Año 2001

Autumn logró esbozar una sonrisa temblorosa porque sabía lo importante que era causar una buena impresión. Ignoró que le dolía el estómago tras comerse cinco caramelos de fresa y aferró las asas de su mochila rosa mientras seguía a la asistenta social y traspasaba el umbral de la puerta con un nudo en la garganta. Segundos después, cuando sus pies dejaron atrás el felpudo de la entrada, un par de voces desconocidas le dieron la bienvenida y Autumn se sintió arropada por la calidez anaranjada del papel pintado de las paredes, las manos de la mujer rubia que le acariciaba el cabello y el aroma del ambientador que flotaba en la estancia. «Así que eso es un hogar», pensó mientras paseaba su mirada por el sofá verde musgo que presidía el salón y los cuadros con dibujos de mariposas. Aquel lugar no se parecía en nada al centro de menores en el que ella había vivido hasta entonces; no había hileras de camas, voces infantiles, ni mesas largas en el comedor.

—Autumn, ven aquí. —Obedeció la orden de la asistenta social y se esmeró por seguir sonriendo—. Te presento a Adele y a su marido, Owen; a partir de ahora ellos serán tu familia de acogida.

—Hola —saludó con cierta timidez.

—Oh, ¡eres un encanto! —Adele se agachó para quedar a su altura y le dedicó una cálida mirada—. Estamos muy felices de tenerte aquí, Autumn.

Owen asintió ante las palabras de su mujer.

—Es una niña muy buena y tranquila —aseguró la asistenta.

Adele sostuvo su mano entre las suyas.

—¿Te apetece ver tu habitación? —preguntó.

Autumn tardó unos instantes en contestar que sí con la cabeza. Su «madre de acogida» la guio por el estrecho pasillo de la casa mientras su marido y la asistenta se quedaban hablando en el salón. Al ver su cuarto, Autumn se quedó con la boca abierta. Era una habitación pequeña, pero, para una niña de seis años que jamás había tenido un dormitorio propio, aquello fue como pisar el cielo. Había una cama con sábanas de dibujos animados a juego con las cortinas, un viejo baúl y un peluche de un oso que la observaba desde la almohada.

—¿Te gusta lo que ves? —Autumn respondió otra vez asintiendo, porque se sentía tan contenta que era incapaz de hacerlo con palabras. Adele le sonrió. Tenía los labios pintados de color carmín—. Puedes decorar las paredes a tu gusto si te apetece colgar tus dibujos. Queremos que te sientas cómoda con nosotros, así que no dudes en decirnos cualquier cosa que te preocupe, ¿de acuerdo?

—Vale —susurró. Y tras tomar una bocanada de aire, añadió—: No me gustan los guisantes.

La mujer se recogió un mechón de cabello rubio tras la oreja e intentó no reírse. Autumn se quitó la mochila rosa y la dejó sobre la colorida colcha antes de dirigirle una mirada dubitativa. Adele entendió que temía haberla decepcionado por no querer comer guisantes y se apresuró a tranquilizarla.

—Perfecto, nada de guisantes. —Sonrió—. ¿Sabes cuál es la especialidad de mi marido? Patatas al horno con mucho queso gratinado.

La alegría iluminó su rostro infantil.