemos esto en público, inhalamos el aire que escapa de todos los que nos rodean en este momento: aire de segunda mano. La reacción que tenemos ante ese hecho depende de la compañía que tengamos. Algunas veces disfrutamos de esa mezcla de aires, como cuando los amantes se acercan y sienten el aliento del otro junto a la nuca; otras veces la aborrecemos, como cuando la cotorra que nos ha tocado en el asiento de al lado del avión ha comido ajo para almorzar. Pero salvo que respiremos de una botella, no hay manera de evitar el aire que respiran quienes nos rodean. A cada minuto reciclamos el aire de nuestros vecinos, aunque sean lejanos. Del mismo modo que la luz de las estrellas más apartadas puede destellar en nuestras pupilas, con la próxima inspiración pueden alcanzarnos los restos del aliento de un extraño de Tombuctú.
Y aún más sorprendente es el hecho de que nuestra respiración puede entremezclarnos con el pasado histórico. Algunas de las moléculas de nuestro próximo aliento podrían ser emisarias del 11-S o de la caída del muro de Berlín, testigos de la primera guerra mundial o de la bandera de barras y estrellas que ondeó en Fort McHenry. Y si llevamos nuestra imaginación más lejos en el espacio y en el tiempo, puede conducirnos a lugares fascinantes. Por ejemplo, ¿es posible que nuestro próximo aliento, aquí y ahora, incluya algo del mismo aire que exhaló Julio César en el instante de morir?
La historia es bien conocida. Los idus de marzo, Roma, año 44 a.C. Julio César, pontifex maximus, dictator perpetuo, el que da nombre al mes de julio, el primer romano vivo que plasmó su efigie en una moneda, entra en el Senado con un aspecto sorprendentemente vivaz después de una mala noche. Durante la cena, la conversación había derivado hacia el mórbido asunto de la mejor manera de morir. (César había declarado su preferencia por un final súbito e inesperado.) A causa de su epilepsia, había dormido mal aquella noche, y su mujer había tenido terribles pesadillas en las que su casa se derrumbaba y sostenía en sus brazos a un César ensangrentado.
Por todo ello, a punto estuvo de permanecer en su residencia aquella mañana, pero en el último minuto ordenó a sus sirvientes que preparasen su litera, y, mientras su séquito se aproximaba al Foro, por fin se relajó y su aliento se tornó más libre y calmado. Incluso se permitió bromear con un adivino que encontró por el camino, un hombre que, un mes antes, había profetizado su muerte antes de mediados de marzo. César llenó sus pulmones y gritó: «¡Los idus de marzo ya han llegado!». El vidente le respondió sin sonreír: «Sí, pero todavía no han pasado».
Cuando Julio César entró en la sala, cientos de senadores se pusieron en pie. El aire debía estar cargado en la estancia, pues sus alientos mezclados y el calor de sus cuerpos llevaban algún tiempo calentando el aire. Antes de que César pudiese alcanzar su asiento dorado, un senador llamado Cimbro se le acercó para rogarle el perdón para su hermano. Cimbro sabía que no se lo concedería, pero de eso se trataba. Cimbro no cejó de rogarle y César de rechazarlo, y otros sesenta senadores tuvieron entonces la oportunidad de aproximarse, como para ofrecerle su apoyo. César estaba sentado en medio de todos ellos, imperial y cada vez más irritado. Intentó cortar la discusión, pero Cimbro posó sus manos sobre los hombros de César como si fuera a suplicarle, y entonces tiró de su toga púrpura, dejando su cuello al descubierto.
«¿Por qué esta violencia?», dijo César. No sabía bien la razón que llevaba. Al momento, un senador llamado Casca le golpeó con su daga, rasgándole la nuca. «Maldito Casca, ¿qué es lo que haces?», gritó César, más confundido que airado. A medida que la gavilla de «solicitantes» se acercaba, cada hombre le tiraba de la toga, dejando a la vista un poco de piel, y abría la bolsa de cuero del cinturón donde solía llevarse un estilo. Pero en lugar de sesenta punzones para escribir aparecieron sesenta dagas de hierro. César por fin comprendió lo que pasaba. Sic semper tyrannis.1

La muerte de César, de Vincenzo Camuccini.
César al principio se defendió, pero tras las primeras puñaladas el suelo de mármol en el que apoyaba sus sandalias se tornó resbaladizo con la sangre. No tardó en enredarse con su toga y, tras caer, los asesinos se abalanzaron sobre él y le propinaron hasta veintitrés puñaladas. Al examinar su cuerpo más tarde, el médico de César determinó que veintidós de las heridas eran superficiales. Sin duda, su cuerpo se habría estremecido un poco más con cada golpe y la conmoción habría retirado la sangre de la periferia al interior de su cuerpo para mantener el flujo de oxígeno a sus órganos vitales, pero habría sobrevivido, dictaminó su médico, de no haber sido por una de las puñaladas, directa al corazón.
Según la mayoría de las crónicas, César se cubrió con su toga antes de caer y murió sin proferir ni un gemido. Pero según uno de los relatos, y no cuesta comprender por qué justamente este ha sido tan cautivador durante dos mil años, César sintió una puñalada en la ingle antes de caer y, limpiándose la sangre que empañaba sus ojos, acertó a ver a su protegido Bruto en medio del grupo, con su daga ensangrentada. César comprendió lo que veía y, medio como pregunta, medio como respuesta, murmuró «¿Tú también, hijo mío?». Entonces se cubrió para preservar su dignidad y se desplomó sobre el suelo con una última y dolorida exhalación.
Pero ¿qué ocurrió con esa última bocanada de aire? De entrada, la respuesta parece evidente: desapareció. César murió hace tanto tiempo que poco queda ya del edificio en el que murió, y aún menos de su propio cuerpo, que fue incinerado. Es más que probable que las dagas que lo mataron se hayan desintegrado, convertidas por el tiempo en polvo de óxido. Entonces, ¿cómo puede haber persistido algo tan efímero como un aliento? Como poco, la atmósfera es tan ancha y amplia que a día de hoy el último aliento de César debe estar disuelto hasta no ser nada, borrado para siempre en el éter. Si uno se abre las venas en el océano, no espera que dos mil años más tarde llegue a la orilla un cuenco de sangre.
Pensemos si no en las cifras implicadas. Nuestros pulmones expelen medio litro de aire con cada espiración, un volumen equivalente a un globo de poco más de diez centímetros de anchura. Comparemos ahora ese globo con la vastedad de la atmósfera. Dependiendo de dónde situemos sus límites, la atmósfera forma una capa de unos dieciséis kilómetros de altura que envuelve toda la Tierra. Con esas dimensiones, la atmósfera tiene un volumen de unos 8.000 millones de kilómetros cúbicos. Así pues, en comparación con el total de la atmósfera, un aliento de un litro representa tan solo un 0,00000000000000000001 por ciento de todo el aire de la Tierra. ¡Eso sí que es pequeño! Imaginemos que reunimos a los cien mil millones de personas que viven o han vivido alguna vez: nosotros mismos, hasta el último de los emperadores romanos, el Papa y el Dr. Who. Si suponemos que esa cantidad corresponde a la atmósfera y reducimos nuestra población en el mismo porcentaje, nos quedarían apenas 0,00000000001 «personas», una mota de unos cientos de células, un último aliento sin duda. Comparado con la atmósfera, la última bocanada de aire de César parece un error de redondeo, una nada, y la probabilidad de toparse con cualquier fracción de ese aliento parece nula.
Antes de cerrar las puertas a la posibilidad debemos tener en cuenta, sin embargo, la rapidez con la que los gases se esparcen por el planeta. En apenas dos semanas, los vientos dominantes habrían arrastrado el aliento de César alrededor del mundo, formando una banda más o menos a la misma latitud que Roma, es decir, a través del mar Caspio, el sur de Mongolia y hasta Chicago y el cabo Cod en Massachusetts. En unos dos meses, el aliento cubriría todo el hemisferio norte. Y al cabo de uno o dos años, el planeta entero. (Lo mismo ocurre en la actualidad, naturalmente: cualquier aliento o eructo o humo del tubo de escape de cualquier lugar del mundo tardará más o menos dos semanas, dos meses o de uno a dos años en alcanzarnos, dependiendo de nuestras posiciones relativas.)
De acuerdo, pero esos mismos vientos sin duda habrán difuminado tanto el aliento que ¡ya no quedará nada! Si tanto abarca, se habrá quedado en nada. O quizá no. En el razonamiento anterior hemos tratado el aliento de César como si fuese una masa única, una sola cosa. Pero si nos acercamos mucho, veremos que esa masa de aire queda pixelada en moléculas discretas. Aunque a cierto nivel (el nivel humano) el último aliento de César parece haber desaparecido en la atmósfera, a un nivel microscópico no ha desaparecido en absoluto, puesto que todas las moléculas que lo conformaban siguen existiendo. (Pese a lo «blando» que nos puede parecer el aire, la mayoría de las moléculas que lo constituyen son bastante duras: los enlaces que unen sus átomos se cuentan entre los más fuertes de la naturaleza.) Así que cuando nos preguntamos si acabamos de inhalar algo del último aliento de César, lo que realmente nos preguntamos es si hemos inhalado alguna de las moléculas que exhaló entonces.
La respuesta, naturalmente, depende de a cuántas moléculas nos referimos. Basta un conocimiento básico de química para calcular que un litro de aire de cualquier tipo a una temperatura y presión razonables corresponde aproximadamente a 25.000 trillones (25.000.000.000.000.000.000.000) de moléculas. Esa es una cifra abrumadora, inconcebible. Imaginemos por un momento que Bill Gates hace líquida toda su fortuna, 80.000 millones de dólares que convierte en billetes de 1 dólar que guarda debajo del colchón. Imaginemos que saca cada uno de esos billetes de dólar, uno a uno, y los usa como capital inicial de sendas compañías de informática, y supongamos que cada una de esas 80.000 millones de compañías es un éxito fenomenal que le reporta unos beneficios de 80.000 millones de dólares por empresa. Si sumamos todo ese dinero (80.000 millones multiplicado por 80.000 millones), todavía nos quedamos cuatro veces por debajo del número de moléculas que inhalamos con cada bocanada de aire. Todas las carreteras del mundo y todos los canales y aeropuertos de mundo durante toda la historia de la humanidad no se acercan siquiera al tráfico que hay en nuestros pulmones en cada segundo. Desde esta perspectiva, el último aliento de César resulta innumerable y ahora parece casi inevitable que inhalemos al menos unas cuantas de aquellas moléculas con nuestro próximo aliento.
Entonces, ¿qué cifra gana? ¿El ingente número de moléculas que expelió César o la insignificancia de un aliento en comparación con toda la atmósfera? Para dar con la respuesta, puede resultar útil que pensemos en una situación análoga: la fuga de una prisión y la persecución.
Supongamos que los 300 presos que albergaba Alcatraz en su momento álgido (Al Capone, Robert Stroud el pajarero, George Kelly el metralleta; y 297 amigos más) consiguen reducir a sus guardianes, se hacen con unas chalupas y logran escapar de la isla. Supongamos, además, que como todos se habían criado en las calles y no tenían un pelo de tontos, salen de San Francisco y se dispersan por todo Estados Unidos para reducir las probabilidades de ser capturados. Supongamos también que somos un poco paranoicos y queremos saber cuál es la probabilidad de que alguno de los fugitivos acabe en nuestro pueblo. ¿Está justificado nuestro temor?
Para empezar, Estados Unidos cubre unos 9,8 millones de kilómetros cuadrados. Con 300 presos, eso equivale a un fugitivo cada 32.700 kilómetros cuadrados. Mi ciudad natal en Dakota del Sur se extiende por unos 195 kilómetros cuadrados de pradera, de modo que el número de fugitivos de Alcatraz que podríamos esperar allí sería, dividiendo 195 por 32.700, de 0,006. O sea, cero. No podemos asegurar que sea cero, porque el azar puede llevar a alguno hasta allí, pero con toda probabilidad Alcatraz no inunda el país con bastantes rufianes como para que mi ciudad se convierta en uno de sus refugios.
Pero hay prisiones más grandes que Alcatraz. Imaginemos la misma situación pero con la prisión del condado de Cook, en Chicago, que alberga 10.000 presos. Como habría más presos inundando el país, la probabilidad de que uno de ellos acabara en mi ciudad aumentaría hasta un 20 por ciento. Todavía no nos da la certeza, pero tal vez comencemos a sudar. Como es natural, la probabilidad aumentaría aún más si toda la población de presos de Estados Unidos (la increíble cifra de 2,2 millones de personas) escapase al mismo tiempo. Esta vez el número de convictos prófugos a las puertas de mi ciudad ascendería a 43, y no a 43 por ciento, sino a 43 fugitivos. Dicho de otro modo, con Alcatraz, la pequeñez de mi ciudad dentro de la inmensidad de Estados Unidos la mantenía a salvo. Pero en una fuga apocalíptica de todas las prisiones del país, el ingente número de prófugos inundaría hasta tal punto el territorio que la pequeñez de mi ciudad ya no sería ninguna salvaguarda y, casi con seguridad, algunos de los fugitivos buscarían refugio en ella.
Con eso en mente, consideremos de nuevo el caso del aliento de César. Las moléculas de aire que escaparon de sus pulmones son como los prisioneros que escapan de sus celdas. Su dispersión por todo el país es la difusión de las moléculas de gas en la atmósfera. Y la probabilidad de que un prisionero acabe en una (relativamente pequeña) ciudad equivale a la probabilidad de que una molécula acabe siendo arrastrada a nuestro próximo (y relativamente pequeño) aliento. Así que la pregunta se convierte en: ¿es el último aliento de César como Alcatraz y vertió tan pocas moléculas en el aire que ni se notan? ¿O es como la fuga de toda la población de presos de Estados Unidos, que produce una certeza estadística? La respuesta queda a medio camino. Casi como la materia al encuentro de la antimateria, las 25.000.000.000.000.000.000.000 moléculas y el 0,00000000000000000001 por ciento se compensan casi exactamente. Cuando se hace el cálculo, se halla que en nuestro próximo aliento habrá por término medio una partícula de «aire de César». Ese número puede bajar un poco dependiendo de las suposiciones que hagamos, pero es más que probable que hayamos inhalado ahora mismo algunas de las mismas moléculas que César usó en su grito del alma contra Bruto. Y es una certeza que a lo largo del día inhalamos miles de ellas.
Pensemos en ello. A través de toda esa distancia en el espacio y en el tiempo, unas pocas de las moléculas que se movieron por el interior de sus pulmones lo están haciendo ahora por el interior de los nuestros. Y dada la frecuencia con que respiramos (una vez cada cuatro segundos), eso mismo ocurre unas 20.000 veces al día. Con el paso de los años, es posible incluso que incorporemos algunas a nuestro propio cuerpo. Nada líquido o sólido queda de Julio César, pero cualquiera de nosotros y Julio somos casi como primos lejanos. Parafraseando al poeta, los átomos de su aliento son tan suyos como nuestros.
El aliento de César, claro está, no tiene nada de especial. He escuchado variaciones del problema del «aliento de César» en las que el protagonista era Jesús en la cruz (fui a un colegio católico), y la verdad es que se puede escoger a cualquiera que haya sufrido un último aliento de agonía: las masas de Pompeya, las víctimas de Jack el Destripador o los soldados que murieron en los ataques con gas de la primera guerra mundial. O podría haber escogido a cualquiera que haya muerto en la cama, exhalando un último aliento sereno: la física es la misma. Por poder, podría haber escogido incluso a Rin Tin Tin o a Jumbo, el elefante gigante del circo. Pensemos en cualquier cosa que haya respirado en algún momento, de las bacterias a las ballenas azules, y algo de su último aliento circula por nuestro interior en este instante o lo hará en breve.
Tampoco tenemos que restringirnos a historias de alientos. El ejercicio de «cuántas moléculas había en el último aliento de X» se ha convertido en un experimento mental clásico de los cursos de física y química. Pero cada vez que oía como alguien contaba la historia del último aliento de tal o cual persona, crecía en mí la inquietud. ¿Por qué no ser más audaz? ¿Por qué no ir aún más lejos y seguirle la pista a esas moléculas del aire a través de fenómenos más grandes y espectaculares? ¿Por qué no explicar la historia completa de todos los gases que inhalamos?
Cada hito de la historia de la Tierra, desde las primeras erupciones volcánicas del eón Hádico a la aparición de la vida compleja, dependió de una manera crítica del comportamiento y la evolución de los gases. Estos no nos han dado únicamente el aire que respiramos, sino que además han remodelado los continentes sólidos y transfigurado los océanos líquidos. La historia de la Tierra es la historia de sus gases. Y algo parecido puede decirse de los seres humanos, sobre todo durante los últimos siglos. Cuando por fin logramos domeñar la salvaje potencia física de los gases, aprendimos a construir máquinas de vapor y reventar en segundos montañas enteras de miles de millones de años con la ayuda de explosivos. De igual modo, cuando aprendimos a sacarle partido a la química de los gases, pudimos fabricar acero para los rascacielos y eliminar el dolor de la cirugía y cultivar alimentos suficientes para alimentar al mundo. Como el último aliento de César, esa historia nos rodea a cada segundo: cada vez que el viento silba entre los árboles, o un globo de aire caliente se eleva sobre nosotros, o un inexplicable olor a lavanda o menta o incluso una flatulencia nos hace arrugar la nariz, estamos envueltos en ella. Pongamos una vez más los dedos frente a la boca para percibirlo: podemos aprehender el mundo en un solo aliento.
Ese es el objetivo de El último aliento de César : sacar a la luz esas historias invisibles de los gases para que podamos verlas tan claramente como nuestro propio aliento en una fría mañana de noviembre. En diversos lugares del libro nadaremos con cerdos radiactivos en el océano y cazaremos insectos del tamaño de perros salchicha. Veremos cómo Albert Einstein se esfuerza por inventar una nevera mejor y acompañaremos a pilotos mientras despliegan «armas meteorológicas» de alto secreto en Vietnam. Caminaremos entre masas enfurecidas y quedaremos soterrados por una avalancha de vapores tan calientes que nos hervirá el cerebro dentro del cráneo. Todas estas historias se apoyan en el sorprendente comportamiento de los gases, de los que emanan de los pozos de lava o de las entrañas de microbios, de tubos de ensayo o de motores de automóviles, desde cada rincón de la tabla periódica. Todavía hoy los respiramos a casi todos, y cada capítulo de este libro elige uno como lente para examinar el papel, unas veces trágico, otras cómico, que han desempeñado los gases en la saga de los humanos.
La primera parte del libro, «El origen del aire: nuestras primeras cuatro atmósferas», se ocupa de los gases en la naturaleza. Incluye la formación de nuestro propio planeta a partir de una nube de gas del espacio hace unos 4.500 millones de años, y más tarde, cuando los volcanes comenzaron a expeler gases del interior de la Tierra, la formación de una atmósfera en nuestro planeta. La aparición de la vida revolvió y mezcló aquella atmósfera inicial, provocando lo que se conoce como Catástrofe del Oxígeno (aunque a los animales nos fue muy bien). En definitiva, la primera parte explica de dónde viene el aire y cómo se comportan los gases en diversas situaciones.
La segunda parte, «El dominio del aire: la relación humana con el aire», examina de qué modo los humanos hemos domeñado los talentos especiales de los distintos gases durante los últimos siglos. No solemos pensar en los gases como algo que tenga mucha masa o peso, pero los tiene: si dibujáramos un cilindro imaginario alrededor de la torre Eiffel, el aire de su interior pesaría más que todo el metal. Y como el aire y otros gases pesan, pueden levantar y empujar e incluso matar. Fueron gases los que movieron la Revolución industrial y los que colmaron un antiguo sueño de la humanidad, el de volar.
La tercera parte del libro, «Fronteras: los nuevos cielos», explora cómo ha evolucionado nuestra relación con el aire durante las últimas décadas. Para empezar, hemos modificado la composición de lo que respiramos: el aire que inhalamos ahora no es el mismo que inhalaron nuestros abuelos en su juventud, y difiere considerablemente del que se respiraba hace trescientos años. También hemos empezado a explorar las atmósferas de planetas fuera de nuestro sistema solar, lo que abre la posibilidad a que nuestros descendientes dejen la Tierra y empiecen de nuevo en un planeta lleno de gases que todavía no podemos imaginar.
Además de estas grandes historias, el libro contiene una serie de anécdotas, recogidas bajo el título de «Interludios», que amplían los temas e ideas de los capítulos principales y explican el papel de los gases en fenómenos como la refrigeración, la iluminación de las casas o los dolores intestinales. (Por puro entretenimiento, algunos interludios se desvían hacia temas no tan cotidianos, como la combustión espontánea o la «invasión» del extraterrestre de Roswell.) Muchos de los gases que aparecen en estas secciones son componentes traza del aire, es decir, compuestos que apenas comprenden unas pocas partes por millón, o incluso por mil millones, de lo que respiramos. Pero en este contexto traza no implica insignificancia. Pensemos en una copa de vino. Este está formado en más del 99 por ciento por agua y alcohol, pero eso no basta. Un vino tiene muchos otros aromas, notas de cuero, chocolate, almizcle, ciruela, etc. Del mismo modo, los gases traza aportan matices y finales al aire que respiramos y a las historias que de él podemos contar.
Si le preguntásemos a la gente por la calle qué es el aire, escucharíamos todo tipo de explicaciones dependiendo de qué gases les interesen o de si hablan del aire a una escala macroscópica o microscópica. Está bien: el aire es lo bastante grande como para dar cabida a todos esos puntos de vista. De hecho, espero que este libro empuje al lector a revisar su propia imagen mental del aire, a elaborar sobre él una concepción más holística.
Merece la pena que nos preguntemos qué es el aire para nosotros, puesto que en este mismo instante el aire es lo más importante de nuestro entorno. Podemos sobrevivir sin alimentos, sin sólidos, durante semanas. Podemos sobrevivir sin agua, sin líquidos, durante días. Sin aire, sin gases, apenas duraríamos unos minutos. Pero apuesto a que pasamos muy poco tiempo pensando en lo que respiramos. El último aliento de César pretende cambiar eso. El aire puro no tiene color ni (idealmente) olor, y por sí solo parece que no sea nada. Pero eso no significa que sea mudo, que carezca de voz. Está deseoso de contarnos su historia. Y es esta.