«Todos los hombres son mentirosos, inconstantes, falsos, charlatanes, hipócritas, orgullosos y cobardes, despreciables y sensuales; todas las mujeres son pérfidas, artificiosas, vanidosas, cotillas y depravadas [...], pero en el mundo hay una cosa sana y sublime: la unión de dos de estos seres tan imperfectos y tan horrorosos», escribe Musset en On ne badine pas avec l’amour (Con el amor no se bromea).
He tratado a los hijos de un matrimonio divorciado que, un año después de la separación, decidió volver a juntarse; el amor no había desaparecido cuando decidieron divorciarse, pero quedaba invisible tras la bruma de otros tormentos. Por otra parte, he hablado con padres que me han consultado conjuntamente cómo debían actuar para que su separación fuera lo menos dificultosa posible para su hijo y que, después de aclarar finalmente el funcionamiento de la pareja, han decidido continuar la aventura juntos. Naturalmente, hay situaciones que están demasiado adelantadas en violencia y desamor para hallar remedio, pero la reanimación es posible en más ocasiones de lo que se cree, evitando así la muerte de la pareja. En ocasiones es suficiente con podar las ramas del árbol que tapan la luminosidad del amor para que la familia reanude la vida. Entender las razones de las fracturas de las relaciones, los cambios de valores que comportan nuevas combinaciones amorosas, permite que nuestros movimientos emocionales reaccionen y que seamos un poco menos títeres de nuestro inconsciente. La presencia de niños justifica esta reflexión previa a la decisión de separarse. Prevenir es curar, en adelante.
Cuando pregunto a las parejas divorciadas sobre la intensidad del amor que inició su historia, nueve de cada diez me responden que se trataba de un amor fuerte o muy fuerte. El carácter oficialmente utilitario de una unión, el matrimonio «de conveniencia», tal como se conocía en el pasado o como existe todavía en otras culturas, ya no cuenta aquí y ahora. La independencia económica de las mujeres y sus nuevos derechos tienen mucho que ver en ello. Sin embargo, la seguridad económica sigue siendo un argumento oficioso en muchas uniones. Esto no impide que haya amor, pero la fuerza económica de uno de los miembros de la pareja puede tener un papel fundamental en su poder de atracción. Igualmente, la juventud o la belleza son otros atractivos que valen su peso en oro. Este tipo de unión no se produce cínicamente; simplemente, algunos se han construido afectivamente invirtiendo su libido en estas carencias. En su desarrollo afectivo (a causa, sin duda, de la forma en que fueron amados cuando eran niños) confundieron el verbo amar con el verbo poseer, mezclando posesión amorosa y posesión material, amalgamando el «ser amado» con el «tener», tanto aquel que «tiene» como aquel o aquella que «hace ver». Cuando este decorado desaparece, cuando se está al margen de la necesidad o cuando la necesidad renace, entonces se produce el fracaso amoroso, a menos que surjan otros relevos.
En el otro extremo del mapa del Amor, estaría el amor pasional. Normalmente lo genera un flechazo. El panorama amoroso entonces es más turbulento. Se congregan una atracción física intensa, una excitación sexual mayor, intensidad y violencia sentimentales, obcecación, exaltación emocional. Este big bang provoca en los amantes una evasión de la realidad que los rodea. En estos momentos de locura amorosa nacieron niños: se les ha denominado los hijos del amor. El regreso a la tierra es crucial para la supervivencia. Un amor sereno, romántico, hecho de comunicación, ternura, confianza, deseo, solicitud, tolerancia y afecto espera a menudo a la pareja cuando la pasión se disipa. Pero a veces ocurre que la bajada se realiza sin paracaídas y sin nada que espere debajo. En efecto, cuando estas dos personas se encuentran bajo el influjo del deseo y con la ilusión amorosa, el encuentro no va más allá del encuentro de los cuerpos. La unión es parcial y no va acompañada de eco emocional. Como los valores culturales y afectivos, el lenguaje, los centros de interés y la mitología personal no van al unísono, la camaradería no es posible. Y de estas uniones queda un recuerdo intenso y, a veces, un niño.
Si el flechazo inicia algo más de un tercio de las uniones, el camino más frecuente que conduce a formar una pareja es el conocimiento mutuo acompañado de un interés y una atención crecientes. Cuando existe deseo sexual, cuando los lenguajes de los corazones son complementarios y los valores culturales y afectivos se corresponden, la vida común se realiza.
Pero la mirada familiar y social conducida por valores materialistas o culturales puede invalidar uniones que, sin embargo, habían nacido del deseo corporal coronado con valores afectivos comunes. Entonces, la presión externa puede desunir. Las influencias familiares y sociales son agentes esenciales en la ruptura de muchas parejas. Si se entra en la casa común con un cargamento excesivo de vínculos familiares, que muchas veces son verdaderas cadenas llenas de pinchos, probablemente la pareja deba hacer muchos equilibrios. Es el caso de una familia que vive como un clan, en la que todos los elementos presentados, es decir, los yernos y las nueras, son considerados por los padres como indignos de sus hijos. También es el caso de Stella, la pequeña de tres hermanos, que no conoció a su padre porque abandonó el hogar cuando ella nació; por un mecanismo de repetición inconsciente, Stella se separó de su marido al nacer su tercer hijo. La vida de una pareja está sujeta a unos procesos transgeneracionales que no han sido decodificados a tiempo y que se toman por el destino.
Uno de los nuevos elementos sociales que influyen en la duración de la vida de las parejas es el consumismo que, al afectar a cada vez más ámbitos de la sociedad, invade también las relaciones entre dos personas. La presentación de las relaciones de las parejas en los medios de comunicación, donde prima el carácter espectacular de la guerra de sexos, es, sin duda, un factor que influye en las generaciones jóvenes, para las cuales los modelos televisivos se convierten en una imposición. Hace años, se permanecía en el ámbito familiar y uno intentaba adecuar la vida personal dentro de este. A partir de ahora, la adecuación de la vida personal prima y los sentimientos son los que dominan la vida de familia. Estamos todavía en un momento en que se produce un efecto rebote frente a las relaciones de parejas definidas hace dos o tres generaciones, cuando el lugar que ocupaban hombres y mujeres en la pareja distaba mucho de la igualdad.
A partir de esta desigualdad secular, se pueden entender ciertas reacciones de mujeres como ajustes de cuentas transgeneracionales. Y más cuando la sociedad ha dejado de condenar, como antaño, al soltero o la soltera con o sin hijos.
El elemento principal que se debe tener en cuenta es el aumento de la esperanza de vida. A pesar de que, en la actualidad, las parejas se deciden a vivir juntas más tarde, prolongando así la adolescencia en «adulescencia», las parejas nunca han tenido, a lo largo de la historia, la posibilidad estadística de vivir tanto tiempo juntas, con el consiguiente riesgo de crisis. Paradójicamente, el temor a envejecer no ha sido expresado nunca tanto, porque envejecer juntos es verse envejecer.
La idea de fundar un hogar es una expectativa principal, aun cuando no se manifiesta de entrada cuando la relación empieza. A esta idea se añaden, para cada miembro de la pareja, muchas otras expectativas conscientes o no, realistas o totalmente utópicas.
De la satisfacción o no de tales expectativas, de los conflictos que nacerán debido a estas insatisfacciones, de la capacidad de la pareja de dominar las divergencias, de la habilidad de cada uno de los cónyuges para controlar el estrés de la vida cotidiana dependerá la duración de la vida de la pareja.
Cuando los niños preguntan a sus padres por qué se han separado, la respuesta suele ser: «Porque ya no nos queríamos». Naturalmente, como cualquier obra de arte que no estuviera protegida, el amor puede erosionarse con el tiempo, perder brillo, gastarse por el uso y la rutina, y destruirse bajo las tormentas. La degradación se produce de forma insidiosa, con frecuencia a espaldas de los interesados, que, cuando se dan cuenta tarde, sólo puede constatar la magnitud de los daños. Sin embargo, mis observaciones, así como algunos estudios, indican que el amor, a pesar de haber evolucionado, muchas veces sigue estando presente hasta la separación. ¡No, no siempre es la desaparición del amor lo que lleva a la separación! Por otro lado, no habría tantas tensiones una vez efectuada la separación si no quedaran más que unas reliquias de amor. Si realmente reinase la indiferencia, no se darían estas guerras de trincheras o guerras de los cien años que suceden a tantas separaciones.
El odio, como si de una mala hierba se tratara, invade la tierra en donde la pareja había cultivado su amor y, con este paisaje, se acaba por no ver más que esta hierba, indestructible. Sembrada por las expectativas fracasadas, ha crecido bajo el sol negro de los conflictos y la falta de comunicación. Pero la tierra sigue siendo la misma, y la presencia de odio que acompaña a la ruptura no equivale a ausencia de amor. «Quien ama en exceso sabe odiar en exceso», escribió Aristóteles. Simplemente, si el amor es ciego, el odio es tuerto, y entonces la mirada que se dirige al otro se convierte en parcial.
Las disputas son normales dentro de una relación de pareja y existen en las parejas que están globalmente satisfechas de su relación. Pero en las parejas en crisis, se observa que las causas se atribuyen al carácter o a la personalidad del otro, y no a las circunstancias. Veamos una escena que se desarrolla en el marco de una relación satisfactoria: Juani se enfada con Sergio, porque ha dejado mil cosas suyas en medio del salón. Sergio refunfuña, pero no responde con dureza, y guarda dos o tres cosas, porque piensa que Juani está pasando por una época de estrés en el trabajo. Le dice que sabe que está estresada, pero que él también ha tenido un día cansado. Entonces le propone tomar un baño juntos, seguido de un masaje relajante cuando los niños estén en la cama; Juani se disculpa por haberse enojado. En el caso de una relación en peligro, Lisa se enfada y dice a Ricardo que será «siempre» un egoísta, que sólo piensa en su bienestar y que le da igual el de los demás. Ricardo, por su parte, no reacciona, rechaza el diálogo creyendo que Lisa es insoportable y que no cambiará nunca. El resultado lo escribe Musset en On ne badine pas avec l’amour (Con el amor no se bromea): «La euforia de los primeros días, luego la tranquilidad de los siguientes, y al final todo se había desvanecido, ella estaba sentada por la noche al amor de la lumbre y él junto a la ventana, sin decirse una palabra; su amor se había marchitado, y todos los esfuerzos para acercarse sólo conducían a riñas».
La cultura del amor es un arte delicado que la pareja experimenta de forma empírica teniendo como modelos diferentes experiencias: la forma en que cada uno ha sido amado, las relaciones de amistad, la manera como se ha querido a su alrededor (y especialmente la relación de sus padres) y su propia manera de haber amado anteriormente. La regulación de la distancia entre intimidad y libertad es un factor de equilibrio. La buena distancia emocional también. Se trata de adaptarse a las necesidades del otro en este ámbito y de saber moderar las pretensiones de las esperanzas vanas. Que el otro responda siempre a mis expectativas, que me ame sin condiciones, que me ame sin que yo tenga que esforzarme y me acepte tal como soy, que yo sea todo para él, que el otro sea siempre tal como era al principio de nuestra relación, que esté siempre de buen humor, he aquí algunas de las expectativas quiméricas, esperanzas condenadas a no ser satisfechas y, por lo tanto, generadoras de decepciones o de crisis de pareja. Cuando no se destacan más que los comportamientos negativos (ausencias, desprecios, negligencias, torpezas) y se es ciego ante las aptitudes positivas (aceptaciones, atenciones, servicios), la pareja acaba por adoptar predominantemente estos comportamientos negativos renunciando a los otros.
La capacidad de gestionar los conflictos es un elemento de pronóstico importante para la duración de una pareja. Además, el hecho de que estadísticamente los hijos de padres separados se divorcian más que los hijos de padres no separados podría explicarse por la falta de aprendizaje en la resolución de las divergencias conyugales, en la medida en que el modelo parental sólo ha propuesto la separación como solución de los conflictos. La falta de interés por lo que el otro propone, por lo que el otro piensa, la dificultad para expresar las sentimientos, para comunicarse, la falta de compromiso en la relación, la debilidad creativa a la hora de encontrar salidas cuando la relación se encuentra en un callejón sin salida, la falta de disposición para aceptar compromisos son como piedras lanzadas al jardín del amor. La facilidad para entrar en conflicto también es, naturalmente, una amenaza. Y, al revés, evitar sistemáticamente los conflictos también lo es, porque la discordia marca muchas veces un obstáculo en el camino de la pareja, y es conveniente superarlo, ya que no enfrentarse a él también dificulta el avance.
Aceptar la discusión es aceptar la búsqueda de compromisos y de soluciones. Mayoritariamente son los hombres los que tienden a eludir los conflictos. Se ponen tensos y adoptan una posición de silencio, de retirada, de encerrase en ellos mismos. Las mujeres suelen apostar más por trabajar la relación, buscan soluciones, abren la discusión y obligan a los hombres a enfrentarse a la realidad. Esto a veces genera violencia en el hombre, que se ve obligado a salir de su madriguera y responde con la intimidación o pasando a los hechos. Cuando se instala la violencia física o psíquica, tanto si es masculina como femenina, la pareja tiene los días contados. Y lo mismo ocurre cuando la mujer, más comprometida en la esfera de la relación, deja de confiar en la pareja y opera un repliegue emocional, que significa que se ha entrado en la zona roja. Es entonces cuando toda la historia de la pareja, incluidos los puntos positivos, es revisitada de forma negativa y se concluye con el sentimiento o la convicción de haberse equivocado de pareja o, peor aún, de haberse dejado tomar el pelo.
Cuando uno de los miembros de la pareja decide separarse es porque la pareja se convierte en un obstáculo importante para su evolución personal. Naturalmente, entre las causas de la separación se citan los problemas económicos, el alcoholismo, la violencia (mencionada por las mujeres) y la falta de entendimiento sexual (aludida por los hombres), aunque las más frecuentes son la falta de acuerdo emocional, el empobrecimiento de la relación y una disensión de los centros de interés, los valores y los objetivos.
La fidelidad es otra de las principales expectativas de los hombres y las mujeres que inician una vida en pareja. La confianza y la sinceridad son, para la mayor parte de nosotros, los principales significantes del amor. La paridad ya está en marcha y la infidelidad concierne de ahora en adelante, en Occidente, tanto a las mujeres como a los hombres. Se dice que la motivación es más sexual en los hombres y más relacional o afectiva en las mujeres. Es probable, ya que lo sexual y lo afectivo no se definen ni se expresan de la misma manera en los hombres y en las mujeres. Para justificar una infidelidad, se aduce con frecuencia insatisfacción sexual o afectiva, pero también se alegan otras «explicaciones», como una forma de ver si realmente se siente cariño por el otro en un periodo de dudas, el deseo de venganza o, más simplemente, de hacer pagar el precio de un «no-compromiso». También puede tratarse de una falta de confianza, de la inquietud de ser abandonado por el otro, y entonces la infidelidad representa una manera de no jugárselo todo a una sola carta. Pero no siempre el origen está en la propia relación de la pareja. En muchas relaciones extraconyugales interviene una necesidad de confirmar la capacidad de seducción, y cumplen una función de revigorizar el ego en un momento de poca autoestima. Asimismo, traducen una necesidad de aventura y de excitación nueva en alguien que no considera el adulterio como amoral. Finalmente, nadie está eximido de la posibilidad de enamorarse una segunda vez. La capacidad de atracción de la otra persona, aunque sólo sea por la novedad, también tiene un papel significativo, sobre todo si esta nueva relación anuncia más expansión personal y sigue a una insatisfacción en la relación previa. Pero hay parejas que han resistido y han apuntado en el asiento de pérdidas y ganancias los episodios de infidelidad, considerándolos fenómenos accesorios que no cuestionan lo esencial.
Evidentemente el estrés es una causa mayor de separación. Me refiero a los factores de estrés externos a la relación de pareja, pero que, al ser como ataques repetidos, deterioran la vida de la pareja. Al estrés de la vida cotidiana (problemas en el trabajo, estrés económico, estrés familiar, obligaciones, inconvenientes de la vida de todos los días), que va minando la relación de forma insidiosa, se añaden los factores más consecuentes (mudanza, enfermedades, muerte de una persona próxima, pérdida del empleo, problemas con los niños, menopausia, jubilación) que repercuten de forma más directa en la calidad de la relación de pareja. Se puede constatar que el grado de insatisfacción que se pueda tener en la vida de pareja es directamente proporcional a la cantidad de estrés que sufren los miembros de esta. El estrés origina que las personas se encierren en ellas mismas, que se refuerce el egocentrismo y la falta de disponibilidad de cara al otro. La consecuencia es que la pareja pasa menos tiempo en común y se reducen los intercambios positivos. La irritación, la impaciencia, la intransigencia van en aumento, mientras que la amabilidad, la empatía, la actitud comprensiva, la capacidad de escuchar y la atención hacia el otro disminuyen.
Para un mismo nivel de estrés, la capacidad personal para saber enfrentarse a este cuenta tanto como la coordinación y la sinergia de las aptitudes de cada uno para crear una habilidad de pareja. La gestión común del estrés implica que ambos miembros sean aptos para apoyarse mutuamente en las dificultades, para descargarse en el otro, para relevarse y llevar conjuntamente las dificultades comunes. La solidaridad, el ánimo, la confianza, el cariño son los pilares para construir la estructura de los programas de acción comunes que permitirán protegerse de los factores de estrés. Cuando estos elementos faltan, la ayuda de los terapeutas de pareja, que puede ser muy eficaz para prevenir lo irreparable, estará limitada.
Insistiré en el papel de los niños como en uno de los factores que intervienen en la separación. ¿Son un factor que favorece o, por el contrario, refuerzan el vínculo conyugal? Esta cuestión es crucial para los principales interesados. Veremos que cuanto más joven es el niño, más se cree el centro del mundo y más cree ser el origen de los hechos. Todo gira alrededor de su ombligo y, tanto si se siente culpable como si experimenta una cierta satisfacción, considera con frecuencia que él es responsable en parte de la separación. Todo el mundo admite que es necesario explicarle que no tiene nada que ver en la separación, pero los niños no siempre nos creen, y algunas veces con razón...
La llegada de un niño siempre es un acontecimiento de capital importancia en la relación de pareja, porque modifica profundamente el equilibrio de esta, las interacciones en la pareja, y redefine el papel de cada uno. Las cuestiones materiales pasan a ser de primer orden y se debe instaurar toda una nueva organización. Ajustarse a las necesidades del niño (sueño, alimentación, presencia, salud) ocasiona estrés. Al centrarse en el niño, cada uno deja de estar tan disponible para el otro.
Rafael es el padre de un niño llamado Max. Acudió a mi consulta porque tenía la idea de separarse. Recuerda que, cuando nació su hijo, su esposa estaba menos por él, le escuchaba menos, tenía menos atenciones y parecía que le exigía mucho más. Su esposa, por su parte, se lamentaba de que Rafael no adquiría suficientes responsabilidades, se comportaba como un niño, se iba con sus amigos a jugar al billar cuando ella tenía que quedarse con el bebé, volvía tarde por la noche y se irritaba si ella le hacía algún reproche. A estos elementos potencialmente perturbadores de la relación de pareja, hay que sumar los movimientos psicológicos y afectivos internos que se producen cuando uno es padre. Dichos movimientos originan cambios emocionales y actitudes nuevas. No resulta anodino ver que la esposa de uno se convierte en madre, ni tampoco lo es empezar a vivir con un padre. Las relaciones que hemos tenido con nuestro propio padre y nuestra propia madre pasan entonces a influir más en nuestras relaciones de pareja.
Un niño colma muchas de nuestras expectativas y crea otras nuevas. Se produce un reajuste y nuestras expectativas en relación con el otro miembro de la pareja cambian repentinamente. Débora y Simón eran una pareja unida desde hacía tres años cuando nació su hija. Su relación no tardó en alterarse. Débora dejó de estar a gusto en compañía de Simón. Ya no tenía ganas de él. No se mostraba agresiva hacia él, simplemente ya no lo deseaba, no se interesaba en absoluto por él, sólo tenía ojos para su hija. Débora se sintió colmada con la llegada de la niña. Reencontraba la simbiosis que había experimentado hacía tiempo con su abuela, que la había criado sola. En efecto, sus padres eran comerciantes y trabajaban demasiado para poder criarla convenientemente. Así pues, la confiaron a la abuela materna, viuda, que vivía en el campo, y la iban a buscar el fin de semana. Esto fue así durante siete años. La historia se acabó cuando falleció la abuela, quien, en el corazón de Débora, ocupaba el lugar de única madre. Con su hija, Débora reencontró el mismo tipo de amor, un vínculo con la vida y la muerte, que simbolizaba los mejores años de su vida. Cuando a los 7 años Débora volvió a vivir en casa de sus padres, unos desconocidos para ella, atravesó un largo periodo de depresión marcado por las dificultades escolares, mal identificadas en aquella época. Con el nacimiento de su hija, Débora volvió atrás, lastrada por el peso de su tristeza infantil. Sin saberlo, se convirtió en prisionera de su pasado. Y no veía que su compañero se alejaba de ella por despecho y se consolaba en los brazos de otra.
Puede haber otras reacciones, alimentadas por un pasado todavía vivo. El análisis de la situación en casa de Rafael, anteriormente citado, mostró que, con el nacimiento de su hijo Max, él revivía el nacimiento de su hermano pequeño. Después de haber sido el mayor durante cuatro años, soportó mal la llegada de un hermanito, ya que no entendía que sus padres le dejaran de lado por un bebé mucho menos competente que él (¡que no sabía ni hablar, ni caminar!). Entonces experimentó una regresión volviendo a hacerse pipí en la cama y hablando mal. Con el tiempo, nunca llegó a «digerir» realmente este nacimiento y las relaciones con su hermano no mejoraron hasta que cada uno se hubo establecido en pareja. De hecho, todo sucedió como si hubiera generado su Edipo particular en torno a su hermano. En efecto, durante cuatro años vivió con la ilusión de que su madre, que no trabajaba, fuera toda para él y que él fuera todo para su madre. De entrada no había asimilado la relación que unía a sus padres, en parte por culpa de una relación conyugal mediocre. Cuando nació su hermano pequeño, su madre desplazó una gran parte de su interés y de su amor hacia este último. Rafael renunció al fantasma edípico de ser todo para su madre, afortunadamente para él, pero tomó a su hermano por rival edípico, y no a su padre.
Normalmente, un padre es competente para absorber esta rivalidad, ya que propone protección y educación a cambio. No ocurre lo mismo con un hermano menor, y Rafael no pudo abandonar su rivalidad fraternal. Al nacer su hijo, revivió este conflicto afectivo con su mujer en el papel de su propia madre y su hijo Max en el de su hermano (el hermano de Rafael es el padrino de este niño...). Igual que después del nacimiento de su hermano, Rafael se sintió abandonado e hizo una regresión a una vida de juergas constantes con sus amigos. Una terapia de corta duración, seguida de un acompañamiento terapéutico de la pareja, permitió desenredar la situación y volver a tejer los lazos de la pareja, lo cual se vio facilitado por el hecho de que el amor entre los dos miembros de la pareja había permanecido intacto.
El nacimiento de un hijo no buscado, especialmente en el contexto de una pareja joven que decide unirse debido a esta situación, es un factor de riesgo importante de posterior separación, tal como confirman numerosos estudios. En efecto, la pareja no ha tenido tiempo de construir una identidad propia y ha pasado rápidamente a una unión de tres, antes de que cada uno haya acabado de elaborar su identidad personal. A ello hay que añadir las dificultades materiales y económicas de las parejas jóvenes que no han tenido tiempo de prepararse para fundar un hogar.
La ausencia de hijos, o un hijo único, tampoco carece de peligro para una pareja. Es más, no es raro que el motivo de ruptura sea el número de hijos que se desea tener. La implicación del padre en la educación de los hijos es otro argumento importante para la satisfacción de la mujer en su vida de pareja. La presencia de hijos implica, en términos globales, una disminución del grado de satisfacción en la relación de pareja (que no debe confundirse con la satisfacción de la vida familiar). Sin embargo, es un factor de estabilización de una pareja. En efecto, todo parece indicar que una unión sin hijos es entre dos y tres veces más frágil que un matrimonio con un hijo pequeño. Aclaro lo de «pequeño» porque, pasados los 6 años, este factor de estabilización de la pareja desaparece, y una pareja que llevara seis años de vida en común tendría el mismo riesgo de separación con o sin hijo. Mi abuela afirmaba que una pareja que sólo tiene hijas es más frágil. Pues los estudios parecen darle la razón, ya que la ausencia de un hijo varón está estadísticamente ligada a un riesgo más alto de divorcio. La razón de ello es, sin duda, que la implicación paterna (factor de estabilización de la pareja) generalmente es mayor cuando hay, por lo menos, un varón.
A los niños pequeños les gusta estar rodeados de gente y les encanta tener dos padres con ellos. Pero sienten deseos de exclusividad y, a veces, les cuesta compartir al padre o la madre con el otro (a pesar de que esto sea necesario para su desarrollo). Tanto la niña como el niño manifestarán sus celos rechazando, por ejemplo, al papá cuando este vaya a acostarlos y exigiendo que vaya la madre. A algunos padres que se toman esto al pie de la letra les cuesta vivir lo que consideran como un juicio de valor y un rechazo profundo. Entre los 3 y los 5 años, el niño siente intensamente la relación conyugal que une a sus padres y cree poder controlarla, a falta de poder alternar un progenitor detrás del otro. Esta rivalidad, calificada de edípica, puede llegar a formas muy duras para los padres. Los caprichos del niño, sus exigencias y su actitud pueden crear conflictos en la pareja sobre la educación que se debe adoptar.
Lea, por ejemplo, se muestra antipática todo el día con su madre: no obedece a las órdenes más elementales, arrastra los pies, saca la lengua y saca a su madre de sus casillas. En cambio, es encantadora y obediente con su padre cuando llega a casa y este, como sólo presencia algunas escenas, opina que su esposa es demasiado severa con su hija, y así se lo dice. La madre, que ya se siente fuertemente desvalorizada en su papel de educadora, reacciona todavía con más cólera, lo cual confirma a su marido el exceso de agresividad observado. Con frecuencia veo a parejas debilitadas por los antojos y los deseos edípicos de los niños de corta edad. Con algunas explicaciones y consejos sobre la conducta que se debe seguir, los padres adquieren perspectiva y se favorece el retorno a la armonía, eliminando a veces el germen de una separación anunciada.
Según he podido comprobar, la adolescencia es otra etapa de alto riesgo para las parejas. Los adolescentes adoptan comportamientos que ponen en peligro el equilibrio familiar. Las tensiones y los conflictos son cada vez más frecuentes, y las inquietudes también. Esto acaba perturbando la serenidad de las parejas, independientemente del grado de satisfacción que sientan por su relación. Los padres discuten sobre la actitud que hay que adoptar con el niño, situación agravada por juegos de alianzas más o menos conscientes entre el adolescente y uno de los padres.
Nos sirve de ejemplo Martín, de 14 años, que se opone permanentemente a su padre, cuyo comportamiento tilda de trasnochado; reivindica cada vez más libertad, no participa en nada en la vida de familia y la desvaloriza sistemáticamente. Se muestra cooperativo con su madre, a la que defiende desmedidamente cuando ella discute por una nimiedad con su marido. Entonces surgen conflictos entre los padres: ella le reprocha a él que «no se esfuerza» y que es «demasiado duro», y él la acusa a ella de «consentirle todo». En esta edad el niño puede aprovechar la menor brecha para inmiscuirse en la relación de sus padres, igual que haría un niño de 4 o 5 años. En el adolescente se reproducen los deseos amorosos edípicos (es decir, por sus padres), pero esta vez más molestos para todo el mundo, ya que tienen lugar en un cuerpo sexualmente maduro.
La adolescencia también es perturbadora para los padres, porque constituye el preludio de las despedidas. El hijo ya no es el mismo, se ha transformado físicamente de manera muy rápida. Su discurso, sus creencias y su actitud hacia ellos se han modificado rápidamente. Hasta entonces, crecía de forma progresiva, pero miraba siempre a sus padres con admiración. A partir de ahora, todo se cuestiona. Para algunos padres, y algunas madres en particular, esta pérdida es causa de depresión. El debilitamiento de uno de los miembros de la pareja o de los dos es, en sí mismo, una amenaza para el equilibrio relacional de la pareja. Este debilitamiento se ve reforzado cuando un abuelo, es decir, el padre o la madre de uno de los padres, enferma o fallece, ya que la adolescencia de los niños es contemporánea a un doble sentimiento de abandono en el padre y una reviviscencia de sus angustias de muerte.
La transformación que representa la pubertad puede provocar emociones intensas y difíciles de gestionar por parte de los padres. Más aún si el niño se parece a un ascendente depositario del afecto del padre cuando era niño. Severina, por ejemplo, reconoce en su hijo de 13 años los mismos rasgos y el mismo carácter de su hermano, al que ella quiso por encima de todo durante toda su infancia. Esto no le ayuda a marcar distancias con su hijo porque, al haber muerto su hermano, le cuesta revivir un alejamiento que ella asocia a la separación (definitiva) de su hermano.
Cristian tiene una sola hija, María. Al volver a casa, le gusta rodear con un brazo a su hija y con el otro a su esposa, y decir mientras las besa cuánto quiere a sus «dos mujercitas». Hoy María, de 16 años, es el vivo retrato de su madre a la misma edad (Cristian conoció a su esposa precisamente a los 16 años). Todo el mundo ríe cuando se equivoca con los nombres y llama a su mujer María. De pronto Cristian decide alquilar un estudio para instalarse en él, pero nadie lo entiende. No hay amantes, ni conflictos serios que justifiquen tal decisión. A veces las parejas se rompen cuando un hijo se hace mayor, y estas rupturas pueden interpretarse como un alejamiento de la célula familiar, convertido en una necesidad por el aumento de la amenaza de índole incestuosa. Asimismo, en padres de adolescentes puede producirse el despertar de su propia adolescencia. Las preguntas existenciales de este periodo, las angustias y los momentos depresivos salen a la superficie. Las renuncias hechas en su momento para entrar en la vida adulta, los ideales enterrados bajo los imperativos de la realidad se vuelven a despertar.
Ante las transformaciones marcadas por la pubertad de su hijo, el adulto toma conciencia bruscamente de la brevedad del tiempo. Mira de otra manera su existencia. Reinterpreta sus esperanzas y sus sueños de juventud. Es la hora del primer balance. Entonces, en muchos casos, decide reorganizar su vida en función del tiempo que le queda y no en función del tiempo que ha transcurrido, porque lo hace con la ilusión de que es posible un nuevo punto de partida. Es la crisis del ecuador de la vida, hacia los 40-45 años, que coincide con la adolescencia de los niños. Si la pareja es frágil, puede romperse fácilmente debido a estos corrimientos del terreno afectivo. El ímpetu juvenil de los adolescentes en la fuerza de su deseo, de su belleza, de su sexualidad altera y hace despertar de nuevo los deseos enterrados de los padres. Se observan reacciones de repliegue en uno mismo con crisis de identidad, dudas, falta de autoestima, relacionadas con el sentimiento de estar envejeciendo.
David tiene 45 años, está casado desde hace veinte y tiene tres hijos. Uno de ellos, el de 18 años, sale desde hace poco con una chica. Proveniente de una familia judía tradicionalista, David decepcionó las expectativas familiares casándose, al alcanzar la mayoría de edad, con una mujer de religión católica. No obstante, la pareja unida siempre ha despertado la admiración de su entorno. Sin razón aparente, David fue presa de una gran pesadumbre y acabó dejando a su mujer para irse a vivir con una amiga de la pareja, una mujer de religión judía con quien rápidamente tuvo un bebé. Jamás ha hablado de enamoramiento ni tampoco de desamor respecto a su esposa. Dice: «No entiendo qué me ocurrió», y reprocha a su mujer que le pidiese que escogiera a una de las dos. Había llegado a la edad que tenían sus padres cuando él se había emancipado y se había unido con la futura madre de sus hijos. Su hijo mayor tiene la edad que él tenía entonces. Sintiéndose envejecer y superado por su hijo, a través de esta nueva unión se reconcilió simbólicamente con sus padres, identificándose con ellos y volviendo a una filiación tranquilizadora y protectora como la infancia.
Otra reacción, relacionada con la famosa crisis de los cuarenta, es que el padre empiece a ocuparse de su cuerpo e, identificándose con la adolescencia, busque aventuras amorosas. Por esta razón Oliver, de 43 años, después de una vida de pareja «sin historias» desde hacía quince años (la edad de su hijo Nicolás), acaba de abandonar a su compañera para juntarse con una chica de 20 años. Esto es válido para el hombre y también para la mujer. La menopausia puede ser vivida como una alteración de la feminidad, pero también como una forma de liberación, una «supresión de las reglas» que dictan la conducta de una mujer casada, lo que comportaría el despertar de deseos de todo tipo, especialmente afectivos. En definitiva, deseos de una nueva vida.
La separación de las parejas responde a la erosión del amor, pero la pérdida de amor no es el verdadero motivo de las rupturas. Las separaciones tienen unas causas subjetivas y otras que lo son menos. Tienen, como las uniones, sus propios misterios. Las separaciones que no se desean profundamente pueden evitarse, y las dificultades matrimoniales pueden tratarse de otras maneras que no sean la separación. Según mi experiencia, las separaciones conflictivas son las más perjudiciales para los niños. Evidentemente estas son más numerosas que las separaciones amistosas. Pero existen otras formas de negociar el fin de un amor o una evolución radical de este.
Algunas parejas continúan viviendo juntas, teniendo una vida social común, pero no comparten vida íntima. Es más, duermen en camas separadas. Los hijos se acomodan bien a esta forma de organización en donde persiste el vínculo parental, pero ha desaparecido el íntimo. Los niños perciben más o menos conscientemente esta situación y cada uno, según su nivel de desarrollo psicoafectivo, reacciona a su manera. Tom, de 5 años, intentará dormir en la cama de su madre, pero padre y madre intervienen de común acuerdo para poner las cosas en su sitio. En este contexto, otros llegan a eliminar el compromiso de una relación de fidelidad, y cada uno es libre de tener su ámbito afectivo y sexual privado, fuera del marco familiar. Si el niño lo sospecha, lo cual ocurre sobre todo en la adolescencia, se le dirá que la vida íntima de sus padres no es cosa suya.
Por último, he tratado a parejas que han decidido, a efectos prácticos, continuar siendo tales en el sentido clásico del término, pero no vivir bajo el mismo techo. Siguen estando unidas afectivamente, pero viven como padres separados, cosa que los niños entienden bastante bien.
En el caso de que el interés personal no se considere suficiente, la presencia de niños justifica el hecho de que la pareja busque la ayuda de un consejero conyugal o un terapeuta (médico o psicólogo) para que la comunicación sea más armoniosa. Cada miembro de la pareja tiene la oportunidad de llevar las riendas de su destino amoroso, sin estar sometido a los vientos contrarios de su inconsciente, a las influencias familiares y sociales o a circunstancias exteriores. Y si esto no siempre evita la separación, por lo menos sirve para sentar las bases de una separación en un clima de diálogo, antesala de una buena coparentalidad futura.