Astrología es, por definición, la ciencia de los astros, de los cuerpos celestes; una ciencia que pretende predecir los sucesos terrestres a partir de la posición de estos en el cielo en un momento dado. Desde el inicio de los tiempos muchas culturas han buscado en el cielo huellas, indicios, explicaciones en suma, para lo que ocurría bajo sus pies. Sería inacabable hablar de ellas. Nos centraremos pues en las más próximas a nosotros.
En la cultura mediterránea tenemos noticias por primera vez de esta ciencia en el siglo VII antes de nuestra era, procedentes de los pueblos mesopotámicos. En aquellos tiempos, por supuesto, el corpus celeste era visto y comprendido de modo distinto a como lo sería en los siglos posteriores, pero la premisa básica estaba establecida y era similar: «Lo que está abajo es similar a lo que está arriba», dicho de un modo simple; es decir, lo que ocurre en nuestro mundo es reflejo de lo que ocurre por encima de nuestro mundo, en el cielo, por lo que el mapa del cielo no se individualizaba y no comportaba ni casas ni ascendentes. Con matemáticos y filósofos como Tales, Pitágoras, Heráclito e Hipócrates se empiezan a definir los movimientos de los planetas alrededor de sí mismos y alrededor del Sol, y asistimos entonces a la aparición de la astrología mediterránea. Se comprende ya el universo de un modo distinto.
El estudio de los astros y de sus movimientos permite elaborar mapas celestes, ya sea en la fecha de hoy o en pasadas, e incluso futuras, pues se trata de movimientos estudiados, predecibles. Básicamente ahí radica la cualidad adivinatoria de la astrología: en conocer la posición de planetas y estrellas en relación a la Tierra, en cualquier punto de su superficie y en cualquier momento. Si aceptamos la premisa citada anteriormente, es decir, la correspondencia entre el lugar que ocupan los astros en el firmamento y su movimiento, y los fenómenos terrestres, aceptaremos, porque ese desplazamiento es previsible, que con ellos podemos entrever el futuro. ¿Nuestro futuro? Sí; si conocemos la fecha exacta de nuestro nacimiento —año, mes, día, hora e incluso minuto— y también el lugar exacto podremos elaborar —lo hará el astrólogo a quien consultemos— un mapa astral, es decir, un mapa con la situación de los astros en el momento de nuestro nacimiento. Conoceremos así nuestro ascendente, nuestro signo del Zodiaco y qué planetas, qué cuerpos celestes, en suma qué influencias nos han marcado en el momento de nacer. El carácter de cada cual, dicen, está dictado por esas influencias.
Para elaborar un horóscopo personal es, pues, imprescindible conocer dos coordenadas: primero, la fecha exacta de nacimiento y después, la localización del lugar. Con ello el astrólogo levanta un mapa del cielo, que sería una representación del que nosotros mismos veríamos si al nacer comprendiéramos el cielo. La representación de ese mapa es un círculo en el que la Tierra ocupa el centro: mediante distintos cálculos, el astrólogo traza a continuación las doce casas —a razón de 30° cada casa—, busca el ascendente y el medio cielo, y estudia la posición de cada planeta, del Sol y la Luna. Cada una de las doce casas está relacionada con actividades cotidianas, y así la primera tiene que ver con el aspecto físico y el temperamento, la segunda con las posesiones, etc. Según que un planeta u otro esté en una o en otra casa, se le asigna una influencia específica. De este modo el astrólogo está en condiciones de ver nuestro pasado y de explicarnos cómo somos y cómo será nuestro futuro. Como ya hemos dicho, este método incluye cálculos matemáticos para obtener la situación precisa de los planetas en un momento determinado. Otras culturas, tanto en tiempos pasados como aún hoy, interpretan sus datos de modo distinto aunque utilicen cálculos semejantes. De este modo, un eclipse, el paso de un cometa, o cualquier fenómeno se interpreta como favorable o no e influye en el momento de tomar grandes decisiones.
Se puede ser incrédulo con la astrología, no creer en las predicciones —por otra parte, generalmente vulgares e imprecisas— que, según los signos del horóscopo, dan diarios y revistas… Pero sea como sea, nadie hasta la fecha está en condiciones de desmentir la influencia que sobre la Tierra y, consecuentemente, sobre el hombre ejercen los planetas, el Sol, la Luna…
No tan cerca de la predicción del futuro como de la comprensión del presente, el espiritismo pretende que el alma sobreviva, con la personalidad e individualidad del ser humano a quien perteneció, después de la muerte. De esta manera un médium, una persona especialmente dotada para ello, puede comunicarse con ese alma o espíritu y conocer las cosas del otro mundo.
El espiritismo como doctrina —tal como lo entendemos hoy en día— surge en el siglo XIX a raíz de una serie de incidentes que despertaron el interés y la curiosidad de la población: una casa embrujada, en Estados Unidos, unas mujeres que descubren que se trata de un espíritu y se comunican con él…
Por supuesto, los fenómenos a que hace referencia el espiritismo no eran nuevos entonces, pero sí puede decirse que fue a partir de ese momento, con Allan Kardec como principal impulsor, cuando se inicia una sintetización de la doctrina sobre los espíritus. Obras como El libro de los espíritus, El libro de los médiums, etc., de este autor francés contribuyeron a ello. Para Kardec, además del dualismo alma-cuerpo, existe un tercer elemento con forma corporal y características espirituales. Gracias a este tercer elemento el médium puede comunicarse con un espíritu personalizado, con un individuo ya muerto, en fase de evolución espiritual.
Podría decirse que el espiritismo es un compendio de distintas doctrinas y formas de pensar. Con tendencias orientalistas —el mito de la reencarnación— y cristianas —el alma, el deseo de purificación—, ha tratado de comprender hechos y de explicarlos con una formulación que tal vez en la actualidad ya se ha visto superada por la parapsicología.

¿Cómo actúa un médium? ¿Cómo consigue comunicarse con un espíritu? El espiritismo cree que el médium es un ser especialmente dotado para la comunicación con el más allá; entonces, según sean sus cualidades así actuará. De todos modos su proceder tiene mucho de rito, y de este modo el médium se rodea de objetos, amuletos y actos que le predisponen hacia los buenos espíritus y le protegen de los malos. Generalmente, el médium, en un estado de concentración especial, llama al espíritu con el que se quiere comunicar: si le resulta conocido por anteriores sesiones bastará con su concentración —contando con la buena predisposición del espíritu, por supuesto—; si le es desconocido necesitará puntos de referencia para acceder a él, algún objeto de su propiedad, las explicaciones que le puedan dar los familiares, etc. Una vez en contacto con el espíritu el médium establece un diálogo con él, y mediante él se pueden llegar a conocer cosas ajenas a nuestro mundo. Así, por medio de espíritus se ha llegado a conocer el paradero de personas desaparecidas, el origen de una enfermedad inesperada —brujería, una maldición…— o de una racha de mala fortuna. También la presencia de fantasmas en una casa o la explicación de fenómenos extraños cono el poltergeist, la telequinesia, etc.
¿Creer en los espíritus? ¿Por qué no? Podemos darles este o cualquier otro nombre; lo cierto es que con ellos conseguimos dar respuesta a fenómenos hasta ahora inexplicados.
Desde que el hombre es hombre ha sido tal el ansia de conocer lo que nos depara el futuro, que hemos desarrollado infinidad de maneras distintas para interpretar sus signos. Veamos algunos ejemplos, unos conocidos y utilizados todavía hoy, y otros en desuso en nuestra sociedad:
— Quiromancia: adivinación por la lectura de las líneas y particularidades de la mano.
— Onicomancia: adivinación por el estudio de las uñas.
— Ornitomancia: adivinación por la observación del vuelo de los pájaros y sus cantos.
— Alectomancia: adivinación por la interpretación del canto del gallo.
— Piromancia: adivinación por el estudio del fuego.
— Capnomancia: adivinación por el estudio del movimiento del humo.
— Ceromancia: adivinación por el estudio de las formas de la cera derretida vertida en agua fría.
— Hieromancia, o aruspicina: adivinación por la lectura de las entrañas de un animal muerto.
— Oniromancia: adivinación por la interpretación de los sueños.
— Lecanomancia: adivinación por la interpretación del sonido de piedras preciosas u objetos determinados al caer en una jofaina.
Como podemos comprobar, existen mancias —o formas supersticiosas de adivinación— para todos los gustos, para cualquier situación. De esta relación, pocas son las formas que actualmente se utilizan en nuestra sociedad, entre otras cosas porque no es fácil en la ciudad encontrar un gallo o encender un fuego para estudiar su humo, por ejemplo. Los dados, los palillos, la forma de las nubes, la lectura del iris de los ojos, las arrugas de la cara, también son elementos adivinatorios. Pero nos olvidábamos de las cartas, la cartomancia. Bien, de hecho no era un olvido. Hemos relegado en esta relación la cartomancia al último lugar para poder extendernos un poco más acerca de esta forma de adivinar el futuro.
Existe un teoría que afirma que el futuro está en nosotros mismos, es decir, somos portadores de nuestro propio futuro. Ocurre, no obstante, que no podemos llegar a este conocimiento porque no es consciente; así, la mayoría de las mancias aquí descritas se explican como una forma de sacar, de forma inconsciente, lo que en nuestro interior conocemos del propio futuro. Y las cartas, qué duda cabe, son uno de los mejores instrumentos para hacerlo. Se explica que con el solo hecho de tocarlas, barajarlas, distribuirlas de un modo determinado les estamos confiriendo nuestras vibraciones, esto es, el conocimiento de lo que ya somos y de lo que podemos llegar a ser.
Realmente no es fácil. Es necesario interpretar ese conocimiento. Y para hacerlo es preciso disponer de un juego de símbolos, las cartas, y concederles un significado. Ningún otro mazo de cartas como el tarot para conseguirlo.