El origen de las catedrales

Marco histórico

La palabra catedral hace referencia a la iglesia principal de una diócesis, en la que se encuentra el púlpito del obispo, es decir, el trono, símbolo de su autoridad. En un principio, el término catedral también era utilizado para designar los edificios anexos al lugar de culto (palacio episcopal, baptisterio, vivienda de los canónigos, escuelas), mientras que, después, su uso quedó delimitado, de manera que incluía la iglesia y los lugares estrictamente unidos a ella, como el claustro, la biblioteca, el cabildo.

El uso del término catedral para denominar la iglesia-residencia del obispo aparece recogido desde el siglo VIII, pero no se impuso de forma decisiva hasta los siglos XII o XIII, al tiempo que se realizó la construcción de las catedrales más bellas y majestuosas en todas las ciudades europeas.

Abadías y catedrales

La construcción de las catedrales es un fenómeno estrictamente relacionado con los grandes cambios que tuvieron lugar entre los siglos XII y XIII en toda la Europa occidental. Durante este periodo, se asistió realmente a una auténtica explosión demográfica, al desarrollo de los intercambios comerciales y a una difusión creciente de la cultura. Los historiadores sitúan la causa de estos grandes cambios en el renacimiento de la ciudad y en la dominación cada vez más fuerte de los centros urbanos —abiertos al comercio— sobre el campo, cuya economía «feudal» se había caracterizado hasta entonces por cerrarse al exterior. La construcción de las catedrales se sitúa en este contexto: la catedral representaba en realidad el símbolo del mundo ciudadano, y al mismo tiempo, sobrepasaba los límites del centro urbano, puesto que el obispo residía en la ciudad pero dirigía una diócesis que se extendía también hacia el campo.

Notre-Dame de París. (© John Pole)

El renacimiento de los centros urbanos modificó las relaciones con el mundo rural, dominado entonces por las grandes abadías benedictinas, provistas de enormes patrimonios de terrenos agrícolas. Los grandes monasterios, aislados, parecidos a auténticas ciudadelas que vivían en autarquía, habían poseído hasta entonces, gracias a sus bibliotecas, en las que se copiaban y se conservaban los manuscritos antiguos, la primicia de la vida espiritual, cultural y artística.

Las catedrales tuvieron la misma importancia en la ciudad y, gracias a la presencia de las escuelas episcopales, se convirtieron, por su parte, en centros de civilización ya no reservados únicamente a los monjes, sino organizados y dirigidos por el clero secular, a la cabeza del cual se encontraba el obispo, y abiertos de este modo a todos los habitantes de la ciudad. De esta forma, además de las escuelas monásticas, florecían las escuelas catedrales, en las que se enseñaba filosofía y teología, como las famosas de París y Chartres. Incluso en Italia, donde la ciudad nunca había dejado de existir, se asentó en aquella época la independencia de los términos municipales: sus actividades se seguían desarrollando a la sombra de la catedral, cuya construcción era una de las empresas y de los motivos de orgullo mayor de los ciudadanos.

La catedral se convirtió así en el símbolo más visible, casi la síntesis de la cultura medieval, de los conocimientos arquitectónicos, artísticos y científicos de los hombres de los últimos siglos de la Edad Media, que a menudo se fueron perdiendo a lo largo de los siglos siguientes. En la catedral, considerada como «el espejo del mundo», convergían en realidad todos los saberes del tiempo que habían servido para construirla y que solían ser representados en los ciclos figurativos que adornaban el edificio.

CLERO REGULAR Y SECULAR

El clero regular está representado por las órdenes monásticas que viven en el respeto de la regla; el clero secular, en cambio, se mide con el siglo, es decir, con el mundo y con la vida cotidiana.

El nacimiento de las catedrales

Cuando hablamos de catedrales pensamos enseguida en la arquitectura gótica, que se caracteriza por el arco ojival, el impulso vertical de la construcción, los arbotantes y las vitrinas policromas. Este estilo nació en unos años en el norte de Francia, en particular en Île-de-France, hacia la mitad del siglo XII, y se extendió por toda Europa. En Italia, el encuentro con las tradiciones arquitectónicas anteriores, románicas y bizantinas, transformó en parte el gótico, y este adoptó una fisionomía particular.

A lo largo de los siglos XII y XIII, un verdadero frenesí de construcción se apoderó de Europa: sólo en Francia, se abrieron más de veinticinco obras, y esta cifra sólo afecta a las más importantes, habilitadas para que fueran las catedrales principales. Las dos catedrales más famosas de este periodo son, por supuesto, Notre-Dame de París y Notre-Dame de Chartres. Esto representa una enorme cantidad de trabajo y un esfuerzo económico muy intenso, que requería también una enorme mano de obra cualificada y costosa. Jean Gimpel calculó que, entre 1150 y 1350, Francia tuvo que extraer de sus canteras millones de toneladas de piedras para edificar ochenta catedrales, quinientas grandes iglesias y varios miles de pequeñas iglesias o edificios parroquiales. El Egipto de los faraones, a pesar de la masa de sus pirámides, no habría empleado una cantidad de piedras comparable a la que se utilizó en Francia. Un cronista de la época, Raoul Gabler, monje de Saint-Bénigne, en Dijon, sintetizó así este fenómeno: «Europa se cubrió entonces con un manto blanco de iglesias».

Es cierto que las catedrales ya existían antes de la aparición del gótico; sin embargo, las catedrales románicas, edificios majestuosos y muy bellos, se inspiraban en criterios de construcción muy diferentes. Además, la arquitectura románica está sobre todo relacionada con las grandes abadías y con los conjuntos monásticos, mientras que el gótico parece haber sido concebido para la ciudad y sus habitantes. Más adelante regresaremos a estos temas.

La constelación de la Virgen y la disposición similar de las catedrales que han recibido el nombre de Notre-Dame en tierra francesa

El patrimonio de conocimientos

Louis Charpentier, un erudito que estudió durante mucho tiempo el tema del nacimiento de las catedrales, considera que la aparición de la catedral gótica, la mayor expresión de la cultura medieval, constituye la conclusión y la cumbre de un largo proceso que maduró en el interior de las abadías románicas. El patrimonio de conocimientos que los monjes benedictinos conservan en sus monasterios parece haber encontrado de repente una vía, un canal de transmisión hacia el mundo externo al cenobita, alcanzando así el mundo de las ciudades y encontrando aplicación en las catedrales.

Este patrimonio cultural estaba constituido por lo que había sobrevivido al naufragio de la cultura clásica tras las invasiones bárbaras y la caída del Imperio romano: los valiosos conocimientos adquiridos del mundo romano y del mundo griego fueron en efecto salvados por los monjes benedictinos, que cultivaron en sus monasterios todas las ciencias heredadas de la Antigüedad. Estos monjes llevaron a cabo una obra meritoria de recuperación atenta de todas las formas de arte, así como de todas las ramas del saber, y al término de esta paciente búsqueda, supieron ofrecer a todo el mundo los resultados. La catedral gótica sería, por tanto, una especie de síntesis y, al mismo tiempo, el fruto mejor logrado de una larga gestación.

No obstante, parece casi imposible que en una época en la que la población era bastante reducida, y en la que, en general, se dedicaba todavía a trabajar la tierra, fuera posible encontrar en Francia a todos los artesanos necesarios para emprender una cantidad extraordinaria de edificios que comportaban un total dominio de técnicas de construcción refinadas y complejas. ¿Dónde se encontraron todos los obreros, maestros, talladores de piedra, escultores, carpinteros, herreros, y todos los demás artesanos que llevaron a término, juntos, una obra tan importante y tan enorme? Sin embargo, sólo con pensar en el gran número de obras iniciadas entre 1150 y 1350, es evidente que existía una reserva de trabajadores que podríamos definir como «cualificados» junto con la mano de obra indispensable para la construcción. Parece cierto que la formación de este «cuerpo de oficio» quedó garantizada por los benedictinos, poseedores de un rico patrimonio de conocimientos. No obstante, hay que pensar que, para retribuir a estos artesanos, se comprometieron sumas considerables, y que fue necesaria, en consecuencia, una financiación. Parece ser que la orden de los templarios desempeñó un papel decisivo en la consecución de estos recursos.

El segundo plano simbólico

Este libro no trata de las catedrales desde el punto de vista de la historia del arte, sino que pretende subrayar el significado de estos edificios y la influencia que pueden ejercer en cualquier persona, independientemente de su condición social o de su nivel cultural. El hecho de entrar en una catedral es una acción emblemática que provoca incluso sentimientos y efectos «objetivos» en la psique y el cuerpo de cualquier visitante. La catedral reúne símbolos muy antiguos, que el hombre todavía es capaz de percibir, aunque de un modo confuso. La lectura transversal del fenómeno de la construcción de las catedrales hace que los símbolos antiguos sean más «leíbles» y «accesibles», aumentando así en cada persona el deseo de entrar en las catedrales y la posibilidad de conocer los secretos de estas.

La distancia entre el hombre y Dios

«La más intensa de las impresiones de nuestra primera juventud, teníamos entonces siete años y guardamos de ella un recuerdo muy vivo, fue la emoción de nuestra alma infantil a la vista de una catedral gótica. Inmediatamente fuimos transportados, extasiados, llenos de admiración, incapaces de alejarnos de la atracción de lo maravilloso, de la magia del esplendor, de la inmensidad, del vértigo que se desprendía de aquella obra, más divina que humana…».

«La catedral, santuario de la tradición, de la ciencia y del arte, no debe ser observada como una obra dedicada únicamente a la gloria del cristianismo, sino más bien como una amplia reunión de ideas, de tendencias, de creencias populares, un conjunto perfecto al cual se puede hacer referencia, sin miedo, cada vez que uno sienta la necesidad de profundizar en el pensamiento de los antepasados en cualquier ámbito: tanto religioso como laico, filosófico o social».

Estos dos fragmentos, extraídos de El misterio de las catedrales, de Fulcanelli, sintetizan muy bien qué tipo de impresiones suscita una catedral y cuánta riqueza de «materiales» y de sugestiones se puede encontrar en ella.

FULCANELLI

Fulcanelli publicó sus escritos a lo largo de la primera mitad del siglo XX, y con ellos abrió nuevas y fascinantes perspectivas al estudio de las catedrales. Fulcanelli, practicando el hermetismo y la alquimia, y por consiguiente las disciplinas esotéricas, interpretó la catedral como un monumento de ciencia oculta, útil a todos pero descifrable únicamente por quienes conocen los principios de un lenguaje esotérico, es decir, secreto, y que no puede ser divulgado fuera de un círculo de «iniciados». Fulcanelli tiene el mérito de haber ilustrado el significado alquímico de los ciclos de representaciones (habitualmente bajorrelieves) que decoran Notre-Dame de París y la catedral de Amiens. Parece ser que tenía acceso al patrimonio de conocimientos indispensables para la comprensión de los principios de estas ciencias antiguas. Los principios esotéricos tienen la cualidad de no haberse perdido nunca completamente, puesto que siempre hay alguien que se encarga de transmitirlos. Fulcanelli, por tanto, realizó una valiosa obra de traducción de los símbolos utilizados por los constructores de catedrales en sus adornos.

Un impulso hacia arriba

Según Louis Charpentier, la primera impresión que tiene un visitante al entrar en una catedral gótica es una especie de enderezamiento inmediato de la espina dorsal, como si su cuerpo adoptara súbitamente la actitud erecta que hace que los hombres sean diferentes de todas las demás criaturas: los pies son como raíces, la cabeza es como una copa, el cuerpo está «recto como un árbol». Efectivamente, el impulso vertical de las estructuras góticas, de los pilares, los arcos y las bóvedas, obliga al hombre a erigirse también, lo hace sentirse protagonista, entre el cielo y la tierra. Una espalda curvada, en cambio, es sinónimo de una condición negativa y desdichada. Cuando los hombres, primero curvados bajo el peso del dolor, de la pobreza y de las preocupaciones cotidianas entran en una catedral, descubren que existe una dimensión diferente, que escapa al cansancio y a la miseria. Son proyectados hacia una nueva condición, idealmente liberados de las injusticias y la violencia, física y psicológica, que les son infligidas y que sufren en el mundo. La catedral, por lo tanto, hace que el hombre se yerga, y luego, dirigiendo su mirada hacia lo alto, lo lleva a sobrepasar su condición humana, unida a la tierra, para acercarse al cielo.

En el interior de cualquier catedral gótica se siente el deseo de erguirse, como podemos ver en esta foto de la catedral de Estrasburgo. (© John Pole)

Una reproducción de la ciudad celestial

En su obra La ciudad de Dios, San Agustín, Padre de la Iglesia y filósofo influyente, distingue entre dos «ciudades», la ciudad terrenal y la ciudad celestial. La primera es una construcción humana, y por tanto, imperfecta por naturaleza, con desviaciones y defectos; la segunda sigue la ley de la perfección y está gobernada por el amor a Dios, al prójimo y a uno mismo. La catedral puede ser considerada una manifestación terrenal, casi un reflejo, de la ciudad de Dios. Efectivamente, se trata de un monumento que produce efectos positivos e invita al visitante a adoptar actitudes propias y a liberarlo de los nexos de la lógica humana y a hacer que tome consciencia de que la libertad, de origen celestial, está realmente a su alcance.

El entusiasmo de la población por las catedrales góticas no tuvo precedente. Todo el mundo contribuía, tanto con dinero como con trabajo, con todos los recursos disponibles. Todos los ciudadanos aportaron su ayuda, mayor o menor, para transportar piedras, madera o todo aquello que pudiera servir, sin pedir ninguna retribución por ello, ya que la retribución era la catedral misma, edificio ideal para cualquier pueblo de fieles. Uno no debe sorprenderse de esto, ya que la catedral había sido concebida para todos, como una auténtica ciudad en la ciudad, un centro neurálgico que se desprendía de la aglomeración de las viviendas privadas.

Cualquier ciudad antigua ha nacido para ser sagrada, para constituir el templo y el lugar de reposo listo para el dios que le da nombre y la protege. Ninguna ciudad antigua fue concebida como algo diferente del hogar de un dios. La catedral ejerce la misma función en el interior de la ciudad medieval. Como veremos a continuación, los ritos de fundación de las ciudades pueden ser asimilados a los de las catedrales. Si la ciudad es el lugar en el que un dios reposa, la catedral es el lugar en el que sus criaturas pueden encontrar reposo.

En los templos antiguos, el dios se manifestaba a través de los fenómenos naturales; en épocas posteriores, los hombres consideraban que este mismo dios tenía que ser honrado en un lugar especial, y fundaron las ciudades para que se convirtieran en el lugar del reposo y de manifestación del dios. Por último, se consideró que era necesario erigir un templo, un lugar delimitado en el que el dios pudiera estar bien, y los hombres con él.

La delimitación de un espacio «sagrado»

Resulta sorprendente observar que, en un momento de la historia, el ser humano haya tenido la necesidad de preparar un espacio apropiado en el que albergar la alegría «natural» de la contemplación de la divinidad, mientras que anteriormente eso no había sido necesario porque era posible adorar a la divinidad en cualquier lugar. En todo caso, se trata de una señal de una cierta degradación dentro de la naturaleza y también del hombre. Se requirieron muchos pasos (artificiales, es decir, producidos por el hombre: el dios, por el contrario, evita las leyes humanas y edifica la ciudad celestial de Agustín) para que se llegara a concebir la necesidad de habitar juntos y de reservar en consecuencia un espacio delimitado para la divinidad. De la naturaleza, que ya constituía un templo, se pasó, por tanto, primero a su reproducción, que fue la ciudad. En la ciudad se observó enseguida la necesidad de una división posterior, representada por el «lugar separado», es decir, el edificio de culto.

La catedral es el punto de llegada cristiano de estos pasos, y la ideología que sirve de base para su existencia también puede ser ilustrada por un célebre adagio islámico: se dice que si el profeta Mahoma no puede llegar a la montaña, la montaña irá hasta Mahoma. Si los hombres no consiguen alcanzar y habitar el lugar divino, este les alcanzará en forma de revelación. Así nació el deseo de construir una ciudad que representa el contenido de la revelación, y en el interior de la ciudad, un edificio que ejerce esta función. Por consiguiente, es posible reconstruir la montaña celestial, y esto mediante un proceso de herencia y de transmisión de saber y creencias entre los hombres de épocas diferentes.

Símbolos: montañas, cavernas y cabañas

La catedral no es únicamente la traducción tangible de la ciencia arquitectónica de los Antiguos y los Modernos, sino que constituye también un lugar de protección, de reposo, así como una ocasión festiva. Este valor se le otorga por el hecho de su significado, que surgió de la asimilación del edificio o de una de sus partes (el pórtico) con símbolos que el hombre, desde siempre, ha relacionado con lo sagrado, como las montañas y las cavernas.

El Pórtico Real de la catedral de Chartres. (© John Pole)

El perfil de la catedral, en particular de la catedral gótica, recuerda el de una montaña, con sus picos representados por los campanarios y las agujas. El pórtico, por el contrario, se abre como la entrada de una caverna. No debemos olvidar que los santuarios más antiguos de los hombres primitivos estaban precisamente constituidos por las cavernas y las grutas excavadas de forma natural en la montaña. Guénon estudió ampliamente el simbolismo de la montaña y de la caverna. Siempre aparecen asociadas, y la cavidad interior representa el reflejo oscuro de la cumbre iluminada. Así pues, su relación sería análoga a la que existe en el interior del cuerpo humano entre la cavidad del corazón y la cúspide de la cabeza.

LA GRUTA, LUGAR DE APARICIÓN

Las «apariciones celestiales» suelen tener lugar dentro de grutas, como la célebre aparición de la Virgen de Lourdes, en la que María se apareció a Bernadette Soubirous. La gruta se abre en la base de una montaña, que abunda en cavernas y que ha sido reconocida por los arqueólogos como un lugar de culto prehistórico.

En el imaginario antiguo, las cavernas solían estar protegidas por figuras temibles y monstruos. En las fábulas, estas creencias reaparecen en la figura del dragón que protege el tesoro escondido en la oscuridad subterránea. Los monstruos, los grifos, los animales fantásticos, son entidades que, en general, protegen los pórticos de las catedrales, tanto románicas como góticas.

El hecho de atravesar el pórtico de una catedral se convierte entonces en una experiencia que recuerda la entrada a una cabaña sagrada, plagada de peligros, cabaña que en las civilizaciones tribales era el lugar destinado para las iniciaciones. Estas cabañas solían estar provistas de puertas de acceso que recuerdan la forma de una boca, de una garganta, como la de un ser monstruoso dispuesto a devorar a quien entre.

El término garganta, de hecho, sirve para indicar los lugares en los que la tierra parece un planeta vivo, que alberga a seres vivos y en ocasiones los devora. Se trata de lugares en los que la tierra se abre adoptando literalmente la forma de una cavidad, que puede ser percibida como una boca. La gruta del Arcángel San Miguel, del monte Gargano de Pouilles y el Mont-Saint-Michel, situado entre Bretaña y Normandía, por citar tan sólo algunos ejemplos entre los más conocidos, se erigen precisamente en lugares en los que existen estas «gargantas».

SAN MIGUEL ARCÁNGEL

En general, los lugares dedicados al arcángel San Miguel guardan estrecha relación con los abismos, parecidos a una gran garganta dispuesta a devorar. Es probable que en la cultura cristiana los abismos listos para tragarse al hombre hayan sido asimilados a las apariciones del diablo y, por tanto, confiados a la guardia de su gran adversario, el arcángel San Miguel, con su resplandeciente espada.

Vista general del Mont Saint-Michel, uno de los lugares más conocidos relacionados con el nombre del arcángel Miguel

En las cabañas iniciáticas de la Antigüedad, o en los hogares de las tribus primitivas que han sobrevivido a la amenaza de la modernidad, la entrada correspondía al inicio de un recorrido amenazador; su travesía constituía una prueba difícil de superar. El candidato se preparaba para entrar en la cabaña a través de la «puerta-garganta», convencido de que probablemente no saliera de ella con vida. Mientras afrontaba la prueba, pensaba que estaba a punto de desafiar un abismo devorador, y que se encontraría con entes capaces de destruirlo. Si superaba la prueba, salía, sin embargo, como regenerado, como «otro» hombre, dispuesto a entrar en el «mundo de los hombres».

Este conjunto de imágenes y de recuerdos ancestrales se ha transformado a lo largo de los siglos, hasta el punto de que hoy no es más que un recuerdo, suficiente no obstante, para despertar los antiguos temores provocados por las «bocas del infierno», aunque sólo sea cuando se trate de cruzar umbrales particulares.

La catedral en sí, al tiempo que constituye la imagen de la ciudad divina, está asociada a momentos de paso y a figuras infernales y temibles. Realmente está construida para todos, y para entrar en el lugar que le hará erguirse, el ser humano tiene que pagar, por tanto, su peaje «iniciático».

De este complejo enmarañamiento de significados, de cosas sagradas y de figuras amenazadoras, nació también la intuición del escritor Victor Hugo, que narró la historia de Quasimodo, el campanero jorobado de Notre-Dame.

La imagen de la catedral, símbolo de la ciudad celestial, y la imagen de la catedral como símbolo de la montaña, y también de la cabaña iniciática, son arquetipos, es decir, modelos primitivos que siguen teniendo influencia sobre los hombres. Algunos han conservado a lo largo de los siglos la imagen del arquetipo, otros la han adaptado a las nuevas enseñanzas. Es el caso de las catedrales, que son el resultado de la adaptación al mensaje cristiano de la imágenes de la montaña y de la caverna.

Un lugar de reunión no exclusivamente litúrgico

En la actualidad, entramos en las iglesias en silencio. Los oficios no pueden ser molestados. Sin embargo, en la Edad Media, las catedrales eran también el lugar elegido para ritos de carácter popular. Esta es una de las diferencias más evidentes entre la catedral medieval y la que conocemos ahora. En el pasado, en las catedrales se reunían, por ejemplo, las corporaciones de artes y oficios para problemas relativos a sus miembros, problemas que casi nunca guardaban relación con la liturgia. Estas reuniones tenían lugar de manera solemne, por lo menos una vez al año, bajo las bóvedas de la catedral, en las que se bendecían las obras de arte, es decir, las mejores obras de las diferentes artes. En la catedral también se podían vender productos, discutir el precio del trigo, del ganado, de los tejidos: la catedral, por tanto, era un lugar de reunión que ejercía una función similar a la que tenía en la antigua Roma el fórum, o la basílica, que era el edificio más importante.

NOTRE-DAME DE PARÍS

La novela de Victor Hugo (1802-1885) se sitúa en París en el año 1480, y narra la historia de Quasimodo, el campanero deforme de la catedral, que intenta raptar a la bella Esmeralda por órdenes del arcediano Frollo. Sin embargo, Esmeralda es salvada por el capitán Phoebus, de quien está enamorada. Después, Phoebus es asesinado por Frollo, que echa las culpas a Esmeralda y asiste impasible a su ejecución desde lo alto de las torres de la catedral. Quasimodo lanza a Frollo al vacío, y con el cadáver de Esmeralda entre sus brazos, se retira a morir al cementerio de los condenados.

Vista de conjunto de la catedral de Notre-Dame de París, en la que vivía el campanero Quasimodo. (© John Pole)

Actualmente, la catedral sigue siendo un lugar de reunión, pero reservado a las ceremonias litúrgicas «oficiales» y ortodoxas. En la Edad Media, se celebraban también fiestas y ritos populares que no tenían nada de liturgia, pero que eran apreciados por el pueblo. Así, se celebraba la Fiesta de los Locos, durante la cual se ofrecía una imagen ridícula y deforme de la jerarquía eclesiástica, en la que el Papa era seguido por los obispos y por el pueblo de fieles personificados por actores. Era una forma espontánea de teatro popular que podía permitirse satirizar a los hombres de Iglesia. Según la descripción proporcionada por Fulcanelli, algunas ceremonias se inspiraban en ritos paganos: la Fiesta de los Locos era seguida por el Triunfo de Baco, una especie de Carnaval durante el cual los participantes llegaban a desnudarse. Los alumnos de las escuelas de la catedral reaccionaban a estas provocaciones cantando himnos del mismo tono: «¡Este día es el más claro de todos los días! ¡Este día es realmente el día de la fiesta!».

También se celebraba la Fiesta del Asno o del Poder Asnal, que proporcionaría «a la Iglesia el oro de Arabia y el incienso y la mirra del país de Saba». Esta parodia de significado incierto parece haber utilizado un argot secreto parecido al de los cabalistas. La ceremonia comportaba también la entrada triunfal de un asno por debajo de los arcos de la catedral, entrada consentida por los celebrantes, evidentemente; al asno se lo llamaba Maestre Aliborón, y entraba durante la misa, tras la lectura de la epístola.

El erudito polonés Witkowski (citado por Fulcanelli), que se interesó por los temas profanos (laicos) representados en las iglesias, afirma, en relación con la catedral de Estrasburgo, que «el bajorrelieve de uno de los capiteles de los grandes pilares reproduce una procesión satírica en la que se ve un cochinillo cargado con una pila de agua bendita, seguido por algunos asnos con hábito sacerdotal, así como unos monos que llevan diversos atributos de la religión, e incluso un zorro encerrado en una jaula. Probablemente se trate de una representación de la procesión del Zorro o Fiesta del Asno».

EL DERECHO DE ASILO

La catedral medieval era también el refugio de todos los desgraciados. Las personas perseguidas encontraban en ella asilo, y los enfermos recibían ayuda y cuidados. En Notre-Dame de París, quienes necesitaban tratamiento podían pasar la noche en una capilla iluminada, y recibían todas las mañanas la visita de un médico. Así mismo, la facultad de medicina realizó allí sus asambleas hasta el siglo XV.

Otras costumbres en las que se reconoce un significado relacionado con la cábala o con el hermetismo se desarrollaban todos los años en el interior de las iglesias góticas. Entre las más importantes figuraba la «Flagelación del Aleluya», durante la cual los monaguillos hacían girar sus peonzas, denominadas sabot (cabe destacar que existe también una interpretación cabalística del término sabot), en el exterior de la nave de la catedral de Langres.

Así pues, la catedral era la casa de todos, y constituía el centro ciudadano intelectual y moral, el corazón de la actividad pública. Pero también era una enciclopedia del saber medieval, representado y hecho comprensible mediante la abundancia de su decoración y la complejidad de sus representaciones. Se trataba de una imagen del mundo que dejaba ver la ilusión de la condición humana al mismo tiempo que su verdadera base. Los proverbios esculpidos en la piedra, las representaciones del ciclo estacional de los meses, tenían la misma función que la enseñanza oral que se había dado en el mundo celta por bardos y druidas.