Este no es un libro para masones. Es más, si algún lector pertenece a dicha orden puede llegar a sentirse molesto. Al leer estas páginas, escritas con el máximo respeto después de cotejar distintas fuentes y consultar a varios «hermanos masones» (miembros de la orden), tal vez encuentre planteamientos con los que no está de acuerdo, quizá descubra enseñanzas que a su juicio no deben ser reveladas al público o que han sido, a su entender, mal explicadas, o secretos que hubiera preferido que se mantuvieran guardados bajo la protección de la logia o incluso olvidados por los asistentes a una tenida («encuentros masónicos»). En realidad, la prudencia, la discreción e incluso el secretismo son algunos de los preceptos de la masonería. Pero también resulta evidente que hay algo más: la confusión, los falsos mitos y la desinformación que el público en general tiene sobre la masonería.
Hace años tuve un importante problema con mi ordenador. Mi navegador de Internet se volvió loco: abría una nueva ventana cada segundo. La velocidad a la que yo desplazaba el cursor no era suficiente para llegar hasta la esquina de la pantalla y cerrarlas, de manera que en poco tiempo tenía decenas de ventanas abiertas, después el ordenador bloqueado y, finalmente, un ataque de ira. Lo peor vino cuando se me ocurrió hacer un reset, porque, como suele pasar en estos casos, fue peor el remedio que la enfermedad, ya que apareció uno de esos mensaje crípticos de Windows que te hacen sudar frío.
No me quedó más opción que acudir a los servicios de un técnico informático para que me solucionase el problema. Pasó varios minutos en silencio ante el monitor, sin hablarme pero emitiendo resoplidos, onomatopeyas y gestos graves que se sucedían a cada nuevo mensaje de error que aparecía en el monitor. «La cosa debe de estar muy mal», pensaba yo. Así que me atreví a solicitar un diagnóstico. Por toda respuesta no obtuve más que un silencio críptico y reflexivo de casi cinco segundos —que se me hicieron eternos— y un «esto requiere su tiempo». Ante mi insistencia para saber qué sucedía, su respuesta fue: «No es fácil de explicar», seguida de un nuevo silencio que intenté romper con un «pero ¿tiene arreglo?». El técnico se recostó en el sillón de mi despacho, tomó aire y, con una expresión tensa, emitió un «puede, todo depende de…», y continuó profiriendo una retahíla de palabras y utilizando una terminología de extraña comprensión para el profano —o sea, yo— que lo único que acababa captando era algo así como «esto te va a salir muy caro».
Pasado aquel instante, que podría definir como dramático, y mientras yo me limitaba a asentir todas las afirmaciones del informático, este fijó su mirada en la parte izquierda de la mesa del despacho y, con cara de sorpresa, me preguntó: «¿Es usted masón?». Primero me mostré extrañado ante su pregunta, que, sin duda, poco tenía que ver con los problemas de mi ordenador, pero al momento reparé en que había dirigido su mirada hacia una estantería llena de libros en la que reposaba un martillo con mango de madera y cabeza de hierro. «Lo digo por ese martillo tan bien colocado que tiene usted ahí». Había llegado el momento de la venganza. Adopté una expresión a medio camino entre molesta, como diciendo «me han pillado», y misteriosa, del tipo «ha descubierto mi secreto». Prolongué intencionadamente un silencio innecesario y me limité a responder: «La masonería tiene muchos símbolos».
El técnico pareció olvidarse inmediatamente de mi problema informático y, como obviando el motivo de su visita, insistió: «Pero sólo el venerable maestro puede usarlo para comenzar una reunión secreta, ¿no?». Aquello se ponía interesante. El joven informático había oído campanas, pero no sabía si repicaban a difunto o a gloria. Estaba confundiendo un viejo martillo zapatero, que yo había utilizado el día anterior para asegurar los clavos con los que estaba guiando las ramas de las enredaderas del patio ajardinado que hay junto a mi despacho, con un mallete masónico. Me limité a responder que así es en el rito escocés, donde el venerable maestro hace uso de la herramienta antes de decir: «Silencio en logia, mis hermanos».
Creo que mi respuesta le convenció de que yo era lo que él creía, aunque en ningún momento le mostré nada sobre mí. Él, pensando, sin duda, que estaba ante un maestro masón, me dijo: «Pensaba que lo suyo era secreto, vamos, que los masones guardan celosamente su identidad». Temiendo que la reparación de mi ordenador sufriese una demora en absoluto deseable, no pude por más que limitarme a asentir con la cabeza y animarle a terminar su trabajo con un «cuando hayas acabado de reparar el ordenador te enseñaré algo que —aquí añadí un tono de complicidad— te va a sorprender y que, por supuesto, espero que no comentes con nadie».
¡Lástima no haberlo dicho antes! Mis palabras fueron el equivalente al Bálsamo de Fierabrás que todo lo puede, ansiado por don Quijote en la magna obra de Cervantes. Los dedos del técnico ya no pulsaban las teclas del ordenador, ahora danzaban frenéticamente sobre ellas para concluir el trabajo y descubrir qué podía mostrarle sobre algo que le interesaba.
Yo mantenía un respetuoso silencio mientras, cerca de él, rebuscaba con ceremonia en un cajón. Vi que no perdía detalle cuando extraje de él una pequeña caja de madera de color negro y la coloqué sobre una estantería que quedaba a la altura de sus ojos. Allí estaba, supuestamente, la «zanahoria» que sería el premio a su trabajo.
En cinco minutos tenía el ordenador perfectamente operativo. En otros cinco, limpio de virus y de archivos malignos. Cuando el informático me dijo solemnemente, cual neurocirujano, «esto está solucionado y mucho mejor que antes», esbocé una sonrisa, tomé la caja con mis manos, me acerqué hasta él y la abrí mostrándole su contenido. Creo que ni un templario habría sido capaz de expresar tanta emoción en su rostro al encontrarse ante el Santo Grial. La «sacralidad» del acto culminó cuado le dije: «Por favor, no lo toques».
Debo reconocer que en aquel encuentro no fui honesto y que, si bien no mentí, me serví de mis silencios y utilicé determinadas explicaciones como parte de la respuesta a alguien que realmente no quería saber la verdad, sino seguir anclado en ese mundo misterioso de las sociedades secretas que todo lo pueden, de esas entidades oscuras y a veces siniestras que gobiernan el mundo y que se han ocupado de mover los hilos del destino desde hace siglos. Eso es, al menos, lo que creía aquel informático, que había leído no sé qué novela y participado en tampoco recuerdo qué juego de rol, pensando que aquella supuesta realidad, tan pintoresca y muchas veces inventada, que le habían contado sobre la masonería era la única verdad.
Digamos en su defensa que la historia de la masonería es compleja y, guste o no, la confusión, la duda y la multiplicidad de versiones con respecto a sus creencias, protocolos de actuación, acciones en la vida cotidiana y variedades ceremoniales, también forman parte de la masonería. Sirva como ejemplo que, si bien se parte de la base de que existen dos ritos o corrientes masónicas —el rito de York o rito inglés, practicado en la mayoría de las logias de habla inglesa, y el rito escocés antiguo y aceptado, practicado en América Latina y en varios países europeos—, en la Enciclopedia masónica escrita por Henry Wilson Coil, uno de los eruditos masones más respetados en el mundo, se exponen nada menos que 121 ritos diferentes que tienen, a su vez, distintos grados y formulaciones.
Expuestas así las cosas, vemos que la masonería no es una entidad en la que todo está claramente acotado. Se ha oído hablar de ella y se saben cosas, pero se desconocen muchos aspectos esenciales que conforman su auténtica historia y que han caído en el olvido por no tener suficiente morbo o misterio que el público no especializado espera encontrar al bucear en ellos.
Mi objetivo no es encandilar al lector —como creo que hice con aquel técnico informático— con medias verdades y subterfugios, que no conducen a ninguna parte. La meta de este libro es contar una larga historia de una forma cercana, directa y, si lo consigo, hasta divertida en algunos momentos.
No pretendo entrar en polémicas baladíes planteadas a favor o en contra de determinados ritos, filosofías o grados masónicos. Al fin y al cabo, hay casi tantas formas de alcanzar la elevación, la espiritualidad y, por qué no, el poder, como uno desee. Tampoco es mi intención romper tabúes y secretos más allá de lo que permite una orden a la que no pertenezco, pero de la que he conocido a algunos de sus miembros —de distintos grados— con los que he podido contar en algunos momentos para desarrollar el contenido de esta obra.
En las librerías hay cientos de obras sobre la masonería. Me atrevería a decir que algunos aspectos han sido tratados hasta la saturación, especialmente aquellos que tratan de la masonería para expertos. Pero ¿cuántos títulos se han escrito destinados al gran público?, ¿cuántos han sido pensados para el lector que no conoce el tema o que no tiene necesariamente nociones de esoterismo o simbología? Creo que pocos.
Mi objetivo es sencillo: pasearnos por el mundo de la masonería, conocerla sin vincularnos en forma alguna a sus corrientes místicas, contubernios o filiaciones políticas o religiosas, ni hacer caso, me atrevería a decir, de las leyendas urbanas. Precisamente entre estas se ha conformado un terreno abonado para hacer florecer bulos sobre la masonería, como el que asegura que en algunas órdenes el neófito debe masturbarse públicamente ante los miembros de la hermandad, o aquel no menos imaginativo según el cual el futuro masón, después de pasar por la cámara de Reflexión, ser identificado, taparle los ojos con un paño negro, ser ligeramente pinchado con la punta de una espada, escuchar las palabras de recepción del venerable maestro y seguir numerosos pasos iniciáticos, en lugar de ser marcado en su pecho con una sustancia en teoría indeleble, recibiría una hiriente punzada para insertar en su pecho un pequeño microchip que lo identificaría en el futuro como miembro de la orden.
Mi objetivo es hacer un viaje a través de la historia de la masonería. El camino será largo y lo comenzaremos siglos atrás, después avanzaremos poco a poco hasta llegar a nuestros días. Ya aviso que el itinerario nos conducirá a veces por unos vericuetos que, pese a ser reales, pueden dar la sensación de ser más propios de un mundo de ficción.
En el fondo, la palabra masonería evoca misterio, secretismo, tramas ocultas e incluso desinformación. Pues bien, pretendo que nos sumerjamos en todos esos enigmas para poner al descubierto no sólo la historia pura y dura de una orden corporativista, gremial, iniciática, mística, política y hasta esotérica, sino también sus intimidades.
¿Es cierto que hubo masones entre los constructores de monumentos megalíticos?, ¿estuvieron presentes en la edificación del templo de Salomón?, ¿quién puede ser masón?, ¿qué precio tiene que pagar?, ¿a qué ceremonias iniciáticas debe someterse?, ¿de verdad torturan a los aspirantes?, ¿cómo se saludan los masones?, ¿cuáles son sus rituales secretos?, ¿cómo son las luchas internas de poder?, ¿cuántas formas de ver y entender la masonería hay en el mundo?, ¿es cierto que los masones fundaron Estados Unidos?, ¿de verdad participaron activamente en la Revolución francesa?, ¿y en las guerras mundiales?, ¿hay engaño o manipulación tras esta orden discreta, que no secreta?, ¿es cierto que la masonería ha participado en numerosos complots políticos, sociales o religiosos?, ¿ha existido el sectarismo masónico?, ¿por qué la Iglesia católica y la masonería no se llevan bien?
Las anteriores son sólo algunas de las preguntas que muchas personas suelen hacerse cuando escuchan la palabra masonería. De hecho, son unas cuantas de las que no quise responder al técnico que vino a reparar mi ordenador después de mostrarle el contenido de la caja con mi «tesoro» masónico. Una pieza de la que —por aquello de seguir un poco el juego del misterio y el secretismo— me permitirá el lector que no hable ahora, sino más adelante, cuando llegue el momento oportuno.
¿Comenzamos el viaje?