Año 2003

Los gritos se colaban por las escaleras que conducían hasta el piso inferior. Los niños dormían en el sótano, que había sido acondicionado para ellos. La estancia estaba pintada de color crema y había cuatro camas y un escritorio alargado en el que hacer los deberes. Al otro lado estaba el armario que todos compartían, de la misma manera que en aquel momento compartían el ruido.

Autumn no soportaba aquel horrible sonido, así que cerró los ojos y se tapó la cabeza con las sábanas. Intentó recordar días mejores en los que hacía limonada con Adele, lo divertido que era intentar cazar con una cuchara las pepitas que se colaban en la jarra tras exprimir los limones, la cálida luz del verano que iluminaba la cocina a través de las cortinas blanquecinas, su sonrisa de color carmín…

Se escucharon pasos. Y más gritos. Más.

—Así es imposible dormir —se quejó Roxie.

—Pues creo que aún queda otra botella de ginebra en la despensa —dijo Pablo.

—Deberíamos haberla escondido —repuso Hunter refunfuñando por lo bajo.

Autumn decidió salir de su escondite, agobiada por la falta de aire.

Roxie, que tenía catorce años y era la mayor, la había tratado como a una hermana desde el primer día en que puso un pie en el hogar de los Moore. Al ver que un ligero temblor se estaba apoderando de su barbilla, se levantó y se metió en la cama junto a ella, abrazándola. Autumn se aferró a sus brazos. Odiaba los gritos.

—Vamos, enana, sabes que pronto parará —le dijo Hunter.

—… en cuanto caiga al suelo redondo —añadió Pablo.

—Shh, chicos. Ella es pequeña —les recordó Roxie.

—¡No es verdad! —exclamó Autumn avergonzada antes de sentarse sobre el colchón con las piernas cruzadas. La cama de Hunter estaba tan cerca de la suya que casi podía tocarla si extendía un poco el pie—. Es que los gritos… no me gustan… Son feos.

—¿Cómo puede un grito ser feo? —se burló Pablo.

—Déjala, tío. Roxie tiene razón —le cortó Hunter.

Los chicos llevaban varios años viviendo juntos en aquella casa y ya habían tenido que despedirse de otros niños que habían pasado por allí. Hunter tenía once años y Pablo doce. Los Moore, como tantos otros matrimonios, disponían de pocos recursos y trabajaban de forma irregular, por lo que habían encontrado un sustento fijo al convertirse en un hogar de acogida. La señora Moore era sumisa, reservada y algo hosca, pero les cosía la ropa cada vez que se rompía y les preparaba cada día un delicioso plato caliente que poder llevarse a la boca. En cambio, el señor Moore solía bromear con los chicos y era jovial y divertido, siempre y cuando no hubiese bebido. Sin embargo, en cuanto sus manos rozaban una botella, se transformaba. El alcohol sacaba lo peor de él: los gritos, las amenazas, los golpes en las paredes, los insultos…

Uno de esos días, Autumn se acercó a Roxie, que estaba cepillándose su larga cabellera rubia con gesto impasible, y le preguntó cómo podía estar tan tranquila e ignorar lo que sucedía en el piso superior. Roxie le dirigió una mirada triste y, en aquel momento, sus ojos reflejaron que, a pesar de ser apenas una niña, había vivido mucho, quizá demasiado.

—Hay cosas peores, créeme.

—¿Cómo puede ser peor?

—¿En cuántas casas has estado?

—Esta es la segunda —respondió Autumn.

Roxie se recogió el pelo en una coleta.

—Pues hazme caso, intenta quedarte aquí. Es mejor que lo que encontrarás ahí fuera, confía en mí. Tú limítate a no llamar la atención y a seguir sacando buenas notas en el colegio, ¿de acuerdo? —Le sonrió con ternura.

—De acuerdo.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

Autumn pensó mucho en aquella conversación a lo largo de los siguientes meses. Pensó en las desgracias que Roxie habría tenido que pasar para considerar que aquel era un buen hogar. Pensó en Hunter, que siempre la defendía en el colegio cuando otros niños se burlaban de ella, tan protector y leal. Pensó en Pablo y en lo mucho que parecía echar de menos a su familia, que vivía en Colombia. No podía evitar mirar a su alrededor y preguntarse por qué ellos habían recibido una porción de suerte más pequeña que esos otros niños que reían y paseaban cogidos de las manos de sus padres.

Quizá por eso se fijó en la casa azul.

Era preciosa. La casa se alzaba en el lado derecho de la acera por la que Autumn caminaba al regresar del colegio. Tenía una puerta grande de hierro y la valla estaba recubierta por hiedra poco tupida de un verde brillante. El tejado era puntiagudo y el porche principal daba al jardín delantero, que estaba repleto de árboles, parterres de flores que crecían en primavera y jazmines que desprendían un aroma suave.

Pero no era la arquitectura ni la belleza de aquel sitio lo que a Autumn le llamó la atención, sino la familia que vivía allí. El matrimonio Bennet tenía una hija de unos ocho años, como ella, y dos chicos que eran gemelos y aparentaban un par de años más. Por las tardes, cuando volvía caminando hacia el hogar de los Moore con Roxie, Hunter y Pablo, los veía jugar en el jardín. A veces todavía llevaban puesto el uniforme del colegio privado al que asistían, uno de esos centros de los que salían futuras promesas científicas, abogados de prestigio y periodistas que no dudaban en cubrir las noticias de algún país en guerra.

—¿Qué miras, enana? —le preguntó Hunter cuando un día la vio acercarse a la verja de metal para observarlos a través de la hiedra enredada.

—Los niños. Me gustan.

Hunter se inclinó a su lado y les echó un vistazo.

—Son unos pijos.

—¿Eso es malo?

—Depende —contestó Pablo y le dio una patada a una lata de refresco que había en el suelo, haciéndola rodar—. No se parecen a nosotros. No son como nosotros.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Acaso no lo ves? Parecen salidos de un catálogo. —Pablo se rio—. No querrás ser como ellos, ¿verdad? Nosotros somos más divertidos.

Ella se encogió ligeramente e intentó que ninguno notase que, en realidad, le habría encantado ser como esos niños: vivir en la casa azul, estudiar por las mañanas, jugar por las tardes y tener unos padres cariñosos y atentos.

Roxie suspiró hondo y se encendió un cigarro tras apoyarse en la valla. Le dio una calada y expulsó el humo con lentitud. Había empezado a fumar un par de meses atrás, al mismo tiempo que sus compañeras de instituto, y Autumn odiaba que hubiese dejado de oler a vainilla y que el aroma del tabaco impregnase sus ropas. Vio cómo la miraba su «hermana mayor» y supo que había adivinado lo que estaba pensando, por lo que todavía se encogió más, un poco avergonzada, como si desear eso fuera no quererlos a ellos.

—Vamos, enana —la instó Hunter.

Los cuatro retomaron el paso. Roxie se quedó algo rezagada con ella a su lado. Le tocó la punta de una de las dos trenzas que le había hecho esa misma mañana y le sonrió antes de agacharse para susurrarle al oído.

—Yo sí que lo creo, Autumn. Creo que algún día vivirás en un lugar como este, tendrás un hogar de verdad.

La niña curvó los labios con emoción.

—¡Podríamos tenerlo las dos, vivir juntas!

—Ojalá, Autumn. Ojalá —contestó con tristeza.

Supo que estaba mintiendo. Y fue en ese momento, al ver la desesperanza en los ojos de Roxie, cuando Autumn se dio cuenta de que, para el mundo, todos ellos eran una «causa perdida». Niños a los que sus padres habían abandonado nada más nacer, como en su caso, dejándolos en el hospital. Otros, tal como le había ocurrido a Roxie, con padres problemáticos, que entraban y salían de prisión con cierta asiduidad. O con historias aún más duras, como la de Hunter. Muchos de ellos, además, eran latinos, hijos de inmigrantes sin papeles que no podían hacerse cargo de su cuidado al no tener la posibilidad de acceder a ciertas ayudas sociales. Las estadísticas auguraban que, para la mayoría, el futuro se dibujaba oscuro y lleno de baches, porque eran pocos los que lograban encontrar una estabilidad tras una infancia marcada por la falta de cariño y las idas y venidas. Eran pocos los que terminaban siendo «pequeños supervivientes».