PRIMERA PARTE
HISTORIA Y PRÁCTICA
DE LA ADIVINACIÓN

La adivinación y las sibilas

Los orígenes de la adivinación

Con el término adivinación se alude el conocimiento de hechos pasados, presentes o futuros que no se pueden localizar utilizando los cinco sentidos.

Etimológicamente, la palabra deriva del latín divinus, lo cual explica por qué se creía en el pasado que este tipo de conocimientos era fruto de la inspiración que otorgaban los dioses a ciertas personas que habían escogido para que difundiesen sus mensajes.

Este término goza todavía de una gran vitalidad, si bien en la actualidad en los ambientes científicos se ha sustituido por otras expresiones más concretas, tales como percepción extrasensorial, clarividencia, precognición y retrocognición, de las que hablaremos en el capítulo dedicado a los fenómenos paranormales.

El origen histórico de la adivinación, es decir, el deseo de apoderarse del misterio del futuro y de acercarse a lo divino, se pierde en la noche de los tiempos. Desde su aparición en el planeta, el hombre comenzó a interrogarse sobre los misterios de la existencia una vez que había cumplido con las obligaciones diarias que le garantizaban la supervivencia.

Tenemos que intentar imaginarnos a nuestros antepasados, obligados a afrontar cada día y cada noche una naturaleza hostil y repleta de insidias, esforzándose para conseguir la comida para sí mismos y para la familia o la tribu. Realmente es fácil creer que no tuvieran ni el tiempo ni el deseo de buscar otras cosas. Pero el ser humano, a diferencia de los animales, nace con un alma, y un espíritu que necesita alimentarse tanto o más que el cuerpo; y este alimento deriva también del conocimiento.

Imaginémoslos cubiertos de pieles de animales, sentados alrededor de una hoguera para contemplar un bello cielo estrellado o para calentarse a la luz del fuego. Seguramente empezaron a preguntarse cómo algunos acontecimientos podían tener lugar y qué extraña correlación cíclica permitía la alternancia de los días y de las estaciones. Seguramente existían fuerzas desconocidas que movían los hilos de la vida de los animales, de los hombres y de la naturaleza.

De esta forma, con el paso del tiempo, los seres humanos intentaron encontrar un punto de conjunción entre ellos y lo sobrenatural.

Tal vez fue a causa de los cambios climáticos (la alternancia de estaciones con características muy diversas, como del despertar primaveral de la vegetación al calor del verano, o el paso del reposo otoñal al hielo invernal) por lo que las poblaciones que vivían en climas templados fueron las primeras en ir en busca de lo trascendente.

Vemos aparecer de esta forma a los primeros astrólogos y adivinos del antiguo Egipto y de las florecientes culturas mesopotámicas.

En estas grandes civilizaciones antiguas, la religión era el fundamento de todas las actividades políticas y sociales, y por esta razón la adivinación fue considerada un acto oficial y se confió a la casta sacerdotal.

Este arte comprendía, por una parte, una serie de ejercicios para desarrollar las dotes de sensibilidad y, por la otra, el aprendizaje de símbolos, prácticas y lenguajes iniciáticos que se utilizaban para trabajar.

Estos estudiosos transmitían sus conocimientos herméticos y misteriosos sólo a algunos elegidos, si bien aconsejaban a reyes, faraones o príncipes, quienes recurrían siempre a su arte por considerarlo sagrado e infalible.

Los destinos de las naciones, las guerras, las victorias e incluso las derrotas se confiaban a las respuestas de estas personas que, según los lugares y las épocas, obtenían sus pronósticos de las estrellas, los animales, las piedras, las tabas y las conchas.

En la Grecia clásica la adivinación se confiaba a los oráculos. Solían ser mujeres que respondían en voz alta a las preguntas que se les planteaban. Vivían en templos dedicados a las distintas divinidades que las inspiraban e iniciaban su tarea de adivinación en estado de trance. La interpretación de sus palabras se realizaba a través de sacerdotes y de los propios consultantes.

En la Roma antigua se recurría también a la interpretación de los presagios (omen), es decir, a los acontecimientos simbólicos considerados como manifestaciones de la voluntad divina. Ejemplos típicos de ello son el vuelo de los pájaros, los truenos y los rayos, aunque también se obtenían señales premonitorias mediante el examen de las vísceras de animales sacrificados.

Con el paso de los siglos, el hombre se esforzó cada vez más en potenciar las propias capacidades de entrar en contacto con el mundo de lo sobrenatural y de lo divino y empezó a elaborar metodologías de un simbolismo cada vez más rico y refinado para desvelar el futuro con más fiabilidad.

Nacieron de esta forma las primeras planchas de madera en las que, más allá de la representación de distintos personajes, aparecían también símbolos gráficos obtenidos de la tradición y de la escritura sagrada hebraica. Evidentemente, la lectura y la interpretación de estas láminas eran bastante complicadas y precisaban largos años de preparación y de estudio, por lo que estaban reservadas a un círculo de personas restringidas.

El nacimiento de la cartomancia

Acercándonos a tiempos mucho más cercanos a nosotros, tenemos que llegar hasta el siglo XIV para encontrar por primera vez cartas similares a las que conocemos en la actualidad.

Se utilizaban principalmente para los juegos de sociedad. Según la mayor parte de los historiadores, su divulgación como instrumentos para predecir el futuro se remonta sólo a una época más tardía.

La primera baraja que se utilizó fue la del tarot, compuesta de 22 cartas simbólicas llamadas arcanos mayores y de otras 56, llamadas arcanos menores, subdivididas en cuatro palos de 14 cartas cada uno (bastos, copas, oros y espadas).

Los arcanos mayores, muy coloridos, representan personas (emperador, papa, papisa, emperatriz, ahorcado, ermitaño, mago, amantes, etc.), objetos (carro, rueda de la fortuna, etc.) y seres con connotaciones mágicas (luna, demonio, etc.); además de las figuras principales incorporan también simbolismos herméticos.

Empieza con la carta n.° 0, el Loco, que en síntesis representa el hombre esclavo de la materia, y acaba con la n.° 21, el Mundo, que representa lo absoluto y el acabamiento. Simbolizan la evolución que realiza el hombre para desarrollar todas sus capacidades y su aceptación de los designios del destino. Representan las capacidades, los obstáculos, los instintos, las debilidades que el ser humano tiene que utilizar o afrontar en su camino hacia la realización espiritual.

Tres arcanos mayores: el Mundo, que representa la diosa de la vida; el Loco, que simboliza al ser inconsciente y pasivo; la Emperatriz, que se refiere a la rapidez mental y a la versatilidad de las ideas

Los 56 arcanos menores no presentan figuras alegóricas particulares, pero también poseen una simbología esotérica. Cada palo comprende desde el número uno (as) hasta el diez, además de cuatro figuras: el rey, la reina, el caballo y la sota. No es posible establecer si los arcanos mayores y los menores nacieron a un mismo tiempo o en periodos históricos diversos. Según algunos estudiosos, los primeros pueden ser el trasunto de ciertos jeroglíficos egipcios que, misteriosamente, contenían la sabiduría del antiguo Libro de Toth.

Este texto era un tratado filosófico, mágico y religioso. Se creía que quien fuera capaz de comprenderlo e interpretarlo podría acceder al conocimiento de los poderes más ocultos y misteriosos.

Durante la Edad Media, los conocimientos que contenía se difundieron oralmente entre las tribus nómadas de cíngaros en Europa. Posteriormente, eruditos anónimos los tradujeron en dibujos, de forma que sólo los iniciados pudieran comprenderlos: de esta forma nacieron las 22 láminas de los arcanos mayores.

El simbolismo profundo del tarot está relacionado con el árbol de la vida cabalístico, relacionado a su vez con la magia. Se trata de un esquema que sintetiza la evolución del universo a partir de su génesis y que reúne las bases de varias disciplinas, entre las que encontramos la numerología y la astrología.[1]

Hasta el año 1700 todos estos conocimientos permanecieron confinados en estrechos círculos de iniciados (templarios, rosacruces, masones, etc.). Hacia finales del siglo XVIII, poco después de la campaña napoleónica en Egipto y del descubrimiento de la piedra de Rosetta, es cuando comenzaron a descifrarse los jeroglíficos egipcios y se difundió el interés por los aspectos esotéricos del tarot y comenzó a utilizarse como un medio de adivinación del futuro.

Uno de los primeros manuales sobre la adivinación con cartas fue escrito en este periodo por el francés Jean François Alliette, más conocido con el seudónimo Eteilla, quien sostenía, entre otras cosas, que estas láminas habían sido creadas antes del diluvio universal bajo la dirección de Hermes Trismegisto en persona.

Entre los discípulos de Eteilla destacó Mademoiselle Lenormand, que nació en Alençon en el 1772 y murió en París en el 1843, y que puede ser considerada la madre de la cartomancia moderna. Fue muy famosa en su tiempo y por su salón pasaron los nombres más importantes de la nobleza de Francia. Josefina Beauharnais y el mismo Napoleón I la tenían en gran consideración, y la historia cuenta que el emperador la consultaba antes de las grandes batallas.

Apodada «la sibila del Faubourg Saint-Germain» en recuerdo de las videntes de la antigüedad, elaboró con su maestro un sistema personal para la interpretación de las antiguas cartas del tarot.

A ella se debe también la utilización de una baraja menos compleja, formada por 52 cartas, también divididas en cuatro palos (corazones, tréboles, rombos y picas). Se eliminaron tanto las 22 láminas de los arcanos mayores como los caballos de cada palo comprendidos en los arcanos menores.

A cada una de las cartas restantes se les atribuyó un simbolismo particular, un dibujo que representaba las costumbres de la época de la Restauración, y un nombre (el Gran Señor, el Sacerdote, la Mujer Casada, el Mensajero, el Criado, la Amante, el Amante, etc.). La baraja resultante fue la primera versión de la llamada baraja de la sibila.

EL ÁRBOL DE LA VIDA

Historia y leyenda de las sibilas

En la antigua Grecia, el nombre sibila se atribuía a una sacerdotisa encargada de dar a conocer los oráculos de Apolo.

Son numerosas las leyendas aparecidas acerca de esta mítica figura. Según algunas versiones, la primera sibila fue una joven del mismo nombre, hija del troyano Dardano, que poseía unas capacidades proféticas tan grandes que todas las adivinas que la sucedieron acabaron por llamarse así.

Otra tradición, en cambio, sostiene que la primera sibila no era una troyana, sino una hija de Zeus también llamada así por los habitantes de Libia.

La segunda fue Erífile, nacida en Tróade de una ninfa y de un padre mortal. Sus primeras profecías habían previsto la destrucción de la ciudad de Troya a causa de una mujer nacida en Esparta (Helena, mujer de Menelao).

Erífile vivió durante mucho tiempo en Samos y realizó muchos viajes. Después de una larga estancia en Delfos, sus ciudadanos mantuvieron como muestra de respeto la piedra sobre la que se subía para profetizar, la cual se veneró durante muchos años.

Sin embargo, la más conocida fue la sibila eritrea. La leyenda cuenta que, en cuanto nació, la niña creció al instante y empezó a profetizar en verso.

Desde muy joven, sus padres la obligaron a vivir en el templo de Apolo, donde fue consagrada al dios. Se dice que vivió «nueve vidas de hombre, cada una de ciento diez años».

Existe una tradición que afirma que la sibila eritrea y la sibila cumana (que toma su nombre de una localidad de Campania) eran la misma persona.

La sibila cumana ha tenido varios nombres: Demófila, Amaltea y Erífile. Vivía y profetizaba en una gruta, escribiendo sobre hojas de árbol las palabras de sus respuestas, de forma que cada una contenía sólo una parte. Después de dar su mensaje, abandonaba las hojas al viento, sin poderse recuperar nunca nada de lo que dijo.

Este mito ha sido muy apreciado por los poetas: lo han contado Virgilio y Juvenal, y también Dante lo ha citado en el Paraíso con los versos «así al viento en las hojas leves / se perdía la sentencia de la sibila».

Acerca de esta figura nacieron diversas leyendas, una de las cuales narra que el dios Apolo se encaprichó de ella y le permitió expresar un deseo. La joven pidió una larga vida. Apolo le hizo recoger un puñado de arena y le garantizó que viviría tantos años como granos de arena tenía en su mano, pero le puso una única condición: no podía volver a ver la tierra de Eritrea.

Desgraciadamente, la joven se olvidó de pedir también la eterna juventud. El dios se la prometió a cambio de su virginidad pero ella lo rechazó. Así pues, se hizo cada vez más vieja, pequeña y delgada. Al final, su apariencia era similar a la de una cigarra, por lo que la colocaron en una jaula en el templo de Apolo en Cuma. Cuando los niños le preguntaban qué deseaba ella respondía siempre: «quiero morir».

Su deseo se cumplió sólo cuando los habitantes de Eritrea le escribieron una carta, cerrándola con un sello hecho de tierra de su ciudad, haciéndola quebrar la única promesa que Apolo había puesto a su don.

La sibila cumana tuvo una notable importancia tanto en las leyendas como en la vida política de Roma.

Se cuenta que fue al palacio de Tarquino el Soberbio para vender sus nueve libros de profecías. Como el rey empezó a regatear sobre el precio, la mujer después de cada negativa quemaba tres libros, hasta que el pueblo, asustado por la ira de los dioses, lo convenció para que comprara los últimos tres que quedaban, que se depositaron y se conservaron en el templo de Júpiter Capitolino, protector de la ciudad.

Los ciudadanos romanos sentían una particular veneración por estos textos, que custodiaba un grupo de magistrados llamados decemviri.

Durante todo el tiempo de la república, los libros sibilinos ejercieron una gran influencia sobre la religión romana, puesto que contenían cultos nuevos y descripciones de sacrificios expiatorios, destinados a recurrir a los dioses para afrontar situaciones imprevistas.

Los libros sibilinos se destruyeron en el año 83 a. de C. durante el incendio del templo de Júpiter Capitolino, mientras Sila se abría camino hacia Roma luchando. Sobre este propósito el dictador cuenta que, mientras se encontraba todavía en Campania, se le acercó un siervo preso de furor divino. Le dijo que venía a anunciarle una victoria aplastante pero que si no se daba prisa, el Capitolio sería reducido a cenizas. La predicción se cumplió tal como se había anunciado.

En el tumulto de la guerra civil no se pudo hacer nada para recuperar los textos de las profecías, pero siete años después, en el año 76 a. de C., se nombró a una comisión que se debía dirigir a Eritrea en busca de los oráculos sibilinos, lo cual confirma la creencia romana de que los orígenes de la sibila cumana tenían que buscarse en Eritrea. Con un paciente trabajo, los encargados consiguieron recomponer algunos libros, pero nunca se supo lo que contenían los originales perdidos. Se sabe de todos modos que consiguieron eliminar algunos versos apócrifos porque no coincidían con el rígido esquema utilizado: el acróstico. De este modo, se prevé que las letras que componen el primer verso del oráculo tengan que ser idénticas a las iniciales de los versos siguientes, de forma que las mismas palabras puedan leerse tanto en sentido horizontal como vertical.

Por ejemplo, las tres palabras oso, son y ono pueden estar compuestas en el acróstico:

OSO

SON

ONO

Con este sencillo ejemplo ya se da una idea de la dificultad de este tipo de composición, que estaba justificada por la importancia social y política que se le atribuía. Además, a los ciudadanos romanos no les estaba permitido poseer copias de los oráculos sibilinos: se trataba de un monopolio de Estado custodiado celosamente.

Durante el mandato de Augusto se completó la colación de los nuevos libros sibilinos que se trasladaron al gran templo de Apolo en dos urnas doradas.

Augusto, después de que en el año 27 a. de C. asumiera la carga de pontifex maximus, promulgó un edicto que ordenaba la entrega inmediata al pretor de todas aquellas versiones de los libros de las sibilas que no estuviesen autorizadas.

En esta ocasión, se quemaron más de dos mil volúmenes y sólo algunos escritos se incorporaron a la versión oficial. Pero evidentemente, el problema de las profecías no oficiales se presentó de nuevo periódicamente, también porque su difusión era útil a las distintas facciones políticas, que de esta forma podían dominar al pueblo supersticioso.

Después de todos estos acontecimientos, el texto original de las primeras profecías sibilinas se perdió casi completamente. En cambio, han llegado hasta nosotros doce libros de Oracula Sibyllina, recogidos en su forma actual por un anónimo ciudadano de Bizancio del siglo VI d. de C.

Se trata de un material heterogéneo, probablemente compuesto en épocas bastante diferentes y presumiblemente reorganizado por quien lo recogió para hacer que el texto fuera aceptable para sus contemporáneos. Esto explica el énfasis particular sobre el monoteísmo y la pureza moral que, probablemente, no estaba presente en los textos originales paganos.

También en los escritos de los padres de la Iglesia están contenidos muchos fragmentos de la sibila, citados o parafraseados y presentados como anuncios de la Encarnación, análogos a los de los profetas bíblicos.

Esta interpretación, que se convirtió en dominante en la Edad Media, está corroborada también por la égloga IV de las Bucólicas de Virgilio que, en forma de profecía de la sibila cumana, expresa una nostalgia intensa para una nueva era de paz y prosperidad, en la que no fue difícil a los comentadores sucesivos ver un anuncio de la llegada del cristianismo. Esto explica también el motivo por el cual Miguel Ángel representó a las sibilas sobre la bóveda de la Capilla Sixtina en un plano similar al de los profetas.

El oráculo de Delfos

Se trataba quizá del oráculo griego más famoso y tenía su sede en un santuario situado entre el Parnaso y el golfo de Corinto. Sus orígenes eran muy antiguos y su poder de sugestión estaba directamente unido a la misteriosa solemnidad del lugar.

Se abría en la roca un antro natural, rodeado de laureles. En las cercanías se podía oír el fresco manar del agua que brotaba de tres fuentes, la Castalia, la Casotis y la Delfusa.

Desde los tiempos más remotos en este lugar se obtenían respuestas adivinatorias mediante prácticas hidrománticas.

El lugar se consagró primero a Gea, la diosa de la Tierra, que fue más tarde sustituida por Poseidón y posteriormente por Apolo.

La leyenda cuenta que las ninfas de las fuentes enseñaron a este dios el arte mántico basado en la interpretación de las piedras que resbalaban.

En la época clásica, los oráculos de Delfos eran proferidos por una joven, elegida entre las vírgenes de la ciudad y apodada la pitonisa. Estaba sentada en la entrada del antro y pronunciaba sus respuestas en estado de trance. Para expresarse utilizaba no sólo las palabras, sino también lamentos y gestos diversos, que interpretaban los sacerdotes con la ayuda de tablas particulares.

La pitonisa profetizaba sólo nueve veces al año.

El historiador Heródoto da cuenta en este episodio del gran honor en el que se tenían las palabras de la pitonisa:

En cuanto se formuló este pensamiento [Creso] quiso tentar enseguida a los oráculos que estaban en Grecia y al de Libia, mandando mensajeros aquí y allí; algunos a Delfos, otros a Aba, en la Fócida, otros a Dodona. Algunos fueron mandados incluso al santuario de Anfiarao y al de Trofonio, otros al territorio de Mileto, la casa de los bránquidas. Estos son los oráculos griegos que Creso mandó interrogar [...].

Creso los mandaba porque quería poner a prueba lo que sabían los oráculos; con la intención de mandar, si se demostraba que conocían la verdad, una segunda misión diplomática para pedir si podía prepararse una expedición militar contra los persas.

Las instrucciones impartidas a los lidios que mandaba para tentar a los oráculos eran estas: empezando por el momento de su partida de Sardos, debían llevar la cuenta de los días que pasaban, y el día cien presentarse ante los oráculos, planteándoles esta pregunta: «¿Qué está haciendo ahora el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliato?»

Todo cuanto habían vaticinado los oráculos tenían que transcribirlo y llevárselo.

Las respuestas que han dado los demás oráculos nadie nos las dice; pero en Delfos, justo después de que los lidios entraran en el interior del templo para consultar al dios y hubieran formulado la demanda que se les había prescrito, la pitonisa, en versos hexámetros, se expresó de esta forma: «Yo conozco el número de los granos de arena y las dimensiones del mar; yo entiendo al sordomudo y oigo la voz del que no habla. Ha llegado a mis sentidos el olor de una tortuga de caparazón duro, que está hirviendo en el cobre con carne de cordero; el cobre se encuentra debajo de ella extendido y de cobre está revestido.»

Nada más dar la respuesta, los lidios la anotaron cuidadosamente y regresaron a Sardos […].

Creso, abriendo los escritos de uno en uno, los examinaba atentamente. Pero ninguno le gustaba y cuando llegó al que había traído de Delfos se puso enseguida a orar, reconociendo la exactitud, y se convenció de que el oráculo de Delfos era el único fiable, puesto que había descubierto lo que él mismo había hecho.

En realidad, después de mandar a los suyos a los distintos templos, esperando que llegara el día señalado, pensó en algo que fuera imposible de adivinar o incluso de suponer. Cortó en pedazos una tortuga y un cordero, los puso a hervir él mismo en un recipiente de cobre, colocando encima una tapa también de cobre [...].