Año 2002

Autumn metió en su mochila rosa los cuentos que Adele le había comprado la semana anterior y unos cuantos rotuladores de colores. Miró por última vez la que había sido su habitación durante más de un año. No había tardado demasiado en integrarse en la vida de aquel joven matrimonio; Autumn era una niña complaciente y Adele había sido una «madre de acogida» encantadora. Le había sacado el dobladillo a todos sus pantalones para que le sirviesen durante un año más, había compartido con ella el secreto para hacer la mejor limonada y cada noche le leía una historia antes de arroparla en la cama. Además, Owen le preparaba patatas con queso todos los sábados y la llevaba diariamente al colegio en su vieja furgoneta roja.

—No quiero irme —suplicó Autumn cuando la asistenta social la instó a salir de la habitación—. ¿Por qué tengo que irme?

La asistenta la miró con compasión.

—Es una situación complicada.

Autumn pensó en la barriga de Adele, que cada día crecía más, y recordó la conversación que había escuchado semanas atrás. A Owen le habían ofrecido un trabajo mejor remunerado en la sucursal que la empresa tenía en Kansas. Dijo que las cosas tenían que cambiar ahora que iban a tener un bebé y que ya no necesitarían el subsidio gubernamental que recibían como compensación por mantenerla a ella bajo su techo. Adele lloró con tristeza, pero terminó admitiendo que él tenía razón y que debían aprovechar la oportunidad.

—Cariño, te portarás bien, ¿verdad? —Adele le acarició la cabeza, como siempre solía hacer, y las dos coletas de la niña se balancearon a los lados cuando ella negó—. Estás enfadada, pero se te pasará en cuanto conozcas a tu nueva familia. ¿Sabes que habrá más niños? Podrás jugar con ellos. Será divertido.

—Yo solo quiero jugar contigo… —balbuceó.

Adele pestañeó con los ojos enrojecidos y le dio un beso en la frente antes de alzarse y dejar que su marido le rodease los hombros con cariño.

—Vamos, Autumn, despídete —le dijo la asistenta.

No sabía cómo hacerlo. Dolía. Pero al final, cuando bajaron los escalones de la entrada, se dio la vuelta y alzó la mano que tenía libre. Reprimió un sollozo, porque sabía que las niñas valientes no lloran. Luego caminó hacia el coche con el corazón encogido y la imagen de Adele y Owen diciéndole adiós pasó a formar parte de su álbum de recuerdos, allí donde guardaba todos los instantes que quedaban atrás. No quiso ver cómo se alejaban y tardó unos minutos en clavar la mirada en la ventanilla del vehículo y observar trazos borrosos y desdibujados de la ciudad de San Francisco.

Autumn llegó entonces a la conclusión de que ella era como una moneda. Las monedas son bonitas y todo el mundo quiere tener muchas en el bolsillo, pero pasan constantemente de una mano a otra. Las monedas no son de nadie y son de todos, se intercambian y su valor es muy relativo. Hay monedas antiguas o raras muy preciadas, como la Liberty Nickel o el Double Eagle, pero otras, como las de un centavo, son tan poco importantes que algunas personas ni siquiera se molestan en agacharse para recogerlas si se encuentran con una en la calle.

—Todo irá bien, Autumn —le dijo la asistenta social mirándola por el espejo retrovisor tras parar frente a un semáforo en rojo—. Los niños que viven con la familia Moore son muy agradables, seguro que te lo pasarás genial.

Autumn no contestó.

De hecho, sus labios se mantuvieron sellados hasta que se vio obligada a entrar en el hogar de los Moore y conoció al matrimonio y a los tres niños que, como ella, habían acabado allí al no tener ningún otro lugar donde vivir. Al verla allá plantada, la asistenta la animó a presentarse delante de Pablo, Roxie y Hunter, así que abrió la boca sin pararse a pensar y dejó que las palabras saliesen a borbotones:

—Me llamo Autumn —dijo—. Tengo siete años, nací en otoño, odio los guisantes y soy como una moneda de un centavo.

Se sorprendió al descubrir que los tres le dedicaron una sonrisa divertida.