Lloré sobre ella, que merecía muchas lágrimas. La amaba cuando me casé con ella y cuanto más viví con ella más la amé. Dios se apiade de los pobres niños que estaban tiernamente unidos a ella. Ya me ha dejado solo en este mundo la que yo sentía como una parte de mí mismo... ¡Oh, mi Mary, mi Mary! ¡Cuán a menudo deseamos una casa tranquila desde que tú y yo estuvimos en Kolobeng...!
DAVID LIVINGSTONE, 27 de abril de 1862,
a la muerte de su esposa
David Livingstone fue uno de los exploradores más admirados y queridos de su tiempo. Era un hombre de firmes convicciones, perseverante, independiente, austero, valiente y dotado de una gran resistencia física. No era el clásico explorador del siglo XIX altivo y ambicioso, tocado con casco colonial y fusil en mano, que trataba con mano dura a sus porteadores y sólo pensaba en realizar algún descubrimiento que le garantizara un lugar en la Historia. Livingstone, médico y misionero, disfrutaba de sus viajes, se preocupaba por el bienestar de los nativos, se sentía cómodo entre ellos y en el interior de África encontró su verdadero hogar. Tenía además un carisma especial —los árabes lo llamaban «baraka»— que cautivó a los propios africanos. Su lista de logros y hazañas resulta interminable desde que en 1840 desembarcara en El Cabo, Sudáfrica. Durante los treinta años que pasó recorriendo un continente en buena parte inexplorado, se enfrentó a fieras salvajes, nativos desconfiados y al asedio continuo de los bóers, blancos descendientes de los colonos holandeses que no veían con buenos ojos su labor misionera. Atravesó el desierto de Kalahari, en la actual Botswana, soportando todo tipo de penalidades, remontó el río Zambeze, dio nombre a las cataratas Victoria y fue además el primer europeo en cruzar África central de costa a costa. Y lo hizo con apenas un puñado de fieles nativos, sin utilizar la fuerza y sin derramar una gota de sangre. Al margen de sus hazañas como explorador y misionero, Livingstone criticó abiertamente en sus libros la esclavitud que consideraba «la mayor plaga de la humanidad». Sus estremecedoras descripciones de las caravanas de esclavos cautivos, encadenados de pies y manos, brutalmente azotados o asesinados conmovieron a la opinión publica británica.
En vida David Livingstone recibió los mayores honores y cuando regresó a Inglaterra en 1856, tras seis años de ausencia, fue recibido como un auténtico héroe nacional. La reina Victoria le concedió una audiencia, la Real Sociedad Geográfica de Londres y también la de París le otorgaron medallas de oro en reconocimiento a sus descubrimientos. Muy pocos sabían entonces de la existencia de su abnegada esposa, Mary Livingstone, que no sólo compartió con él algunos de sus más fatigosos viajes, sino que soportó las durísimas condiciones de la vida misionera. Aquel 13 de febrero de 1858, en el banquete de despedida que la Real Sociedad Geográfica de Londres ofrecía en honor a Livingstone antes de partir a su nueva «misión civilizadora» en África, fue el duque de Wellington quien en su discurso alabó a la esposa del explorador y pidió un brindis por ella. Mary, acostumbrada a vivir en un segundo plano, se limitó a inclinar la cabeza en señal de agradecimiento mientras un público entusiasta se ponía en pie para saludarla.
La señora Livingstone no tenía muchos motivos para sentirse feliz, había pasado los últimos cuatro años en Inglaterra sola, viviendo entre gente extraña y a cargo de sus cuatro hijos a los que en ocasiones no tenía ni con qué alimentar. Nadie podía imaginar lo que aquella mujer tímida, de rostro envejecido —a pesar de tener entonces treinta y siete años— vestida con un severo traje victoriano negro que contrastaba con los escotes y lentejuelas de las damas allí presentes, había sufrido al unir su vida a la de un hombre dispuesto a sacrificarlo todo por su fe. Había que tener gran fortaleza para aguantar como ella una vida nómada en el interior de África, carente de las más mínimas comodidades, pariendo hijos sin ayuda —algunos en medio del desierto a la sombra de los espinos— y aguantando con resignación las largas ausencias del marido. Si la esposa del más famoso explorador de todos los tiempos hubiera llevado un diario tan meticuloso como él, si hubiera escrito con la misma perseverancia sobre sus viajes épicos por el interior de África, estaríamos sin duda ante uno de los libros de aventuras más extraordinarios protagonizado por una mujer occidental. Mary Livingstone, tal como nos descubre la escritora Edna Healey en una de las escasas biografías que existen sobre este personaje, fue una verdadera pionera en la exploración del desierto del Kalahari, el río Orange y el Zambeze a principios del XIX cuando en aquella región del sur del continente se vivía como en el Lejano Oeste americano.
La hija del reverendo
Mary Livinsgtone vino al mundo el 12 de abril de 1821 en Gricqua Town, a ciento cincuenta kilómetros de la colonia de El Cabo, en la actual Sudáfrica. Su madre, Mary Moffat, otra mujer de extraordinario coraje nacida en Lancashire, Inglaterra, había pisado por primera vez suelo africano en 1819 para casarse con el pastor Robert Moffat. Tenía entonces veinticuatro años y el viaje en barco desde Liverpool hasta el Cabo de Buena Esperanza duró tres interminables meses. Toda una aventura para esta joven de familia acomodada y rígida educación religiosa que no había viajado más allá del sur de Manchester y que hacía tres años que no veía a su novio. Su luna de miel fue una dura travesía de siete semanas por caminos polvorientos en una carreta tirada por bueyes rumbo a la remota estación misionera de Lattakoo.
Desde el principio la señora Moffat supo lo que era la vida dura y solitaria de la compañera de un misionero «había que tener mucha fe para no perder la razón», recordaría en una de sus cartas. En realidad muy pocas mujeres pudieron aguantar los rigores de aquella vida espartana, viviendo aisladas en lejanas aldeas, rodeadas de nativos que no hablaban su lengua y amenazadas por las peligrosas tribus locales. La mayoría huían al poco de llegar, caían enfermas o morían al dar a luz. En las tierras al norte del río Orange donde se instalaron los Moffat estaba todo por hacer, había que empezar literalmente desde cero, construir las viviendas, la iglesia, la escuela, elaborar artesanalmente los productos más básicos, aprender la lengua de los nativos, sobrevivir a las enfermedades y a los chacales que merodeaban sus precarias viviendas. Con el tiempo, este infatigable matrimonio llegó a crear un auténtico oasis en el desierto del Kalahari, la famosa misión de Kuruman fundada en 1821 donde permanecieron durante cuarenta años entre los desconfiados bechuanas.
Mary Moffat tuvo diez hijos, de los cuales tres murieron, Robert al nacer y Elizabeth y James en su más corta infancia. De hecho cuando se quedó por primera vez embarazada estuvo tan enferma que su esposo creyó que la perdía. El día del parto no había ni un solo médico para atenderla, pero en contra de todos los pronósticos nació un bebé sano y con buen peso. Así vio la luz la futura señora de Livingstone, que con el tiempo se ganaría el respeto de los más temidos jefes nativos por su audacia y espíritu de sacrificio.
Cuando Mary Livingstone contaba apenas un año de edad la familia se trasladó a la misión de Lattakoo donde vivieron entre la tribu de los batapli en una choza a la manera tradicional. No tenían muebles, dormían en un colchón echado sobre el suelo de barro, se cubrían por la noche con pieles de cabra y vivían como auténticos salvajes. Para las mujeres nativas la hermosa señora Moffat, a la que llamaban Ma Mary —era tradición bautizar a las madres con el nombre de su primer hijo—, era toda una atracción. Seguramente no habían visto antes una mujer blanca como ella de tez clara, largos cabellos rubios y ojos azules y les atraía poderosamente la atención. Su hija Mary dio sus primeros pasos rodeada de un nutrido grupo de mujeres africanas —apenas cubiertas con abalorios y con el cuerpo untado con una espesa capa de grasa animal— que a diario se reunían frente a la puerta de su casa. Pronto se adaptó a esta vida espartana y a las incómodas y largas travesías en carreta de bueyes por desolados paisajes que en nada recordaban a la verde Inglaterra. La pequeña aprendió a hablar la lengua local y el difícil lenguaje de los bosquimanos. Su primera nana había sido una joven de esta tribu del Kalahari, que Mary Moffat había salvado de ser enterrada viva junto a su madre fallecida, como mandaba la tradición.
Es fácil imaginar la reacción de estas primeras misioneras ante algunas costumbres locales que les debieron parecer «obra del demonio». La señora Moffat observaba con horror la práctica de la poligamia entre los bechuanas y reconocía que era una costumbre tan arraigada entre ellos que iba a ser muy difícil cambiarla. Por otro lado, pronto se adaptó al hábito local de utilizar excremento de vaca mezclado con arcilla para cubrir las paredes y los suelos de su casa. En una carta enviada a su familia escribe con cierta ironía sobre estos asuntos domésticos: «Si me vierais esparciendo excremento de vaca una vez al mes por todas las habitaciones... la primera vez me aterroricé y ahora veo que quita el polvo mejor que ninguna otra cosa, mata los chinches que aquí son abundantes y es de un bonito color verde».
Los primeros años fueron muy duros para el matrimonio Moffat, no captaban ni un alma, los nativos se mostraban hostiles y desconfiados hacia ellos, pero no consiguieron desanimarlos. A las difíciles condiciones de vida había que añadir la inseguridad que se vivía entonces en aquella región. Muchas veces a Mary la despertaban en plena noche, la envolvían rápidamente en pieles y se la llevaban medio dormida al pueblo más cercano de Gricqua que era algo más seguro y civilizado. En aquel tiempo el ejército zulú, guiado por el poderoso y legendario rey Shaka, sembraba el terror entre los blancos y africanos. Sus tropas, de más de quince mil hombres bien entrenados, arrasaban aldeas, quemaban las cosechas y mataban brutalmente a sus habitantes que huían despavoridos. Los temidos zulúes estaban organizados en clanes que luchaban entre ellos por las mejores tierras de pastos y el ganado.
Cuando Mary tenía tres años la familia pudo por fin trasladarse a un asentamiento definitivo, la nueva misión de Kuruman situada cerca de un manantial y a mil trescientos kilómetros de la colonia de El Cabo. Robert Moffat que se unió a la Sociedad Misionera de Londres en 1816, fue un pionero en la evangelización de estas inhóspitas tierras y el jefe de las misiones protestantes en el África meridional. Con tesón y un sacrificio sin límites intentó reproducir en las dunas del Kalahari la confortable vida de la campiña inglesa. Al poco tiempo este pedazo de tierra seca se convirtió en un vergel gracias al sistema de canalización del agua ideado por el reverendo. Los viajeros que llegaban a Kuruman se quedaban atónitos al ver lo que allí habían levantado esta pareja de fervientes misioneros protestantes. Se construyeron casas de piedra protegidas por muros, se plantaron huertas y jardines con árboles frutales, amén de una iglesia con capacidad para mil personas. Cuando ya pudo descansar y la misión estaba en marcha, Robert Moffat se dedicó a la que sería su gran tarea, traducir la Biblia a la lengua bechuana.
Por primera vez Mary Moffat tenía un hogar de verdad, una casa confortable y segura, una cama donde dormir y una cocina con rudimentarios enseres. Ya no tendría que salir por las noches en camisón, rifle en mano, a enfrentarse a los leones que merodeaban su choza cuando se quedaba sola con sus hijos. Esta mujer de carácter indómito fue capaz, en medio se sequías, hambrunas, cruentas guerras tribales y las constantes presiones de los bóers, de construir un hogar, enseñar el evangelio, tener diez hijos y gobernar la estación misionera cuando su marido se ausentaba. Se adaptó sin rechistar —igual que haría su hija— a esta vida terrible, pero nunca olvidaría la angustia y el pánico de sus primeros años en tierras africanas lejos de su familia.
Con diez años, Mary Livinsgtone ingresó en la escuela misionera de Wesleyan, en el pueblo de Salem, un viaje agotador de cinco semanas en carreta desde Kuruman. Durante los seis años que allí estudió descubriría la tensión que se vivía en esta comunidad de emigrantes ante la constante amenaza de los belicosos zulúes, así como las hostilidades que existían hacia los misioneros y sus familias. A Mary la llamaban despectivamente la «africana blanca» y no era muy querida entre las familias de granjeros de talante racista e independiente, tal como cuenta su biógrafa Edna Healey.
En 1836 Mary se instaló en Ciudad del Cabo con la idea de prepararse para ser profesora de niños en la misión de Kuruman. Tenía entonces quince años y le gustaba esta ciudad —ahora bajo dominio inglés— próspera y dinámica, con su bahía de la Mesa abarrotada de veleros que viajaban rumbo a la exótica India, y admiraba sus elegantes edificios de piedra rodeados de cuidados jardines. Tres años después se reencontraba con su padre Robert Moffat que llegaba a El Cabo con su valioso manuscrito bajo el brazo. Por fin había traducido el Nuevo Testamento al bechuana y ahora sólo pensaba en imprimirlo. Decidió llevarse a su esposa, sus seis hijos y sus dos sirvientes negros a Inglaterra para acabar allí su obra y de paso explicar a la opinión pública desde el púlpito sus éxitos misioneros.
La familia Moffat al completo partió rumbo a Liverpool en un barco que transportaba un contingente de tropas que regresaban a Inglaterra desde la India. Fue un viaje de pesadilla: hacinados en camarotes mal ventilados, de estrechas literas, soportando terribles tormentas y conviviendo con vacas y pollos que se llevaban vivos como provisiones, amén de los caballos de los soldados. La señora Moffat, que tenía entonces cuarenta y cuatro años, estaba de nuevo embarazada y pasó buena parte del viaje indispuesta y mareada. En medio de la azarosa travesía uno de sus hijos, James, de siete años de edad, cayó enfermo de rubéola y murió a los pocos días. Antes de llegar a Inglaterra, en mitad de la navegación, la esposa del reverendo dio a luz a su noveno hijo, una niña que bautizaron con el nombre de Elisabeth. No era un buen comienzo para lo que iba a ser su estancia de cuatro años en una Inglaterra demasiado fría para ellas, acomodados entre gente extraña.
Robert Moffat fue recibido como un ídolo misionero en Londres y sus conferencias se convertían en actos multitudinarios. Tenía un gran magnetismo y era capaz de embelesar al público con las descripciones de aquellas regiones remotas del África austral habitadas por «salvajes» que pedían la redención de sus almas. La puritana Inglaterra victoriana adoraba a hombres de fe tan sólida como Robert y muchos se ofrecían a seguirle al fin del mundo en su particular cruzada contra el paganismo.
A comienzos de 1839 Livingstone conoció al reverendo Moffat, su futuro suegro, y se quedó muy impresionado al escuchar cómo había transcurrido su labor evangelizadora entre los bechuanas. El elocuente y persuasivo pastor le animó a avanzar hacia el interior del continente y predicar en regiones desconocidas donde ningún misionero había llegado. No se sabe si Livingstone conoció en Londres a la hija mayor de los Moffat pero por el momento sus destinos se separaron ya que él estaba decidido a viajar a la misión de Kuruman y comenzar allí su labor como predicador.
En 1840 un entusiasta Livingstone de veintisiete años embarcaba rumbo a El Cabo para hacerse cargo de la misión de los Moffat hasta su regreso. Con el paso del tiempo y cansado de esperar —tardaron tres años en volver— el inquieto misionero se instaló en 1842 en el valle de Mabotsa junto al río Limpopo y a más de trescientos kilómetros de Kuruman. Allí vivió seis meses entre los bechuanas y se dedicó a predicar, atender a los enfermos y aprender su lengua. Consiguió además que uno de los jefes tribales, Sechelé, se convirtiera al cristianismo y fuera bautizado.
Durante su estancia en Mabotsa, Livingstone estuvo a punto de perder la vida cuando en una partida de caza con los nativos un león le atacó y le fracturó el brazo. La herida no acababa de curar, se sentía muy débil y decidió regresar a Kuruman para recuperarse. Para su sorpresa los Moffat ya habían regresado de Inglaterra y le acogieron en su misión con gran hospitalidad. La familia Moffat había tardado un año en llegar a Kuruman desde que partieran de Liverpool a bordo de un barco de nombre profético, El Fortaleza, donde consiguieron sobrevivir a las peores tormentas y huracanes refugiados en un angosto camarote. Cuando llegaron al fin a la bahía de la Mesa en El Cabo organizaron una caravana de varias carretas de bueyes para trasladar su voluminoso equipaje, que incluía un carruaje de caballos. En Inglaterra se habían quedado dos hermanos de Mary, Robert y Hellen, a los que tardaría más de diez años en volver a ver. Pero en la familia contaban con un nuevo miembro, la pequeña Jane nacida en Londres.
La esposa del explorador
La hija mayor de los Moffat se encontraba feliz de estar otra vez en Kuruman, poder dar clases en la escuela y cuidar del doctor Livingstone por el que sentía una oculta admiración. La atracción debió ser mutua ya que en julio de 1844, bajo uno de los almendros del jardín de Kuruman, Livingstone decidió declararse a Mary tal como le escribió a un amigo: «Tras casi cuatro años de vida en soledad en África, reuní todo mi coraje para formular una pregunta bajo uno de los árboles frutales, y el resultado fue que me uní en matrimonio a Mary, la hija mayor de los Moffat». Antes de contraer matrimonio Livingstone partió para Mabotsa donde construyó la que sería su primera vivienda. Se sentía pletórico como lo reflejan las cartas que escribía a su futura esposa: «El trabajo de la nueva casa es duro y casi lo bastante como para quitarme de la cabeza el amor que siento por ti, pero el amor que siento está en mi corazón y no saldrá de allí a no ser que tú lo quieras. Debes perdonarme que el papel de esta carta esté sucio, pero no consigo quitarme todo el barro después del trabajo...».
Se casaron en enero de 1845 en la iglesia que Robert Moffat había construido en Kuruman con sus propias manos y él mismo ofició la ceremonia. En realidad Livingstone y su suegro tenían mucho en común, ambos eran escoceses, enérgicos, duros, profundamente religiosos y tenían un agudo sentido del humor. El reverendo Moffat admiraba a su yerno y mantuvieron a lo largo de su vida una relación de gran complicidad. La señora Moffat estaba encantada de que por fin su hija primogénita contrajera matrimonio, aunque no veía a Livingstone con tan buenos ojos. Creía que el joven misionero era demasiado aventurero y sabía que con el tiempo acabaría abandonando su labor evangelizadora. Mary Moffat fue para el doctor una suegra dura y puntillosa que no dudaba en reñirle cuando consideraba que desatendía sus deberes de esposo y misionero.
La luna de miel les duró bien poco ya que desde el primer día que llegaron a Mabotsa, Mary se mantuvo ocupada en las agotadoras tareas domésticas que incluían moler el trigo para hacer harina, fabricar el jabón y las velas, hacer mantequilla, cuidar la huerta, lavar la ropa en el río y además dar clases a los niños en la escuela y ayudar a su marido en las tareas religiosas. Aquí no existía el confort que había en Kuruman, pero Mary estaba contenta de haberse independizado y alejado de una madre «quisquillosa y extremadamente posesiva». Harta de la vida nómada que había llevado desde que viniera al mundo, soñaba obsesivamente con tener un hogar fijo y una vida ordenada. Sin embargo, los planes de su esposo eran bien distintos. Livingstone quería seguir explorando aquellas tierras ignotas y abrir nuevas rutas para los misioneros. Además no se sentía del todo a gusto teniendo que compartir la misión de Mabotsa con su colega misionero Roger Edward y su «gruñona» esposa, que acabaron convirtiéndose en sus peores enemigos.
Livingstone decidió entonces partir más al norte y fundar una nueva Kuruman en un lugar llamado Chounuané, a setenta kilómetros de Mabotsa. Su esposa tuvo que quedarse sola mientras él construía una segunda vivienda y por entonces ya estaba embarazada de su primer hijo. Su hermana Ann llegó de Kuruman para quedarse un tiempo con ella y hacerle compañía, aunque para ello tuvo que viajar en carreta de bueyes más de trescientos kilómetros en la única compañía de una atemorizada doncella. Era una travesía muy peligrosa por colinas peladas donde los hambrientos leones atacaban sin piedad a los bueyes de las caravanas. En más de una ocasión la propia Mary tuvo que buscar refugio bajo su carreta y defenderse de los leones con la única ayuda de una antorcha.
El primer hijo de los Livingstone nació en Mabotsa en diciembre de 1845 y lo llamaron Robert. A partir de este momento su madre fue bautizada por las ancianas bechuanas como Ma Robert. La pareja, con su recién nacido en brazos, emprendió viaje a la nueva misión de Chounuané. El destino quiso que llegaran cuando una terrible sequía azotaba la región, los ríos se habían secado, las huertas no producían y las gentes abandonaban sus aldeas en busca de manantiales. Mary, a estas alturas, ya había puesto a prueba su espíritu indómito en más de una ocasión. No le resultaba fácil acostumbrarse a esta vida salvaje, a permanecer las noches en vela preocupada porque los leones no saltaran por las ventanas de su choza, apenas protegidas por una cortina, y atacaran a sus hijos. A encontrar entre la ropa de los bebés enormes tarántulas o escorpiones que buscaban el frescor en las habitaciones. Estas situaciones le causaban una enorme ansiedad, aunque frente a su marido se mostrara siempre imperturbable.
En septiembre de 1846, la señora Moffat llegó de Kuruman con refuerzos trayendo alimentos a su familia y deseosa de conocer a su nieto. Cuando tuvo que partir de nuevo lo hizo con gran dolor, sentía mucha pena por su hija al ver que aún tenían por delante una larga temporada de privaciones. Ignoraba si la joven sería capaz de aguantar semejante sacrificio y reprobaba a Livingstone que la dejara tanto tiempo sola. Seis meses más tarde Mary estaba embarazada de nuevo y decidieron regresar a la misión de los Moffat para que diera a luz en condiciones. Por entonces la pareja estaba agotada y muy desanimada, las cosas no habían salido como Livingstone imaginara. Sólo el nacimiento de su segunda hija, Agnes, les devolvió la alegría y les dio ánimos para continuar con su ardua misión evangelizadora.
Cuando volvieron a Chounuané sus amigos bechuanas, incluido el jefe Sechelé, habían huido de aquel lugar desértico y se instalaron a orillas del río Kolobeng. Livingstone decidió entonces seguir sus pasos y comenzó la construcción de una tercera casa en Kolobeng mientras dejaba de nuevo a Mary sola con sus dos hijos pequeños. En una carta de aquella época Livingstone escribe: «Mary se encuentra un poco asustada viviendo en medio de las ruinas y no me sorprende porque ayer me escribió diciendo que los leones están volviendo a tomar posesión del pueblo y que por la noche merodean la casa». Se comprende que Mary no aguantara más tiempo esta situación y se uniera a su esposo unos meses después para vivir temporalmente en una choza nativa.
Empezaron una nueva vida en Kolobeng, un lugar en apariencia menos terrible que los anteriores. Pero de nuevo la desgracia les golpeó, al cabo de unos meses comenzó una ola de calor que hacía insoportable la vida durante el día. En la rudimentaria choza en que habitaba la familia junto a los bechuanas las noches eran muy frías y apenas podían protegerse de las hienas y leones que de nuevo merodeaban su casa. Las nubes de moscas martirizaban a los niños y Mary, que desde el nacimiento de su hijo Robert no se encontraba muy bien de salud, veía cómo su sueño de estabilidad se esfumaba. Aun así se enfrentó con valor a las adversidades y encontró tiempo para abrir una pequeña escuela en casa, a la que acudían las jóvenes esposas del jefe Sechelé que se convirtieron en sus únicas amigas.
Al igual que su madre, la señora Livingstone era una perfecta ama de casa y generosa anfitriona. Los viajeros alababan sus excelentes dotes culinarias «no había nada como su delicioso pan casero», solían comentar los visitantes. Por su parte Livingstone se sentía orgulloso del horno que había construido a su mujer vaciando un termitero por dentro y añadiéndole una puerta. La realidad es que aquí la vida era igual de dura que en Mabotsa y las conversiones y bautismos muy escasos. «Las mujeres de los misioneros no tienen tiempo para hacer calceta, son auténticas esclavas del hogar», le escribiría Mary a una de sus hermanas.
En 1849 la situación en Kolobeng se hizo insostenible. Los manantiales se secaron, nada crecía en aquella tierra árida poblada de espinos y si no hubiera sido por la carne que les proporcionaba su amigo Sechelé y las provisiones que llegaban de Kuruman, habrían muerto todos de hambre. Mary se encontraba de nuevo enferma y se vio obligada a cerrar la escuela. Estaba esperando su tercer hijo y aunque se sentía muy débil y tuvo que guardar cama, el pequeño Thomas nació sano en apenas tres horas de parto. Mary parió como la habían educado, sin quejarse y sin chillar, aguantando el dolor aunque éste resultase insoportable.
La sequía no era el único problema que preocupaba a Livingstone, en los últimos tiempos los bóers les estaban haciendo la vida imposible. Para estos campesinos blancos fanáticos de origen holandés, que en 1815 pasaron a ser súbditos ingleses, los misioneros como él y Moffat que hablaban de la igualdad de razas eran su principales enemigos. Los bóers partidarios de la esclavitud, que se sentían dueños y señores de aquellas tierras, huían ahora hacia el norte arrasando aldeas y quemando las misiones que encontraban a su paso. Con el tiempo, y tras muchos enfrentamientos con el gobierno británico, conseguirían fundar una república independiente en el Transvaal que en 1860 se convertiría en la República Sudafricana.
Así estaban las cosas cuando llegaron a Kolobeng dos cazadores ingleses, Willen Oswell y Mungo Murray, que ansiaban obtener buenos trofeos. Propusieron a Livingstone que les acompañara a explorar una región del Kalahari donde según los nativos existía un gran lago. A pesar de que los bechuanas intentaron convencerle de que aquella expedición era una auténtica locura, él estaba dispuesto a partir. Mary y sus hijos decidieron esperarle en Kuruman para alegría de los Moffat, que pudieron disfrutar un tiempo de la compañía de sus pequeños nietos.
El viaje del misionero por el Kalahari fue una auténtica pesadilla y estuvieron a punto de morir todos de sed. Sólo las tribus nómadas que allí habitaban, como los bosquimanos y bakalahiris, eran capaces de sobrevivir y encontrar agua que conservaban guardada en huevos de avestruz enterrados en el suelo. Las picaduras de serpiente eran otra grave amenaza así como los leones y las manadas de elefantes. Sufrieron espejismos, se extraviaron y al cabo de dos meses llegaron al lago Ngami, en Botswana, en agosto de 1849. Era el primer europeo que observaba esta extensa mancha de agua en medio del desierto y la Real Sociedad Geográfica de Londres le premiaría con una medalla. Al no poder avanzar por falta de víveres y por la amenaza constante de los nativos, decidieron regresar.
Mientras tanto, Mary, harta de esperar en Kuruman con sus hijos partió hacia Kolobeng creyendo que Livingstone habría regresado. Hacía un año que se habían despedido y no tenía noticias de él. Se las arregló de nuevo sola durante dos interminables meses pero cayó enferma y envió un mensaje a su marido rogándole que regresara. David Livingstone se reunió con su familia pero sólo una idea rondaba en su cabeza, preparar una nueva expedición al norte y llegar a la región donde vivía el jefe de las tribus de makololos, Sebituané, que podría ayudarle a encontrar un lugar adecuado para fundar otra misión lejos de sus enemigos bóers y matabeles.
Mary se fue contagiando poco a poco del entusiasmo de su esposo, en realidad tenían poco futuro en Kolobeng azotada aún por la terrible sequía. Había oído hablar de los peligros del duro Kalahari, sabía que era una aventura atravesarlo con sus tres hijos pequeños y otro que venía en camino pero eso era mejor que morir sola de hambre. Durante un año prepararon juntos el viaje y en abril de 1850 Livingstone se ponía en marcha con su familia, los pequeños Robert, de cuatro años, Agnes de tres y Tom de apenas un año. Sabía que al viajar con ellos los nativos no le considerarían un enemigo y sería más fácil llegar a su destino.
Los primeros meses disfrutaron de esta vida de nómadas que a Mary le recordó su infancia. En medio de un mar interminable de arena avanzaban a tres kilómetros por hora en su vieja carreta de bueyes. Era «la tierra más triste que haya nunca visto», diría Livingstone, pero eran felices viviendo el presente y estaban por fin todos juntos. La felicidad duró bien poco porque al llegar al lago Ngami ella y los niños enfermaron de fiebres por las picaduras de las moscas tse-tse. Tuvieron que regresar precipitadamente a Kolobeng, y la señora Livingstone nunca se recuperó de aquel viaje agotador por ese desierto infernal donde tuvo que soportar durante el día temperaturas de más de cuarenta y cinco grados y en la noche un frío casi polar. A los pocos días nació su cuarto hijo «una niña pequeña, no más grande que la palma de la mano de Ma Mary», recordaría el misionero. Seis semanas después la pequeña Elisabeth murió sin que pudieran hacer nada por salvarla. Afligido, el explorador escribiría: «Fue la primera muerte en la familia, pero igualmente pudo ocurrir si hubiéramos permanecido en casa; y así tenemos ahora a uno de los nuestros en el cielo». De nuevo se veían obligados a buscar refugio en la misión de Kuruman donde permanecieron un año y Mary pudo recuperarse de las graves secuelas de aquella aventura, entre ellas una parálisis facial que le producía terribles dolores de cabeza.
Lejos de África
Cuando llegó la primavera Livingstone decidió cumplir su sueño de explorar el norte y llegar a la tierra donde habitaba Sebituané, el poderoso jefe de los makololos. La señora Moffat que se enteró de sus planes y sabía que su hija estaba de nuevo encinta, le envió en 1851 una carta donde criticaba abiertamente esta decisión calificándola de descabellada: «Oh, Livingstone, ¿qué pretendes? ¿No ha sido bastante la pérdida de un bebé maravilloso y haber salvado a tu familia por bien poco mientras tu esposa regresaba a casa con una parálisis en el rostro? ¿Vas a volver a exponer a tu mujer embarazada y a tus hijos a esas regiones llenas de enfermedades en una expedición de exploración? Todo el mundo condenaría la crueldad de esta acción por no hablar de la falta de decoro. Una mujer con tres niños pequeños andando por ahí en compañía de miembros del otro sexo a través de las zonas salvajes de África entre bestias y salvajes...». Livingstone reconocía que había expuesto demasiado a su familia pero su labor evangélica estaba por encima de todo. En realidad el misionero escocés se estaba convirtiendo en el explorador que pasaría a la Historia y por primera vez pensó en separarse de los suyos para no condenarlos a una vida llena de penalidades.
Pero por el momento el obstinado viajero, sin hacer caso a sus suegros, se puso de nuevo en camino con su familia para cruzar una vez más el extenso Kalahari. Mary le seguía resignada, no deseaba pasar otro año sola bajo la estricta disciplina de su madre en Kuruman ni tampoco quedarse en Kolobeng, que habían arrasado los bóers, matando a algunos miembros de la tribu y raptando a los niños para convertirlos en esclavos. Les acompañaba esta vez el cazador y amigo Oswell que al menos les proveía de alimento y les indicaba los puntos de agua. Pero ocurrió que un día perdieron la pista de su guía bosquimano y tampoco encontraron a Oswell. Tuvieron que esperar cuatro días en su carreta con pocas reservas de agua y los tres niños se morían literalmente de sed. En sus diarios recordaba aquella experiencia como una de las más duras de su vida: «Fue una noche de angustia y a la mañana siguiente cuando menos agua nos quedaba más sedientos estaban los pequeños. La idea de que murieran delante de nuestros ojos era terrible... pero su madre no dijo una palabra aunque sus ojos llorosos lo decían todo. Su agonía iba por dentro». En aquel momento Livingstone decidió enviar a Inglaterra a su esposa y a los pequeños mientras él seguía con sus exploraciones por el Zambeze. Habían pasado cerca de once años juntos en estas tierras viviendo entre los nativos y soportando unas condiciones de vida horribles.
Sebituané, el jefe de los makololos fue a su encuentro y les recibió a orillas del río Chobe con todos los honores. Se sentía halagado de conocer por fin a la hija del «gran Moffat», el hombre que se había convertido en consejero de su principal adversario Moselekatsé, el jefe de los matabeles. Sabía además que si Mary Livingstone se quedaba con ellos sus enemigos nunca les atacarían. Este encuentro fue histórico y la presencia de Mary posibilitó el primer paso hacia el sueño de su padre: unir a las dos grandes tribus en guerra y traer la paz a la región. Por desgracia los sueños se esfumaron cuando Sebituané murió a las dos semanas.
Mientras esperaban que el heredero del jefe de los makololos les diera permiso para asentarse en su territorio, exploraron la región del gran río Zambeze y oyeron hablar por primera vez de unas cataratas que los nativos llamaban «Mosewatunya», el «humo que truena». En su siguiente expedición Livingstone bautizaría estos espectaculares saltos de agua situados entre Zambia y Zimbabwe como las cataratas Victoria. Para Mary aquella estancia en tierra de los makololos resultó muy penosa, seguía estando sola la mayor parte del día en compañía de las mujeres nativas y además se encontraba fuera de cuentas. En el camino de regreso nació su cuarto hijo, a la sombra de unos espinos y junto al río Zouga. Livingstone pensó que éste era un buen nombre para el recién nacido pero por fortuna su esposa le convenció en bautizar al niño con el nombre de su buen amigo Oswell.
A mediados de marzo de 1852 el explorador, decidido a que su familia partiera a Inglaterra, llegaba a la casa misión de Ciudad del Cabo. Se quedaron seis semanas allí, el mar le sentó bien a Mary que ahora debía afrontar una experiencia tanto o más dura que la del desierto del Kalahari. Se embarcó sola el 23 de abril con sus cuatro niños y si pudo soportar la ardua travesía fue gracias a la ayuda de las esposas de los oficiales de la India que viajaban en el mismo barco. Esperaba reunirse con su marido en pocos meses, pero entonces ignoraba que serían cuatro largos y angustiosos años los que pasarían separados. Livingstone ya no buscaría un lugar saludable donde instalar su anhelada misión, ahora sólo quería encontrar un camino que uniera el Zambeze con la costa occidental para evitar a los temidos bóers.
Los primeros días el explorador y misionero, muy afectado por la separación de su familia, le escribe a Mary cartas llenas de ternura: «Mi querida Mary: ¡cómo os echo de menos a ti y a los niños! Mi corazón suspira continuamente por vosotros... Jamás mostré mis sentimientos, pero puedo decir sinceramente, querida mía, que te amaba cuando me casé contigo, y cuanto más tiempo viví contigo más te amé». Mientras, su esposa no estaba para muchos romanticismos, se había instalado con sus hijos en la casa de los padres de Livingstone en Hamilton, Escocia, y no acababa de adaptarse ni al clima húmedo y frío, ni a su nueva familia. Se sentía una extraña en aquella casona dominada por un puñado de tías solteronas y de nuevo la parálisis facial le provocaba agudos dolores. Su suegro, el abuelo Neil, hombre muy devoto y lector asiduo de la Biblia que fue diácono de la Iglesia Independiente de Hamilton, se mostraba huraño con ella y trataba severamente a los revoltosos niños.
La señora Livingstone tenía además graves problemas económicos. Ella no estaba habituada a manejar dinero y la ayuda de la Sociedad Misionera de Londres —treinta libras trimestrales— no le alcanzaba para mantener a sus vástagos. Acostumbrada a la hospitalidad africana y a vivir al día, le resultaba muy complicado llegar a fin de mes. Acabó peleándose con sus suegros y decidió marcharse en enero de 1853 a las afueras de Londres, al tranquilo pueblo de Hackney. Durante este tiempo Mary sigue manteniendo correspondencia con los directores de la Sociedad Misionera que hicieron oídos sordos a sus peticiones. Livingstone nunca les perdonaría que hubieran abandonado a su esposa en un país extraño y en el que apenas conocía a nadie. Cuando se trasladó de nuevo a una ciudad cercana a Manchester, Mary tuvo la suerte de conocer a una familia cuáquera, amigos de su madre, que los acogieron con cariño y les invitaron a quedarse con ellos. La familia Braithwaite, a los que Mary les estaría toda la vida agradecida, habían sido también misioneros en América y entendían por lo que ella estaba pasando. Los niños pudieron asistir a la escuela y ella empezó a vivir un poco más tranquila y sin la tensión de antes. Sin embargo Mary seguía delicada de salud, añoraba con todas sus fuerzas África y sufría por un esposo del que apenas tenía noticias. En 1854 cae gravemente enferma y debe guardar cama, su sueño de viajar a El Cabo debe aplazarse. A través de las cartas que le llegan con meses de retraso, se entera de que Livingstone sigue adelante con su proyecto de remontar el curso del gran río Zambeze y llegar al mar. No se encontrarían hasta el 11 de diciembre de 1856 en Inglaterra, para entonces el misionero escocés se había convertido en el primer europeo en atravesar el África central desde Luanda, en Angola, hasta Quelimane, Mozambique. Habían transcurrido cuatro años desde que partiera de El Cabo y ahora sólo pensaba disfrutar de su familia y dar a conocer sus descubrimientos geográficos.
David Livingstone pasó dos años en Inglaterra, donde fue tratado como una celebridad. Las sociedades geográficas le premiaban y organizaban homenajes, la alta sociedad victoriana le invitaba a sus fiestas y el pueblo admiraba sus hazañas africanas. En sus conferencias seguía denunciando con fervor el horror de la esclavitud: «La enfermedad más extraña que he visto en este país, realmente parece ser la del corazón destrozado, que ataca a los hombres libres que han sido apresados y convertidos en esclavos», diría en una ocasión. Cuando la Real Sociedad Geográfica de Londres le entregó la medalla Victoria, lord Shaftesbury, amigo de Livingstone, recordó la figura de su esposa con estas elocuentes palabras: «Cuando llegó a este país pasó muchos años con sus hijos en soledad y sufriendo atemorizada por el bienestar de su marido y aun así lo soportó con paciencia y resignación, e incluso alegría, porque Mary ha sacrificado sus intereses personales al avance de la civilización y al gran interés de la cristiandad».
David Livingstone, que se sentía siempre incómodo en Inglaterra, pensaba regresar con sus hijos a El Cabo en pocos meses, pero el famoso editor John Murray le convenció para que escribiera un libro sobre sus extraordinarios viajes. Por fin la familia pudo reunirse de nuevo y vivir juntos en una acogedora casa de Hadley Green, al norte de Londres. Cuando en noviembre de 1857 se publicó su libro Missionary travels and Researches in South Africa (Viajes misioneros e investigaciones en África del Sur) se convirtió en un auténtico éxito de ventas. Ahora ya podía mantener a su familia sin depender de la Sociedad Misionera y vivir de forma más holgada.
En marzo de 1858 el doctor Livingstone embarca de nuevo en Liverpool con destino al África austral. En esta ocasión ya no viaja como misionero sino como explorador y con el cargo de cónsul de Su Majestad en la costa oriental africana. Su objetivo es trazar los mapas de la región del Zambeze, abrir nuevas rutas comerciales, continuar con sus exploraciones y acabar con la esclavitud en aquella región. Le acompañan su esposa Mary y su hijo menor Oswell, además de su hermano Charles, el médico John Kirk y el pintor Thomas Baines. Durante la travesía en el vapor La Perla la esposa del explorador comenzó a encontrarse mal y a sufrir mareos; al llegar a Sierra Leona se dio cuenta de que estaba embarazada de su sexto hijo. Cuando llegaron a Ciudad del Cabo los esposos tuvieron que separarse una vez más, Mary se marchó a Kuruman con la firme idea de reunirse con él cuando hubiera nacido su hijo.
El 16 de noviembre de 1858 nacía en la misión de los Moffat una niña a la que bautizaron con el nombre de Anna Mary. Livingstone, que en su segunda expedición permanecería muchos meses aislado de la civilización, no recibiría la noticia del nacimiento de su hija hasta un año después. Mary en cuanto se recuperó sólo pensaba en partir en busca de su esposo, que había conseguido reunirse con sus amigos makololos en Teté, actual Mozambique y ahora trataba de remontar el río Zambeze hasta su desembocadura. Ella ignoraba que su expedición estaba resultando un rotundo fracaso. Livingstone era un hombre solitario que si bien se mostraba paternal y afectuoso con los africanos, le resultaba muy difícil compartir y organizar un viaje con otros europeos. Preocupada por las noticias que le llegaban y consciente de que no podría reunirse con el explorador, Mary decidió regresar a Escocia para ver a sus cuatro hijos repartidos en casas de amigos y familiares. Era su tercer viaje a Europa y al menos ahora no tendría que depender económicamente de la Sociedad Misionera de Londres ya que disponía de dinero.
Para Mary este nuevo viaje a Inglaterra sería el inicio de una serie de depresiones que la marcarían hasta su temprana muerte. Los años de angustia que había sufrido en las remotas misiones del Kalahari, le estaban pasando factura. Fue entonces cuando conoció al joven escocés, James Steward, devoto de la Iglesia Libre de Escocia y estudiante de medicina, que tras la lectura del libro de David Livingstone sólo soñaba con conocer al gran explorador y seguir su ejemplo. Era un muchacho alto y muy apuesto con un enorme parecido al célebre misionero en su juventud. Mary encontró en él a un hijo con quien poder compartir sus dudas y James veía a la señora Livingstone como una auténtica madre. Mary le propuso que la acompañara cuando ella regresara a Sudáfrica para reunirse con su esposo en el río Zambeze.
Muerte en el Zambeze
En julio de 1861, tras cuatro años de ausencia, Mary dejó a su hijo menor Oswell y a su niña recién nacida en manos de unos amigos y embarcó de nuevo al África austral. Esta vez le acompañaba el joven James Steward ansioso por encontrarse con el doctor Livingstone. El viaje, que ya se hacía en barcos de vapor, duró apenas cinco semanas hasta El Cabo. Mary se sentía otra vez muy sola, dejaba atrás a sus cinco hijos y en lo más profundo de su corazón tenía el presentimiento de que no les volvería a ver. A lo largo de la travesía las frecuentes visitas nocturnas que James hacía al camarote de la señora Livingstone dieron mucho de que hablar entre la tripulación. En realidad Steward confesaría con el tiempo que lo único que hizo fue charlar con ella cuando estaba deprimida, llevarle láudano —un preparado a base de opio— para aplacar sus constantes ataques de histeria y controlar que no bebiera más de la cuenta. Los problemas de la señora Livingstone con la bebida habían comenzado mucho tiempo atrás, en su primera estancia en Inglaterra, cuando tuvo que mendigar entre familiares y conocidos para sobrevivir con sus hijos pequeños. Los temblores que a menudo sufría y que ahora su acompañante calmaba con opio rebajado en agua, no sólo eran debidos a la malaria sino a la dependencia del alcohol. La misma señora Moffat, madre de Mary, en una carta fechada en 1818, escribía a bordo del barco que la llevaba a El Cabo por primera vez: «Os reiríais de verme sentada en cubierta con mi vaso de brandy con agua antes de la cena. Nada se me quedaría quieto en el estomago si no fuera por esta bebida».
En diciembre de 1861 llegaron a El Cabo y Mary se alegró de pisar de nuevo tierras africanas y saludar a sus amigos de la ciudad. En los días siguientes se dedicó a enseñar a James, los Jardines Botánicos, el Fuerte portugués, el Observatorio y la bahía donde siendo una adolescente veía llegar y partir a los barcos rumbo a la India. Hacía tiempo que la señora Livingstone no se sentía tan relajada y feliz, pero muy pronto empezaron las habladurías acerca de aquel joven apuesto que la acompañaba a todas partes. El escándalo llegó a oídos del obispo de la ciudad, que en un intento por acallar los rumores ofreció al religioso pagarle el billete de regreso. Mary indignada insistió en que irían juntos al Zambeze y partió con él el 23 de diciembre de 1861 a bordo de un pequeño vapor que pudo adquirir con el dinero obtenido por las ventas del primer libro de su esposo.
Tras sortear todo tipo de peligros, incluido un huracán, el 31 de enero de 1862 Mary se encuentra por fin con su marido. Han pasado tres años y medio y Livingstone está al límite de sus fuerzas. A pesar de haber descubierto el lago Nyassa, no había conseguido su propósito de fundar misiones cristianas estables en el interior, tampoco había convencido a los traficantes de esclavos de que abandonaran su abominable comercio y la expedición había confirmado que el río Zambeze no era navegable. Las lluvias intensas dificultaron la ardua travesía y Livingstone enfermó gravemente en repetidas ocasiones; las llagas en los pies le tenían prácticamente inmovilizado. Agotado por la disentería, los repentinos ataques de malaria le obligaban a guardar cama. Era milagroso que estuviera vivo en esas condiciones. Sin embargo, aquellos meses «de vacaciones» que Mary pudo compartir con él navegando por los ríos caudalosos, saliendo a cazar juntos, cenando en cubierta bajo las estrellas, fueron los más felices de su tormentosa vida en común.
Pero el doctor Livingstone enseguida se dio cuenta de que su esposa había cambiado mucho desde la última vez que la vio. «Ha perdido la fe y se ha convertido en una alcohólica», llegaría a confesar a sus más allegados. Mary, por su parte, le reprochaba con amargura que hubiera abandonado a sus hijos y que ella no tuviera medios económicos para mantenerlos. Livingstone sabía que como padre y esposo había fracasado y siempre se sintió culpable de la muerte de su hijo Robert, que tras pasar media vida en diferentes internados de Inglaterra y Escocia había huido a América donde se enroló en el ejército yanqui bajo un nombre falso. El muchacho fue herido en una batalla en Virginia y moriría con apenas dieciocho años en un campo de prisioneros en Carolina del Norte.
A los pocos meses de llegar la señora Livingstone comenzó a encontrarse mal y el 26 de abril estaba tan enferma que la tuvieron que llevar a la casa misión de Shupanga. Su esposo creyó que se recuperaría como otras veces, Mary había demostrado a lo largo de su vida tener una salud de hierro, y el explorador solía decir de ella: «Es una heroína igual que su padre, una mujer de una sola pieza». Pero Mary nunca superaría aquellas terribles fiebres que contrajo en el delta del Zambeze y al día siguiente fallecía sin que el doctor Kirk ni el propio Livingstone pudieran hacer nada para evitarlo. Tenía cuarenta y un años, estaba casi sorda a causa de la quinina que había tomado para luchar contra la malaria y se encontraba esperando otro hijo.
A pesar de sus desavenencias, David Livingstone sintió profundamente su muerte y tardaría mucho tiempo en recuperarse de este golpe. James Steward, testigo de excepción de aquel dramático episodio, escribiría en sus diarios: «Estaba sentado junto a una tosca cama hecha con cajas pero cubierta con un mullido edredón, sobre la que yacía su moribunda esposa. El hombre que había soportado tantas muertes y arrostrado tantos peligros, se encontraba ahora sollozando como un niño...».
Mary Livingstone fue enterrada bajo un gran baobab a orillas del río africano al que su marido dedicó buena parte de su vida. David, en una carta a la señora Murchison, esposa del presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres, escribiría muy afectado: «Mi fiel compañera de dieciocho años ha muerto... En Kolobeng consiguió organizar la casa con sirvientes nativos que ella misma preparó, hacía pan, mantequilla y confeccionaba la ropa de toda la familia. Enseñó a nuestros hijos a leer y a escribir con el mayor esmero, se hizo cargo de la escuela para niños y fue muy querida por ellos. Era muy agradable verla día tras día andar hasta el pueblo sin que le importara quemarse al sol para instruir a los infieles bakwins. El nombre de Ma Robert es conocido en todo aquel país y en más de tres mil kilómetros alrededor. Fue una mujer buena y valiente». La madre de Mary recibió la noticia con gran tristeza y hasta el final de sus días culpó de todas las desgracias que golpearon a la familia a su inquieto yerno. La matriarca de los Moffat, que había llegado a Sudáfrica en 1819, regresó finalmente a Inglaterra con su familia en 1870 y murió un año después en Brixton a la edad de setenta y seis años. Había pasado más de media vida en tierras africanas.
El 10 de julio de 1864 un David Livingstone desanimado y envejecido regresa a Gran Bretaña. Una vez más los homenajes se suceden, todos quieren conocer al explorador más famoso del momento y escuchar sus apasionadas conferencias. Fue en este viaje cuando recibió la noticia de la muerte de su hijo Robert en Estados Unidos luchando en la guerra de Secesión. En los dos años que pasó en Inglaterra aprovechó para estar más tiempo con unos hijos a los que apenas conocía y que le reprochaban sus largas ausencias. Sólo con Agnes, su segunda hija nacida en Kuruman y criada entre los bechuanas, mantenía una relación más estrecha. De hecho en 1872 el explorador, poco antes de morir, escribiría a un amigo pidiéndole que buscara un acogedor apartamento en el Regent’s Park de Londres para compartirlo con ella.
David Livingstone sobrevivió a su esposa once largos y penosos años en los que no dejó de recorrer el continente africano. El 3 de enero de 1866, tras despedirse una vez más de sus hijos y con cincuenta y dos años partió rumbo a Zanzíbar, en la costa oriental africana para su tercera expedición. La Real Sociedad Geográfica de Londres le financiaba un nuevo viaje para explorar las regiones lacustres del África central y resolver de una vez por todas el enigma del origen del Nilo Blanco. La leyenda del doctor Livingstone se fue acrecentando cuando se le dio por desaparecido a finales de 1866 y el periodista de The New York Herald, Henry Stanley, partió en su búsqueda. En 28 de octubre de 1871 se producía uno de los encuentros más famosos de la historia en Ujiji, a orillas del lago Tanganika. Aunque Stanley intentó por todos los medios convencer al explorador de que regresara con él a Inglaterra, Livingstone lo tenía muy claro: «Sería feliz, muy feliz, de volver a ver a mi familia. Las cartas de mis hijos me conmueven más de lo que puedo expresar. Pero no puedo marcharme, es necesario que termine mi trabajo». Estaba muy debilitado y enfermo, «era un mero saco de huesos» y llevaba seis años viajando pero seguía empeñado en encontrar las auténticas fuentes del Nilo. Eso sí, soñaba con que le enterraran en un bosque africano silencioso, a la sombra de un gran árbol como a su esposa.
Livingstone murió el 1 de mayo de 1873 en la aldea de Chitambo, en la actual Zambia y sus fieles servidores enterraron su corazón en aquellas tierras africanas en las que pasó la mayor parte de su vida. Cuando su cuerpo embalsamado por los nativos llegó a Inglaterra un año después recibió sepultura con todos los honores oficiales en la abadía de Westminster. Su hija Agnes, que se encontraba entre los asistentes, pensaba que en aquellas honras fúnebres faltaba un recuerdo a su madre, que lo sacrificó todo por compartir su vida con él y que siempre se sintió una auténtica africana.