Quizá por eso Autumn se convirtió en «la chica de las causas perdidas». Si se encontraba algún pajarito que se había caído del nido, ella lo recogía, se lo llevaba a su habitación y lo alimentaba durante días con migas de pan mojadas en leche hasta que el animal crecía lo suficiente como para volar libre. Si había algún niño que estaba solo a la hora del almuerzo en el colegio, como solía ocurrirle a Ted Davis, porque se burlaban de sus gafas de pasta, Autumn se sentaba a su lado, aunque este ni siquiera le dirigiese la palabra. Si debían realizar algún trabajo grupal, ella elegía hacerlo con alguien que tuviese más dificultades para sacar buenas notas o concentrarse. Y casi sin darse cuenta, empezó a encontrar pedacitos de felicidad en esos pequeños gestos y se aferró a la satisfacción que sentía al ser capaz de solucionar los problemas de los demás.
—¿Sabes lo que leí el otro día? —preguntó mientras caminaba por la acera al lado de Hunter jugando a no pisar las líneas de cada una de las baldosas.
—A ver, sorpréndeme, enana.
Era sábado. El sol brillaba en lo alto de un cielo despejado. La noche anterior se había quedado sola en el sótano porque sus tres «hermanos» se habían ido a una fiesta del instituto y, a la mañana siguiente, cuando había intentado despertarlos para que la acompañasen a comprarse un par de caramelos, solo había conseguido que Hunter se levantase de la cama entre gruñidos.
—Leí un informe de Human Rights Watch que decía que muchos de los nuestros ni siquiera superan la escuela preparatoria. —Autumn tenía una memoria superior a la media; era capaz de retener un montón de datos e información, aunque no comprendiera del todo su significado.
—¿Los nuestros? —preguntó.
—Los que no somos de nadie. Sin hogar.
—¡Eso es una tontería! —Hunter la miró de reojo—. ¿Y por qué demonios no pisas las líneas de la acera?
—No lo sé. A veces hago cosas raras.
Hunter dejó escapar una carcajada ronca.
—No te creas todo lo que leas por ahí.
—Pero es cierto. Tenemos menos oportunidades que el resto —insistió con la mirada fija en el suelo. Sabía que pronto se olvidaría de esa manía. Siempre le ocurría. De repente una idea le venía a la cabeza, como no volver a comer pepinillos en vinagre o colgarse de la rama de un árbol que había en el patio del colegio y, semanas después, ese pensamiento desaparecía como si nunca hubiese existido—. Y he leído más cosas como, por ejemplo, que a los dieciocho años tendremos que marcharnos de la casa de los Moore. Eso era lo que quería decir Roxie el otro día cuando celebramos su cumpleaños, ¿verdad? Estaba triste. Dijo que solo le quedaban dos años. ¿Y luego qué ocurrirá con ella? Encontré otro artículo de un periódico en la biblioteca del colegio que también hablaba de eso.
Hunter se mostró taciturno.
—¿Y qué decía?
—Que muchos jóvenes terminan en la calle de un día para otro. Una organización se quejaba de que el sistema no funciona bien. —Arrugó la nariz, pensativa—. ¿Qué es el sistema, Hunter?
—El sistema… se supone que cuida de nosotros —repuso y chasqueó la lengua—. No deberías preocuparte por ese tipo de cosas todavía, Autumn. Tienes diez años.
—Pero algún día creceré.
Hunter dejó de caminar y se agachó frente a ella para quedar a su altura. Inspiró hondo y se mordió el labio inferior antes de hablar.
—Cuando eso ocurra, nosotros cuidaremos de ti.
—Pero no quiero que os marchéis de la casa de los Moore y me dejéis sola allí.
—Llegarán otros niños, Autumn. Siempre es así.
Ella se obligó a calmarse mientras él se erguía de nuevo. Aceptó la mano cálida que le tendía y se encaminaron juntos hacia la tienda más cercana. Unos minutos después, con una piruleta de fresa en la mano, regresaron sobre sus pasos.
—¿Puedo quedarme un rato en la casa azul?
—No entiendo qué tiene de especial ese sitio.
Estuvo a punto de contarle que le gustaba porque desprendía la normalidad que ella no conocía. En aquel hogar se respiraba tranquilidad, confianza; parecía que nada malo podía ocurrir tras aquellos muros recubiertos de hiedra.
Contestó con una verdad a medias:
—Me divierte espiarlos.
—¡Pequeña granuja! —Hunter le revolvió el pelo y bostezó, cansado por las pocas horas de sueño—. Media hora, ni un minuto más, ¿entendido?
Asintió con una sonrisa y él se alejó con su habitual andar despreocupado. Hunter había crecido tanto durante los últimos meses que, a pesar de ser un año más pequeño que Pablo, le sacaba varios centímetros. Tenía el cabello oscuro y unos rasgos marcados que le hacían parecer más mayor. Autumn lo adoraba.
Sacudió la cabeza cuando lo vio desaparecer por la esquina e intentó no pensar en el futuro que los artículos que había leído durante las últimas semanas auguraban para ellos y en todas esas cosas que no entendía y que nadie le explicaba.
Lamió la piruleta y su mirada se detuvo en el porche de la casa de estilo colonial.
Tras dos años observándolos, Autumn conocía sus nombres porque había oído cómo los llamaban más de una vez a voz en grito (Miranda, Caleb y Levi). También sabía que, todas las tardes, su madre, la señora Bennet, les preparaba sándwiches de mermelada con crema de cacahuete (Levi no se comía la corteza y siempre se la daba al perro, Ruffus). A Miranda le gustaba sentarse sobre las piernas de su padre cuando él accedía a leerle un cuento mientras se tomaba el té del mediodía durante los días de verano. Y Autumn no podía evitar preguntarse cómo sería sentir el cuerpo firme de un padre protector a su espalda. En vez de soñar con castillos y princesas, ella imaginaba lo divertido que sería tener dos hermanos mayores: gastarles bromas, perseguirlos por el jardín entre chillidos cada vez que uno de ellos le quitase sus muñecas o dejarse caer sobre el césped junto a su madre sin dejar de reír a carcajadas.
Aquel día, mientras degustaba la piruleta, observó cómo Caleb lanzaba la pelota para que Ruffus fuese a recogerla; sonrió al descubrir que Levi seguía sentado a la mesa del porche haciendo los deberes (siempre era el último en terminar), y descubrió a Miranda cortando un par de flores para hacer un ramo.
Autumn suspiró y se apartó de la valla. Fijó la mirada en la acera y regresó a la casa de los Moore intentando no pisar las líneas rectas que dividían el suelo en pequeños cuadrados. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡línea! Y vuelta a empezar…