Año 2008

—¿Qué está ocurriendo? ¿Adónde se llevan todas esas cosas? Oiga, espere…

—Solo hacemos nuestro trabajo —respondió con hosquedad un hombre de redondeada barriga tras girarse hacia ella y mirarla con extrañeza.

Cuando continuó su camino, ella lo siguió. El tipo sostenía un par de cajas de cartón en las manos y vestía el mono gris de la empresa de mudanzas para la que trabajaba. Un camión con el mismo logotipo que tenía cosido en el pecho estaba aparcado allí al lado, justo enfrente de la casa azul. Autumn se había quedado consternada al girar la esquina y descubrir la mecedora del porche dentro de la parte trasera del camión junto a otros muebles y recuerdos embalados de los Bennet.

—¿Se marchan? ¿Se marchan de la casa azul?

El hombre entrecerró los ojos.

—¿Es usted amiga de la familia, muchacha?

—¡No! ¡Sí! —mintió—. Pero… no entiendo…

Cerró la boca de golpe en cuanto vio salir por la puerta a Caleb, Levi y Miranda acompañados por su madre. Ninguno reparó en la presencia de una niña de trece años que los observaba con el corazón encogido en un puño mientras veía cómo la señora Bennet se aseguraba de que todos los objetos de valor estuviesen bien colocados en el camión. Llevaba un bonito pañuelo verde alrededor del cuello y un vestido de punto gris que resaltaba sus elegantes movimientos mientras daba órdenes con una voz suave pero firme. Autumn la escuchó decir «cuidado con la caja de la vajilla» y «quizá deberíamos dejar la mecedora aquí, dudo que nos sea de utilidad».

—¿No íbamos a comer? —protestó Caleb.

—Eso, mamá, estamos muertos de hambre —dijo Levi.

—Ya voy, chicos, un poco de paciencia.

De pronto, al girarse, el pañuelo verde se deslizó suavemente por su cuello y, llevado por una ráfaga de viento, cayó al suelo, justo delante de los pies de Autumn. Ella se agachó, lo recogió y se lo tendió con manos temblorosas.

—Se le ha caído —logró decir.

—Muchas gracias, cielo.

La señora Bennet lo aceptó con una amable sonrisa y, durante unos segundos, Autumn dejó de escuchar el chirriante sonido de la plataforma del camión al ascender, las voces de los trabajadores y el jaleo general que había desatado la mudanza. Le parecía casi irreal tenerlos enfrente y estar hablando con ella tras años mirándolos desde la distancia, como un fantasma que observa otras vidas. Autumn tragó saliva. Se sentía un poco como una intrusa, una ladrona de recuerdos familiares que no le pertenecían, una coleccionista de risas desconocidas, de palabras que jamás debería haber escuchado. Y, aun así, no podía evitar que le temblasen las rodillas ante la idea de verlos marchar. La casa azul dejaría de ser un hogar sin ellos. Abrió la boca, dispuesta a preguntarle por qué se iban si parecían tan felices allí, pero se quedó con las palabras a medio camino, ya que la señora Bennet se giró mientras se colocaba de nuevo el pañuelo alrededor de su cuello, y se dirigió a uno de los trabajadores para decirle que, si necesitaban cualquier cosa, podían consultarlo con su marido.

Los cuatro se alejaron calle abajo.

—¡Cuidado, chica! —gritó un hombre que llevaba a cuestas un armario de madera oscura con la ayuda de otro compañero.

Autumn se apartó de su camino. Miró a su alrededor, confundida, y pensó en lo mucho que necesitaba a Roxie en aquel momento; habría entendido lo que ese lugar significaba para ella. Al menos la Roxie de antes… porque la última vez que la había visto, dos meses atrás, cuando esta había ido a recogerla por sorpresa al colegio, se había dado cuenta de que ya no era la misma. Había cambiado. Y es que Roxie ya no llevaba trenzas. Ahora, su cabello rubio caía suelto por su espalda hasta casi tocar el cinturón que sostenía la corta falda que vestía. Se había hecho un piercing en la nariz, llevaba los párpados pintados de color oscuro y olía demasiado a perfume y a tabaco. La acompañó a casa, se interesó por las notas que había sacado el trimestre anterior y se esforzó por sonreír, pero Autumn fue incapaz de ignorar la tristeza y el dolor que escondía su mirada…

Y ahora, allí, siendo testigo de aquel punto y aparte en las vidas de la familia Bennet, se dio cuenta de que nada era permanente e inamovible. El mundo danzaba en un movimiento constante: las personas cambiaban, se marchaban, regresaban, desaparecían. Los sueños se retorcían, se reinventaban. Cada día era una oportunidad para ser alguien diferente, mejor, y decidir qué rumbo tomar. Sin constantes, sin líneas rectas e intactas, Autumn entendió que ella misma era la única variable.