Una teoría de Ámsterdam

 

 

 

 

 

 

 

Lo llamaron para otra cosa y al final de la llamada le dijeron que alguien en Ámsterdam había captado señales infrarrojas de su HD 2094558b y que daba todos los datos en el último número de Physics. A él no pareció importarle la noticia, habló de esto y de lo otro, pero esa noche apenas durmió.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano, fue a la universidad y esperó en su despacho a que abrieran la biblioteca. En la sección de publicaciones periódicas buscó el último número de Physics, pero no lo encontró. Entonces se plantó ante la bibliotecaria y protestó por la incompetencia del servicio de suscripciones. La bibliotecaria lo escuchó impertérrita, y luego le dijo que la revista acababa de llegar, y que no les había dado tiempo a colocarla en el anaquel correspondiente. Tenga, dijo, y se la tendió. Él musitó una disculpa, la cogió y se la llevó a una mesa especial, alejada del ruido y los estudiantes. La abrió y repasó con el índice el sumario de contenidos hasta encontrar el artículo que buscaba: «Una nueva técnica de captación de luz infrarroja en órbita aplicada a la demostración de planetas teóricos: el caso del HD 2094558b». Kristina Oegsijtgees. Universiteit van Amsterdam. Leyó el trabajo ávidamente. Era una investigación exhaustiva y lo citaba a él en cinco ocasiones. En seis si contamos el abstract. Sabía que los astrofísicos aplicados llevaban varios años observando caídas de luminosidad, pero aquella era la primera vez que alguien captaba la luz infrarroja de un planeta teórico, de un cuerpo celeste calculado por él.

No le costó localizar el correo electrónico de Kristina Oegsijtgees. Aunque el mensaje solo tenía dos líneas lo reescribió mil veces. Finalmente optó por la versión más lacónica: felicitarla por su artículo y aprovechar la ocasión para saludarla cordialmente. Todo lo que he oído de usted, se atrevió a añadir en una posdata final, cuando estaba a punto de enviarlo, son alabanzas. Cerró de nuevo el mensaje, e hizo clic en Enviar.

Recibió su respuesta una semana después, mientras visitaba ifriends.com, un sitio de adultos al que estaba abonado, y que lo aliviaba ocasionalmente de la soledad. Kristina Oegsijtgees empezaba disculpándose por no haber contestado hasta entonces, pero estaba recién llegada de un foro internacional sobre observación astronómica. Naturalmente ella sabía quién era él; lo conocía y lo admiraba. Y si no le había escrito antes era por un exceso de prudencia: le constaba, decía, que los astrofísicos teóricos no apreciaban demasiado el trabajo de los astrofísicos aplicados. No obstante, ella deseaba conocerlo.

También yo, respondió. Y le hizo una breve semblanza de su perfil profesional: intereses, líneas de investigación, etc. Pero sin decir nada del TrEs-1.

Ella no era catedrática, ni siquiera tenía un contrato permanente con la Universidad de Ámsterdam, y su situación laboral era bastante precaria. Había trabajado muchos años en el Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian, donde había escrito su tesis doctoral sobre el HD 2094558b, pero siempre había estado vinculada a la Universidad de Ámsterdam, aunque tenía que compaginar su tarea docente e investigadora con otros empleos.

De este modo iniciaron una correspondencia epistolar. Él, incapaz de retener su apellido y menos aún de pronunciarlo, hablaba de ella a terceras personas como la chica de Ámsterdam, aunque empezó a pensar en ella simplemente como Ámsterdam. Cambiaron informaciones sobre el HD 2094558b, sobre su volumen tres veces superior al de la Tierra, sobre sus 857 grados de temperatura, sobre su pequeña órbita, mucho más pequeña que la de Mercurio alrededor del Sol, y sobre su velocidad, nada menos que una vuelta completa cada tres días; y también incluyeron en estos mensajes profesionales pequeñas confidencias de índole personal. Se fue construyendo entre ellos, por así decirlo, una sólida relación. Una sólida relación virtual, en la que naturalmente fue cobrando cuerpo una idea de ella, una teoría de Ámsterdam.

Un día ella le preguntó en un mensaje si conocía los Países Bajos. Él dijo que no, que no había estado jamás, que él solo había salido de España una vez, que yendo a la boda de un primo hermano suyo en Zamora se equivocó de carretera y no tuvo más remedio que cruzar la frontera con Portugal. Pero que enseguida había rectificado y tomado el camino correcto.

Ella dijo que se había reído con la historia de Portugal y le preguntó si no le gustaba viajar.

Él dijo que viajar sí, pero que hoy viajar era imposible, que el viaje había dejado de existir en el siglo XIX, y que ahora lo que había era turismo, que era una cosa muy diferente. Y que él detestaba el turismo. Detestaba los aeropuertos, las estaciones de tren. Detestaba las operaciones salida y entrada de las grandes ciudades, con esas kilométricas caravanas de automóviles. Detestaba los lugares de vacaciones, los lugares de paso obligado, los destinos habituales.

Ella dijo que hoy en día todas las ciudades se habían convertido en destinos habituales y que el mito del descubrimiento del lugar ignoto era eso, un mito, un reclamo sabiamente comercializado por los grandes turoperadores.

Él explicó que se negaba a entrar en museos y catedrales, donde resultaba imposible contemplar con el sosiego necesario lo que el lugar tuviera de interés. Había decidido contemplar todo ello en reproducciones fotográficas o en las páginas web de los sitios en cuestión. La fotografía digital había alcanzado tal nivel de sofisticación que la mayoría de las veces la reproducción del objeto tenía una calidad superior al objeto mismo, que generalmente estaba deteriorado o retirado para su restauración. Además, una reproducción podía contemplarse a solas, en el momento adecuado, con la atmósfera propicia, no rodeado de turistas sudorosos e insensibles espoleados por la superstición fetichista de estar ante la cosa. Porque lo que todos los años llevaba a miles de sujetos ante la Monna Lisa, o ante Las Meninas o ante la catedral de Colonia no era un genuino interés por el arte, sino un genuino interés por poder decirse a sí mismos y a los demás: yo he estado allí.

Ella tardó en contestar a este mail tan largo. Cuando lo hizo incluyó en su mensaje un documento adjunto, una invitación formal para que impartiera una conferencia en la Universidad de Ámsterdam.

Aquello lo aterró, pero no se atrevió a proponerle lo que realmente hubiera deseado: una videoconferencia a través de internet.

En el aeropuerto lo esperaba un taxista, y él le pidió que diera un rodeo por la ciudad antes de dejarlo en el hotel. Estaba dispuesto a sumergirse en la realidad, aunque preservado tras la ventanilla de un taxi. Entraron en la ciudad por un laberinto de autopistas. Y una vez en el centro, el taxista condujo por callejuelas inverosímiles, plagadas de ciclistas, peatones y tranvías. Llegaron a la plaza Dam, donde había una manifestación. Pero no era una manifestación; eran turistas que se habían arremolinado aquí frente a un organillero, allí ante una función de titiriteros, o que miraban divertidos la pose de los mimos o que escuchaban a un contador de chistes o que hacían fotos o que posaban o que admiraban el viejo ayuntamiento. Bajaron por Damrak hacia la estación y él miraba a través de la ventanilla el bullicio de los bares, los restaurantes, las tiendas de souvernirs, las tiendas de telefonía móvil, las tiendas de cámaras digitales, los puestos de patatas con mayonesa y el continuo trasiego de turistas. Turistas de todas partes, turistas de todas las condiciones y morfologías, turistas a punto de ser atropellados por los tranvías, por los automóviles, por los ciclistas. De pronto dos policías en moto irrumpieron en la acera para detener sin miramientos a un ser subhumano que clamaba su inocencia a voz en grito. Aturdido por tanta realidad, pidió al taxista que lo llevara al hotel.

La universidad le había reservado una habitación en la Rembrandt Residence, en una calle de nobles mansiones que se asomaban a un ancho canal. Nada más entrar se descalzó y se tumbó en la cama. Allí permaneció, contemplando un roto que tenía en el calcetín derecho, hasta que le avisaron de que la señorita Kristina Oegsijtgees lo esperaba abajo.

Se saludaron con dos besos en las mejillas. Ella le dio la bienvenida a Ámsterdam, y él le dio las gracias. Ella se interesó por su viaje, y él dijo que el viaje había ido bien. Ella le preguntó si le apetecía dar un paseo, y él dijo que perfecto.

Ámsterdam estaba radiante. Era alta y bastante delgada. Las personas altas y delgadas suelen parecer elegantes a primera vista, aunque luego sean torpes y groseras. No era el caso. Kristina Oegsijtgees se desenvolvía con naturalidad en esa media distancia en la que se encontraban él y ella. Dos personas que se han intercambiado muchos mensajes de correo electrónico, que se conocen profesionalmente, pero que en realidad lo ignoran todo el uno del otro. Era morena, su rostro era anguloso, duro, con un aire masculino que no le desagradaba. Él pensó que el andrógino nombre de Ámsterdam le iba muy bien.

Caminaron hasta la plaza Dam, y allí tomaron un tranvía hasta Ferdinand Bolstraat. Se sentaron en una terraza al aire libre, en la esquina con Daniël Stalpertstraat, y pidieron dos expresos y dos sándwiches. Luego continuaron hasta Albert Cuypstraat, que a esas horas ya estaba ocupada por el mercadillo ambulante. Al principio él pensó que se trataba de algo preparado artificialmente para turistas. No me lleves a sitios turísticos, dijo. Pero ella le dijo que no, que allí no había turistas, que los turcos, paquistaníes, albanos, argentinos, coreanos, serbios, chinos, guatemaltecos, brasileños, lituanos, zaireños, letonios, marroquíes, senegaleses y saudíes con los que se cruzaban a cada paso eran del barrio; lo sabía porque ella vivía allí, dijo. Y señaló una ventana en el último piso de una casa estrecha e inverosímilmente inclinada. Entonces él se puso romántico y alabó la proverbial tolerancia de los Países Bajos, su tradición de acogida a los disidentes de otros mundos. Ella se rio y le dijo que Ámsterdam había aceptado a los perseguidos de otros mundos porque los gobernantes de la ciudad se dieron cuenta de la prosperidad económica que traían consigo. Sobre todo los judíos que huían de la Inquisición española. Para idealistas, añadió Ámsterdam, vosotros, los españoles, que a pesar del quebranto económico los expulsaron del país por sus ideas. Eso sí que es idealismo, dijo. Y volvió a reírse. Aquí, en los Países Bajos, siempre hemos sido más prácticos que vosotros, menos idealistas, menos escrupulosos, quizás más inmorales, y hemos sabido dejar a un lado las ideas si estas iban en contra del rendimiento económico.

Él se sintió un poco azorado. Pero disimuló mirando los puestos de fruta fresca, de pescado, de arenques crudos con cebolla picada, de especias, de relojes, de calzados, de ferretería, de artículos electrónicos, de gafas, de música. Daba la impresión de que allí podía encontrarse cualquier cosa, por extravagante que fuera. Se sentía a gusto en la tranquilidad de aquel paseo de barrio, en el sosegado bullicio de aquel mercadillo. Y se preguntó si no sería verdad lo que decían algunos: que la experiencia era superior a la teoría, que el acontecimiento real era más intenso que su réplica. Estoy pensando, confesó, que Ámsterdam es más bonita en la realidad que en las páginas web.

Pues te vas a reír, respondió ella, pero desde que me dijiste que preferías lo virtual a lo real, no hago más que darle vueltas a ese asunto. ¿Sabes lo malo de vivir en una ciudad hermosa? Que te vacunas contra ella, que acabas siendo insensible a su belleza. Y puso un ejemplo: ella había tenido que vivir varios años fuera de aquella ciudad para darse cuenta de que amaba aquel barrio. Pero el amor a los barrios y a las personas, dijo, dura un instante. Y le puso otro ejemplo: aunque ella también se había enamorado de ese mercadillo por el que ahora caminaban, empezaba a molestarle el bullicio que se organizaba cuando los tenderos montaban sus puestos por la mañana. Tú criticas mucho a los turistas, dijo Ámsterdam, pero gracias a los turistas no me olvido de que vivo en una ciudad excepcional.

Como se acercaba la hora de la conferencia, pusieron rumbo al auditorio. Él, que había imaginado Ámsterdam como una urbe inabarcable, se sorprendió de que en realidad fuera tan pequeña, casi un pueblecito. Y eso también le agradó. Tan optimista se sentía que le habló del TrEs-1, un planeta que acababa de calcular. Estaba a 489 años luz de la Tierra, mucho más lejos que el HD 2094558b, tenía mayor volumen y era más rápido: solo tardaba dos días y medio en completar su órbita alrededor de una estrella que era más fría y más pequeña que nuestro Sol.

—Me encantaría que un día pudieras verlo —le dijo mirándola a los ojos.

Pero ella no pudo contestar, porque en ese momento llegaban al auditorio. Ámsterdam le presentó al decano y al jefe del Departamento de Física Aplicada, que lo esperaban a la entrada. A continuación, entraron en la sala, que era enorme. Aunque había gente, daba la impresión de estar vacía. Ámsterdam leyó una semblanza de su vida y de su obra, e hizo una presentación que a él le pareció demasiado vehemente y entusiasta. Su conferencia se titulaba «Cálculos teóricos sobre las radiaciones infrarrojas en los cuerpos en órbita de universos extrasolares y una teoría general aproximativa a las firmas de hidrógeno y sodio de sus atmósferas». La leyó tan deprisa como pudo, deseando terminar cuanto antes, y no levantó la vista ni una sola vez. Al final hubo algunas preguntas, y luego lo invitaron a cenar. Eran las seis de la tarde.

Tenían una mesa reservada en el Café Américain, un precioso restaurante art déco, situado lamentablemente en el centro turístico de la ciudad. Lo sentaron entre el decano de la facultad y el jefe del departamento. Ámsterdam estaba frente a él. Mientras sus colegas holandeses hablaban, él se dedicó a mirarla con ojos de cordero degollado y a beber vino.

El decano sacó el tema de la utilidad que tenían hoy día los cálculos habiendo telescopios cada vez más sofisticados. El decano acusó a los astrofísicos teóricos de vivir en una contradicción permanente: aunque despreciaban la astrofísica aplicada, les halagaba que alguno de los poderosos y adinerados centros de observación dedicara parte de su inmenso presupuesto a verificar sus hipótesis. El jefe del departamento contó que en cierta ocasión había verificado unos datos calculados por un teórico, que lo llamó indignado y le recriminó que no se hubiese puesto en contacto con él para informarle de su investigación. Para pedirle permiso, vamos. Según el jefe del departamento, los teóricos cedían frecuentemente a la tentación de considerarse dueños de los cuerpos celestes que deducían a través de sus cálculos matemáticos.

Él, que hasta ese momento no había abierto la boca, y que se había limitado a beber vino sin probar la comida y sin estar acostumbrado al alcohol, y a mirar con ojos de cordero cada vez más degollado los duros ojos de Ámsterdam, rompió su silencio para decir que, puestos a hablar de descubrimientos, eran los astrofísicos teóricos quienes descubrían. Los aplicados al fin y al cabo se limitaban a mirar. Sucedía que la gente solo consideraba que algo había sido descubierto cuando se veía físicamente con los ojos. Los cálculos matemáticos, aunque fueran irrefutables, seguían sin tener para muchos la consistencia de lo real. Para el común de los mortales, y seguramente también para ellos, los planetas que descubría y estudiaba la astrofísica teórica eran suposiciones, meras deducciones, almas en pena buscando el cuerpo de la visión. Pero nada de eso. Él no hacía aquellos cálculos en el aire, sino a partir de los efectos gravitacionales que los planetas ejercen sobre la estrella que orbitan. Y esos efectos eran tan reales como la Tierra, la Luna o el Sol. Y eso era lo que acababa de demostrar el excelente trabajo de la profesora Oegsijtgees. El apellido lo pronunció fatal. Espoleado por el alcohol, hizo una delirante defensa de la teoría y de las realidades virtuales y de su superioridad sobre lo que generalmente se llamaba, no sin soberbia, el mundo real. Notó que Ámsterdam lo miraba, pero no supo decir si con curiosidad, con admiración o con pereza.

Cuando terminó la cena, a eso de las ocho y media, estaba algo borracho, bastante enfadado por la falta de tacto de sus anfitriones, y contrariado por la frialdad con que Ámsterdam lo había tratado durante la cena. Todo el optimismo de la mañana había desaparecido. Ámsterdam lo acompañó de vuelta a su hotel, y le pidió disculpas por la inusitada agresividad con que sus colegas habían expresado aquellas opiniones. Él dijo que no se preocupara, que no pasaba nada. Pensó besarla, pero lo desechó inmediatamente. La sola idea de acercarse a sus labios le hizo transpirar copiosamente. Para compensar el mal trago de la velada ella se ofreció a recogerlo a la mañana siguiente y a llevarlo al aeropuerto. Él dijo que bueno.

Al llegar a su habitación, se sentó en la cama y miró la hora. Las nueve. Apenas había comido durante la cena. Además de borracho estaba hambriento. Cuando salió del hotel en busca de un restaurante lloviznaba. Caminó sin rumbo en busca de un lugar tranquilo, pero la ciudad estaba tomada por los turistas. Todos los lugares que le gustaron estaban repletos de gente. Cuando la lluvia arreció no tuvo más remedio que entrar en el más próximo, un mexicano lleno de japoneses. Se sentó en un rincón y pidió cerveza y enchiladas. Mientras las devoraba, un mariachi que animaba el ambiente del local se acercó a su mesa y le cantó La Cucaracha. Cuando salió de allí, diluviaba. Ámsterdam le pareció entonces una ciudad lúgubre y oscura; la ciudad de Blade Runner.

Paró un taxi y pidió al taxista que lo llevara al Barrio Rojo. A falta de prostitución virtual, se dijo, me conformaré con lo que ofrezca la realidad, y se rio para sus adentros. El Barrio Rojo es un barrio turístico, y sus calles están colapsadas a esta hora. Eso le dijo el taxista mirándolo a través del espejo retrovisor. Además, las chicas de los escaparates no son prostitutas, señor, son empleadas del ayuntamiento, cuyo trabajo consiste en no frustrar las expectativas del visitante. Si usted quiere chicas, chicas de verdad, yo puedo llevarle al lugar adecuado. Y sonrió pícaramente. Todo ello a través del espejo retrovisor. Allí no encontrará turistas, ja, ja, ja, dijo, ni empleadas municipales.

Seguía demasiado borracho para cambiar de planes. Además, quería vengarse, aunque no supiera exactamente de qué ni de quién. El taxista lo llevó por calles cada vez menos transitadas. Súbitamente pensó que había caído en una burda trampa para turistas. Pero no fue así. El taxista se detuvo al borde de un canal, en un barrio que parecía elegante. Si quiere, le dejo aquí, dijo el taxista; un poquito más allá encontrará lo que busca. Pero él prefirió que el taxista lo paseara lentamente frente a los escaparates. Lentamente, repitió. Muy lentamente. Y le tendió un billete de veinte euros.

En el primer escaparate había una chica que no era demasiado joven, pero que tenía cierto atractivo, derivado quizás de su pose un tanto distinguida. Estaba sentada en un taburete alto, tenía las piernas cruzadas y sostenía entre las manos una copa de vino. Salvo la falda, demasiado corta quizás, el resto de su indumentaria no era la que se hubiese esperado en una prostituta: una recatada blusa blanca y unos mocasines bajos de color negro. Ante ella pararon varios hombres, pero solo uno se detuvo frente al escaparate. Ella le sostuvo la mirada sin dejar de sonreír. Quién observa a quién, se preguntó él contemplando la escena desde el taxi. Ella dio un sorbo de la copa de vino y señaló la puerta, lo invitó a entrar. Justo entonces el hombre se retiró.

El segundo escaparate tenía las cortinas corridas.

En el tercero, una mujer de rasgos orientales se acercaba al cristal al paso de los clientes potenciales y a veces (dependiendo de una circunstancia que él no pudo averiguar) entreabría fugazmente la vaporosa bata que la cubría. En un momento dado ella pareció percatarse de que alguien la observaba desde un taxi, y levantó la vista. Él le pidió al taxista que avanzara.

En el cuarto escaparate estaba Ámsterdam.

Algunas veces le sucedía que se daba fuerte en el dedo al golpear un clavo con el martillo o que se quemaba accidentalmente al retirar una olla, y a continuación pensaba «me va a doler». Y entonces le dolía. Pero entre el pensamiento y el dolor había un instante en el que no pensaba ni sentía. Era el tiempo que tardaba su sistema nervioso en procesar la información y en responder adecuadamente. Era un instante vacío. Cuando comprendió que, pese a la peluca dorada, el cuerpo semidesnudo que giraba sobre sí mismo ante los ojos de los observadores era el cuerpo de Ámsterdam pensó «me va doler» o «me va a impresionar» o «se me va a salir el corazón por la boca» o «ahora todo me va a dar vueltas». Y entonces se preparó para que su sistema nervioso fuera inundado por una de estas cuatro sensaciones en forma de ola gigante. Pero no. El instante vacío se expandió, se expandió y se expandió. Y a él le dio la impresión de que el vacío lo ocupaba todo, valga la paradoja; le dio la impresión de que no había gravedad, de que estaban los dos flotando en el espacio: él observando el cuerpo celeste de Ámsterdam iluminado por las luces no infrarrojas, sino rojas, de neón; y ella girando sobre sí misma permitiéndole no que calculara, sino que viera su distancia, su volumen y su velocidad.

Allí permaneció, observando aquel planeta desconocido hasta que un hombre se acercó a la puerta y ella lo dejó pasar. Antes de que Ámsterdam corriera las cortinas, tuvo la tentación de apearse y golpear con los nudillos el cristal del escaparate, pero no lo hizo. Reposó desmayadamente la cabeza en el asiento del taxi y se abandonó como un yonqui exánime, como si se hubiera intoxicado con la excesiva pureza de toda aquella realidad.