CACHEOS

Me cachean y encuentran una maquinilla de afeitar.

—Esto no se puede tener. Nos lo llevamos.

—¿Por qué?

—Porque está prohibido.

—Pero si aquí todo el mundo las tiene. Las venden en el economato, además...

—No puede tener maquinillas de afeitar, Rabadán. Lo siento.

A la mañana siguiente, envío a un amigo al economato para que compre ocho maquinillas de afeitar, brocha y jabón. Antes de que aparezcan los funcionarios, me afeito y lo dejo todo claramente a la vista. Por la tarde, me cachean los mismos funcionarios de siempre y ya no vuelven a decirme nada de las maquinillas. Dejan que me las quede sin preguntar siquiera.

Dos meses más tarde, me entregan el lote higiénico, y el funcionario que los reparte me avisa que no puedo quedarme con las tres maquinillas que van dentro. Que eso no lo puedo tener. Que me las guardará en Paquetería y que se las pida cuando quiera afeitarme, que él se quedará delante mientras me afeito. Le contesto que de acuerdo, que muy bien, y no entiendo cómo es posible que encima de la pica yo tenga ocho maquinillas nuevas, dos usadas, jabón y brocha, y él lo esté viendo todo sin decirme nada. Se marcha y se lleva las tres maquinillas del lote (que, por cierto, no valen para nada ya que son tan baratas que en lugar de cortar le arrancan la piel a uno. Vale más comprarlas en el economato, como las que tengo en la pica).

Desde que he llegado a este lugar me quitan las maquinillas de los lotes higiénicos y no me dicen nada por las que tengo amontonadas en la pica. Misterio.

Me registran todos los días por la tarde, me lo revuelven todo aunque la celda esté prácticamente vacía. Todas las tardes, buscan y rebuscan no sé qué. Continuamente mascullan y no dejan de decir que tengo demasiadas cosas y que las he de guardar en Paquetería (solo tengo dos mudas de ropa, cuatro libros, dos carpetas y los bártulos del afeitado). Un día me harto y hablo con un funcionario amigo mío para que me deje coger todas mis cosas de Paquetería. Las recojo todas: radio, televisor, carpetas, libros, partituras, ropa de invierno, de verano, montones de bolígrafos y lápices de colores, rotuladores, etcétera. Lleno la celda. Por la tarde, cuando vienen a registrarme los de siempre, se quedan sorprendidos de ver de golpe tantas cosas. Cuchichean entre ellos, indecisos, lo miran todo desde la puerta con aire de hastío y se marchan sin registrar nada. Desde entonces, hacen siempre lo mismo: se quedan en la puerta sin entrar, mirando mis cosas con expresión entre fatigada y entristecida, y se van sin registrar. Otro misterio. Ya no me dicen que tengo demasiadas cosas y que hay una orden del director que prohíbe expresamente que yo tenga mis pertenencias en la celda. Sin embargo, dicha orden debe existir porque, si no, no se explica por qué siguen viniendo, sabiendo como sé que el hecho de subir los dos pisos desde el búnker hasta mi celda les arranca lágrimas de los ojos. Así pues, vienen, cumplen la orden pero, en el momento culminante, vacilan y se marchan. Supermisterio.

En Brians, en Psiquiatría, no se pueden tener cuchillas. Si te encuentran alguna, en la celda, significa un parte. Aquí, en Quatre Camins, las venden en el economato. Aquí, el celo o el pegamento en tubo están prohibidos. No hay ni los venden, y si te pillan con algo de eso es un parte. En Brians, en toda la cárcel, venden celo y pegamento en los economatos. En Brians está prohibido tener radiocasete con compact disc. Aquí, no puedes comprar un radiocasete sin CD porque todos lo llevan y por lo tanto uno está obligado a comprarlo con CD. Pero, claro, si uno vuelve a Can Brians con el casete con CD de Quatre Camins, pueden pasar dos cosas: una, que te lo retengan en Paquetería; dos, que se produzca algún otro tipo de incongruencia misteriosa.

En la Modelo, en Psiquiatría, no se puede tener radio de ninguna clase. Está prohibido.

En Brians y en Quatre Camins, el dinero en metálico está prohibido. Si te lo encuentran significa un parte grave. En la Modelo puedes tener dinero en monedas, el que quieras (pero no en billetes). En Tarragona no se pueden tener monedas, sino billetes; pero los billetes no pueden ser superiores a cinco euros. El número de estos billetes que uno puede tener es indefinido.

En Brians, en Psiquiatría, te daban cada día cubiertos de plástico con la comida, y estaba prohibido tener los propios cubiertos de siempre porque no era tan higiénico como si te los daban nuevos todos los días. Sin embargo, en La Roca, era necesario conservar los cubiertos todo el mes porque no daban, y, si te quedabas sin, ya podías comer con los dedos. Ahora, aquí, en La Roca, dan cubiertos de plástico diariamente, y está prohibido tener cubiertos propios porque no es higiénico. Si te los ven las ATS, te obligan a tirarlos porque ellas te dan nuevos. Ahora, en Brians ya no dan cubiertos todos los días, sino que uno ha de guardar durante todo un mes los que vienen en el lote higiénico. Si uno se queda sin, tendrá que pedirle a alguien que le haga el favor de prestárselos.

En el economato de la Modelo venden paquetes de folios a diestro y siniestro. Pero carpetas no, porque parece ser que están prohibidas. En el economato no hay, y uno tendrá suerte si alguno de los educadores le proporciona una.

En el economato de La Roca no venden folios. No hay. No pueden venderse. Pero venden carpetas de todo tipo por un tubo.

Lo mejor es pasarse por la Modelo para comprar los folios y después venirse a La Roca para comprar las carpetas.

En Brians me confiscaban todas las cintas de casete que no eran transparentes, y también las originales de música clásica. Entonces, vengo aquí, a Quatre Camins, y me las dan todas. Una noche que me intento fugar me confiscan entre otras cosas las cintas que me habían dado. Vuelvo a Brians y allí me devuelven todas las cintas que un año antes ellos mismos me habían prohibido. Intento fugarme de Brians y, de nuevo aquí, en Quatre Camins, me prohíben estas cintas de música. Siguiendo el ciclo, se podría pensar fácilmente que si ahora intento fugarme de aquí me las devolverán nuevamente. Las misteriosas cintas prohibidas son las siguientes: el Bolero de Ravel; Las cuatro estaciones de Vivaldi; Claro de luna, de Beethoven; Entre dos aguas, de Paco de Lucía; una de Edvard Grieg y otra de música «disco» de los años ochenta.

En el economato, a la vista de los funcionarios, compro un cortaúñas; naturalmente, con la intención de cortarme las uñas. No me dicen nada, claro. ¿Qué van a decirme de una costumbre tan sana como la higiene personal? Una semana más tarde, viene uno de aquellos funcionarios a registrarme la celda (no por propia iniciativa, porque él estaba bien tranquilo tomándose un café) y me confisca el cortaúñas, un encendedor, el hilo y la aguja. Dos días después, ya he vuelto a comprar cortaúñas, aguja e hilo. Poco tiempo después, otro funcionario se lo vuelve a llevar todo junto con mis pastillas de Ranitidina y un par de Omeprazol.

Otro funcionario me preguntó si yo tenía autorización para los rotuladores y los bolígrafos. Los tenía todos metidos en un bote de Cola Cao para que estuviesen más ordenados, y se los quería llevar con bote y todo. Le dije que sí, que tenía un permiso firmado por el director y que si me lo pedía se lo enseñaba. Me dijo que no hacía falta y me los dejó. Naturalmente, yo no tenía ninguna autorización que dijese que podía tener un bote de Cola Cao lleno de lápices y bolígrafos. Nunca ningún director, por estupido que fuese, firmaría una autorización tan absurda.

Una funcionaria me dijo que yo tenía demasiadas postales pinchadas en el corcho. Otro me dijo que tenía pocas. Uno, que podía tener el mocho, pero no la escoba. Otro, que la escoba sí, pero que el mocho y el cubo tenía que bajarlos. Una se me llevó un trozo de bayeta verde Vileda porque estaba prohibido.

Voy al vis-à-vis y me registran de arriba abajo con el detector de metales que pita con los botones de la ropa. Me desnudan por completo y examinan la ropa para ver si hay algo escondido que pudiera ser un arma (supongo que para evitar que pueda «atacar» a la persona que voy a ver). En cambio, la bolsa de plástico que llevo en la mano y que me han hecho dejar sobre la mesa ni se la miran. Esa bolsa está llena de latas y de cualquier cosa que me haya venido en gana meter. Ni se la miran.

Otro hecho parecido: vienen a buscarme a la celda para bajarme al patio. Me registran del mismo modo, con el detector y todo eso. Cuando han acabado me dicen: «Vamos». Entonces, y con toda la naturalidad del mundo, cojo mi mochila, que está debajo de la mesa, me la echo a la espalda y bajamos al patio. Nadie ha mirado lo que hay dentro.

Ayer enseñé a un funcionario nuevo a registrar mi celda. En serio.

La cosa fue así: la jefa de módulo, que no mueve un dedo ni para rascarse la oreja, trajo a un funcionario para que hiciera el cacheo de costumbre. Este funcionario, pobre, era nuevo. Muy, muy nuevo. Yo diría que, perfectamente, podía ser su primer día. Como todavía hacía cara de buena persona, todavía no se había endurecido, se me enterneció el corazón cuando la jefa le dijo que hiciera el registro y se puso rojo y empezó a moverse rápido por la celda sin saber qué hacer. Se creía que la jefa lo vigilaba desde fuera pero, en realidad, ella se largó en cuanto él entró en la celda. Allí estaba el pobre chico, colorado como un tomate, con la cara llena de granitos de adolescente y, en una mano, el detector de metales, que no dejó de pitar hasta que descubrió que no tenía que apretar aquel pequeño botón que accidentalmente se le había quedado debajo del dedo pulgar.

Allí estaba el pobre muchacho, con el corazón acelerado, la raqueta pitando y pequeñas gotas de sudor en la frente, creyendo que la jefa de módulo estaba observándole... ¿Qué queríais que hiciese? No soy de piedra y me apiadé de él. Le expliqué el funcionamiento correcto de la raqueta y por dónde no tenía que pasarla, y cómo tenía que registrar el colchón y la ropa para ir más rápido. Como no cayó en la cuenta, también tuve que decirle que me registrara la mochila con la que me había venido después de la cena, porque seguro que la jefa de módulo se lo preguntaría después (ella siempre quiere mirar qué hay dentro).

—Ah, sí, sí –dijo agradecido.

Luego, cuando se dio cuenta de que no había nadie en la puerta controlándole, empezó a registrar lugares de los que yo no le había dicho nada. Miró debajo de la pica metálica y tuve que avisarle de que no lo hiciera de aquella manera:

—No, fíjese. Así, ¿lo ve? Tiene que ir con cuidado porque si alguien tuviera escondida allí una cuchilla, usted se cortaría los dedos.

—Ah, pero si lo he hecho con cuidado.

—No, no lo ha hecho con cuidado. ¿Cómo ha puesto los dedos?

—Así.

Y me lo mostró, como quien aguanta un pollito.

—Vale, así sí.

Entonces pasó algo fascinante. Aquel muchacho recién salido de su casa, a quien su madre aquella mañana había ayudado a arreglarse para que fuera bien guapo al nuevo trabajo, este chico, atención, estuvo a punto de marcar un hito en la historia de los funcionarios de prisiones... y encima en su primer día. Cuando yo, desde la silla donde estaba sentado tomándome un té calentito (le había ofrecido uno, pero me lo rechazó con timidez), vi lo que este chico estaba a punto de descubrir, pensé: Adelante, muchacho, adelante, estás acercándote, adelante, valiente, que tú vales... pero entonces pasó de largo y me quedé un poco decepcionado. Tampoco era culpa suya, y además era su primer día. Pero, no sé, lo vi tan cerca del... que por un momento me quedé como hipnotizado. Porque estuvo a punto de encontrar, prácticamente pasó rózandolo, el cortaúñas que tengo escondido desde principios de mayo. Solo le faltó un pelo. Lástima, hace tiempo que espero que alguien lo encuentre, y ya me siento un poco mustio de verlo siempre en el mismo escondrijo. Un poco triste.

(En otra ocasión, un funcionario encontró la tarjeta de compra que tenía escondida. Cuando llegué a la celda, la vi encima de la mesa y tuve una gran sorpresa. Me invadió una sensación extrañamente parecida a la alegría, y habría querido hacerle un montón de preguntas: «¿Y cómo fue? Explíquemelo, por favor, ¿cómo se le ocurrió mirar allá dentro? ¿Utilizó la raqueta? ¿Le llevó mucho rato?». Desgraciadamente, el funcionario que la encontró es una mala pieza y no pude preguntarle. No tenemos mucha relación.)

Parecía que nuestro muchacho ya había terminado y había salido, cuando volvió a entrar a toda prisa y me dijo que se había olvidado cachear los barrotes. Cuando entró pareció nuevamente contrariado, cayó en la cuenta de que no llevaba consigo la barra de hierro con la que tenía que picarlos. Le dije que ahora no era necesario, solo cuando los jefes de Servicios estaban cerca, para hacer un poco de ruido y ya está. Que por esta vez solo los mirase, que ya había cumplido. Le pareció una buena idea y entonces me dio las buenas noches y se marchó, contento y satisfecho de sí mismo. Sí, señor. Buen chico. Lástima que dentro de un año será un cabronazo. Qué vamos a hacerle. La vida.

Hoy han vuelto a venir a la celda la señorita Rosa y el chico de los granos. Si supiera su nombre no lo llamaría así, pero como tiene la cara llena, es el mejor seudónimo que se me ocurre. Esta vez me ha desagradado un poco su aspecto físico, porque uno de los granos, justo entre la nariz y la boca, encima de la comisura izquierda, ha crecido sorprendentemente desde anoche. No quisiera criticar a nadie por su aspecto, pero me era imposible apartar la vista de aquel grano cada vez que me hablaba. De color amarillento, transparente, muy tirante y casi a punto de reventar, diría yo. De hecho, creo que este grano no llega a mañana. Y además es enorme. Una lenteja panzuda. Si no revienta mientras va en coche, lo hará cuando esté cenando, o mientras duerma esta noche. Pero eso sí, reventará.

Dejándome llevar por el efecto granuloso desagradable, apenas le he dirigido la palabra... y también porque lo acompañaba la señorita Rosa y no querría que viese que me aprovecho de que su compañero desconoce por completo las normas para pasármelo bien.

La señorita Rosa es una mujer de belleza espectacular. Es rubia natural, con los ojos azules, unos pómulos siempre encarnados que le dan un aire ruborizado, labios carnosos, etcétera. Y digo «etcétera» porque solo imaginándose la cara de cualquier modelo rubia de una revista de modas a quien se le haya hecho una proposición deshonesta fuera de contexto con el propósito de encenderle las mejillas, ya está, la tenemos, la señorita Rosa. No hace falta describirla más, es tan guapa que su fisonomía pasaría del todo inadvertida en el canon de moda que vemos continuamente en los anuncios. Podría decirse que es aburridamente guapa y su cara, monótona de tan perfecta.

La señorita Rosa también es muy tranquila, siempre va muy relajada y habla con suavidad. Quien no la conozca, creería que la señorita Rosa está flirteando cuando se habla con ella por primera vez. Pero no, es así con todo el mundo: una voz suave y dócil, un corazón que late sin prisas. Me había dicho que antes era muy deportista, cinturón marrón de kárate. ¿Antes? No quise preguntarle antes de qué o de cuándo, porque solo tiene treinta años... o menos. No sé qué antes.

Sin embargo, hay algo que me choca en la personalidad tranquila de la señorita Rosa. Trabaja en esta cárcel desde hace casi cuatro años, así que un día, mientras le señalaba el pirulí central, le pregunté si desde allí se podía ver una bonita vista. Lo miró como si fuera la primera vez y, después de unos segundos de examinarlo haciendo visera con la mano, dijo que no lo sabía, que nunca había estado allí. Que nunca había subido.

—¿Y por dónde se sube? –le pregunté.

Dudó unos segundos más, lanzó algunas hipótesis hasta que finalmente reconoció que tampoco lo sabía. Entonces cambió de tema muy tranquila mientras bajábamos por la escalera en dirección al comedor. Pero yo no podía dejar de pensar que cómo era posible que alguien que haya trabajado aquí durante cuatro años no sepa por dónde se sube ni por dónde se baja. Ni, lo que es peor (¡una blasfemia para mi curiosidad innata y humana!), haber sentido el impulso de saberlo. Yo habría subido la primera semana y, después, muy posiblemente habría merendado un bocadillo algunas veces, contemplando el espectáculo maravilloso del sol deslizándose por las aristas de Montserrat al ponerse.

Bien, regresemos al registro de hoy.

Han irrumpido de repente en la celda.

—Tenemos que registrarle.

He cogido la silla y me he instalado en la esquina desde la que tengo mejor perspectiva. Me he llevado mi preciosa flauta malaya, porque no quería que por accidente me la rompieran. Es artesanal, de caña de bambú, y tiene un sonido dulcísimo. Además, es muy fácil tocarla porque no tiene tantos agujeros como la europea. El hombre o la mujer que la fabricó, ni siquiera colocó los agujeros bien alineados. Pero sí que se preocupó, y bien, de dar las distancias correctas entre tono y tono, y de no poner una croma de más o de menos.

La señorita Rosa (veterana ella) ha ido directa a la mesa para mirar las dos carpetas y al muchacho le ha tocado revolver toda la ropa aunque, en realidad, no tengo mucha. ¿Cómo lo ha hecho? A los pantalones de más arriba les ha vaciado los bolsillos, ha palpado las costuras y la etiqueta, y ha examinado con cuidado la cremallera y los botones. A los segundos pantalones, que estaban justo debajo de los primeros, les ha vaciado los dos bolsillos y ya se ha quedado satisfecho. Ha removido un poco el jersey, como si quisiera hacer salir un ratoncillo oculto. No ha tocado los últimos pantalones, tan solo les ha dado un vistazo rápido.

Cuando ha dado por registrado el vestuario, ha hecho un pequeño gesto de vacilación a derecha e izquierda, como el de algunos porteros cuando se les acerca alguien para chutar el balón. Pero menor, una especie de pequeño escalofrío indeciso.

Mientras nuestro intrépido joven de los granos la emprendía con nuevos objetivos y empezaba a registrar mi cama, la señorita Rosa ha seguido comprobando que yo no hubiera escondido ningún objeto peligroso entre las partituras de la primera carpeta, la de más arriba. Cuando la ha cerrado, no ha abierto ni levantado la más gruesa que había debajo. Entonces se ha mostrado interesada por ver la flauta que yo tenía entre las manos con la excusa de registrarla. Y mientras hablábamos de dónde procedía y de lo extraña que le resultaba la disposición de los agujeros (ella estudió flauta de pequeña), su compañero ha acabado con la cama, la mochila, las botas, la pica, la toalla y los utensilios de limpieza.

Después Rosa se ha marchado y ha dejado solo al chico con la tarea de registrarme la ropa que llevaba puesta. En fin, de desnudarme. Las mujeres nunca hacen esta labor.

He dejado encima de la cama la camisa, las bambas, los pantalones, un calcetín y, cuando ya estaba casi del todo desnudo y me estaba sacando el segundo calcetín, me ha dicho algo que no he acabado de entender. No se expresaba con claridad, no le oía bien, y además se trabucaba. Al fin he comprendido que lo que quería era que le diera la vuelta al calcetín, y que ya me podía vestir. Me ha dado las buenas noches y se ha largado.

Pero hoy, de nuevo, este chico me ha sorprendido. Ha hecho algo inesperado. Y es que justo antes de desnudarme, mientras Rosa se marchaba, ha mirado la lámpara empotrada en la pared y ha golpeado suavemente el cristal grueso con los dedos, alargando el brazo porque la lámpara está muy arriba, casi junto al techo. Este gesto me ha sorprendido y me ha dejado bien clara una cosa: este chico piensa. Si alguien encuentra el cortaúñas, será él. El cortaúñas no tiene la menor importancia. Lo importante es que, si este chico se queda en Psiquiatría, tendré que vigilar mucho dónde y cómo escondo las cosas. Hasta hoy no me había encontrado con ningún funcionario que se interesase por la lámpara empotrada, porque está demasiado arriba y bien blindada. Ay, este chico... Seguro que, a la larga, lo hacen jefe de Servicios o algo más. Porque... tiene madera. Vaya si la tiene. Dejemos que pierda la vergüenza, que descubra unos cuantos punzones por los módulos, que intercepte un paquetito con droga y, en poco más de un año o dos, tenemos un hijo de puta (con perdón) ocupado el santo día en hacernos la vida más difícil. Y encima, feo.