Año 2010

Ya casi había anochecido cuando Autumn entró en la casa de los Moore por la puerta trasera intentando no hacer ruido. Iba pintada de rojo porque venía de manifestarse junto a docenas de personas en el muelle treinta y nueve de Fisherman’s Wharf por el aumento de las muertes de los leones marinos en California a causa del calentamiento global. Las aguas inusualmente cálidas hacían que los peces abandonasen las islas costeras en las que solían reproducirse los leones marinos, por lo que las madres debían alejarse más de lo debido en busca de comida, lo que provocaba que muchas crías terminasen perdidas y arribando a tierra desde San Diego a San Francisco. Los equipos de rescate de animales habían reportado miles de crías aquel año y, por desgracia, la tasa de mortalidad era muy elevada.

—¿Crees que una chica como tú debería volver a estas horas? —Autumn se estremeció al escuchar la voz gangosa del señor Moore justo antes de que encendiese la luz del recibidor. Tenía los ojos rojizos y vidriosos y una mueca extraña cruzaba su rostro.

—Lo siento. Se me ha hecho tarde.

—¿Y qué demonios es eso…?

Se inclinó hacia ella y Autumn dejó de respirar al advertir el aroma a alcohol y el aliento del señor Moore. Tembló cuando su mirada descendió por su cuerpo y las ropas pegadas por culpa de la pintura. Cerró los ojos. Estaba sola. Hunter había sido el último en marcharse dos meses atrás. Pensar en él le dio valor y consiguió que su voz sonase firme al hablar.

—Solo es un poco de pintura.

—Ya veo… —entrecerró los ojos.

—Bajaré al sótano.

—Espera un momento.

Antes de que Autumn pudiese escabullirse, el señor Moore se apretó contra ella y la retuvo contra la pared. El corazón empezó a latirle de forma frenética e intentó quitárselo de encima.

—¿Qué pasa? ¿Acaso no me he portado bien contigo todos estos años?

—¡Suéltame! O te juro…

—¿Qué harás? —Se rio y le alzó la barbilla con una mano para obligarla a mirarlo.

Había un velo en los ojos de aquel hombre que conducía a un pozo de oscuridad. Cuando notó su mano áspera rodeándole el cuello, presionando, sin ser del todo consciente de lo que hacía, Autumn alzó la rodilla y lo golpeó con todas sus fuerzas. Sorprendido, el señor Moore se apartó y aulló de dolor, pero ella ni siquiera lo escuchó. Volvió sobre sus pasos, abrió la puerta y se alejó de allí todo lo rápido que pudo, ignorando las náuseas que sentía.

Corrió, corrió y corrió.

Y solo paró al advertir la casa que se dibujaba a lo lejos bajo la luz de las farolas. De algún modo, sus pies la habían conducido hasta ese lugar. Tomó una gran bocanada de aire e intentó que las piernas dejasen de temblar. Miró a ambos lados de la calle, asustada y confundida por lo que acababa de ocurrir. Allí no había nadie. El silencio y la calma de la noche contrastaban con el pulso desbocado que le atenazaba la garganta. Tragó saliva con nerviosismo antes de dirigirse con pasos acelerados hacia la acera de enfrente. Temiendo arrepentirse, tomó impulso sin pararse a pensarlo ni un segundo más y saltó el muro de la casa azul. Ahogó un gemido al apoyar las manos en el suelo para frenar la caída y se clavó un par de piedrecitas, pero estaba tan agitada que apenas lo notó.

Aunque Autumn podía distinguir un poco el terreno gracias a las farolas de la calle, no era suficiente para poder moverse con facilidad, así que anduvo despacio, pisando hierbas, ramas caídas y gravilla mientras se encaminaba hacia la puerta principal. La casa azul llevaba dos años vacía y, por los cristales rotos de las ventanas y las pintadas en una de las paredes laterales, había sido víctima de jóvenes con ganas de saltarse las normas, razón por la que no le sorprendió que la puerta estuviese abierta y que solo necesitase un empujón para que la madera cediese.

Dentro olía a humedad y a polvo. Fue incapaz de pasar de la primera estancia y ascender las escaleras que conducían al piso superior, porque la luz de la luna era casi inexistente y ni siquiera podía distinguir sus propios pies en la penumbra. Por eso se sentó en el suelo, cerca de la puerta, con las rodillas encogidas contra el pecho. De vez en cuando se escuchaba algún ruido extraño, como un ligero crujido o un sonido sibilante y, aunque Autumn sabía que tan solo se trataba del viento, no podía evitar estremecerse y pegar más la espalda a la pared, como si desease fundirse con ella. Nunca imaginó que un lugar tan mágico durante el día pudiese darle miedo, pero se sentía sola y asustada y no había nadie en el mundo a quien pudiese acudir. Ni siquiera sabía qué sería de ella al día siguiente.

El señor Moore no había intentado propasarse jamás, pero puede que la reciente marcha de Hunter le hubiese animado a ello o que estuviese tan borracho que apenas fuese consciente de lo que estaba haciendo. En realidad, Autumn no sabía lo que podría haber ocurrido de no haber huido a toda velocidad, pero lo que sí sabía era que no quería volver a vivir entre esas cuatro paredes. Recordaba la resignación con la que Roxie le había dicho que había cosas peores allí fuera, pero quizá era mejor arriesgarse que seguir conformándose con algo que, como había descubierto en sus propias carnes, era peor de lo que pensaba.

«Todo o nada», pensó.

Cuando Autumn abrió los ojos, el sol se filtraba por una de las ventanas rotas e iluminaba las motas de polvo que se acumulaban sobre el suelo y los muebles del salón. Se puso en pie y estornudó tras llevarse la mano a la nariz. A la luz del día, el lugar distaba mucho de resultar tenebroso. Por primera vez, Autumn observó maravillada el interior: la puerta pintada de un azul celeste, las paredes ocres y las pocas pertenencias que habían dejado, como la mecedora que finalmente habían decidido no llevarse y estaba intacta en una esquina. Se acercó a la silla de madera y deslizó los dedos por los brazos que se curvaban en el extremo, recordando las tardes de verano en las que el señor Bennet se sentaba allí y veía a sus hijos jugar en el jardín. Se preguntó dónde estaría ahora aquella familia.

Tras lo que había ocurrido la noche anterior, sabía que no era el mejor momento para ponerse a curiosear, pero no pudo evitar echar un vistazo rápido. La cocina era la estancia más intacta de la casa; en las baldas de madera aún quedaban algunos botes de cristal vacíos, justo enfrente de la cenefa de azulejos. Las escaleras crujieron cuando Autumn ascendió hacia la segunda planta. Recorrió cada una de las habitaciones, guardando en su memoria la disposición y los pocos muebles que quedaban, como el precioso armario pintado a mano del dormitorio principal o el baúl oscuro que descansaba frente a una de las paredes.

No entendía cómo era posible que a esas alturas la casa no se hubiese vendido o alquilado. Parecía que el barrio ya no estaba tan de moda y algunas propiedades vecinas también habían terminado con un cartel colgado de la puerta con el logotipo de alguna inmobiliaria, pero Autumn pensaba que, precisamente, el encanto de aquel lugar tenía mucho que ver con la antigüedad de sus casas. Eran auténticas. Únicas. Casas con personalidad que no habían sido construidas en serie, sino al gusto de sus propietarios.

Estaba a punto de salir de una de las habitaciones cuando vio algo brillante en el suelo. Se agachó y lo cogió. La cadena de plata se deslizó entre sus dedos y el caballito de mar que pendía de la punta se balanceó. Era, casi con total seguridad, un colgante de Miranda. Autumn no supo por qué, pero desabrochó el cierre y se lo puso. Hasta entonces, el único accesorio que había llevado siempre consigo era un anillo con una piedra azulada que Roxie le había dado antes de marcharse de la casa de los Moore.

Los Moore. Pensar en ellos le recordó que estaba metida en un buen lío, así que regresó sobre sus pasos y salió al jardín, que estaba recubierto de maleza. Logró saltar el muro sin que nadie la viera, pero lo que no consiguió fue pasar desapercibida. Seguía vestida con la ropa que había llevado el día anterior y su camiseta pintarrajeada atrajo más de una mirada mientras caminaba por la acera.

El único lugar al que se le ocurrió acudir fue a un centro juvenil. Sabía que allí no podría quedarse más de veinticuatro horas, porque tenían una licencia de estancia, pero era útil para emergencias y los que llegaban solían ser recolocados con urgencia en familias de acogida. Entró, se dirigió a la primera persona que encontró tras lo que parecía ser el mostrador de recepción, y la chica la derivó a uno de los trabajadores sociales del centro.

El hombre, que se llamaba Tom, vestía una camisa de franela y no aparentaba más de cuarenta años. Tenía el cabello corto y ondulado y una mirada amigable que la animó a contarle todo lo que había ocurrido.

—No pienso volver allí. Si me mandan de nuevo a esa casa, me escaparé —concluyó intentando que su voz sonase firme, aunque, en el fondo, volvía a sentirse como una moneda viajando de un bolsillo a otro. Si sus padres no le habían dado el valor que merecía, ¿por qué iban a querer hacerlo otras personas? Respiró hondo.

El hombre apoyó una mano en su hombro.

—No tendrás que regresar —aseguró—. Encontraremos otro lugar mejor para ti y abriremos una investigación interna para evaluar lo ocurrido. Puedes estar tranquila.

—Quiero denunciarlo.

—Lo haremos.

Ella murmuró un «gracias» algo ronco y, tal como había previsto, unas horas después se encontraba de nuevo rumbo a otro hogar. Otro hogar que no le pertenecía, con una familia que no era la suya. Soportaba tan poco la idea de compadecerse de sí misma como la de intentar fingir que todo aquello no le afectaba. Así había sido siempre. Todavía podía recordar que, cuando era una niña, sus compañeros de clase solían preguntarle si no echaba de menos a sus papás. Autumn siempre respondía lo mismo: «no sé si los echo de menos, no los conozco». Y era cierto. Quizá eso era lo más doloroso de todo, la idea de pensar que sus padres no le habían dado la oportunidad de demostrarles que podía ser una buena hija, que podía sacar buenas notas en el instituto, no dar problemas ni convertirse en una molestia para ellos.

—Ya casi hemos llegado, es esa casa de allí. —Señaló Tom interrumpiendo sus pensamientos, algo que Autumn estuvo a punto de agradecerle.

—Es bonita —admitió.

—Creo que los Smith te gustarán. —Siguió hablando sin mirarla mientras giraba el volante hacia la derecha y la luz anaranjada del atardecer bañaba el vehículo—. Ella y su hijo parecen buenas personas, muy humildes.

—¿Tiene un hijo? —preguntó con curiosidad.

—Sí. —Estacionó a un lado de la calzada y quitó la llave del contacto—. ¿Lista? Vamos, muéstrale al mundo esa sonrisa que tienes, ¿para qué te la estás guardando?

Autumn decidió que Tom le caía tan bien que valía la pena hacer un esfuerzo por curvar ligeramente los labios. Él se rio al ver su mueca y negó con la cabeza antes de bajar del coche y encaminarse hacia la casa de la familia Smith. Los dos esperaron frente a la puerta tras llamar al timbre. Un chico que tendría más o menos quince años abrió y se quedó mirándolos fijamente sin decir ni una palabra; por los rasgos de su rostro, no era difícil advertir que tenía síndrome de Down. Usaba unas gafas redondas con una montura de color turquesa que hacía juego con sus ojos.

—Hola, ¿está tu madre en casa?

El chico ignoró la pregunta del asistente social y centró su mirada en Autumn y, más concretamente, en el caballito de mar plateado que colgaba de su cuello. Lo señaló con la mano.

—M-m-me encanta.

—Oh, gracias. —Autumn le sonrió.

—P-podéis pasar —dijo.

Tom dio un paso al frente justo cuando la voz de una mujer se acercó por el pasillo.

—¡No! Nathaniel, te lo tengo dicho, nunca hables con desconocidos. Ni mucho menos los invites a entrar. —La señora Smith apareció en el umbral de la puerta y se llevó una mano al pecho tras echarles un vistazo rápido—. Ah, sois vosotros. Perdonad. Pasad, pasad. Está todo un poco revuelto, pero es que hemos tenido una semana complicada en la tienda. —Cerró la puerta y los acompañó hasta la sala de estar mientras fijaba sus ojos en la chica—. Imagino que tú eres Autumn.

—Sí. Gracias por…

—¿Un poco de té? —la cortó.

Tom le dedicó una sonrisa complaciente.

—Será un placer, Abigail.

—Vuelvo en seguida.

Abigail desapareció llevándose a su hijo tras ella. Y a pesar de la extraña bienvenida y de su comportamiento nervioso, Autumn sintió de inmediato una conexión con esa mujer. Quizá fue por el miedo que encontró en sus ojos, como si ella pudiese ser una amenaza, o por la inquietud que la sacudía. Era simple intuición.

Tom alzó una ceja, haciéndola reír.

—No se lo tengas en cuenta, nunca ha ejercido como madre de acogida y ha sido todo muy apresurado, ya sabes —explicó—. ¿Primeras impresiones? —preguntó tras sentarse en el sofá. Ella se acomodó a su lado.

—Me gusta. Me gusta mucho.

Se fijó en las pinturas de colores encima de la mesita auxiliar, justo al lado de un dibujo inacabado y de una goma de borrar. Era verdad que había cierto desorden, como un montón de películas infantiles en la alfombra del salón o una pila de novelas sobre una de las sillas, pero le pareció que aquello sí que era un hogar.

Nathaniel entró en el salón portando una bandeja azul que tenía dibujos de margaritas y estaba repleta de pastelitos envueltos.

—Mamá pregunta si q-queréis.

—Claro, ¡me encanta el chocolate! —Autumn alargó la mano para coger uno.

—A mí t-también.

—Veo que tenéis muchas cosas en común —añadió Tom sonriente mientras elegía uno de licor de cerezas.

Abigail regresó con tres tazas de té y las dejó en la mesa junto a un tarro de porcelana lleno de azucarillos. Todavía parecía nerviosa cuando se sentó en el sillón de enfrente y cruzó las manos sobre su regazo. Con lentitud, como si temiese hacerlo, alzó la mirada hacia la joven.

—Quisiera dejar algunas cosas claras desde el principio. En esta casa no toleramos comportamientos inapropiados, palabras malsonantes ni gritos. Cada uno se hace cargo de sus responsabilidades, así como de ciertas tareas del hogar que serán asignadas. Y cenamos a las siete, ni un minuto más ni un minuto menos. No me gusta la impuntualidad.

Autumn reprimió una sonrisa.

—Suelo ser bastante puntual y se me dan bien las tareas del hogar—mintió—. Le aseguro que no le daré problemas. Será como si no existiese, caminaré de puntillas si hace falta. Creo que podríamos entendernos bien, señora Smith.

La mirada de la mujer se suavizó.

—Está bien. Llámame Abigail.