RUFUS EMETERIO
01:05 horas
La llamada de Muerte Súbita suena justo cuando estoy dándole una paliza de muerte al novio de mi exnovia. Me encuentro encima de este pájaro, cuyos hombros tengo sujetos al suelo con mis rodillas, y la única razón por la que no vuelvo a soltarle un puñetazo en el ojo es el timbre de llamada que sale de mi bolsillo, ese fuerte timbre de Muerte Súbita que todo el mundo conoce a la perfección, ya sea por experiencia personal, por las noticias o por el uso que los programas más mierdosos de la tele hacen de esta alerta cuando quieren meterle el miedo en el cuerpo a los espectadores. Mis compis, Tagoe y Malcolm, dejaron de jalear mis mamporros y se sumieron en un silencio mortal. Me quedo a la espera de que el teléfono de este mamón, Peck, también comience a sonar. Pero no, tan solo suena mi móvil. Es posible que la llamada que va a decirme que pronto perderé la vida justo acabe de salvar la de Peck.
—Tienes que responder, Roof —dice Tagoe.
Tagoe estaba ocupado grabando la paliza porque le encanta mirar peleas por Internet, pero ahora se quedó con los ojos clavados en su móvil como si tuviera miedo de que también fueran a llamarlo en cualquier momento.
—Y una mierda —digo.
El corazón me late como loco, más todavía que cuando me abalancé sobre Peck, que cuando le estampé el primer guantazo y lo derribé. Su ojo izquierdo está empezando a hincharse, y en el derecho se plasma el terror más absoluto. Es sabido que los de Muerte Súbita dejan de hacer llamadas a las tres de la madrugada. Peck está preguntándose si voy a llevármelo conmigo al otro barrio.
Yo mismo estoy preguntándomelo.
Mi teléfono deja de sonar.
—Quizá fue un error —comenta Malcolm.
Mi teléfono vuelve a sonar.
Malcolm no dice ni pío.
No estaba haciéndome muchas ilusiones. No estoy al corriente de las estadísticas y demás, pero da la casualidad de que los de Muerte Súbita no suelen equivocarse al hacer sus putas llamadas. Y los de mi familia, los Emeterio, tampoco hemos tenido mucha suerte a la hora de seguir con vida. Y esto de encontrarnos con nuestro hacedor mucho antes de lo previsto… Supongo que es lo que nos ha tocado en suerte.
Estoy temblando, y noto un zumbido de pánico en la mente, como si alguien estuviera moliéndome a puñetazos, porque no tengo idea de cómo voy a morir. Lo único que sé es que voy a palmar. Y no, mi vida no pasa centelleando ante mis ojos, ni espero que vaya a hacerlo algo más tarde, cuando efectivamente esté al borde de la muerte.
Peck se revuelve bajo mi cuerpo; levanto el puño para que se calme de una maldita vez.
—Quizá tiene una pistola —avisa Malcolm.
Malcolm es el gigantón de nuestro grupo, el tipo de compañero que nos habría venido bien cuando mi hermana no lograba librarse del cinturón de seguridad después de que nuestro coche volcase y cayese a las aguas del Hudson.
Antes de que sonara esta llamada, me hubiera apostado lo que fuese a que Peck no llevaba un arma consigo, pues al fin y al cabo fuimos nosotros los que lo sorprendimos cuando estaba saliendo del trabajo. Pero ahora no pienso jugar con mi vida, no en estas circunstancias. Suelto el teléfono móvil. Cacheo sus ropas y les doy vuelta, miro si lleva un cortaplumas pegado al cinturón. Me pongo en pie. Peck sigue en el suelo.
Malcolm agarra la mochila de Peck, que está debajo del coche azul, donde Tagoe la tiró. Abre la cremallera y le da la vuelta; del interior salen unos cuantos tebeos de Black Panther y Hawkeye.
—Nada —dice.
Tagoe corre hacia Peck, y tengo la seguridad de que va a patearle la cabeza como si fuera un balón de fútbol, pero lo que hace es recoger mi móvil del suelo y responder a la llamada.
—¿Con quién quieres hablar? —Su cuello entra en tensión, sin que nadie se sorprenda—. Un momento, un momento. Yo no soy él. Un momento. Espera un segundo. —Me tiende el teléfono—. ¿Quieres que cuelgue, Roof?
No lo sé. Peck sigue a mis pies, ensangrentado y contusionado, en el aparcamiento de esta escuela, y tampoco tengo muchas ganas de responder a la llamada para asegurarme de que los de Muerte Súbita efectivamente van a decirme que me ha tocado la lotería. Tan confuso como rabioso, arrebato el teléfono a Tagoe y me dan ganas de vomitar. Pero mis padres y mi hermana en su momento no hicieron nada parecido, así que igual me las arreglo para contenerme como ellos.
—Vigiladlo —les digo a Tagoe y a Malcolm.
Asienten los dos. No sé cómo me las arreglé para convertirme en el macho alfa de la pandilla. El hecho es que fui a parar a la casa de acogida dos años después que ellos.
Me alejo unos pasos, como si la privacidad tuviera alguna importancia, y me aseguro de situarme fuera del alcance de la luz del rótulo de salida. No es cuestión de que me pesquen en mitad de la noche con los nudillos ensangrentados.
—¿Sí?
—Hola, soy Victor, de Muerte Súbita. Llamo para hablar con Rufus Emiterrio.
El tipo está destrozando mi apellido, pero no vale la pena ponerse a corregirlo. Nadie más va a seguir llevando el apellido Emeterio.
—Sí, soy yo.
—Rufus, siento informarte de que en algún momento de las próximas veinticuatro horas…
—Veintitrés horas —interrumpo, mientras me paseo por la acera, de un extremo del coche al otro—. Estás llamando después de la una.
Es una putada por su parte. Seguro que a otros Fiambres los llamaron hace una hora. Si este fulano de Muerte Súbita me hubiera llamado hace una hora, quizá no me habría apostado junto a la puerta trasera del restaurante donde trabaja Peck —quien dejó colgados los estudios en el primer curso de la uni—, para llevármelo a este aparcamiento.
—Sí, tienes razón. Lo siento —dice Victor.
Hago lo posible por guardar silencio, porque tampoco es cuestión de echarle la culpa a un menda que se limita a hacer su trabajo, aunque tampoco entiendo cómo demonios puede haberse buscado un empleo semejante. Yo ya no tengo futuro, pero ni en sueños se me ocurriría aceptar un trabajo en horario nocturno en el que tengo que decirle a la gente que sus vidas están por acabar. Pero Victor y otros como él sin duda lo ven de otra forma. Por lo demás, tampoco me apetece escuchar eso de que no hay que matar al mensajero, y menos aún cuando el mensajero está llamando para decirme que voy a espichar antes del final del nuevo día.
—Rufus, siento informarte que en el transcurso de las próximas veintitrés horas vas a morir de forma prematura. Por mi parte no puedo hacer nada para suspender esta circunstancia, pero te llamo para informarte de las opciones que tienes durante el día. En primer lugar, ¿cómo te encuentras? Has tardado un poco en responder. ¿Todo marcha bien?
El tipo quiere saber si todo marcha bien, nada menos. Su voz flojucha me dice que en realidad le importo tan poco como todos los demás Fiambres a los que tiene que llamar esta noche. Lo más seguro es que haya quien escuche estas llamadas, y el fulano no quiere que lo echen del trabajo por ir demasiado rápido.
—No sé cómo estoy. —Aprieto el móvil con fuerza, para no estrellarlo contra la pared en la que están pintados unos niñitos blancos y pardos tomados de las manos bajo un arcoíris. Miro por encima del hombro y veo que Peck sigue tumbado en el suelo mientras Malcolm y Tagoe me miran fijamente; más les vale que no escape corriendo antes de que tengamos claro qué vamos a hacer con él—. Mira, limítate a explicarme las opciones que tengo. —La cosa puede tener su gracia.
Victor me brinda el pronóstico del tiempo durante la jornada (parece que lloverá por la mañana y también más tarde, por si sigo vivo y coleando a esas horas), las actividades especiales del día, que no me interesan en absoluto (lo peor de todo es una clase de yoga en el High Line Park, con lluvia o sin ella); los posibles preparativos fúnebres; así como el listado de restaurantes con los mejores descuentos para los Fiambres que se presenten con el código del día de hoy. Dejo de escuchar sus palabras, es que estoy ansioso por saber cómo va a desarrollarse mi Último Día.
—A ver, ¿y vosotros cómo lo sabéis? —interrumpo. Quizá este tipo se apiade de mí y me deje la posibilidad de aclararles este gran misterio a Tagoe y a Malcolm—. Lo de los Últimos Días. ¿Cómo lo sabéis? ¿Hay un listado de alguna clase? ¿Tenéis una bola de cristal? ¿Un calendario que os ha llegado del futuro?
Todo el mundo especula sobre el modo en que Muerte Súbita obtiene esta información que, desde luego, te cambia la vida. Tagoe me ha hablado de esas teorías disparatadas que ha encontrado en Internet, como la de que en Muerte Súbita consultan a unos videntes infalibles, o —lo más ridículo de todo— que tienen a un extraterrestre encadenado a una bañera y que el gobierno obliga a este marcianito a especificar los Últimos Días de la gente. Esta última teoría es particularmente demencial, por varias razones, pero ahora mismo no tengo tiempo para detenerme en el asunto.
—Lamento decir que los heraldos tampoco tenemos acceso a esa información —asegura Victor—. Tenemos tanta curiosidad como todo el mundo, pero se trata de un conocimiento que no nos resulta imprescindible para hacer nuestro trabajo.
Otra respuesta anodina. Seguro que el pavo lo sabe pero no puede decir palabra, si es que quiere conservar el empleo, vaya.
Que le den por saco.
—Vamos a ver, Victor, háblame como un ser humano, aunque sea un minuto. No sé si lo sabes, pero tengo diecisiete años. Me quedan tres semanas para cumplir los dieciocho. ¿Te parece bonito que no vaya a tener ocasión de ir a la universidad? ¿De casarme? ¿De tener hijos? ¿De viajar? Algo me dice que todo eso te da lo mismo. Tú estás la mar de a gusto sentado en tu pequeño trono en tu pequeño despacho, porque tienes claro que te quedan unos cuantos decenios por delante, ¿me equivoco?
Victor se aclara la garganta.
—¿Quieres que te hable de persona a persona, Rufus? ¿Quieres que me baje de mi trono y te diga lo que pienso? Muy bien. Hace una hora estuve hablando con una mujer que se puso a llorar al saber que va a dejar de ser madre, pues su hija de cuatro años morirá hoy. Me suplicó que le dijera cómo puede salvar la vida de su niña, pero nadie tiene ese poder. Y después tuve que despachar una solicitud al Departamento de Niños y Jóvenes, para que enviaran a un agente armado, por si al final resulta que la madre es la responsable. Es la cosa más inmunda que he hecho desde que estoy en este trabajo. Rufus, lo siento por ti, y hablo en serio. Pero la culpa de tu muerte no la tengo yo, y esta noche me quedan por hacer un montón de llamadas de este tipo. La verdad, me harás un favor enorme si cooperas.
Maldición.
Coopero durante el resto de la conversación, y eso que este pavo no tiene derecho a contarme los casos de otras personas. Y no puedo dejar de pensar en esa madre cuya hija no va a ir a la escuela, cosa que yo sí que hice en su momento. Al final, Victor me viene con las frases marca de la casa, las que estoy acostumbrado a oír en las nuevas películas y series de la tele donde Muerte Súbita juega su papel en las peripecias de los personajes:
—Que sepas que en Muerte Súbita lamentamos mucho tu pérdida. Tienes que vivir este último día a tope.
No sabría decir quién fue el primero en colgar, pero no importa. El daño ya está hecho… pronto va a estar hecho. Hoy es mi Último Día, todo un armagedón para Rufus. No tengo idea de cómo va a traducirse en la práctica. Espero no morir ahogado como mis padres y mi hermana. La única persona a la que he hecho daño, daño de verdad, es a Peck, por lo que no creo que alguien vaya a pegarme un tiro, aunque es un hecho que a veces hay balas perdidas. El cómo importa menos que lo que voy a hacer hasta que llegue el momento, pero el desconocimiento sigue poniéndome de los nervios; al fin y al cabo, solo se muere una vez.
Pensándolo bien, quizá Peck es el responsable de todo esto.
Vuelvo andando hacia los tres, a paso rápido. Agarro a Peck por la parte posterior del cuello de la camisa y estrello su cabeza contra el muro de ladrillo. La sangre comienza a manar de una herida en la cabeza, y no puedo creer que este tipejo me haya hecho perder el control de esta manera. No tendría que haber ido hablando de las razones por las que Aimee ya no quería estar conmigo. De no haberme enterado de sus palabras, ahora no estaría cerrando mi mano en torno a su garganta, metiéndole más miedo en el cuerpo del que yo mismo tengo.
—Entérate de una vez. Tú no me «robaste» a Aimee, ¿entendido? Mejor que lo vayas olvidando. Aimee me quería a mí, y aunque las cosas se complicaron, con el tiempo hubiera vuelto a mi lado. —Tengo claro que es la verdad, y Malcolm y Tagoe piensan otro tanto. Acerco mi rostro al de Peck y clavo la mirada en su único ojo bueno—. Mejor será que no vuelva a verte las narices en lo que me queda de vida. —Sí, claro, ya. No me queda mucha vida, la verdad. Pero este tipo es un puto payaso, y con él nunca se sabe—. ¿Lo has captado?
Peck asiente con la cabeza.
Suelto su garganta, meto la mano en su bolsillo y saco el teléfono móvil. Lo estampo contra la pared, y la pantalla se hace añicos. Malcolm lo pisotea con rabia.
—Y ahora piérdete de mi vista.
Malcolm me agarra por el hombro.
—No dejes que se largue así como así. Este tiene sus contactos, no lo olvides.
Peck está escabulléndose pegado al muro, nervioso, como si fuera el hombre araña y avanzara en horizontal por las ventanas de uno de los rascacielos de Manhattan.
Aparto a Malcolm con brusquedad.
—¡He dicho que se pierda de vista!
Peck sale corriendo en un zigzag mareante. En ningún momento se vuelve para ver si vamos a por él o se detiene para recoger su mochila y cómics.
—Pensaba que me habías dicho que Peck tenía contactos entre los de una pandilla —observa Malcolm—. ¿Y si sus amigotes vienen a buscarte?
—No es una pandilla de verdad y, en todo caso, a Peck lo echaron de ella. No hay por qué tenerle miedo a una pandilla que tuvo a Peck como miembro. Ni siquiera va a poder llamarlos, tampoco a Aimee. Nos hemos encargado de eso. —No quiero que hable con Aimee antes de que lo haga yo. Tengo que explicarme y, ¿quién sabe?, quizá ella no quiere verme si se entera de lo que acabo de hacer, sea mi Último Día o no.
—Los de Muerte Súbita tampoco van a poder llamarlo —dice Tagoe, cuyo cuello palpita por causa de un tic, dos veces.
—No pensaba matarle.
Malcolm y Tagoe guardan silencio. Los dos vieron cómo lo estuve sacudiendo, como un maníaco de película.
No puedo dejar de temblar.
Podría haberlo matado, aunque no fuera esa mi intención. No sé si habría sido capaz de vivir en paz conmigo mismo si me lo hubiera cargado a golpes. Pero no, todo esto es una idiotez, y lo sé, tan solo estoy haciéndome el duro. Pero yo no soy duro de verdad. Apenas he logrado vivir en paz conmigo mismo tras haber sobrevivido a la muerte de mi familia, por mucho que yo no tuviera la culpa de lo que pasó. Y ni por asomo sería capaz de vivir feliz y contento tras haber matado a alguien a golpes.
Echo a correr hacia nuestras bicicletas. El manillar de mi bici se enganchó en la rueda de la de Tagoe, pues tras perseguir a Peck hasta este lugar, saltamos de las bicis para derribarlo.
—Vosotros dos no me sigáis —digo, mientras enderezo la bicicleta—. ¿Me habéis oído?
—Nada de eso, estamos contigo y…
—Olvidadlo —interrumpo—. Soy una especie de bomba con temporizador, y cuando salte por los aires, aunque os libréis de salir volando conmigo, es muy posible que salgáis muy quemados del asunto… literalmente, incluso.
—No vas a librarte de nosotros —insiste Malcolm—. Vamos contigo adonde vayas.
Tagoe asiente con un gesto, y la cabeza se le va a la derecha, como si su cuerpo estuviera traicionando el instinto que le empuja a seguirme. Vuelve a asentir, sin que el cuello dé sacudida alguna esta vez.
—Estáis hechos dos auténticas sombras —digo.
—¿Porque somos negros? —pregunta Malcolm.
—Porque siempre estáis siguiéndome —contesto—. Sois leales hasta el final.
El final.
Dos palabras que hacen que nos callemos. Montamos en las bicis y salimos pedaleando de la acera. Las ruedas avanzan dando tumbos, y me digo que esta noche hice mal en olvidarme del casco.
Tagoe y Malcolm no pueden seguir a mi lado todo el día, eso lo tengo claro. Pero los tres somos unos Plutones, hermanos crecidos en la misma casa de acogida, y no tenemos por costumbre darle la espalda a un hermano.
—Vamos a casa —indico.
Y hacia allí nos dirigimos.