5 de septiembre de 2017
MATEO TORREZ
00:22 horas
Los de Muerte Súbita están llamando para hacerme la advertencia definitiva en la vida: voy a morir hoy. En realidad, «advertencia» no es la palabra adecuada, pues una advertencia sugiere algo que podemos evitar, como sucede cuando un conductor hace sonar el claxon de su coche si ve que alguien está cruzando la calle con el semáforo en verde, proporcionándole la oportunidad de dar un paso atrás. Esto más bien es una alerta. La alerta, un gong peculiar e interminable, como el ruido de la campana de una iglesia situada a una manzana de distancia, sale por el altavoz de mi teléfono móvil, que se encuentra en la otra punta de la habitación. Y ya estoy como loco; un centenar de pensamientos borran todo cuanto me rodea, al instante. Supongo que se trata de la sensación caótica que un paracaidista siente al lanzarse al vacío desde el avión, o la que embarga al pianista que toca su primer concierto. Dicho esto, ya nunca voy a saberlo con seguridad.
Es una locura. Hace un minuto estaba leyendo la entrada más reciente en el blog CuentaAtrás, donde los Fiambres describen sus últimas horas de vida por medio de actualizaciones de estado, fotografías y emisiones en directo. En esta entrada en particular, un estudiante de primer año de universidad estaba intentando encontrar un hogar para su perro golden retriever… Y ahora el que va a morir soy yo.
Voy a… no… sí. Claro que sí.
Noto una opresión en el pecho. Voy a morir hoy.
Siempre he tenido miedo a morir. No sé bien por qué me decía que este miedo de hecho lo evitaría, que de un modo u otro desbarataría los planes de la muerte. No para siempre, claro está, pero el tiempo suficiente como para que pudiera crecer. Desde siempre, mi padre me inculcó la idea de que tengo que pensar en mí mismo como en el protagonista de un relato a quien nunca le ocurre nada malo, con particular mención a la muerte, porque este héroe en todo momento ha de estar presto a salvar a sus allegados en apuros. Pero el ruido en mi cabeza está atenuándose, y al teléfono se encuentra un heraldo de Muerte Súbita, a la espera de decirme que hoy voy a morir, a los dieciocho años de edad.
Uf, con toda seguridad voy a…
No quiero contestar a la llamada. Me entran ganas de correr al dormitorio de mi padre, hundir la cabeza en la almohada y ponerme a maldecir, porque mi padre no pudo haber escogido peor momento para ir a parar a cuidados intensivos, o de soltarle un puñetazo a la pared, porque mi madre me marcó a fuego la señal de una muerte prematura cuando ella misma murió al traerme a este mundo. El teléfono suena por la que tiene que ser la trigésima vez, y a estas alturas me resulta tan imposible hacer caso omiso del móvil como de lo que va a tener lugar de forma irremediable en algún momento de esta jornada.
Dejo a un lado el ordenador portátil que tenía sobre las piernas cruzadas y me levanto de la cama; trastabillo hacia un lado, me siento muy débil. Vengo a ser un zombi que se aproxima al escritorio, con lentitud de auténtico muerto viviente.
Como es natural, el identificador de llamada lo deja todo bien claro: MUERTE SÚBITA.
Estoy temblando, pero me las arreglo para pulsar Responder. No digo nada. No sé qué decir. Me limito a respirar, pues me quedan menos de veintiocho mil inhalaciones (es el promedio de inhalaciones que una persona —una persona no en las últimas— hace cada día al respirar), y más vale que las aproveche mientras pueda.
—Hola, te llamamos de Muerte Súbita. Mi nombre es Andrea. ¿Estás ahí, Timothy?
Timothy.
Yo no me llamo Timothy.
—Se ha equivocado de persona —le digo a Andrea. Mi corazón empieza a latir acompasado, y eso que lo siento por el tal Timothy—. Me llamo Mateo. —Llevo el mismo nombre que mi padre, quien quiere que más adelante lo lleve mi propio hijo. Ahora voy a poder hacerlo… si es que llego a tener un hijo, claro.
Al otro lado se escucha el tecleo de un ordenador; seguramente están corrigiendo la entrada, o lo que sea, en la base de datos que tienen.
—Bueno, perdona. Timothy en realidad es el caballero con el que acabo de hablar hace un minuto. El pobre no se tomó la noticia muy bien. Y bueno, tú eres Mateo Torrez, ¿correcto?
En un visto y no visto, mi última esperanza acaba de desvanecerse.
—Mateo, si eres tan amable, confírmame tu identidad. Lo siento, pero esta noche tengo que hacer muchas otras llamadas.
Siempre supuse que mi «heraldo» —ese es el nombre oficial que usan, no lo inventé yo— se mostraría compasivo y me daría la noticia con delicadeza, de forma considerada, que incluso comentaría lo especialmente trágico de mi caso, tan joven como soy. A decir verdad, entendería bien que mi interlocutora fuese algo más alegre y reconfortante, que dijese que más vale que me divierta un poco y aproveche bien el día, ahora que por lo menos tengo claro qué es lo que va a pasar. Para que no me quede en casa, empezando un rompecabezas de los de mil piezas o masturbándome porque el sexo con una persona de carne y hueso me da miedo. Pero esta heralda está viniendo a decirme que no le haga perder más el tiempo, porque, a diferencia de lo que me pasa a mí, a ella le queda tiempo.
—Entendido. Sí, soy yo. Soy Mateo.
—Mateo, siento informarte de que en algún momento de las próximas veinticuatro horas vas a sufrir una muerte prematura. No podemos hacer nada para suspenderla, pero queremos recordarte que todavía tienes la oportunidad de vivir.
La heralda se extiende sobre la circunstancia de que la vida no siempre es justa y a continuación enumera unos cuantos eventos en los que hoy podría tomar parte. No tendría que enfurecerme con ella, pero está claro que se muere de aburrimiento al recitar estas frases inscritas en su mente después de habérselas dicho a centenares, quizá a millares de personas, que muy pronto van a morir y tal. No me ofrece sus simpatías en absoluto. Lo más seguro es que esté limándose las uñas o jugando al tres en raya para matar el rato mientras habla conmigo.
En CuentaAtrás, los Fiambres suben entradas sobre esto y aquello, sobre la llamada telefónica que recibieron o sobre a qué están dedicándose en este, su Último Día. Este blog es, básicamente, un Twitter para Fiambres. He leído millones de comentarios de Fiambres que reconocen haberles preguntado a sus heraldos particulares cómo van a morir, pero es sabido que nadie llega a enterarse de tales detalles, ni siquiera el antiguo presidente Reynolds, quien hace cuatro años trató de escapar a la Muerte escondiéndose en un búnker subterráneo… donde fue asesinado por uno de sus guardaespaldas del servicio secreto. Muerte Súbita solo puede proporcionar la fecha en que uno va a morir, sin especificar la forma o el minuto precisos.
—¿…Entiendes lo que acabo de decir?
—Sí, ya.
—Entra en muerte-subita.com y rellena el formulario sobre peticiones personales con respecto a tu funeral y la inscripción que quieres que pongan en tu lápida. Si de hecho prefieres ser incinerado, en tal caso…
Tan solo he ido a un funeral en toda mi vida. Mi abuela murió cuando yo tenía siete años, y en el funeral me entró un berrinche tremendo, porque no había forma de que se despertara. Cinco años pasaron volando, apareció Muerte Súbita, y de pronto todos estaban despiertos, vivos y coleando, en sus propios funerales. La ocasión de decir adiós antes de morir es una oportunidad increíble, pero ¿no sería mejor dedicar ese tiempo a vivirlo? Quizá vería las cosas de otro modo si tuviera claro que a mi funeral asistirían unas cuantas personas. Si tuviera mayor número de amigos que dedos tengo en la mano.
—Y, Timothy, que sepas que en Muerte Súbita lamentamos mucho tu pérdida. Tienes que vivir este último día a tope, ¿entendido?
—Soy Mateo.
—Mis disculpas por el error, Mateo. Lo siento de veras. Llevo todo el día trabajando, y estas llamadas a veces son muy estresantes y…
Cuelgo. Es una grosería, lo sé. Lo sé. Pero no puedo continuar escuchando a alguien que me cuenta que está muy estresada cuando yo bien puedo morirme dentro de una hora o hasta dentro de diez minutos. Puede que me lleve un caramelo a la boca y que de pronto me ahogue. Puede que salga del piso para aprovechar un poco el tiempo y que me caiga por las escaleras y me rompa el cuello sin llegar a pisar la calle. Puede que alguien entre a robar y me asesine. Tan solo una cosa está clarísima: no voy a morirme de viejo.
Me hundo; caigo al suelo de rodillas. Todo va a terminar hoy mismo, y no hay nada en absoluto que yo pueda hacer al respecto. No puedo viajar a tierras infestadas de dragones para hacerme con unos cetros capaces de detener la muerte. No puedo subirme a una alfombra mágica y partir en busca de un genio que me conceda el deseo de una vida sencilla y plena. Quizá podría encontrar a un científico loco que me congelara de forma criogénica, pero lo más probable es que muriera en el curso de semejante experimento demencial. La muerte es inevitable para todos, pero hoy es un absoluto para mí.
El listado de personas que voy a echar de menos —si es que los muertos pueden echar de menos a otros— resulta tan corto que ni siquiera merece ser llamado «listado»: está mi padre, por haber hecho todo cuanto pudo; mi mejor amiga, Lidia, quien no solo no estuvo ignorándome al cruzarse conmigo por los pasillos, sino que hasta se sentaba delante de mí durante el almuerzo e hizo conmigo un trabajo de ciencias naturales, quien me ha estado contando que de mayor quiere ser una defensora de la naturaleza y salvar el mundo, que puedo devolverle sus favores viviendo en dicho mundo. Y ya está.
Si alguien estuviera interesado en conocer el listado de gente a la que no voy a echar de menos, la verdad es que no tendría nada que ofrecerles. Nadie me ha hecho verdadero daño en la vida. Y no tengo dificultad en comprender por qué ni siquiera ciertos individuos se metieron conmigo. Sí, sí, lo digo en serio. Porque tengo la mente hecha un lío, porque soy un paranoico. Las pocas veces que mis compañeros de clase me invitaron a hacer algo divertido, como ir al parque a patinar sobre ruedas o hacer una salida en auto por la noche, me rajé porque —¿quién lo sabía?— era posible que en realidad estuviésemos buscándonos la muerte, quizá, acaso. Supongo que lo que más voy a echar de menos son las oportunidades que he desechado de vivir mi vida y el irrepetible potencial de trabar grandes amistades con todos. Voy a echar de menos la circunstancia de que nunca disfruté de esa camaradería que se da cuando te quedas a dormir en casa de unos colegas y todo el mundo pasa la noche en vela jugando a juegos de mesa y al Xbox Infinity, por la simple razón de que tenía demasiados miedos.
La persona número uno a la que voy a echar de menos es al Mateo del Futuro, quien quizá hubiera dejado de estar en tensión constante y hubiera vivido. No es fácil hacerse una imagen de él, pero supongo que el Mateo del Futuro probaría cosas nuevas, como fumar hierba con unos amigos, sacarse el permiso de conducir o viajar en avión a Puerto Rico para aprender más sobre sus raíces. Quizá estaría saliendo con alguien y posiblemente estaría disfrutando de la compañía de esa persona. Probablemente tocaría el piano para los amigos, cantaría delante de ellos y, con toda seguridad, su funeral estaría más que concurrido. El velatorio se prolongaría un fin de semana entero después de su muerte, y a la sala estarían llegando constantemente personas que no tuvieron la oportunidad de darle un abrazo por última vez.
El Mateo del Futuro tendría un listado más largo de amigos a los que echar en falta.
Pero no voy a crecer y convertirme en ese Mateo del Futuro. Nadie va a fumar hierba conmigo, nadie va a contemplarme tocar el piano, nadie va a salir conmigo en el coche de mi padre una vez obtenido el permiso de conducción. No voy a discutir con mis amigos sobre quién se pone el mejor par de zapatos en la bolera o hace el papel de Lobezno en los videojuegos.
Me dejo caer de espaldas y me quedo tumbado boca arriba en el suelo, diciendo que ha llegado el momento de hacer algo o de morir.
Me corrijo: de hacer algo y, después, morir.
00:42 horas
Mi padre suele tomar una ducha caliente para calmarse un poco si está disgustado por alguna cosa o si se siente decepcionado consigo mismo. Le copié la costumbre cuando tenía unos trece años de edad, antes de que empezaran a brotar los tan confusos Pensamientos de Mateo y me hiciera falta un montón de Tiempo de Mateo para ponerlos en orden (un poco). Ahora estoy duchándome porque me arrepiento de haber albergado la esperanza de que el mundo —o alguna parte del mundo, además de Lidia y mi padre— se entristecería por mi fallecimiento. Porque me negué a vivir de forma invencible todos los días en los que no me llegó ninguna alerta, porque malgasté todos esos ayeres y hoy no me quedan ningunos mañanas.
No voy a contárselo a nadie. Con la salvedad de mi padre, pero él ni siquiera se ha despertado todavía, por lo que ahora mismo tampoco cuenta mucho. No quiero pasar el último día que me queda preguntándome si la gente de verdad es sincera al dirigirme palabras de tristeza. No tiene sentido pasar tus últimas horas tratando de adivinar lo que los otros están pensando en realidad.
Eso sí, tengo que salir al exterior, al mundo, engañarme a mí mismo y convencerme de que se trata de otro día normal y corriente. Tengo que ir a ver a mi padre en el hospital y tomarlo de la mano por primera vez desde que era niño, por la que va a ser… pues vaya, la que va a ser la última vez en la vida.
Voy a esfumarme antes de que pueda hacerme a la idea de mi mortalidad.
También tengo que ver a Lidia y a su hija de un año, Penny. Lidia me nombró padrino de Penny tras su nacimiento, y me siento fatal al pensar que se supone que soy quien debe cuidar de Penny si Lidia se muriera, y es que su novio, Christian, falleció hace poco más de un año. Y sí, claro, tan solo tengo dieciocho años y carezco de ingresos; ¿cómo se supone que voy a cuidar de la pequeña? La respuesta en pocas palabras: de ninguna manera. Pero bueno, estaba previsto que yo me fuera haciendo mayor y le contara a Penny historias sobre su madre empeñada en salvar el planeta y su padre tan cool, que la recibiera en mi propia casa una vez arreglada mi situación económica, cuando estuviera emocionalmente preparado para hacerlo. Y ahora me sacan volando de su vida, tan solo seré un fulano en la foto de un álbum, del que Lidia quizá contará anécdotas, mientras Penny asiente distraídamente con la cabeza, tal vez ridiculizando mis gafas, para pasar página al momento y centrarse en la familia que la niña de verdad conoce y quiere. Ni siquiera voy a ser un fantasma para ella. Pero eso tampoco es razón para no ir a verla y hacerle cosquillas una vez más, para limpiarle los manchurrones de calabaza y guisantes de la cara, para darle a Lidia un respiro, a fin de que pueda estudiar para el examen del curso preparatorio para la universidad, cepillarse los dientes, peinarse el cabello o tumbarse a echar una siesta.
Luego, de un modo u otro me marcharé del lado de mi mejor amiga y su hija para siempre y tendré que seguir viviendo lo que me quede.
Cierro la llave de la ducha, y el agua deja de llover sobre mi cuerpo; hoy no es el día más indicado para darme una ducha de una hora. Agarro las gafas que están en el lavabo y me las pongo. Salgo de la bañera, resbalo en un charco de agua y, mientras caigo de espaldas, intento comprobar si esa teoría de que tu vida entera pasa volando por tu mente tiene algo de verdad. Pero me aferro al toallero a tiempo y consigo enderezarme. Respiro hondo hasta tranquilizarme un poco, porque irse así de este mundo sería una verdadera desgracia: seguro que alguien agregaría mi nombre al listado de «Defunciones en la ducha» del blog MuertesIdiotas, un portal con muchos visitantes que me repele por muchas razones.
Tengo que salir de aquí y vivir… pero antes debo asegurarme de llegar hasta la puerta del apartamento con vida.
00:56 horas
Les escribo unas notas de agradecimiento a mis vecinos de los pisos 4º F y 4º A, diciéndoles que es mi Último Día. Desde que hospitalizaron a mi padre, Elliot, el del 4º F, ha estado echándome un cable y trayéndome platos para cenar, sobre todo después de que la cocina se me averiase la semana pasada, cuando traté de hacer unas empanadas siguiendo la receta de mi padre. Sean, el del 4º A, tenía previsto acercarse este sábado para reparar el quemador de la cocina, pero ya no va a hacer falta. Mi padre sabrá cómo repararlo por su cuenta, y hasta es posible que necesite distraerse con algo después de mi desaparición.
Miro en el armario y escojo una camisa de franela azul y gris que Lidia me compró cuando cumplí los dieciocho; me la ajusto sobre la camiseta blanca. Es la primera vez que me la pongo para salir de casa. La camisa va a ser mi medio para estar cerca de Lidia durante lo que queda del día.
Consulto mi reloj de pulsera —el que mi padre me dio tras comprarse uno digital con los números fosforescentes, pues el pobre está mal de la vista— y veo que es casi la una de la madrugada. Antes solía quedarme jugando a un videojuego hasta altas horas, aunque luego fuera exhausto al colegio. Siempre tenía el recurso de dormir durante las horas libres. No tendría que haberme conformado con estar de brazos cruzados en esas horas libres. Debería haberme apuntado a otro curso, como el de expresión artística, por mucho que en la vida haya sabido dibujar. (Y está claro que ya nunca voy a aprender, y mira que me fastidia). Quizá tendría que haberme apuntado a la banda musical para tocar el piano, para conseguir un poco de reconocimiento y que me dejaran cantar en el coro, para quizá hacer un dueto con alguien bueno más tarde… y hasta hacerlo en solitario después. Qué diablos, incluso hubiera podido divertirme con el grupo de teatro, interpretando algún papel que me obligara a desatarme, a soltarme el pelo un poco. Pero no, lo que hice fue elegir otra hora libre para no pegar sello, para echarme otra siesta más.
Son las 00:58. Cuando la esfera señale la 01:00 en punto, voy a obligarme a salir del apartamento. Este pisito ha estado siendo mi santuario y, al mismo tiempo, mi prisión; por una vez en la vida necesito salir para respirar aire fresco, y no ya tan solo para ir del punto A al punto B por el camino más corto. Necesito ponerme a contar los árboles, quizá canturrear una de mis canciones preferidas mientras hundo los pies en las aguas del río Hudson y, en definitiva, hacer lo posible para que me recuerden como el joven que murió demasiado pronto.
La 01:00 en punto.
No puedo creer que nunca más voy a volver a mi dormitorio.
Descuelgo el pestillo de la puerta del piso, hago girar el pomo, abro la puerta.
Meneo la cabeza y cierro la puerta de golpe.
No voy a salir a explorar un mundo que está empeñado en matarme antes de lo debido.