I N T R O D U C C I Ó N
Naturalezas paralelas
Quiso la Historia que fuera precisamente España la nación que descubriera América. El país más semejante al Nuevo Mundo en términos ecológicos, pues España es, dentro del contexto de Europa Occidental, el territorio más diverso, hasta el punto de que siempre se ha dicho que en realidad es un continente en pequeño, capaz de albergar sobre su superficie un número muy variado de ecosistemas. Europa, a partir de los Pirineos, es un continuum ecológico, donde el ambiente predominante es el bosque templado de hoja caediza, constantemente salpicado por construcciones que privan al paisaje de cualquier connotación que pueda evocar al mundo salvaje.
Todo cambia al trasponer la cordillera pirenaica y adentrarse en la Península Ibérica, porque ese paisaje europeo uniforme, llano, monótono, densamente urbanizado, se retuerce en ásperas sierras y quebradas, o se remansa en valles amenos; se abre en llanadas inmensas, o se cierra en bosques umbrosos; se cubre de agua en tierras inundables, o se reseca en sedientos desiertos. Con razón, España es el territorio de la Unión Europea con más espacios naturales protegidos y con mayor diversidad biológica, refugio postrero de especies que antaño poblaron el solar europeo y ahora se recluyen en los pagos peninsulares, como el lobo o el oso.
España es, desde luego, una anomalía ecológica dentro de Europa, un rico continente en miniatura, y cuando los españoles pusieron el pie en América, se encontraron con unos paisajes familiares, con unos ecosistemas que les recordaban a los ya conocidos, algo que solo estaba al alcance de ese territorio diverso y multiecológico que es la Península Ibérica con sus islas.
Porque América, en el plano naturalístico, exhibía todos los calificativos posibles, todos los adjetivos de admiración ante la naturaleza más desbordante del planeta, como luego veremos. Pero eso es algo que en su momento no impresionó demasiado a los descubridores españoles, hombres sumamente prácticos y prosaicos (Cabeza de Vaca, al describir por primera vez las fabulosas cataratas de Iguazú, señala que se acercaron atraídos por el inmenso rumor de agua y, al llegar, vieron que había un salto).
Lo que sí sorprendió a los pobladores españoles fue la similitud de las nuevas tierras con las suyas de origen, y de ahí que sembraran la nueva geografía americana con nombres como Nueva Vizcaya, Nueva Galicia, Córdoba... Continuamente iban cotejando los paisajes inéditos con las respectivas patrias chicas, hallándolas en muchos casos harto parecidas.

El desierto es un ecosistema exclusivo de España dentro de Europa, y en América encontraron los colonizadores otros desiertos como los de Sonora, Atacama o la Patagonia. A la izquierda, el desierto de Almería. Abajo, el desierto patagónico.

Y en verdad no se equivocaban en las apreciaciones. Porque América y España presentan sorprendentes paralelismos ecológicos, comenzando por el de la gran riqueza y variedad naturalística de ambos. Pero sobre ello, los españoles vieron que los bosques templados de la Península se correspondían con los del sur americano y con los de las faldas andinas; que el ecosistema mediterráneo, tan definitorio de la Península, encontraba su exacto reflejo en la zona mediterránea de Chile; que las estepas mesetarias ibéricas se reproducían en las planicies de los Llanos venezolanos, de la Pampa o de la Patagonia; que los humedales, como los manchegos o las Marismas del Guadalquivir, seidentificaban, en dimensión magnificada, con los humedales americanos del Pantanal, los Llanos o los Bañados del Este; y que incluso ecosistemas tan exclusivos, tan imposibles de hallar en Europa como el bosque tropical, en España tenían su correlato en los bosques de laurisilva de Canarias, muy fielmente parecidos al bosque nublado de las laderas andinas.

El ecosistema del bosque húmedo más parecido a la selva amazónica (derecha) en el territorio europeo hay que buscarlo una vez más en España, un país de pluviosidad escasa, pero que cuenta con una representación semitropical en los bosques de laurisilva de las islas Canarias (abajo).

El archipiélago canario aportaba nuevas analogías con América: su carácter volcánico, compartido con la cordillera andina, y su clima cuasi tropical, el que toparon los descubridores al llegar al Caribe; tampoco es posible descubrir

Gredos (izquierda) y los Andes (abajo). España es la nación más montañosa de Europa y halló en América la cordillera de los Andes, el sistema de montaña más extenso del planeta.

en Europa otros desiertos que los españoles de los Monegros, Almería o las Bardenas, que tendrían su réplica mayúscula en los americanos de Sonora, Chihuahua, Atacama; y, en fin, observaron aquellos descubridores que España y América compartían asimismo un dilatado perímetro costero, otro motivo más de semejanza ecológica.
Los paralelismos no terminan en esa duplicidad de los ecosistemas, con las consabidas diferencias en tamaño a uno y otro lado del Atlántico, sino que se extienden a otros aspectos, como la fauna salvaje. El lobo, controlador máximo de la naturaleza española y pesadilla de pastores y ganaderos, tiene su correspondiente en el puma, morador de todos los confines americanos, igualmente odiado allí por los ganaderos. El rebeco de las alturas montañosas peninsulares tiene su reflejo en la vicuña; el buitre, en el cóndor y en el zopilote; la avutarda de las llanuras ibéricas, en el chajá pampero o en el caiquén patagónico, todas ellas aves grandes y perezosas de vuelo.
En definitiva, España y América se vieron unidas por algo más que por una soberanía común a raíz del Descubrimiento. Albergaban ambas unos territorios y ambiente semejantes, y tal circunstancia no habría de limitarse a dejar sobre el mapa de América unos topónimos que evocaran esos paralelismos. Porque unos cuantos escenarios físicos determinan unas ciertas actividades humanas o, con otras palabras, la cultura humana es heredera forzosa de uno u otro paisaje.
Y esto fue lo que ocurrió con la colonización española en América, que se orientó en tal o cual sentido según fuera el territorio de sustrato. Así, sobre las tierras calientes de Antillas se desarrolló el cultivo de plantación canario de azúcar o plátano, con su correspondiente ambiente humano. En los valles más frescos de las vertientes andinas o la meseta mexicana se extendió el cultivo mesetario ibérico del cereal; y en las tierras áridas del Norte se reprodujo un sistema de regadíos basado en el aprovechamiento extremo del agua, como en las más secas comarcas peninsulares. Sobre marcos físicos paralelos, semejantes aprovechamientos y culturas humanas.
Pero donde esto se muestra más intensamente es en las tierras extensas y desarboladas de España y América: en las llanadas de las Marismas del Guadalquivir, en las planicies andaluzas, en el oeste de Estados Unidos, en la Pampa y en los Llanos, en las estepas de México, Chile o Perú. Tierras grandes, abiertas, que en la Península fueron destinadas a la ganadería extensiva, con el caballo como instrumento de manejo de las reses, y que en América reprodujeron fielmente el modelo, marcando a América con su más fuerte impronta, la que deriva de la civilización ecuestre, de la cultura ligada al caballo. Una cultura que dejó indeleble huella en los hombres y en las tierras más carismáticas del norte y del sur del continente americano.