María Carolina de Nápoles se lamentó en repetidas ocasiones ante el marqués de Gallo de que había sacrificado a su hija al permitir su matrimonio con el príncipe de Asturias. Tal vez fuera sincera, pero no hay duda de que ella había sido la más interesada en ese enlace, que satisfacía su ambición por colocar a su hija en un trono y abría un camino para obtener importantes objetivos políticos. María Antonia sería una excelente fuente de información sobre la corte española y, además, podría actuar de agente para fortalecer la oposición interior contra Godoy, a quien la reina napolitana consideraba un peligro para las monarquías tradicionales. Ello serviría para alejar a España de la influencia francesa y situarla del lado de Inglaterra, con lo cual se posibilitaría la caída de Godoy —y subsiguientemente, esto era lo más importante, la pérdida de influencia política de la reina María Luisa— y Nápoles podría incorporarse el reino de Etruria o la Toscana, como prefería llamarlo María Carolina.
La misión de María Antonia consistía en seguir los pasos de su madre: dominar a su marido y convertirse, llegado el momento, en la directora de la política española. Esto era exactamente lo que en opinión de María Carolina estaba haciendo la reina María Luisa sirviéndose de Godoy. La meta, pues, estaba bien definida: acabar cuanto antes con Godoy, el eslabón más débil, y acometer, sin solución de continuidad, el ataque a María Luisa. El primer paso en este sentido consistía en que María Antonia se ganara la voluntad de su marido, pero en opinión de la reina de Nápoles existía inicialmente una importante dificultad: era dudoso que su hija pudiera ejercer alguna influencia sobre «un hombre sin carácter, sin ideas y sin tan siguiera poseer las cualidades físicas por las que se doma a las bestias».[1] Como se ha dicho, todo cambió a partir del momento en que los príncipes de Asturias consumaron su matrimonio. En cuanto esto tuvo lugar, escribió la reina de Nápoles a Gallo: «Antonia comienza a labrarse su destino. Ya es esposa».[2] Con toda lógica, basada, además, en su experiencia personal, María Carolina cifraba la suerte de su hija en la posibilidad de tener descendencia. María Antonia, por su parte, ya había comenzado a actuar en la corte.
En marzo de 1803, cuando el príncipe Fernando aún no había logrado ser «marido», como decía su suegra, la princesa de Asturias ensayó las primeras tentativas para adquirir alguna influencia y desempeñar un papel activo en la vida doméstica de la familia real. Al informar sobre ello a su Gobierno, el embajador francés Beurnonville añadió que, profundamente incomodada, la reina de España había ordenado secretamente a María Antonia que no se apartase de sus deberes como princesa de Asturias, o lo que era lo mismo, que se limitara a obedecer. El embajador apostilló que toda actuación de Antonia estaba prescrita por la reina su madre y dirigida por la corte de Sicilia, por lo cual se podía suponer en qué sentido se orientaba.[3]
Poco pudo hacer públicamente María Antonia en la corte española. Pero la reina y Godoy no podían penetrar en la intimidad de los príncipes de Asturias. En este ámbito la princesa salió victoriosa. No le costó mucho esfuerzo ganarse al príncipe, pues si las relaciones de Fernando con su madre y Godoy habían sido desde siempre tirantes, tras la boda lo fueron aún más. Cuenta el embajador francés que para controlar al príncipe de Asturias, Godoy acudía a su cuarto sin anunciarse previamente, ante lo cual reaccionó Fernando dando orden de que se le impidiese la entrada. Para suavizar la situación, Godoy le regaló dos magníficos caballos de tiro andaluces, pero con el ánimo de marcar diferencias, Fernando los rechazó, diciendo que el rey su padre no había tenido caballos en propiedad antes de llegar al trono.[4]
Sucesos como el referido eran humillantes para Godoy. Otros lo fueron para el príncipe de Asturias. Al regresar a Madrid tras su boda emprendió la traducción de la Histoire des révolutions arrivées dans la République Romaine, del abate René-Aubert Vertot. Desde su aparición, casi un siglo antes (1719), esta obra había sido muy elogiada y alcanzado popularidad en los medios cortesanos europeos. Tal vez para acompañar a su esposa en los muchos ratos que ella dedicaba a la lectura y escritura, o por el prurito de manifestar sus habilidades literarias, Fernando acometió la traducción de esta obra al castellano con la intención de publicarla. Finalizada la versión del tomo primero, la mandó a Juan Antonio Melón, juez de imprentas, para que corrigiese los posibles defectos y diera luz verde a su impresión. Melón se resistió inicialmente a publicarla, aduciendo que la autorización correspondía al rey, pero terminó por satisfacer los deseos del príncipe y el volumen se imprimió con las iniciales del traductor: F. de B. No tardó éste en entregar un ejemplar a su madre. Ella se desconcertó al ver el título, pues la palabra «revolución», con independencia del tiempo histórico al que se refiriera, causaba espanto en la corte española. Relata Vayo que la reina reprendió a Fernando por haber elegido esa obra y por la escasa confianza demostrada en sus padres al acometer en secreto su traducción.[5] El rey, por su parte, mandó depositar los ejemplares editados en casa del científico Pedro Gutiérrez Bueno, a la espera del parecer de los examinadores elegidos para valorar el trabajo de traducción. En esto quedó el asunto, que, según el testimonio del criado Antonio Moreno, afectó «en extremo» al príncipe.[6] Evidentemente, a juicio de este último, el culpable del fracaso de la empresa fue Godoy.
Tan tensas como las de Fernando fueron las relaciones de la princesa de Asturias con Godoy, hasta el punto de que en 1804 éste rogó a la reina que no mencionara su nombre en sus conversaciones con María Antonia, «pues que conociendo la intrigalla de aquella gente debía no esperar otra cosa que ingratitudes». El año anterior, Godoy había aconsejado a los reyes que no se quejaran ante los monarcas de Nápoles del comportamiento de María Antonia: «La Princesa, por casada, ya debe depender del Marido; llámela V.M., hágala cargos, reconvéngala y si no obedece se toma entonces otro partido».[7] El consejo de Godoy no cayó en saco roto y la princesa de Asturias recibió más de una reconvención. La reina María Luisa, por lo demás, no precisaba de consejos para reprender a María Antonia, acerca de la cual tenía una pésima opinión. Baste como prueba la siguiente frase de una de sus cartas a Godoy: «¿Qué haremos con esa diabólica sierpe de mi nuera y marrajo cobarde de mi hijo?».[8]
El entorno de los príncipes de Asturias se fue convirtiendo en una fábrica de críticas y rumores contra Godoy y la reina, difundidos en España y en Europa por María Carolina de Nápoles y por el que en los círculos cortesanos comenzó a llamarse «partido napolitano», grupo o facción (no era otro el significado entonces de «partido») formado por personas próximas a los príncipes de Asturias. Procedían éstas de distintas partes de Italia y a su frente se supuso que estaban el embajador napolitano conde de San Teodoro y su esposa, enlaces de la correspondencia entre María Carolina y su hija. La reina María Luisa tenía una pésima opinión del embajador napolitano, porque, según ella, «inflama a mi nuera y su marido contra nosotros [los reyes] y contra ti [Godoy]».[9] En contacto con San Teodoro estuvieron varios nobles españoles, en especial el marqués de Valmediano, cuñado del duque de San Carlos, y el conde de Montemar, quien a juzgar por la correspondencia de la reina desplegó gran actividad para facilitar la comunicación entre la princesa de Asturias y su madre.
Además de presentar la corte española como un lugar de corrupción e intriga, el entorno de los príncipes de Asturias puso en circulación insidias, en ocasiones de extrema gravedad, que María Carolina se apresuró en difundir. En una de sus cartas a Gallo deslizó su temor a que la reina de España («una mujer perversa») y Godoy («un favorito sin freno») tramaran alguna infamia para excluir del trono a los dos hijos mayores del rey (Fernando y Carlos María Isidro) y situar en él al tercero (Francisco de Paula), «tanto por disponer, dada su juventud, de una regencia más larga, como por colocar a los hijos del Príncipe de la Paz en el trono de España».[10] La insinuación, cuyo origen no se puede precisar, no podía ser más venenosa. Revivía la vieja patraña, ya apuntada en páginas anteriores, sobre los planes urdidos por María Luisa y Godoy para evitar que Fernando llegara a reinar, y ahora se adornaba con una nota de suma importancia que afectaba de lleno a la reputación de la reina de España: se atribuía a Godoy la paternidad de los infantes Francisco de Paula e Isabel, la esposa del heredero de Nápoles («los hijos del Príncipe de la Paz»).
Todo esto carecía de fundamento, pero hizo fortuna, y lo repitieron en España y Europa personas de prestigio, como Lady Holland, cuyos diarios son citados como fuente digna de crédito por estudiosos actuales. En cuanto a lo otro, el establecimiento en el trono del infante Francisco de Paula, la propia María Carolina reconoció su falsedad dos meses después ante el mismo interlocutor: «Creo que toda la historia de la regencia y del consejo es inventada». No obstante, le daba a entender a continuación que no había desaparecido el propósito de impedir el acceso al trono del príncipe de Asturias y por ello temía por la suerte de su hija.[11] En definitiva, la reina de Nápoles dejaba flotar en el aire sus sospechas sobre las maniobras de la soberana española y su amigo Godoy para que el príncipe de Asturias no llegara a ser rey de España. Al provenir de persona de la máxima confianza, como era para ellos María Carolina, estas insinuaciones debieron de hacer mella en el ánimo de los príncipes de Asturias, quienes por entonces, 1804, contaban veinte años de edad y no habían tenido descendencia. Nunca dejaron de considerar a la reina María Luisa y a Godoy serios obstáculos para el acceso de Fernando al trono. En esta materia, por lo demás, este último no precisaba de acicates, pues hacía tiempo que estaba bien aleccionado por su antiguo maestro, el canónigo Escoiquiz, con quien mantenía comunicación permanente a pesar de su destierro en Toledo.
Napoleón estuvo bien informado por sus embajadores Beurnonville y Alquier de cuanto se cocinaba en las cortes española y napolitana y, además, pudo leer muchas de las cartas cruzadas entre la reina de Nápoles y su hija, interceptadas por la policía imperial. La conclusión era evidente: mientras que la reina de Nápoles actuaba en contra de Francia, los reyes de España y Godoy se mantenían en su órbita. A finales de 1804 y principios del año siguiente, en pleno enfrentamiento bélico de nuevo con Inglaterra, no convenía a Napoleón cambio político alguno en España, cuyo concurso marítimo creía perentoriamente necesitar —ésta fue una idea fija del emperador francés— para hacer frente a Inglaterra; meses después se vería el resultado en la batalla de Trafalgar. Así pues, Napoleón expresó a Godoy su interés por evitar toda influencia de María Carolina en la corte española.[12]
Todo esto explica la dura reacción del emperador en marzo de 1805, cuando se hallaba en Milán para recibir el título de rey de Italia —el año anterior se había proclamado emperador de Francia—, al leer una carta interceptada en la que María Antonia decía a su madre que a la muerte de Carlos IV, Godoy sería arrestado de inmediato. Napoleón entró en cólera y sentenció que si María Antonia seguía siendo enemiga de Francia, no reinaría en España; lo mismo dijo unos meses más tarde al marqués de Gallo.[13] Poco después, el emperador recibió una carta de Godoy redactada en términos alarmantes, donde le comunicaba que la reina de Nápoles había intentado envenenar a los reyes de España y a él mismo, y añadía que para aislar a la princesa de Asturias, varias personas habían sido expulsadas de la corte. Napoleón le respondió que le habían impresionado los términos de la carta y que nada le extrañaba viniendo de María Carolina.[14]
Los expulsados a que se refería Godoy eran algunos clérigos, el más notorio el provincial de los carmelitas descalzos, y varios aristócratas, entre ellos la condesa de Montijo, el conde de Oñate, el marqués de Villafranca, la duquesa de Veragua, el conde de Montemar, el marqués de Villarreal, la condesa de Trullás y el duque del Infantado, personaje este muy relevante, pues, además de ser uno de los nobles con más poder territorial y económico, pasaba por ser en ese momento el representante supremo de su estamento. La expulsión, ordenada en septiembre de 1805, resultaba muy llamativa, pues los afectados eran bien conocidos en Madrid, en particular Infantado y la condesa de Montijo, aplaudida por sus obras benéficas y muy influyente gracias a su tertulia. El embajador francés Beurnonville intentó averiguar la causa de los destierros hablando con Godoy, el único que podía desvelarla. Su respuesta fue taxativa: todo se debía a la correspondencia recientemente descubierta entre la reina de Nápoles y la princesa de Asturias. Beurnonville no dio crédito a esta explicación. Como era bien sabido —decía en su despacho oficial a su Gobierno—, la reina de Nápoles era muy capaz de cualquier cosa, pero «una princesa de Asturias, sea ella quien sea, no tiene en España fuerza para nada, y máxime si se trata de una muchacha de diecinueve años, casi recluida, sin proyectos, sin libertad, sin relaciones y sin oportunidad para formarse ninguna que fuera inquietante».[15]
La opinión del embajador sobre la princesa ni se ajustaba a la realidad, ni coincidía con la del emperador francés. María Antonia no era una persona sin capacidad para forjarse proyectos y para llevarlos a cabo. Inteligente e instruida, políglota y lectora voraz, antes de llegar a España había conocido las cortes de Nápoles y la de Viena (en esta última pasó los dos años inmediatos anteriores a su boda), de modo que disponía de elementos de comparación para moverse en el ambiente cortesano.[16] Se ganó el afecto de su marido, a quien casi igualaba en edad (había nacido el 14 de diciembre de 1784, dos meses después que él) y dominaba en todos los órdenes. Según Escoiquiz, ella y el duque de San Carlos fueron los más influyentes sobre el joven Fernando; «le habían abierto mucho los ojos».[17] No andaba desencaminado el canónigo, buen conocedor del príncipe y, tras el fallecimiento de la princesa, su heredero como guía político. Entre María Antonia y el duque de San Carlos existió una relación de confianza, reflejada en la correspondencia de la princesa con la baronesa Mandell.
La reina y Godoy se percataron de la influencia sobre Fernando de su esposa y, a través de ella, de la reina de Nápoles. Ello explica el empeño en controlar todos los movimientos de la princesa y, en la medida de lo posible, tenerla aislada en la corte. A pesar de todo, María Antonia creó una red de fieles, entre otros el embajador de Nápoles y su esposa y varios de los aristócratas destinados al servicio de los príncipes de Asturias, como el duque de San Carlos y el marqués de Ayerbe. Por lo demás, a pesar de ese permanente estado de melancolía y profunda tristeza que ella misma se atribuyó en las cartas, la princesa debió de causar un efecto muy positivo en buena parte de los cortesanos españoles. En todo caso, las opiniones sobre ella fueron encontradas, como expone perfectamente un escrito anónimo inserto en el proceso de El Escorial. Decía que unos la consideraban más adicta a los italianos que a los españoles, con excesivas ansias de mando y enemiga declarada de la reina, mientras que otros ponderaban su finura, su talento y su esmerada educación. De esta última opinión fue la duquesa de Abrantes, quien la pinta como una joven de cabellos rubios, de porte noble y con gracia, con amplios pechos y de aspecto resplandeciente; siempre silenciosa y reservada, de aire majestuoso, un tanto severo a primera vista, «muy princesa».[18]
También María Carolina era «muy reina», pero sus actuaciones políticas contra Francia y sus aliados le costaron el trono. El 26 de diciembre de 1805 Napoleón ordenó al general Saint-Cyr marchar sobre Nápoles «para castigar la traición de la reina y expulsar del trono a esta mujer criminal que con tanta imprudencia ha violado todo lo que es sagrado entre los hombres».[19] Al día siguiente, el emperador anunció el fin del reinado de los Borbones en Nápoles y el 14 de febrero de 1806, José Bonaparte entró en la capital en calidad de nuevo monarca.
Lo ocurrido en Nápoles tuvo una extraordinaria repercusión en el cuarto de los príncipes de Asturias. Aparte de las cuestiones dinásticas y sentimentales, implicó la desaparición de quien era su principal referente político. De pronto, los príncipes de Asturias y el círculo o «partido napolitano» quedaron sin apoyo internacional. Godoy aprovechó esta circunstancia para asestarle el golpe definitivo. Como consecuencia —según el embajador Beurnonville— del descubrimiento de nuevas cartas cifradas recibidas por la princesa María Antonia, que no pudieron ser leídas porque ella declaró no disponer de la clave, en marzo de 1806 fueron expulsados de España el embajador de Nápoles y su esposa y el encargado de negocios de aquel reino. Además, fueron detenidos más de doscientos italianos domiciliados o transeúntes en Madrid y catorce de ellos obligados a abandonar el país; algunos españoles sospechosos de colaborar con estas personas fueron enviados a las colonias. Por otra parte, se procedió a una limpieza drástica en los cuartos de los príncipes de Asturias. Por no haber ejecutado fielmente las instrucciones recibidas para interceptar la correspondencia de la princesa de Asturias, se prohibió la residencia en la corte a los nobles empleados en su casa y en la del príncipe y varios frailes a su servicio se vieron obligados a volver a sus conventos en provincias.[20]
La salud de la princesa María Antonia, que como ella misma expuso repetidamente en sus cartas nunca fue buena, se deterioró apreciablemente tras sufrir en agosto de 1805 su segundo aborto, hasta el punto de que el 19 de enero de 1806 se le administró la extremaunción. Falleció el 21 de mayo de ese año, a los veintiún años de edad, víctima de una tuberculosis localizada principalmente en los órganos respiratorios y digestivos, causa de intensos dolores durante muchos meses.[21]
El silencio oficial en torno a la muerte de la princesa fue general en España. Como ha observado Antonio Calvo, los reyes desearon sepultar en el olvido a su díscola nuera. La Gaceta de Madrid no ofreció más información sobre el acontecimiento que el mencionado parte médico y la descripción del traslado del cadáver al panteón real de El Escorial. Tampoco se celebraron las habituales exequias solemnes. Sólo se conoce una oración fúnebre, pronunciada en San Sebastián a los pocos días de la muerte, pero publicada, contra lo que era habitual, bastantes años después, en 1815. Su autor, fray José del Salvador, famoso predicador en esta última fecha, denunció el olvido general en una nota a pie de página: «Pues llega a morir la Princesa de Asturias, en quien no se vio una acción que no fuese edificante, y todos callan».[22]
En realidad, el silencio no fue tal. Enseguida surgieron rumores sobre la causa de la muerte de María Antonia, atribuida, como no podía ser de otra forma en la época, a envenenamiento. Evidentemente, el magnicidio se atribuyó a Godoy, aunque también se mencionó a la reina María Luisa. La princesa pasó, pues, a ser un elemento importante de la propaganda del círculo fernandino y lo sería aún más a partir de 1808, cuando hubo necesidad de justificar las maniobras del príncipe de Asturias para acceder al trono en vida de su padre. Entonces apareció con frecuencia el nombre de María Antonia en papeles impresos, y muchos predicadores lo mencionaron para contraponer la virtud del príncipe a la felonía del «valido». La princesa no era sino una víctima más, muy ilustre, de la perfidia de Godoy y de María Luisa.
El fallecimiento de María Antonia, las medidas de Godoy contra los nobles relacionados con el cuarto de los príncipes de Asturias y la desaparición del reino de Nápoles pudieron dar la impresión en 1806 de que Fernando había perdido la partida, que su intento de entrar en política se había saldado en estrepitoso fracaso. Nada más lejos de la realidad. El príncipe de Asturias prosiguió su actividad política clandestinamente, sirviéndose de su antiguo maestro Escoiquiz y de los aristócratas contrarios a Godoy, que no eran pocos. Para buena parte de estos nobles, la razón de su movilización era terminar con el advenedizo extremeño. Para Fernando y Escoiquiz, y para alguno más muy próximo al príncipe, esto sólo fue un motivo con que justificar sus actuaciones, pero no su meta. Realmente perseguían elevar cuanto antes a Fernando al trono, sin preocuparse demasiado por la suerte de Carlos IV. Tal era la lección aprendida durante los años anteriores. En esta operación, Godoy importaba, por supuesto, pero la persona clave seguía siendo, como entendió María Carolina de Nápoles, la reina María Luisa.
Limitarse a alejar del poder a Godoy no garantizaba el futuro. Se había visto en 1798, cuando Cabarrús y otros, entre ellos los bien o mal intencionados Saavedra y Jovellanos, al unísono con el Directorio francés, forzaron la salida de Godoy del Gobierno. Su victoria fue pírrica, pues tres años después volvió Godoy a la política con más poder que antes, gracias a su nuevo cargo de generalísimo, que lo situó por encima del Gobierno y de los consejos.[23] Según sus enemigos, la responsabilidad de este encumbramiento no recaía en el rey, sino en la reina. De modo que para evitar otro regreso de Godoy, había necesariamente que inutilizar a la soberana y esto sólo se podía lograr de una forma: situando a Fernando en el trono.
A este fin se orientó todo a partir de la segunda mitad de 1806. La operación se inició con una campaña denigratoria contra la reina y Godoy y se intentó culminar mediante una maniobra destinada a eliminar a Godoy del poder (la conocida como «conspiración de El Escorial»), pero al fracasar, se ensayó otro movimiento, el llamado «motín de Aranjuez», éste sí culminado con éxito.
Al comenzar el siglo XIX no eran pocos los males de España. A una grave epidemia de fiebre amarilla que originó gran mortandad en 1803, sucedieron dos años de pésimas cosechas que condenaron al hambre a una parte importante de la población. Para colmo de males, a finales de 1804 España se vio obligada a declarar la guerra a Inglaterra, después de que navíos británicos atacaran por sorpresa a cuatro fragatas españolas procedentes de Montevideo y se apoderaran de cuanto pudo salvarse de su carga, que era de gran valor. Transportaban una cuantiosa suma de pesos fuertes en oro y plata y un importante volumen de mercancías coloniales: quina, estaño, cobre, madera, etcétera.[24] Este nuevo e inesperado conflicto bélico exigió el empleo de una enorme cantidad de dinero, que puso en jaque la credibilidad financiera de la monarquía, casi paralizó la actividad de los puertos marítimos y, sobre todo, originó múltiples dificultades al comercio con América, de donde procedían los metales preciosos, vitales para la economía española. Por otra parte, la guerra obligó a seguir casi a ciegas los planes de Napoleón. España no sólo se comprometió en mayo de 1805 a entregar a la compañía proveedora del Ejército y la Marina franceses una cuantiosa suma de dinero, calculada en 60,5 millones de francos, sino que, además, puso a su disposición la Armada española, con el trágico y conocido resultado de la derrota de Trafalgar en octubre de ese mismo año.
La opinión general señaló a Godoy como principal responsable de estos males, de modo que desde el otoño de 1806 su reputación descendió hasta niveles ínfimos.[25] Esto benefició considerablemente los planes del príncipe de Asturias. Todo lo que fuera en perjuicio de Godoy afectaba en el mismo sentido a Carlos IV y a la reina. Al príncipe, por el contrario, no se le podía atribuir la más mínima responsabilidad, ya que por decisión de sus padres estaba alejado de los asuntos públicos. Así pues, si bien pudiéramos imaginar que este tiempo fue poco propicio para el príncipe, debido a la pérdida de su esposa, su principal mentora política, en realidad resultó todo lo contrario. Por lo demás, no tardó Fernando en hallar en Escoiquiz al consejero eficaz que sustituyera a su difunta cónyuge.
En 1794, en plena guerra entre España y la Convención francesa, Escoiquiz había presentado al secretario de Estado (Godoy) una Memoria sobre los daños que pueden resultar a España de las actuales turbulencias de Europa, donde abogaba por crear un espíritu patriótico antirrevolucionario a base de «inundar a España, como los franceses lo hacen, de catecismos políticos, libritos, papeles, periódicos, versos, canciones adaptadas a la variedad de las clases, capacidades y paladares».[26] Godoy no le prestó atención, pero ahora, al comienzo de la centuria decimonónica, el canónigo contó con el beneplácito del príncipe de Asturias y puso su idea en práctica. Envió comisionados a distintas partes de España, encargados de resaltar las virtudes de Fernando y criticar el despotismo de Godoy, poniendo el acento en que éste era el causante de todos los males de la monarquía. Tal mensaje cayó en terreno abonado, debido a los mencionados problemas materiales del país y al general descontento de la población. En esta labor colaboraron de manera particular miembros de las órdenes religiosas, especialmente quejosos por la desamortización de 1798, la construcción de cementerios fuera de las iglesias, medida que supuso una importante merma de ingresos para algunas congregaciones religiosas, y, más aún, por la amenaza de una reforma en profundidad de las órdenes religiosas. «Cada fraile», escribió Estanislao de Kostka Vayo, «se convirtió en un misionero furibundo, en un clarín sonoro de la fama que llamaba a las banderas del príncipe [Fernando] a sus afiliados y anatematizaba y fulminaba rayos sagrados contra el de la Paz y sus partidarios».[27]
En la empresa de agitación participó activamente el príncipe Fernando. Tenemos constancia fehaciente de su protagonismo en una de las actuaciones propagandísticas más sorprendente: la elaboración de estampas a todo color en las que en tono procaz y a base de calumnias se ridiculizó hasta lo indecible a la reina y a Godoy, especialmente en los versos que explicaban o complementaban las imágenes. Las estampas han sido reproducidas por José Luis Gordillo Courcières, basándose en la única colección existente, hoy en manos privadas.[28]
La colección consta de dos series, cada una formada por treinta estampas destinadas a ser grabadas, más once que al parecer fueron desestimadas. Según Gordillo Courcières, la primera serie fue realizada probablemente entre 1801 y 1807 y la segunda en 1808-1809, aunque la mayor parte de la obra debe ser fechada entre 1804 y 1806. Si la datación es correcta, esta producción satírica coincidió con el momento de mayor intensidad en las actuaciones contra la corte española de la reina de Nápoles y su hija la princesa de Asturias.
Parece indudable que el trabajo fue encargado y costeado por el príncipe de Asturias. Lo atestiguan las notas al dorso de algunas estampas, firmadas por «el duque de Alagón» o por Teodoro Íñiguez, las dos personas encargadas al parecer de controlar y difundir la obra.[29] En unos casos se advierte que se desecharon por no ser «del agrado de S.A.», esto es, Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, y en otros se ordena en nombre de la misma persona que se hagan copias o que se envíen a grabar. La más elocuente es la que figura al dorso de la última lámina de la primera serie. Reza así:
Esta obra fue hecha por o[rden] y c[uenta] del Excmo. Sr. Príncipe de Asturias en el Real Sitio de Aranjuez en el año 1804, siendo los versos de varios ingenios de la Corte y los dibujos de tres pintores que en dicho real Sitio estaban, habiéndose sacado solamente tres traslados de la misma de las primeras cuatro hojas y las planchas de grabado fueron destruidas por los secuaces del Tirano en el rebusco que se hizo en casa de don Tomás Alonso cuando habiendo tenido noticias de que le buscaban huyó bajo el patrocinio de S.A. (q.D.g.).[30]
La información es copiosa e interesante. Primero: el trabajo se hizo por orden y a costa del príncipe de Asturias en Aranjuez, esto es, en uno de los lugares habituales de residencia de la familia real, lo cual permite suponer que el príncipe pudo controlarlo personalmente o, cuando menos, estar muy al tanto de su realización. Segundo: fue una obra colectiva, tanto en la confección de los textos, como en los dibujos. Tercero: se hicieron copias manuales de las láminas («traslados») y se habían preparado planchas para grabarlas, pero Godoy («el Tirano») desbarató la operación al secuestrar y destruir las planchas. Cuarto: la implicación del príncipe de Asturias llegó hasta el extremo de facilitar la huida de la persona en cuya casa se guardaban las planchas, Tomás Alonso, de quien carecemos de noticias.
La calidad de los dibujos delata que los ejecutaron manos expertas, pero no sabemos a ciencia cierta cuáles. En la nota que se acaba de citar se habla de tres pintores que estaban en Aranjuez; en otra, igualmente colocada al dorso de una estampa, se alude al «pintor de cámara», sin que podamos identificarlo con seguridad, y en otra se dice que el dibujo es de «Zacarías», quizá Zacarías González Velázquez. Según Castro Bonel, descubridor de la colección, el artista mencionado y el también pintor de cámara Maella son los autores seguros de algunas láminas. Por el momento parece que no se puede decir más sobre esto, aunque habría que descartar la participación de Goya, insinuada sin pruebas por algún investigador.
De la autoría de los versos que explican o complementan los dibujos podemos hablar con mayor seguridad. El compositor de la mayoría de ellos fue Diego Rabadán (algunos están firmados con sus iniciales, «DR»), calificado por Mesonero Romanos de «poeta extravagante, formado por múltiples y estragadas lecturas, que había tenido la habilidad de identificarse con todo lo más ridículo, por lo altisonante y chabacano, que había leído».[31] Otras composiciones se deben, según se anota al dorso de ciertas láminas, a Pedro Collado, «Chamorro», servidor de confianza desde siempre de Fernando; al sacerdote Cámara, juez diocesano en Pastrana, y a J. Manrique (este último tal vez fuese José González Manrique, al servicio del duque del Infantado). Gordillo Courcières incluye entre los posibles autores a Íñiguez y a Escoiquiz, si bien creo que el cometido de ambos fue otro. No es ocioso consignar que Pastrana, donde ejercía su cargo el presbítero Cámara, era territorio de señorío del duque del Infantado, cuyo compromiso en la conspiración contra Godoy (y contra el rey) se verá en páginas siguientes. Es muy probable que la participación de Chamorro consistiera en incorporar a las láminas coplillas satíricas que circulaban entre el pueblo.
Las estampas nunca se grabaron, tal vez porque Godoy se anticipó y ordenó el secuestro de las planchas. Resulta plausible pensar, pues, que el proyecto no pudo desarrollarse tal como fue concebido.[32] Sin embargo, no por esto habría que minusvalorar la difusión de esta producción satírica. Según Castro Bonel, por orden del príncipe de Asturias se enviaron copias manuales a ciertos aristócratas. En un documento «encontrado con una de las estampas» —afirma este autor— figura una «Relación de las personas a quien por orden expresa del Excmo. Sr. Duque de Alagón se ha de dar traslado de la estampa que hizo un pintor y que fue del superior agrado de S.A». En esa nómina figuran las duquesas de Alba, de Los Llanos y de Lerma y los marqueses de Someruelos, del Rincón y de Miraflores. En un papel suelto que consta en la colección, se ofrece una lista de personas «para darles traslado de una estampa por orden de S.A. por Nochebuena de este año [1806]». Son los siguientes: el marqués de Miraflores, los duques de Sotomayor, de Medina de Rioseco y de La Yarza, el marqués de Beleite, el conde de Cervellón, la duquesa de Alba (de nuevo) y tres individuos de difícil identificación: Julián Escosura, José Carrancero y José Fedichi. Por su parte, un coleccionista apellidado Pieltain, quien al parecer poseyó las láminas antes que Castro Bonel, consignó que una de ellas (no dice cuál) «se repartía por los nobles con cierta profusión en tabernas y otros sitios peores».[33]
En junio de 1806 se abrió causa contra varios criados del príncipe Fernando. El juez encargado del caso, José Marquina Galindo, los consideró «reos presuntos de una coligación poco conforme a sus obligaciones y ciertos de poco afecto y respeto a SS.MM., criticando sus acertadas providencias». Ni en los oficios reales ni en las comunicaciones del juez se especificó el delito o delitos de los procesados.[34]
Ahora bien, este suceso presenta rasgos que hacen suponer que no fue una nadería. Primero, los encausados eran cinco criados de la máxima confianza del príncipe de Asturias: Antonio Moreno, uno de sus íntimos; Fermín Artieda, mozo ordinario, encargado de su biblioteca; Saturnino Segovia, porta muebles; Zacarías García, oficial de contaduría, y Lorenzo Bonavía. Con independencia de sus cargos oficiales, todos de categoría inferior, estos individuos cumplieron misiones de muy diferente naturaleza, siempre secretas. Moreno y Artiedas actuaron de intermediarios en la correspondencia clandestina cruzada entre el príncipe de Asturias y Escoiquiz.[35] Según la reina María Luisa, Saturnino Segovia y Artiedas hicieron de mensajeros de Fernando y de la princesa María Antonia, «con la confianza de los dos, marido y mujer», con personas residentes en Madrid, entre las cuales no es descabellado suponer que se contaran los aristócratas críticos con la política del momento y los embajadores de Nápoles. La reina denunció también que Segovia iba regularmente al café La Fontana de Oro —centro de críticas a Godoy— y a una tertulia celebrada en una tienda.[36] Segundo: el juez del caso, Marquina, era hombre de suma confianza de Godoy, lo que manifiesta el interés de éste por controlar personalmente el asunto. Tercero: los encausados fueron condenados al destierro en las colonias: Moreno a diez años de confinamiento en Filipinas y los otros cuatro a servir durante ocho años en el Regimiento Fijo de Puerto Rico, el cuerpo militar encargado de la defensa de la isla.[37] También sus esposas fueron obligadas a instalarse en los lugares de su nacimiento, sin poder salir de ellos, aunque se les conservó el sueldo de sus maridos.
Estos datos ponen de manifiesto el empeño de Godoy por evitar que el asunto saltara al público, tanto por las críticas contra él y la reina, como porque afectaba de lleno al príncipe de Asturias y esto no interesaba en modo alguno a Carlos IV. De ahí la elección del juez, la ocultación del delito, el alejamiento de los implicados y la compra del silencio de sus esposas. ¿Mantiene relación todo esto con el descubrimiento de las estampas de que venimos hablando? ¿Eran los criados encausados los encargados de su reparto?
Sobre la difusión de las estampas sólo caben conjeturas por el momento, pero acerca de su contenido no hay dudas. La que al parecer constituyó la portada de la colección declara paladinamente su objetivo: presentar a los españoles la «real y verdadera historia de los crímenes, desaciertos, robos, traiciones, tropelías y maldades cometidos por la ambición del Choricero», como se apodó a Godoy por su origen extremeño y con el ánimo de reducirlo a la condición de plebeyo. La crítica es inmisericorde. La imagen proyectada de Godoy como persona y como gobernante, abyecta. Pero no nos limitemos a esto. Como ha visto Antonio Calvo, en realidad la persona más vituperada en esta producción satírica, que por tantos motivos recuerda la desarrollada en Francia contra la reina María Antonieta, fue María Luisa de Parma, la soberana española.[38] Los versos que explican los dibujos la señalan como la fuente del poder del «Choricero», la responsable de su elevación; en último término, la culpable de todo. Y aún se fue más lejos. La culpabilidad de la reina no era producto de error o de cualquier contingencia política, sino de su depravación sexual, es decir, un acto de su voluntad. Esto queda perfectamente expresado en la estampa de la primera serie que representa el momento en que los entonces príncipes de Asturias Carlos y María Luisa se fijaron por primera vez en Godoy cuando escoltándolos cayó de su caballo. Lleva el siguiente título: «Caída con suerte. María se conmovió cuando en el suelo le vio. Si me das ajipedobes te pondré en trance que robes».
El «ajipedobes» (la palabra debe leerse de derecha a izquierda) es el tema principal de la primera serie de las estampas. Explica, como se acaba de ver, la entrada de Godoy en la corte, pero también su elevación gracias al favor de la reina. En la estampa que sigue a la portada se presenta a Godoy con esta leyenda: «Éste es Manolo Primero, de otro nombre Choricero», y entre los versos que acompañan el dibujo figuran estos:
Con la reina se ha metido
Y todavía no ha salido.
Y su omnímodo poder
Viene de saber... cantar.
Mira bien y no te embobes
Da bastante AJIPEDOBES [sic].
Si lo dices al revés
Verás lo bueno que es.
La lámina finaliza diciendo que Godoy gobernaba España y América «por debajo de la pierna».
Las alusiones a la lujuria de la reina no se agotan con el «ajipedobes». Los vates se permiten incluso ofrecerle consejos morales, y al hacerlo implican al rey. Explícita es una estampa de la segunda serie compuesta de dos escenas. En una se ve a un hombre que sale al campo vestido de cazador, escopeta en mano y seguido de perros (la alusión al rey es inequívoca), y en la otra una cortina roja da entrada a un aposento privado de palacio. Se titula: «Mientras te vas de caza, en tu vedado otro entra. Oro y honores encuentra como premio a su añagaza». Los versos, dirigidos «A la que olvida sus deberes», le aconsejan: «Sé cauta si no puedes ser casta», y siguen:
El pueblo tiene buena y gran memoria
Te ve mujer y madre y ya te aprecia
Pero no abuses del que no es escoria
Y si persiste tu conducta sucia
Pasarás desde luego por la historia
Cual Mesalina, no como Lucrecia.
En la estampa titulada «Mira pueblo esta baza», se dice que «la vieja insolente» elevó a «una calabaza» (Godoy), «burlándose del bueno del esposo, que es harto complaciente». Se tilda a la reina de «vieja loca», de la que todo puede esperarse «menos que diga una verdad su boca», y del rey, a quien también se califica de «viejo», se afirma que quiere mostrar a sus súbditos nuevos usos «en su modo especial de comer huevos». El rey es «pobre bobo» en la estampa elocuentemente titulada: «La hacienda robada, la nación vencida, la realeza ultrajada». Pero hay otros versos más duros contra Carlos IV, como los siguientes, en la rotulada: «Manejos contra la patria», en que se hace hablar a Godoy:
El rey que tonto y cabrón
Me deja con su mujer
Me deje al fin recoger
Mi pueblo de Badajoz.
Cualquier persona de la época, educada en la cultura del absolutismo, vería ante todo en estas sátiras un ataque despiadado a los reyes. Godoy es presentado como una criatura de la reina lasciva consentida por el «tonto» de su marido. Pero los tres forman una «familia», como reza el título de una estampa de la primera serie: «La familia que llena de unción va desgobernando nuestra nación», reproducida casi de forma idéntica y con los mismos versos en la serie segunda, aunque en esta se cambia «desgobernando» por «gobernando». En ambas estampas Godoy toca la guitarra y es observado con delectación por el rey, de pie apoyado en un bastón, y por la reina, sentada, con un abanico en las manos.[39] Los versos explicativos son los mismos en ambas series:
El marido es un viejo gotoso
que apenas si sabe lo que hay que querer
y mirando siempre que da gozo
al fiel chichisbeo para su mujer.
La mujer, que ya no tiene dientes
y que miedo al espanto le da,
con sus ojos de pulga aún quiere
tesoros de amor poder conquistar.
El de la guitarra es un sinvergüenza,
cínico, arrogante, se deja querer
y el cuitado piensa que durará mucho...
No amigo, no dura... tú ya lo has de ver.
La presentación de los monarcas y Godoy como una «familia», la alusión al «amigo» y a la falta de dientes de la reina delatan que el autor de los versos estaba bien informado sobre la corte. En sus cartas, los reyes siempre llamaban «amigo» a Godoy, éste se relacionaba con ellos como si fuera parte de la familia real e incluso gozaba del privilegio de comer con los soberanos cuando los visitaba en los reales sitios. Así pues, el anónimo versificador tal vez recibió información privilegiada de las costumbres de los reyes de alguien muy próximo a ellos. ¿Pudo ser Escoiquiz, el criado Chamorro o quizá el príncipe Fernando? Lo relevante sigue siendo la participación del príncipe en esta despiadada operación contra sus padres.
La crudeza y mal gusto de las estampas del «Ajipedobes», como por economía de lenguaje podríamos denominar esta colección satírica, no fueron superados, que sepamos, pero no fue la única producción crítica sobre la reina y, por extensión, el rey. Ya en 1804, una carta procedente de Valencia informó a Godoy:
De pocos días a esta parte se ha divulgado aquí un Poema injurioso al Rey, a la Reyna, a V.E. y a toda la Nación, en tres distintos cantos, su título La Luisa. En el primero, trata de la venida de la Reyna a España. En el segundo, de su vida en su matrimonio. En el tercero, de la muerte del Rey y coronación de Godoy.
El informante decía no conocer con certeza al autor, pero estaba seguro de que el poema se había leído con frecuencia en casa del marqués de Arneva, muy aficionado a «los papeles franceses que hablan mal de España y de nuestro Gobierno, de que tiene muchos, y también contra nuestras leyes y a favor de la libertad».[40]
Es muy probable que el referido no fuera un caso aislado y también lo es que el celo de los espías y agentes de Godoy consiguiera poner trabas a la difusión de otras sátiras del mismo estilo, pero como siempre sucede en estos casos, no se pudo impedir por completo su divulgación, como han demostrado los estudios de Teófanes Egido. En todo caso, parece confirmado que la propaganda generada inicialmente en el cuarto del príncipe de Asturias fue poco a poco tomando cuerpo y adquiriendo eficacia, pues el mensaje a difundir era perfectamente inteligible para todos.
De acuerdo con la información que nos han dejado los mencionados espías y agentes, y a juzgar por la producción satírica conocida,[41] podríamos sistematizar este mensaje en cuatro puntos. Primero: los males de la monarquía eran muchos y el estado material de los españoles iba empeorando con el tiempo, pero todo esto aún podría agravarse si —como apuntaban todos los rumores difundidos por estas fuentes— España entrara en una nueva guerra contra Portugal para facilitar la ambición de Godoy de reinar en una parte de ese territorio. Segundo: los máximos responsables de todo eran Godoy y la reina, con el rey al fondo por consentir sus relaciones. Tercero: Godoy pretendía evitar la sucesión regular al trono de España, para colocarse él o su «hijo», el infante Francisco de Paula, en lugar del príncipe Fernando (el rumor sobre el envenenamiento de la princesa de Asturias reforzó esta acusación). Cuarto: para regenerar la monarquía y garantizar la continuidad del sistema español sólo se podía confiar en Fernando.
Este mensaje no se difundió a través de la imprenta, controlada por Godoy hasta 1808, sino mediante hojas y pasquines manuscritos, la mayor parte versificados para facilitar la memorización, en conversaciones en los cafés, en tertulias caseras y en la calle. En estos espacios se podía decir lo que no estaba permitido imprimir. Especial relevancia adquirieron los cafés, los cuales fueron canales de sociabilidad informal y menos institucionalizada que las universidades, sociedades económicas y prensa, considerados los clásicos conductos de las Luces.[42] A los cafés acudían gentes de diverso origen y un tanto escogidas. Por su decoración, precios y bebidas expendidas, su público no era el de las tabernas, dedicadas casi en exclusiva a servir vino. En ellos se formaban corrillos y tertulias de manera aleatoria (gentes que entran y salen), se intercambiaban opiniones y se hablaba con mayor libertad que en las tertulias de personas distinguidas, sin etiquetas ni rigidez. Además, en el café todo el mundo podía hablar y nadie era sospechoso por hacerlo. Eran estos primeros cafés, en suma, terreno abonado para las audacias verbales y el arbitrismo más osado, y también para que la elite (en este caso, la aristocracia fernandina) difundiera sus mensajes mediante intermediarios.
En sus informes de 1807 los espías de Godoy mencionaron el café de Levante, el de Santo Domingo y La Fontana de Oro. También dieron cuenta de corrillos en la Puerta del Sol, pero sobre todo denunciaron lo dicho en las tertulias. Citaron la del librero Bengoechea, sita en la calle Carretas, las celebradas en tiendas de varios comerciantes (Garro, Altarriba y otros, cuyos nombres no se dan), donde se celebraban reuniones vespertinas para jugar a la brisca y se aprovechaba para hablar de todo, las de las casas de «gente gorda», frecuentadas por nobles y canónigos, y las «particulares». Una de estas últimas fue calificada por el informante de muy interesante, porque a ella concurrían «camaristas, archiveros, todos hombres por razón natural de talento y más con el pájaro del secretario de la Embajada de Francia».[43]
En estos lugares se distribuyeron papeles satíricos contra la reina y Godoy, redactados muchos de ellos, mantiene Teófanes Egido, en medios aristocráticos y eclesiásticos. De su distribución se ocupaban los criados del príncipe de Asturias o los de personajes de su entorno. En la causa de El Escorial, por ejemplo, se da cuenta de encargos de este tipo realizados por el conde de Bornos, uno de los nobles muy próximos al príncipe, comprometido en la conspiración de El Escorial.[44]
Según los espías, las conversaciones en tertulias y cafés eran libérrimas. En octubre de 1807, antes de descubrirse la conspiración de El Escorial, un criado de Fernando con permiso para permanecer en Madrid unos días dijo a su interlocutor que estaba muy contento de dejar El Escorial, «porque no tengo que ver la Casa de esa vieja de mierda; parece un demonio» (la reina). El otro, oficial de Gracia y Justicia, respondió: «Pero es muy fina en su trato... es maldita». En el domicilio de uno de estos dos individuos, la mujer y la cuñada del dueño dijeron: «El demonio de la reina a nadie deja parar, ¡maldita sea! Más valiese atendiese a los pobres y se dejase de locuras. Esto durará hasta que el rey muera, que luego ya la sujetarán [...]. Parece a las putas, que cada día mudan majos. ¡Habrá pellejona igual!». En otra ocasión (21 de octubre) un tertuliano calificó a Carlos IV y María Luisa de «reyes de mierda, irrisión del universo». En otro lugar, un comerciante lanzó en una conversación particular (18 de octubre): «... cada vez hay más miseria [...] todo se gasta en locuras y el pobre vasallo, que reme y aguante la carga que (por locura y desgobierno) le echa el Gobierno».[45]
En suma, en los medios populares, los insultos a la reina y el diagnóstico de la situación de la monarquía coincidieron en lo sustancial con los de las estampas del «Ajipedobes».
A principios de marzo de 1807, «totalmente inquieto» ante el deterioro de la salud de Carlos IV y la concesión a Godoy, dos meses antes, del título de gran almirante de España e Indias, el príncipe de Asturias pidió a Escoiquiz «que discurriese y le avisase los medios más propios para salvarle de las tramas de aquel tirano [Godoy], para salvar al Reino y aun a sus mismos padres, que serían, a pesar de su ciega afición a él, sus primeras víctimas». Éste fue el comienzo de la conspiración de El Escorial, afirma expresamente el canónigo.[46] Todo, pues, fue iniciativa de Fernando.
El cargo de gran almirante, que entre otras prerrogativas otorgaba a Godoy el derecho de recibir el tratamiento de «alteza», como los infantes, sorprendió a la opinión pública. Pronto se extendió el rumor de que no era sino «un escalón para la subida a puesto más alto», es decir, la ocupación de un trono.[47] Abonaron esta suposición las noticias sobre las gestiones de agentes de Godoy en Francia para instalarlo como soberano en una parte de Portugal y su desmesurado tren de vida. Rodeado de un ceremonial y aparato cada vez más similar al de la casa real, había hecho de su residencia de Madrid una especie de segunda corte, a la que se acudía a pedir gracias de igual forma que ante el rey en los reales sitios, donde Carlos IV pasaba casi todo el año.[48]
El temor del príncipe a alguna maniobra de Godoy para impedirle el acceso al trono no era nuevo, como sabemos, y de ahí la intensa campaña de desprestigio emprendida años antes. Sin embargo, ahora, a comienzos de 1807, Fernando y su entorno inmediato estimaron que lo hecho no era suficiente. Había llegado el momento de emprender una acción contundente y Fernando encargó de su coordinación a Escoiquiz, quien había de mostrar gran capacidad para moverse en la clandestinidad con picardía y don de gentes, aunque también hizo gala, al decir de André Fugier, de «una ingenuidad a veces inverosímil».[49]
Escoiquiz contactó desde el inicio con el duque del Infantado. Ambos redactaron en febrero de 1807 un decreto, del que se hablará más adelante, que fue pieza clave en la operación. Escoiquiz contó asimismo con la colaboración del embajador de Francia François de Beauharnais, cuyo concurso resultó fundamental. Sin abandonar la campaña propagandística iniciada en 1802, de la que se ha hablado, la atención se centró ahora en el desarrollo de un plan político ambicioso, orientado a cumplir un doble objetivo: convertir al príncipe Fernando en el único interlocutor español de Napoleón y derrocar de forma inmediata a Godoy y poner al mismo tiempo bajo control a la reina. Lo primero constituyó la principal novedad en el modo de actuar del que a partir de ahora podemos denominar «partido fernandino», esto es, el grupo de aristócratas y clérigos articulado en torno al príncipe de Asturias.[50]
Hasta este momento, este «partido» se había mostrado muy crítico con la alianza con Francia. Había pretendido situar a España en la órbita de Inglaterra, tal como propugnara la princesa de Asturias, de acuerdo con las indicaciones de su madre la reina de Nápoles. Ahora daba un giro de 180 grados, explicable tanto por la desaparición de la princesa, como por el nuevo panorama internacional generado por las victorias de Napoleón en 1806 y 1807. En marzo de 1806 el emperador colocó a su hermano José en el trono de Nápoles y nombró gran duque de Berg a su cuñado Joaquín Murat, en junio hizo rey de Holanda a su hermano Luis, y en agosto del año siguiente designó rey de Westfalia a otro de ellos, Jerónimo. Además, creó la Confederación del Rin, decretó el bloqueo continental de Inglaterra y en julio de 1807 firmó con el zar Alejandro I el tratado de Tilsit, con lo que se culminaba el dominio continental del emperador francés. Napoleón no sólo era el dueño indiscutible de Europa, sino que también imponía una nueva dinastía, la suya. Como es lógico, esto último preocupó de manera especial en España, pues afectaba directamente a la Casa de Borbón, ya que Napoleón había expulsado de sus dominios a una rama, la de Parma, y acababa de hacer lo propio con la napolitana. En 1807, entre los Borbones europeos sólo Carlos IV mantenía la corona heredada de sus antepasados.
A estas alturas, a nadie se le escapaba que el futuro de la Casa de Borbón española sólo estaría asegurado si se contaba con Napoleón. O se estaba con el emperador o se corría el riesgo de perderlo todo, de modo que el príncipe de Asturias tomó el único partido posible, que a su vez era el de su gran enemigo Godoy: cifrar su futuro personal en el apoyo de Napoleón. En consecuencia, la situación política española quedó condicionada por el enfrentamiento de dos facciones cortesanas, los partidarios del príncipe de Asturias y los de Godoy, cada una de las cuales tomó como árbitro y valedor al emperador de Francia. Para lograr su favor sólo era viable seguir sus planes. Esto es lo que exactamente hicieron unos y otros. Tras su fracasado intento en 1806 de formar una liga de neutrales para amortiguar el expansionismo francés, Godoy ya no dudó en atender las exigencias del dueño de Europa. A través de Izquierdo, su agente en París, aduló a Napoleón, envió hombres para luchar contra los ingleses en Etruria y en el norte de Europa a las órdenes de los mandos franceses, puso a disposición de Francia plata americana para la acuñación de monedas y concedió a este país ventajas comerciales en América, asumió sin protestas la pérdida del reino de Etruria y firmó el tratado de Fontainebleau, por el que se permitía la entrada en España de tropas francesas para atacar a Inglaterra desde Portugal.
Situado en posición muy diferente a la de su oponente, Fernando buscó ganarse a Napoleón a través de su embajador en la corte española, François de Beauharnais, al que colmó de atenciones. El conde de Orgaz no se recató en declarar en la causa de El Escorial que Escoiquiz le había pedido 300.000 reales para agasajar a la familia del embajador Beauharnais, pues «estaba puesto en las manos de Bonaparte el establecimiento de S.A. [el príncipe Fernando], para lo cual se entendía con el embajador de Francia».[51] La empresa tuvo éxito y Beauharnais colaboró activamente con los fernandinos, hasta el punto de que sin su concurso no se puede entender la conspiración de El Escorial.
Los fernandinos estimaron que el medio más adecuado de ganar, y garantizar en el futuro, el apoyo de Napoleón era el matrimonio del príncipe de Asturias con una dama francesa ligada a la familia imperial. La idea satisfizo en extremo a Fernando, pues, además del objetivo político perseguido, ese enlace evitaría otro no deseado, ideado, según el parecer general, nada menos que por Godoy.
Tras la muerte de María Antonia de Nápoles se iniciaron movimientos, como era habitual, para casar al príncipe. Se manejaron varias candidatas: la infanta María Teresa de Braganza, princesa de Beira, hija del regente don Joâo y de Carlota Joaquina; Carolina, segunda hija del rey de Baviera Maximiliano José, y María Luisa de Borbón y Vallabriga, hermana de la esposa de Godoy.[52] También se habló de alguna dama francesa, sin especificar. Como es de suponer, la que inicialmente atrajo la mayor atención entre estas candidatas fue María Luisa de Borbón. El matrimonio del heredero de la corona española con la cuñada de Godoy hubiera sido un auténtico triunfo de éste, y aunque él dice que no concedió gran importancia al asunto (fue una idea pasajera, sin continuidad, afirma en sus memorias), en noviembre de 1806 escribió a Izquierdo: «Está tratado con SS.MM. y el Príncipe de Asturias el enlace de mi cuñada con S.A».[53] Cuando los reyes le hablaron de esta boda, Fernando dio inicialmente su consentimiento, pero enseguida escribió a Escoiquiz, lleno de angustia al decir de este último, solicitando consejo para evitarla.[54] En ese momento, el embajador Beauharnais estaba sumamente interesado en el matrimonio del heredero de España con una francesa, de manera que unió sus esfuerzos a los de Escoiquiz, y el príncipe rehusó el enlace sugerido por sus padres. El matrimonio de Fernando se convirtió, pues, en asunto capital de la conspiración de El Escorial.
En esta conspiración, que no estuvo exenta de algún que otro episodio rocambolesco, participaron pocas personas. El príncipe de Asturias y el canónigo Escoiquiz fueron el centro. El duque del Infantado quedó como una especie de alto consejero y referente constante, destinado a ejercer de máxima autoridad ejecutiva en el momento clave, el de la realización del acto decisivo contra Godoy. El embajador Beauharnais debía facilitar el ajuste del matrimonio del príncipe de Asturias con una francesa y lograr de Napoleón alguna declaración a favor de este último. En un segundo plano, el conde de Orgaz, gentilhombre del príncipe, actuó de nexo entre Escoiquiz e Infantado, sin estar al tanto por completo de la trama. En esta situación quedó asimismo el marqués de Ayerbe, también gentilhombre de cámara del príncipe, encargado de mantenerlo en contacto con Escoiquiz e Infantado. Un reducido grupo de confidentes y servidores de máxima confianza —el tercer nivel conspirativo— se ocupó de las funciones de enlace e información entre los anteriores: el diplomático Pascual Vallejo y Pedro Giraldo de Chaves, antiguo maestro de Fernando, fueron confidentes de Escoiquiz ante la embajada francesa, el capitán de Guardias Españolas Joaquín de Jáuregui informó sobre el ambiente en las guarniciones militares, José González Manrique, a quien Infantado designó representante de su fábrica de telas de Guadalajara para facilitar su tránsito por los reales sitios, hizo de correo entre el príncipe, Escoiquiz y el propio Infantado, el criado Sebastián de Lugo facilitó los encuentros secretos entre Escoiquiz y el embajador de Francia. Otros servidores de escaso rango (entre ellos Andrés Casaña, Manuel Ribero y Pedro Collado, Chamorro) distribuyeron la correspondencia cruzada entre las personas principales y, por último, José del Peral actuó como una suerte de espía general de Escoiquiz, con quien estaba emparentado.[55]
A mediados de febrero o principios de marzo de 1807, es decir, al ponerse en marcha la conspiración, Escoiquiz hizo llegar a Infantado el borrador de un decreto.[56] Una vez convenido el texto entre ambos, el marqués de Ayerbe lo puso en manos de Fernando. Éste lo copió de su puño y letra y lo devolvió a Infantado, firmado «Yo el Rey» y con la fecha en blanco. El duque quedó encargado de custodiarlo para hacer uso de él en el momento oportuno, que sería el de la muerte de Carlos IV. Este decreto debía ser el primero de Fernando VII como nuevo rey. En él concedía a Infantado el mando supremo de todas las fuerzas militares encargadas de la custodia de la familia real y de las existentes en Madrid, en los reales sitios y en toda Castilla La Nueva, suspendía las funciones de generalísimo y gran almirante de Godoy, tanto en lo militar como en lo civil, y ordenaba a todos los consejos, ministros y tribunales que obedecieran a Infantado. Quien no lo hiciera, o pretendiera «aunque sea por poco tiempo retardar la proclamación de nuestro ascenso al trono», o manifestara que esta disposición carecía de legalidad por no estar refrendada por un ministro, sería declarado reo de lesa majestad, «sea de la clase o elevación que fuere»; es decir, sería condenado a muerte.
No nos ha llegado el original de este decreto. Lo conocemos por la versión que ofreció Escoiquiz en la declaración de la causa de El Escorial, repetida casi en los mismos términos en sus memorias, y por una copia «del autógrafo que conserva en su archivo el duque de Pastrana», como reza una anotación realizada en 1863 por un tal J. Quiñones.[57] Ambas versiones difieren en aspectos importantes. En la de Escoiquiz se dice que esta real orden tenía como objeto garantizar la tranquilidad pública a la muerte de Carlos IV. La copia del archivo del duque de Pastrana, título que entre otros poseía Infantado, es más explícita:
Las circunstancias extraordinarias en que se halla la Monarquía en el momento en que ha sido Dios servido llevarse a nuestro muy caro y amado Padre [...] dan algún motivo de recelar que ciertas personas a las cuales su Real bondad se dignó honrar con la mayor confianza depositando en ellas una gran parte de su autoridad, intenten abusar de los medios que esto ha colocado en sus manos [...] para causar disturbios perjudiciales a la tranquilidad del Estado y verificar en cuanto esté de su parte las miras sediciosas que su conducta hasta ahora ha dado motivo de sospechar, y que hace ya tiempo le atribuye la voz concorde del pueblo contra el expedito, pronto y libre ejercicio de la Soberanía que como a Rey y legítimo sucesor de nuestro Augusto Padre nos compete sin la menor restricción desde el instante y por el mero hecho de su fallecimiento en todos los dominios de este vasto Reino.
A tenor de estas palabras, el decreto era sobre todo un instrumento de defensa frente a «ciertas personas» en las que Carlos IV había depositado «una gran parte de su autoridad», las cuales no podían ser otras que la reina y Godoy. Es decir, Fernando estaba convencido de que los mencionados intentarían obstaculizar su acceso al trono y, por consiguiente, serían declarados reos de lesa majestad. Pero hay algo más, muy inquietante. En el párrafo citado se alude a «las circunstancias extraordinarias» de la monarquía y al final del decreto se ahonda en ello, diciendo que no iba refrendado por un ministro a causa de las «inauditas, críticas y notorias circunstancias». ¿A qué se referían los autores del texto de esta forma tan alarmante? ¿Pensaban que Godoy, apoyado por la reina, pretendería apoderarse de la corona española? ¿Acaso suponían que la muerte de Carlos IV sería resultado de algún acto violento? No es posible responder a estos interrogantes, pero hay que desechar que las «inauditas y críticas» circunstancias fueran provocadas por factores exteriores a la corte. Fernando y su entorno no pensaban, por ejemplo, en la intervención de Napoleón, sino en las maniobras de Godoy y sus partidarios.
No cabe duda de que este decreto fue clave en la confabulación de los fernandinos y no es aventurado suponer que su plan contemplara actuaciones más complejas y expeditivas que las conocidas, dirigidas no sólo contra la reina y Godoy, sino también contra Carlos IV. No extraña, pues, que desapareciera el original, bien porque lo quemara Infantado, bien porque lo custodiara con tanto secreto que ya nadie lo pudo ver en vida de él y de Fernando VII y, por el momento, tampoco doscientos años después.
Respaldados por el decreto, Escoiquiz e Infantado prosiguieron la elaboración de la trama, siempre en secreto e intentando no dar pasos en falso. Tal vez por esta razón ambos desecharon una propuesta del conde de Montijo expuesta en una larga carta al conde de Orgaz. El inquieto Montijo afirmaba disponer de doce mil hombres, entre militares y civiles de todas las clases, dispuestos a acudir «inesperada y rápidamente» al lugar donde estuviera la corte para «sacar a S.A. [el príncipe de Asturias] del poder de su cruel enemigo [Godoy]». Era algo muy parecido a lo que se haría poco más adelante en el llamado motín de Aranjuez, donde el aristócrata desempeñó un papel muy señalado como director de la masa de amotinados, pero en este momento no convenía dar ese paso, que según las memorias de Escoiquiz «era un atentado contra la autoridad Real, siempre inviolable, aun cuando vaya descaminada». El canónigo dijo más: «Semejante violencia había de abrir la puerta, aun cuando se lograse, a una guerra civil, y era un malísimo ejemplar para el Príncipe mismo, en adelante, además de dar justo motivo a su padre para desheredarle».[58] Por lo que acabamos de ver a propósito del decreto, en esta ocasión el cinismo del clérigo alcanzó cotas muy altas.
Frente al aventurado recurso a la violencia, parecía más aceptable la perspectiva del matrimonio del heredero español con una francesa, algo perfectamente factible según Beauharnais.[59] Las buenas palabras del embajador convencieron desde el primer momento a los conspiradores del entorno del príncipe de Asturias, quienes hasta el último instante, es decir, casi hasta la formalización de las renuncias de Bayona, quisieron pensar que Napoleón estaba a su favor.
Desde su llegada a España —presentó sus credenciales el 1 de enero de 1807—, François de Beauharnais manifestó sus simpatías por los aristócratas del entorno del príncipe de Asturias, en especial por Infantado, quien pasaba por ser su amigo. Hijo del marqués de la Ferté-Beauharnais, debía su puesto a su condición de cuñado de la emperatriz Josefina (era el hermano mayor de su primer marido). Según Eugenio Izquierdo, llegó a España «a mangonearnos a todos», henchido de altanería y convencido de gozar de gran influencia en la familia imperial. Es lógico que sus relaciones con la reina y Godoy siempre fueran tirantes.[60] Con Fernando, sin embargo, tomaron un cariz muy distinto, como se irá viendo.
El enlace del heredero de España con una francesa era para Beauharnais una excelente oportunidad para su lucimiento personal como diplomático, pues reforzaría el dominio de Napoleón sobre la familia real española. Además, apunta Geoffroy de Grandmaison, si como se rumoreó en algunos círculos, y sugirió el propio Beauharnais, la elegida hubiera sido Marie-Stéphanie Tascher de la Pagerie, prima hermana de la emperatriz Josefina, su triunfo habría sido completo, pues el matrimonio afianzaría la posición de su familia, como deseaba vivamente Josefina. Así pues, el embajador se empleó de lleno en la conjura iniciada por Escoiquiz e Infantado y siguió sus mismos procedimientos secretos para contactar con el príncipe de Asturias. Tras diversos intentos, consiguió hacer llegar a este último una nota en la que le manifestaba que una persona de la embajada francesa deseaba verle en secreto. Fernando pidió consejo a Escoiquiz, quien el 28 de mayo le escribió una carta, fechada en Talavera pero redactada en Toledo, en la que le sugería accediera a la petición.
Esta carta, encontrada en la habitación del príncipe al descubrirse la trama, fue considerada pieza importante en la causa, porque en ella Escoiquiz aconsejaba sin rodeos a Fernando que, sin dar cuenta a los reyes, aceptara la propuesta del embajador de contraer matrimonio con «alguna persona que de parte de dicho emperador de los franceses se proponga a sus Padres». En otras circunstancias —decía el canónigo—, «la respuesta debida y natural era que acudiese con dicha propuesta a los Padres de V [sic], pues V. no debía, ignorándolos éstos, dar oídos a ella; pero en el caso en que nos estamos, en que media un hombre tan terrible y poderoso que al menor dispuesto puede destruir a V. y a sus Padres y a todos, es menester tomar otro giro». Haciendo gala una vez más de su pretendida maña como conspirador, Escoiquiz también sugería al príncipe que sólo contactara con el embajador francés a través de un intermediario. Naturalmente, se ofreció él mismo para cumplir este cometido.[61]
Ocupado en el bloqueo y en la guerra contra Inglaterra, Napoleón se mantuvo ajeno en un principio a esta «intriga», como la calificó Talleyrand, pero una vez en marcha, nada hizo para desbaratarla. En realidad, el matrimonio del heredero español no era asunto indiferente para el emperador, aunque su candidata no hubiera sido una Beauharnais, sino una Bonaparte, probablemente la hija de su hermano Lucien, Charlotte, entonces de doce años de edad. En cualquier caso, apunta Talleyrand con su habitual sarcasmo, «El emperador sólo quería aquello que le fuera útil a sus proyectos».[62]
Cada vez con mayor claridad y entusiasmo, el embajador francés fue planteando el asunto del matrimonio a su ministro de Asuntos Exteriores. El 12 de julio de 1807 le aseguró que los españoles deseaban la intervención del emperador para «volver cada cosa a su sitio», e hizo el siguiente elogio del hipotético novio, el príncipe Fernando: «Afecta indiferencia y una especie de simplicidad, pero tendrá energía si hace falta. Tiene la prudencia, el honor y la franqueza del rey, su padre. Se ve forzado a disimular para evitar persecuciones». A continuación fue a lo sustancial: el príncipe «solicita un apoyo. Una esposa que le fuera dada por el emperador de los franceses le llenaría de felicidad. Ha rehusado con valor a la hermana de la princesa de la Paz. Él desearía que S.M.I. y R. pudiese conocer su deseo muy explícitamente declarado». Más tarde, el 30 de agosto, volvía sobre el asunto en términos inequívocos. Fernando es hombre «recto, franco, religioso», que «solicita de rodillas la protección de S.M. el emperador y sólo quiere aceptar la esposa que él le ofrezca». Y por si quedara alguna duda, añadía: «Hará absolutamente todo lo que quiera S.M.».[63]
Era evidente que Beauharnais había tomado partido, de modo que Escoiquiz depositó en él toda su confianza y se avino a seguir sus instrucciones, hasta el punto de que en un momento dado (quizá a partir de agosto de 1807) fue el embajador de Francia quien tomó la iniciativa en la conjura. Según relata el canónigo, en uno de los encuentros secretos entre ambos en El Retiro durante el mes de agosto y en las horas de más calor, para evitar testigos, Beauharnais le leyó un párrafo de un escrito del emperador (en realidad, era una orden del ministro de Asuntos Exteriores Champagny) en el que, para tratar formalmente del asunto que les interesaba, exigía que el Príncipe de Asturias acreditase por escrito a Escoiquiz como su comisionado ante el embajador y solicitara la venia del emperador para pedir la mano de una francesa. Sin recabar el preceptivo permiso del rey, pues así lo había sugerido Beauharnais, el príncipe de Asturias redactó de su mano dos cartas, traducidas al francés por Escoiquiz, fechadas en El Escorial el 11 de octubre.[64]
El 7 de ese mes Napoleón había ordenado a su ministro Champagny: «Haga saber a M. de Beauharnais que he visto con desagrado su despacho sobre sus relaciones con los agentes del príncipe real [Fernando]; que eso me ha parecido miserable; que tales intrigas son indignas de mis embajadores [...] y que debe guardarse de las trampas que le tenderán y en las que infaliblemente caerá».[65]
Esta amonestación resulta sorprendente. ¿Era una desautorización del embajador o una maniobra de Napoleón? Como se acaba de decir, el ministro Champagny había pedido a Beauharnais que Fernando expresara de forma positiva, por carta, su deseo de obtener la mano de una princesa francesa, y es evidente que Champagny, llegado hacía poco al ministerio (había relevado a Talleyrand en agosto anterior), no se hubiera atrevido a dar un paso de esta naturaleza por sí mismo. Por lo tanto, habría que admitir, o que la nota de Napoleón del 7 de octubre censurando el proceder de Beauharnais sólo afectaba a las formas empleadas por éste y no al fondo del asunto, o que el texto no nos ha llegado íntegro y al final pudiera contener una contraorden, o que el emperador desarrollase un doble juego, censurando estas maniobras, pero dando orden bajo mano para que continuaran. «De todas formas», mantiene Fugier, «parece poco dudoso que Napoleón autorizó, e incluso ordenó, la maquinación que debía poner a Fernando a su merced, empujándolo a comprometerse por escrito y más adelante a vincularlo a Francia por su matrimonio con una princesa imperial.»[66]
Napoleón había encomendado a Beauharnais que se centrara en fortalecer la alianza y se relacionara con «los hombres que tienen mayor influencia», en concreto con el Príncipe de la Paz.[67] En realidad, esperaba de él que allanara cualquier obstáculo por parte española a sus planes de hacer la guerra a Inglaterra desde Etruria y Portugal. Beauharnais no debía, por tanto, mezclarse en «intrigas» a favor de un príncipe entonces casi desconocido para los gobernantes imperiales y, evidentemente, para el propio Napoleón.[68] Pero no era cuestión de despreciar la excelente disposición que, a tenor de los informes del embajador, mostraba Fernando. Era una baza que el emperador no podía dejar de jugar, aunque para ganar la partida con España, esto es, obligarla a seguir fielmente sus planes contra Inglaterra, no la considerara decisiva por el momento. Por lo demás, cuando le llegó la reprimenda del emperador antes mencionada, Beauharnais podía presumir ante su amo de la completa sumisión del príncipe de Asturias, porque disponía de las cartas que se le había sugerido que escribiera.
La dirigida al embajador rezumaba ingenuidad. Fernando confirmaba a Escoiquiz como su interlocutor en las relaciones con la embajada (goza «de mis plenos y absolutos poderes para tratar de este negocio hasta su conclusión») y agradecía a Beauharnais «las pruebas de estimación que me habéis dado en la correspondencia secreta e indirecta que hemos tenido hasta ahora por medio de la persona que sabéis». Sin pretenderlo, el príncipe dejaba una prueba palmaria de la existencia de una trama oculta y ponía en evidencia la participación en ella del embajador de Francia. Aunque el escrito iba dirigido en apariencia contra Godoy, también lanzó una seria acusación contra los reyes, al rogar al embajador que le disculpara ante el emperador por «las faltas de estilo y otras» contenidas en su carta, derivadas de «la zozobra y dificultad con que me he visto obligado a escribirla, estando, como sabéis, rodeado hasta en mi misma habitación de espías». La misiva finalizaba mostrando su total disposición a enviar en secreto a una persona ante Napoleón, si éste lo consideraba necesario, para informarle con detalle de su situación.[69]
El servilismo inundó asimismo la carta a Napoleón, de quien al comienzo del escrito hacía Fernando una desmesurada y errática loa. Se dirigió a él como «el héroe mayor que cuantos le han precedido, enviado por la Providencia para salvar la Europa del trastorno total que la amenazaba, para consolidar los tronos vacilantes». Sorprende una salida de este tenor cuando Napoleón quitaba reyes y ponía en su lugar a sus hermanos. Tras este ridículo comienzo, el príncipe expresa la esperanza de hallar en Napoleón «la protección más poderosa» y solicita el honor de obtener por esposa a «una princesa de su augusta familia». De este modo, el emperador «tendrá en mi persona el hijo más reconocido y afecto». Acto seguido, Fernando desciende a dos cuestiones de detalle. Primera: la boda sólo se podrá realizar bajo la protección del emperador, pues él nada puede hacer, salvo «resistir (y lo haré con invencible constancia) mi casamiento con otra persona, sea la que fuere, sin el consentimiento y aprobación de V.M». Segunda: advierte que se ve precisado a ocultar esta acción (escribir la carta) a Carlos IV, «como si fuera crimen», porque «personas astutas y malignas» se han servido del exceso de bondad de su padre el rey, «para confundir la verdad a los ojos del soberano».[70]
El heredero de la corona española no podía mostrarse de manera más indigna en esta su primera comunicación directa con Napoleón. No sólo se ponía en sus manos, sino que además lo hacía sin guardar el debido respeto al rey, como de manera indirecta él mismo reconocía al considerar su actuación «como si fuera crimen». Su osadía era extrema y bien podía ser calificada de traición, pues venía a ser una especie de renuncia a la tutela de su rey y padre para acogerse a la de un soberano extranjero. Era la peor carta de presentación ante el emperador francés, empeñado entonces en imponer su dinastía en Europa para crear un nuevo orden monárquico bajo su dominio, a costa, entre otros y sobre todo, de los Borbones. El llamado a continuar esta dinastía en España le proporcionaba un argumento de enorme peso: los Borbones españoles pasaban por una situación de descomposición interna. En suma, la carta del príncipe Fernando venía a confirmar de manera fehaciente la degradación de su Casa. Así se lo dirá sin rodeos meses más tarde Napoleón en Bayona, cuando Fernando ya se había convertido en rey de España.
Fernando no obtuvo respuesta a su carta, pero quedó satisfecho con las seguridades verbales de Beauharnais acerca de la buena disposición de Napoleón para hacer realidad el proyecto matrimonial. Por lo demás, el embajador francés advirtió que el emperador no solía responder a este tipo de solicitudes de inmediato, sino en el plazo de algunos meses. Fernando y los suyos se dispusieron, pues, a esperar el veredicto. A su juicio, habían dado dos pasos decisivos. Contaban con la promesa del matrimonio del príncipe con una dama de la familia imperial (aunque faltaba el pronunciamiento de Napoleón, quisieron suponer que no tardaría en producirse) y con el decreto en que el futuro Fernando VII concedía al duque del Infantado plena autoridad militar para controlar la situación del país en el momento de la muerte de Carlos IV. ¿Cuál sería el paso siguiente? Lo desconocemos, pues antes de que emprendieran nuevas actuaciones le fueron incautados documentos al príncipe de Asturias, éste lo confesó todo y la trama quedó al descubierto.
No tardaron en tener conocimiento la reina y Godoy de los tratos secretos sobre la boda del príncipe Fernando con una francesa. El embajador de Inglaterra en Lisboa informó de ello a su Gobierno, de París llegaron detalles filtrados por las autoridades imperiales con la intención de incrementar la presión sobre Carlos IV, el propio Beauharnais se jactó en público en alguna ocasión de mantener excelentes relaciones con el príncipe de Asturias y, por supuesto, las comunicaciones de Escoiquiz con la embajada francesa no pasaron desapercibidas a los espías del Gobierno.[71] De la maraña de informaciones, lo más inquietante quizá para el ya un tanto agobiado Príncipe de la Paz fue el informe emitido por un hombre de su confianza, Francisco de Pliego Valdés, guardia de corps retirado, que hablaba de contactos de personas de la embajada francesa con el entorno del príncipe de Asturias y, según un criado de este último, de la preparación por «ellos» (no especificaba quiénes) «de un golpe grande», del que según sus autores redundaría mucho bien para la mayoría, pero muchos males para otros, «aunque se lo tienen merecido por sus maldades».[72]
Datos como este último daban a entender que el príncipe de Asturias y sus próximos se ocupaban de algo más que del asunto del matrimonio. Tal vez por eso la reina atribuyó cierta importancia a un simple detalle señalado por la marquesa de Perijáa, su dama de honor. La marquesa le dijo que se había enterado por un criado del príncipe Fernando que éste velaba hasta la madrugada, ocupado en escribir.[73] El asunto en sí no era extraordinario, pero dadas las informaciones de los confidentes, en estos momentos resultaba sospechoso cualquier acto del príncipe. La gota que colmó el vaso y que al parecer movió a Carlos IV a registrar el cuarto de su hijo fue un papel anónimo hallado por el rey en su escritorio el 27 de octubre, redactado a toda prisa, que decía «que el príncipe Fernando preparaba un movimiento en palacio, que peligraba su corona y que la reina María Luisa podía correr un grande riesgo de morir envenenada; que urgía impedir aquel intento sin dejar perderse ni un instante y que el vasallo fiel que daba aquel aviso no se encontraba en posición ni en circunstancias para poder cumplir de otra manera sus deberes».[74]
En la tarde del mismo día 27, durante la protocolaria visita diaria del príncipe de Asturias a su padre, el rey le registró los bolsillos y halló las claves de la nomenclatura, las cifras utilizadas en su correspondencia con Escoiquiz y la explicación de su uso. Inmediatamente ordenó el examen minucioso del cuarto del príncipe. El resultado fue sorprendente. Se encontró un cuadernillo de doce hojas, con letra de Fernando, con una representación al rey, dedicada por entero a criticar ferozmente a Godoy. Un papel de cinco hojas, también autógrafo suyo, dirigido a la reina, donde con nombres supuestos trataba de su negativa a contraer matrimonio con María Luisa de Borbón y Vallabriga. La carta de Escoiquiz fechada en Talavera, de cuyo contenido se ha dado cuenta en el apartado anterior. La clave y sus reglas para escribir en cifra, y una carta sin firma ni destinatario, fechada el 13 de agosto de 1807, donde se hablaba de un supuesto regalo a la reina, sin conexión aparente con el resto (luego se supo que esta carta era de Antonio Moreno, el criado del príncipe, y que el destinatario del regalo era el embajador de Francia).[75] Dice Godoy en sus Memorias que para no comprometer más a su hijo, la reina hizo desaparecer de inmediato otro papel, en el que Fernando establecía un paralelismo entre la situación presente y lo ocurrido en el siglo VI entre el rey godo Leovigildo y su hijo Hermenegildo.
Antes de entrar en consideraciones sobre los documentos referidos, detengámonos en este último, pues refleja perfectamente los sentimientos del príncipe Fernando, así como las auténticas intenciones de los comprometidos en la trama, que no eran otras sino el destronamiento de Carlos IV. Con toda razón anota Godoy que éste fue, entre los papeles aprehendidos, «en el que mayormente se fundaron los temores de los reyes». Se trataba de una carta cerrada, sin sobrescrito, con letra de Fernando, fechada el mismo 27 de octubre, carente de firma y membrete.[76] Su contenido lo refiere Godoy de esta forma:
A lo que alcanza mi memoria decía el príncipe que, meditado el pro y el contra de las dos operaciones consabidas, y creyendo no ser posible hacer camino con su madre, prefería el otro medio de dirigir al rey la exposición que había puesto ya en limpio de su letra, para lo cual se proponía buscar un religioso que la entregase en la real mano como un asunto de conciencia; que se había empapado bien en la gloriosa vida de san Hermenegildo, y que llegado el caso sabría tomar el mismo esfuerzo de aquel santo para combatir por la justicia; pero que no teniendo vocación de mártir, quería de nuevo asegurarse, y exigía se le dijese si estaba todo bien dispuesto y concertado para el caso en que surtiendo mal efecto aquel escrito, se tratase de oprimirle; que si tal cosa sucediese se hallaba decidido a rechazar la fuerza con la fuerza, y se sentía animado de un impulso más que humano que no podía venir sino del santo mártir a quien había tomado por patrono; que se mirase bien si los que se ofrecían a sostener su causa estaban firmes, que se tuviesen prontas las proclamas, y que se hallase todo listo, a prevención, para el momento en que avisase que la exposición se había entregado. Encomendaba mucho que, si llegaba el caso de que fuese necesario un movimiento, se dirigiese de tal modo que la tormenta amenazase solamente a Sisberto y a Gosvinda, que a Leovigildo le ganasen con vítores y aplausos, y que una vez las cosas puestas de este modo, se prosiguiese obrando con firmeza hasta lograr el triunfo entero y afirmado para siempre.[77]
Si la síntesis de Godoy es fiel, este escrito era un llamamiento a la rebelión violenta contra el rey («rechazar la fuerza con la fuerza») en el caso de que éste no accediera a la petición contenida en la «exposición» del príncipe, esto es, el primero de los papeles aprehendidos, en el que pedía la destitución de Godoy. En este sentido era terminante la alusión a que seguiría el ejemplo de san Hermenegildo, así como la especificación de las dos personas que debían ser objeto de amenazas en caso de emprender la acción (el «movimiento» o «la tormenta»): Sisberto (Godoy) y Gosvinda (la reina María Luisa). Por el momento, Leovigildo (Carlos IV) no sería molestado, pero la incitación final a seguir actuando «hasta lograr el triunfo entero» dejaba patente que la meta era la inmediata ocupación del trono por el príncipe Fernando.
San Hermenegildo es un caso de rebelión de un príncipe contra su padre el rey. Con el fin de resolver el problema de la sucesión, constante en la monarquía goda, Leovigildo asoció a su trono a sus dos hijos, Recaredo y Hermenegildo. A este último lo envió a la Bética, para que incorporara a la monarquía hispánica una parte de ese territorio, en poder del imperio de Bizancio. Una vez en Sevilla, Hermenegildo se puso al frente de los béticos, que rechazaban la autoridad de Leovigildo, se declaró rey y solicitó el apoyo de los bizantinos, esto es, de los extranjeros, como lo eran los franceses, cuyo respaldo pretendía Fernando. Leovigildo consiguió controlar la situación, hizo prisionero a su hijo y ordenó a un hombre de su confianza, Sisberto, que lo ejecutase.
El conflicto entre Hermenegildo y su padre fue esencialmente político, aunque el factor religioso tuvo un papel importante. Impulsado por su segunda esposa, Gosvinda, Leovigildo pretendió implantar el arrianismo en todo su reino, mientras que los habitantes de la Bética que apoyaron a Hermenegildo eran mayoritariamente católicos ortodoxos. Con el tiempo, los cronistas transformaron la rebelión de Hermenegildo, quien abjuró del arrianismo en Sevilla por influencia de san Leandro, en lucha contra la herejía, y su muerte en martirio. Más tarde fue declarado santo, no sin reticencias de algunos significados obispos y teólogos conocedores de la historia. La tradición medieval española lo consideró el primer rey católico español e hizo de su hermano Recaredo, convertido al catolicismo movido por el martirio de su hermano, el impulsor de la unidad católica del reino. Apoyado en esta tradición, Felipe II propagó el culto a san Hermenegildo con la intención explícita de resaltar el origen católico de la monarquía española. El cronista de aquel rey, Ambrosio de Morales, se encargó de fijar la historia canónica de san Hermenegildo, resaltando su martirio en defensa de la ortodoxia católica frente a la herejía.[78]
Además de lo dicho, un dato ofrecido por Godoy en sus memorias, generalmente pasado por alto por quienes se han ocupado de la conspiración de El Escorial, confirma la aspiración del príncipe Fernando a tomar como ejemplo de conducta a Hermenegildo, a quien —recordemos— el padre Felipe Scio le había exhortado que tomara como modelo. A principios de noviembre de 1807, tras obtener su perdón, Fernando entregó a sus padres un paquete de libros, cuya lectura le había aconsejado Escoiquiz, en los cuales estaban marcados los pasajes que debía leer el príncipe «muchas veces». La relación, tal como la ofrece Godoy, es la siguiente: «Una vida de san Hermenegildo y el poema de Morales en honor de aquel príncipe, la del rey don Alfonso el Sabio y de su hijo don Sancho, la del príncipe de Viana, la de Luis XIII rey de Francia, la de su madre María de Médicis, y no me acuerdo ya qué otras».[79]
Fernando no sólo «se había empapado bien» de la historia de san Hermenegildo, sobre todo a través de la versión de Ambrosio Morales,[80] sino también de casos muy notorios de rebeliones de príncipes contra sus padres y de conflictos sucesorios en España y Francia.[81] La declaración en la carta que nos ocupa de seguir el ejemplo del godo Hermenegildo hay que tomarla, pues, como prueba de su disposición a rebelarse, en caso necesario, contra el rey. Es más, si como afirma Godoy, el escrito estaba fechado el 27 de octubre, cuando ya se había provisto el príncipe de otros instrumentos para llevar a cabo sus planes, fundamentalmente el decreto que concedía todo el poder a Infantado, y contaba con la seguridad dada por Beauharnais de que disponía del apoyo de Napoleón, da la impresión de que el papel era un llamamiento a la acción inmediata, tal vez al «golpe grande» mencionado en el informe del confidente Pliego Valdés. El registro del cuarto del príncipe fue realizado, pues, en momento muy oportuno; no parece producto de la casualidad.
La «representación al rey» es el texto más extenso entre los hallados en poder de Fernando. Se trata de una descalificación completa de la persona y de la trayectoria política de Godoy, elaborada a base de un rosario de acusaciones e insultos.[82] No se le reconoce al aludido acierto alguno, se le despoja de todo tratamiento, refiriéndose a él simplemente como «Godoy», se le atribuyen los vicios más perversos (ambicioso, conspirador, avaro, corrupto, ladrón del erario público, escandaloso, descarado hasta la insolencia, desenfrenadamente lascivo), se le tilda de ignorante y de inepto total. La acusación más relevante, e impactante, figura en los párrafos iniciales del escrito: «Ese hombre perverso es el que, desechado ya todo respeto, aspira claramente a despojaros del Trono y a acabar con todos nosotros». Es decir, según el príncipe de Asturias, Godoy pretendía usurpar la corona y asesinar a la familia real. Consignada tan desfavorable semblanza, se enumeran las medidas a tomar por el rey: ordenar la prisión «repentina» de Godoy, manteniéndolo incomunicado en un castillo, secuestrar sus bienes y papeles, encerrar a todos sus criados y a «la Tudó» [sic] y desterrar de la corte a todos sus parientes. En lo referente al modo y procedimientos que había que seguir, el príncipe anuncia que «lo tendré todo prevenido», y advierte al rey del carácter secreto de la operación, haciendo hincapié en que todo se ocultase a la reina, a quien considera el mayor obstáculo para llevar a cabo el plan, debido al «resentimiento de mi querida, pero engañada madre».
Fernando y Escoiquiz insistieron en sus declaraciones ante los jueces de la causa que este texto, «difuso y groseramente redactado», al decir de Lafuente,[83] estaba dirigido contra Godoy. Sin embargo, su alcance iba más allá, afectaba a los monarcas. El príncipe heredero se situaba por encima del rey y no sólo le marcaba la vía que había que seguir para poner remedio a una situación que consideraba de suma gravedad, sino que también se arrogaba, como elegido por Dios, el papel de valedor máximo de la corona.[84] Con este texto —afirma en las primeras líneas— «nada menos se propone que salvar el Trono, la vida de V.M., la de toda la familia y la suya propia de las acechanzas de la perfidia y de la ambición más desenfrenada».
Como quiera que Godoy personificaba la «perfidia y ambición» y todo se lo debía a los reyes, pues no se le reconoce valía personal, eran éstos los responsables últimos de todo. Al descalificar de forma drástica la actuación política de Godoy, quedaba desvirtuada por completo la obra de gobierno de Carlos IV. Por otra parte, el rey y la reina, a la vez que víctimas del engaño y arterías de su «favorito», eran también sus causantes, por no haber sido capaces durante tanto tiempo de poner freno al vicioso déspota. Esto, insiste Fernando, se puede explicar por el bondadoso corazón del rey, pero este rasgo, en lugar de virtud o razón justificativa, se convierte en el texto en una grave acusación contra Carlos IV:
¿Qué fue lo que hizo perder el trono y la vida a nuestro pariente Luis XVI, sino ese mismo error? Si en lugar de seguir los impulsos de su benigno corazón hubiera echado mano, como la razón y la prudencia se lo dictaban desde el principio de la revolución, de una fortaleza y de un vigor saludables para reprimir a los malvados, ¿cuándo hubiera perecido ni él ni su familia?[85]
Las cosas no podían quedar más claras: Carlos IV se había demostrado incapaz de imponerse al malvado Godoy, de quien la reina había sido su alta favorecedora y encubridora permanente de sus fechorías, y Fernando se arrogaba el papel de salvador de la monarquía.
El ataque a la reina fue más cruel, si cabe, en otro de los papeles descubiertos en el cuarto del príncipe, redactado por Escoiquiz y, como el anterior, copiado de su letra por Fernando. Se trata de una instrucción sobre la forma de proceder él ante su madre para convencerla de la necesidad de apartar del poder a Godoy, compuesta en forma de diálogo entre un fraile y su primo. Los principales actores aparecen con nombres supuestos. «Don Agustín» (Fernando) debía presentarse ante la reina («doña Felipa») como amante hijo, sin ahorrar zalamerías, para mostrarle las fechorías de «don Nuño» (Godoy) y denunciarle por sus maniobras para acabar con «don Diego» (el rey) y su familia al completo. El príncipe, además, tenía que hacer uso de la mayor firmeza para rechazar su boda con la cuñada de Godoy («doña Petra», de quien dice el supuesto fraile es «muy mala cabra») y abrir la posibilidad de casar con una pariente de «don Marcos» (Napoleón).[86]
El artificio, bien se ve, delata la mentalidad de conspirador de sacristía del canónigo Escoiquiz, pero lo relevante es el concepto del príncipe sobre su madre: una mujer lasciva, experta en grado sumo en urdir las más alambicadas maniobras para satisfacer sus gustos; por estas razones, en la «representación al rey» se le consideraba el primer obstáculo. La reina «ha sido dominada» por Godoy y ofrecerá la mayor resistencia a actuar contra él, quizá —aventura el fraile del diálogo— «porque tenga él prendas por escrito de doña Felipa, tales que con la amenaza de descubrirlas la haga temblar».
Si no tuviéramos noticia de las sátiras del «Ajipedobes», el texto citado nos sorprendería en extremo. Conociendo una y otra producción, sólo cabe corroborar la bajeza humana, política aparte, de Fernando y de su mentor, el clérigo Escoiquiz, quienes, por lo demás, fundan sus acusaciones contra la reina y Godoy casi exclusivamente en rumores y hablillas. Prueba de ello es que para justificarse, Escoiquiz insistió durante sus declaraciones en la causa judicial en que seguía el dictado de la opinión dominante.
Los papeles mencionados, así como las cifras utilizadas en su correspondencia por el príncipe y Escoiquiz, fueron trasladados al aposento de la reina en la noche del 27 de octubre. Al día siguiente, una vez examinados por los monarcas y el ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero, a quien le correspondía de oficio este cometido, el rey ordenó el arresto del príncipe en su cuarto, custodiado por guardias de corps, lo cual causó mucho ruido y admiración en palacio. Al mismo tiempo se procedió a la detención de todos los servidores de Fernando presentes en El Escorial, en total veintidós individuos. Casi todos fueron puestos en libertad en los días siguientes, salvo quienes habían actuado como mensajeros en las comunicaciones del príncipe con Escoiquiz e Infantado: el marqués de Ayerbe, el conde de Orgaz, Juan Manuel de Villena (caballerizo mayor del príncipe), Santiago Ulloa (mayordomo de semana) y los criados Pedro Collado, Chamorro (mozo de retrete), Domingo Ramírez de Arellano (ayuda de cámara), Manuel Rivero (peluquero), otro Rivero que era sotayuda, José Furundarena (ayuda de furriera), Juan Martínez (mozo de oficio) y Antonio Carnicero (pintor de cámara).[87]
El 29 de octubre de 1807, a las ocho y media de la mañana, el príncipe Fernando fue conducido al cuarto del rey. Ante el monarca, la reina, el gobernador del Consejo de Castilla Arias Mon y el Gobierno casi en pleno (además de Caballero, estaban presentes los ministros Cevallos, Gil de Lemus y Cayetano Soler) fue preguntado sobre los papeles hallados en su poder. Fernando negó toda responsabilidad personal e incurriendo en múltiples y burdas contradicciones, extremo que le hizo notar Caballero, encargado de formular las preguntas, atribuyó la autoría a su difunta esposa, María Antonia.
Al día siguiente, el propio Fernando se mostró dispuesto a declarar a su madre la verdad, a cuyo efecto solicitó permiso para pasar a su estancia. La reina se negó a recibirlo y ordenó a Caballero procediera a un nuevo interrogatorio. En esta ocasión el príncipe se sinceró y ofreció amplia información. Tras confesar su culpabilidad y reconocer haberse conducido como «un hijo ingrato a sus augustos padres y que había faltado a sus deberes y obligaciones», señaló a Escoiquiz como autor de los papeles descubiertos en su cuarto e instigador de la solicitud por escrito de la mano de una dama francesa al emperador Napoleón (se refería a la carta del 11 de octubre). Asimismo, informó que el marqués de Ayerbe y Pedro Giraldo de Chaves fueron los enlaces en su correspondencia con Escoiquiz y en los contactos con la embajada de Francia. Concluyó pidiendo perdón a los reyes, prometiendo conducirse en lo sucesivo como «el más filial hijo, si hasta aquí ha sido tan ingrato, y mudar enteramente de vida», así como estimar como se merece «a un vasallo tan útil y que tanto ha servido al Estado como es el Almirante [Godoy]».[88]
Haciendo gala de un comportamiento más propio de un aturdido adolescente presa del pánico e incapaz, por inmadurez, de reaccionar ante una situación grave, que de un hombre de veintitrés años que aspiraba a ocupar el trono de forma inmediata —no era otro el objetivo de la operación descubierta—, el príncipe había comenzado a delatar a los comprometidos en ella, sin olvidar los nombres de los criados.
No cambió su actitud en las declaraciones sucesivas (en total efectuó nueve, la última el 24 de noviembre), de manera que, para sorpresa de todos, se convirtió en la fuente principal de información sobre la trama. Incluso mencionó asuntos sobre los que no se le preguntó. Es el caso del decreto de nombramiento del duque del Infantado como máxima autoridad militar cuando falleciera Carlos IV. De este documento no se tenía la menor noticia, pues al estar en poder de Infantado no figuró entre los papeles descubiertos en el cuarto de Fernando. Fue conocido gracias a la indiscreción de este último, quien también ofreció datos sobre el protagonismo en la trama del embajador francés y sobre la financiación de la operación. Dijo estar seguro de que Infantado entregó a Escoiquiz 50.000 reales y aventuró que el conde de Orgaz le dio 40.000. Negó, sin embargo, toda participación de su hermano, el infante Carlos María Isidro, y de su tío don Antonio, así como del duque de San Carlos. Sobre la intervención de este último en la trama se le preguntó en reiteradas ocasiones, pero Fernando fue tajante en su negativa, aunque dejándose llevar una vez más por la imprudencia —y el pavor— declaró por su cuenta que, siendo su ayo, San Carlos «le daba consejos para cuando hubiera de reinar».
Las declaraciones de los demás encausados, en particular las de Escoiquiz e Infantado, confirmaron lo dicho por Fernando.[89] Del conjunto se desprende la existencia de una operación para terminar con Godoy y neutralizar a la reina en el momento del fallecimiento de Carlos IV, aunque, como ha hecho notar Miguel Artola, sus efectos iban más allá: «En el fondo se define un programa mínimo de acción cuyas consecuencias no podían ser otras que la abdicación de los reyes y la caída de Godoy».[90] En suma, era la rebelión del príncipe contra su padre, como en el caso del godo Hermenegildo. Sin embargo, el suceso no redundó en perjuicio de Fernando, al contrario, contribuyó a consolidar ante la opinión pública su imagen de príncipe inocente, víctima de las ambiciones de su madre y del despótico Godoy. Mucho contribuyó a ello la torpeza en el modo de comunicar lo ocurrido a los españoles y a Napoleón.
A los españoles se les informó mediante dos reales decretos, a cuál más desafortunado, uno del 30 de octubre de 1807 y el otro del 5 del mes siguiente, publicados ambos en la Gazeta de Madrid.[91] En el primero decía el rey que gracias al aviso «de una mano desconocida» (alusión al anónimo hallado en su escritorio) había descubierto «el más inaudito plan que se trazaba en mi mismo palacio contra mi persona». De forma inaudita, especificaba:
La vida mía, que tantas veces ha estado en riesgo, era ya una carga para mi sucesor, que preocupado, obcecado y enajenado de todos los principios de cristiandad que le enseñó mi paternal cuidado y amor, había admitido un plan para destronarme; entonces yo quise indagar por mí la verdad del hecho, y sorprendiéndole en mi mismo cuarto, hallé en su poder la cifra de inteligencia e instrucciones que recibía de los malvados.
El rey revelaba a continuación que había ordenado la prisión de «varios reos» y «el arresto de mi hijo en su habitación».
El decreto, según escribió poco después a Carlos IV su confesor, el obispo Amat, fue leído «con horror y espanto» por toda clase de personas y el 99 por ciento de ellas —aseguró el obispo, y no fue el único de los contemporáneos en mantener esta opinión— «a sus solas se burlaban del tenor de la conspiración atribuida al Príncipe de Asturias».[92]
Los españoles tuvieron una nueva oportunidad para burlarse por el mismo motivo al conocer el otro decreto, el del 5 de noviembre, realmente singular. Por el del 30 de octubre, el rey acusaba al príncipe; por este último, lo perdonaba:
La voz de la naturaleza desarma el brazo de la venganza, y cuando la inadvertencia reclama la piedad no puede negarse a ella un padre amoroso. Mi hijo ha declarado ya los autores del plan horrible que le habían hecho concebir unos malvados [...]; su arrepentimiento y su asombro le han dictado las representaciones que me ha dirigido y siguen: «Señor: Papá mío: He delinquido, he faltado a V.M. como Rey y como padre, pero me arrepiento y ofrezco a V.M. la obediencia más humilde; nada debí hacer sin noticia de V.M., pero fui sorprendido; he delatado los culpables, y pido a V.M. me perdone permitiendo besar sus R.P. a su reconocido hijo— Fernando. San Lorenzo, 5 de noviembre de 1807.— Señora: Mamá mía: Estoy muy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra mis padres y Reyes, y así, con la mayor humildad, le pido a V.M. perdón de él, como también de la terquedad mía en negar la verdad la otra noche, y así de lo íntimo de mi corazón suplico a V.M. se digne de interceder con papá para que permita ir a besar sus R.P. a su reconocido hijo. Fernando— San Lorenzo, 5 de noviembre de 1807». En vista de ella y a ruego de la Reina mi amada esposa, perdono a mi hijo y lo volveré a mi gracia cuando con su conducta me dé pruebas de una verdadera reforma en su fácil manejo [...].
El texto finalizaba con el anuncio de la prosecución de la causa contra los restantes implicados, es decir, los «malvados» que habían hecho concebir a Fernando el «plan horrible» contra sus padres. Para ello, se decía expresamente, se tomaban como base lo declarado por el príncipe y los papeles descubiertos.
Para desconcierto de los lectores del periódico oficial, quienes seguían ayunos sobre lo realmente acontecido en palacio, el príncipe Fernando volvía a reconocer la comisión de «un gravísimo delito», sin explicar, una vez más, en qué había consistido. A la vista de ello, la opinión general no podía llegar más que a una conclusión: la pretendida conspiración, «el delito», no había existido.
Evidentemente, otra debió de ser la opinión de Napoleón cuando recibió noticias sobre lo acontecido, conocedor de las maniobras de su embajador. La primera se la ofreció Carlos IV en carta fechada el 29 de octubre:
Mi hijo primogénito, el heredero presuntivo de mi Trono, había formado el horrible designio de destronarme, y había llegado al extremo de atentar contra los días de su madre. Crimen tan atroz debe ser castigado con el rigor de las Leyes. La que le llama a sucederme debe ser revocada; uno de sus hermanos será más digno de reemplazarle en mi corazón y en el Trono.[93]
La carta se cerraba con la petición de ayuda al emperador y la promesa de que lo tendría puntualmente informado.
La comunicación a los españoles había sido una torpeza, pero esta misiva lo era mucho más. El rey de España no sólo acusaba de traición a su heredero, sino además anunciaba a un soberano extranjero, cuyas tropas ocupaban ya buena parte del territorio español en virtud del tratado de Fontainebleau, su determinación de alterar el orden de sucesión a la corona, entregándola no al heredero natural, sino a «uno de sus hermanos».
El príncipe de Masserano, embajador de España en París, entregó esta carta a Napoleón el 4 de noviembre en Fontainebleau. Napoleón no hizo comentarios. El 11 se presentó el embajador en el mismo lugar con una nueva misiva de Carlos IV, datada el 3 de ese mes, cuyo contenido difería sensiblemente de la anterior. Ahora denunciaba sin rodeos las intrigas urdidas a sus espaldas por el embajador Beauharnais para casar al príncipe de Asturias con una dama francesa y acusaba a su hijo de haberse dirigido al emperador sobre esta materia sin el permiso previo del rey, y de pretender envenenar a la reina.[94] Masserano refiere en su informe oficial que, al leer esto, Napoleón «entró en cólera del modo más visible y violento» y le lanzó la siguiente diatriba:
Despache Vmd. inmediatamente un correo a su Corte para decir de mi parte que no es cierto nada de lo contenido en esa carta; que nunca me he escrito con el Príncipe de Asturias, ni ha intrigado en cosa alguna mi Embajador. Diga Vmd. que desde hoy tomo al Príncipe de Asturias bajo mi protección, que si se le toca en la menor cosa, o si se insulta a mi Embajador, o si el Ejército reunido no marcha inmediatamente a Portugal según lo convenido, declararé al instante la guerra a España, me pondré al frente de mi Ejército para entrar en ella, haré llamar a mi Embajador y echaré a Vmd. de París.[95]
Napoleón asumía la protección del príncipe Fernando y amenazaba con la guerra, algo que se había intentado evitar durante los últimos años sin reparar en todo tipo de sacrificios. Era el peor de los escenarios posibles para los reyes y Godoy. Por el contrario, el príncipe Fernando y los encausados en la conspiración debieron de recibir las palabras del emperador como un bálsamo. Habían salido victoriosos en su pulso con Godoy.
Ahora bien, ¿refirió fielmente Masserano lo dicho por Napoleón? La respuesta es afirmativa en lo relativo a la decisión del emperador de no permitir que se le implicara en los sucesos de España y dudosa en todo lo demás. Dos días después de la escena anterior, el 13 de noviembre, Napoleón escribió al rey de España, asegurando con toda rotundidad que no había recibido carta alguna del príncipe de Asturias, y aún remachó: «ni directa ni indirectamente he oído hablar de él, de modo que sería cierto si dijera que ignoro si existe».[96] En esta carta Napoleón no lanzó amenaza alguna y, menos aún, hizo alusión a su protección del príncipe de Asturias, lo cual, evidentemente, hubiera entrado en contradicción con su acusado interés por no verse implicado en los sucesos españoles. El mismo día 13 estuvo Eugenio Izquierdo en Fontainebleau. Habló con Masserano, a quien encontró «fuera de sí, lleno de pavor», con el mariscal de palacio Duroc, con Talleyrand, con el ministro de Asuntos Exteriores Champagny y con Murat. Con todos comentó las cartas de Carlos IV, los sucesos de El Escorial y la reacción de Napoleón. «No he oído a nadie», comunicó a Godoy, «que el emperador haya dicho a Masserano que toma bajo su protección al Príncipe de Asturias»; nadie, aunque trató de indagarlo, «ha mezclado al emperador en cosa que tocase a la persona del príncipe, ni a su asunto» y nadie mencionó que el emperador amenazara con la declaración de guerra a España.[97] Si nos fiamos de Izquierdo, Masserano había quedado ofuscado por el tono airado del emperador y no fue capaz de interpretar adecuadamente sus palabras.
Napoleón mintió al negar toda relación personal con el príncipe Fernando y la participación de su embajador en la trama descubierta.[98] Es posible que Masserano tampoco dijera la verdad en su despacho. El mediocre y acomplejado Masserano quizá quedó impresionado hasta el extremo al escuchar negar al emperador, con el tono teatral empleado por él en casos como éste, que tales cosas hubieran existido. Como hemos dicho, al emperador no le interesaba asumir el compromiso de «proteger» al príncipe, ni entraba en sus cálculos la guerra contra España. En plena ofensiva militar y económica contra Inglaterra y esperanzado en consolidar su propia dinastía en Europa y su dominio sobre el reino de Italia creado dos años antes, no le convenía en modo alguno abrir un nuevo frente bélico, menos aún contra una de las más viejas monarquías del continente, aliada suya.
De lo ocurrido en El Escorial, lo más preocupante por el momento para Napoleón fue la implicación de su embajador. Si las cortes europeas daban crédito a la denuncia de Carlos IV sobre la actuación de Beauharnais, el emperador quedaría seriamente afectado, pues nadie creería que en asunto de tamaña envergadura el embajador de Francia hubiera actuado por su cuenta. Es más, como observa Fugier, Napoleón no podía estar completamente seguro de que no salieran a la luz la carta que le dirigió el príncipe Fernando el 11 de octubre y aquella otra que en la misma fecha escribió a Beauharnais, un personaje que no se caracterizaba por su discreción.[99] La airada escena ante Masserano, pues, pudo tener una altísima intensidad dramática para amedrentar a Carlos IV, a Godoy y también a Fernando y a sus allegados, y obligarles a no hacer la más mínima insinuación sobre la participación de Francia en los sucesos de España, si bien Napoleón no podía ser tan imprudente como para proteger al príncipe rebelado contra su rey, ni anunciar una guerra que en modo alguno deseaba. Al general Caulaincourt le confesó que tomar partido en favor de Fernando, quien por su ambición había llevado las cosas al límite, iba contra sus principios, «era indigno de mí».[100]
La eliminación en la causa de El Escorial de toda relación con Francia tenía, por fuerza, importantes consecuencias para los procesados. Si en este punto el príncipe era inocente, también lo eran los demás. A éstos se les podía achacar, a lo sumo, su acerada crítica a Godoy, pero no un acto de traición, pues por decisión imperial sus contactos con una potencia exterior habían sido eliminados. Por muchas y graves que fueran las acusaciones a los comprometidos en la trama, el perdón del príncipe las difuminaba. Es más, el 20 de diciembre, el rey ordenó a los jueces que no trataran ni quedara testimonio escrito en el sumario de lo referente a la petición de matrimonio de Fernando, al emperador de Francia y a su embajador en España, y que sobre tales cuestiones no se interrogase de nuevo a los encausados.[101] Sin todo esto, la condena resultaba imposible.
Simón de Viegas, fiscal de la causa, exculpó el 28 de diciembre al príncipe, pero solicitó duros castigos contra los otros acusados: pena de muerte para Escoiquiz e Infantado, por haber cometido uno y otro «crimen de Estado de los más enormes que puedan cometerse; es verdadera traición»; pena extraordinaria (no especifica cuál) para el marqués de Ayerbe y el conde de Orgaz, y para los restantes «penas correspondientes a su clase y condición». Pero el 25 de enero de 1808 los jueces de la causa publicaron su sentencia, que era de absolución para todos los encausados. Según los jueces, el fiscal no había probado los delitos. Además, declararon que la prisión no debía perjudicarles en su honor, ni tenía que ser obstáculo para continuar en sus respectivos empleos y gracias.[102]
Los fernandinos se sintieron vencedores. Habían ganado en los tribunales y ante la opinión pública, pues la población recibió con alborozo la sentencia, difundida por los monjes de El Escorial antes de publicarse[103] y, además, tuvieron el convencimiento de que en su pulso con Godoy habían obtenido el apoyo de Napoleón (el relato de Masserano hizo su efecto), de modo que la presencia de tropas francesas en España tenía pleno sentido para ellos. Llegaban para proteger al príncipe de Asturias de las acechanzas de su madre y del gran almirante, ya vituperado por todos, salvo por sus próximos. Carlos IV aún echó más leña al fuego al decretar el destierro de los encausados: Escoiquiz fue enviado al monasterio del Tardón, en la serranía de Córdoba; Infantado a Écija, Ayerbe a Calatayud, Orgaz a Valencia, Pedro Giraldo a Córdoba, Juan Manuel de Villena a Barcelona, etcétera.[104] «Ocioso parece decir», consignó Alcalá Galiano en sus memorias, «que éstos, así como los jueces, fueron mirados como mártires y confesores de una fe cierta, cuyo triunfo era esperado con ansia.» A tal grado llegó el frenesí popular a favor del príncipe Fernando, afirma el mismo autor, que «hubo de citarse como cosa singular, pero chistosa, que al ser preso hubiera hecho uso de las expresiones más soeces y obscenas».[105]
En esta ocasión Fernando se comportó exactamente como era. Cobarde y egoísta ante el peligro, lo confesó todo y delató a sus cómplices. Sumiso a la autoridad, no dudó en solicitar de la forma más rastrera e infantiloide el perdón de los reyes y en prometerles comportarse en adelante como el más fiel de los hijos (en estos días entregó a los monarcas los libros, antes reseñados, sobre el godo Hermenegildo y otros casos de príncipes revueltos contra los reyes). Adulador, aseguró a Godoy en un encuentro personal profesarle la más ferviente admiración como persona y gobernante.[106] Se manifestó, además, grosero en su lenguaje e hipócrita. Sin embargo, ante la opinión pública española salió del trance como el príncipe inocente y mártir, una imagen que le sería de gran utilidad en el futuro.
Los reyes y Godoy quedaron desconcertados, tanto por el insólito y osado plan concebido por el príncipe de Asturias y sus cómplices (a pesar de disponer de noticias desde su gestación, no imaginaron que hubiera cobrado tal dimensión), como por la participación en él del embajador francés. ¿Guardó relación todo esto con la guerra proyectada por Napoleón en Portugal? Pérez de Guzmán y André Fugier se inclinan por una respuesta afirmativa, pues de otra manera Carlos IV y Godoy no se hubieran comprometido en ella.
Es evidente que las disensiones en el seno de la familia real española convenían a Napoleón y, por consiguiente, a principio de 1807 permitió los contactos de su embajador Beauharnais con el príncipe de Asturias, Escoiquiz e Infantado. Una vez que estalló el asunto, el emperador no tuvo dudas sobre su utilidad. A comienzos de 1808, escribió a su ministro Champagny: «Es necesario que se elabore una noticia histórica de la conspiración [con esta palabra designa los sucesos de El Escorial] según los boletines y la correspondencia de Mr. Beauharnais, para que pueda hacer uso de ella según las circunstancias».[107]
El 18 de noviembre de 1807, en plena vorágine de la causa de El Escorial, y tras recibir el referido despacho de Masserano, Carlos IV escribió una carta de desagravio a Napoleón. Aparte de confirmar su plena disposición a conducirse como aliado fidelísimo, le aseguraba que no había sido su intención suponerle la más mínima connivencia en la «conducta irregular» de su embajador. Y añadía que de haber sabido que el príncipe de Asturias deseaba casarse con una princesa de la familia imperial, «de ningún modo se hubiera opuesto a sus deseos; que si aún persistiese en ellos, no sólo le daría el más pleno asentimiento, sino que tendría la mayor complacencia en que el emperador por su parte se hallara igualmente dispuesto a aprobar aquellas bodas».[108] Napoleón respondió el 10 de enero de 1808: «Consiento de buen grado a este enlace. Pero V.M. debe comprender que ningún hombre de honor querría aliarse con un hijo deshonrado por su Declaración (sic, en referencia al decreto del 5 de noviembre de 1807) sin tener la seguridad de que ha recuperado todo su favor». ¿Se negaba realmente Napoleón, a pesar de las apariencias, a ese enlace? Probablemente así lo entendió la corte española, pues el 5 de febrero de 1808 Carlos IV volvía a escribirle, sin mencionar ya la boda. Con reticencia, el propio emperador se lo hizo notar el 25 de ese mes:
Señor mi Hermano. En su carta del 18 de noviembre último me pide V.M. la mano de una princesa francesa para el Príncipe de Asturias. El 10 de enero le respondía que consentía a ello. En su carta del 5 de febrero V.M. no me habla más de este matrimonio. Todo esto deja en la oscuridad muchos asuntos importantes para el interés de mis pueblos. Espero de su amistad me aclare todas mis dudas.[109]
El tono larvadamente molesto de esta carta del emperador quizá responda a la incomodidad que le causó la última que cita de Carlos IV, donde le pedía aclaraciones sobre la constante llegada de tropas francesas a España.[110] En todo caso, es posible que Napoleón hubiera albergado la idea de casar a una hija de su hermano Luciano con el príncipe de Asturias,[111] pero le duró poco. Champagny aseguró a Izquierdo «que nunca ha sido su pensamiento [del emperador] que el Príncipe de Asturias se casase con una francesa y mucho menos con Mlle. Tascher de la Pagerie, prometida hacía tiempo con el duque de Aremberg». El general Caulaincourt consignó en sus memorias que Napoleón nunca se planteó emparentar con el príncipe Fernando, a causa de la mala opinión que le merecía.[112] Así pues, lo dicho sobre la boda en su correspondencia con Carlos IV parece un juego del emperador para confundir a su aliado o para presionarlo.
A pesar de todo, a finales de noviembre de 1807 el embajador Beauharnais proseguía en su empeño de casar a Fernando con Marie-Stéphanie Tascher de la Pagerie. El banquero Marc-Antoine Michel, muy introducido en la corte española, informó a Murat que los reyes habían aceptado la idea, si bien añadía un elemento más de confusión al decir a su amigo que, «hablando francamente», eran más partidarios del enlace del príncipe con una dama de la familia de Murat. Un mes después, insistió Michel: Godoy «me ha confirmado, en una entrevista muy interesante, lo que ya he tenido el honor de deciros, que toda la familia real parece dispuesta a recibir con afecto, con prisa y preferentemente a toda otra, una princesa designada por Vuestras Altezas dentro de vuestra propia familia».[113]
A la vista de tantas opiniones y movimientos, no debe extrañar que el matrimonio del príncipe de Asturias fuese asunto central en la trama de El Escorial y que lo siguiera siendo una vez descubierta. Se dilucidaba la sucesión a la corona española, por lo que resultaba capital la elección de la futura reina.
Los rumores y las filtraciones interesadas de quienes supieron lo ocurrido en El Escorial y la impresión producida por los desafortunados decretos en los que el rey denunció la traición de que había sido objeto canalizaron la opinión pública a favor del príncipe de Asturias, de quien se dijo que contaba con el respaldo de Napoleón.
Muestra de esta forma de enjuiciar la situación es la confidencia realizada el 11 de noviembre de 1807 por un tal Pedro Quílez, antiguo empleado en la Comisaría General de Cruzada, organismo encargado de recaudar unos impuestos pertenecientes a la Santa Sede, transmitida al Gobierno por un espía. Quílez no creía que el príncipe hubiera delatado a sus secuaces y manifestó «que esto estaba muy malo, pero que quien todo lo había de componer era Bonaparte, el cual sabía mucho y no dejaría la cosa sin venganza, principalmente con Godoy [...], que las locuras de la Reina, su falta de talento y ningún amor a la familia habían dado margen a éstas y otras cosas». Impresiones similares trasladó a Napoleón su chambelán y oficial de ordenanza Tournon-Simiane, enviado a España para informarle sobre el estado del país. En su trayecto hasta Madrid, y de forma más acentuada en la capital, constató un ambiente claramente favorable al príncipe Fernando y contrario a Godoy. «El Príncipe de Asturias ha sido convertido en el ídolo de la nación» y todos consideran los sucesos de El Escorial una invención de Godoy, escribió en su informe del 20 de diciembre de 1807.[114]
Huelga aducir más testimonios. Las cosas estaban claras: Fernando era inocente, la reina la culpable de todo, Godoy el pérfido instrumento de la soberana, y Napoleón la solución. En estas condiciones, Fernando y sus partidarios cobraron bríos. Además, les favorecieron las circunstancias.
A estas alturas el descontento de la población española había alcanzado cotas muy elevadas. Los tres años de guerra contra Inglaterra y las exigencias pecuniarias de Napoleón habían dejado exhausta la hacienda real y causado estragos en el comercio marítimo. Ante la dificultad de sacar mercancías al exterior, no pocos establecimientos industriales se vieron obligados a cerrar o a despedir trabajadores, de manera que abundaban los mendigos en las calles de ciudades portuarias prósperas años antes, como Barcelona, Valencia o Alicante. La paga de militares y empleados del rey llegaba tarde o a veces ni siquiera eso, el campesinado no se había recuperado de las pésimas cosechas de 1804 y 1805 y los poseedores de títulos de deuda pública (los vales reales) constataban diariamente su pérdida de valor. Para colmo de males, era imprevisible la llegada de los navíos de América con los muy apreciados productos coloniales y los imprescindibles metales preciosos. De todo se responsabilizó a Godoy.
En el último mes de 1807 comenzaron a sonar con fuerza otras alarmas. El 30 de noviembre entró el mariscal Junot en Lisboa (previamente la familia real portuguesa se había embarcado rumbo a Río de Janeiro) y acto seguido, en virtud del tratado de Fontainebleau, tropas españolas ocuparon la plaza portuguesa de Elvas, frente a Badajoz, y penetraron por el norte hasta Oporto. Era la guerra contra Portugal exigida por Napoleón, que debían librar conjuntamente España y Francia. Sin embargo, la actuación de las tropas francesas desconcertó a la corte española. El 16 de febrero de 1808 el general Darmagnac ocupó a traición la ciudadela de Pamplona y el 5 de marzo Duhesme hizo lo mismo en Barcelona. Ese mismo día llegó Eugenio Izquierdo de París con unas observaciones del emperador sobre el estado de España, que le habían sido transmitidas en un apunte sin forma diplomática por Duroc y Talleyrand, designados habitualmente en estas fechas por Napoleón para ocuparse de los negocios españoles.
El papel llevaba por título: «Especies y cuestiones proponibles».[115] El emperador se quejaba de la escasa colaboración del Gobierno de España en la lucha contra Inglaterra y del poco interés por impedir la difusión de propaganda británica contra Francia, pero sobre todo incidía en el estado de crisis interna de la monarquía española, que atribuía a «la discordia en la familia real». Resultado de ello era «la violencia de los dos partidos que dividían la Corte», lo cual podría producir «graves mudanzas». Dada esta situación, desde todos los puntos de vista intolerable —recalcaba Napoleón—, él no se sentía obligado a observar rigurosamente el tratado de Fontainebleau y se consideraba con derecho a mover y situar sus ejércitos «sin ninguna limitación de provincias y lugares», exigiendo que «cualesquiera plazas fuertes sobre las cuales necesitasen apoyarse sus ejércitos les fueran abiertas».
El emperador, además, requería del monarca español «algunas garantías». La principal era la cesión de las provincias españolas fronterizas con Francia, en las cuales se establecerían gobiernos militares hasta un año después de haberse hecho y consolidado la paz general en el continente. Ahora bien, como esta medida supondría que tales provincias llevarían una existencia «precaria y preternatural», proponía su trueque con España por el territorio completo de Portugal. Como puede observarse, más que un plan acabado, exponía una especie de hipótesis de trabajo. Realizada esta operación, Napoleón consentiría el matrimonio de una princesa de su familia con el heredero de la corona española, con una importante salvedad: no daría su consentimiento definitivo hasta asegurarse de que «el Príncipe de Asturias hubiese merecido la indulgencia de su padre y soberano, perseverando enteramente en su obediencia y su respeto; que siendo de otro modo... mostraría muy grande complacencia en que S.M. le separase de su derecho al Trono y se pensase en otro de sus hijos para el enlace proyectado y para sucederle en la Corona». Como vimos, Carlos IV había dejado caer esto último en una carta a Napoleón.
Estas exigencias, o más bien amenazas, ponían en serio riesgo la sucesión del Príncipe de Asturias, pero también la integridad de la monarquía española y aun la corona de Carlos IV. España se halló ante la disyuntiva de transigir con las nuevas pretensiones del francés o prepararse para la resistencia militar. Godoy optó por lo segundo, pero a estas alturas su capacidad de acción era muy limitada. Se hallaba completamente solo. Los fernandinos, y los españoles en general, persistían en la creencia de que Napoleón únicamente pretendía derrocar al «tirano» y asegurar la sucesión al trono del príncipe Fernando para consolidar la alianza con España. Carlos IV, por su parte, no salió de la duda permanente, de modo que unas veces escuchaba a Godoy y otras a sus contrarios, progresivamente más beligerantes, mientras Fernando permanecía silencioso en un segundo plano. La resistencia a Napoleón, pues, no era empresa fácil, pero Godoy no renunció a ella. Cuando intentó ponerla en práctica se produjo el motín de Aranjuez.
El 11 de marzo, Izquierdo retornó a París con la contrapropuesta de Carlos IV a las «cuestiones proponibles». El rey reafirmaba la alianza convenida en 1796 y la validez del tratado de Fontainebleau, y al tiempo ofrecía un resumen de la causa de El Escorial para la completa y verídica información de Napoleón sobre las «disensiones entre partidos». Como es lógico, rechazaba la ocupación francesa de las provincias fronterizas. En su lugar, proponía crear un reino tapón entre Francia y España, gobernado por un infante español, susceptible de ser reintegrado a la corona española una vez que se firmara la paz general. Todo ello resultó papel mojado, porque antes de que Izquierdo se entrevistara con Duroc y Talleyrand, sus habituales interlocutores franceses, estallaron los sucesos de Aranjuez.
Godoy consideró más efectivas que lo anterior otras medidas. Una, de carácter militar: a finales de febrero dio instrucciones a los mandos regionales y a los generales Solano y Caraffa, comandantes de las tropas españolas instaladas en Portugal, para que estuvieran alerta ante cualquier eventualidad provocada por el Ejército francés. Otra, táctica: el traslado de los reyes al sur de España, sin excluir, si llegara el caso, una posible retirada a América, como había hecho la corte portuguesa. Tras no pocas dudas, Carlos IV accedió a seguir el plan, pero en cuanto se conoció, suscitó la más viva oposición del príncipe de Asturias y allegados. También lo rechazaron los habitantes de Aranjuez y pueblos vecinos, porque su modo de vida dependía de la presencia de la corte en ese real sitio. Si los reyes se ausentaban, no serían escasos los negocios que dejarían de hacerse, ni los sueldos pendientes, y las deudas por suministros, alquileres, servicios diversos, etcétera, que no se cobrarían.
En esta tesitura y a pesar de las evidencias, Fernando y sus partidarios depositaron toda su confianza en Napoleón. En una especie de juego, que bien podría ser calificado de maquiavélico, el emperador había dejado caer a principios de 1808 que pensaba viajar a España. Para dar verosimilitud al asunto, ordenó que se prepararan caballos, equipaje y escolta en Bayona y el 25 de febrero autorizó a su embajador Beauharnais a difundir que el viaje tendría lugar en fechas inmediatas. Al mismo tiempo, sin embargo, daba órdenes precisas a Murat y a sus generales para que ocuparan posiciones en la mitad septentrional de la Península (Vitoria, Burgos, Valladolid) y enviaran a Madrid una fuerza considerable. Las autoridades francesas declararon a las españolas que estas tropas iban camino de Cádiz para atacar a los ingleses en Gibraltar. Con entusiasmo no disimulado, pues suponía que los soldados franceses protegerían los intereses de Fernando, el 15 de marzo el ministro Caballero comunicó al gobernador del Consejo de Castilla: «Van a entrar inmediatamente en Madrid tropas francesas hasta el número de 50.000 hombres, con dirección a Cádiz; pero se detendrán algo en esta villa. Dense las órdenes oportunas para que sean tratadas como corresponde a la alianza que S.M. tiene con el Emperador de los franceses».[116]
Caballero, quien luego presumiría de haber actuado en estos momentos como el más decidido partidario del príncipe de Asturias,[117] tal vez por ausencia de Escoiquiz, confinado todavía en el monasterio de El Tardón, dio pruebas en sus órdenes y hechos de hasta qué punto había llegado la confianza de los fernandinos en Napoleón. Como en casi todo lo demás, Godoy se situó en las antípodas. Todo su esfuerzo se centró en convencer al rey para que se trasladara al sur de España y a punto estuvo de conseguirlo el 14 de marzo. Ese día los monarcas recibieron a la hora acostumbrada al príncipe Fernando (por deseo expreso de Carlos IV también estuvo presente Godoy). El rey ofreció a su hijo la posibilidad de acompañarle en el viaje o de permanecer en la corte. Si optaba por lo segundo, lo nombraría su lugarteniente, «con plenas facultades en lo militar y en lo político», con libertad para formar su propia corte y elegir un Gobierno. De esta forma, dijo el rey, Fernando podría negociar con Napoleón en los términos que considerara convenientes, con las únicas condiciones de «mantener la integridad del reino, no admitir tratados onerosos a mis pueblos, ni consentir en cosa alguna que se oponga a nuestra santa fe católica». En el supuesto de que saliera airoso de la empresa, el rey le hizo la siguiente promesa: «Te asociaré al Gobierno y partiré contigo el grave peso del reinado los días que Dios me diere (que no podrán ser muchos) de vivir en este mundo». Si, por el contrario, Fernando deseara hacer el viaje con el rey, porque también desconfiara de Napoleón, Carlos IV quedaría muy satisfecho de que sus pueblos los vieran unidos, aunque le exigía que acabara con «esa facción que se acredita con tu nombre y que sin él no podría nada».[118]
La proposición del rey constituyó un reto muy serio para Fernando. Por una parte, le obligaba a afrontar personalmente una gravísima situación de la que, a juicio de Carlos IV, el príncipe era en buena medida responsable, pues él y sus partidarios predicaban las buenas intenciones de las tropas francesas que estaban a punto de entrar en Madrid, y anteriormente habían dado pie a la injerencia del emperador francés en los asuntos internos de la corte española a través de su embajador. Por otra parte, cualquiera que fuera la decisión de Fernando, quedaba asegurado el plan fundamental de Godoy en ese momento, es decir, el traslado de los reyes al sur de España. Además, la primera propuesta, la de asociar al príncipe al trono en caso de éxito con Napoleón, no estaba exenta de segundas intenciones, pues evocaba el caso, tan admirado por Fernando, del godo Hermenegildo, asociado al trono por su padre Leovigildo. El ofrecimiento podía ser entendido como satisfacción de una aspiración de Fernando o como una especie de venganza por la trama de El Escorial.
Como era habitual en él, Fernando agradeció sobremanera las palabras del rey y con muestras de euforia le expresó su más rendido acatamiento. Tal vez el príncipe estimó satisfechas sus aspiraciones. Según Godoy, «salió del cuarto de su padre resuelto a la partida; y aun me inclino a pensar que dio algún paso con ánimo sincero para acallar a sus parciales».[119] Pero esta actitud le duró muy poco y enseguida mostró su disconformidad con el viaje. O Fernando fue incapaz de tomar decisiones por sí mismo y recabó el consejo pertinente, o a pesar de la benevolente opinión de Godoy que se acaba de consignar, una vez más actuó con su característica doblez. En cualquier caso, la propuesta llegó cuando los fernandinos ya tenían organizado el acto de fuerza contra Godoy.[120]
No se ha podido averiguar si en esta ocasión hubo una dirección similar a la ejercida por Escoiquiz en la trama de El Escorial, pero a partir del 13 de marzo es perceptible una especie de coordinación de movimientos. Ese día ordenó Godoy la reunión en Aranjuez de todas las compañías de Guardias de Corps y el mayordomo mayor de palacio recibió instrucciones de preparar el equipaje de la familia real. Inmediatamente corrió la noticia por Aranjuez, que enseguida llegó a Madrid, de la inminencia del viaje de los reyes. Sin dar cuenta a Carlos IV, el ministro Caballero envió el día 15 una circular a los municipios vecinos de Aranjuez, de donde procedieron no pocos de los participantes dos días después en el motín, informando de los preparativos del viaje real e instando a sus habitantes a impedirlo.[121] Esa noche, algunos guardias de corps se apostaron en torno al Palacio Real para impedir la salida del príncipe de Asturias. El mismo día 15, el conde de Montijo llegó de incógnito a Madrid, habló con varios aristócratas y militares, entre otros con el duque de Osuna y los hermanos Luis y José de Palafox, y por orden del duque del Infantado informó personalmente al Consejo de Castilla de que se preparaba un golpe contra Godoy. El Consejo nada hizo para parar el golpe, pero se pronunció en contra del viaje de los reyes. Con esta resolución en la mano, Montijo reunió al día siguiente a diecinueve grandes de España, quienes se comprometieron a hacer lo posible para impedir la salida de los reyes del real sitio.[122]
El 16 de marzo apareció en las calles de Aranjuez una proclama, redactada por Caballero, en la que el rey aseguraba las buenas intenciones de los franceses, expresaba su confianza en la lealtad de sus vasallos y negaba que se aprestase para un viaje.[123] Era la prueba del triunfo de la facción del príncipe de Asturias en la corte. La población, muy agitada los días anteriores por el anuncio del viaje, se tranquilizó, y durante el paseo protocolario de la familia real vitoreó al rey y, mucho más, al príncipe Fernando. Sin embargo, la llegada de tropas desde Madrid al anochecer de ese día y en la madrugada del siguiente soliviantó de nuevo los ánimos de la gente, que cada vez en mayor número iba llegando al real sitio desde pueblos vecinos y de Madrid «a defender al príncipe de Asturias». Casi todos los relatos contemporáneos de los hechos mencionan el mucho dinero repartido por criados del infante don Antonio, del duque del Infantado, del conde de Altamira y de otros grandes.
El día 17 se intensificó el rumor de que esa noche la familia real emprendería el viaje en secreto. Las calles de Aranjuez rebosaban de gente. Grupos en apariencia espontáneos vigilaban con especial atención el palacio real, la residencia de Godoy y la ruta hacia Ocaña, que se suponía que tomarían los reyes en dirección al sur. Pasada la medianoche, alguien hizo una señal con una antorcha desde la habitación del príncipe de Asturias —según algunas fuentes, la señal provino de otro lugar, sin indicar cuál— y al poco sonó un disparo. Al parecer, era lo convenido para avisar del comienzo del viaje real. Salieron soldados de sus cuarteles y la multitud cercó el palacio real para impedir la salida de cualquier persona. El autor de un relato de los hechos anota: «... contra lo que se observa en los motines, había entre éste una voz que dirigía y hablaba desde la calle con el Príncipe de Asturias y lo que esta voz decía confirmaban todos con griterío».[124]
Un grupo capitaneado por «El Manchego» o por «El Tío Pedro» (con estos y otros nombres se designa en los testimonios sobre este suceso al conde de Montijo, quizá «la voz» antes mencionada) se dirigió en tropel hacia la casa de Godoy y emprendió el asalto. Godoy logró ocultarse allí mismo o en la casa contigua, propiedad de los duques de Osuna, entonces deshabitada, pero agobiado por la sed y el hambre, en la mañana del día 19 salió de su escondite y fue conducido detenido al cuartel de la Guardia de Corps. El día anterior, un real decreto le había exonerado «de los empleos de generalísimo y almirante, concediéndole el retiro donde más le acomode». Con esta disposición estaba en apariencia conseguido el objetivo de los amotinados, pero la revuelta no cesó hasta que el día 19 Fernando fue proclamado rey de España, previa renuncia de Carlos IV. A partir de este momento imperó la tranquilidad en el real sitio de Aranjuez.
Sin ninguna duda, el príncipe Fernando había sido el referente de los amotinados. Ahora bien, ¿desempeñó alguna función práctica en la organización y desarrollo de los sucesos? Lo niegan la que podríamos calificar versión oficial de los hechos y quienes sostienen que todo fue resultado de un movimiento espontáneo de la población del real sitio. En ambos casos se ha intentado salvaguardar al príncipe de toda responsabilidad, resaltando el protagonismo de la población. La versión «oficial»,[125] asumida posteriormente por varios escritores, entre ellos el conde de Toreno, fijó el detonante inmediato del motín en un hecho casual: el disparo producido como consecuencia del encuentro cerca de la casa de Godoy entre los carabineros de su guardia personal y una treintena de guardias de corps. Según el ministro Caballero, el incidente transcurrió de la siguiente forma:
Este último [Godoy] se hallaba muy despacio (y según lo ordinario) con una de las adocenadas amigas que tenía y al salir escoltada con sus guardias de honor, quisieron las patrullas descubrirla, y resistiéndose, dispararon los mismos al aire, lo que al trompeta (que estaba destinado a avisar del momento del viaje) le sirvió de señal y tocó a caballo, según se le había ordenado, con lo que toda la tropa se puso en movimiento...
Caballero, por lo demás, negó tajantemente toda relación del príncipe Fernando con el motín con el siguiente argumento: «... la falta de experiencia y la opresión en que estaba el de Asturias (que le impedía hablar, ni mover una pluma sin ser observado) le hacían incapaz de un plan combinado, cual era necesario para toda atrevida empresa».[126]
La empresa era, en efecto, «atrevida», pues aun admitiendo que los amotinados pretendieran únicamente impedir el viaje de la familia real, se oponían a una decisión del monarca, lo cual conllevaba en circunstancias normales un severo castigo. De acuerdo, pues, con el razonamiento de Caballero, para tal empeño hubo de forjarse «un plan». Y el ministro señala a sus autores: «la tropa era el principal agente de la revolución». Sin embargo, añadió que Carlos IV «creyó, o le hicieron creer, que había sido su hijo el Príncipe de Asturias quien había fomentado el suceso del día 18».[127]
Ésta fue, en efecto, la opinión de los reyes y, por supuesto, también la de Godoy. Dos años después, en una narración de lo acontecido en Aranjuez remitida a Napoleón, que según mis noticias no ha sido utilizada por los historiadores, escribió Godoy en relación con la noche del 17 al 18 de marzo:
[El príncipe de Asturias] fue el mismo que dio la orden, el que hizo la señal para el alboroto a la hora convenida con sus seductores; él mismo sacó una luz a los balcones de su habitación para que los guardias de corps, disfrazados, tiznados los semblantes, acompañados de los criados del infante su tío [don Antonio] con otros manchegos que ya tenía este a su salario preparados con hachas y utensilios propios a la devastación, invadieron mi casa [...]. Yo me recogía a la una y cuarto cuando el tiro de una pistola me anunció la ruina de mi Patria. Llamé a mis gentes, mandé tres ayudantes a saber la novedad y todos tres fueron presos por los sublevados que rodeaban mi casa. Mi guardia fue arrestada en el cuartel por una orden del Rey según el contexto, pero no era ya Carlos IV, sino Fernando al que parlamentaban los conspiradores...[128]
En posdata y en el mismo papel, el rey Carlos IV, a petición de Godoy, hizo constar de su puño y letra: «Todo lo que dices es la verdad». Ninguno de los dos albergó dudas sobre la participación activa de Fernando en los alborotos, pero fue la reina, como en otras ocasiones, quien se expresó con mayor dureza. El 26 de marzo escribió a Murat: «Mi hijo Fernando estaba al frente de la conjuración; las tropas estaban ganadas por él; hizo sacar una luz a su ventana por señal para que comenzase el alboroto [...]. Ha hecho esta conspiración para destronar al Rey, su padre».[129]
Aparte de lo que se acaba de decir, no disponemos de documentación que permita identificar al príncipe Fernando como autor de la señal para el comienzo de los alborotos. Ahora bien, prescindiendo de este dato, resulta difícil admitir que alguien se comprometiera a organizar una grave alteración del orden en Aranjuez, estando allí la familia real, sin contar con la complicidad de alguna persona muy relevante y ésta no podía ser otra que el príncipe de Asturias. Ni existía un noble con suficiente prestigio y capacidad para encabezar esa operación (Infantado estaba desterrado en Écija y carecía de voluntad para algo así), ni tampoco un general con tropa a su mando que reuniera tales condiciones. Pero, en realidad, no hubo necesidad de contar con una persona o personas de estas características, pues el plan ya estaba elaborado. En lo sustancial, ésta es nuestra hipótesis, lo sucedido en Aranjuez el 17 de marzo de 1808 había sido previsto con anterioridad en la conspiración de El Escorial. Concretamente, en la representación del príncipe de Asturias a Carlos IV (el primero de los papeles aprehendidos al príncipe en su cuarto), texto, recordemos, redactado por Escoiquiz y copiado de su puño y letra por Fernando, por lo que su autoría debe atribuirse a ambos.
El príncipe de Asturias proponía en ese papel las siguientes medidas concretas contra Godoy: «1.o Poner al reo en estado de no poder causar en adelante daño alguno. 2.o Resarcir del modo posible los que ha hecho hasta ahora. 3.o Satisfacer la vindicta pública imponiéndole el castigo correspondiente para escarmiento de otros». Para cubrir estos fines, el príncipe se comprometía a presentar al rey los decretos pertinentes, y especificaba:
Las medidas primeras y, por consiguiente los decretos, se dirigirán a la prisión repentina de Godoy; su conducción provisional a un castillo en donde esté, hasta nueva orden, sin comunicación; la ocupación de su casa, bienes y papeles, haciendo un registro exactísimo hasta de su persona para apoderarse de los que lleve encima; la prisión provisional de sus criados; la conducción de la Princesa, su esposa, con seguridad pero con el debido decoro, a Talavera o a otro pueblo pequeño y remoto del arzobispado de Toledo; la prisión de la Tudó, familia y criados, ocupación de sus bienes y papeles...[130]
Tales previsiones se cumplieron con exactitud, casi hasta el detalle. En la madrugada del 17 al 18 de marzo fue asaltada y saqueada la residencia de Godoy, pero sus papeles y algunos objetos fueron conducidos al Palacio Real, lo que indica la existencia de algún control, a pesar de la violencia y del elevado número de asaltantes. La esposa de Godoy y su hija fueron sacadas de la casa con todo decoro, acompañadas de vítores. Se buscó a Josefa Tudó, sin hallarla, pues ya había abandonado Aranjuez, se asaltó la casa del ministro de Hacienda Soler, el único miembro del Gobierno que en esos momentos obedecía las órdenes de Godoy, y en los días sucesivos se hizo lo propio en las de sus familiares y allegados en Madrid y otros lugares. El 18, antes incluso de dar con su paradero, fue destituido Godoy de todos sus cargos y en cuanto lo descubrieron al día siguiente, lo pusieron en prisión, incomunicado, con la intención de trasladarlo a un castillo, la Alhambra de Granada.
En la tarde del día 19 Caballero comunicó al decano del Consejo de Castilla la orden siguiente:
Habiéndome autorizado mi augusto padre, rey y señor, para formar causa a don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, he resuelto entretanto doy las órdenes convenientes para hacerle la competente sumaria y juzgarle conforme a derecho, salga inmediatamente y sea conducido preso a la Alhambra de Granada. Tendréislo entendido para ejecutarlo puntualmente. Yo, el príncipe.[131]
La importancia de esta orden no radica tanto en lo que se manda, sino en quién lo manda. Es el príncipe de Asturias, autorizado —dice Caballero para guardar cierta formalidad— por el rey. Sin mediar renuncia de Carlos IV (aún no se había hecho oficial), su hijo, como si ya fuera rey, tomaba una decisión muy importante, pues lo concerniente a Godoy era en ese momento la principal y, cabe decir, la única preocupación de los reyes y del Gobierno. Carlos IV, si no destronado, quedaba relegado por su hijo a un segundo lugar. Ésta era la situación provocada por la peculiar forma en que se desenvolvieron los hechos.
El motín de Aranjuez se desarrolló en tres fases. La primera tuvo lugar en la madrugada del 17 al 18 de marzo y consistió en el asalto de la residencia de Godoy para proceder a su detención. La segunda sucedió en la mañana del día 19, cuando corrió la voz de la aparición de Godoy. En esta ocasión, la multitud intentó ir más lejos y trató de asesinarlo, lo cual impidieron inicialmente los guardias de corps que lo condujeron prisionero a su propio cuartel, y acto seguido el príncipe Fernando, quien se personó en el lugar asegurando que el preso recibiría el castigo merecido. La tercera fase ocurrió en la tarde del 19, cuando corrió el rumor, basado en el decreto del príncipe Fernando antes referido, de que Godoy sería trasladado a la Alhambra y apareció a la puerta del cuartel de la Guardia de Corps un coche de colleras preparado, según se dijo, para conducirlo a ese lugar. La multitud, que no deseaba verse privada de contemplar el fin del «traidor», destrozó el coche y mató una mula. No se calmó hasta que el príncipe de Asturias llegó a caballo y, como en su aparición de la mañana, prometió castigar al prisionero con arreglo a la gravedad de sus delitos.
El objetivo de los amotinados era Godoy. De esto no hay duda. Pero a medida que aquéllos iban obteniendo éxitos, cobró cuerpo el reconocimiento de facto del príncipe de Asturias como máxima autoridad del reino, mientras que el rey Carlos IV permanecía recluido en palacio, como si estuviera ausente. ¿A qué se debió esta importante novedad? La respuesta la ofrece Caballero.[132] En la mañana del 19, cuando todavía no se sabía el paradero de Godoy, el ministro se encontró en palacio con el príncipe de Castilfranco, el conde de Villariezo, el marqués de Albudeyte, el coronel Manuel Jáuregui y el marqués del Castelar, mandos de los cuerpos destinados a la protección de la familia real (Guardias Valonas, de Corps y Alabarderos).[133] Éstos le advirtieron que «la noche de ese día sería peor que la pasada», cuando se produjo el asalto a la residencia de Godoy. Con esta noticia se presentaron todos ante el rey. Caballero instó a los militares a que dispusieran sus tropas de forma adecuada para controlar la situación, pero ellos respondieron que «sólo el Príncipe de Asturias podría componerlo todo». El rey ordenó a Caballero y a los militares que hablasen con el príncipe. Éste prometió llamar a los oficiales de la guardia para recordarles su deber de respetar las personas de los reyes y defender el trono. A los pocos instantes de tener lugar esta escena, circuló la noticia de la aparición de Godoy, lo cual desactivó la acción anunciada por los militares para la noche de ese día.
Caballero afirmó expresamente que esa acción iba dirigida contra los reyes, pues se sospechaba que conocían el paradero de Godoy. Esto último era falso, pero la suposición no carecía de fundamento, pues si a pesar de la intensa búsqueda no se había dado con él, cabía sospechar que se hallaba en algún lugar bajo la más alta protección. Por esta razón la aparición de Godoy provocó un giro inesperado, pues los reyes también pasaron a ser objeto de la ira popular. Así pues, la multitud entendió, o se le dio a entender, lo que era lógico, es decir, que la orden de sacar de Aranjuez a Godoy para trasladarlo a un lugar seguro procedía de Carlos IV, de modo que la tercera fase del motín estuvo dirigida también contra los reyes, porque se presumió que pretendían proteger a Godoy. Llegados a este punto, sólo el príncipe de Asturias estaba en condiciones de restablecer la calma, como así fue. El paso siguiente no podía ser otro que la abdicación de Carlos IV.
Pero volvamos a la mañana del 19 de marzo. ¿Sabía el príncipe Fernando de la preparación del movimiento para la noche de ese día, o se enteró por Caballero y los militares que le acompañaron? El silencio de las fuentes impide de nuevo una respuesta tajante. Es significativo, no obstante, que los militares afirmaran que sólo el príncipe «podría componerlo todo». Estuviera Fernando al tanto de las intenciones de los amotinados o no, es palmario que antes de la salida de Godoy de su escondrijo, Carlos IV «conoció que ya no tenía quien le obedeciese —afirma Caballero—; llamó a Cevallos [ministro de Estado] y extendió su renuncia».[134]